Conde de Toreno

 
La batalla de Bailén
(19 de julio de 1808)
 
 A
bría Dupont la marcha con 2600 combatientes, mandando Barbou la columna de retaguardia. Ni franceses ni españoles 
se imaginaban estar tan cercanos; pero desengañólos el tiroteo que de noche empezó a oirsc en los puntos avanzados. 
Los generales españoles que estaban reunidos en una almazara ó sea molino de aceite a la izquierda del camino de 
Andújar, pararonse un rato con la duda de si eran fusilazos de su tropa bisoña ó reencuentro con la enemiga. 
     Luego los sacó de ella una granada que casi cayó a sus pies a las doce y minutos de aquella misma noche, y principio ya del día 
19. Eran en efecto fuegos de tropas francesas que habiéndo las primeras y mas temprano salido de Andújar, habían tenido el
necesario  tiempo para aproximarse a aquellos  parajes. Los jefes españoles mandaron hacer alto, y Don Francisco Venegas 
Saavedra, que en la marcha capitaneaba la vanguardia, mantuvo el conveniente orden, y causó diversión al enemigo en tanto que 
la demas  tropa ya puesta en camino volvía a colocarse en el sitio que antes ocupaba. Los franceses por su parte avanzaron mas 
alla del puente que hay a media legua de Bailén. En unas y otras no empezó a trabarse formalmente la batalla hasta cerca de las 
cuatro de la mañana del citado 19. Aunque los dos grandes trozos o divisiones, en que se había distribuido la fuerza española  
allí presente, estaban al mando de los generales Reding y Coupigny, sometido este al primero, ambos jefes acudían indistintamente
con la flor de sus tropas a los puntos atacados con mayor empeño. Ayudóles mucho para el acierto el saber y tino del mayor general 
Abadía. 
      La primera acometida fue por donde estaba Coupigny. Rechazaronla sus soldados vigorosamente, y los guardias walonas, suizos,
regimientos de Bujalance, Ciudad-Real, Trujillo, Cuenca, Zapadores y el de caballería de España embistieron las alturas que el enemigo 
señoreaba y le desalojaron. Roto este enteramente se acogió al puente y retrocedio largo trecho. Reconcentrando en seguida Dupont 
sus fuerzas, volvió a posesionarse de parte del terreno perdido,  y extendio su ataque contra el centro y costado derecho español en 
donde estaba Don Pedro Grimarest. Flaqueaban los nuestros de aquel lado, pero auxiliados oportunamente por Don Francisco Venegas,
fueron los franceses del todo arrollados teniendo que replegarse. Muchas y porfiadas veces repitieron los enemigos sus tentativas por 
toda la línea, y en todas fueron repelidos con igual éxito. Manejaron con destreza nuestra artillería los soldados y oficiales de aquella
arma, mandados por los coroneles Don José Juncar y Don Antonio de la Cruz, consiguiendo desmontar de un modo asombroso la de los
contrarios. La sed causada por el intenso calor era tanta, que nada disputaron los combatientes con mayor encarnizamiento como 
el apoderarse, ya unos, ya otros, de una noria sita mas abajo de la almazara antes mencionada 
      A las doce y media de la mañana Dupont lleno de enojo  púsose con todos los generales a la cabeza de las columnas, y furiosa y
bravamente acometieron juntos al ejército español. Intentaron con particular arrojo romper nuestro centro, en donde estaban los
generales Reding y Abadía, llegando casi a tocar con los cañones los marinos de la guardia imperial. Vanos fueron sus esfuerzos, 
inútil su  conato. Tanto ardimiento y maestría estrellose contra la bravura y constancia de nuestros guerreros. Cansados los enemigos,  
del todo decaídos, menguados sus batallones, y no encontrando refugio ni salida, propusieron una suspensión de armas que aceptó 
Reding. 
     Mientras que la victoria coronaba con sus laureles a este general, Don Juan de la Cruz no había permanecido ocioso. Informado del
movimiento de Dupont, en la misma noche del 18 se adelantó hasta los Baños, y colocandose cerca del Herrumblar a la izquierda del
enemigo, le  molestó bastantemente. Castaños debió tardar mas en saber la retirada de los franceses, puesto que hasta la mañana del
19 no mandó a Don Manuel de la Peña ponerse en marcha. Llevó este consigo la tercera división de su mando reforzada, quedandose
con la reserva en Andújar el general en jefe. 
     Peña llegó cuando se estaba ya capitulando: había antes tirado algunos cañonazos para que Reding estuviese advertido de su 
llegada, y quiza este aviso aceleró el que los franceses se rindiesen. 
    Vedel en su carrera no habiendo descubierto por la sierra tropas españolas, unido con Doufour permaneció el 18 en la Carolina,
después de haber dejado para resguardar el paso en Santa Elena y Despeña-Perros dos batallones y algunas compañías. Allí estaba
cuando al alborear del 19 oyendo el cañoneo del lado de Bailén, emprendio su marcha, aunque lentamente, hacia  el punto donde partía
el ruido. Tocaba ya a las avanzadas españolas, y todavía reposaban estas con el seguro de la pactada tregua. Advertido sin embargo 
Reding, envió al francés un parlamento con la nueva de lo acaecido. Dudó Vedel si respetaría o no la suspensión convenida, mas al fin 
envió  un oficial suyo para cerciorarse del hecho. 
     Ocupaban por aquella parte los españoles las dos orillas del camino. En la ermita de San Cristóbal, que esta a la izquierda yendo de  
Bailén a la Carolina, se había situado un batallón de Irlanda y el regimiento de Ordenes Militares al mando de su valiente coronel Don
Francisco de Paula Soler: enfrente y del otro lado se hallaba otro batallón de dicho regimiento de Irlanda con dos cañones.  Pesaroso
Vedel de haber suspendido su marcha, u obrando quiza con doblez, media hora después de haber contestado al parlamento de Reding, y 
de haber enviado un oficíal a Dupont, mandó al general Cassagne que atacase el puesto de los españoles últimamente indicado.
Descansando nuestros soldados en la buena fe de lo tratado, fuele facil al francés desbaratar al batallón de Irlanda que allí había, 
cogerle  muchos prisioneros, y aun los dos cañones. Mayor oposición encontró el enemigo en las fuerzas que mandaba Soler, quien
aguantó bízarramente la acometida que le dio el jefede batallón Roche. Interesaba mucho aquel puntode la ermita de SanCristobal, 
porque se facilitaba, apoderandose de ella, la comunicación con Dupont. Viendo la porfiada y ordenada resistencia que los españoles
ofrecian, iba Vedel a atacar en persona la ermita, cuando recibió la orden de su general en jefe de no emprender cosa alguna, con lo
que cesó en su intento calificado por los españoles de alevoso. 
     Negociabase, pues, el armisticio que antes se había entablado. Fue enviado por Dupont para abrir los tratos el capitan Villoutreys de
su estado mayor. Pedía el francés la suspensión de armas y el permiso de retirarse libremente a Madrid. Concedio Reding la primera 
demanda,  advirtiendo que para la segunda era menester abocarse con Don Francisco Javier Castaños que mandaba en jefe. A él se 
acudió autorizando los franceses al general Chabert para firmar un convenio. Inclinabase Castaños a admitir la proposición de dejar a
los enemigos repasar sin estorbo la Sierramorena. Pero la arrogancia francesa disgustando a todos, escitó al conde de Tilly a oponerse, 
cuyo dictamen era de gran peso como de individuo de la junta de Sevilla, y de hombre que tanta parte había tomado en la revolución. 
Vino en su apoyo el haberse interceptado un despacho de Sabary de que era portador el oficial Mr. de Fenélon. Preveníasele a Dupont 
en su contenido que se recogiese al instante a Madrid en ayuda de las tropas que iban a hacer rostro a los generales Cuesta y Blake que
avanzaban por la parte de Castilla la Vieja. Tilly a la lectura del oficio insistió con ahínco en su opinión, añadiendo que la victoria 
alcanzada en los campos de Bailén de nada servirla sino de favorecer los deseos del enemigo, caso que se permitiese a sus soldados ir a 
juntarse con los que estaban allende la sierra. A sus palabras irritados los negociadores franceses se propasaron en sus expresiones
hablando   mal de los paisanos españoles y exagerando sus escesos. No quedaron en zaga en su réplica los nuestros, echandoles en cara
escandalos, saqueos y perfidias. De ambas partes agriándose sobremanera los ánimos, rompiéronse las entabladas negociaciones.
      Mas los franceses no tardaron en renovarlas. La posición de su ejército por momentos iba siendo más crítica y peligrosa. Al ruido de
la victoria había acudido de la comarca la población armada, la cual y los soldados vencedores estrechando en derredor al enemigo 
abatido y cansado, sofocado con el calor y sediento, le sumergían en profunda aflicción y desconsuelo. Los jefes franceses no pudiendo 
los más sobrellevar la dolorosa vista que ofrecían sus soldados, y algunos, si bien los menos, temerosos de perder el rico botín que los
acompañaba, generalmente persistieron en que se concluyese una capitulación. Y como las primeras conferencias no habían tenido feliz
resulta, escogiose para ajustarla al general Marescot que por acaso se había incorporado al ejército de Dupont. De antiguo conocía al 
nuevo plenipotenciario Don Francisco Javier Castaños, y lisonjeáronse los que le eligieron con que su amistad llevar la la negociación a 
pronto y cumplido remate. 
      Habíanse ya trabado nuevas pláticas, y todavía hubo oficiales franceses que escuchando más a los ímpetus de su adquirida gloria
que a lo que su situación y la fe empeñada exigían, propusieron embestir de repente las líneas españolas, y uniéndose con Vedel
salvarse a todo trance. Dupont mismo sobrecogido y desatentado dio órdenes contradictorias, y en una de ellas insinuó a Yedel que se
considerase como libre y se pusiese en cobro. Bastole a este general el  permiso para empezar a retirarse por la noche burlandose de la 
tregua. Notando los españoles su fuga, intimaron a Dupont que de no cumplir él y los suyos la palabra dada, no solamente se rompería
la negociación, sino que también sus divisiones serían pasadas a cuchillo. Arredrado con la amenaza, envió el francés oficiales de su
estado mayor que detuviesen en la marcha a Vedel, el cual aunque cercado de un enjambre de paisanos, y hostigado por le ejército 
español, vaciló si había o no de obedecer. Mas aterrorizados oficiales y soldados, era tanto su desaliento que de veinte y tres jefes 
que convocó a consejo de guerra, solo cuatro opinaron que debía continuarse la comenzada retirada. Mal de su grado sometióse Vedel 
al parecer de la mayoría. 
      Terminóse, pues, la capitulación oscura y contradictoria en alguna de sus partes; lo que en seguida dio margen a disputas y
altercados.
     Según los primeros artículos se hacía una distinción bien marcada entre las tropas del general Dupont y las de Vedel. Las unas eran 
consideradas como prisioneras de guerra, debiendo rendir las armas y sujetarse a la condición de tales. A las otras si bien forzadas a 
evacuar la Andalucía, no se las obligaba a entregar las armas sino en calidad de depósito, para devolvérselas a su embarco. Pero esta
distinción desaparecía en el artículo 6.° en donde se estipulaba que todas las tropas francesas de Andalucía se harían a la vela desde 
San Lúcar y  Rota para Rochefort en buques tripulados por españoles. Ignoramos si hubo ó no malicia en la inserción del artículo. Si 
procedio de ardid de los negociadores franceses, enredáronse entonces en sus propio lazo, pues no era hacedero aprestar los suficientes
barcos con tripulación nacional.  Tenemos por más probable que anhelando todos concluir el convenio, se precipilaron a cerrarle,
dejandole en parte ambiguo y vago. 
      La capitulación firmóse en Andújar el 2 de julio por Don Francisco Javier Castaños y el conde de Tilly a nombre de los españoles,
y lo fue al de los franceses por los generales Marescot y Chaberl. Al dia siguiente desfiló la fuerza que estaba a las órdenes inmediatas 
del  general Dupont por delante de la reserva y tercera división españolas, a cuyo frente se hallaban los generales Castaños y Don 
Manuel de la Peña. Censuróse que se diera la mayor honra y prez de la victoria a las tropas que menos hablan contribuido a alcanzarla.
Componíase la primera fuerza francesa de 8248 hombres, la cual rindio sus armas a 400 toesas del campo. 
     El 24 trasladóse el mismo Castaños a Bailén, en donde las divisiones de Vedel y Doufour que constaban de 9393 hombres 
abandonaron  sus fusiles, colocandolos en pabellones sobre el frente de banderas. Ademas entregaron unos y otros las aguilas como 
también los caballos y la artillería que contaba 40 piezas. De suerte que entre los que hablan perecido en la batalla, los   rendidos y los
que después sucesivamente se rindieron en la sierra y Mancha, pasaba el total del ejército enemigo de 21000 hombres. El número de 
sus muertos ascendía a mas de 2000 con gran número de heridos. Entre ellos perecieron el general Dupré y varios oficiales superiores.
Dupont quedó también contuso. De los nuestros murieron 243, quedando heridos mas de 700. 
     Día fue aquel de ventura y gloria para los españoles, de eterna fama para sus soldados, de terrible y dolorosa humillación para los
contrarios.  Antes vencedores estos contra las más aguerridas tropas de Europa, tuvieron que rendir ahora sus armas a un ejército
bisoño compuesto en parte de paisanos, y allegado tan apresuradamente que muchos sin uniforme todavía conservaban su antiguo y
tosco vestido. Batallaron sin embargo los franceses con honra y valentía; cedieron a la necesidad, pero cedieron sin afrenta. Algunos 
de sus caudillos no pudieron ponerse a salvo de una justa y severa censura. Allá en Roma en parecido trance pasaron sus cónsules bajo
el  yugo despojados, y medio desnudos al decir de Tito Livio: "aquí hubo jefes que tuvieron más «cuenta con la mal adquirida riqueza 
que con el buen nombre." No ha faltado entre sus compatriotas quien haya achacado la capitulación al deseo de no perder el cuantioso 
botín que consigo llevaban. Pudo caber tan ruin pensamiento en ciertos oficiales, mas no en su mayor y más respetable número. 
Guerreros bravos y veteranos lidiaron con arrojo y maestría, sometiéronse a su mala estrella y a la dicha y señalado brío de los 
españoles. 
     La victoria pesada en la balanza de la razón casi tocó en portento. Cierto que las divisiones de Reding y de Coupigny, únicas que en
realidad lidiaron, contaban un tercio de fuerza más que las de Dupont, constando estas de 8000 hombres, y aquellas de 14,000. ¡Pero 
qué inferioridad en su composición! Las francesas superiorísimas en disciplina, bajo generales y oficiales inteligentes y aguerridos, bien
pertrechadas y con artillería completa y bien servida, tenían la confianza que dan tamañas ventajas y una serie no interrumpida de 
victorias. Las españolas mal vestidas y armadas, con oficiales por la mayor parte poco prácticos en el arte de la guerra, y con soldados
inexpertos, eran más bien una masa de hombres de repente reunidos, que un ejército en cuyas filas hubiese la concordancia y orden 
propios de un ejército a punto de combatir. Nuestra caballería por su nula organización conceptuábase como nula apesar del valor de 
los  jinetes, al paso que la francesa brillaba y se aventajaba por su arreglo y destreza. La posición ocupada por los españoles no fue más
favorable que la de los enemigos, habiendo al contrario tenido estos la fortuna de acometer los primeros a los nuestros que comenzaban
su marcha. Podrá alegarse que hallándose a la retaguardia de Dupont las fuerzas de Castaños y Peña, sel e inutilizaba a  aquel su 
superioridad viéndose así perseguido y estrechado; pero en respuesta diremos que también Reding tuvo a sus espaldas las tropas de 
Vedel, con la diferencia que las de Peña nunca llegaron al ataque,  y las otras le realizaron por dos veces. No es extraño que 
mortificados los vencidos con la impensada derrrota, la hayan así mismo achacado al cansancio y al calor terrible en aquella estación y
en aquel clima. Pero si los víveres abundaban en el campo de los españoles, era igual o mayor la fatiga, y no herían con menos 
violencia los rayos del sol a muchos de los que siendo de provincias más frescas estaban tan desacostumbrados como los  franceses a
los ardores de las del mediodía, de que varios cayeron sofocados y muertos. Hanse reprendido a Dupont y a sus generales graves fallas, 
y ¡cuáles no cometieron los españoles! Si Vedel y los suyos corrieron a la Carolina tras un enemigo que no existía, Castaños y la Peña 
se pararon sobrado tiempo en los visos de Andújar, figurándose tener delante un enemigo que había desparecido. 
     El general francés reputado como uno de los primeros de su nación, aventajábase en nombradía al español, habiéndose ilustrado con
gloriosos hechos en Italia y en las orillas del Danubio y del Riba. Castaños, después de haber servido con distinción en la campafia de 
Francia de 1793, gozaba fama de buen oficial y de hombre esforzado, mas no había todavía  tenido ocasión de señalarse como general 
en jefe. Suave de condición amábanle sus subalternos; mañero en su conducta acusábanle otros de saber aprovecharse en beneficio 
propio da las hazañas ajenas. Así fue que quisieron privarle de todo loor y gloria en los triunfos de Bailén. Juicio apasionado e injusto.
Pues si a la verdad no asistió en persona a la acción, y anduvo lento en moverse de Andújar, no por eso dejó de tomar parte en la 
combinación y arreglo acordado para atacar y destruir al enemigo. Por la demasía ventaja real que en esta célebre jornada asistió a los
españoles, fue el puro y elevado entusiasmo que los animaba y la certeza de la justicia de la causa que defendían, al paso que los
franceses  decaídos en medio de un pueblo que los aborrecía, abrumados con su bagaje y sus riquezas, conservaban sí el valor de la 
disciplina y el  suyo propio, pero no aquella exaltación sublime con que habían asombrado al mundo en las primeras campañas de la
revolución. 
     Nos hemos detenido algún tanto en el cotejo de los ejércitos combatientes y en el de sus operaciones, no para dar preferencia en las
armas a ninguna de las dos naciones, sino para descubrír la verdad y ponerla en su más espléndidoy claro punto. Los habitadores de 
España y Francia como todos los de Europa igualmente bravos y dispuestos a las acciones más dignas y elevadas , han tenido sus
tiempos  de gloría y abatimiento, de fortuna y desdicha, dependiendo sus victorias o de la previsión y tino de sus gobiernos, o de la
maestría de sus caudillos , o de aquellos acasos tan comunes en la guerra, y por los que con razón se ha dicho que las armas tienen 
sus días. 
     Los franceses después de haberse rendido, emprendieron su viaje hacia la costa de noche y a cortas jornadas. Ademas de las 
contradicciones  e inconvenienles que en sí envolvía la capitulación, casi la imposibilitaban las circunstancias del día. La autoridad,
falla de la necesaria fuerza, no podía enfrenar el odio que había contra los franceses, causadores de una guerra que Napoleón mismo
calificó alguna vez de sacrílega. El modo pérfido con que ella había comenzado, los excesos, robos y saqueos cometidos en Córdoba
y su comarca, tanto más pesados , cuanto recaían sobre pueblos no habituados desde siglos a ver enemigos en sus hogares, excitaban
un  clamor general, y creíase universalmenle que ni pacto ni tratado debía guardarse con los que no habían respetado ninguno. En  
semejante conflicto la junta de Sevilla consultó con los generales Moría y Castaños acerca de asunto tan grave. Disintieron ambos en
sus pareceres. Con razón el último sostenía el fiel cumplimiento de lo estipulado, en contraposición del primero que buscaba la 
aprobación y aplauso popular. Adhirió la junta al dictamen de este, aunque injusto e indebido. Para sincerarse circuló un papel en 
cuyo contexto intentó probar que los franceses habían infringido la capitulación , y que suya era la culpa sino se cumplía. Refugio 
indigno de la autoridad soberana cuando había una razón principalísima, y que fundadamente podía producirse, cual era la falta de
trasportes y marinería. 
      Por pequeña ocasión aumentáronse las dificultades. Acaeció pues en Lebrija que descubriéndose casualmente en las mochilas de
algunos soldados más dinero que el que correspondía a su estado y situación, irritóse en extremo el pueblo, y ellos para libertarse del
enojo que había promovido el hallazgo, trataron de descargarse acusando a los oficiales. Del alboroto y pendencia resultaron muertes 
y desgracias. Propúsoseles entonces a los prisioneros que para evitar disturbios se sujetasen a un prudente registro, depositando los 
equipajes en manos de la autoridad. No cedieron al medio indicado, y otro incidente levantó en el puerto de Santa María gran bullicio.
Al embarcarse allí el 14 de agosto para pasar la bahía, cayóse de la maleta de un oficial una patena y la copa de un caliz. Fácil es 
adivinar la impresión que causaría la vista de semejantes objetos. Porque ademas de contravenirse a la capitulación en que se había
expresamente estipulado la restitución de los vasos sagrados, se escandalizaba sobremanera a un pueblo que en tan gran veneración 
tenía aquellas alhajas. Encendidos los ánimos, se registraron los más de los equipajes, y apoderándose de ellos se maltrató a muchos
prisioneros y se les despojó en general de casi todo lo que poseían. 
       Promovieron tales incidentes reclamaciones vivas del general Dupont y una correspondencia entre él y Don Tomas de Moría,
 gobernador de Cadiz. Pedía el francés en ella los equipajes de que se había privado a los suyos, e insistiendo en su demanda
 contestóle  entre otras cosas Moría: "¿si podía una capitulación que solo hablaba de la seguridad de sus equipajes, darle la propiedad de los 
tesoros que con asesinatos, profanación de cuanto hay sagrado, crueldades y iolencias había acumulado su ejército de Córdoba y otras ciudades? 
¿Hay razón , derecho ni principio que prescriba que se debe guardar fe ni aun humanidad a un ejército que ha entrado en un reino aliado y amigo
 so pretextos capciosos y falaces; que se ha apoderado de su inocente y amado rey y toda su familia con igual falacia; que les ha arrancado violentas
 e imposibles renuncias a favor de su soberano, y que con ellas se ha creído aulorizado a saquear sus  palacios y pueblos, y que porque no acceden
 a tan inicuo proceder , profanan sus templos y los saquean, asesinan sus ministros, violan las vírgenes, estupran a su placer bárbaro, y cargan y 
se apoderan de cuanto pueden transportar, y destruyen loque no? ¿Es posible que estos tales tengan la audacia oprimidos, cuando se les priva de
estos que para ellos deberían ser horrorosos frutos de su iniquidad, reclamar los principios de honor y probidad?"  Verdades eran estas si bien
mal expresadas, por desgracia sobradamente obvias y de todos conocidas. Mas las perfidias y escándalos pasados no autorizaban el
quebrantamiento de una capitulación contratada libremente por los generales españoles. ¿Qué sería de las naciones, qué de su 
progreso y civilización, si echándose recíprocamente en cara sus extravíos, sus violencias, olvidasen la fe empeñada y traspasasen y
abatiesen los linderos que ha fijado el derecho público yde gentes? En Moría fue más reprensible aquel lenguaje siendo militar antiguo, 
y hombre que después a las primeras desgracias de su patria la abandonó villanamente y desertó al bando enemigo. 
      Al paso que con las victorias de Bailén fue en las provincias colmado el júbilo y universal y extremado el entusiasmo, consternóse y 
cayó como postrado el gobierno de Madrid: Empezó a susurrarse tan grave suceso en el día 23. 
      De antemano y varias veces se había anunciado la deseada victoria como si fuera cierta, por lo que los franceses calificaban la voz 
esparcida de vulgar e infundada. Sacóles del error el aviso de que un oficial suyo se aproximaba con la noticia. Llegó pues este, y 
supieron los pormenores de la desgracia acaecida. Había cabido ser portador de la infausta nueva al mismo Mr. de Villoutreys que 
había entablado en Bailén los primeros tratos, y a cuyo hado adverso tocaba el desempeño de enfadosas comisiones. Según lo convenido
en la capitulación un oficial francés escoltado por tropa española debía en persona comunicarla al duque de Róvigo general en jefe del
ejército enemigo, y ordenar también en su tránsito por la sierra y Mancha a los destacamentos apostados en la ruta, y que formaban 
parte de las divisiones rendidas, ir a juntarse con sus compañeros ya sometidos para participar de igual suerte. Cumplió fielmente Mr. 
de Villoutreys con lo que se le previno, y todos obedecieron incluso el destacamento de Manzanares. Fue el de Madridejos el que 
primero resistió a la orden comunicada. 
      Llegó a Madrid el fatal mensajero en 29 de julio. Congregó José sin dilación un consejo compuesto de personas las más calificadas.
Variaron los pareceres. Fue el del general Savary retirarse al Ebro. Todos al fin se sometieron a su opinión, así por salir de la boca del 
mas favorecido de Napoleón, como también porque avisos continuados manifestaban cuánto se empeoraba el semblante de las cosas.
Por todas partes se conmovían los pueblos cercanos a la capital: no les intimidaba la proximidad de las tropas enemigas; cortabanse las 
comunicaciones; en la Mancha eran acometidos los destacamentos sueltos, y ya antes en Villarta habían sus vecinos desbaratado é 
interceptado un convoy considerable. 
      Agolpáronse uno tras otro los reveses y los contratiempos: pocos hubo en Madrid de los enemigos y sus parciales que no se 
abatiesen y  descorazonasen. A muchos faltábales tiempo para alejarse de un suelo que les era tan contrario y ominoso. 
       José resuelto a partir, dejó a la libre voluntad de los españoles que con él se habían comprometido, quedarse o seguirle en la 
retirada. Contados fueron los que quisieron acompañarle. De los siete ministros, Cabarrús, O'Farril, Mazarredo, Urquijo y Azanza 
mantuviéronse adictos a su persona y no se apartaron de su lado. Permanecieron en Madrid Peñuela y Gevallos. Imitaron su ejemplo los
duques del Infantado y el del Parque, como casi todos los que habían presenciado los acontecimientos de Bayona y asistido a su 
congreso.  No faltó quien los tachase de inconsiguientes y desleales. Juzgaban otros diversamente, y decían que los más habían sido
arrastrados a Francia o por fuerza o por engaño, y que si bien se propasaron algunos a pedir empleos o gracias, nunca era tarde para 
reconciliarse con la patria, arrepentirse de un tropiezo causado por el miedo o la ciega ambición , y contribuir a la justa causa en cuyo 
favor la nación entera se había pronunciado. Lo cierto es que ni uno quizá de los que siguieron a José hubiera dejado de abrazar el 
mismo partido, a no haberles arredrado el temor de la enemistad y del odio que las pasiones del momento habían excitado contra sus 
personas. 
       Antes de abrir la marcha reconcentraron los enemigos hacia Madrid las fuerzas de Moncey y las desparramadas a orillas del Tajo.
Clavaron en el Retiro y casa de la China más de ochenta cañones, llevándose las vajillas y alhajas de los palacios de la capital y sitios
reales,  que no habían sido de antemano robadas. Tomadas estas medidas empezaron a evacuar la capital inmediatamente. Salió José el
30 cerrando la retaguardia en la noche del 31 el mariscal Moncey. Respiraron del todo y desembarazadamente aquellos habitantes en
la mañana del  1º de agosto. El 9 entró el fugitivo rey en Burgos con Bessieres, quien según órdenes recibidas se había replegado allí de
tierra de León. 
       Acompañaron a los franceses en su retirada lagrimas y destrozos. Soldados desmandados y partidas sueltas esparcieron la 
desolación   y espanto por los pueblos del camino o los poco distantes. Rezagbanse, se perdían para merodear y pillar, saqueaban las
casas, talaban los campos sin respetar las personas ni lugares más sagrados. Buitrago, el Molar, Iglesias, Pedrezuela, Gandullas,
Broajos y sobre todo la villa de Venturada abrasada y destruida, conservarán largo tiempo triste memoria del horroroso tránsito del
extranjero. 
       Continuó José su marcha, y en Miranda de Ebro hizo parada, extendiéndose la vanguardia de su ejército a las órdenes del 
mariscal Bessieres hasta las puertas de Burgos. 
      Terminóse así su malogrado y corto viaje de Madrid, del que libres y menos apremiados por los acontecimientos, pasaremos a 
referir los nuevos y esclarecidos triunfos que alcanzaron las armas españolas en las provincias de Aragón y Cataluña. 
PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS SOBRE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA

 

IR AL ÍNDICE GENERAL