CAPÍTULO II

De un gracioso coloquio que tuvo el Autor en la prisión con un famosísimo ladrón.

    Nadie se engañe con el proverbio, que el vulgo celebra por máxima  cuando dice que todo lo nuevo aplace, porque, cuándo la lógica no condenara por falsa esta proposición, la experiencia descubriera el engaño y falacia de ella,  pues no pienso que persona en el mundo haya hallado agradable la prisión la primera vez que en ella entró. De mí, sé decir que cuando en ella estuve, aunque muy nueva para mí, no hallé cosa que me agradase, antes bien, el gusto que las cosas nuevas traen consigo, se convirtió en notable admiración y en extremada pena, viendo lo que no quisiera, oyéndolo que me desplacía y entreteniéndome con lo qué menos me agradaba. Pasé los primeros días en lo qué todos los que allí entran, que es considerar la habitación, escandalizarse de las conversaciones que allí se pasan y huir el trato familiar de los habitantes.Y pasara yo todo el tiempo que allí estuve en semejante empleo, si fuera en mi mano el hacello, pues la compañía no me convidaba a ser demasiado doméstico Y familiar. Pero la necesidad, acompañada con la curiosa importunación que los encarcelados tienen cuando alguno entra de nuevo en la prisión, me obligo a humanarme y abatirme al trato ordinario de la gente más baja y grosera» con quien tuve suficientísima relación de los sujetos y calidades de aquella habitación, no con más trabajo, que dalles audiencia, porque con ella sabrá el discreto más pecados en cuatro días y que en cien años un confesor. En conclusión , con un buen semblante y algunas blanquillas que en mi bolsa traía, gané la voluntad de la chusma, de tal suerte , que no había persona, de cualquier calidad que fuese, que no me estimase en mucho y consultase conmigo lo más intrínseco de su conciencia.Pero la frecuencia deste prolijo trato e importuna conversación me molestaba de tal suerte, que no era mío, ni teníalibertad de pasar un cuarto de hora a solas. Y así, procuré por mil caminos evitar la porfía de aquella indiscreta gente; mas no fue posible deshacerme dellos, sin perder también el crédito que con ellos había  ganado; por donde quise probar si en aquel martirio , ya que no tenía merecimiento, podría hallar algún gusto y pasatiempocon que divertirme y entretenerme; y así continuando mi acostumbrado cuanto enfadoso empleo, estando un día sentado en un banco que en la capilla de la prisión había , en compañía de tres o cuatro destos de Judica me Deus y oyéndoles algunas dificultades que conmigo habían venido a consultar sobre los diez mandamientos, entendí el eco de una triste voz que con gran lástima me llamaba. Alborotáronse todos los circunstantes, y uno de ellos salió corriendo a informarse de la improvisa novedad; pero la ligereza del que me andaba buscando previno la curiosidad del que salió a pidillo, porque, apenas se oyó la voz, cuando tras della se dejó entrar por la puerta uno de mis devotos y tenido en mucha consideración entre aquella gente non sancta,  mudado el color, el rostro bañado en lágrimas, sin sombrero, cruzadas las manos , sollozando y pidiendo con mucha humildad a los circunstantes le dejasen solo conmigo, encareciendo la brevedad como principal remedio de su desdicha. Hiciéronlo así, y él, viéndose solo y con libertad de descubrirme su pensamiento, sin algún preámbulo, prevención, advertencia o cortesía, dijo: “Señor, hoy es el día de mi fiesta, y se me hace merced de la escribanía de un puerto, con un capelo de cardenal; ¿qué remedio habrá para un mal tan grande?” Verdaderamente, me suspendió algún tanto la cifra de sus palabras, juntamente con la figura que representaba, porque no sabía cómo glosar un lenguaje incógnito y acompañado con tantos suspiros; pero, reparando un poco en ello y presumiendo ya lo que podía ser, creí que el capelo le había recibido en un jarro de vino y que de su mucha abundancia se le había subido a la cabeza aquella noble dignidad; y así, medio riendo, le respondí: “Amigo, el correo que os trajo la nueva ¿es de a doce o de a veinte?” “No es de a doce, ni aun de a cuatro, desdichado de mí, respondió él “que no estoy embriago, ni en mi vida lo estuve; y pluguiese a Dios que todo elmundo viviese tan recatado en este particular como yo; mas como dice el proverbio, unos tienen la fama y otros lavan la lana: y vuestra merced no hace bien de burlarse de un pobre desdichado que llega a pidille consejo en tan extremada aflicción.”

        Admiróme grandemente su asentada respuesta, y pudiendo dar en el blanco de lo que podía ser, le dije, algo colérico: “Acabad ya de contarme la causa de vuestra pena, y no me tengáis más suspenso con vuestra cifra y enigmas”. “Yo conozco ahora, señor mío, dijo él, que vuestra merced no ha estudiado términos martiales, ni ha visto las coplas de la jacarandina, y así le será dificultoso entender la concusión de los cuerpos sólidos con la perspectiva de flores rojas en campo blanco.” De esta segunda respuesta me acabé de confirmar que no estaba embriago, pero loco sí; y como a tal, otorgué todo lo que me decía, aunque sin entendelle. Y tomando pie de sus mesmas razones, le pregunté ¿quién le hacía cardenal y por qué ? A lo cual me respondió diciendo:“Sabrá vuestra merced, qué algunos de tercio y quinto, oficiales de topo y tengo, sobre el siete y llevar, se encontraron conmigo un domingo a media noche, y hallándome con el as de palos, dio su suerte en azar y yo quedé con el dinero. Picáronse y, deseando vengar su agravio, se fueron a Cipion, manifestando una llave universal que en mis manos habían visto, sobre lo cual se hicieron largas informaciones por los señores equinociales, y al cabo de un rigoroso examen que se me hizo, no hallándome bueno para Papa, me dejaron el oficio de Cardenal.” “Por muy dichoso os podéis tener le respondí con tan alta dignidad, pues son muy pocos y con mucho trabajo los que llegan a ella.” “Yo la renunciaría de buena gana dijo él y sin pensión, si alguno la quisiese recebir por mí, y aun me obligaría a pagalle las bulas; porque, a decille la verdad, es carga muy pesada y quien la da no tiene muy buena reputación en el vulgo, ni amigos en la ciudad; y ésta es la causa que no la estimo. Y no piense vuestra merced que, con decir no quiero aceptalla, se remedia esta pena, porque no está en mi mano ni en la de los que semejantes cargos reciben el podello hacer, pues las dignidades se reparten por merecimientos; y así, aunque el hombre las rehúse, se las hacen tomar por fuerza. Y porque alguno, por demasiado humilde, no se excuse ni haga resistencia, le atan como si fuese loco.”  “Verdaderamente amigo le dije deberíais teneros por dichoso y bienaventurado con tal elección, supuesto que va por merecimientos y no por favor.” “Bienaventurado_djo él_sí, por cierto, que lo soy, aunque indigno pecador, pero no dichoso, que a  serlo, no fuera bienaventurado.” Con esta respuesta me acabé de desengañar de que no estaba loco ni embriago, sino que, de solapado y tacaño, encubría su razonamiento; y determinando dejalle con sus satíricas gracias, me levanté en pie diciéndole algunas palabras injuriosas, a las cuales respondió, con mucha humildad, diciendo: “Refrene vuestra merced su cólera, le suplico, señor mío,  que el habelle hablado por cifras no carece de misterio. Y créame, que no ha habido en ello otraintención, que ocultar mis desdichas a algunos soplones, que ordinariamente van desvelados escuchando las vidas ajenas para relatallas a sus correspondientes; pero ahora, que sin recelo puedo hablar, yo me declararé y confiado en que vuestra merced, como de tan buen entendimiento, no, se escandalizará de oír mis flaquezas, ni por ellas me privará del buen consejo que de su extremada caridad espero. Y así, sepa que el cardenal, es el que hoy me darán a mediodía en las espaldas; la escribanía del puerto, la que reciben los que van condenados a galeras; los de tercio, son algunos de nuestra compañía, los cuales guardan la calle cuando se hace algún hurto, y éstos llevan el  tercio, y los de quinto, son alguna gente honrada, o a lo menos tenida del vulgo por tal, la cual encubre y guarda en su casa el hurto, recibiendo por ello el quinto de lo qué se roba. Ahora sabrá vuestra merced, que hallándome por desgracia una noche en un Santiago que se hizo, corrió la caña tan poco, que no hubo de qué hacer cuarto ni quinto; y siendo yo el que me puse en el mayor peligro, quise alzarme  con todo, prometiendo en otra ocasión más gananciosa emendar la falta pasada. Los de siete y llevar, quiero decir, mis compañeros, no hallaron a propósito la satisfacción que les di, porque absolutamente pedían su parte. Yo,  viéndome imposibilitado del todo y por tenelle ya comido, metí el pleito en voces, y asiendo de un palo, que es el as que vuestra merced oyó, di a uno dellos en la cabeza un mal golpe, y viéndose herido y los compañeros burlados,  se fueron a Cipión, que es el Preboste, y acusáronme de ladrón de guanzúa, que es el instrumento con que abrimos todo género de puertas; y prosiguiendo la acusación, dieron conmigo en la cárcel, condenándome los señores de la Corte (á quien nosotros llamamos equinocciales) a pasear las calles acostumbradas, y después a servir a su majestad en las galeras de Marsella; la cual ejecución debe hacerse hoy a mediodía: estoy temblando, porque son ya diez horas dadas. Si vuestra merced sabe algún remedio que darme, hará una grande obra de misericordia, porque temo que, habiéndome desnudado el verdugo y hallándome con cinco marcas que injustamente me han dado cinco veces que he estado preso, me hará sin duda hacer el camino más corto”.

        Hasta aquí llego el malaventurado con la explicación de su cifra, sin que yo pudiese interrumpir su discurso, ¡tanta era la suspensión que sus intrincadas metáforas me dejaban!; y acabando su cuento con un profundo suspiro que del alma le salía, se dejó caer entre mis brazos medio desmayado. Y volviendo en sí, comencé a consolalle lo mejor que pude, dándole, por último remedio, que se apelase a la Corte, esperando siempre de aquel supremo tribunal más misericordia, que de los jueces inferiores. Apenas acabé mi razonamiento, cuando entraron por la puerta de la capilla tres o cuatro camaradas suyas, muy muertos de risa, dándole por nueva que la que le habían dado era falsa y sus azotes no eran verdaderos, sino cierta impostura de sus enemigos, maliciosamente inventada para turballe. Con esta nueva  volvió el desdichado tan repentinamente en su  ser primero, que, sin quedalle algún rastro ni señal de sentimiento, hizo veinte y cinco cabriolas en el aire con mil gracias y donaires, y sus compañeros comenzaron a dalle pelillo y matraca sobre el caso; de los cuales supo tan bien defenderse y con tan agudas razones, que me dejó grandísimo deseo de conversalle a solas y muy de espacio, por saber largamente su  trato, vacación, oficio y la declaración de algunos equívocos que ordinariamente mezclaba en su discurso; pero él, conociendo en mí este deseo, en agradecimiento de la paciencia con que le había  estado oyendo y del buen consejo que le había  dado en su necesidad, me prometió dar larga cuenta de su vida, de la de sus padres y de los varios acontecimientos que en su arte le sucedieron, juntamente con todas las menudencias que entre los de su oficio se pasan. Y, dándome la asignación para dos horas de la tarde, nos fuimos a comer.

CAPÍTULO IV. 
 
En el cual cuenta el Ladrón la vida y muerte de sus padres y la primera desgracia  que le sucedió. 
         "Cuanto a mi descendencia y linaje, sabrá vuestra merced que yo nací en una villa de este mundo, cuyo  nombre
perdí en una enfermedad que tuve en el seiscientos y cuatro. Mi padre se llamaba Pedro y mi madre Esperanza, gente,
aunque ordinaria y plebeya, honrada, virtuosa, de buena reputación y loables costumbres. Y cuanto a los bienes de 
fortuna,  no tan ricos que pudiesen comprar baronías ni casar algunas huérfanas con lo qué les sobraba, ni tan pobres 
que pidiesen limosna ni se sujetasen a nadie; porque eran gente, como se suele decir, vividora, que tenían pan para 
comer y paño para vestir. En todo el discurso de su vida se halló cosa que poderles echar en la cara, ni con que
reprenderles, porque no se desvelaban en otro, particularmente mi madre, que en conservar la honra y buena 
reputación que hablan ganado: por lo cual y la llaneza de su trato y buen proceder, todo el mundo les honraba. Pero,
como ordinariamente la virtud es invidiada y la gente de bien perseguida, no faltaron algunos maliciosos y desalmados,
que con falsas y temerarias calumnias escurecieron la puridad y resplandor de sus buenas obras y limpieza de vida. 
Acusáronles ( ¿hay maldad semejante?) de haber sacrilegado una iglesia, saqueado la sacristía con los cálices y
ornamentos della; y, lo que peor es, de haber cortado la mano a un San Bartolomé que estaba en un retablo, el cual 
decían  ser de plata. Acusación tan maliciosa, cuanto falsa, particularmente por la parte de mi madre, cuya. devoción y
respeto a los Santos era tan grande, que cuando iba a la iglesia, si el sacristán no le cerraba la puerta, no había remedio 
de salir de allá, aunque estuviese tres días sin comer; y su devoción era tan conocida de todos los del pueblo, que todas
las veces que pasaba por la calle,  salían mil personas a encomendalle algunas Ave Marías, por preñadas, enfermos y 
otras personas afligidas, teniendo todos gran fe en sus oraciones y devoción. Pero, como dos alevosos bastan a condenar 
un justo, y en este siglo miserable no valga la inocencia, si no es favorecida, por ir las leyes donde quieren los reyes, 
sucedió que, no embargante los reproches que dio a los testigos, harto suficientes para convencer la malicia del acusador
y manifestar la inocencia del acusado, les condenaron a muerte, juntamente con otro hermano mío y un sobrino de mi 
madre. Verdaderamente el caso fue feo y escandaloso, aunque falso, y su muerte injusta; pero a quien fue la causa de 
tanto mal, no le arriendo la ganancia; con su pan se lo coma; no se irá a Roma por penitencia, que Dios hay en el mundo
que todo lo ve y juzga, y, pues él promete que no dejará perder un solo cabello del justo, a él toca la venganza del agravio 
hecho a sus siervos, que ansí les puedo llamar, y aun mártires pues sufrieron constantemente por amor de Dios la 
muerte,  acusados de los pecados que no habían cometido. Basta, finalmente, que, siendo pobres, les fue forzoso pagar 
con  la vida lo qué no se pudo con la hacienda: solo yo puedo alabarme de haber alcanzado alguna misericordia con los 
jueces, en consideración de mis tiernos años y poca experiencia; pero la merced que se me hizo, fue una gracia con 
pecado, pues me dejaron la vida con condición que fuese el Nerón de aquellos mártires. Harto porfié yo y muchas 
diligencias hice por no cometer tan execrable delito, cual es deshacer al que me hizo: pero no fue posible, sin perder yo
también la vida con ellos. Y así, considerando que otro haría lo que yo rehusaba, y por otra parte, la persuasión de mis 
amigos, que con grande cargo de conciencia me amonestaban que lo hiciese, para que no se perdiese el linaje de mis
padres y quedase en este mundo quien rogase a Dios por ellos, me resolví a hacer lo qué por algún otro respecto hubiera 
hecho. Pero este consuelo me queda (que no es pequeño para mí), que mi padre me dio su bendición en la hora de su 
muerte, perdonándome todo lo qué en este mundo pudiese haber cometido contra el respeto y reverencia debida,
dándome juntamente algunos saludables consejos y encargándome la virtud y temor de Dios, procurando siempre
parecer a los míos y estimarme por hijo de quien soy. Con éstas y otras razones quede grandemente consolado, y
resuelto en acabar con su vida y mi prisión. 
         Quedé huérfano, mozo, solo o mal acompañado y sin consejo, sin saber a qué parte volverme, ni qué medio tomar 
para sustentar la vida que me habían dejado aquellos señores; porque el mucho regalo con que mi madre me había 
criado, había  sido la total causa de mi perdición, dejándome vivir ocioso y holgazán. Pero, viendo que ya la memoria del 
bien pasado no me era de algún provecho, y que, si había de vivir y comer, había  de ser con el sudor de mi rostro, me 
resolví a buscar un amo a quien servir o algún oficial con quien asentar: todo lo cual fue en vano, porque, siendo el caso 
de mis padres fresco y la infamia corriendo sangre, no hallé quien quisiera recebirme en su casa, ni aun para mozo de 
caballos; por donde me fue forzoso dejar mi tierra y buscar la ventura en otra extraña."
         "¿Qué tierra es esa, amigo, le pregunté yo, en la cual murieron vuestros padres? Porque, si no me engaño, en el 
discurso de vuestro cuento habéis encubierto el nombre propio della, como también el sobrenombre dellos y el vuestro."
         "No me mande, le suplico, respondió entonces él, que quebrante un solemne juramento, inviolable entre los de 
nuestra arte y compañía, cual es no descubrir a persona alguna nuestra propia tierra y el nombre de nuestros padres,
supuesto que a la verdad de mi historia importa poco el sabello. Y aunque le parezca a vuestra merced que no tiene
misterio el encubrillo, créame qué se engaña, porque no hay cosa más peligrosa en nuestra arte que el propio nombre, 
así de la patria como el de la pila, pues, cuando damos en las manos de la justicia, aunque hayamos sido mil veces
convencidos de algún crimen, siendo el nombre diferente y trocado, siempre hacemos parecer que es el primero,  y no
sabiendo el de nuestros padres y tierra, no pueden informarse de moribus et vita, ni quedar nuestros parientes 
afrentados, pues (como vuestra merced habrá muchas veces visto) cuando condenan a un hombre, dicen las primeras 
palabras de la sentencia: 'Fulano, de tal tierra, hijo de fulano y fulana, fue azotado o ahorcado por ladrón en tal día, mes 
y año; de lo cual no resulta otro, que dolor al que muere y deshonra a la parentela." 
         "Si esto pasa así, razón tenéis, le dije, de ocultarlo, y, supuesto que a vos importa el callarlo y a mí no el saberlo, 
dejémoslo a una parte, y proseguid vuestra historia."
         "Es pues el caso, dijo él  que a cuarenta leguas de mi lugar asenté por aprendiz de un zapatero, pareciéndome el 
más ganancioso de todos los oficios, particularmente en Francia, adonde todos los que caminan van a media posta., 
como si la justicia les fuese detras, y todos calzan contra natura, siendo mayor lo contenido que el continente, quiero 
decir, el pié que el zapato: de donde vienen a durar muy poco. Aquí eché el ojo, y a este oficio me incliné por ser, ultra
la ganancia, el más facil de todos. Pero, como desde niño me enseñaron mis padres a descoser, no fue posible trocar tan 
brevemente el hábito, que tenía ya casi convertido en naturaleza; y así 
en más de seis semanas no acerté a dar un puntoderecho, de la cual 
ignorancia y extremada rudeza tomó mi amo ocasión para 
menospreciarme,rompiéndome algunas formas en la cabeza, por ver
si podría dejarme alguna impresa, ultra la continua abstinencia con que
me castigaba, habiéndole dado por remedio algunos amigos suyos que 
aquél era singular  para desentorpecer y adelgazarme el ingenio. 
No me pareció aquella vida buena ni codiciosa, y así determiné dejalla
y buscar otra más harta y pacífica, conociendo particularmente en mí
 ciertos ímpetus de nobleza, que me inclinaban a cosas más altas y 
grandiosas que hacer zapatos; por donde concluí conmigo en buscar
 todos los medios posibles para introducirme en casa de alguna persona 
calificada y  principal, confiado en qué, con la buena disposición que tenía, 
habían de ser agradables mis servicios al amo que topase. 
Verdaderamente, la determinación era buena y los pensamientos nobles y
honrados, pero cojos, estropiados y sin fuerza, por faltarme dineros y un
vestido con que ponéllos en ejecución; pues es certísimo que si, con mis 
manos enceroladas, devantal y otras insignias zapaterescas, llegara a la
puerta de algún caballero, no había n de dejarme entrar, sino fuese 
para mantearme o jugar conmigo al abejón. Esta dificultad me tuvo 
algunos dias perplejo y sin saber cómo dar entrada a mis buenos deseos; 
pero, sacando fuerzas de flaqueza, y enfadado de la miserable vida que
 tenía, acordé sacar la medecina de la enfermedad y buscar la miel
entre las picadas de la abeja, procurando vengarme del cordobán y toda la zapatería. Para este fin me vino al 
pensamiento  un atrevimiento notable, aunque harto ganancioso y seguro, si la fortuna (que entonces estaba
encontrada conmigo)  no desbaratara mis intentos y traza. Consideré qué, si hurtaba algo de lo  qué en casa había, mi
lance sería en un instante descubierto, y yo, como extranjero y sin amigos, maltratado, particularmente con la ojeriza
que mi amo tenía contra mí y el rigor con que el hurto doméstico se castiga en Francia. Y así, una mañana de viernes
me levanté más temprano que solia, y, encerolándome las manos y aun el rostro, salí, con mi devantal ceñido y manos
jaspeadas, a correr todas las boticas de la ciudad, en particular las que más conocidas eran de mi  amo; y dando a 
entender a cada uno de los que en las boticas estaban, que un caballero esperaba en la de mi amo un par de botas de   
ocho puntas para calzallas luego al instante, pedí una sola, por ver si sería al gusto de quien las pedía.
      Nadie hizo dificultad en dármelas, pareciéndoles que una sola bota no podía servir, ultra de que la mayor parte de los 
zapateros me conocían, y los que no me habían visto, quedaban al momento tan satisfechos de mi presencia,  que, si el 
mesmo inventor de la zapatería se les presentara delante, no le dieran más crédito. Con esta invención anduve casi por
todas las boticas de la ciudad, trayendo siempre cuenta de pedir la bota de la mesma proporción y hechura que la 
primera. Y la invención me salió tan a pelo y con tanta facilidad, que en espacio de media hora recogí más de cien botas,
todas de un punto y hechura; las cuales, embaladas en un costal, cargué sobre mis hombros y tomé el camino en las
manos. El caso estuvo muerto y sin sospecha casi dos horas, pero, viendo los zapateros que no volvía, ni con la bota que 
llevé ni por la otra que quedaba, todos cayeron en lo que realmente sucedió; y así, pasado el dicho tiempo, se hallaron 
en la puerta de mi casa más de cien aprendices, pidiendo cada uno su. bota, lo cual visto por mi amo y otros vecinos que 
no me amaban mucho, avisaron la justicia, la cual, dividiéndose por las tres puertas de la ciudad, dieron conmigo no 
muy lejos de donde estaba, porque la pesada carga no me permitió desparecerme tan presto como quisiera. 
Volviéronme a la ciudad, y, hiciendo mi proceso en fragante delicto, me condenaron en cuatro horas a pasear las calles
acostumbradas, con tres años de destierro. Pero, no obstante esta y otras muchas desgracias que me han sucedido 
después acá, es fuerza que yo confiese la excelencia desta arte, así por las razones sobredichas, como por la nobleza de 
su origen, el cual sabrá vuestra merced, dándome grata audiencia. 
CAPÍTULO IX. 
 Adonde cuenta el Ladrón la industria que tuvo  para salir de las galeras de Marsella.
       Bien  puede vuestra merced creer que recebí de muy mala gana el viaje que aquellos señores me mandaron hacer
para Marsella, pues ningún gusto puede haber en lo que se hace por fuerza. Con todo eso, obedecí con grande
resolución, esperando que la fortuna me presentaría alguna buena ocasión para meterme en libertad. Y así, todo mi 
estudio y cuidado no era otro, que trazar modos y maneras para llegar a este blanco, y habiendo intentado muchas, que
no tuvieron efecto, di con una, que me salió harto bien, si la fortuna se tuviera por contenta de las persecuciones 
pasadas, y no me hubiera hecho caer más en la tentación. La traza, pues, fue que, estando el Capitán de la galera donde 
yo estaba forzado, enamorado por extremo de una dama muy principal, y ella no del, bebía los aires por convertilla a su 
devoción y amor. Y como es ordinario en los enamorados encenderse cuando hallan dificultad en lo que aman, fue la 
extremada tibieza de la Señora un vivo fuego para él, de tal suerte, que no tenía un punto de reposo, sino es cuando de 
sus amores trataba. Yo, habiendo tenido noticia dello, por la relación de un forzado que cada día iba en casa de mi amo 
a llevar agua, leña y otras cosas necesarias al servicio della, determiné echar entonces mi lance y no perder la ocasión; y 
así le hablé muy familiarmente, prometiéndole que, si con fidelidad me ayudaba en esta empresa, no podíaesperar 
menos  que la libertad,  la cual yo le aseguraba como la mía propria. El buen Antonio (que así se llamaba el forzado) dio
tanto crédito a mis razones y prometida libertad, que no veía la hora de verse empleado en lo que yo le rogaba, 
esperando con grande impaciencia que le declarase el modo y lo que él había  de hacer por mí. Viéndole yo entonces tan 
a  propósito a mi intención, y por otra parte, tan entero y sencillo, le dije: "Advertid, amigo Antonio, que há mucho 
tiempo que deseo comunicaros el segreto que oiréis; pero, como todas las cosas quieren prudencia, paciencia y ocasión, 
no lo he hecho hasta agora, por parecerme que no convenía hacello antes, como también por no estar tan satisfecho
como agora de vuestra bondad y talento: porque, como se suele decir, una hanega de sal ha de comer un hombre con su
amigo, antes de fiarse del. Bien sabéis los amores de nuestro amo con aquella Dama de junto a la Iglesia mayor, y cuán
perdido anda por ella, sin haber tenido un solo favor, al cabo de tanto tiempo que le sirve y de tantos ducados que ha 
gastado en regalarla; pues, si yo hallase modo e invención segura para que, sin gastar un sueldo ni importunar los 
poetas, la gozase muy a su salvo, ¿en cuánto estimaría el Capitán este favor, y qué agradecimiento haría a quien le diese
lo que tanto desea?" "Verdaderamente, respondió Antonio, tengo por cierto que saldría loco de contento, y que, no
solamente te daría libertad a ti, pero también a todos por quien tú la pidieses." " Pues, amigo, le dije yo, si tienes 
conocimiento particular con alguno de los que en casa del Capitán privan, será menester comunicalle este negocio, para 
que él se lo diga, asegurándole que yo haré infaliblemente lo que aquí prometo; y advierte que este negocio no sufre 
dilación." El contento que Antonio recibió fue tan grande, que, sin decirme adiós ni responderme una sola palabra, se 
despidió de mí como un rayo, rogando a un soldado de la galera que le llevase en casa del Capitán por hablalle sobre 
cosas de impojrtancia. Fuese, y supo dar tal orden a mi negocio, que, pasada media hora, vino el Mayordomo de casa a
decir al cómitre que me enviase con un soldado, porque el Capitán me quería ver. El pronto efecto que hizo la 
diligencia de Antonio, me dio extrañó contento, dándome seguras esperanzas de que, con tan buen principio, había  de
llegar mi pretensión a un fin dichoso. Finalmente, di conmigo en la cámara de mi amo, roto, despedazado, desnudo y
con una gruesa cadena asida del pie, saliéndome él al encuentro, como si yo fuera alguna persona de calidad; y metiendo
su mano en mi rapada cabeza, comenzó a hacerme algunas caricias, preguntándome de qué tierra era, cómo me llamaba, 
y por qué me habían condenado a galeras. Y habiéndole respondido lo mejor que pude disimular, me retiró hacia un
lado  de  la cámara, para preguntarme si era cierto lo que había  prometido a Antonio. "Mi señor, le respondí yo, no sé lo
que él ha dicho, ni la promesa que ha hecho; lo que sé decir es que, si él ha hablado conforme lo que yo le dije, todo es
verdad sin faltar un punto. Yo le dije, señor, que, si tú me prometieses sacarme desta pena en que estoy y darme entera 
libertad, te haría gozar de los amores que tanto deseas y tan desvelado te traen,  lo cual de nuevo te prometo y aseguro, 
haciendo partido claro contigo que, si no hiciere lo que prometo, me mandes cortar la cabeza o echar en la mar." "A 
mucho te obligas (me dijo él con un semblante risueño y blando, deseoso de ver ya el efecto prometido); pero, si tú 
eres hombre de tanto ingenio y sabiduría, que hagas eso por mí, esta galera en que estás será tu ventura, pues, no
solamente me contentaré con darte libertad, pero te haré uno de mis domésticos y el más privado de todos. Mas, dime,
¿de qué suerte harás esto tú?" "Sabrá vuestra merced, señor  mío ( le respondí ), que yo me crié con un grande Astrólogo,
el cual, con sus estrellas y horóscopos, disimulaba la arte mágica con tanto artificio, que no había  persona en el mundo
que lo imaginase. Servíase de mí en algunas experiencias mágicas,pareciéndole que por ser muchacho y de rudo ingenio,
no entendería los secretos de su arte, pero engañóse en ello, porque, aunque hacía el tonto e ignorante, tenía el ojo alerta  
a todas sus experiencias, y las estudié tan bien, que me quedaron en la memoria muchos segretos ad amorem,  entre los
cuales, tengo uno segurísimo y experimentado, con el cual, si una mujer fuere más dura que un diamante, la haré venir 
más blanda que la cera.. Así que el segreto que a vuestra merced propongo, es mágico y no natural, y es necesario tener 
algún cabello de la persona amada, para metello en ejecución; con el cual y algunas ceremonias que se hacen, queda el 
corazón de la dama tan rendido y enamorado, que no tiene reposo ni sosiego, sino es cuando está o piensa en la cosa 
amada. Pero esto se ha de hacer de noche, luna creciente y en el campo, siendo solos tres de compañía, y éstos gente de
ánimo y resolución, que no se alteren ni turben por cualquiere accidente o visión que se les presente delante." "Si este tu 
segreto, dijo el Capitán, no tiene otra dificultad que el buen ánimo, fácilmente saldremos con ello: porque, cuando todo
el infierno se me pusiere delante, soy hombre que no volveré el pie atrás, ni se me mudará el color del rostro:  y por los 
cabellos, que dices ser necesarios, yo te daré cuantos quisieres." "Yo conozco, señor, en la fisonomía, le respondí, que 
vuestra merced tiene el natural muy propio para la arte mágica y que, si la hubiera estudiado, hiciera maravillad con
ella; y así, pues el tiempo nos es fevorable, y vuestra merced tiene ya cabellos de la dama, manos al pandero, no dejemos 
pasar este creciente de la luna, sin hacer nuestro negocio. Vuestra merced podrá salir a caballo y el otro que nos
acompañare también; que yo, aunque maltratado con el peso de mi cadena, iré a pié." "Todo estará en orden, dijo el
Capitán, para jueves en la noche; y tú, pues  eres el maestro desta experiencia, prepárate bien y estudia lo que has de 
hacer, para que, por negligencia o descuido, no se pierda nuestro intento; y por ahora, vuélvete a la galera, que yo te 
inviaré a llamar con mi Mayordomo,  que será el tercero de nuestra compañía, hombre animoso, fiel y valiente: y si algo
fuere menester para el caso, podrás en este medio proveerlo, que yo daré orden de que se pague todo lo que tú
comprares." Con esta buena respuesta, me despedí de mi Amo, más alegre que una pascua de flores, viendo que mi 
negocio quedaba muy bien entablado y en buen punto; y habiendo entrado en la galera, hallé mi buen Antonio, que con
grande impaciencia me estaba esperando, por saber lo que había pasado con el Capitán y en qué estado tenía mi 
negocio; al cual di larga cuenta del concierto hecho y de la buena voluntad con que me había  recebido, aceptando mi
buen deseo. Apenas hube comenzado mi discurso, cuando vi entrar por la popa de la galera al Mayordomo del Capitán, 
el rostro encendido, los ojos alterados y bailones, con azogue en los pies, preguntando por mí. Y habiendo llegado donde 
yo estaba, y apartándome a un lugar retirado, me dijo: "Yo soy, amigo, el Mayordomo del Capitán desta galera, el cual
me ha mandado que te venga a ver y sepa de ti todo lo que fuese necesario para el negocio que habéis concertado:  
dispone y ordena a tu voluntad, que dinero hay para todo: y, por lo que a ti se te puede ofrecer, toma este escudo de oro,
que yo te presento en señal de la amistad que quiero tener contigo, y asegúrate que tendrás en mí un buen intercesor
para con el Capitán. Pero razón será también que tú me correspondas con recíproco agradecimiento, hiciendo algo por 
mí." "A mucho me obligas, señor (le respondí entonces muy humilde), allanándote tanto con quien es tan desigual; mira
en qué puede mi pobre y flaco talento servirte, que con el alma lo haré."  "No quiero yo (dijo el Mayordomo) que 
aventures  tu alma, porque ésta es de Dios, pero quería bien rogarte que, con tus segretos y arte, me ayudases a 
conquistar los amores de una dama principal de quien cinco años há que estoy enamorado; y por ser yo de un poco más
baja calidad que ella, no hay remedio que quiera escucharme. Y, si fuere posible hacerse un camino y dos mandados, y
con una piedra matar dos pájaros, sería de grandísimo contento para mí, y me dejarías obligado, no como amigo, pero 
como esclavo. Ahora es la luna creciente y el tiempo muy acomodado para ello, pues no pienso há menester más 
ceremonias mi dama, que la del Capitán: y si en la mía son menester cabellos, véaslos aquí, que há más de un año que los 
llevo conmigo, guardándolos como reliquias." Y sacando un papel de la faldriquera, me puso en la mano una mata de 
cabellos. Yo, que no deseaba otra cosa para que el negocio me saliera bien, sino que el tercero de nuestra compañía se 
embelesase también, quedé casi fuera de mí de contento, el cuál no pude encubrir ni disimular, sin dar algunas muestras 
de turbacion en mi rostro, de las cuales él tomó ocasión para preguntarme de qué me turbaba y qué dificultad tenía; a lo
cual le respondí: "Señor, temo que, si el Capitán sabe que yo hago alguna cosa por ti, se desdeñará contra mí, y perderé 
esta buena ocasión, en la cual consiste no menos que mi libertad: y esta consideración es la que me turba, y no falta de 
deseo para servirte." "Pues ¿quién se lo ha de decir?, dijo él entonces." " El diablo, respondí yo, que nunca duerme. Pero, 
sea lo que fuere, que yo me resuelvo, aunque pierda la gracia del Capitán, a servirte, pues es la primera cosa que me has
mandado. En lo que toca a las cosas necesarias para el negocio del Capitán y tuyo, es menester que compres un saco
nuevo,  grande, una cuerda pequeña y otra gruesa, de cáñamo, ocho varas de largo, un cuchillo nuevo, un cadenado y 
una   escoba. Y esto lo comprarás, sin hacer precio alguno, quiero decir, que des toda la moneda que te pidieren, sin
regatear; y asegúrate que, antes de ocho dias, gozarás de tus amores con mucha libertad."  "Más contento me dejas con
esta respuesta, dijo el Mayordomo, que si el Rey me hubiera dado una pensión de mil ducados: haz lo que prometes, y 
verás lo que yo haré por ti". Y dándome un estrecho abrazo, se fue lleno de gozo y alegría, dejándome el hombre más
contento del mundo, pues, si por todo él buscara una ocasión que más a pelo me viniera, fuera imposible hallarla, 
porque, así mi Amo como el Mayordomo estaban tan ciegos, embelesados y tontos, que, si les hubiera propuesto que el
día era noche, lo hubieran creido. Por otra parte, me daba mil sobresaltos el corazón, considerando en qué laberinto me
metía, si el negocio no me salía bien; pero sacaba fuerzas de flaqueza, valiéndome del remedio ordinario que tienen los 
que se ven en alguna necesidad, cual es la audacia y resolución. Con este buen ánimo, estuve esperando el jueves, el cual
vino más alegre y sereno que una primavera, aunque cansado y prolijo, porque a ellos con el deseo que tenían de gozar 
sus damas, y a mí de salir a puerto del engaño que les tenía tramado, nos pareció el más largo de todo el año. Cada hora 
que daba el reloj se desesperaban, temiendo errar el cuento de las horas, como hacen los que esperan una cosa que 
mucho  desean; y tras deste cuidado, se quedaban en éxtasi, contemplando lo que harían en la posesión de sus amores,
como si verdaderamente hubiesen ya pasado la noche y vencido la dificultad. Esta suspensión y extremado martelo me
venía a mí de molde, para que no vieran los trampantojos que les metía delante y las berlandinas que les vendía. Por 
donde hallo que tienen mucha razón los que pintan el amor ciego, pues, si no lo fueran, echaran de ver que todas mis
promesas eran al viento y  que las trazas que les había  propuesto, no podían tener otro fin que engañarles. 
CAPÍTULO X. 
 En el cual acaba de contar la traza comenzada con ciertos coloquios de amor que pasaron 
 entre él y el Mayordomo. 
 
         Cerró la noche, que había de ser día para mí, dejando el cielo esmaltado con millones de estrellas, tan 
resplandecientes y claras, que con su rutilante luz afrentaban el día y alienaban mi alma de gozo, cuando mi buen 
Mayordomo entró por la galera, galán, bizarro y con los mejores vestidos que tenía, porque, entre otros documentos que
a él y a su amo había dado, el más principal fue encargarles la limpieza, como cosa más necesaria a los experimentos  
mágicos. Y habiéndome saludado con un estrecho abrazo, me dijo: "Para que veas. amigo, que con el Capitán puedo lo 
que quiero y que no me falta voluntad para ayudarte, sabrás que, por mi intercesión, te permite dejar la cadena por esta
noche, y podrá ser para siempre, para que con más libertad puedas caminar y hacer las diligencias necesarias. Y aunque 
el Capitán hacía dificultad en ello,  yo he podido tanto, que he alcanzado este favor, en prendas de lo mucho que por ti 
deseo hacer." Yo, que entonces era más solapado y tacaño que tonto, caí en alguna malicia, imaginando que aquella 
anticipada liberalidad era paliada y por probarme; y así le respondí: "Yo te agradezco, señor, la diligencia y cuidado que
de  mí has tenido, alcanzando de mi amo que me quite la cadena,  merced que aceptara yo de muy buena gana, si fuera
posible, pero no lo es, porque una de las más principales condiciones que ha de tener el que hace la experiencia, es no
mudar su traje, condición y estado, y así no puedo ir, sino es en mi propia forma y coa la cadena, porque, de otra suerte,
haríamos nada." No quedó poco satisfecho el Mayordomo de mi respuesta, asegurándose que no reinaba en mí algún
género de malicia ni engaño, sino la verdad pura y sencilla; y teniendo lástima de mí, creyendo firmemente que en mi
sentencia hubo más pasión que justicia, me dio un segundo abrazo, diciendo: "Amigo, Dios, que suele dar tras de la llaga 
la  medecina, te trujo a esta galera, para que por ella vinieras en conocimiento de mi amo, y gozaras las señaladas 
mercedes que de su grande liberalidad puedes prometerte, si el negoció te sale bien." "¿Cómo bien?, repliqué yo? ¿Luego
tiene el Capitán alguna duda o recelo de que le puedo engañar?" "No tiene, por vida de los dos,respondió el Mayordomo, 
supuesto que, aunque quisieses hacerlo, no podrías; sino que el grande deseo que ambos tenemos de ablandar la dureza 
de aquellos tigres, y convertirles a nuestro amor, nos hace tener por imposible lo que a ti es tan fácil: y esto es cosa
ordinaria entre los amantes." "Nunca lo fui, respondí yo, y cuando lo fuera más que Narciso, no me parece que pudiera
persuadirme a creer que el día es noche, que los bueyes vuelan y otras fantásticas imaginaciones que a los tales suceden,
las  cuales pueden atribuirse más a locura y desatino, que a pasiones del amor." "Bien parece, dijo el Mayordomo, que 
no te han herido sus flechas, que, si las hubieras probado, no hablaras con tanta libertad y desenfado. Advierte, amigo,
que esta enfermedad de amor la. ponen los médicos entre las pasiones melancólicas, on las cuales va el doliente 
creyendo  lo que no es, y figurándose mil fantasmas y visiones, que no tienen otro fundamento que su imaginación
depravada, la cual hace el mesmo efecto en los enamorados, dándoles, una impresión de celos, otra de disfavor, otra de 
privanza, haciendo de nada un gran monte: todo lo cual nace del ardiente deseo que tienen de poseer lo que tanto aman; 
pero persuadir esto a quien no lo ha probado, es tomar agua en un arnero y poner puertas al mundo." "No soy dotor, 
señor Mayordomo, le respondí, ni aun bachiller, porque, quedando sin padres muchacho y sin hacienda, quedé también
sin ciencia, con solas cuatro palabras que aprendí de la lengua latina; pero, con el discurso natural, verdadero maestro 
de todas las ciencias, alcanzo la poca razón que tienen los enamorados, sobresaltándose tan a menudo y por tan ligera
ocasión. Porque necesariamente sus amores y afición se reducen a dos puntos, cuales son, ser la mujer buena o mala, 
fiel o traidora. Si es buena, fiel y correspondiente con recíproco amor, grandísima necedad es tener celos della. Si es
infiel y por tal conocida, no es menester otro desengaño, para no fiarse en ella ni amalla. De donde infiero que todos
esos acidentes que me dices pasan por los enamorados, son sobras de mucha locura y falta de discreción, siendo notable
disparate amar a quien me aborrece, supuesto que el odio no puede ser objecto de amor, ni el amor de odio,  pues
ordinariamente amamos a quien con su amor nos obliga." "Si por experiencia va, dijo el Mayordomo, tú perderás el 
pleito,  porque ordinariamente aborrecen las mujeres a quien las ama, tomando ocasión de ver un hombre rendido y
amartelado y con demasiado amor; y este es vicio, en ellas convertido ya en naturaleza, huir de quien les sigue y
aborrecer a quien les adora, como dello tenemos el Capitán y yo larga experiencia." "No piense vuestra merced haberme
ya concluido, señor Mayordomo,, le respondí, que le haré ver claramente en qué falacia pecan sus argumentos, si tuviere 
paciencia para escucharme. Y advierta que el amor no mueve a amar, ni el odio a aborrecer, y quien le crió con esta 
filosofía, le dio a tragar mala leche: porque el amor, por sí solo y sin estar acompañado con otras circunstancias,  cuales
son ser proporcionado y razonable, no es motivo de otro amor. Que una princesa de alto y noble linaje esté obligada a 
amar un ganapán que muere por ella, sólo porque él le adora, negatur antecedens: no está obligada a hacello, ni su 
voluntad a aficionársele, no hallándose en él el verdadero objecto de amor. Como, también bastarda y viciosamente, 
aborrece el príncipe una doncella humilde y honrada, porque ella le menosprecia, no queriendo consentir con su amor 
lascivo. De donde se ha de inferir que, ni el amor bajo del carbonero obligará la voluntad de la princesa, ni el desprecio 
de  la doncella honrada y humilde engendrará aborrecimiento en el noble. Cuando, junto con el amor se halla lo bueno, 
útil y deleitable, que son los anzuelos con que se prende la voluntad, entonces es motivo de amor, y no podrá la dama 
aborrecer al que con estas condiciones le ama. Pero, habiendo en el dicho amor desigualdad, deshonra y ningún
provecho,  bien podrá hacello. En el odio hallará vuestra, merced esta doctrina más clara: porque, cuando un hombre se
muere por una dama y. ella le aborrece por extremo, aquel aborrecimiento no es el que enciende al otro en su amor, sino 
la estimación que ella tiene de su honra y el temor de la infamia que recela, si condeciende con el gusto del que le ama, 
cuya consideración le hace tibia, retirada y cobarde, y a él extremadamente apasionado. De donde queda concluido que
la dama no ofende aborreciendo a quien le adora, ni un hombre debe aborrecer a quien le menosprecia" "Esta tu 
filosofía, amigo, respondió el Mayordomo, está compuesta de más palabras que doctrina, y la reprobara yo con vivas
razones, si el tiempo nos diera lugar para ello; pero ya la hora es llegada, y el Capitán nos estará esperando: sólo te 
quiero rogar que te acuerdes de mí como amigo, hiciendo un encanto equivalente a la crueldad que de mi dama te he
 contado." ·Pierde cuidado, señor, le dije, que yo haré de tal suerte que, cuando tu dama fuere mas áspera y helada que
los montes Períneos se convierta en más fuego de amor que la montaña de Ethna echa."  "Así lo creo, dijo el 
Mayordomo, pero no dejo de maravillarme de que, teniendo tanta habilidad, no encantases al juez para que se
enamorara de ti y  no te condenara a galeras."  "Si para hombres valiera este segreto, le dije, ¿no hubiera ya cien años
que yo fuera duque, conde, o gobernador de alguna provincia? No vale, sino para mujeres, porque el primero que lo
inventó, le dio esta sola virtud.""Esa sola me basta a mí, dijo el Mayordomo, si con ella pudiere ablandar aquel díamante; 
pero con la esperanza que me has dado, tengo por cierta la victoria y estoy impaciente por ver ya el día de mañana. Con
estas pláticas llegamos a la otra parte del puerto, donde mi buen Capitán nos estaba esperando, con grandes ansias y 
cuidado, del cual fui muy bien recebido. Y pregiintándome por qué no me había  quitado la cadena, como él había  
mandado, le respondí qon las mesmas razones que al Mayordomo, de que él quedo satisfecho en extremo. Metiéronse
ambos a caballo, y yo les anduve siguiendo poco a poco, por el peso de mi cadena, y apartándonos cuanto una legua de la
ciudad, llegamos al puesto que yo les había señalado. Apeáronse, y atando los caballos al tronco de un árbol, nos 
retiramos  juntos al lugar donde se había  de hacer la experiencia. Y previniéndoles yo con algunas ceremonias
necesarias al caso, hice un círculo en tierra, murmurando algunas palabras incógnitas, volviéndome muchas veces al
Oriente y Occidente, con otras ceremonias tan extraordinarias, que tenían al Capitán y Mayordomo atónitos y suspensos.
Y al cabo de una media hora que anduve dando vueltas por el círculo como un loco, hize meter al Capitán dentro, 
encomendándole que no hablase palabra, hasta que yo se lo dijese; el cual estuvo tan obediente y dispuesto, que, si le
cortara entonces los mostachos, creyera que aquello era necesario para el encanto. Hícele desnudar en camisa, 
enseñándole ciertas palabras a cada cosa que se quitaba, las cuales pronunciaba con tanta eficacia, que no perdía una 
sílaba, creyendo que si faltaba en un punto, se perdería el negocio. Desnúdele hasta la camisa, con la dicha ceremonia,
sin  que mostrase algún género de recelo y temor, asegurado con la presencia de su Mayordomo, el cual estaba tan
atónito de ver las ceremonias que yo hacía, como impaciente y deseoso de que las acabase, pareciéndole que no había de
haber tiempo ni encanto para él. Retobóme la piedad en el alma, y compadeciéndome de su inocencia, no quise quitalle
la camisa, porque entonces hacía uno de los mayores fríos del invierno: y ora fuese el temor, ora el frío, le dio un tan 
extraordinario  temblor de miembros y crujir de dientes, que el rumor se sentía de un cuarto de legua. Yo le confortaba,
animándole con la brevedad del encanto y la segura posesión de sus amores, encomendándole empero el silencio, y 
advirtiéndole que, si hablaba palabra nos hallaríamos todos en un pestañear de ojos en Berbe-ría. Teniéndole, pues, en
este punto, quiero decir, desnudo en camisa, le di el cuchillo en la mano, mandándole que diese con él ciertas estocadas
a las cuatro partes del mundo, pronunciando en cada una algunas palabras, y por último remate, le hice meter dentro 
del saco. Fue maravilla y milagro de Dios lo que entonces vi con mis ojos, porque siempre imaginé que en llegando el 
saco  sospecharía algo, y toda mi traza daría al traste: pero un corderito no fue más obediente y manso que él, pues, sin
alguna resistencia ni muestra de desconfianza, se puso dentro, asegurado con la presencia del Mayordomo y la
ignorancia de sus amores, que a buena fe que, si él supiera que el Mayordomo había  también de encantarse, no entrara 
en  el saco. Finalmente, embalado el pobre Capitán, le tendí en tierra papo arriba, atando la boca del costal con una 
cuerda que asida del estaba, y hablando siempre con su Mayordomo para dalle ánimo, encargándole la paciencia de un 
cuarto de hora que había  de durar el encanto, le dejé desta suerte, apartándonos el Mayordomo y yo cuanto un tiro de
ballesta. El cual, asiéndome por la mano, y enojado por extremo, me dijo. "Mas apostaré que has olvidado algo de mi 
negocio; porque no veo aquí saco ni cuchillo para mí como para el Capitán." "No es menester saco, señor mío, le 
respondí, porque los experimentos mágicos se hacen más o menos fuertes, según lo más o menos de crueldad que tienen
las damas: y siendo la del Capitán desdeñosa en extremo, hice en él encanto del saco, que es el más fuerte de todos." 
"Pese  al cielo, dijo entonces el Mayordomo, contigo, hermano, ¿qué has hecho? La mía es la dura, la fuerte, la tigre y la 
leona, que la del Capitán, aunque no le ama, siempre le hace algunos favores, y si por dureza va, cien sacos había  yo 
menester, cuanto más uno,  ¿qué haremos ?" "Sosiégúese vuestra merced, señor Mayordomo, le dije entonces, viéndole
tan  afligido, que para todo hay remedio, sino para la muerte, y lo que no va en la madeja, va en el centenal. Yo haré con
los cabellos y cuerdas una trenza, que no será menos eficaz que el saco del Capitán; y pues es tan cruel como vuestra 
merced dice, yo haré cierta cosita de añadidura, que en el punto que no le vea no podrá reposar." "Eso sí, plégate Dios, 
hermano, dijo él, eso busco. Martiricémosla de tal suerte, que mi amor le atormente loss pensamientos y memoria, y haz 
presto mi negocio, antes que el de mi Amo se acabe."  En estas pláticas, llegamos al pie de un árbol, lugar donde le dije 
que había  de hacer su  encanto, y haciendo brevemente un círculo, y enseñándole lo que había  de hacer, le hice meter  
en él, desnudo en carnes, porque yo había  menester una camisa. Teniéndole ya desta suerte, tomé los cabellos de su 
dama, y  mezclándoles con una cuerda, hice una gruesa trenza con que le até las manos, y los extremos della al tronco 
del  árbol, declarándole el misterio que en cada ceremonia estaba encubierto. Y le atara yo también los pies, si no cayera 
en alguna' malicia, siendo la tal acción más de salteador que de mago. Pero, como las manos solas bastaban para mi 
negocio,  no quise  pasar más adelante. Finalmente, teniéndoles  mudos, desnudos, atados y defendiéndose de las 
inclemencias del cielo con solo él fuego de amor que en su pecho ardía, no hubo quien me estorbase dar tres golpes en la
llaveta de mi cadena con un martillo que dentro mis calzones traía escondido, y tomar el caballo y vestidos de mi Amo,
despareciéndome con ellos, armado como un San George, hacia la ciudad de Leoti. 
CAPÍTULO XI. 
 En el cual cuenta el ladrón una desgracia que le sucedió en León con una sarta de perlas.
 
          Con la vitoría de aquel peligroso trance, tomé la derrota hacia la ciudad de León, alegre por mi libertad y gozoso 
con veinte y cuatro doblones que por gran suerte hallé en las faldriqueras de mi amo,con los cuales y los vestidos que me
quedaron, entré en la dicha ciudad, galán, echando piernas y requebrando cuantas damas había , recibiendo dellas
particulares favores, porque mi presencia y noble traje les aseguraba de llevar a buen puerto su ambiciosa pretensión. 
Verdad es  que, para  entretenerles en este engaño y conservarme en la buena opinión con que había  comenzado, 
visitaba muy a menudo los mercaderes de mayor crédito, dándoles a entender que esperaba cierta mercadería de
Venecia,  con que les entretenía y aficionaba, y ellos daban tanto crédito a mis razones, cuanto mi buen semblante y 
presencia merecía. De donde y de mi fingida nobleza, tomaron ocasión algunas damas para desmayárseme y venderse
más enamoradas que Tisbe, a las cuales correspondía yo con mucha puntualidad, aunque no me tenía el amor tan ciego,
que no echase de ver que aquella almagrada voluntad y fingidos suspiros iban más encaminados a mis doblones, que a 
mi hermosura y donaires. Pero, como no hay interese que pueda resistir a la ternura con que una mujer hace guerra a
quien quiere engañar, me dejé llevar un poco de las amorosas muestras que una dama de aquella ciudad,aunque no muy
hermosa, alegre, graciosa y de gallardo brío, me ofrecía. La cual, fingiéndoseme rematada de amor, dio saco en muy
poco tiempo a mi pobre bolsa, dejándome hecho una estatua engastada en terciopelo. Yo también procuraba con todos 
los medios posibles obligarle, correspondiendo a su afectada afición, no tanto por mi gusto, cuanto por estar bien
proveída de las joyas y dijes que suelen pedir a un amante nuevo, cuales son, axorcas, gargantilla, cadena, y sobre todo,
una sarta de perlas tan gruesas, redondas y limpias, que con su vista aficionaban cualquier hombre de un buen gusto.
Entró esta amistad muy ardiente y con viento en popa, pero luego que comenzó a sentir la flaqueza de mi bolsa, amainó 
las velas de su voluntad, y dio en mostrárseme rostrituerta y melancólica: acidente que me dejó algo suspenso y
desconfiado de podelle dar el Santiago que desde el principio de sus amores fabriqué. Y así, antes que llegara alguna 
tormenta y borrasca, fundado en los tiernos ofrecimientos que poco antes me había  hecho dándome a entender que, no 
solamente sus bienes, pero su propia vida sacrificaría por mi amistad, le pedí que empeñase la cadena o aquellas perlas,
para contribuir con el acostumbrado gasto de la cocina, asegurándole que esperaba dos mil ducados de un mayorazgo 
que en mi tierra tenía. Pero, como son viejas y taimadas en el oficio, lo son también en ser incrédulas, y así se me excusó 
diciendo que las perlas y cadena eran prenda de una amiga suya, la cual había  de venir el día siguiente a retirallas, y 
que,  no hallándose con ellas, su honra correría gran riesgo. 
         No fue menester poco artificio para encubrir el enojo que me dio aquella taimada respuesta, ni poca prudencia
para  convertir en donaire un tan manifiesto desengaño. Y así, sin mudar semblante ni replicalle palabra sobre el caso,
me dejé caer muerto de risa sobre sus hombros, diciéndole que aquello había  sido fición y prueba de su voluntad, por 
ver si con obras confirmaba la amistad prometida: y sacando de la feldriquera una póliza falsa, se la hice leer, por la cual 
vio el poder que se me daba para cobrar ochocientos ducados allí en León de un mercader riquísimo, a quien ella 
conocía bien: con que, volviendo en sí de su parosismo, me entretuvo muy risueña, dándome palmaditas en el rostro y
reprendiéndome de incrédulo y burlón. Despedíme della con mil abrazos, dándole a entender que iba a recebir alguna 
parte de la suma (y sabe Dios cuál estaba mi corazón). Pero, como la pobreza fue siempre inventora de trazas, entre
otras muchas que me presento la imaginación, escogí una, que fue vender mi caballo a medio precio, contentándome 
solamente con tener dinero para gastar tres días, al cabo de los cuales, pensaba dalle un asalto en las perlas y
desparecerme. Pero salióme el juego al revés; fui por lana y volví trasquilado. Juicio fue de Dios y castigo de mi culpa, 
que, aunque el proverbio dice que quien hurta al ladrón gana cien años de perdón, con todo eso, no entra en cuenta el 
robo que se hace a mujeres semejantes, antes bien debe tenerse por grave ofensa, pues, por el dinero que reciben, 
venden  su  honra y reputación, la cual no puede rescatarse con todo el tesoro del mundo. Finalmente, sea por esto o por
aquello, yo erré el golpe, y me quedé a trece del mes, siendo las perlas piedras paramí. El caso, pues, fue que, volviendo 
la tarde en casa, alegre y sonando las faldriqueras con el dinero que del caballo había recebido, ella me salió al encuentro 
con los brazos abiertos, tan risueña y burlona, que con sus halagos y zalemas casi me hizo creer que el haberme negado
las perlas había  sido un tiento y prueba de mi afición. Finalmente, se dio orden en adrezar la cena, con la cual y los 
brindis que pensaba hacerle a la venida del dinero, tenía determinado alterarle de tal suerte, que en su primero sueño
tuviese comodidad de dalle el asalto, sin que lo sintiese; pero no tuvieron mis deseos tan buen suceso como yo pensaba, 
porque semejantes mujeres saben más que el diablo, particularmente ésta, que, como vieja en el arte, no había  embuste 
ni maraña que no penetrase, y así cuanto más le importunaba que bebiese, más recatada y sesga se mostraba.Finalmente, 
se acabó la cena con el regocijo que pude disimular y la esperanza que la buena ocasión me prometió, y retirándonos 
ambos a su aposento, comenzó a desnudarse con tanta flema como si aquel día hubiera sido de boda; pero yo, deseoso
de   llegar al fin de mi  pretensión, para más descuidarla, di conmigo en la cama, fingiendo no poder resistir el sueño que 
furiosamente me acosaba. Ordenó, pues, mi desgracia, que ella, incrédula de la cantidad que dije haber recebido y
ocasionada de mi fingido sueño, quisiese reconocer las faldriqueras de mis calzones, por ver si todo lo que relucía era 
oro y  si las nueces eran tantas como el ruido. Pero, hallando que el dinero era tan poco, que apenas podía suplir el gasto 
del día siguiente, no dejó de turbarse y tener mala opinión de mí. A todo esto estaba yo, aunque roncando, más despierto
y alerta que un gato cuando trae avistado un ratón, columbrando en qué parte ponía las perlas, para pescallas luego que
fuese dormida. Acostóse pensativa y confusa, meditando en la poca cantidad del dinero y sospirando algunas veces,  de 
lo cual, como quien tan bien la sabía, no quise preguntadle la causa, por no impedir el sueño que tanto deseaba. Y así un
cuarto de hora, que fue el tiempo que a mi parecer podía ella pasar en sus imaginaciones, pasé yo también en las 
mías, considerando todos los inconvenientes que me podian suceder, entre los cuales, hallaba yo por más dificultoso la
sospecha que ella había concebido, pareciéndome que no había  de dormir sino a medio sueño y que, dando en alguna 
señal de su imaginación, había  de hundir la casa a voces y poner en armas todo el vecindario: pero, entre otras, me vino
al pensamiento una sutil invención, muy de molde para el caso, que fue no esconder en alguna parte de mis vestidos las
perlas, sino tragallas una a una, estando seguro de que, hecho el curso ordinario del cuerpo, habían de salir, no 
desmedradas, sino más claras y limpias que antes estaban, y desta suerte, cuando todo anduviese mal, la justicia me
daría por libre, no hallando en mi poder las perlas. Acabóse esta imaginación con la traza a mi parecer maravillosa, y
pareciéndome que la dama, pues no suspiraba ni hacía los extremos que antes, debía estar dormida, me levanté lo más 
quedito que pude, encaminándome a pies descalzos y muy pasito hacia el puesto donde ella había dejado las perlas, y
habiéndolas topado, las comencé a tragar una a una, aunque con alguna dificultad, por ser ellas muchas y yo estrecho de
gaznate. Quiso mi mala estrella que, estando forceando por pasar la última, se me atravesase en la garganta tan 
desastradamente, que, no pudiendo volver atrás ni pasar adelante, me fuese forzoso toser con alguna violencia  y 
despertalla con el rumor, el cual le dio ocasión para llamarme, muy sobresaltada y confusa. Yo entonces, disimulando lo
mejor que pude el impedimento de la garganta  le respondí que andaba buscando el orinal para proveerme, con que ella 
se  quietó un poco, pero no se satisfizo mucho de mi respuesta, pareciéndole cosa muy fuera de propósito buscar sobre
el  bufete lo que ordinariamente suele estar debajo la cama. Y así, trazando cómo satisfacer su recelo sin dar muestras de
alguna desconfianza, determinó fingir un agudo dolor de vientre, y con él dar grandes voces pidiendo una luz y algunos 
paños  calientes a dos criadas que en casa había . Entretúvose con su fingido dolor el espacio de media hora,pareciéndole 
que bastaba para satisfacerme de su engaño, al cabo dé la cual se levantó de la cama como un rayo, y atrepellando todo
género de sospecha, se fue con una vela encendida al puesto donde dejó sus perlas, y hallándolas menos, sin decirme
palabra ni pedir otra razón que la que su imaginación le persuadía, comenzó a darse tantos y,tan recios muxicones, que
en un instante se alienó la boca de sangre, dando tras desto tan altas y desmesuradas voces, que en medio cuarto de hora
se ajuntaron decientas personas, y entre ellas la justicia, la cual rompiendo las puertas de casa subió de rondón, 
hallándome a mí desnudo y a ella medio vestida, descabellada, arañada y sangrienta, pidiéndome con grande instancia
sus perlas. Mandó entonces el Alguacil que todo el mundo callase, para poder informarse del caso y tomar la deposición
de entrambos, y habiendo comenzado por mí, le satisfice con muy humildes razones, sin que sus amenazas ni ruegos 
pudieran sacar de mí otra respuesta que la de San Pedro. Con todo eso, viendo el Juez las vehementes quejas y amargos
lloros de aquella mujer, mandó que se visitaran mis vestidos con tal diligencia y cuidado, que apenas pudiera encubrirse
un átomo en ellos; y no hallándo las perlas, todos de común acuerdo me dieron por inocente y a ella condenaron por 
taimada, solapada e invincionera. Ella entonces, viendo que todos le contradecían y menospreciaban sus quejas, se
arrojó a los pies del Alguacil, arrancándose los cabellos y rompiendo sus vestiduras, exclamando con tales alaridos, que
el Alguacil no sabía qué creer, ni qué resolución tomar: y consultando el caso con los mejores entendimientos que 
consigo traía, se determinó que, habiéndose verificado que ella se acostó con las perlas, se buscasen en los más secretos
lugares del aposento, y no hallándose, se mandase a un boticario que me diese una purga muy cargada de escamonea, 
para que, si por suerte las hubiese tragado, las echase. Metióse en ejecución el mandamiento del Alguacil, y habiéndose
hecho la propuesta diligencia en la cámara, y no hallándose las perlas en ella, fue forzoso venir al último remedio, que
fue la purga, la cual me hicieron tomar en mi entera salud, sin orden del médico y contra mi voluntad: y aunque hice lo 
posible por  vomitalla, no hubo remedio de podello hacer. De suerte que, despertándose un furioso combate en mis 
intestinos y vientre, fue forzoso dar libertad a las perlas, y quedarme yo en la prisión g0zando de las mercedes que esos
señores de la justicia suelen hacer a quien cae entre sus manos. 
CAPÍTULO XII. 
  Donde cuenta el Ladrón la última desgracia que le sucedió.
        Las seis de la tarde serían, cuando el buen Andrés acabó de contarme la pasada desgracia de las perlas, y deseoso 
de saber la última que entonces le tenía en la prisión, le pedí me la contase por extenso, sin dejar cosa que de
consideración  fuese: a lo cual, mostrándose enteramente agradecido, respondió muy alegre, diciendo: "Si el cielo 
quisiese,  señor  mío, que  ésta fuese la última desventura, y que ella se acabase tan presto como yo la acabaré de decir, 
me  tendría por muy dichoso; pero no lo espero de mi mala suerte, la cual, como acostumbrada a perseguirme, no creo
deje jamás de maltratarme con nuevo género de tormento. Sabrá, pues, vuestra merced que, habiéndome condenado la  
justicia en León a docientos azotes por las calles acostumbradas y selládome con la marca y armas de la ciudad, me 
desterraron también de la tierra ignominiosamente, dándome solos tres días de tiempo para hacer mis negocios y 
cumplir mi destierro, en los cuales anduve hiciendo mil quimeras y discursos, imaginando como podría reparar la
mucha  pobreza, que con tanta abundancia me había  quedado. Y al cabo de haber inventado muchas trazas y no hallado 
alguna que me contentase, me trujo el diablo a la memoria una, que fue causa de la pena en que ahora estoy.
Acordóseme que el mesmo día que me azotaron, venía tras mí un famosísimo ladrón, a quien la justicia condenó a la
mesma pena, mancebo, de buena disposición y brío, animoso, gran tracista, y uno de los más diestros ladrones que en
mi vida he praticado, pero desdichado como yo. Ajuntéme con él, por ver si entre dos miserables hallaríamos algún 
consuelo en tanta desventura, y comunicándonos el uno al otro nuestra intención y pensamientos, determinamos 
acompañarnos y hacer un mesmo viaje hacia París. Pero, antes de resolvello del todo, entramos en consulta sobre 
nuestra pobreza y deshonra, tratando del remedio que se había de tener en tanta desventura, no pareciéndonos cosa 
acertada asentar el real en una ciudad tan insigne como París, sin alguna traza para vivir en ella, por lo menos hasta 
descubrir lo bueno y en qué ocuparnos. Y habiéndome él dado larga audiencia, y escuchádome atentamente todas las
trazas que le propuse, me dijo: "Señor Lucas (que este nombre tenía en León), las invenciones que vuestra merced 
propone, son buenas y de un ingenio tal como el suyo, pero tienen su pro y contra; y así, dejándolas para otra ocasión, 
diré yo una que, si nos sale bien, podrá ser que salgamos de tanta miseria y nos caiga la sopa en la leche; y es, que 
hagamos diligencia por hallar aquí en León algún mercader, que tenga trato y correspondencia en París, de quien 
podamos sacar una carta para su correspondiente, y habiéndole hallado, le dirá vuestra merced, en segreto, que quiere
cargar  algunas balas de mercadería en esta ciudad para Flándes, con cierto dinerillo que tiene guardado, y que tiene 
intención de dejallas en París en manos de alguna persona segura, para que se las guarde en tanto que pasa en Ambéres, 
adonde fingirá vuestra merced tener un primo hermano, por ver el precio y salida que tendrá su mercadería: y que, no 
habiendo jamas estado en París, ni tenido conocimiento alguno a quien pueda dejar encomendadas sus balas, le ruega
que escriba a algún mercader amigo suyo para que se las guarde: que, siendo para este fin, no creo la negará, y si la
tuviéremos, déjeme hacer, que verá cómo meneo las manos." "Si no ha de ser más que para eso, le dije yo, amigos hallaré 
que me darán mil cartas, cuanto más una, porque, aunque afrentado y con la infamia corriendo sangre, quiero que sepa
vuestra merced que hay más de cuatro que me honrarán y harán algo por mí; y que esto sea verdad, lo verá muy presto."
Con estas razones me despedí del, y andando en casa de un Mercader conocido mío, le pedí la carta en la forma que mi 
camarada  me había  dicho, con la cual volví muy contento, y metiéndosela en las manos, la besó mil veces, alabando mi 
gran diligencia y crédito. 
         Finalmente, nos partimos hacia París, adonde, retirándonos en un aposento de sus arrabales, fabricamos dos balas 
de jerga, con algunos  pedazos de lienzo por adentro, y el resto lleno de cosas diversas, como son zapatos viejos, trapos,
pedazos de tabla y otras menudencias, y en la tercera se puso mi camarada, embalándole yo con tanta destreza, que su
bala y las demás no parecían sino camelotes o fustanes. Estando, pues, nuestras balas a punto, me fui a presentar la carta
al mercader para quien venía, el cual me recibió con muchas caricias, ofreciéndome su casa entera. Finalmente,
acordamos  que yo inviase las balas a ocho horas de la noche, por no pagar la aduana y otros drechos que deben
semejantes mercaderías, entre las cuales, entró también la de mi camarada, si no llena de camelotes, a lo menos de 
cuerdas, escala, ganzúa, lima, lanterna ciega, cuchillo y otros instrumentos bélicos, para hacer con ellos guerra a nuestra 
necesidad, y dar saco a la moneda del mercader. Estando, pues, dentro, y todos los de casa dormidos, por ser ya once
horas de la noche, rompió con un cuchillo el lienzo de la bala donde estaba encerrado, y saliendo della, reconoció los
puestos de casa, echando por las ventanas algunos vestidos y ropas de seda, con todo lo que podía ser de provecho. Yo
estaba recogiendo con mucha diligencia lo que caía en la calle, por la cual trujo el diablo en aquella hora la ronda, 
viniendo con tanto silencio y disimulación, que no me dieron lugar de huir ni esconder las ropas que estaba embalando. 
Y como no era menester darme tormento para saber mis cómplices, pues aquella ropa no caía del cielo, advirtieron que 
mi camarada estaba arriba, al cual, después de haberme traido a mí en la prisión, encarcelaron por el mesmo delicto. Él 
salió a quince dias, condenado a diez años de galeras, y yo estoy esperando otro tanto, si la misericordia de Dios; y 
benignidad de los jueces no se compadecen de mí. 
 

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