Un cuento de vieja
orque habéis de saber que el que no cree en brujas,no cree en Dios: que hay gentes tan tercas que dicen que esas son fantasías de las viejas, y acontecíos que se cuentan para dormir chiquillos; pero es porque no han visto lo que estos ojos han de comer la tierra.» Así hablaba la tía Caquirucha, sentada a la puerta de su humilde fogón, a una familia de pobres espigadores, que buscando una abrigo a los ardores del sol, se guarecían durante la siesta a la sombra de la seca espadaña hacinada en la techumbre de la casucha. Ni Goya pudo imaginar en sus ratos de inspiración un grupo tan pintoresco como el que formaba esta colección de entes atezados y miserables; Ni Hoffmann en sus momentos de embriaguez, soñar tamaños abortos como los que narró a su auditorio la respetable posadera con una gravedad doctoral. Cinco eran los oyentes que rodeaban a la vieja, sin contar en este número a un galgo mestizo, con más hambre que cola, y más olfato en las narices que lastre en el estómago; pero yo me creo dispensado de describir sus trajes y respectivas actitudes, porque todo cuanto pudiera decir sobre el particular se halla sobradamente expresado en la lámina a que se refiere este artículo, la cual puede consultar si gusta el curioso lector. Sólo advertiré, porque esto no lo dice la lámina, que aquella venerable anciana que apoyada en su báculo mira fijamente a la joven espigadora, es una mendiga ambulante, conocida en toda la comarca del cuadro por el sobrenombre de la cartuja, y que a fuer de verdadera cosmopolita antes de ayer pedía limosna a la puerta de una iglesia en Daimiel, ayer compraba doscuartos de flor baja en el estanquillo de Almagro, y hoy pasa la siesta oyendo consejas en la quinta-hospedería-figón de la madre Caquirucha. Ítem mas, la redoma que se halla colocada sobre la grosera meseta, no es la del famoso encantador Villena, que por espacio de tantos siglos contuvo el espíritu del hechicero marqués, y que rota en estos tiempos por la mano de Garabito, entre nubarrones espesos de humo, ha lanzado una lluvia continuada de oro sobre la empresa de teatros. La redoma de nuestro dibujante en cuestión, es una redoma plebeya que nada debe a la magia antigua ni a la moderna, que a falta de espíritus contiene vino manchego, y que sólo sirve para remojar la palabra, como dice la gente vulgar, o para humedecer las fauces, como decimos los cultos, de la habladora viejezuela. Vuélvase a anudar en este punto el hilo del interrumpido discurso y la Caquirucha continúa: «Pues como os iba diciendo, sabed de tan cierto que hay brujas como que nos hemos de morir, y que desprenden las artes malas con el demonio o quien quiera que sea (porque esto no está averiguáo) y hacen mal de ojo a las criaturas, y se llevan por los aires a los grandes cuando se les antoja y arman danzas y orquestas en las nubes cuando se muere un escribano. También hay saludadores, aunque estos pobres van ya de capa caída desde que ahorcaron a dos en una semana, y chuscarraron a otro en un horno como si fuese un leoncillo. No hay que decir que esto es mentira, porque ha pasado en mis tiempos, y me acuerdo o toadía del corregidor que los sentenció; como que le lavaba la ropa mi agüela, que en paz descanse. _¿Y los saludadores matan? _Dijo a esta sazón uno de los oyentes, el escuálido chiquillo que apoya una mano en el hombro de la espigadora. _No, hijo mío, continuó la vieja, porque no son médicos de profesión. Es verdad que deprenden algo de yerbas, y que tiene pato con el demonio; pero son unos tíos campestres, así como tu padre que está presente, que andan de quasiquiera modo, y no gastan faldones, ni bastón con borlas, como los dotores, de que Dios nos libre. Los saludadores, para que lo entiendas, son unos hombres que se pasan una barra ardiendo por la lengua y no se queman; que sacan tan frescos una moneda de una caldera de aceite hirviendo, sin calentarse siquiera las manos, y que pisan con los pies descalzos sobre las ascuas, como tú andas sobre una parva de trigo. _¿Pues cómo es, _replicó de nuevo el chicuelo, que ese saludador que V. cuenta salió chuscarrado del horno? _Porque el diablo se descuidó de aquel día _repuso la Caquirucha _y no se acordó de untarle antes de que le encajaran en él. También hay_añadió después tomando un poco de aliento_ difuntos, que se aparecen, y duendes que regüelven las casas, y entran y salen haciendo visages feos y temerosos. Esta casa que veis, donde vivo yo a Dios gracias como buena cristiana, era del mismo amo de aquel molino que hay allá abajo junto a la alameda, que por mal nombre llaman el molino del duende, y cuando yo era chiquitica sucedieron en él unas cosas, que da espanto el uírlas. _¡Ay! ¡cuéntelas V., cuéntelas V. _exclamaron a la vez todos los circunstantes con la mayor algazara._Cuéntelas V. _repitió la chiquilla, dejando de roer una torta que tenía entre las manos... La vieja hizo un gesto afirmativo, los oyentes abrieron las bocas para escuchar mejor, el perro enfiló el hocico en la dirección de la torta, y la historia tuvo principio de la siguiente manera. _«Pues señor, habéis de saber que hará como cosa de 70 años, día más o menos, que el abuelo del Sr. Faco el herrador del lugar, tenía tratos y contratos con el tío Antonio el molinero, y este tío Antonio tenía una mujer arrogantona y bien parecía, que se llamaba Juana. Pues señor, habéis de saber, que por este tiempo había en el pueblo una bruja muy ladina que llamaban la tía Garrucha, la cual traía cizañados a muchos matrimonios, y daba los malos tratos a quien quería, y se escapaba de noche por la chimenea dando aullidos como una loba, y hacía cosas tan fuera del aquel que es natural, que toico el lugar estaba metido en un puño, y los señores de justicia, cuando pasaban por delante de la bribona, se quitaban la montera, y la hacían el mondiu de puro miedo y asuros que les daba su hechicería. Pues señor, como iba diciendo, el abuelo del Sr. Faco, que era hombre de malas mañas y andaba siempre hecho un perdío, sin encomendarse a Dios ni al diablo, se metió un día de rondón en casa de la Garrucha, y la pidió que hiciese de manera que le diese el tío Antonio su molino, y que la Juana le quisiese a él y no quisiese a su marío, como Dios manda. Habíais de ver allí, como la bruja comenzó a hacer redondeles en el suelo con una vara de junco, diciendo muchas oraciones en latín y no sé cuántas palabrotas, y cómo dio una patada en un ladrillo, y el ladrillo se levantó, y salió un bote de hojalata, y del bote de hojalata salió un monigote muy feo con unos bigotazos... Pues señor, vamos a lo prencipal que es el probe molinero, el cual saliendo una noche para el pueblo con una carga, al llegar muy cerca de la huerta de Panucho, vio una mujer sentada en una piedra que le pidió de limosna un poco de harina para hacer una torta. Él que tenía muy güenas entrañas y hacía muchas caridades, mas que se la dio sin pensar en tal cosa y siguió su camino. Vamos a que cuando venía de vuelta, se topa a la mesma mujer que encarándose con él, le da un cacho de torta y le dice: «Come, Antonio, que tendrás necesiá, y arrea la mula de priesa que haces falta en el molino, y tu mujer está con un fraile.» Entonces el pobre mozo echó a andar, y sintió un desfallecimiento tan grande en el estómago que se comió la torta; pero apenas hubo acabado de tragarla, cuando los demonios se le repartieron por el cuerpo, y empezó a echar humo por las narices y por la boca, y a torcer los ojos y dar unos gritos tan feroces que la mula espantada derribó los costales y echó a correr por los campos sin poderse contener. Por fin, arrastrando y como pudo el desdichao Antonio se golvió a su molino cuando vido que por una ventana se descolgaba un fraile de San Francisco con unas barbas que daba espanto el mirarle. Entró todo sustáo en su casa, y busca por allí, mas que no encontró a su mujer. Pues señor, empieza a sentir un ruido como si arrastrasen cadenas, y un rumor de cerrojos, y un caer de peñascos sobre el techo quebrantando las tejas, que parecía que Dios le llamaba a juicio, y que se hundía la casa. ¡Ay, se me olvidaba decir que la rueda del molino andaba ella sola sin que nadie la tocase, y que todo el trigo se puso negro como si le hubieran desumáo con azufre. Pues señor, el pobrecito Antonio, sin saber lo que se hacía, echa a correr río abajo, sin parar un minuto, y al llegar a la charca de la perdiz, como quien va al camino de Madril, se sienta en una piedra a descansar; cuando cátate que sale del agua un monigote muy feo con un gorro colorado en la cabeza, y después de aquel sale otro, y después otro; en fin hasta doce monos todos con gorros de color: luego que los vido se puso a tiritar como un azogue; pero ellos sin hacerle daño nenguno se pusieron a armar un baile muy extraño, haciéndoles el son desde las nubes con panderetas, no se sabe quien; pero yo aprendo que serían los diablos, porque ¿quién sino ellos se había de poner a cantar a aquellas horas? Pues como iba diciendo, después que arremataron el baile, sacaron una red muy larga, muy larga, y se pusieron a pescar; y a poco tiempo sacaron un pez que tenía una cabeza muy disforme y una cola lo menos de dos leguas; cuyo pez así que se sintió fuera del agua comenzó a quejarse como una criaturica recién nacida. Pero esto no es nada: ya veréis, ya veréis._Aquí la Caquirucha hizo una breve pausa para dar un tiento a la redoma, y prosiguió así: «Estábamos en el pez que lloraba como un niño, y ahora sabréis que después se apareció en una nube la mesma mujer de la torta, que según se dice era ni más ni menos que la tía Garrucha, la bruja de quien hablamos antes. Es de advertil, que esta hechicera, como todas las demás presonas que deprenden la magia negra, se mudaba la fisonomía del rostro cuando se le antojaba, y así es que el molinero no la conoció. Pues señor, traía un candil en la mano zurda, y una navaja en la derecha; dio con la luz en los ojos al pez, el cual al continenti se puso tan manso como una paloma y dejó de llorar, abrióle el pecho la bruja con la navaja, y le sacó una vejiguita, le echó a la charca, y al instante, y como mano de santo se desepararon las aguas y salió de ellas un cuervo con alas blancas, que comenzó a revolotear hasta que apagó la luz. Entonces la tía Garrucha cogió al pobre Antonio de un brazo, y montándole a caballo encima del cuervo, le dijo; «Tente firme y no tirites que en dos horas te voy a llevar a Valencia para que veas a tu mujer.» Y como si fuera un relámpago echaron a volar los dos, y otoadía no se ha guelto a saber lo que se ha hecho del probecillo. _Y la molinera (dijo con vehemencia y prontitud la joven espigadora) qué se hizo después de ese acontecío tan prodigioso? _ La molinera, continuó la vetusta, anduvo rodando por el mundo, hasta que se acomodó a servir en casa del picarón que solecitó la perdición de su marío, y malas lenguas dicen... pero dejemos de mormuraciones porque a cada uno su alma en su palma. Vamos a que desde el día en que Antonio se fue por los aires caballero en el cuervo, naidie se atrevió a cercarse al molino ni a pescar en la charca, porque se sentía un ruido que daba pavor, así como si arrastraran cadenas por el suelo y dieran aldabazos en las puertas: a más de esto, todas las noches a la mesma hora se veía asomar un candil en la ventana que cae a la acequia, y se oían unos gemidos como los que dan las almas en pena; por lo cual dieron las gentes en decir que aquel molino era del duende; y habiendo ido el señor cura y la señora justicia, con el guisopo y los santos evangelios a echarle de allí, tuvieron que volverse atrás porque no pudieron resistir el fetor del azufre que había alrededor de la casa, y porque vieron salir por la mesma ventana donde estaba el candil un brazo largo y seco envuelto en una manga de fraile. Al llegar a este punto los dos chiquillos sobrecogidos de pavor creyendo ver ante sus ojos el fraile de la manga, se arrojaron en los brazos de su madre haciendo un gesto simultáneo de espanto; la Cartuja dio un grito y enarboló el garrote para pegarles: entre estos vaivenes la frágil mesa pierde el equilibrio, y la redoma rueda con estruendo haciéndose mil peazos contra las piedras, y rociando la seca arena con el licor de Baco: la Caquirucha se levanta enfurecida de su asiento y vomita imprecaciones contra los chicos y los perros; la espigadora imita su ademán y le devuelve injuria por injuria y manoteo por manoteo; el marido sale a su defensa, y jura no volver a pisar el umbral de la hospedería... ¡A Dios lácidos coloquios! ¡A Dios envidiable paz de la cabaña! El miedo de un chiquillo y la golosina de un galgo acaban de derrocar en este punto tu imperio: la civil discordia ha arrojado ya su fatal manzana sobre esa mesa de pino, y dado brusco fin al cuento de vieja. 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