ÁLVARO POMBO

UN RELATO CORTO E INCOMPLETO

 

Menchu entró en la espesura de la vida sin fijarse. Se casó ilusionada _aunque no fuera el suyo exactamente un matrimonio de amor_ pensando que un marido se requiere, además de un sostén, para participar en la vida intelectual de España. Porque Menchu era mortal y parecía desvalida _y porque, en realidad, lo estaba_ y porque abría unos ojos como platos cada vez que Sergio preguntaba algo en clase. Sergio se casó con ella. Hacer Filosofía y Letras en la facultad de Madrid fue, en el caso de Menchu, fruto de una mezcla algo tarumba. Fruto, por un lado, del recuerdo de un abuelo materno, zarzuelista sin fortuna, a quien se recordaba con frecuencia a la vera del piano en la sala de respeto de la casa de los padres de Menchu, un saloncillo destemplado y cursi. Culpa, por otro lado, de haber dicho toda la vida doña Carmen _la madre de Menchu_: «Esta niña tiene talento natural para la ciencia que la hemos de ver de catedrática». Y luego las monjitas que en el colegio le reían a Menchu las gracias de saberse de pe a pa la Trigonometría y las Historias de España. Y luego, una vez más, lo que decía _y repetía_ do­ña Carmen en sus ratos de altura y rompe y rasga: «A esta hija la hemos de ver en el Teatro Nacional, ¿verdad hija?, porque tiene talento natural para la escena», cosa que venía de una vez que se representó, todo con niñas, en el colegio, En Flandes se ha puesto el sol y Menchu fue el gallardo capitán español que dice «España y yo somos así, señora». Así es que Menchu, al acabar el bachillerato entró en Filosofía y allí enfermó de Sergio y Sergio de ella y se casaron en la capilla de la Ciudad Universitaria para confusión eterna de ambos cónyuges.

No tuvieron hijos. El primer año de casados Sergio daba clases sólo por las mañanas y pasaba las tardes en casa preparando oposiciones. «Si no hago oposiciones ahora _solía decir Sergio a todo el mundo_, ahora que acabo de terrninar la carrera, luego siempre es tarde». Y tenía razón el pobre hombre, aunque fuera el suyo un tener razón de poca monta.

       Sergio, pues, rehacía sus apuntes y leía ávidamente. Aquél fue un año comparativamente dichoso. Menchu, por ayudar e irse  disponiendo a la futura vida de esposa de don Sergio, catedrático por oposición de donde fuera, recordaba de memoria los títulos de los temas principales. E incluso llegó a resumir toda la esencia de tres libros _con su cuidadosa letra, casi naturalmente redondilla, en dos cuadernos de tenues rayas grises_. Y leyó además Pascal, o el drama de la conciencia cristiana, de Guardini. Y la Ética del profesor Aranguren, que acababa de salir aquella primavera; casi toda entera la leyó, subrayando a lapicillo rojo el capítulo entero del Mal, los Pecados y los Vicios. Leyó El hombre y la gente. Y tenía Menchu por las tardes de sabiduría azul los ojos tintineantes, mostrando muy en serio antes de la cena _y durante la cena_ que de sobra sabía qué se entiende por Ética Material y Ética Formal. Sergio resultó un marido cariñoso _aunque algo insulso y Menchu, que no se parece en nada a Lady Chatterley, estaba en conjunto satisfecha. Sergio engordó mucho aquel año, debido en parte al hambre que da la angustia de empollar, y en parte debido a las paellas, lo único casi que Menchu cocinaba sabiamente. A Menchu le hacía gracia que fuera Sergio redondito y que encalveciera, a la vez, tan dulcemente.

    Así pasó un año y otros seis meses hasta que por fin se convocó la oposición. Sergio no pasó del tercer ejercicio. Todo el mundo le acompañó en el sentimiento. Y todos le dijeron lo mismo: «No te preocupes, ha sido mala suerte, te presentas la próxima vez». Y Sergio mientras lo oía, lo creía. Menchu, que llevaba los tres últimos meses acostándose tarde, o no acostándose, por hacerle a Sergio compañía y tazones de café con leche mientras redactaba la Memoria, se desconcertó por completo. Y se desconcertó con un desconcierto contagioso. O quizás el desconcierto de Sergio empezó primero y se le contagió a Menchu. Se sabe muy poco de estas cosas, y, en realidad, da lo mismo. En cualquier caso, la desocupación que siguió, súbitamente, al ajetreo estudioso de año y medio se materializó, amorfa, en el pisito. Los trozos son visibles en los cuartos como trozos de caballos de cartón piedra hechos trizas. Los seis últimos meses habían sido alegres, de revuelo, comiendo a deshora, dejando el piso justificadísimamente sin limpiar ni ordenar, esparcido de libros. El fracaso lo confundió todo. Lo inflamó todo como una herida grosera, inconfesable. Y volvió sus dos vidas transparentes, dotándolas de esa lucidez agria, neutra y verdosa de los paisajes congelados.

_Ahora, ¿qué vas a hacer? _dijo Menchu la noche misma del día en que se supo el resultado.

No era una pregunta, en realidad. Menchu impuso aquella frase como un hecho, como un dato. Lo empujó entre los dos con las dos manos como un falso testimonio. Menchu estaba cansada. Era ya a fines de junio o a fines de julio. Hacía en Madrid más calor que jamás aquel verano. Habían contado con irse al Escorial de vacaciones bien ganadas. Habían contado con ganar a la primera, con quedar los segundos, los terceros, los cuartos o los quintos. Y quedaron para el arrastre. Menchu era una cría todavía. Y Sergio no sabía qué contestar. De pronto ya no se sintieron ni cansados. El fracaso, como una ducha fría, había barrido el delicioso deleite de sentirse justificadamente cansadísimos. El fracaso parecía haberlos desprendido incluso de su merecido cansancio. Y se sentaban por las tardes en las terrazas de las cafeterías de Argüelles no sabiendo de qué hablar. Y no se dormían. Fue un bache. Y fue un mal bache porque algo que no había, en realidad, brotado nunca, tampoco brotó entonces. Sergio resintió mucho la actitud de Menchu. Fueron por fin al Escorial. Volvieron a Madrid en agosto. Agosto es interminable. Menchu cogió el colerín de las cerezas, y Sergio, al entrar septiembre, entró en Colegios de Primera y Segunda Enseñanza Galán -Gavioto. Ocho horas diarias dando clases de lo que sea a niños de colegios son muchísimas más horas de lo que puede parecer al inexperto. De pronto pareció el fin. De pronto Menchu y Sergio empezaron a observarse sin hablarse y a esconderse cosas uno a otro.

Don Jesús Galán_Gavioto y su difunta esposa empezaron muy alto _en lo más alto_ y acabaron entrefino fino. Acabaron donde a la sazón don Jesús, ya viudo, se encontraba: desasnando niños de papá. Antes de morirse la difunta esposa, había Galán-Gavioto hecho muy bien la contra a los jesuitas arrebatándoles uno a uno los retoños de la Grandeza de España que por incapaces de Sacramentos o veleidades liberales de sus padres, quedaban naturalmente un poco fuera de la Compañía y la Gloria de Dios. Oh sí, en aquellos tiempos felices y mejores los donceles muy tontos o bastante, que vivían más o menos en Madrid y cuyos padres, aun siendo caballeros y de derechas, no se fiaban gran cosa de los curas, hacían su ilustre bachillerato con don Jesús Galán-Gavioto y su difunta esposa. Hacía ya muchos años _desde después de la guerra hasta la fecha han pasado muchísimos más años de los que parece que han pasado_ que don Jesús viudo suspiraba y decía: «Hoy en día no se sabe quién es quién... ni falta que hace. Ahora sí que de verdad Poderoso Caballero es Don Dinero». Esta coletilla cínica era un rabo de la viudez de don Jesús, a quien la defunción de su otra mitad había liberado un tanto de Grandezas _porque era ella la que en la aristocracia y el buen tono se empeñó hasta las pestañas_ y ascendido al millón las pesetas del lmpuesto sobre la Renta _detalle éste sutilmente designador de amplio bienestar (teniendo en cuenta lo mucho que se calla por amor a sí mismo el hombre en estas cosas). Dicho sea entre paréntesis: la esposa de don Jesús falleció la misma noche que los Aliados ocuparon Berlín, no se sabe aún bien si de alegría, o de rabia o de un atracón de lechazo de estraperlo, que era su plato favorito en los años del racionamiento. Don Jesús lloró muchísimo y enviudó más negramente que la inmensa mayoría de los hombres, pero sin advertirlo él mismo apenas, apuntó esa muerte en la columnaje ingresos al hacer el balance anual. «Las mujeres _pensaba don Jesús_ son sentimentales. Y está bien que lo sean. Eso es lo que les va. Poco prácticas, vamos. Idealistas. De todo por la patria. Y yo no. Yo soy de todo por la patria siempre y cuando rente ese todo, todo lo que debe. Un sentimiento que no se vende bien no puede ser bueno. Y hoy en día lo que renta y ha de rentar aún más _concluía don Jesús_ es el niño del profesional con iniciativa». Y así fue. Los apellidos vinieron a menos, como don Jesús Galán-Gavioto había previsto, y Colegios Galán-Gavioto a muchísimo más que nunca (aunque en menos alto que antes de la guerra). Quiere decirse que entre los ahorros y los años se volvió Colegios Galán-Gavioto un mentidero malva y cruel donde el fracaso de quienes llevaban decenios de enseñanza privada y las torpes o imprecisas ilusiones pedagógicas de los profesores recién llegados, se mezclaban en la más trágica y agobiante mezcla. Ahí entró Sergio con su fracaso a cuestas una mañana a fines de septiembre y ahí dio con Fernando González que iba a traerle por la calle de la amargura poco a poco. La amargura, como siempre pasa, tardó en llegar un año o año y pico _porque la amargura no se precipita jamás y se parece a la virtud en que se hace a pura fuerza de hábito y de tiempo. Llega siempre por fin y cuando llega, salta como un animal sobre su presa_. Fernando González había acabado Física y Química y se metió en el colegio porque no tenía de qué vivir, ni era una lumbrera; en esto como todos. Pero aunque no era una lumbrera, era listillo y entre las malignidades y la pereza de la sala de profesores _un cuartucho estrecho y largo con sillas alrededor de las paredes_ se encontró como pez en el agua. Fernando era muy suave, con la apariencia dulce y todavía estudiantil en los cabellos. Y era un buen oyente, de los que hacen hablar al interlocutor y no se pierden ripio. Y Sergio, que se veía agobiado y dolido y más solo que la una, se fió de él y se entusiasmó con él _cosa muy mal hecha_. Así que le contó sus penas y sus lástimas y las murria s de Menchu y, por activa y por pasiva, el rollo incruento de la oposición perdida para siempre. Y Fernando parecía _jOh Dios, oh cómo parecía!_ hacerse cargo de sus males. Y uno de ellos era Menchu. «Yo estoy seguro _llegó a decir Sergio en una ocasión_ de que tú la animarías muchísimo. Tienes que venir a cenar a casa». Cosa que también le dijo a Menchu (en parte _pobre Sergio_ por tener algo que hablar y en parte porque de verdad creía que Fernando iba a sacarle de un apuro). Dijo Sergio:

_Mira, Menchu, tienes que conocer a este chico, Fernando, que te he dicho. Porque es sensacional. Es diferente de los otros. No sé. Mejor que la mayoría de nosotros, etc., etc.

Menchu se negó a recibir a nadie. Se negó con gran violencia. Como si se tratara en realidad de una imprudencia o de una amenaza.

         _Yo no estoy para ver a nadie _dijo.

Sergio no entendió que la violencia era, en este caso, signo de lo contrario. Signo quizá de lo contrario. En todo caso, Sergio insistió e insistió y por fin, tras unos tanteos que duraron hasta mediados de noviembre, Fernando fue a cenar a casa de Sergio y de Menchu. «Para que conozcas a Menchu por ti mismo _dijo el pobre Sergio_, y lo veas todo con tus propios ojos».

        _Falta el azúcar _dijo Menchu a su marido sin mirarle.

        _Es que... como tú no tomas... azúcar _tartamudeó Sergio.

_¡Y qué que yo no tome! ¿Es que no se va a tomar azúcar en esta casa porque yo no tome?

Sergio salió en busca del azúcar. Fernando paseó la vista por la habitación. Menchu le había parecido guapa y desaprovechada. La reunión había sido un desastre. Ahora era acabados de cenar y reunidos _muy forzado el matrimonio y Fernando a sus anchas pero en guardia_ en la salita a tomar café. El nerviosismo de Sergio era como lágrimas. Menchu no decía nada. Había una foto de Menchu sobre la mesita baja de tomar café. El pelo peinado de otro modo y la barbilla apoyada en la mano derecha. «¿Te gusto?», había preguntado Menchu ya dos veces. Fernando temió que volviera a preguntarlo ahora. Porque la verdad es que sí que le gustaba (el modelo, se entiende, no la foto). Sergio volvió con un paquete de azúcar en la mano.

         _¿Así lo traes? ¡No, si tendré yo que hacerlo todo!

La hostilidad hacia su marido que Menchu había manifestado durante toda la velada había sorprendido a Fernando y sorprendido, sobre todo, al propio Sergio. Hasta la fecha, la tirantez entre los dos había consistido más que nada en sombríos, entrecortados diálogos triviales y más que nada en murrias. Desde que Sergio perdió la oposición habían visto muy poca gente. En realidad era Fernando la primera persona que había venido a casa y los veía juntos. Esta introducción de un tercero da lugar al carácter «representado» y público de la tragedia conyugal que hasta la fecha ha permanecido dentro de los límites de lo puramente privado. Fernando ha dicho, en realidad, muy pocas cosas esa noche. Así es que más bien el hecho de estar ahí que lo que dijo o hizo debe acentuarse. Ahora Fernando contempló su reloj de pulsera.

         _Me parece que se está haciendo un poco tarde _dijo.

         _¿Es que tienes que irte? _había una nota de angustia en la voz de Sergio que Fernando registró inmediatamente.

         _Hombre, tener que irme... no es que tenga que irme. Menchu entró precipitadamente con un azucarero vacío en la mano. Y comenzó, aparatosamente, a trasladar el azúcar del paquete de azúcar al azucarero. Un chorrillo hizo un montoncito de hormiga en la mesa. Fernando observó el silencio en torno _como una frondosa indisposición del universo mundo_ y observó que a Menchu le temblaba el pulso al verter el azúcar.

_¿Adónde tienes que irte? _preguntó Menchu entre dientes_. Todavía es muy pronto.

Hubo una pausa. Fernando observó fríamente el cuerpo un poco demasiado espléndido de Menchu en aquella salita anónima, pulcra, de esa vivienda de la ampliación del barrio de la Concepción. Halo estrambótico. Fresco aún el cemento y casi transparente, con sus tabiques de rasilla que dejan entrar las vidas de los vecinos en sus ruidos y casi a los vecinos mismos en sus carnes hasta el corazón barnizado de la salita de Menchu y Sergio. «Se prohibe escupir», había leído Fernando al subir en el ascensor. Un cartel garabateado a mano, una prohibición como una disculpa insultante. Sergio cambió de sitio un cenicero.

_¿Hace mucho que vivís aquí? _preguntó Fernando por preguntar algo.

Tras la representación del cambio del azúcar del paquete de azúcar al azucarero, Menchu parecía cansada. Fernando se arrellanó en su asiento. Menchu mojaba una cucharadita de azúcar en el café y se la llevaba empapada a la boca. «¡Qué boca de loba! », pensó Fernando entre dientes.

_Dicen que el azúcar trae las caries _comentó Menchu con una vocecita de niña tonta.

        _Y las lombrices ... _añadió Fernando por decir algo.

        _¡Qué horror, qué cochinada! _exclamó Menchu furiosamente.

_Podemos salir a dar una vuelta ... si queréis _intercaló Sergio en ese momento.

_Por mí como queráis _dijo Fernando__. Pero la verdad es que aquí estamos bien.

_Éste _dijo Menchu_ con tal de no estar en casa... en cualquier parte. ¡Me encanta la corbata que tienes, Fernando!

Fernando contempló su corbata sorprendido y Menchu añadió un poco con el mismo tono de voz con que había dicho lo de «¿Te gusto?» cuando le mostraba a Fernando su retrato:

         _Te advierto que te va de primera.

Esa frase encauzó esa primera noche de Fernando González en casa de Sergio y Menchu hacia su fin. Escena mansa y muda, con Sergio acariciándose la frente con un gesto mecánico y Menchu poniendo discos en el tocadiscos. El mecanismo demasiado brillante de la irrealidad tictaqueaba como un reloj sin agujas. Fernando se deshace el nudo de la corbata (ligeramente) y estira las piernas por debajo de la mesita de tomar café. No ha sucedido nada en absoluto. Ten misericordia de nosotros.

(Del libro Relatos sobre la falta de sustancia) .

 

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