Bernal Díaz del Castillo

Historia 
verdadera
de la 
conquista 
de la
Nueva España

(fragmentos)

 

 CAPÍTULO I

COMIENZA LA RELACIÓN DE LA HISTORIA

B

ernal Díaz del Castillo, vecino y regidor de la muy leal ciudad de Santiago de Guatemala, uno de los primeros descubridores y conquistadores de la Nueva España y sus provincias y Cabo de Honduras e Higueras que en esta tierra así se nombra, natural de la muy noble e insigne villa de Medina del Campo, hijo de Francisco Díaz del Castillo, regidor que fue de ella, que por otro nombre le llamaban el Galán, y de María Díez Rejón, su legítima mujer, que hayan santa gloria, por lo que a mí me toca y a todos los verdaderos conquistadores mis compañeros que hemos servido a Su Majestad así en descubrir y conquistar y pacificar todas las provincias de la Nueva España, que es una de las buenas partes descubiertas del Nuevo Mundo, lo cual descubrimos a nuestra costa, sin ser sabedor de ello Su Majestad. Como mis antepasados y mi padre y un hermano mío siempre fueron servidores de la corona real y de los Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel, de muy gloriosa memoria, quise parecer en algo a ellos. En aquel tiempo, que fue año de 1514, vino por gobernador de Tierra Firme un caballero que se decía Pedrarias Dávila, acordé venir con él a su gobernación y conquista. Y por acortar palabras no diré lo acaecido en el viaje, sino que, unas veces con buen tiempo y otras con contrario, llegamos a Nombre de Dios.

    Desde tres o cuatro meses que estábamos poblados, dio pestilencia, de la cual se murieron muchos soldados, y además de esto todos los más adolecíamos y se nos hacían unas malas llagas en las piernas. También había diferencias entre el mismo gobernador con un hidalgo que en aquella sazón estaba por capitán y había conquistado aquella provincia aquella provincia, el cual se decía Vasco Núñez de Balboa, hombre rico, con quien Pedrarias Dávila casó una hija suya; y después que la hubo desposado, según pareció, y sobre sospechas que tuvo del yerno que se le quería alzar con copia de soldados, para irse por la mar del Sur, por sentencia le mandó degollar y hacer justicia de ciertos soldados. Desde que vimos lo que dicho tengo y otras revueltas entre sus capitanes, y alcanzamos a saber que era nuevamente poblada y ganada la isla de Cuba, y que estaba en ella por gobernador un hidalgo que se decía Diego Velásquez, natural de Cuellar, acordamos ciertos caballeros y personas de calidad, los que habíamos venido con Pedrarias Dávila, demandarle licencia para irnos a la isla de Cuba y él nos la dio de buena voluntad, porque no tenía necesidad de tantos soldados como los que trajo de Castilla para hacer guerra, porque no había qué conquistar, que todo estaba en paz, que Vasco Núñez de Balboa, yerno de Pedrarias, lo había conquistado, y la tierra de suyo es muy corta.

    Pues desde que tuvimos la licencia nos embarcamos en un buen navío, y con buen tiempo llegamos a la isla de Cuba y fuimos a hacer acato al gobernador; y él se holgó con nosotros y nos prometió que nos daría indios, en vacando.

    Como se habían ya pasado tres años, así en lo que estuvimos en Tierra Firme e isla de Cuba, y no habíamos hecho cosa ninguna que se contar sea, acordamos juntarnos ciento diez compañeros de los que habíamos venido de Tierra Firme y de los que en la isla de Cuba no tenían indios y concertamos con un hidalgo que se decía Francisco Hernández de Córdoba, que era hombre rico y tenía pueblo  de indios en aquella isla, para que fuese nuestro capitán, porque era suficiente para ello, para ir a nuestra ventura a buscar y descubrir tierras nuevas para en ellas emplear nuestras personas.

 

CAPÍTULO XIV

 

CÓMO LLEGAMOS AL RÍO DE GRIJALVA, Y DELA GUERRA QUE NOS DIERON

 

 E

l doce de marzo llegamos con toda la armada al río de Grijalva, que se dice tabasco, y como sabíamos ya, de cuando lo de Grijalva que en aquel puerto y río no podían entrar los navíos de mucho porte, surgieron en la mar los mayores, y con los más pequeños y los bateles fuimos todos los soldados a desembarcar a la punta de los Palmares, como cuando con Grijalva, que estaba del pueblo de Tabasco obra de media legua.

    Andaban por el río y en la ribera y entre unos mimbrales todo lleno de indios guerreros, de los cual nos maravillamos los que habíamos venido con Grijalva; y además de esto, estaban juntos en el pueblo más de doce mil guerreros aparejados para darnos guerra; porque en aquella sazón aquel pueblo era de mucho trato, y estaban sujetos a él otros grandes, y todos los tenían apercibidos con todo género de armas.

    La causa de ello fue porque los de Potonchán y los de Lázaro y otros pueblos comarcamos los tuvieron por cobardes, y se lo daban en rostro, por causa que dieron a Grijalva las joyas de oro que antes he dicho, y que de medrosos no nos osaron dar guerra, pues eran más pueblos y tenían más guerreros que no ellos; y todo esto les decían por afrentarlos, y que sus pueblos nos habían dado guerra y muerto cincuenta y seis hombres. Por manera que con aquellas palabras que les habían dicho se determinaron a tomar armas.

    Cuando Cortés los vio puestos de aquella manera, dijo a Aguilar, la lengua, que entendía bien la de Tabasco, que dijese a unos indios que parecían principales, que pasaban en una gran canoa cerca de nosotros, que para qué andaban tan alborotados, que nos les veníamos a hacer ningún mal, sino decirles que les queremos dar de lo que traemos como a hermanos, y que les rogaba que mirasen no comenzasen la guerra, porque les pesaría de ello; y les dijo otras muchas cosas acerca de la paz. Mientras más les decía Aguilar, más bravosos se mostraban, y decían que nos matarían a todos si entrábamos en su pueblo, porque le tenían muy fortalecido todo a la redonda de árboles muy gruesos de cercas y albarradas.

    Volvió Aguilar a hablarles con la paz, y que nos dejasen tomar agua y comprar de comer a trueco de nuestro rescate, y también a decir a los calachonis cosas que sean de su provecho y servicio de Dios Nuestro Señor. Y todavía ellos a porfiar que no pasásemos de aquellos palmares adelante, si no que nos matarían.

    Cuando los indios guerreros que estaban en la costa y entre los mimbrales vieron que de hecho íbamos, vienen sobre nosotros con tantas canoas al puerto a donde habíamos de desembarcar, para defendernos que no saltásemos en tierra, que en toda la costa no había sino indios de guerra con todo género de armas que entre

ellos se usan, tañendo trompetillas y caracoles y atabalejos. Desde que sí vio la cosa, mandó Cortés que nos detuviésemos un poco y que no soltasen ballesta ni escopeta ni tiros; y como todas las cosas quería llevar muy justificadas, les hizo otro requerimiento delante de un escribano del rey, y por la lengua de Aguilar, para que nos dejasen saltar en tierra y tomar agua y hablarles cosas de Dios y de Su Majestad; y que si guerra nos daban y por defendernos algunas muertes hubiese u otros cualesquiera daños, fuesen a su culpa y cargo, y no a la nuestra.

    Y ellos todavía haciendo muchos fierros, y que no saltásemos en tierra, si no que nos matarían.

    Luego comenzaron muy valientemente a flechar y a hacer sus señas con sus tambores, y como esforzados se vienen todos contra nosotros, y nos cercan con las canoas, con tan gran rociada de flechas, que nos hicieron detener en el agua hasta la cintura, y en otras partes no tanto.

    Como había allí mucha lama y ciénaga no podíamos tan presto salir de ella, y cargan sobre nosotros tantos indios, que con las lanzas a manteniente y otros a flecharnos, hacían que no tomásemos tierra tan presto como quisiéramos; y también porque en aquella lama estaba Cortés peleando, se le quedó un alpargate en el cieno que no le puedo sacar, y descalzo el un pie salió a tierra, y luego le sacaron el alpargate y se calzó.

    Peleaban muy valientemente y con gran esfuerzo, dando voces y silbidos, y decían: Al calacheoni, al calacheoni, que en su lengua mandaban que matasen o prendiesen a nuestro capitán.

    Les llevamos retrayendo, y ciertamente que como buenos guerreros nos iban tirando grandes rociadas de flechas y varas tostadas, y nunca volvieron de hecho las espaldas hasta un gran patio donde estaban unos aposentos y salas grandes, y tenían tres casas de ídolos, y ya habían llevado cuanto hato había.

    En los cúes de aquel patio mandó Cortés que reparásemos y que no fuésemos más en seguimiento del alcance, pues iban huyendo, y allí tomó Cortés posesión de aquella tierra por Su Majestad, y él en su real nombre. Y fue de esta manera: Que desenvainada su espada dio tres cuchilladas en señal de posesión en un árbol grande, que se dice ceiba, que estaba en la plaza de aquel gran patio, y dijo que si había alguna persona que se lo contradijese, que él lo defendería con su espada y una rodela que tenía embrazada. Y todos los soldados que presentes nos hallamos cuando aquello pasó respondimos que era bien tomar aquella real posesión en nombre de Su Majestad, y que nosotros seríamos en ayudarle si alguna persona otra cosa contradijere. Ante un escribano del rey se hizo aquel auto.

    Allí dormimos aquella noche con grandes velas y escuchas.

CAPÍTULO XXVI

DEL GRANDE Y SOLEMNE RECIBIMIENTO QUE NOS HIZO EL GRAN MONTEZUMA

L

uego otro día de mañana partimos de Estapalapa, muy acompañados de aquellos grandes caciques que atrás he dicho. Íbamos por nuestra calzada adelante, la cual es ancha de ocho pasos, y va tan derecha a la ciudad de Méjico, que me parece que no se torcía poco ni mucho, y aunque es bien ancha, toda iba

llena de aquellas gentes que no cabían, unos que entraban en Méjico y otros que salían, y los indios que nos venían a ver, que nonos podíamos rodear de tantos como vinieron.

    Desde que vimos cosas tan admirables, no sabíamos qué decir, o si era verdad lo que por delante parecía, que por una parte en tierra había grandes ciudades, y en la laguna otras muchas, y veíamoslo todo lleno de canoas, y en la calzada muchos puentes de trecho a trecho, y por delante estaba la gran ciudad de Méjico; y nosotros aun no llegábamos a cuatrocientos soldados, y teníamos muy bien en la memoria las pláticas y avisos que nos dijeron los de Huexocingo, Tlascala y Tamanalco, y con otros muchos avisos que nos habían dado para que nos guardásemos de entrar en Méjico, que nos habían de matar desde que dentro nos tuviesen. Miren los curiosos lectores si esto que escribo si había bien que ponderar en ello. ¿Qué hombres ha habido en el universo que tal atrevimiento tuviesen?

    Pasemos adelante y vamos por nuestra calzada. Ya que llegamos donde se aparta otra calzadilla que iba a Cuyuacán, que es otra ciudad, donde estaban unas como torres que eran adoratorios, vinieron muchos principales y caciques con muy ricas mantas sobre sí, con galanía de libreas diferenciadas las de los unos

caciques de los otros, y las calzadas llenas de ello. Aquellos grandes caciques enviaba el gran Montezuma adelante a recibirnos, y así como llegaban antes Cortés decían en su lengua que fuésemos bienvenidos.

     Desde allí se adelantaron Cacamatzin, señor de Tezcuco, y el señor de Estapalapa, y el señor de Tacuba, y el señor de Cuyuacán a encontrarse con el gran Montezuma, que venía cerca, en ricas andas, acompañado de otros grandes señores y caciques que tenían vasallos.

    Ya que llegábamos cerca de Méjico, adonde estaban otras torrecillas, se apeó el gran Montezuma de las andas, y traíanles del brazo aquellos grandes caciques, debajo de un palio muy riquísimo a maravilla, y la color de plumas verdes con grandes labores de oro, con mucha argentería y perlas y piedras chalchihuís, que colgaban de unas como bordaduras, que hubo mucho que mirar en aquello.

    El gran Montezuma venía muy ricamente ataviado, según su usanza, y traía calzados unas como cotaras, que así se dice lo que se calzan, las suelas de oro, y muy preciada pedrería por encima de ellas.

    Venían, sin aquellos cuatro señores, otros cuatro grandes caciques que traían el palio sobre sus cabezas, y otros muchos señores que venían delante del gran Montezuma barriendo el suelo por donde había de pisar, y le ponían mantas porque no pisase la tierra. Todos estos señores ni por pensamiento le miraban en la cara, sino los ojos bajos y con mucho acato, excepto aquellos cuatro deudos y sobrinos suyos que lo llevaban del brazo.

     Como Cortés vio y entendió y le dijeron que venía el gran Montezuma, se apeó del caballo, y desde que llegó cerca de Montezuma, a una se hicieron grandes acatos. Montezuma le dio el bien venido, y nuestro Cortés le respondió con doña Marina que él fuese muy bien estado. Paréceme que Cortés, con la lengua doña Marina, que iba junto a él, le daba la mano derecha, y Montezuma no la quiso y se la dio él a Cortés.

    Entonces sacó Cortés un collar que traía muy a mano de unas piedras de vidrio, que ya he dicho que se dicen margaritas, que tienen dentro de sí muchas labores y diversidad de colores, y venía ensartado en unos cordones de oro con almizcle porque diesen buen olor, y se lo echó al cuello al gran Montezuma, y cuando se lo puso le iba a abrazar, y aquellos grandes señores que iban con Montezuma detuvieron el brazo a Cortés que no le abrazase, porque lo tenían por menosprecio.

    Luego Cortés, con la lengua doña Marina, le dijo que holgaba ahora su corazón en haber visto un tan gran príncipe, y que le tenía en gran merced la venida de su persona a recibirle y las mercedes que le hace a la continua.

    Entonces Montezuma le dijo otras palabras de buen comedimiento, y mandó a dos de sus sobrinos de los que le traían del brazo, que eran el señor de Tezcuco y el señor de Cuyuacán, que se fuesen con nosotros hasta aposentarnos.

    Montezuma con los otros dos sus parientes, Cuedlavaca y el señor de Tacuba, que le acompañaban, se volvió a la ciudad, y también se volvieron con él todas aquellas grandes compañías de caciques y principales que le habían venido a acompañar.

    Quiero ahora decir la multitud de hombres, mujeres y muchachos que estaban en las calles y azoteas y en canoas en aquellas acequias, que nos salían a mirar. Era cosa de notar, que ahora que lo estoy escribiendo se me representa todo delante de mis ojos como si ayer fuera cuando esto pasó.

    Dejemos palabras, pues las obras son buen testigo de lo que digo, y volvamos a nuestra entrada en Méjico, que nos llevaron a aposentar a unas grandes casas donde había aposentos para todos nosotros, que habían sido de su padre del gran Montezuma, que se decía Axayaca, adonde en aquella sazón tenía Montezuma sus grandes adoratorios de ídolos y una recámara muy secreta de piezas y joyas de oro, que era como tesoro de lo que había heredado de su padre Axayaca, que no tocaba en ello. Nos llevaron a aposentar a aquella casa porque, como nos

llamaban teúles y por tales nos tenían, estuviésemos entre sus ídolos. Sea de una manera o sea de otra, allí nos llevaron, donde tenían hechos grandes estrados y salas muy entoldadas de paramentos de la tierra para nuestro capitán, y para cada uno de nosotros otras camas de esteras y unos toldillos encima.

    Como llegamos y entramos enun gran patio, luego tomó por la mano el gran Montezuma a nuestro capitán, que allí le estuvo esperando, y le metió en el aposento y sala a donde había de posar, que le tenía muy ricamente aderezada para según su usanza. Tenía aparejado un muy rico collar de oro de hechura de camarones, obra muy maravillosa, y el mismo Montezuma se lo echó al cuello a nuestro capitán Cortés, que tuvieron bien que mirar sus capitanes del gran favor que le dio.

    Cuando se lo hubo puesto, Cortés le dio las gracias con nuestras lenguas, y dijo Montezuma: "Malinche, en vuestra casa estáis vos y vuestros hermanos. Descansad". Luego se fue a sus palacios, que no estaban lejos.

Nosotros repartimos nuestros aposentos por capitanías, y nuestra artillería asestada en parte conveniente, y muy bien platicado la orden que en todo habíamos de tener, y estar muy apercibidos, así los de caballo como todos

nuestros soldados.

    Fue ésta nuestra venturosa y atrevida entrada en la gran ciudad de Tenustitlán Méjico, a ocho días del mes de noviembre, año de Nuestro Salvador Jesucristo de 1519.

CAPÍTULO XXXVIII

DE LA MANERA Y PERSONA DEL GRAN MONTEZUMA, Y DE COMO VIVÍA Y DE CUAN GRANDE SEÑOR ERA

 E

ra el gran Montezuma de edad de hasta cuarenta años y de buena estatura y bien proporcionado, y cenceño, y pocas carnes, y el color ni muy moreno, sino propio color y matiz de indio, y traía los cabellos no muy largos, sino cuanto le cubrían las orejas, y pocas barbas, prietas y bien puestas y ralas, y el rostro algo largo y alegre, y los ojos de buena manera, y mostraba en su persona, en el mirar, por un cabo amor y cuando era menester gravedad; era muy pulido y limpio, bañábase cada día una vez, a la tarde; tenía muchas mujeres por amigas, hijas de señores, puesto que tenía dos grandes cacicas por sus legitimas mujeres, que cuando usaba con ellas era tan secretamente que no lo alcanzaban a saber sino alguno de los que le servían. Era muy limpio de sodomías: las mantas o ropas que se ponía un día, no se las ponía sino de tres o cuatro días; tenía sobre doscientos principales de su guarda en otras salas junto a la suya, y éstos no para que hablasen todos con él, sino cuál y cuál, y cuando le iban a hablar se habían de quitar las mantas ricas y ponerse otras de poca valía, mas habían de ser limpias, y habían de entrar descalzos y los ojos bajos, puestos en tierra, y no mirarle a la cara, y con tres reverencias que le hacían y le decían en ellas: Señor, mi señor, mi gran señor, primero que a él llegasen; y desde que le daban relación a lo que iban, con palabras les despachaban; no le volvían las espaldas al despedirse de él, sino la cara y ojos bajos, en tierra, hacia donde estaban, y no vueltas las espaldas hasta que salían dc la sala.

    Y otra cosa vi: que cuando otros grandes señores venían de lejas tierras a pleitos o negocios, cuando llegaban a los aposentos del gran Montezuma habían de venir descalzos y con pobres mantas, y no habían de entrar derecho en los palacios, sino rodear un poco por un lado de la puerta del palacio, que entrar de rota batida teníanlo por desacato.

    En el comer, le tenían sus cocineros sobre treinta manera de guisados, hechos a su manera y usanza, y teníanlos puestos en braseros de barro chicos debajo, porque no se enfriasen, y de aquello que el gran Montezuma había de comer guisaban más de trescientos platos, sin más de mil para la gente de guarda; y cuando habían de comer salíase Montezuma algunas veces con sus principales y mayordomos y le señalaban cuál guisado era mejor, y de qué aves y cosas estaba guisado, y de lo que le decían de aquello había de comer, y cuando salía a verlo eran pocas veces como por pasatiempo. Oí decir que le solían guisar carnes de muchachos de poca edad, y, como tenía tantas diversidades de guisados y de tantas cosas, no lo echábamos de ver si era carne humana o de otras cosas, porque cotidianamente le guisaban gallinas, gallos de papada, faisanes, perdices de la tierra, codornices, patos mansos y bravos, venado, puerco de la tierra, pajaritos de caña, y palomas y liebres y conejos, y muchas maneras de aves y cosas que se crían en esta tierra que son tantas que no las acabaré de nombrar tan presto.

    Y así no miramos de ello; mas sé que ciertamente desde que nuestro capitán le reprehendía el sacrificio y comer de carne humana, que desde entonces mandó que no le guisasen tal manjar.

    Dejemos de hablar de esto y volvamos a la manera que tenía en su servicio al tiempo del comer. Y es de esta manera: que si hace frío, teníanle hecha mucha lumbre de ascuas de una leña de cortezas de árboles, que no hacía húmo; el olor de las cortezas de que hacían aquellas ascuas muy oloroso, y porque no le diesen más calor de lo que él quería, ponían delante una como tabla labrada con oro y otras figuras de ídolos, y él sentado en un asentadero bajo, rico y blando y la mesa también baja, hecha de la misma manera de los sentadores; y allí le ponían sus manteles de mantas blancas y unos pañizuelos algo largos de lo mismo, y cuatro mujeres muy hermosas y limpias le daban agua a manos en unos como a manera de aguamaniles hondos, que llaman xicales; le ponían debajo, para recoger el agua, otros a manera de platos, y le daban sus toallas, y otras dos mujeres le traían el pan de tortillas. Y ya que encomenzaba a comer echábanle delante una como puerta de madera muy pintada de oro, porque no le viesen comer, y estaban apartadas las cuatro mujeres aparte; y allí se le ponían a sus lados cuatro grandes señores viejos y de edad, con quien Montezuma de cuando en cuando platicaba y preguntaba cosas; y por mucho favor daba a cada uno de estos viejos un plato de lo que él más le sabía, y decían que aquellos viejos eran sus deudos muy cercanos y consejeros y jueces de pleitos, y el plato y manjar que les daba Montezuma, comían en pie y con mucho acato, y todo sin mirarle a la cara. Servíase con barro de Cholula, uno colorado y otro prieto.

    Mientras que comía, ni por pensamiento habían de hacer alboroto ni hablar alto los de su guarda, que estaban en sus salas, cerca de la de Montezuma. Traíanle fruta de todas cuantas había en la tierra, mas no comía sino muy poca de cuando en cuando. Traían en unas como a manera de copas de oro fino con cierta bebida hecha del mismo cacao; decían que era para tener acceso con mujeres, y entonces no mirábamos en ello; mas lo que yo vi que traían sobre cincuenta jarros grandes, hechos de buen cacao, con su espuma, y de aquello bebía, y las mujeres le servían con gran acato, y algunas veces al tiempo de comer estaban unos indios corcovados, muy feos, porque eran chicos de cuerpo y quebrados por medio los cuerpos, que entre ellos eran chocarreros, y otros indios que debieran ser truhanes, que le decían gracias y otros que le cantaban y bailaban, porque Montezuma era aficionado a placeres y cantares, y (a) aquéllos mandaba dar los relieves y jarros del cacao, y las mismas cuatro mujeres alzaban los manteles y le tornaban a dar aguamanos, y con mucho acato que le hacían; y hablaba Montezuma (a) aquellos cuatro principales viejos en cosas que le convenían; y se despedían de él con gran reverencia que le tenían; y él se quedaba reposando.

    Y después que el gran Montezuma había comido, luego comían todos los de su guarda y otros muchos de sus serviciales de casa, y me parece que sacaban sobre mil platos de aquellos manjares que dicho tengo; pues jarros de cacao en su espuma, como entre mexicanos se hace, más de dos mil, y fruta infinita. Pues para sus mujeres, y criadas, y panaderas, y cacahuateras ¡qué gran costo tendría! Dejemos de hablar de la costa y comida de su casa, y digamos de los mayordomos y tesoreros y despensas y botelleria, y de los que tenían cargo de las casas adonde tenían el maíz. Digo que había tanto, que escribir cada cosa por sí, que no sé por dónde encomenzar, sino que estábamos admirados del gran concierto y abasto que en todo tenía, y más digo, que se me había olvidado, que es bien tomarlo a recitar, y es que le servían a Montezuma, estando a la mesa cuando comía, como dicho tengo, otras dos mujeres muy agraciadas de traer tortillas amasadas con huevos y otras cosas substanciosas, y eran muy blancas las tortillas, y traíanselas en unos platos cobijado con sus paños limpios y también le traían otra manera de pan, que son como bollos largos hechos y amasados con otra manera de cosas substanciales, y pan pachol, que en esta tierra así se dice, que es a manera de unas obleas; también le ponían en la mesa tres cañutos muy pintados y dorados, y dentro tenían liquidámbar revuelto con unas yerbas que se dice tabaco, y cuando acababa de comer, después que le habían bailado y cantado y alzado la mesa, tomaba el humo de uno de aquellos cañutos, y muy poco, y con ello se adormía.

    Dejemos ya de decir del servicio de su mesa, y volvamos a nuestra relación. Acuérdome que era en aquel tiempo su mayordomo mayor un gran cacique, que le pusimos por nombre Tapia, y tenía cuenta de todas las rentas que le traían a Montezuma con sus libros, hechos de su papel, que se dice amal, y tenían de estos libros una gran casa de ellos. Dejemos de hablar de los libros y cuentas, que va fuera de nuestra relación, y digamos cómo tenía Montezuma dos casas llenas de todo género de armas, y muchas de ellas ricas, con oro y pedrería, donde eran rodelas grandes y chicas, y unas como macanas, y otras a manera de espadas de a dos manos, engastadas en ellas unas navajas de pedernal, que cortan muy mejor que nuestras espadas, y otras lanzas más largas que no las nuestras, con una braza de cuchilla, engastadas en ellas muchas navajas, que aunque den con ella en un broquel o rodela no saltan, y cortan, en fin, como navajas, que se rapan con ellas las cabezas; y tenían muy buenos arcos y flechas, y varas de a dos gajos, y otras de a uno, con sus tiraderas, y muchas hondas y piedras rollizas hechas a mano, y unos como paveses que son de arte que los pueden arrollar arriba cuando no pelean, porque no les estorbe, y al tiempo de pelear, cuando son menester, los dejan caer y quedan cubiertos sus cuerpos de arriba abajo. También tenían muchas armas de algodón colchadas y ricamente labradas por de fuera de plumas de muchos colores, a manera de divisas e invenciones, y tenían otros como capacetes y cascos de madera y de hueso, también muy labrados de pluma por de fuera, y tenían otras armas de otras hechuras que por excusar prolijidad lo dejo de decir; y sus oficiales, que siempre labraban y entendían en ello, y mayordomos que tenían cargo de las armas.

    Dejemos esto y vamos a la casa de aves, y por fuerza he (de) detenerme en contar cada género, de qué calidad eran. Digo que desde águilas reales y otras águilas más chicas y otras muchas maneras de aves de grandes cuerpos, hasta pajaritos muy chicos, pintados de diversos colores, también, donde hacen aquellos ricos plumajes que labran de plumas verdes, y las aves de estas plumas son el cuerpo de ellas a manera de las picaces que hay en nuestra España; llámanse en esta tierra quezales, y otros pájaros que tienen la pluma de cinco colores, que es verde y colorado y blanco y amarillo y azul; éstos no sé cómo se llaman. Pues papagayos de otras deferenciadas colores tenían tantos que no se me acuerda los nombres de ellos; dejemos patos de buena pluma y otros mayores, que les querían parecer, y de todas estas aves les pelaban las plumas en tiempos para que ello era convenible, y tornaban a pelechar. y todas las más aves que dicho tengo criaban en aquella casa, y al tiempo del encoclar tenían cargo de echarles sus huevos ciertos indios e indias que miraban por todas las aves y de limpiarles sus nidos y darles de comer, y esto a cada género de aves lo que era su mantenimiento. Y en aquella casa que dicho tengo había un gran estanque de agua dulce. y tenía en él otra manera de aves muy altas de zancas y colorado todo el cuerpo y alas y cola; no sé el nombre de ellas, mas en la isla de Cuba les llamaban ipiris a otras como ellas; y también en aquel estanque había otras muchas raleas de aves que siempre estaban en el agua.

    Dejemos esto y vamos a otra gran casa donde tenían muchos ídolos y decían que eran sus dioses bravos, y con ellos todo género de alimañas, de tigres y leones de dos maneras, unos que son de hechura de lobos, que en esta tierra se llaman adives y zorros, y otras alimañas chicas, y todas estas carniceras se mantenían con carne, y las más de ellas criaban en aquella casa, y las daban de comer venados, gallinas, perrillos y otras cosas que cazaban; y aun oí decir que cuerpos de indios de los que sacrificaban. Y es de esta manera; que ya me habrán oído decir que cuando sacrificaban algún triste indio, que le aserraban con unos navajones de pedernal por los pechos, y bulliendo le sacaban el corazón y sangre y lo presentaban a sus ídolos, en cuyo nombre hacían aquel sacrificio, y luego les cortaban los muslos y brazos y cabeza, y aquello comían en fiestas y banquetes, y la cabeza colgaban de unas vigas, y el cuerpo del sacrificado no llegaban a él para comerle, sino dábanlo a aquellos bravos animales.

Pues más tenían en aquella maldita casa muchas víboras y culebras emponzoñadas, que traen en la cola uno que suena como cascabeles; éstas son las peores víboras de todas, y teníanlas en unas tinajas y en cántaros grandes, y en ellas mucha pluma, y allí ponían sus huevos y criaban sus viboreznos; y les daban a comer de los cuerpos de los indios que sacrificaban y otras carnes de perros de los que ellos solían criar; y aún tuvimos por cierto que cuando nos echaron de México y nos mataron sobre ochocientos cincuenta de nuestros soldados, que de los muertos mantuvieron muchos días aquellas fieras alimañas y culebras, según diré en su tiempo y sazón; y estas culebras y alimañas tenían ofrecidas (a) aquellos sus ídolos bravos para que estuviesen en su compañía. Digamos ahora las cosas infernales, cuando bramaban los tigres y leones, y aullaban los adives y zorros, y silbaban las sierpes, era grima oírlo y parecía infierno.

    Pasemos adelante y digamos de los grandes oficiales que tenía de cada oficio que entre ellos se usaban. Comencemos por lapidarios y plateros de oro y plata y todo vaciadizo, que en nuestra España los grandes plateros tienen que mirar en ello, y de éstos tenía tantos y tan primos en un pueblo que se dice Escapuzalco una legua de México. Pues labrar piedras finas y chalchiuis, que son como esmeraldas, otros muchos grandes maestros. Vamos adelante a los grandes oficiales de labrar y asentar de pluma, y pintores y entalladores muy sublimados, que por lo que ahora hemos visto la obra que hacen, tendremos consideración en lo que entonces labraban; que tres indios hay ahora en la ciudad de México tan primísimos en su oficio de entalladores y pintores, que se dicen Marcos de Aquino y Juan de la Cruz y el Crespillo, que si fueran en el tiempo de aquel antiguo o afamado Apeles, o de Micael Angel o Berruguete, que son de nuestros tiempos, también les pusieran en el número de ellos. Pasemos adelante y vamos a las indias tejedoras o labranderas, que le hacían tanta multitud de ropa fina con muy grandes labores de plumas. De donde más cotidianamente le traían era de unos pueblos y provincia que está en la costa del norte de cabe la Veracruz, que se decían Cotastan, muy cerca de San Juan de Ulúa, donde desembarcamos cuando vinimos con Cortés. Y en su casa del mismo gran Montezuma todas las hijas de señores que él tenía por amigas siempre tejían cosas muy primas, y otras muchas hijas de vecinos mexicanos, que estaban como a manera de recogimiento, que querían parecer monjas, también tejían, y todo de pluma. Estas monjas tenían sus casas cerca del gran del Uichilobos, y por devoción suya o de otro ídolo de mujer que decían que era su abogada para casamientos, las metían sus padres en aquella religión hasta que se casaban, y de allí las sacaban para las casar. Pasemos adelante y digamos de la gran cantidad que tenía el gran Montezuma de bailadores y danzadores, y otros que traen un palo con los pies, y de otros que vuelan cuando bailan por alto, y de otros que parecen como matachines, y éstos eran para darle placer. Digo que tenía un barrio de éstos que no entendían en otra cosa. Pasemos adelante y digamos de los oficiales que tenían de canteros y albañiles, carpinteros, que todos entendían en las obras de sus casas; también digo que tenía tantas cuantas quería.

No olvidemos las huertas de flores y árboles olorosos, y de los muchos géneros que de ellos tenía, y el concierto y paseaderos de ellas, y de sus albercas y estanques de agua dulce; cómo viene el agua por un cabo y va por otro, y de los baños que dentro tenían y de la diversidad de pajaritos chicos que en los árboles criaban, y de qué yerbas medicinales y de provecho que en ellas tenía era cosa de ver, y para todo esto muchos hortelanos, y todo labrado de cantería y muy encalado, así baños como paseaderos y otros retretes y partamientos como cenadores, y también adonde bailaban y cantaban; y había tanto que mirar en esto de las huertas como en todo lo demás, que no nos hartábamos de ver su gran poder; y así, por el consiguiente, tenía cuantos oficios entre ellos se usaban, de todos gran cantidad de indios maestros de ellos. Y porque ya estoy harto de escribir sobre esta materia y más lo estarán los curiosos lectores, lo dejaré de decir, y diré cómo fue nuestro Cortés con muchos de nuestros capitanes y soldados a ver el Tatelulco, que es la gran plaza de México, y subimos en alto en donde estaban sus ídolos Tezcatepuca y su Uichilobos, y esta fue la primera vez que nuestro capitán salió a ver la ciudad, y lo que en ello más pasó.

CAPÍTULO XXXIX

CÓMO NUESTRO CAPITÁN SALIÓ A VER LA CIUDAD DE MÉJICO

 C

omo hacía ya cuatro días que estábamos en Méjico y no salí el capitán ni ninguno de nosotros de los aposentos, excepto a las casas y huertas, nos dijo Cortés que sería bien ir a la plaza mayor y ver el gran adoratorio de su Huichilobos, y que quería enviarlo a decir al gran Montezuma que lo tuviese por

bien.

    Y Montezuma, como lo supo, envió a decir que fuésemos mucho en buena hora, y por otra parte temió no le fuésemos a hacer algún deshonor a sus ídolos, y acordó ir él en persona con muchos de sus principales.

    En sus ricas andas salió de sus palacios hasta la mitad del camino. Junto a unos adoratorios se apeó delas andas porque tenía por gran deshonor de sus ídolos ir hasta su casa y adoratorio de aquella manera, y llevábanle del brazo grandes principales. Iban delante de él señores de vasallos, y llevaban delante dos bastones como cetros, alzados en alto, que era señal que iba allí el gran Montezuma; y cuando iba en las andas llevaba una varita medio de oro y medio de palo, levantada, como vara de justicia. así se fue y subió en su gran cu, acompañado de muchos papas, y comenzó a sahumar y hacer otras ceremonias al Huichilobos.

    Dejemos a Montezuma, que ya había ido adelante, y volvamos a Cortés y a nuestros capitanes y soldados, que como siempre teníamos por costumbre de noche y de día estar armados, y así nos veía estar Montezuma cuando le íbamos a ver, no lo tenía por cosa nueva. Digo esto porque a caballo nuestro capitán con todos los demás que tenían caballos, y la mayor parte de nuestros soldados muy apercibidos, fuimos al Tatelulco, e iban muchos caciques que Montezuma envió para que nos acompañasen.

    Cuando llegamos a la gran plaza, como no habíamos visto tal cosa, quedamos admirados de la multitud de gente y mercaderías que en el había y del gran concierto y regimiento que en todo tenían. Los principales que iban con nosotros nos lo iban mostrando. Cada género de mercaderías estaban por sí, y tenían situados y señalados sus asientos. Comencemos por los mercaderes de oro y plata y piedras ricas, plumas y mantas y cosas labradas, y otras mercaderías de indios esclavos y esclavas. Traían tantos de ellos a vender a aquella plaza como

traen los portugueses los negros de Guinea, y traíanlos atados en unas varas largas con colleras a los pescuezos, porque no se les huyesen, y otros dejaban sueltos.

    Luego estaba otros mercaderes que vendían ropa más basta y algodón y cosas de hilo torcido, y cacahuateros que vendían cacao, y de esta manera estaban cuantos géneros de mercaderías hay en toda la Nueva España, puesto por su concierto, de la manera que hay en mi tierra, que es Medina del Campo, donde se hacen las ferias, que en cada calle están sus mercaderías por sí. Así estaban en esta gran plaza, y los que vendían mantas de henequén y sogas y cotaras, que son los zapatos que calzan y hacen del mismo árbol, y raíces muy dulces cocidas, y otras rebusterías, que sacan del mismo árbol, todo estaba en una parte de la plaza; y cueros de tigres, de leones y de nutrias, y de adives y venados y de otras alimañas y tejones y gatos monteses, de ellos adobados y otros sin adobar, estaban en otra parte, y otros géneros de cosas y mercaderías.

    Pasemos adelante y digamos de los que vendían frijoles y chía y otras legumbres y hierbas a otra parte. vamos a los que vendían gallinas, gallos de papada, conejos, liebres, venados y anadones, perrillos y otras cosas de este arte, a su parte dela plaza. Digamos de las fruteras, de las que vendían cosas cocidas, mazamorreras y malcacinado, también a su parte. pues todo género de loza, hecha de mil maneras, desde tinajas grandes y jarrillos chicos, que estaban por sí aparte; y también los que vendían mil y melcochas y otras golosinas que hacían como nuégados. Pues los que vendían madera, tablas, cunas, vigas, tajos y bancos, y todo por sí.

    Vamos a los que vendían leña ocote, y otras cosas de esta manera. ¿Qué quieren más que diga que hablando con acato, también vendían muchas canoas llenas de yenda de hombres, que tenían en los esteros cerca de la plaza? Y esto era para hacer sal o para curtir cuerpos, que sin ella dicen que no se hacía buena.

    ¿Para qué gasto yo tantas palabras de lo que vendían en aquella gran plaza? Porque es para no acabar tan presto de contar por menudo todas las cosas, sino que papel, que en esta tierra llaman amal, y unos cañutos de olores con liquidámbar, llenos de tabaco, y otros ungüentos amarillos y cosas de este arte, vendían mucha grana debajo de los portales que estaban en aquella plaza. Había muchos herbolarios y mercaderías de otra manera. Y tenían allí sus casas, adonde juzgaban tres jueces y otros como alguaciles ejecutores que miraban las mercaderías.

    Se me había olvidado la sal y los que hacían navajas de pederna, y de cómo las sacaban de la misma piedra.

Así dejamos la gran plaza sin más la ver y llegamos a los grandes patios y cercas donde estaba el gran cu. Tenía antes de llegar a él u gran circuito de patios, que me parece que era más que la plaza que hay en Salamanca, y con dos cercas alrededor de calicanto, y el mismo patio y sitio todo empedrado de piedras grandes de lozas blancas y muy lisas, y adonde no había de aquellas piedras estaba encalado y bruñido, y todo muy limpio, que no hallaron una paja ni polvo en todo él.

    Cuando llegamos cerca del gran cu, antes que subiésemos ninguna grada de él, envió el gran Montezuma desde arriba, donde estaba haciendo sacrificios, seis papas y dos principales para que acompañasen a nuestro capitán general.

    Como subimos a lo alto del gran cu, en una placeta que arriba se hacía, adonde tenían un espacio como andamios, y en ellos puestas unas grandes piedras, adonde ponían los tristes indios para sacrificar, allí había un gran bulto de como dragón, y otras malas figuras, y mucha sangre derramada de aquel día.

    Así como llegamos, salió Montezuma de un adoratorio, adonde estaban sus malditos ídolos, que era en lo alto del gran cu, y vinieron con él dos papas, y con muchos acato que hicieron a Cortés y a todos nosotros, le dijo: "Cansado estaréis, señor Malinche, de subir a este nuestro gran templo". Cortés le dijo con nuestras lenguas, que iban con nosotros, que él ni nosotros no nos cansábamos en cosa ninguna.

    Luego Montezuma le tomó por la mano y le dijo que mirase su gran ciudad y todas las demás ciudades que había dentro en el agua, y otros muchos pueblos alrededor de la misma laguna entierra, y que si no había visto muy bien su gran plaza, que desde allí la podría ver mucho mejor.

    Así lo estuvimos mirando, porque desde aquel grande y maldito templo estaba tan alto que todo lo señoreaba muy bien; y allí vimos las tres calzadas que entran en Méjico, que es la de Istapalapa, que fue por la que entramos cuatro días hacía, y la de Tacuba, que fue por donde después salimos huyendo la noche de nuestro gran desbarate, cuando Cuedlavaca, nuevo señor, no echó de la ciudad, y la de  Tepeaquilla. Y veíamos el agua dulce que venía de Chapultepec, de que se proveía la ciudad, y en aquellas tres calzadas, las puentes que tenían hechas de trecho en trecho, pro donde entraba y salía el agua de la laguna de una parte a otra; y veíamos en aquella gran laguna tanta multitud de canoas, unas que venían con bastimentos y otras que volvían con carga y mercaderías; y veíamos que cada casa de aquella gran ciudad, y de todas las demás ciudades que estaban

pobladas en el agua, de casa a casa no se pasaba sino por unas puentes levadizas que tenían hechas de madera, o de canoas; y veíamos en aquellas ciudades cúes y adoratorios a manera de torres y fortalezas, y todas blanqueando, que era cosa de admiración, y las casas de azoteas, y ellas calzadas otras torrecillas y adoratorios que eran como fortalezas.

    Después de bien mirado y considerado todo lo que habíamos visto, tornamos a ver la gran plaza y la multitud de gente que en ella había, unos comprando y otros vendiendo, que solamente el rumor y zumbido de las voces y palabras que allí sonaba más que de una legua. Entre nosotros hubo soldados que habían estado en muchas partes del mundo, en Constantinopla y en toda Italia y Roma, y dijeron que plaza tan bien comparada y con tanto concierto y tamaña y llena de tanta gente no ha habían visto.

    Luego nuestro Cortés dijo a Montezuma, con doña Marina, la lengua: "Muy gran señor es vuestra merced, y de mucho más es merecedor. Hemos holgado de ver vuestras ciudades. Lo que os pido por merced es que, pues estamos aquí, en este vuestro templo, que nos mostréis vuestros dioses y teúles". Montezuma dijo que primero hablaría con sus grandes papas. Y luego que con ellos hubo hablado dijo que entrásemos en una torrecilla y apartamiento a manera de sala, donde estaban dos como altares, con muy ricas tablazones encima del techo. En cada altar estaban dos bultos, como de gigante, de muy altos cuerpos y muy gordos, y el primero, que estaba a mano derecha, decían que era el de Huichilobos, su dios de la guerra. Tenía la cara y rostro muy ancho y los ojos disformes y espantables. En todo el cuerpo tanta de la pedrería, oro, perlas y aljófar pegado con engrudo, que hacen en esta tierra de unas como raíces, que todo el cuerpo y cabeza estaba lleno de ello, y ceñido al cuerpo unas a manera de grandes culebras hechas de oro y pedrería, y en una mano tenía un arco y en otra unas flechas. Otro ídolo pequeño que allí junto a él estaba. Que decían que era su paje, le tenía una lanza no larga y una rodela muy rica de oro y pedrería. Tenía puestos al cuello el Huichilobos unas caras de indio y otros como corazones de los mismos indios, y éstos de oro y algunos de plata, con muchas pedrerías azules.

    Estaban allí unos braseros con incienso, que es su copal, y con tres corazones de indios que aquel día habían sacrificado y se quemaban, y con el humo y copal le habían hecho aquel sacrificio. Y estaban todas las paredes de aquel adoratorio tan babadas y negras de costras de sangre, y asimismo el suelo, que todo hedía muy malamente. Luego vimos a otra parte, de la mano izquierda, estas el otro gran bulto, delator del Huichilobos, y tenía un rostro como de oso, y unos ojos que le relumbraban, hechos de sus espejos, que se dice tezcat, y el cuerpo con ricas piedras pegadas, según y de la manera del otro su Huichilobos, porque, según decían, entrambos eran hermanos. Este Tezcatepuca era el dios de los infiernos, y tenía cargo de las ánimas de los mejicanos, y tenía ceñido el cuerpo con unas figuras como diablillos chicos, y las colas de ellos como sierpes, y tenía en las paredes tantas costras de sangre y el suelo todo bañado de ello, que en los mataderos de Castilla no había tanto hedor.

    En lo más alto de todo el cu estaba otra concavidad muy ricamente labrada de madera de ella, y estaba otro bulto como de medio hombre y medio lagarto, todo lleno de piedras ricas y la mitad de él enmantado. Este decían que el cuerpo de él estaba lleno de todas las semillas que había en toda la tierra, y decían que era el dios de las sementeras y frutas; no se me acuerda el nombre.

    Dejemos esto y digamos de los grandes y suntuosos patios que estaban delante del Huichilobos, donde está ahora señor Santiago, que se dice el Tatelulco. Ya he dicho que tenían dos cercas de calicanto antes de entrar dentro, y que era empedrado de piedras blancas como losas, y muy encalado y bruñido y limpio, y sería de tanto compás y tan ancho como la plaza de Salamanca. Un poco apartado del gran cu estaba otra torrecilla, que también era casa de ídolos o puro infierno, porque tenía la boca de la una puerta una muy espantable boca de las

que pintan que dicen que están en los infiernos. Asimismo estaban unos bultos de diablos y cuerpos de sierpes junto a la puerta, y tenía un poco apartado un sacrificadero, y todo ello muy ensangrentado y negro de humo y costras de sangre, y tenían muchas ollas grandes y cántaros y tinajas dentro en la casa, llenas de agua, que era allí donde cocinaban la carnes de los tristes indios que sacrificaban y que comían los papas.

    Pasemos adelante del patio, y vamos a otro cu, donde había enterramientos de grandes señores mejicanos, que también tenía otros muchos ídolos, y todo lleno de sangre y humo, y tenía otras puertas y figuras de infierno. Luego junto de aquel cu estaba otro lleno de calaveras y zancarrones, puestos con gran concierto, que se podían ver, mas no se podrían contar.

    En cada casa o cu y adoratorio que he dicho estaban papas con sus vestiduras largas de mantas prietas y las capillas como de dominicos, que también tiraban un poco a las de los canónigos, y el cabello muy largo, que no se puede desparcir ni desenredar, y todos los más sacrificadas las orejas, y en los mismos cabellos mucha sangre.

    No quiero detenerme más en contar de ídolos, sino solamente diré que alrededor de aquel gran patio había muchas casas y no altas, que era donde posaban y residían los papas y otros indios que tenían cargo de los ídolos. También tenían otra muy mayor albarca o estanque de agua, y muy limpia, a una parte del gran cu. Era dedicada solamente para el servicio del Huichilobos y Tezcatepuca, y entraba el agua en aquella alberca por caños encubiertos que venían de Chapultepec.

    Allí cerca estaban otros grandes aposentos a manera de monasterio, donde estaban recogidas muchas hijas de vecinos mejicanos, como monjas, hasta que se casaban; y allí estaban dos bultos de ídolos de mujeres, que eran abogadas de los casamientos de las mujeres, y a aquéllas sacrificaban.

    Una cosa de reír es que tenían encada provincia sus ídolos, y los de una provincia o ciudad no aprovechaban a los otros, y así tenían infinitos.

CAPÍTULO XL

CÓMO SE ACORDÓ PRENDER A MONTEZUMA

C

omo nuestro capitán Cortés y el fraile de la Merced vieron que Montezuma no tenía voluntad que en el cu de su Huichilobos pusiésemos la cruz ni hiciésemos iglesia, acordóse que demandásemos a los mayordomos del gran Montezuma albañiles para que en nuestro aposento hiciésemos una iglesia.

    Los mayordomos dijeron que se lo harían saber a Montezuma. Nuestro capitán envió a decírselo, y luego dio licencia y mandó dar todo recaudo. En dos días teníamos nuestra iglesia hecha y la santa cruz puesta delante de los aposentos, y allí se decía misa cada día hasta que se acabó el vino, que como Cortés y otros capitanes y el fraile estuvieron malos cuando las guerras de Tlascala, dieron prisa al vino que teníamos para misas.

    Pues estando que estábamos en aquellos aposentos, como somos de tal calidad y todo lo trascendemos y queremos saber, cuando mirábamos adonde mejor y en más convenible parte habíamos de hacer el altar, dos de nuestros soldados, que uno de ellos era carpintero de lo blanco, que se decía Alonso Yánez, vieron en una pared como señal que había sido puerta, y estaba cerrada y muy bien encalada y bruñida. Como había fama y teníamos relación que en aquel aposento tenía Montezuma el tesoro de su padre Axacaya, sospechose que estaría en aquella sala, y el Yánez lo dijo a Juan Velásquez de León y a Francisco de Lugo y aquellos capitanes se lo dijeron a Cortés, y secretamente se abrió la puerta.

    Cuando fue abierta, y Cortés con ciertos capitanes entraron primero dentro y vieron tanto número de joyas de oro y en planchas, y tejuelos muchos y piedras de chalchihuís y otras muy grandes riquezas, quedaron suspensos.

     Luego lo supimos entre todos los demás capitanes y soldados y lo entramos a ver muy secretamente. Acordose por todos nuestros capitanes y soldados que ni por pensamiento se tocase en cosa ninguna de ellas, sino que la misma puerta se tornase luego a poner sus piedras y se cerrase y encalase de la manera que la hallamos, y que no se hablase en ello por que no lo alcanzase a saber Montezuma.

   Dejemos esto de esta riqueza y digamos que como teníamos tan esforzados capitanes y soldados apartaron a Cortés en la iglesia cuatro de nuestros capitanes, y juntamente doce soldados de quien él se fiaba y comunicaba, y yo era uno de ellos, y le dijimos que mirase la red y garlito donde estábamos y la gran fortaleza de aquella ciudad, y mirase las puentes y calzadas y las palabras y avisos que por todos los pueblos por donde hemos venido nos han dado de que había aconsejado el Huichilobos a Montezuma que nos dejase entrar en su ciudad y que allí nos matarían. Que mirase que los corazones de los hombres son muy mudables, en especial en los indios,y que no tuviese confianza de la buena voluntad y amor que Montezuma nos muestra, porque de una hora a otra la mudaría, y cuando se le antojase darnos guerra, con quitarnos la comida o el agua o alzar cualquier puente, no nos podríamos valer, y que mira la gran multitud de indios que tiene de guerra en su guarda, y que qué podríamos nosotros hacer para ofenderlos o para defendernos, porque todas las casas tienen en el agua. Pues socorros de nuestros amigos los de Tlascala ¿por dónde han de entrar? Y pues es cosa de ponderar todo esto que le decíamos, que luego sin más dilación prendiésemos a Montezuma, si queríamos asegurar nuestras vidas, y que no se aguardase para otro día.

    De manera que estuvimos platicando en este acuerdo bien una hora si le prenderíamos o no, y qué manera tendríamos. A nuestro capitán bien se le encajó este postrer consejo; y dejábamoslo para otro día.

    Después de estas pláticas, otro día por la mañana vinieron dos indios de Tlascala, muy secretamente, con unas cartas de la Villa Rica. Lo que se contenía en ellas decía que Juan de Escalante, que quedó por alguacil mayor, era muerto, y seis soldados juntamente con él, en una batalla que le dieron los mejicanos, y también le mataron el caballo y a muchos indios totonaques que llevó en su compañía, y que todos los pueblos de la sierra y Cempoal y su sujeto están alterados y no les quieren dar comida ni servir en la fortaleza, y que no saben qué hacerse.

     Cuando oímos aquellas nuevas sabe Dios cuánto pesar tuvimos todos. Éste fue el primer desbarate que tuvimos en la Nueva España.

CAPÍTULO XLI

CÓMO FUE LA BATALLA QUE DIERON LOS CAPITANES MEXICANOS A JUAN DE ESCALANTE, Y CÓMO LE MATARON A ÉL Y AL CABALLO Y A SEIS SOLDADOS Y A MUCHOS AMIGOS INDIOS TOTONAQUES QUE TAMBIÉN MURIERON 

 Y

 es de esta manera que cuando estábamos en un pueblo que se dice Quiahuiztlán, que se juntaron muchos pueblos, sus confederados, que eran amigos de los de Cempoal, y por consejo y convocación de nuestro capitán, que les atrajo a ello, quitó que no diesen tributo a Montezuma, y se le rebelaron, y fueron más de treinta pueblos en ello; y esto fue cuando le prendimos sus recaudadores, según otras veces dicho tengo en el capítulo que de ello habla. Y cuando partimos de Cempoal para venir a México, quedó en la Villa Rica por capitán y alguacil mayor de la Nueva España un Juan de Escalante, que era persona de mucho ser y amigo de Cortés, y le mandó que en todo lo que aquellos pueblos nuestros amigos hubiesen menester les favoreciese. Y parece ser que como el gran Montezuma tenía muchas guarniciones y capitanías de gente de guerra en todas las provincias, que siempre estaban junto a la raya de ellos, porque una tenía en lo de Soconusco por guarda de lo de Guatemala y Chiapa, y otra tenía en lo de Guazacualco, y otra capitanía en lo de Mechuacán, y otra a la raya de Pánuco, entre Tuzapán y un pueblo que le pusimos por nombre Almería, que es en la costa del Norte. Y como aquella guarnición que tenía cerca de Tuzapán pareció ser demandaron tributos de indios e indias y bastimento para sus gentes a ciertos pueblos que estaban allí cerca o confinaban con ellos, que eran amigos de Cempoal y servían a Juan de Escalante y a los vecinos que quedaron en la Villa Rica y entendían en hacer la fortaleza, y como les demandaban los mexicanos el tributo y servicio, dijeron que no se lo querían dar porque Malinche les mandó que no lo diesen y que el gran Montezuma lo ha tenido por bien. Y los capitanes mexicanos respondieron que si no lo daban que les vendrían a destruir sus pueblos y llevarlos cautivos, y que su señor Montezuma se lo había mandado de poco tiempo acá.

    Y desde que aquellas amenazas vieron nuestros amigos los totonaques, vieron al capitán Juan de Escalante y quéjanse reciamente que los mexicanos les víenen a robar y destruir sus tierras. Y desde que Escalente lo entendío envió mensajeros a los mismos mexicanos que no hiciesen enojo ni robasen aquellos pueblos, pues su señor Montezuma lo había por bien, que somos todos grandes amigos, si no, que irá contra ellos y les dará guerra. Los mexicanos no hicieron caso de aquella respuesta ni fieros, y respondieron que en el campo de batalla los hallaría. Y Juan de Escalante, que era hombre muy bastante y de sangre en el ojo, apercibió todos los pueblos nuestros amigos de la sierra que viniesen con sus armas, que eran arcos, flechas, lanzas, rodelas, y asimismo apercibió los soldados más sueltos y sanos que tenía, porque ya he dicho otra vez que todos los más vecinos que quedaban en la Villa Rica estaban dolientes, y hombres de la mar, y con dos tiros y un poco de pólvora y tres ballestas y dos escopetas y cuarenta soldados y sobre dos mil indios totonaques, fue adonde estaban las guarniciones de los mexicanos, que andaban ya robando un pueblo de nuestros amigos, y en el campo se encontraron al cuarto del alba.

    Y como los mexicanos eran doblados que nuestros amigos los totonaques, y como siempre estaban atemorizados de ellos en las guerras pasadas, a la primera refriega de flechas y varas y piedras y gritas huyeron, y dejaron a Juan de Escalante peleando con los mexicanos, y de tal manera, que llegó con sus pobres soldados hasta un pueblo que llaman Almería, y le puso fuego y le quemó las casas. Allí reposó un poco, porque estaba mal herido, y en aquellas refriegas y guerra le llevaron un soldado vivo, que se decía Argüello, que era natural de León y tenía la cabeza muy grande y la barba prieta y crespa, y era muy robusto de gesto y mancebo de muchas fuerzas, y le hirieron muy malamente a Escalante y a otros seis soldados, y le mataron el caballo; y se volvió a la Villa Rica y de allí a tres días murió él y los soldados.

    Y de esta manera pasó lo que decimos de Almería, y no como lo cuenta el coronista Gómara, que dice en su historia que iba Pedro de Ircio a poblar a Pánuco con ciertos soldados. No sé en qué entendimiento de un tan retórico coronista cabía que había de escribir tal cosa que, aunque con todos los soldados que estábamos con Cortés en México no llegamos a cuatrocientos, y los más heridos de las batallas de Tlaxcala y Tabasco, que aun para bien velar no teníamos recaudo, cuando más enviar a poblar a Pánuco. Y dice que iba por capitán Pedro de Ircio, y aun en aquel tiempo no era capitán ni aun cuadrillero, ni le daban cargo, ni se hacía cuenta de él, y se quedó con nosotros en México. También dice el mismo coronista otras muchas cosas sobre la prisión de Montezuma. Yo no le entiendo su escribir, y había de mirar que cuando lo escribía en su historia que había de haber vivos conquistadores de los de aquel tiempo que le dirían cuando lo leyesen: Esto no pasa así. En esto otro, dice lo que quiere.

    Y dejarlo he aquí, y volvamos a nuestra materia, y diré cómo los capitanes mexicanos, después de darle la batalla que dicho tengo a Juan de Escalante, se lo hicieron saber a Montezuma, y aun le llevaron presentada la cabeza de Argüello, que pareció ser murió en el camino de las heridas, que vivo le llevaban. Y supimos que Montezuma, cuando se la mostraron, como era robusta y grande y tenía grandes barbas y crespas, hubo pavor y temió de la ver, y mandó que no la ofreciesen a ningún de México, sino en otros ídolos de otros pueblos. Y preguntó Montezuma a sus capitanes que siendo ellos muchos millares de guerreros, que cómo no vencieron a tan pocos teules. Y respondieron que no aprovechaban nada sus varas y flechas ni buen pelear, que no los pudieron hacer retraer, porque una gran tequecihuata de Castilla venía delante de ellos, y que aquella señora ponía a los mexicanos temor y decía palabras a sus teules que les esforzaban. Y el Montezuma entonces creyó que aquella gran señora era Santa María y la que le habíamos dicho que era nuestra abogada, que de antes dimos a Montezuma con su precioso hijo en los brazos. Y porque esto yo no lo vi, porque estaba en México, sino lo que dijeron ciertos conquistadores que se hallaron en ello, y plugiese a Dios que así fuese, y ciertamente todos los soldados que pasamos con Cortés tenemos muy creído, y así es verdad, y que la misericordia divina y Nuestra Señora la Virgen María siempre era con nosotros, por lo cual le doy muchas gracias. Y dejado he aquí, y diré lo que pasamos en la prisión del gran Montezuma.

CAPÍTULO XLII

DE LA PRISIÓN DEL GRAN MONTEZUMA

 C

omo teníamos acordado el día antes prender a Montezuma, toda la noche estuvimos en oración rogando a Dios que fuese de tal manera que redundase para su santo servicio, y otro día de mañana fue acordado dela manera que había de ser.

    Ya puestos a punto todos, enviole nuestro capitán a hacerle saber cómo iba a su palacio, porque así lo tenía por costumbre, y no se alterase viéndole ir de sobresalto. Montezuma bien entendió, poco más o menos, que iba enojado por lo de Almería.

    Como entró Cortés, después de haberle hecho sus acatos acostumbrados, le dijo con nuestras lenguas: "Señor Montezuma, muy maravillado de vos estoy, siendo tan valeroso príncipe y habiéndonos dado por nuestro amigo, mandar a vuestros capitanes que teníais en la costa cerca de Tuzpan que tomasen armas contra mis españoles, y tener atrevimiento de robar los pueblos que están en guarda y amparo de nuestro rey y señor, y demandarles indios e indias para sacrificar, y matar un español, hermano mío y un caballo". No le quiso decir del capitán ni

de los seis soldados que murieron luego que llegaron a la Villa Rica, porque Montezuma no lo alcanzó a saber.   También le dijo Cortés: "Teniéndole por tan amigo, mandé a mis capitanes que en todo lo que posible fuese os sirviesen y favoreciesen, y vuestra merced, por el contrario, no lo ha hecho. Asimismo en lo de Cholula tuvieron vuestros capitanes, con gran copia de guerreros, ordenado por vuestro mandado que nos matasen. Helo disimulado lo de entonces por lo mucho que os quiero, y asimismo ahora vuestros vasallos y capitanes se han

desvergonzado y tienen pláticas secretas que no queréis mandar matar. Por estas causas no quería comenzar guerra ni destruir esta ciudad. Conviene que para excusarse todo, que luego callando y sin hacer ningún alboroto vayáis con nosotros a nuestro aposento, que allí seréis servido y mirado muy bien, como en vuestra propia casa. Y si alboroto o voces dais, luego seréis muerto por estos capitanes, que no los traigo para otro efecto".

    Cuando esto oyó Montezuma, estuvo muy espantado y sin sentido, y respondió que nunca tal mandó que tomasen armas contra nosotros, y que enviaría luego a llamar sus capitanes, y se sabría la verdad, y los castigaría. Luego en aquel instante quitó de su brazo y muñeca el sello y señal de Huichilobos, que aquello era cuando mandaba alguna cosa grave y de peso para que se cumpliese, y luego se cumplía. En lo de ir preso y salir de sus palacios contra su voluntad, dijo que no era persona la suya para que tal le mandase, y que no era su voluntad salir.

    Cortés le replicó muy buenas razones, Montezuma le respondía muy mejores, y que no había de salir de sus casas.

    Como Juan Velásquez de León y los demás capitanes vieron que se detenía con él, y no veían la hora de haberlo sacado de sus casas y tenerlo preso, hablaron a Cortés algo alterados, y dijeron: "¿Qué hace vuestra merced ya con tantas palabras? O le llevamos preso o le daremos estocadas. Por eso, tórnele a decir que si da voces o hace alboroto que le mataremos, porque más vale que de esta vez aseguremos nuestras vidas o las perdamos".

    Entonces Montezuma dijo a Cortés: "Señor Malinche, ya que eso queréis que sea, yo tengo un hijo y dos hijas legítimas. Tomadlos en rehenes y a mí no me hagáis esta afrenta. ¿Qué dirán mis principales si me viesen llevar preso?" Tornó a decir Cortés que su persona había de ir con ellos, y no había de ser otra cosa, y en fin de muchas razones que pasaron, dijo que él iría de buena voluntad.

    Luego le trajeron sus ricas andas, en que solía salir, con todo sus capitanes, que le acompañaron. Y fue a nuestro aposento, donde le pusimos guardas y velas, y todos cuantos servicios y placeres le podíamos hacer. luego le vinieron a ver todos los mayores principales mejicanos y sus sobrinos a hablar con él y a saber la causa de su prisión, y si mandaba que nos diesen guerra. Montezuma les respondió que él holgaba de estar algunos días allí con nosotros de buena voluntad y no por fuerza, y que, cuando él algo quisiese, se lo diría, y que no se

alborotasen ellos ni la ciudad.

    Dejaré de decir al presente de esta prisión, y digamos de los mensajeros que envió Montezuma con su señal y sello a llamar sus capitanes que mataron nuestros soldados, que vinieron ante él presos, y lo que con ellos habló yo no lo sé, sino que se los envió a Cortés para que hiciese justicia de ellos.Tomada su confesión sin estar Montezuma delante, confesaron ser verdad lo atrás ya por mí dicho, que su señor se lo había mandado que diesen guerra y cobrasen los tributos.

    Vista esta confesión por Cortés, envióselo a hacer saber a Montezuma cómo le condenaban en aquella cosa; y él se disculpó cuanto pudo. Nuestro capitán le envió a decir que él así lo creía, puesto que merecía castigo, conforme a lo que nuestro rey manda, que la persona que manda matar a otros, sin culpa o con culpa, que muera por ello: mas que le quiere tanto y le desea todo bien, que ya que aquella culpa tuviese, que antes la pagaría Cortés, por su persona que vérsela pasar a Montezuma. Con todo esto que le envió a decir, estaba temeroso. Sin más gastar razones, Cortés sentenció a aquellos capitanes a muerte, y que fuesen quemados delante de los palacios de Montezuma, y así se ejecutó luego la sentencia. Porque no hubiese algún embarazo entre tanto que se quemaban, mandó echar unos grillos al mismo Montezuma. Cuando se los echaron, él hacía bramuras, y si de antes estaba temeroso, entonces estuvo mucho más.

    Después de quemados, fue nuestro Cortés con cinco de nuestros capitanes a su aposento, y él mismo le quitó los grillos, y tales palabras le dijo y tan amorosas, que se le pasó luego el enojo.

    Decíaselo Cortés con nuestras lenguas, y cuando se lo estaba diciendo, parecía que se le saltaban las lágrimas de los ojos a Montezuma. Y respondió con gran cortesía que se lo tenía en merced. Empero, bien entendió que todo eran palabras las de Cortés, y que ahora al presente convenía estar allí preso.

CAPÍTULO XLVI

CÓMO CORTES DIJO AL GRAN MONTEZUMA QUE MANDASE A TODOS LOS CACIQUES DE TODA SU TIERRA QUE TRIBUTASEN A SU MAJESTAD, PUES COMUNMENTE SABÍAN QUE TENÍAN ORO. Y LO QUE SOBRE ELLO SE HIZO 

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espués como el capitán Diego de Ordaz y los demás soldados por mí memorados vinieron con muestras de oro y relación que toda la tierra era rica, Cortés, con consejo de Ordaz y de otros capitanes y soldados, acordó de decir y demandar a Montezuma que todos los caciques y pueblos de la tierra tributasen a Su Majestad, y que él mismo, como gran señor también diese de sus tesoros. Y respondió que él enviaría por todos los pueblos a demandar oro, mas que muchos de ellos no lo alcanzaban, sino joyas de poca valía que habían habido de sus antepasados. Y de presto despachó principales a las partes donde había minas y les mandó que diesen cada pueblo tantos tejuelos de oro fino, del tamaño y gordor de otros que le solían tributar, y llevaban para muestras dos tejuelos, y de otras partes no le traían sino joyezuelas de poca valía.   También envió a la provincia donde era cacique aquel su pariente muy cercano que no le quería obedecer, otra vez por mí memorado, que estaba de México obra de doce leguas. Y la respuesta que trajeron los mensajeros que decía que no quería dar oro ni obedecer a Montezuma, y que también él era señor de México y le venía el señorío como al mismo Montezuma que le enviaba a pedir por tributo. Y luego que esto oyó Montezuma tuvo tanto enojo, que de presto envió su señal y sello y con buenos capitanes para que se lo trajesen preso. Y venido en su presencia el pariente, le habló muy desacatadamente y sin ningún temor, o de muy esforzado; y decían que tenía ramos de locura, porque era como atronado. Todo lo cual alcanzó a saber Cortés, y envió a pedir por merced a Montezuma que se lo diese, que él lo quería guardar, porque, según le dijeron, le había mandado matar Montezuma; y traído ante Cortés le habló muy amorosamente, y que no fuese loco contra su señor, y le quería soltar. Y Montezuma después que lo supo dijo que no le soltasen, sino que le echasen en la cadena gorda como a los otros reyezuelos por mí ya nombrados.

   Tomemos a decir que en obra de veinte días vinieron todos los principales que Montezuma había enviado a cobrar los tributos del oro que dicho tengo, y así como vinieror, envió a llamar a Cortés y a nuestros capitanes, y a ciertos soldados que conocía, que éramos de la guarda, y dijo estas palabras formales, u otras como ellas:   "Hágoos saber, señor Malinche y señores capitanes y soldados, que a vuestro gran rey yo le soy en cargo, y le tengo buena voluntad, así por ser tan gran señor como por haber enviado de tan lejanas tierras a saber de mí, y lo que más me pone el pensamiento es que él ha de ser el que nos ha de señorear, según nuestros antepasados nos han dicho, y aun nuestros dioses nos dan a entender por las respuestas que de ellos tenemos. Toma ese oro que se ha recogido; por ser de prisa no se trae más. Lo que yo tengo aparejado para el emperador es todo el tesoro que he habido de mi padre, y que está en vuestro poder y aposentos; que bien sé que luego que aquí viniste abriste la casa y lo mirásteis todo, y la tornásteis a cerrar como de antes estaba. Y cuando se lo enviáreis decirle en vuestros amales y cartas: Esto os envía vuestro buen vasallo Montezuma. Y también yo os daré unas piedras muy ricas que le envíes en mi nombre, que son chalchihuis, que no son para dar a otras personas sino para ese vuestro gran señor, que vale cada una piedra dos cargas de oro; también le quiero enviar tres cerbatanas con sus esqueros y bodoqueras, y que tienen tales obras de pedrería, que se holgará de verlas, y también yo quiero dar de lo que tuviere, aunque es poco, porque todo el más oro y joyas que tenía os he dado en veces."

    Y desde que aquello le oyó Cortés y todos nosotros, estuvimos espantados de la gran bondad y liberalidad del gran Montezuma, y con mucho acato le quitamos todos las gorras de armas y le dijimos que se lo teníamos en merced. Y con palabras de mucho amor le prometió Cortés que escribiríamos a Su Majestad de la magnificencia y franqueza del oro que nos dió en su real nombre. Y después que tuvimos otras pláticas de buenos comedimientos, luego en aquella hora envió Montezuma sus mayordomos para entregar todo el tesoro de oro y riqueza que estaba en aquella sala encalada; y para verlo y quitado de sus bordaduras y donde estaba engastado tardamos tres días, y aun para quitarlo y deshacer vinieron los plateros de Montezuma de un pueblo que se dice Escapuzalco. Y digo que era tanto, que después de deshecho eran tres montones de oro, y pesado hubo en ellos sobre seiscientos mil pesos, como adelante diré, sin la plata y otras muchas riquezas, y no cuento con ello los tejuelos y planchas de oro y el oro en granos de las minas. Y se comenzó a fundir con los indios plateros que dicho tengo, naturales de Escapuzalco, y se hicieron unas barras muy anchas de ello, de medida como de tres dedos de la mano el anchor de cada barra; pues ya fundido y hecho barras, traen otro presente por sí de lo que el gran Montezuma había dicho que daria, que fue cosa de admiración de tanto oro, y las riquezas de otras joyas que trajo, pues las piedras chalchiuis eran tan ricas algunas de ellas, que valían entre los mismos caciques mucha cantidad de oro. Pues las tres cerbatanas con sus bodoqueras, los engastes que tenían de pedrerias y perlas y las pinturas de pluma y de pajaritos llenos de aljófar y otras aves, todo era de gran valor. Dejemos de decir de penachos y plumas, y otras muchas cosas ricas, que es para nunca acabar de traerlo aquí a la memoria.

    Digamos ahora cómo se marcó todo el oro que dicho tengo, con una marca de hierro que mandó hacer Cortés y los oficiales del rey proveídos por Cortés, y acuerdo de todos nosotros en nombre de Su Majestad, hasta que otra cosa mandase, que en aquella sazón era Gonzalo Mexía, y Alonso de Avila, contador; y la marca fue las armas reales como de un real y del tamaño de un tostón de a cuatro. Y esto sin las joyas ricas que nos pareció que no eran para deshacer. Pues para pesar todas estas barras de oro y plata, y las joyas que quedaron por deshacer no teníamos pesos de marcos ni balanzas, y pareció a Cortés a los mismos oficiales de la Hacienda de Su Majestad que sería bien hacer de hierro unas pesas de hasta una arroba y otras de media arroba, y de dos libras, y de una libra, y de media libra, y de cuatro onzas, y de tantas onzas; y esto no para que viniese muy justo, sino media onza más o menos en cada peso que se pesaba.

Y después que se pesó dijeron los oficiales del rey que había en el oro, así en lo que estaba hecho barras como en los granos de las minas y en los tejuelos y joyas, más de seiscientos mil pesos, sin la plata y otras muchas joyas que se dejaron de avaluar. Algunos soldados decían que había más, y como ya no había que hacer en ello, sino sacar el real quinto y dar a cada capitán y soldado nuestras partes, ya los que quedaban en el puerto de la Villa Rica también las suyas, parece ser Cortés procuraba de no lo repartir tan presto hasta que hubiese más oro y hubiese buenas pesas y razón y cuenta de a cómo salían. Y todos los más soldados y capitanes dijimos que luego se repartiese, porque habíamos visto que cuando se deshacían de las piezas del tesoro de Montezuma estaba en los montones mucho más oro, y que faltaba la tercia parte de ello, que lo tomaban y escondían, así por la parte de Cortés como de los capitanes, como el fraile de la Merced, y se iba menoscabando. Y a poder de muchas pláticas se pesó en lo que quedaba, y hallaron sobre seiscientos mil pesos, sin las joyas y tejuelos, y para otro día habían de dar las partes. Y lo repartieron, y todo lo más se quedó con ello el capitán Cortés y otras personas.

CAPÍTULO XLVII

CÓMO EL GRAN MONTEZUMA DIJO A CORTÉS QUE LE QUERÍA DAR UNA HIJA DE LAS SUYAS PARA QUE SE CASASE CON ELLA Y LO QUE CORTÉS LE RESPONDIÓ, Y TODAVÍA LA TOMO, Y LA SERVIAN Y HONRABAN COMO ERA DEBIDO A HIJA DE TAN GRAN SEÑOR COMO ERA ÉL

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omo otras muchas veces he dicho, siempre Cortés y todos nosotros procurábamos de agradar y servir a Montezuma y tenerle palacio, y un día le dijo Montezuma: "Mira, Malinche, que tanto os amo, que os quiero dar a una hija mía muy hermosa para que os caséis con ella y la tengáis por vuestra legítima mujer". Y Cortés se quitó la gorra por la merced y dijo que era gran merced la que le hacía, mas que era casado y tenía mujer, y que entre nosotros no podemos tener más de una mujer y que él la tendría en aquel grado que hija de tan gran señor merece, y que primero quiere se vuelva cristiana, como son otras señoras, hijas de señores. Y Montezuma lo hubo por bien, y siempre mostraba el gran Montezuma su acostumbrada voluntad. Mas de un día en otro no cesaba Montezuma sus sacrificios, y de matar en ellos personas, y Cortés se lo retraía, y no aprovechaba cosa ninguna, hasta que tomó consejo con nuestros capitanes que qué haríamos en aquel caso, porque no se atrevía a poner remedio en ello por no revolver la ciudad y los papas que estaban en el Uichilobos. Y el consejo que sobre ello se dió por nuestros capitanes y soldados, que hiciese que quería ir a derrocar los ídolos del alto Huichilobos, y si viésemos que se ponían en defenderlo o que se alborotaban, que le demandase licencia para hacer un altar en una gran parte del gran y poner un crucifijo y una imagen de Nuestra Señora.

    Y como esto se acordó, fue Cortés a los palacios adonde estaba preso Montezuma, y llevó consigo siete capitanes y soldados, y dijo a Montezuma: "Señor: ya muchas veces he dicho a vuestra merced que no sacrifique más ánimas a esos vuestros dioses que os traen engañados, y no lo quiere hacer, y hágoos saber, señor, que todos mis compañeros y estos capitanes que conmigo vienen, os vienen a pedir por merced que les deis licencia para quitarlos de allí y pondremos a Nuestra Señora Santa María y una cruz, y que si ahora no les dais licencia, que ellos irán a quitarlos, y no querría que matasen algunos papas". Y después que Montezuma oyó aquellas palabras y vio ir a los capitanes algo alterados, dijo: "¡Oh, Malinche, y cómo nos queréis echar a perder a toda esta ciudad! Porque estaban muy enojados nuestros dioses contra nosotros, y aun de vuestras vidas no sé en qué pararán. Lo que os ruego es que ahora al presente os sufráis, que yo enviaré a llamar a todos los papas, y veré su respuesta". Y luego que aquello oyó Cortés hizo un ademán que le quería hablar muy secretamente a Montezuma y que no estuviesen presentes nuestros capitanes que llevaba en su compañía, los cuales mandó que le dejasen solo, y los mandó salir. Y desde que salieron de la sala dijo a Montezuma que por qué no saliese de allí aquello y se hiciese alboroto, ni los papas lo tuviesen a mal derrocarle sus ídolos, que él trataría con los mismos nuestros capitanes que no se hiciese tal cosa, con tal que en un apartamiento del gran hiciesen un altar para poner la imagen de Nuestra Señora y una cruz, y que el tiempo andando verían cuán buenos y provechosos son para sus ánimas y para darles salud y buenas sementeras y prosperidades.

    Y Montezuma, puesto que con suspiros y semblante muy triste, dijo que él lo trataría con los papas; y en fin de muchas palabras que sobre ello se hubo, se puso. Y puesto que fue nuestro altar apartado de sus malditos ídolos y la imagen de Nuestra Señora y una cruz, y con mucha devoción, y todos dando gracias a Dios, dijo misa cantada el Padre de la Merced, y ayudaron a la misa el clérigo Juan Díaz y muchos de nuestros soldados. Y allí mandó poner nuestro capitán a un soldado viejo para que tuviese guarda en ello, y rogo a Montezuma que mandase a los papas que no tocasen en ello, salvo para barrer y quemar incienso y poner candelas de cera ardiendo de noche y de día, y enramarlo y poner flores. Y dejarlo he aquí, y diré lo que sobre ello avino.

CAPITULO LXIX

CÓMO DE QUE LLEGAMOS CON CORTÉS A TEZCUCO CON TODO NUESTRO EJÉRCITO Y SOLDADOS DE LA ENTRADA DE RODEAR LOS PUEBLOS DE LA LAGUNA TENIAN CONCERTADO ENTRE CIERTAS PERSONAS DE LOS QUE HABÍAN PASADO CON NARVÁEZ DE MATAR A CORTÉS Y TODOS LOS QUE FUÉSEMOS EN SU DEFENSA, Y QUIEN FUE PRIMERO AUTOR DE AQUELLA CHIRINOLA FUE UNO QUE HABÍA SIDO DE DIEGO VELÁZQUEZ, GOBERNADOR DE CUBA, EL CUAL SOLDADO CORTÉS LE MANDÓ AHORCAR POR SENTENCIA, Y CÓMO SE HERRARON LOS ESCLAVOS Y SE APERCIBIO TODO EL REAL Y LOS PUEBLOS DE NUESTROS AMIGOS, Y SE HIZO ALARDE Y ORDENANZAS, Y OTRAS COSAS QUE MAS PASARON ALLÍ COMO ADELANTE DlRE

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a he dicho (que) como veníamos tan destrozados y heridos de la entrada por mí memorada, pareció ser que un gran amigo del gobernador de Cuba, que se decía Antonio de Villafaña, natural de Zamora o de Toro, se concertó con otros soldados de los de Narváez, que aquí no nombro sus nombres por su honor, que así como viniese Cortés de aquella entrada, que le matasen a puñaladas, y había de ser de esta manera: Que como en aquella sazón había venido un navío de Castilla, que cuando estuviese sentado a la mesa comiendo con sus capitanes, que entre aquellas personas que tenían hecho el concierto que trajesen una carta muy cerrada y sellada, como que venía de Castilla, y que dijesen que era de su padre, Martín Cortés, y que cuando la estuviese leyendo le diesen de puñaladas, así a Cortés como a todos los capitanes y soldados que cerca de Cortés nos hallásemos en su defensa. Pues ya hecho y consultado todo lo por mí dicho, los que lo tenían concertado quiso Nuestro Señor que dieran parte del negocio a dos personas principales, que aquí tampoco quiero nombrar, que habían ido en la entrada con nosotros, y aun a uno de ellos en el concierto que tenían le habían nombrado por capitán general, después que hubiese muerto a Cortés, y a otros soldados de los de Narváez hacían alguacil mayor, y alférez, y alcaldes, y regidores, y contador, y tesorero, y veedor, y otras cosas de este arte, y aun repartido entre ellos nuestros bienes y caballos. Y este concierto estuvo encubierto dos días después que llegamos a Tezcuco; y Nuestro Señor Dios fue servido que tal cosa no pasase, porque era perderse la Nueva España y todos nosotros, porque luego se levantarían bandos y chirinolas. Pareció ser que un soldado lo descubrió a Cortés que luego pusiese remedio en ello antes que más fuego sobre el caso se encendiese, porque le certificó aquel buen soldado que eran muchas personas de calidad en ello.

    Y como Cortés lo supo, después de haber hecho grandes ofrecimientos y dádivas que dio a quien se lo descubrió, muy presto, secretamente, lo hace saber a todos nuestros capitanes, que fueron Pedro de Alvarado, y Francisco de Lugo, y Cristóhal de Olid, y Andrés de Tapia, y a Gonzalo de Sandoval, y a mí y a dos alcaldes ordinarios que eran de aquel año, que se decían Luis Marín y Pedro de Ircio, y a todos nosotros los que éramos de la parte de Cortés; y así como lo supimos nos apercibimos y sin más tardar fuimos con Cortés a la posada de Antonio de Villafaña, y estaban con él muchos de los que eran en la conjuración, y de presto le echamos mano a Villafaña con cuatro alguaciles que Cortés llevaba; y los capitanes y soldados que con él estaban comenzaron a huir, y Cortés les mandó detener y prender. Y después que tuvimos preso a Villafaña, Cortés le sacó del seno el memorial que tenía con las firmas de los que fueron en el concierto, y después que lo hubo leído y vio que eran muchas personas en ello y de calidad, y por no infamarlos, echó fama que comió el memorial Villafaña y que no lo había visto ni leído.

    Y luego hizo proceso contra él, y tomada la confesión dijo la verdad, y con muchos testigos que había de fe y de creer, que tomaron sobre el caso, por sentencia que dieron los alcaldes ordinarios, juntamente con Cortés y el maestre de campo Cristóbal de Olid, y después que se confesó con el Padre Juan Díaz, le ahorcaron de una ventana del aposento donde posaba Villafaña; y no quiso Cortés que otro ninguno fuese infamado en aquel mal caso, puesto que en aquella sazón echaron presos a muchos por poner temores y hacer señal que quería hacer justicia de otros, y como el tiempo no daba lugar a ello, se disimuló. Y luego acordó Cortés de tener guarda para su persona, y fue su capitán un hidalgo que se decía Antonio de Quiñones, natural de Zamora, con seis soldados, buenos hombres y esforzados, y le velaban de día y de noche, y a nosotros de los que sentía que éramos de su bando nos rogaba que mirásemos por su persona, y de allí en adelante, aunque mostrara gran voluntad a las personas que eran en la conjuración siempre se recelaba de ellos.

   Dejemos esta materia, y digamos cómo luego se mandó pregonar que todos los indios e indias que habíamos habido en aquellas entradas se llevasen a herrar dentro de dos días, a una casa que estaba señalada para ello; y por no gastar más palabras en esta relación sobre la manera que se vendían en la almoneda, más de las que otras veces tengo dichas, en las dos veces que se herraron, si mal lo habían hecho de antes, muy peor se hizo esta vez, que después de sacado el real quinto sacaba Cortés el suyo, y otras treinta trancalinas para capitanes; y si eran hermosas y buenas indias las que metíamos a herrar, las hurtaban de noche del montón; que no parecían hasta de ahí a buenos días, y por esta causa se dejaban muchas piezas que después teníamos por naborías. Dejemos de hablar en esto, y digamos lo que después en nuestro real se ordenó.

CAPÍTULO LXXXIX

CÓMO HERNANDO CORTÉS SALIÓ DE MÉXICO PARA IR CAMINO DE LAS HIBUERAS EN BUSCA DE CRISTOBAL DE OLID Y DE FRANCISCO DE LAS CASAS Y DE LOS DEMÁS CAPITANES Y SOLDADOS QUE ENVIÓ; Y DE LOS CABALLEROS Y QUE CAPITANIAS SACÓ DE MÉXICO PARA IR EN SU COMPAÑÍA, Y DEL APARATO Y SERVICIO QUE LLEVÓ HASTA LLEGAR A LA VILLA DE GUAZCUALCO. Y DE OTRAS COSAS QUE PASARON Y LO QUE LUEGO SE HIZO

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omo el capitán Hernando Cortés había pocos meses que había enviado a Francisco de las Casas contra Cristóbal de Olid, pareciole que por ventura no habría buen suceso la armada que había enviado, y también porque le decían que aquella tierra era rica de minas de oro; y a esta causa estaba muy codicioso, así por las minas como pensativo en los contrastes que podían acaecer en la armada poniéndosele por delante las desdichas que en tales jornadas la mala fortuna suele acarrear. Y como de su condición era de gran corazón, habíase arrepentido por haber enviado a Francisco de las Casas, sino haber ido él en persona; y no porque conocía muy bien que el que envió era varón para cualquier cosa de afrenta.

    Y estando en estos pensamientos, acordó de ir, y dejó en México buen recaudo de artillería, así en la fortaleza como en las atarazanas, y dejó por gobernadores en su lugar tenientes al tesorero Alonso de Estrada y al contador Albornoz. Y si supiera de las cartas que Albornoz hubo escrito a Castilla a Su Majestad diciendo mal de él, no le dejara tal poder, y aun no sé yo cómo le aviniera por ello. Y dejó por su alcalde mayor al licenciado Zuazo, ya otra vez por mí nombrado; y por teniente del alguacil mayor y su mayordomo de todas sus haciendas a un Rodrigo de Paz, su deudo; y dejó el mayor recaudo que pudo en México; y encomendó a todos aquellos oficiales de la hacienda del rey, a quien dejaba el cargo de la gobernación, y asimismo lo encomendó a un fray Toribio Motolinía, de la Orden del Señor San Francisco, y a otros buenos religiosos; y que mirasen no se alzase México ni otras provincias.

    Y porque quedase más pacífico y sin cabeceras de los mayores caciques, trajo consigo al mayor señor de México, que se decía Guatemuz, otras muchas veces por mí nombrado, que fue el que nos dio guerra cuando ganamos a México, y también al señor de Tacuba, y a un Juan Velázquez, capitán del mismo Guatemuz, y a otros muchos principales, y entre ellos a Tapiezuela, que era muy principal; y aun de la provincia de Michoacán trajo otros caciques, y a doña Marina, la lengua, porque Jerónimo de Aguilar ya era fallecido; y trajo en su compañía muchos caballeros y capitanes, vecinos de México, que fueron Gonzalo de Sandoval, que era alguacil mayor; y Luis Marín, y Francisco Marmolejo, Gonzalo Rodriguez de Ocampo, Pedro de Ircio, Avalos y Sayavedra, que eran hermanos; y un Palacios Rubios, y Pedro de Saucedo el Romo, y Jerónimo Ruiz de la Mota, Alonso de Grado, Santa Cruz, burgalés; Pedro Solís Casquete, Juan Jaramillo, Alonso Valiente y un Navarrete, y un Serna, y Diego de Mazariegos, primo del tesore ro; y Gil González de Benavides, y Hernán López de Avila, y Gaspar de Garnica, y otros muchos que no se me acuerdan sus nombres; y trajo un clérigo y dos frailes franciscos, flamencos, grandes teólogos, que predicaban en el camino; y trajo por mayordomo a un Carranza, y por maestresalas a Juan de Jaso y a un Rodrigo Mañueco, y por botiller a Serván Bejarano, y por repostero a un fulano de San Miguel, que vivía en Oaxaca; y trajo grandes vajillas de oro y de plata, y quien tenía cargo de la plata, un Tello de Medina; y por camarero, un Salazar, natural de Madrid: y por médico a un licenciado Pedro López, vecino que fue de México; y cirujano a maese Diego de Pedraza, y muchos pajes, y uno de ellos era don Francisco de Montejo, el que fue capitán en Yucatán el tiempo andando; no digo al adelantado, su padre; y dos pajes de lanza, que el uno se decía Puebla; y ocho mozos de espuelas; y dos cazadores halconeros, que se decían Perales y Garci Caro y Alvaro Montáñez; y llevó cinco chirimías y sacabuches y dulzainas y un volteador, y otro que jugaba de manos y hacía títeres; y caballerizo, Gonzalo Rodríguez de Ocampo; y acémilas, con tres acemileros españoles; y una gran manada de puercos, que venían comiendo por el camino; y venían con los caciques que dicho tengo sobre tres mil indios mexicanos, con sus armas de guerra, sin otros muchos que eran de su servicio de aquellos caciques.

    Ya que estaba de partida para venir su viaje, viendo el factor Salazar y el veedor Chirinos, que quedaban en México, que no les dejaba Cortés cargo ninguno ni se hacía tanta cuenta de ellos, como quisieran, acordaron de hacerse muy amigos del licenciado Zuazo y de Rodrigo de Paz y de todos los conquistadores viejos amigos de Cortés que quedaban en México, y todos juntos le hicieron un requerimiento a Cortés que no salga de México, sino que gobierne la tierra, le ponen por delante que se alzará toda la Nueva España; y sobre ello pasaron grandes pláticas y respuestas de Cortés a los que le hacían el requerimiento. Y después que no le pudieron convencer a que se quedase, dijo el factor y veedor que le querían venir a servir y acompañarle hasta Guazacualco, que por allí era su viaje. Pues ya partidos de México de la manera que he dicho, saber yo decir los grandes recibimientos y fiestas que en todos los pueblos por donde pasaba se le hacían fue cosa maravillosa, y más se le juntaron en el camino otros cincuenta soldados y gente extravagante, nuevamente venidos de Castilla, y Cortés les mandó ir por dos caminos hasta Guazacualcos, porque para todos juntos no habría tantos bastimentos.    

   Pues yendo por sus jornadas, el factor Gonzalo de Salazar y el veedor íbanle haciendo mil servicios a Cortés, en especial el factor, que cuando con Cortés hablaba, la gorra quitaba hasta el suelo y con muy grandes reverencias y palabras delicadas y de gran amistad, con retórica muy subida le iba diciendo que se volviese a México y no se pusiese en tan largo y trabajoso camino, y poniéndole por delante muchos inconvenientes; y aun algunas veces, por complacerle iba cantando por el camino junto a Cortés, y decía en los cantos: "¡Ay. tío, y volvámonos! ¡Ay, tío, volvámonos, que esta mañana he visto una señal muy mala! ¡Ay, tío, volvámonos! Y respondíale Cortés, cantando: ¡Adelante, mi sobrino! ¡Adelante. mi sobrino, y no creáis en agüeros, que será lo que Dios quisiere! ¡Adelante, mi sobrino!"

    Y dejemos de hablar en el factor y de sus blandas y delicadas palabras, y diré cómo en el camino, en un poblezuelo de un Ojeda, el Tuerto, que es cerca de otro pueblo que se dice Orizaba, se casó Juan Jaramillo con doña Marina, la lengua, delante de testigos. Pasemos adelante, y diré cómo van camino de Guazacualco y llegan a un pueblo grande que se dice Guaspaltepeque, que era de la encomienda de Sandoval, y como lo supimos en Guazacualco que venía Cortés con tanto caballero, así el alcalde mayor, como capitanes y todo el cabildo y regidores fuimos treinta y tres leguas a recibir a Cortés y a darle el parabienvenido, como quien va a ganar beneficio. Y esto digo aquí porque vean los curiosos lectores y otras personas qué tan tenido y aun temido estaba Cortés, porque no se hacía más de lo que él quería, ahora fuese bueno o malo. Y desde Guaspaltepeque fue caminando a nuestra villa; y en un río grande que había en el camino comenzó a tener contrastes, porque al pasar se le trastornaron dos canoas y se le perdió plata y ropa, y aun a Juan Jaramillo se le perdió la mitad de su fardaje, y no se pudo sacar cosa ninguna a causa que estaba el río lleno de lagartos muy grandes. Y desde allí fuimos a un pueblo que se dice Uluta, y hasta llegar a Guazacualco le fuimos acompañando, y todo por poblado.

Pues quiero decir el gran recaudo de canoas que teníamos ya mandado que estuviesen aparejadas y atadas de dos en dos en el gran río, junto a la villa, que pasaban de trescientas. Pues el gran recibimiento que le hicimos con arcos triunfales y con ciertas emboscadas de cristianos y moros, y otros grandes regocijos e invenciones de juegos; y le aposentamos lo mejor que pudimos, así a Cortés como a todos los que traía en su compañía, y estuvo allí seis días. Y siempre el factor le iba diciendo que se volviese del camino que traía; que mirase a quién dejaba en su poder; que tenía al contador por muy revoltoso y doblado amigo de novedades, y que el tesorero se jactanciaba que era hijo del rey católico, y que no sentía bien de algunas cosas y pláticas que en ellos vio que hablaban en secreto después que les dió el poder, y aun de antes; y además de esto, ya en el camino tenía Cortés cartas que enviaban desde México diciendo mal de su gobernación de aquellos que dejaba. Y de ello avisaban al factor sus amigos, y sobre ello decía el factor a Cortés que también sabría el gobernar, y el veedor, que allí estaba delante, como los que dejaba en México, y se le ofrecieron por muy servidores. Y decía tantas cosas melosas y con tan amorosas palabras, que le convenció para que le diesen poder al factor y a Chirinos, veedor, para que fuesen gobernadores, y fue con esta condición: que si viesen que Estrada y Albornoz no hacían lo que debían al servicio de Nuestro Señor y de Su Majestad, gobernasen ellos solos.

    Estos poderes fueron causa de muchos males y revueltas que hubo en México, como adelante diré después que hayamos hecho un muy trabajoso camino; y hasta haberlo acabado y estar en una villa que se llamaba Trujillo no contaré en esta relación cosa de lo acaecido en México. Y quiero decir que a esta causa dijo Gonzalo de Ocampo en sus libelos infamatorios:

¡Oh, fray Gordo de Salazar,
factor de las diferencias!
Con tus falsas reverencias
engañaste al provincial.
Un fraile de santa vida
me dijo que me guardase
de hombre que así hablase
retórica tan polida

 

CAPÍTULO CXII

DE OTRAS COSAS Y PROVECHOS QUE SE HAN SEGUIDO DE NUESTRAS ILUSTRES CONQUISTAS Y DUROS TRABAJOS

 Y

a habrán oído en los capítulos pasados de todo lo por mí recontado acerca de los bienes y provechos que se han hecho en nuestras ilustres y santas házañas y conquistas. Diré ahora del oro y plata y piedras preciosas y otras riquezas de grana, hasta zarzaparrilla y cueros de vacas que de esta Nueva España han ido y van cada año a Castilla, a nuestro rey y señor, así de sus reales quintos como otros muchos presentes que le hubimos enviado así como le ganamos estas sus tierras, sin las grandes cantidades que llevan mercaderes y pasajeros; que después que el sabio rey Salomón fabricó y mandó hacer el santo templo de Jerusalén con el oro y plata que le trajeron de las islas de Tarsis, Ofir y Saba, no se ha oído en ninguna escritura antigua que más oro y plata y riquezas hayan ido cotidianamente a Castilla que de estas tierras; y esto digo así, porque ya que del Perú, como es notorio, han ido innumerables millares de pesos de oro y plata, en el tiempo que ganamos esta Nueva España no había nombre del Perú, ni estaba descubierto, ni se conquistó desde allí a diez años, y nosotros siempre desde el principio comenzamos a enviar a Su Majestad presentes riquísimos, y por esta causa y por otras que diré antepongo a la Nueva España, porque bien sabemos que en las cosas acaecidas del Perú siempre los capitanes y gobernadores y soldados han tenido guerras civiles, y todo revuelto en sangre, y en muertes de muchos soldados bandoleros, porque no han tenido el acato y obediencia que son obligados a nuestro rey y señor, y en gran disminución de los naturales, y en esta Nueva España siempre tenemos y tendremos para siempre jamás el pecho por tierra, como somos obligados a nuestro rey y señor, y pondremos nuestras vidas y haciendas en cualquier cosa que se ofrezca para servir a Su Majestad.

    Y además de esto miren los curiosos lectores qué de ciudades y villas y lugares que están poblados en estas partes de españoles, que por ser tantos y no saber yo los nombres de todas se quedarán en silencio; y tengan atención a los obispados que hay, que son diez, sin el arzobispo de la muy insigne ciudad de México; y cómo hay tres Audiencias Reales, todo lo cual diré adelante, así de los que han gobernado como de los arzobispos y obispos que ha habido; y miren las santas iglesias catedrales, y los monasterios donde hay frailes dominicos, como franciscos y mercenarios y agustinos; y miren qué hay de hospitales, y los grandes perdones que tienen, y la santa iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe, que está en lo de Tepeaquilla, donde solía estar asentado el real de Gonzalo de Sandoval cuando ganamos a México; y miren los santos milagros que ha hecho y hace de cada día, y démosle muchas gracias a Dios y a su bendita madre Nuestra Señora, y loores por ello que nos dió gracias y ayuda que ganásemos estas tierras donde hay tanta cristiandad; y también tengan cuenta cómo es México hay Colegio Universal donde se estudia y aprenden gramática y teología y retórica y lógica y filosofía y otras artes y estudios, y hay moldes y maestros de imprimir libros, así en latín como romance; se gradúan de licenciados y doctores; y otras muchas grandezas y riquezas pudiera decir, así de minas ricas de plata que en ellas están descubiertas y se descubren a la continua, por donde nuestra Castilla es prosperada y tenida y acatada.

    Y porque bastan los bienes que ya he propuesto que de nuestras heroicas conquistas han recrecido, quiero decir que miren las personas sabias y leídas esta mi relación desde el principio hasta el cabo, y verán que ningunas escrituras que estén escritas en el mundo, ni en hechos hazañosos humanos, ha habido hombres que más reinos y señoríos hayan ganado como nosotros, los verdaderos conquistadores, para nuestro rey y señor; y entre los fuertes conquistadores mis compañeros, puesto que los hubo muy esforzados, a mí me tenían en la cuenta de ellos, y el más antiguo de todos, y digo otra vez que yo, yo y yo, dígolo tantas veces, que yo soy el más antiguo y lo he servido como muy buen soldado a Su Majestad, y diré con tristeza de mi corazón, porque me veo pobre y muy viejo y una hija para casar y los hijos varones ya grandes y con barbas y otros por criar, y no puedo ir a Castilla ante Su Majestad para representarle cosas cumplideras a su real servicio y también para que me haga mercedes, pues se me deben bien debidas.

    Dejaré esta plática, porque si más en ello meto la pluma, me será muy odiosa de personas envidiosas, y quiero proponer una cuestión a manera de diálogo, y es que habiendo visto la buena e ilustre fama que suena en el mundo de nuestros muchos y buenos y nobles servicios que hemos hecho a Dios y a Su Majestad y a toda la Cristiandad, da grandes voces, y dice que fuera justicia y razón que tuviéramos buenas rentas y más aventajadas que tienen otras personas que no han servido en estas conquistas ni en otras partes a Su Majestad, y asimismo pregunta que dónde están nuestros palacios y moradas, y qué blasones tenemos en ellas diferenciadas de las demás, y si están en ellas esculpidos y puesto por memoria nuestros heroicos hechos y armas, según y de la manera que tienen en España los caballeros que dicho tengo en el capítulo pasado que sirvieron en los tiempos pasados a los reyes que en aquella sazón reinaban, pues nuestras hazañas no son menores que las que esos señores hicieron, antes son de memorable fama y se pueden contar entre las muy nombradas que (ha) habido en el mundo, y además de esto pregunta la ilustre fama por los conquistadores que hemos escapado de las batallas pasadas y por los muertos dónde están sus sepulcros y qué blasones tienen en ellos. A estas cosas se le puede responder con mucha verdad: ¡Oh, excelente y muy sonante ilustre fama, y entre buenos y virtuosos deseada y loada, y entre maliciosos y personas que han procurado oscurecer nuestros heroicos hechos no los querrían ver ni oír vuestro tan ilustrísimo nombre para que nuestras personas no ensalcéis como conviene! Hágoos, señora, saber que de quinientos cincuenta soldados que pasamos con Cortés desde la isla de Cuba, no somos vivos en toda la Nueva España de todos ellos, hasta este año de mil quinientos sesenta y ocho, que estoy trasladando esta mi relación, sino cinco, que todos los más murieron en las guerras ya por mí dichas, en poder de indios, y fueron sacrificados a los ídolos, y los demás murieron de sus muertes; y los sepulcros que me pregunta dónde los tienen, digo que son los vientres de los indios, que los comieron las piernas y muslos, y brazos y molledos, y pies y manos, y lo demás fueron sepultados, y sus vientres echaban a los tigres y sierpes y halcones, que en aquel tiempo tenían por grandeza en casas fuertes, y aquello fueron sus sepulcros, y allí están sus blasones. Y a lo que a mí se me figura con letras de oro habían de estar escritos sus nombres, pues murieron aquella crudelísima muerte por servir a Dios y a Su Majestad, y dar luz a los que estaban en tinieblas, y también por haber riquezas, que todos los hombres comúnmente venimos a buscar.

    Y además de haber dado cuenta a la ilustre fama, me pregunta por los que pasaron con Narváez y con Garay; y digo, que los de Narváez fueron mil trescientos, sin contar entre ellos hombres de la mar, y no son vivos de todos ellos sino diez u once, que todos los más murieron en las guerras y sacrificados, y sus cuerpos comidos de indios, ni más ni menos que los nuestros; y de los que pasaron con Garay de la isla de Jamaica, a mi cuenta, con las tres capitanías que vinieron de San Juan de Ulúa, antes que pasase Garay, y con los que trajo a la postre cuando él vino, serían por todos otros mil doscientos soldados, y todos los más de ellos fueron sacrificados a los ídolos en la provincia de Pánuco, y comidos sus cuerpos de los naturales de las mismas provincias. Y además de esto pregunta la loable fama por otros quince soldados que aportaron a la Nueva España, que fueron de los de Lucas Vázquez de Ayllón, cuando le desebarataron y él murió en la Florida, que qué se habían hecho. A esto digo, que no he visto ninguno, que todos son muertos, y hágoos saber, excelente fama, que de todos los que he recontado, ahora somos vivos de los de Cortés cinco, y estamos muy viejos y dolientes de enfermedades, y lo peor de todo muy pobres y cargados de hijos e hijas para casar, y nietos, y con poca renta, y así pasamos nuestras vidas con trabajos y miserias. Y pues ya he dado cuenta de todo lo que me ha preguntado, y de nuestros palacios y blasones y sepulcros, suplícaos Justrísima fama, que de aquí adelante alcéis más vuestra excelente y virtuosísima voz para que en todo el mundo se vean claramente nuestras grandes proezas, porque hombres maliciosos con sus sacudidas y esparcidas y envidiosas lenguas no las oscurezcan ni aniquilen, y procuréis que a los que Su Majestad le ganaron estas sus tierras y se les debe el premio de ello, y no se dé a los que no les debe, porque ni Su Majestad no tiene cuenta con ellos ni ellos con Su Majestad sobre servicio que le hayan hecho. A esto que he suplicado a la virtuosísima fama, me responde y dice que lo hará de muy buena voluntad, y dice que se espanta cómo no tenemos los mejores repartimientos de indios de la tierra, pues que la ganamos y Su Majestad lo manda dar, como lo tiene el marqués Cortés, no se entiende que sea tanto, sino moderadamente.

    Y más dice la loable fama, que las cosas del valeroso y animoso Cortés han de ser siempre muy estimadas y contadas entre los hechos de valerosos capitanes; y más dice la verdadera fama, que no hay memoria de ninguno de nosotros en los libros e historias que están escritas del coronista Francisco López de Gómara, ni en la del doctor Illescas, que escribió El Pontifical, ni en otros modernos coronistas, y sólo el marqués Cortés dicen en sus libros que es el que lo descubrió y conquistó, y que los capitanes y soldados que lo ganamos quedamos en blanco, sin haber memoria de nuestras personas ni conquistas, y que ahora se ha holgado mucho en saber claramente que todo lo que he escrito en mi relación es verdad, y que la misma escritura trae consigo al pie de la letra lo que pasó, y no lisonjas y palabras viciosas, ni por sublimar a un solo capitán quiere deshacer a muchos capitanes y valerosos soldados, como ha hecho Francisco López de Gómara y los demás coronistas modernos que siguen su propia historia sin poner ni quitar más de lo que dice; y más me prometió, que de vivir la buena fama que por su parte lo propondrá con voz muy clara y sonante a doquiera que se hallare, y además de lo que ella declarará, que mi historia, si se imprime, después que la vean y oigan la darán fe verdadera y oscurecerá las lisonjas que escribieron los pasados.

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