Alberto Insúa

 

El imperdible

El imperdible

   " ... Quiere usted saber la historia, ¿verdad? Voy a contársela ... Ante una persona como usted, quiero que las cosas queden en su punto. Se ha dicho que fui yo. Mentira. ¿Me vieron acaso? ¿Entonces? Fue ella ... y por nada; por una bagatela.

Como ya ha pasado algún tiempo, hablo de eso con tranquilidad. Me parece que me lo han contado, que lo l... De todos modos, contada, leída o vivida, la cosa es trágica. ¡Ya lo creo! La recuerdo de un modo raro: como la escena de un drama en que todo fuese rojo.

    Es la sangre, que pone una nube en la vista y lo hace ver todo así, rojo: el techo, las ropas blancas, un espejo que copia la tragedia, impasible ...

Sí, señor, Blanca y yo no nos llevábamos bien. Ella era de una testarudez inaguantable y de una susceptibilidad irritante. Sus actitudes de esfinge eran incomprensibles. El enigma de sus ojos quietos, torturador. Yo soy un poco iracundo, y de vez en cuando le decía algo moles­to para arrepentirme en seguida... La ira es así, momentánea, como cosa irreflexiva. Pues aunque yo me estuviera seis horas pidiéndole perdón, diciéndole ternuras, arrastrándome a sus pies, ella permanecía insensible, sin hablar, con los labios fruncidos y sus largas pestañas extendidas. Su mutismo me volvía loco. Aquello de dejarme desvariar sin decir una palabra, sin hacer un gesto, era horrible, horrible ... Mire usted: yo sentía la necesidad de estrangularla, de herirla para que gritase ... Pero lograba contenerme, y me destrozaba las manos y me hería los labios, sujetándome a mí mismo    ... ¡Una angustia! Vencer la sugestión del homicidio ... Y ella sin hablar, con la frialdad roja de sus labios, que no se abrían ni para despreciarme.

    Y yo la adoraba, créalo usted, con toda mi alma. Por ella había sacrificado el amor de mi primera juventud y había concluido mi vida aventurera. Un parecido, una semejanza remota, fue la causa de todo... Blanca me recordaba un poco, solo un poco, la mujer a quien abandoné por ella. Sus ojos eran garzos y el pelo de oro apa­gado; lo mismo que los ojos y el pelo de la otra. El corte de la cara y las manos, muy pequeñas, semejantes, casi iguales ... Solo que Blanca era pálida, y la otra sonrosada. Blanca tenía las cejas preciosas, en arco perfecto, y la otra las tenía unidas, no mucho ... Yo encontraba encan­tador aquel defecto. ¿Usted no ha sentido la sugestión del defecto amado? .. Yo sí.

Ya sabe usted que entonces Blanca y yo estábamos en París haciendo, después de seis años de matrimonio, vida de recién casados ... Una noche comimos frente a los alma­cenes del Printemps, tomamos un garrafa de Graves y una botella de Champagne y nos fuimos alegremente, fingién­donos bohemios, hacia los bulevares. Pero el Printemps, iluminado y lleno de un público que entreveía por sus vidrieras, atrajo a Blanca, y tuvimos que retroceder ...

Blanca quiso que le comprase dos magotos de porcelana, carísimos, y se los compré. Quiso una bata blanca de encajes de Saint_Gall, y se la compré. Se enamoró de un imperdible en forma de cimitarra, de plata y con grandes rubíes incrustados, y yo di por él los seiscientos francos que me pidieron ... Ella se puso contentísima, y dio un grito de sorpresa, un grito que aún recuerdo, un grito perverso, alegre y musical, al ver que la cimitarra tenía su hoja de acero reluciente y aguda... En la plaza de la Ópera, bajo un haz de luces la sacó, se la puso en el escote y me dijo con los ojos malignos como dos gotas de ajenjo:

    _¡Aprieta!

   _No hagas tonterías _le dije_. Te lo vaya quitar.

En la calle del Faubourg Montmartre una mujer demacrada me ofreció el Journal. Aquella mujer era cejijunta y este detalle y su mirada, triste como una reconvención, me hicieron recordar a la que yo habla abandonado.

Le juro a usted que si no llego a encontrarme en la calle del Faubourg Montmartre, embocando ya la de Lafayette... con esa vendedora de periódicos, no pasa nada. Pero ... lo cierto es que entonces fui víctima de una obsesión. Comencé a recordar aquel amor antiguo pro­tegido por las facciones de Blanca, que me evocaban las de la otra, y uniendo, en una fantasía sentimental, a la mujer triste de la calle de Montmartre, a Blanca de mi brazo, alegre, parisiense casi, y a la mujer abandonada, a quien deseé en aquel momento con toda mi sangre pasional encendida por el champagne y por el París nocturno, borracho de sensualismo y de luz.

En nuestro gabinete de la calle de Lafayette, Blanca se puso la bata y se prendió en el pecho el imperdible. Los rubíes brillaban entre el encaje. En el mármol de la chimenea los mago tos, a un impulso de los dedos de Blanca, comenzaron a decir que sí con su cómica serie­dad de muñecos.

   Yo me senté junto a ella; la contemplé fijamente y le

dije:

   _¿Quieres que te pinte?

   _¿Para qué? ¿Es capricho?

   _.

   _Bueno. Píntame.

Fui al tocador y manché mis dedos con bermellón para ponerle en las mejillas dos chapas rojas. Ella se dejaba enmascarar, riendo. Luego quemé un corcho y le uní las cejas. Volví a mirarla. Ella sonreía, inquieta. Aún acentué sus ojeras y la obligué a morderse los labios. Entonces, bajo la mirada intensa de mis ojos neuróticos, ella, medio asustada, huyó para verse en el espejo.

   La vi mirarse y estremecerse. Se volvió. A mí me pare­ció que era la otra, y fatalmente murmuré un nombre.

   _¡Ah! _dijo Blanca en una voz indefinible_. ¿Has querido que fuese otra? Está bien ... Está muy bien ...

Y se hundió en un sofá. Con su pañuelo empapado en esencia se borró el rojo de las mejillas, la sombra de las ojeras, el entrecejo aquel... Volvía a ser Blanca, páli­da, impasible, más impasible y más pálida que nunca.

Yo, en cuanto pude, comencé a disculparme. Ella, como siempre, me dejó hablar sin levantar los ojos. Supliqué. Lloré. Y no me atreví a gritar porque me sentía culpable.

Cuando callé, la vi muy pálida, casi lívida. Tenía los ojos desencajados y uno de sus brazos, brotando de la manga de encajes, se desmayaba en la alfombra. Los magotos estaban ya inmóviles y su porcelana refulgía en la luz. Busqué el brillo de los rubíes sobre el escote de Blanca, y no lo encontré. Entonces tuve un grito de espanto. En el espejo me desconocí: estaba más pálido que Blanca ...       Blanca respiraba fatigosamente. Me acer­qué a ella.

 _¡Blanca! ¡Blanca!

 La recliné en el sofá, y mis manos trémulas recorrieron la suavidad y la turgencia de su cuerpo.

   _¡Blanca! ¡Blanca! ¿El imperdible? Blanca se moría.

   _¡La herida! ¿Dónde?

Al fin sentí en mis manos una onda tibia ... Blanca se desangraba. Se había hundido en un costado el acero del imperdible.

   _¡Blanca! ¡Blanca! ¿Qué has hecho?

Pero no contestaba. Se moría sin hablar, con los labios yertos, fríos, sin una sombra de amor ni de des­precio.

Entonces me volví loco. Aquella impasibilidad hasta en la muerte, aquella agonía muda me desesperaron. La sangre, traspasando la bata blanca, me sugestionó. Poco antes, en la plaza de la Ópera, me había propuesto ella que la hiriese ... Extendí mis manos para complacerla, para hundirle el imperdible hasta el rubí que sangraba en la empuñadura ...

Logré contenerme y huir, huir de mí mismo ... En la calle supe aturdirme. Bebí, y no bebí sino licores rojos. Estuve una hora en el puente de Solferino, pensando en arrojarme al Sena…

   Cuando volví a casa, de madrugada, ya había muerto.

   La primera luz del alba me descubrió el rr sarcástico de los magotos y la mancha roja de la bata blanca. Me acer­qué al cadáver. Puse mis dedos en sus párpados y des­prendí el imperdible de la herida ...

Si usted quiere le enseñaré las tres compras de aque­lla noche en el Printemps. Los muñecos, la bata con la sangre de Blanca y el imperdible con su sangre y con la sangre luminosa de los rubíes ... "

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