Coloqueta

Andreu Martín

      Francamente, yo no sé si corren drogas por mi instituto. Me imagino que sí, no digo que no, porque a veces te llegan unos olores de extraños tabacos que te tiran de espaldas, pero a mí nunca me han ofrecido y yo no las pruebo y yo no sé nada del tema. y, si no se lo cree, registre mi mochila y mire, me vacío los bolsillos para que vea que no, que no, ni costo ni pastillas ni nada, oiga, que todo lo que le digan son bulos, cuentos, pamemas,  que mucha mierda es lo que hay.

    Pero, bueno, vale, sí, el caso es que alguien se creyó que corrían drogas por el instituto y ese alguien habló con la policía y parece ser que la policía también había oído hablar del tema y decidieron poner lo que ellos llaman un coloqueta, o sea, un tío de vigilancia, un lince que controlara la situación. Y de lince eligieron al inspector Borrallo (luego, nos enteramos de que era inspector y se llamaba Borrallo). Menudo lince, el Borrallo. Me lo imagino comiéndose un bocata de atún, y que lo llaman, «Tú,   

 Borrallo, que te busca el jefe», y el tío, gordo y descamisado como era, con aquellos andares patizambos, que pare­cía el chérif de la peli, me imagino que se guardó el bocata de atún en el bolsillo y se fue para el despacho del comisario, «a ver qué me quiere ahora ese pelmazo».

       Y le encargan la misión de su vida, al pobre.

    Que dicen que hay drogas en el instituto. Que ya tienen calados a un par de chavales que pasan costo o algo, pero que a ésos no hay que hacerles nada. Sólo hay qu seguirlos para ver si hablan con algún adulto, para llegar al díler que les vende la mercancía, no sé si me explico.

   Me imagino que el Borrallo les decía que sí, que sí entendía, que no era tan difícil. Y Borrallo se vino para instituto, con aquellas manchas de aceite en la camisa y en la corbata, y el superlamparón en el bolsillo que me hizo pensar en que se había olvidado del bocata de atún y se metió por allí, como pulpo en un garaje, como quien va buscando algo pero no se sabe qué.

    Se ve que en seguida localizó a los dos posibles traficantes. El Candelas y el Sunami, que no fue una sorpresa para ninguno que los trincaran. Pero el inspector Borrallo, de momento, no les echó el guante. Sólo les echó ojo y se quedó allí, en medio del vestíbulo, con las manos en los bolsillos, que cualquiera podía pensar que era un padre a punto de hablar con el director, o un proveedor de cartuchos de tinta para la impresora, qué sé yo. Podía ser cualquier cosa.

    Precisamente aquel día estábamos esperando la visita de un inspector del Ministerio, que venía para revisar si todo estaba a punto y en su sitio, si teníamos agua corriente y los wáteress no estaban atascados y los profes de mates nos enseñaban mates y esas cosas. Figuraba que era una visita por sorpresa, pero hacía días que la estábamos esperando y preparando. Desatascando wáteres,  pintando paredes, barriendo rincones y demás. El señor inspector, don Manuel Poderío, había escrito un cuento corto, titulado El perro que perdí, que se había publicado en la revista del centro, y nuestros profes nos habían obligado a leerlo y a preparar unas preguntas. Para darle al inspector una alegría fingiendo que nos había gustado horrores. Según me contó Maravillas, que es compañera muy aplicada y que está muy buena, el libro iba de un tío que tenía un perro y, un día, el perro se le escapó. Años después, el tío se casó y vivió muy feliz hasta que su mujer se cortó el pelo. Entonces, su mujer le cayó muy antipática y, por fin, descubrió que lo único que le había gustado de ella hasta entonces era que usaba peinado que le recordaba las orejas largas de su perro perdido. Bueno, algo así. Maravillas me dio una de las veintisiete preguntas que ella tenía preparadas: «¿Se gana mucho dinero con el trabajo de escritor?», y así iba a quedar bien.

       Bueno, pues llegó el inspector del Ministerio a la puerta  del instituto y se quedó pasmado al captar un olor que lepareció muy sospechoso procedente de una pandilla que estaba en la puerta. Pasaban casualmente por allí dos maderos de uniforme, distraídos con sus cosas, hablando de esto y de aquello, y don Manuel Poderío, que era gente de ley y de orden, corrió a chivarse:

       _¿Pero es que no lo ven? ¡Esos chicos están fumando droga!

    Supongo que le preguntarían: «¿Y usted quién es?», y don Manuel Poderío contestaría algo así como: «¡Soy el inspector!».

    El agente de policía había tenido noticias de que se había puesto una coloqueta antidroga por los alrededores y decidió no correr ningún riesgo. Antes de dar ningún paso, la prudencia aconseja informarse bien, de manera que sacó su gualquitalqui y se puso en comunicacion con comisaría.

    Diría algo así como «Que estamos frente al Instituto Tal, y aquí hay un inspector que dice que ha localizado a unos chavales fumando porros» y, desde la central responderían: «Que no les diga nada, que se limite a seguirlos hasta que le conduzcan hasta los adultos, y que no hable con ningún agente de uniforme, coño, que esto es un operativo antidroga secretísimo y de vital importancia».

    El madero de uniforme le transmitió las órdenes al inspector del Ministerio:

    _Que siga usted a los chicos y que no hable con agentes de uniforme, que esto es un operativo antidroga secretísimo y de vital importancia.

    Así que don Manuel Poderío, muy obediente y convencido de que estaba colaborando en una operación de esas que luego salen en los periódicos y dan lugar a juicios escandalosos, se puso a seguir a los chavales y se pasó la tarde detrás de ellos, esperando que establecieran contacto con alguna persona adulta narcotraficante y perversa. Como creía que en el instituto no le estaban esperando, no se molestó en avisar de que aplazaba su visita para otro día.

       El que sí estaba en el vestíbulo del instituto era el inspector Borrallo, siguiendo disimuladamente al Sunami y al Candelas precisamente cuando nos estaban reuniendo en la sala de actos para darle la sorpresa al inspector el Ministerio. Y, cuando él también se dirigía a la sala de actos sin darse cuenta, la Popotitos,  la profa  de literatura, lo vio y le salió al paso.

       _¿Es usted el señor inspector? _le preguntó. Borrallo tuvo un sobresalto. Se le despertó la paranoia y pegó un brinco y chistó.

       _Por favor, que estoy de incógnito.

       Pero no podía dejar de entrar en la sala de actos, si no sería perder de vista a sus perseguidos, de manera que entró, y se encontró en el escenario ante una mesa donde había tres botellas de plástico con agua sin gas y una multitud de chavales que, a una señal de la Popotitos, le recibía con un clamoroso:

       _¡Buenas tardes, señor inspector!

       Borrallo se puso colorado como un tomate. De verenza y de indignación. A punto de estallar y deseando al mismo tiempo que se lo tragara la tierra. Impertérrita a lado, la profa de literatura nos endiñó un rollo confuso, porque tiene un cierto problema de dicción («este hombre egregio, culto, inteligente, intelectual, representante de las más altas instancias del Estado, etc.»), y terminó señalándole y diciendo:

       _Ahora, el señor inspector os dirigirá unas palabras.

      Pobre Borrallo. Nunca había hablado en público. Y, sobre todo, pensaba en la bronca que le iban a meter sus superiores cuando supieran que todo el instituto estaba al corriente de su visita de incógnito. Carraspeó, destapó la primera botella de agua, se la bebió a morro de una sentada y, por fin, decidió dejar bien claro que no estaba allí buscando a nadie.

    _Bueno, yo... Soy hombre de pocas palabras. Sólo os quiero decir que no estoy aquí en acto de servicio. No, no, en absoluto. Yo pasaba por aquí y he visto este colegio y digo «Vamos a ver cómo anda la juventud», y aquí estoy. Pero no estoy en acto de servicio. Así que nada de señor inspector. Gracias.

    Y ahí se acabó el discurso. La profa se quedó un poco cortada, porque estaba acostumbrada a que esta clase de personas suelten peroratas de contenido profundo, tan estimulantes para los alumnos como interminables. Sonreía con visible embarazo cuando añadió:

    _Bueno, pues celebro comunicarle que, por pura casualidad, hemos leído aquello tan hermoso que usted ha escrito ...

    Borrallo parpadeó con visible desasosiego. Su gran problema era precisamente la redacción de los informe diarios. Aunque la gente lo ignore, una gran parte del trabajo del policía consiste en reportar por escrito su trabajo cotidiano y, a veces, los agentes que no han disfrutado del privilegio de una educación esmerada, sufren más los enfrentamiento con el ordenador que con los delincuentes. Y sus superiores, cuando tenían que leer esos escritos, se quejaban de terribles desajustes mentales y metabólicos. Ahora, Borrallo se preguntaba cómo era posible que el último informe hubiera llegado a manos de aquellos colegiales.

       _¿Quiere usted hablamos de ello?

       _Bueno... No me gusta mucho hablar de eso _farfulló_. Sólo era un atestado sobre un chorizo desgraciado sin importancia.

    Os diré que, llegados a ese punto, empecé a sentir franca curiosidad por aquel tío. Yo nunca hubiera dicho que el cuento de un menda que pierde un perro fuera precisamente apasionante pero, si el mismo autor lo veía como «un atestado sobre un chorizo desgraciado sin importancia», la cosa cambiaba. Y creo que todos mis compañeros también se animaron ante aquel nuevo punto de vista. Percibí un movimiento alborozado a mi alrededor, unas risas, un brillo ilusionado en todos los ojos.

    La Popotitos, en cambio, se puso muy nerviosa y le salió al paso:

       _Pero... Bueno, háblenos de su estilo literario.

       Borrallo ya sudaba la gota gorda y jugueteaba con la segunda botella de agua.

    _Yo ... _empezó_. Yo voy a lo sencillo. Sujeto, verbo, predicado. O sea, por ejemplo: yo soy, tú eres, él es. Sujeto: Yo. Verbo: Eres. Predicado... _Ahí ya no sabía qué decir. Improvisó, hablando muy de prisa para que colase_: Predicado: Tuereseles. _y añadió en vertiginoso disimulo_que_te_han_visto_: Luego, hay la fórmula la fija, que uno se aprende de memoria y que se utiliza siempre que haga falta: «Diligencias que se extiende para hacer constar que el señor instructor dispone que se proceda a tomar declaración a los detenidos... ».

     Como parecía dispuesto a recitar completo el manual de redacción de la policía, la Popotitos intervino, ya con un gemido enfermizo:

        _¿Alguno de vosotros tiene una pregunta que hacer al señor inspector?

     Se levantó un bosque de brazos. Los ojos de Borrallo iban de un lado a otro, inquietos, como buscando una salida de escape. En un súbito arrebato, se bebió entera la segunda botella de agua.

        _¿Es una historia real? _le preguntó uno.

        _Sí, sí, claro _dijo_. Muy auténtica.

        _¿Le pasó a usted?

        _A mí, sí. A mí. En persona.

       Preguntó un tercer compañero:

    _¿Y cómo es que, cuando perdió a su perro, no fue a buscarlo?

    _¿Qué perro? _se sorprendió el policía_. Yo no tengo ningún perro.

    Y aquí quiero que nos detengamos a pensar que, muchas veces, no escuchamos con atención a las personas que nos hablan y sólo entendemos lo que queremos entender. Puesto que el individuo en cuestión había escrito una historia sobre su perro y acababa de decir que era real  no podía ser que no tuviera ningún perro. Así que todos supusimos que quería decir que no tenía ningún perro precisamente porque lo había perdido. Y continuaron las preguntas:

        _¿Y cómo es que su perro no volvió a casa?

        Las manos de Borrallo estaban agarradas a la tercera botella y trataban de desenroscar el tapón, que se resistía a ser desenroscado.

        _Mi perro no volvió a casa porque no tengo perro.

        Interpretamos que se había expresado mal y que, en realidad, había querido decir que «no tenía perro porque el perro no había vuelto a casa». Así que mi querida Maravillas levantó su mano adorable y preguntó:

        _¿Y cómo se llamaba su perro?

       De la garganta del inspector Borrallo surgió un sonido ronco y tenebroso, como el rumor que precede a los terremotos más devastadores. Y, mientras retorcía entre dedos morcillones la botella, como si pretendiera extraer el agua por el método de exprimirla, pronunció:

       _Yo no tengo perro. _Con puntos entre palabra y palabra_: Yo. No. Tengo. Perro.

      Entonces alcé yo la mano. Prescindí de la pregunta que me había prestado Maravillas porque se me había ocurrido otra mucho mejor.

      _Ha dicho usted que su historia es real... _argumenté, muy serio_ ... Y que le ocurrió a usted en persona, y que no es más que la historia de un chorizo desgraciado. ¿A quién se refiere al decir chorizo desgraciado? ¿Al perro o a usted?

   Ahí estalló la bomba. Borrallo se puso a temblar como el doctor Bruce Banner cuando se está convirtiendo en el Increíble Hulk y, al mismo tiempo que vociferaba «¡¡Yo no tengo perrol!», su puño se crispó tanto en torno a la botella de plástico que, de pronto, saltó el tapón y salió un chorro de agua pura, cristalina y descontrolada que fue directamente a su nariz, a su corbata, camisa y chaqueta. Popotitos emitió un chillido y se precipitó sobre él para secarle a golpes de clínex,  el inspector la rechazó a manotazos como si temiera que la señorita tuviera propósitos obscenos y todos los chavales presentes soltamos una alegre y sana carcajada con la que ya se podía dar por acabado el acto.

    Después de aquella sesión tan divertida, naturalmente corrí al encuentro de Maravillas para que me permitiera leer el cuento escrito por aquel pájaro tan interesante. Por segunda vez en mi vida sentía una atracción irresistible por la literatura.

    Leí el cuento con atención y, la verdad, no me pareció gran cosa.

    Más tarde, cuando la poli detuvo al Candelas y al Sunami y a unos tipejos que les pasaban el costo, me enteré de que el autor del relato del perro perdido y el pringoso que nos dirigió unas palabras no eran la misma persona y eso me animó a replantearme las conclusione alcanzadas pero, de momento, en aquellos días, volví a pensar que esto de la literatura es un fenómeno extraño y hasta peligroso. Los adultos se pasan la vida recomendándote que leas, te dicen que esto de leer es estupendo, maravilloso y, si te pones, compruebas que es verdad. Pero,luego, miras a tu alrededor y te percatas de que los adultos no leen, tío. ¿Qué clase de trampa es ésta?

    El primer libro que leí y que tanto me gustó ya me había puesto en sobreaviso. Con él me había reído un rato largo pero me dejó una moraleja que caló muy hondo en mí. Tanto, que no he vuelto a leer nada más. El libro era el Quijote y defendía que las personas que leen mucho terminan tarumbas.

    Bueno: después de ver el comportamiento de mi profa Popotitos, gran lectora, y el del inspector que nos visitó, que supuse entonces que era otro gran lector, me pareció que don Miguel de Cervantes tenía mucha razón.

        La literatura es peligrosa.

PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS PROTAGONIZADOS POR ESCOLARES

 

IR AL ÍNDICE GENERAL