Los malabaristas del voto

Un cuento que pica en historia

     Yo os juro que no he visto en mi vida otros más gentiles malabaristas del voto que aquellos cuatro facedores de padres de todas las clases de patria que hoy se usan, aquellos cuatro monumentos de saber, picardía y gramática parda, que se llamaron Jesús Breijo, Manuel Sobane, José Brandaríz y Francisco Receso.

    Nadie, a no ser estos insignes maestros del cubileteo electoral, hubiese podido dar el triunfo al encasillado por los dioses en aquellas famosas elecciones de que todavía se habla en el herrumbroso areópago de viejos que todas las tardes acotan para sus murmuraciones el alegre vestíbulo del casino de señores de Pluviosa.

    Desde luengos años, venían los pluvioseños respetando rigurosamente el pacífico turno de los partidos, y aun cuando la ciudad no obtenía con ello ningún provecho, lo que por este lado perdía ganábalo en tranquilidad, en esa tranquilidad tan grata a los espíritus ancianos que desde tiempo inmemorial dominaban en Pluviosa. ¿Y quién era el guapo que osaba ponerse en frente de ellos?

    Pero en la ocasión de nuestra historia hubo un valiente, y la veneranda costumbre reguladora de todas las acciones pluvioseñas viose amenazada seriamente, y en peligro, muy en peligro, la candidatura del Excelentísimo e Ilustrísimo Señor Don Juan de Dios Quiroga de la Braña, jefe local del partido conservador y diputado por Pluviosa en todas las situaciones conservadoras; al cual disputaba el acta, a título de demócrata rabioso, el no menos Excelentísimo e Ilustrísimo Señor Don Juan Manuel Guillermo Fernández de Edreira y Abollo, marqués del Valle de Monte Preto, conde de Rivera de San Celestino y barón de Maniños, tres o cuatro veces grande de España y diez o doce millonario.

    La derrota de Don Juan de Dios era segura, porque, aparte del apoyo que a su contrincante prestaba la ciudad, en el campo, que decidía la elección, era el marqués dueño de casi la mitad de los predios y censualista de la mayor parte del resto; sin contar que, por ser casi todos los curatos del distrito de presentación de la muy ilustre casa de Fernández de Edreira, los curas rurales, amos indiscutibles de las aldeas, y algunos clérigos de la ciudad, por gratitud unos y por hacer méritos otros, convirtiéronse en activos muñidores de la candidatura del marqués del Valle de Monte Preto, no obstante el liberalismo de éste.

    —¡Un milagro! ¡Necesito un milagro! —decía Don Juan de Dios, ya desesperanzado, a Breijo, Brandaríz, Sobane y Receso, reunidos en su casa la víspera de la votación.

    ¡Un milagro! ¿Para qué, sino para hacerlo, estaban allí nuestros cuatro taumaturgos, los más firmes y aprovechados sostenes del turno pacífico?

    —Vostede non s’apure —contestaron al afligido candidato.

    —Es que sólo cuento con algunos centenares de votos aquí en Pluviosa, y para triunfar necesito el censo entero de vuestros cuatro Ayuntamientos.

    —Pues si no es más que eso, vivo o muerto usted sale diputado.

    —¡Hombre, muerto, no!

    —Es un hablar. Non pase pena.

    —En vosotros confío.

    —Confíe.

    —Sobre todo, mucha legalidad.

    —¡Claro, hombre!

    —Ya nos conoce usted y sabe que por nada del mundo somos capaces de faltar a la Ley.

    —Pues, ¡a trabajar!

    A la puerta del candidato despidiéronse los cuatro gorriones hasta la noche siguiente «si Dios y los otros quieren».

    —Mal xeito tén a cousa —dijo uno.

    —Malo —contestaron los otros.

    Y sin hablar más, camino de sus aldeas, quién a pie, cuál a lomo de aquellos caballejos de la tierra, ruines en apariencia y tragaleguas en realidad, alejáronse de Pluviosa, graves y pensativos, rumiando el modo de salirse con la suya.

    Sobane, hombre práctico y enemigo de perder el tiempo, apenas llegó a su casa arregló tranquilamente el acta como bien le vino en gana e hizo que la firmasen los interventores; y a la mañana siguiente, cuando los primeros borregos electorales llegaron a la puerta del Ayuntamiento creyendo, ¡inocentes!, que aún no eran las ocho, Sobane, plantado ante la cerrada puerta del colegio, con el testimonio irrecusable del reloj municipal les demostró que iban pasadas y muy pasadas las cuatro de la tarde, y con la mayor frescura les anunció que había terminado el acto.

    Total, nada: un recurso viejo y sin mérito. Aquel paisano de calzón corto y patillas blancas estaba completamente anticuado.

    Los demás eran otra cosa: verdaderos artistas, despreciaban los medios vulgares. Nada de adelantar relojes ni otros ardides por el estilo, desacreditados de puro viejos. Elecciones en que ellos intervinieran, elecciones en que votaba todo el mundo… si lo dejaban.

    Además, a Brandaríz le era imposible apelar a tales recursos, por la sencilla razón de que en la mesa de su señorío no contaba Don Juan de Dios con otros interventores que Brandaríz y otro galápago de sus conchas, quien con un su amigo esperaba pacientemente el regreso del maestro, sentado al pie del crucero gótico que se alza a la entrada del camino que conduce a Brañeiro desde la carretera de Pluviosa a Fouciño.

    Sin duda, por aquello de que detrás de la cruz se encuentra el diablo, bajo esta conferenciaron los tres personajes, y al cabo de buen rato de charla separáronse alegremente y se dirigió cada cual por su lado a Brañeiro.

    Al comenzar la votación al siguiente día, pasmáronse todos de que ni Brandaríz ni su congénere suscitasen la menor dificultad al constituirse la mesa. Únicamente, nuestro amigo dijo:

    —Yo no sé lo que va a pasar aquí, aun cuando me lo figuro. Lo único que pido es legalidad, mucha legalidad; y a quien Dios se la dé…

    Prometiole el presidente que legalmente se haría todo; y nuestro hombre, que todo lo encontraba bien, manifestando por señas su aquiescencia a cuanto le proponían, no despegó sus labios, hasta que a medio día apareció en la sala y se acercó a la mesa papeleta en ristre su hermano que al propio tiempo era su enemigo político desde las particiones de la herencia paterna.

    —Que acredite ese elector su personalidad —tronó Brandaríz—. Yo no le conozco.

    Pero pronto le convencieron y volvió a su complaciente mutismo.

    Mas llegó el momento del escrutinio, y el silencioso interventor protestó airado de la forma en que iba a hacerse. Quisieron convencerle con buenas razones; ¿pero quién persuadía a aquel testarudo del demonio?

    De una en otra, pronto llegaron las palabras gruesas, y la tormenta estalló al fin estruendosa en un par de sonoras bofetadas que Brandaríz estampó alternativa y sucesivamente en cada una de las respetables mejillas presidenciales. Alborotáronse los del bando contrario, y todos a una se lanzaron sobre el atrevido, que a todos hizo frente; y a los truenos de bofetadas siguió tan copiosa lluvia de puñetazos que todavía guardan en Brañeiro recuerdo de ella algunas encías.

    Mientras los sacerdotes del voto rodaban jadeantes y apelotonados de un rincón a otro de la estancia, el galápago compinche de Brandaríz abrió la ventana, tomó una urna que por allí le alargó un amigo, bonitamente la puso en lugar de la que había en la mesa, que siguió inverso camino, cerró la ventana y fuese a poner paz entre los molidos combatientes.

    Volvió a reinar la calma; pero el terco de Brandaríz aún insistía.

    —No tienes razón —le dijo, persuasivo, su compañero—. El señor (por el presidente) se ha portado como un hombre todo el día y no va a echarlo a perder ahora.

    —¡Claro! —corroboró el aludido.

    —Pues no me conformo —gruñó todavía el testarudo—. Y en uso de mi derecho, pido que el notario que en mi casa aguarda venga a levantar acta del escrutinio.

    —¿Para qué, si todo se hará legalmente?

    —¿Y qué más da? —insinuó conciliador el otro pájaro—. Que venga el notario y así acabaremos de una vez.

    —Bueno, que venga —concedió, harto ya, el presidente, sonriéndose para su chaqueta de la candidez de aquel pobre Brandaríz a quien sólo se le ocurrían necedades para desfogar la rabia de la derrota.

    Entró el fedatario, dio comienzo el escrutinio y…

    Todavía no se ha borrado de la cara de los interventores del marqués el asombro que les produjo el contenido de la urna, ni aciertan a explicarse cómo sin faltar ninguno de los suyos y sin que por mano de Brandaríz hubiese pasado una sola papeleta, en ninguna absolutamente, ¡en ninguna!, apareció el nombre del título a quien habían prometido el censo entero.

    Y tras mucho discutir vinieron al fin a estar conformes en que si aquello no era cosa de meigas (brujas), lo parecía.

    La labor de Receso era más fácil. Contaba con todos los interventores del colegio único de Nougueiriño, que él presidía; pero también con la amenazadora promesa de los párrocos de Gotobade, Mariñas y Bermelleira, no sólo de presenciar el escrutinio, sino de pasarse el día en el colegio «para lo que fuera menester». ¡Y los tres abades tenían bien probada su suficiencia, lo mismo para los fregados eclesiásticos que para los profanos barridos a palos!

    ¡Pero bueno era Receso para apurarse por tan poco!

    —¿Abades a mí? —se había dicho camino de su aldea, parodiando al héroe manchego.

    Apenas llegó a Nougueiriño comenzó a tomar disposiciones y anunció urbe et orbi que aquellas elecciones dejarían memoria por legales. Lo malo era que la formalidad del cuerpo electoral peligraba con aquella maldita taberna que daba entrada al ruin local dedicado a templo del voto: el irrespetuoso vino calienta las cabezas y por allí podía venir un disgusto, que Receso en su calidad de alcalde y presidente de la mesa escrutadora quería evitar a toda costa.

    Llamó, pues, al tabernero y le pidió, pagando lo que fuese, la llave de la casa para tener la seguridad de que nadie haría estación en la taberna hasta después de terminado el escrutinio.

    —¿Y por dónde van a entrar los electores? —preguntó el aguador de vinos.

    —Non pases pena por eso. Ya entrarán —le contestó el cacique.

    Quien a la mañana siguiente, bien temprano, llegó al colegio electoral a la cabeza de sus interventores, conduciendo al hombro dos de ellos una larga escalera de mano, con ayuda de la cual entraron todos en la casa por la única ventana que tenía, no sin que antes se cerciorara Receso de que la puerta estaba bien cerrada y no partía un rayo la fuerte cerradura.

    A las ocho en punto, reloj en mano, se asomó un interventor a la ventana para anunciar que se abría la votación, y ayudado por otro compañero sostuvo cuidadosamente la escalera para que subiese la media docena de amigos que abajo esperaban el comienzo del acto.

    No pasó mucho tiempo cuando, paraguas al hombro, flameante el amplio balandrán de pronunciado color de ala de mosca, chorreando sudor y dándose aire con el ancho y mugriento chambergo, llegó, gordo y majestuoso, a la cabeza de su mesnada el cura de San Julián de Bermelleira.

    Tres o cuatro manos solícitas acudieron arriba a sostener la escalera.

    —Suba, señor abade, suba sin miedo —gritó Receso.

    Y el crego de Bermelleira remangose los hábitos, de un puñetazo acomodó en la cabeza el viejo sombrero, arrimó a la pared el enorme paraguas rojo, «¡Alá vóu!» dijo, y siempre magnífico y sonriente, trepó.

    Pero, a mitad de camino la escala comenzó a oscilar horriblemente; y fue lo curioso del caso que mientras mayor cuidado y solicitud desplegaban los de arriba, mayores eran las oscilaciones.

    —¡Non tires d’ahí, tí! —decía uno, atrayendo vigorosamente hacia sí la escalera.

    —¡Dame acá! —replicaba el otro, tirando fuertemente del ascensor.

    —¡Déjala eiquí! —pedía el de más allá, largando una nueva y más violenta sacudida.

    —¡Estade quietos, condenados! —clamaba el cura, embutido en los travesaños.

    Y sobre todas las voces sobresalía la de Receso, más que nunca cariñosa.

    —Suba, señor abade, suba.

    Pero el abade descendió como pudo, y sólo al tocar trabajosamente tierra cesó el movimiento de la escalera.

    —Es que pesa mucho —dijéronle socarronamente los de arriba, por vía de consuelo.

    Y aunque con insistencia le invitaron a subir de nuevo, ni él ni los suyos, ni los de Mariñas y Cotobade, que presenciaron el suceso, se atrevieron a probar fortuna. Y el escrutinio comenzó a las cuatro en punto, reloj en mano, sin que ninguno de aquellos honrados vecinos hubiese votado al prócer.

    Mientras tanto, el velliño Breijo dejaba votar en Euxebre a cuantos le entregaban la papeleta, los cuales, desconfiados, no apartaban los ojos de las arrugadas y temblonas manos del muñidor hasta que el resobado papelito caía en el arca santa.

    Todo marchaba bien, en el mejor de los mundos. Ni una disputa, ni el menor tropiezo. Elecciones semejantes no se habían visto en Euxebre desde que el mundo era mundo y Breijo arreglador de la soberana voluntad electoral, ¡y ya iba larga la fecha!

    Al fin, los relojes dieron las cuatro; terminó la votación, hizo nuestro buen amigo Breijo firmar las actas a los interventores «para ahorrar tiempo luego», quitose la monteira que cubría su cabeza, branca com’a mesma neve, ensanchó con una sonrisa la pura arruga que tenía por rostro, carraspeó un poco, y habló así al atento auditorio:

    —Ya habéis visto que aquí se ha hecho la votación con todas las reglas del arte y con la mayor legalidad. Yo estoy muy satisfecho de vosotros (a los interventores), como vosotros lo estaréis de mí (Asentimiento). Bueno; (aquí un nuevo carraspeo) pues yo no quiero que sufráis por hoy más molestias. Lleváis ocho horas encerrados en este curruncho, abrasados de calor y de moscas; y para vosotros, acostumbrados a respirar el aire puro del campo, es muy malo este que os ha entrado por la boca todo el día; con que así, (indulgente y protector) andade, filliños, andade a respirar y a quitaros el calor con un buen trago de vino: yo lo pago. Y yo me voy mientras tanto a hacer el escrutinio a mi casa, sin calor, sin moscas y sin ruido.

    Y uniendo la acción a la palabra, tranquilamente metió la urna bajo el brazo, requirió la temerosa moca (cachiporra), y pase niño, pase niño, cruzó por entre el sorprendido auditorio. Y todavía se volvió sonriente desde la puerta, para advertir a los atónitos interventores:

    —Estarvos por ahí, que xa vos chamarei.

    Cuando, a la noche, después de entregar el acta, limpa e relucente com’o ouro, oyó ponderar en casa de Don Juan de Dios las hazañas de Brandaríz y de Receso, tuvo para ellos un juicio indulgente.

    —¡Tolerías de rapaces! —dijo.

    Los cuatro héroes han muerto —¡angelitos al cielo!—. Pero pluma debe de ser, por lo ligera, la tierra que los cubre, porque yo sé que no hay elección en que dejen de cumplir, al frente de los fieles difuntos, sus vecinos el deber de todo buen ciudadano de votar a los candidatos del Gobierno.

 

 

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