Pasado mañana

Alonso Zamora Vicente

Sonia no cabía en sí de puro contenta. Martes ya, y pasado mañana la boda. Locamente, en desbaratada caricia, se le iba la mano a la cabeza para arreglarse el imaginario velito. De vez en cuando, en una esquina, desde un portal oscuro, un olor de azahares la envolvía dulcísimo, y Sonia apretaba el paso, súbita vergüenza. Pasado mañana la boda repitiéndose, y cómo será, si el cura estará pesado, y hay que ver las amigas qué preguntonas, y luego, cuando nos vayamos, y: Total, ya falta poco. Sonia ha salido de casa con tiempo. Va despacito, camino de la estación, entre la lluvia cobarde, parándose en los escaparates, en todos los anuncios. Muebles, qué sala bonita, pondremos la nuestra así, y la tienda de cuadros, con esas reproducciones de Chagall que no le gustan a Claudio, este Claudio a veces tiene unos gustos... Y piensa en Claudio, que vuelve de su pueblo, su último regreso de soltero, el tren llega a las ocho, por dónde vendrá ahora, si estará mirando por la ventanilla, cuando pase por el puente aquél grande se acordará de mí, de cuanto hicimos aquel fin de semana juntos. Qué buena mujer su madre, un año ya que se murió, cómo pasa el tiempo. Y Sonia aprieta el paso bajo la amenaza de su dicha, que se agolpa como una pena tibia, entre el gritar de los vendedores, los timbres de los tranvías, las sirenas de los autos. Cruce tras cruce, Sonia se distraía en ver los cambios de luz en las señales, y atravesaba despacio, ya estará el tren más cerca, seguramente se verá ya aquella torre espigadita, de ladrillo, y quizá Claudio... Bueno, no podía nombrar a Claudio sin un alboroto en la garganta. Se habrá venido al restorán porque, a veces, sube tanta gente en ese empalme que hay a la salida de su pueblo... Claudio, Claudio, Claudio, Claudio...Un... Dos... Y apretaba el paso, sonriendo.

La estación refulgía dentro del crepúsculo. Timbres,  altavoces. Un cuarto de hora todavía. Detrás de la marquesina se iba acabando la tarde. Una luz incierta, desvanecida, algo de amanecer entre los hierros. Sonia hizo vagamente el gesto de arroparse los hombros en la cama y presintió, con el frío primero, la ventura de un cuarto caliente y pequeñito. Como el que tendremos, y con una camillita clara y brasero eléctrico, Sonia paseando, los piropos del hombre del carromato de equipaje (¡si será majadero!) y la pareja de guardias que le miran a las pantorrillas con descaro, par de memos, si Claudio estuviese aquí no se atreverían, y aún diez minutos, Visitez l'Espagne, el cartel de retraso de trenes, qué bien, llega a su hora, y Sonia se siente azorada, intranquila, la vía ya hundiéndose en la noche, zigzagueo de luces rojas y azules en los discos, el altavoz, el tren, y el corazón, bobo, dale que dale y corriendo. Pasado mañana, pasado mañana. El último regreso de soltero.

Se fue parando el tren. Olor de humos, grasas, de paisajes abortados en el tracatrá de las agujas. Sonia miró la locomotora agradeciéndole su esfuerzo, el corazón apresurado. En seguida se vio envuelta en el gentío. Cazadores, mujeres de los pueblos cercanos hablando a gritos, recomendaciones, desconfianzas, muchos ¡Perdón! y más empujones, la sirenita del tren de vagonetas que recoge el correo, el altavoz aconsejando Cada viajero su billete, Sonia alargando la cabeza, el vagón restorán, y Claudio, por fin, allí sonriente, la mano en alto y la boina caída, este Claudio siempre tan descuidadillo en el vestir, y ya no hace falta decirse «amor mío», y le puedo besar tranquila ante la gente; total, ya pasado mañana. Claudio y Sonia, apretujados entre los viajeros, buscan la salida. Son las ocho y pico.

_Aún llegamos a un cine. De continua. Nuestra última tarde de novios.

        _Nos queda mañana, Claudio.

        _Pero, mañana, preparativos, y confesar. Vamos a buscar un taxi.

        _Vamos al metro. Hay tiempo.

        _No; a un  taxi mejor.

        _Ay, vamos como quieras. Ya me da igual.

         Y la felicidad le golpeaba. Insensible ya a los empujones de los que llevan prisa, retroceso inesperado, tropiezos con maletas grandes que se atraviesan, un crío que llora perdido, pitos de trenes, el altavoz amonestando, el hombre del fielato, y la calle. Llueve. Una alegría sosegada y profunda, como si todo estuviese ya hecho y a gusto, terminado. Claudio gritando ¡Taxi! ¡Taxi!, y no paran, todos vienen llenos, claro, con este tiempo. Por fin, uno llega, lejos, la lucecita verde del alquila bien visible, Claudio echa a correr de pronto, Sonia llamándole, el griterío de la estación a esas horas, las sirenas de los autos, el piso resbaladizo, ¡Claudio, Claudio, ese camión! , y Claudio no lo vio venir, tan grande como era: «Cementos y piedra artificial» en el larguísimo costado, Sonia siente que el chirrido de los frenos le taladra la frente, está lloviendo y la mancha de sangre y barro crece, solamente callada esa mancha entre las exclamaciones de la gente que pisa y vuelve a pisar, Sonia no llora, es que está lloviendo, y el agua le resbala por los carrillos, por la barbilla y por el pecho, se nota como zambullida y ahogándose, este Claudio, yo prefería el metro, y le duele la sonrisa que Claudio tenía al bajar del coche restorán, la boina caída, siempre tan descuidadillo, ya sin pasado mañana el calendario

Ya hace años que Sonia baja a la estación casi todas las tardes. Ni el frío, ni la nieve de enero, ni los calores de agosto han evitado que ella baje, cruce tras cruce, a la estación. Muchas gentes del personal del ferrocarril ya la conocen. Como los vendedores del camino. La mujer de los periódicos _algunas veces le compra La Noche y busca el programa de los cines de continua_ y el cojo de la esquina de los muebles, que vende flores, y cerillas, y postales, y ya la saluda: Buenas tardes, señorita; buenas noches, señorita, según el tiempo. Porque en lo alto de julio aún es de día cuando pasa por allí, a las ocho menos cuarto, y es noche cerrada cuando pasa en diciembre. Una vez llovía intensamente _¿abril?, ¿tormenta de septiembre?_ y se refugió en el tenderete, y entonces hablaron, lo caro que está todo, una lástima cuando se le murió la pobre Juana, su mujer, y las chicas, que tienen que trabajar, y la contribución. Dios mío, cada año más alta. Y Sonia no dice nada, camino de la estación, segura de que Claudio va a venir, expreso de las veinte horas, andén tercero, vía ocho, esa vía donde Sonia ha ido viendo cambiar las cosas en estos años: unas plantas, los cables de la tracción eléctrica, los pasos subterráneos nuevos, y los mármoles del bar, y las bombillas azules de Wagons Lits Cook, S. A. Una tarde, y otra, y otra, el exprés de las veinte llega, Sonia envuelta en el gentío, empujones, el tren de vagonetas que busca el correo, los números inexpresivos de los trenes, ascendente 1.151, dónde irá, mensajerías 560, sudexprés núm. 1 un buen tren, y los carteles del turismo: Visitez l'Espagne, Escorial, XXIII Salón de Otoño, y los anuncios Peregrinación a Roma, Informes e inscripciones ... y qué bien, un viaje de novios a Roma, Útiles eléctricos para el hogar, Campaña de Navidad, silbidos, una gitana que pide unos céntimos, siempre esa tristeza pisoteada por los andenes, en el puestecillo ambulante de los caramelos y las pastillas de café con leche, y en la cara de la mujer que guarda los urinarios, y Sonia que se vuelve a casa, vaga sonrisa, y nunca sale por esa puerta, por aquella puerta, el asfalto está resbaladizo y hay camiones cargados de cemento. De ángulo a ángulo de la marquesina, Cada viajero entregue su billete, ruidos de la calle, un chirriar de frenos zumbando, súbitos, por la sien, aquí, Sonia hace como si se fuese a arreglar el velito, el velito de tul de novia, un pelo blanco y punzante naciéndole cada vez que llega la mano a la frente, Sonia triste y sonriendo, Sonia despacito, los periódicos de la noche, novios que entran en los cines, un silbido de locomotora perdido por el aire, lejos, será un tren que sale ahora por el disco, el ratito ante la tienda de cuadros, que no le gustan a Claudio, este Claudio, con unos gustos, qué le vamos a hacer, y el anhelo de comprarle a Claudio una corbata de esas a rayas, tan de moda, no son muy caras, quizás en los Almacenes Harrods la encuentre inarrugable, este Claudio, tan descuidado en el vestir, pero qué boba, no haberlo pensado antes, es mejor una bufanda, eso es, una bufanda, es octubre ya. Y en la última esquina, antes de entrar en su casa, Sonia se levanta el cuello del abrigo, al percibir el viento mojado del sur.

          Todo fue bueno y normal en este día. Ya cinco años. Sonia ha tenido hoy poco trabajo en la oficina; en casa la esperaban unas cartas amables, y hace un día tibio, de nubes largas y veloces. A la tardecita, ya costumbre, va a la estación. Extrañamente contenta esta tarde, de vez en cuando se le escapa una sonrisa leve, contestación apenas esbozada. A veces, esta cabeza, una piensa que la están llamando, vaya usted a saber. No compra hoy el periódico; teme llegar tarde al exprés, se hunde en el metro. Empujones, silbidos, palabras malhumoradas. Sonia no piensa en nada, sino en que puede llegar tarde al tren. Hoy precisamente. Corre escaleras arriba. Ha llegado antes que la escalera mecánica. Faltan diez minutos. No trae retraso. Pasa al andén, como siempre. Las caras de otras tardes: algunos mozos, el maquinista de las vagonetas, la chica de la tiendecita de recuerdos y fotografías, el empleado que alquila almohadas y vende cenas de viaje. Muchos ya la conocen, pero hoy Sonia no repara en nada, en nadie. Unas monjas le preguntan a coro, tímidas, ceceando, un revuelo de papalinas, por ese expreso de las ocho. «Por aquí, por esta vía», Sonia contenta y erudita, ya está al llegar, Sonia ve crecerle como una marea un extraño gozo. Pasado mañana. De un grupo de gente joven que espera a su lado, una voz se desprende: «Vendrá en el restorán». Como Claudio. A Claudio también le gusta venir en el restorán. Es más cómodo. Sube tanto palurdo en el empalme, le gusta tanto la comodidad. Tendré que acostumbrarle a ponerse bien la gorra y a llevar corbata, porque este Claudio... y algo le escarabajea en la garganta. El altavoz habla anunciando la entrada del tren. Sonia busca el altavoz entre los hierros de la marquesina y, de camino, sus ojos leen una vez más los carteles del turismo y los anuncios, Gran Feria de Muestras, Costa del Sol, V Congreso Internacional de Filatelia Quesos y Mantecas La Mahonesa, Compre sus ropas en... El tren. Sonia se pone de puntillas, alarga el cuello y... Un empujón: alguien que llevaba prisa, pero ya había visto a Claudio en el estribo del vagón restorán, hasta le había sonreído, trae el abrigo gris, ese que se compró hecho, y sombrero, que le sienta tan bien, y se empina Sonia y le parece que viene hacia ella, corriendo, algo más envejecido está, y ya empieza a abrir los brazos y ¡Claudio!, pero el trenecillo de los equipajes se interpone, y el gentío, mujeres de los pueblos con pollos, cestas, cajas de frutas, muchas recomendaciones, cuidado con los rateros, loco dar direcciones a última hora, cazadores, una peregrinación de señoritas que canta desagradablemente, y Sonia que busca a Claudio alocada, clamando Claudio, Claudio, andén hacia atrás. Allí está. Claro, como no traigo el sombrero de siempre, y ya me parecía a mí que este traje sastre no le iba a gustar, y, además, no me lo ha visto nunca puesto, y ¡Claudio!, ¡Claudio!, Lleve cada viajero su billete. Perdón, señorita, y el agolparse a la salida, aquella salida, ¡Claudio! más alto, Sonia queriendo ir al metro, tropezando con las maletas, y nunca se ha tardado tanto en salir, por qué no traerán preparados los billetes, qué pelmas, y si se me va a escapar, pensará que hoy no he venido a la estación, porque era él, yo creo que me vio, trae el abrigo gris y me ha reconocido. Ya, ya lo veo, ay, el maletín, si es el maletín que yo le regalé, no me había dado cuenta, y Sonia, corriendo detrás de un abrigo gris, repasa la mañana aquella en que fue a comprar el maletín para Claudio, un maletín precioso, casi tanto como el que se trajo el jefe de París, un pobrecillo el dependiente que la piropeaba con descaro, hasta le cogió los dedos al pagar, si sería estúpido. Y Claudio que se lanza a la calle gritando ¡Taxi! ¡Taxi! Sonia, enloquecida: ¡No! ¡No! Ese camión, acuérdate del camión, «Cementos y piedra artificial» en el larguísimo costado, está lloviendo, Sonia no quiere que llueva, el asfalto se pone resbaladizo y con sangre, es mejor el metro, ¡Claudio! ¡Claudio!, y Sonia, ya en el suelo, vio volver la cabeza al hombre del abrigo gris, quien, dejando caer de golpe el maletín, abrió los brazos y corrió hacia ella, una caliente ternura: Por fin me ha visto, está algo más viejo, será el sombrero, la gente grita horrorizada, el chirriar de los frenos en la sien, dolientes y punzando. Y pasado mañana, pasado mañana, pasado...

Cuando Sonia recuperó el sentido estaba recostada en un banco de la estación, y gentes solícitas le preguntaban cómo se encontraba, si quería algo, un vaso de agua, y qué susto. Bebió temblando. ¿Dónde poner la voz ahora, y la mirada? Allí estaba el hombre del abrigo gris, que la levantó del suelo, después del tropiezo con el guardabarros.

_Ánimo, señorita. Se ha librado usted del camión por un milagro.

No era Claudio. Pero todo había estado tan cerca, tan justamente cerca... Pasado mañana. Le dio las gracias. Tomó un taxi. No valía la pena recordarlo.

                                                                    (Del libro Smith y Ramirez )

 

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