CAPITULO PRIMERO

[1608_1621]

QUE DA CUENTA DE SU NACIMIENTO, ESTUDIOS Y TRAVESURAS, Y DE UN CHISTE DONOSO QUE LE SUCEDIO CON UN VALIENTE, Y EL VIAJE QUE HIZO DE ROMA A LIORNA

P

rométote, lampiño o barbado lector, quinquiera que fueres, que, si no lo has por enojo, solo sé de mi nacimiento que me llamo Estebanillo González; tan hijo de mis obras, que si por la cuerda se saca el ovillo, por ella sacarás mi noble descendencia . Mi patria es común de dos, pues mi padre, que esté en gloria, me decía que era español trasplantado en italiano, y gallego engerto en romano, nacido en la villa de Salvatierra, y bautizado en la ciudad de Roma: la una cabeza del mundo, y la otra rabo de Castilla, servidumbre de Asturias y albañar de Portugal, por lo cual me he juzgado por centauro a lo pícaro, medio hombre y medio rocín: la parte de hombre por lo que tengo de Roma, y la parte de rocín por lo que me toca de Galicia.

Ello, si va a decir verdad, aunque sea en descrédito de mi padre, jamás me he persuadido a que esto pueda ser como él lo afirmaba, porque no tuvo mi madre tan depravado el gusto que me había de abortar del derrotado bajel de su barriga en el aguanoso margen del Miño, entre piélagos de navíos y promontorios de castaños, y en esportillos de Domingos, Brases y Pascuales, pudiéndome parir muy a su salvo en las cenefas y galón de plata de la argentada orilla del celebrado Tíber, entre abismos de deleitosos jardines, y entre montes de edificios insignes y sobre tapetes escarchados por la copia de Amaltea, cunas y regazos de Rómulos y Remos. Y cuando tuviera tan mal capricho y tan hecha la cara al desaire, que me bostezara de su gruta oscura a ser, con perdón, gallego, y a que perdonara a Meco como todos sus pasados, echaría la soga tras el caldero, y donde me parió me daría bautismo; si ya no es que soñase como Hécuba, reina de Troya, que de su vientre había de salir una llama que fuese voraz incendio de Galicia; y después, viendo el monstruo que había vaciado del cofre de su barriga, se acogiese a Roma por todo, para que Su Santidad en pleno consistorio, a fuerza de exorcismos, sacase de mi pequeño cuerpo las innumerables legiones que tenía este segundo Roberto, que presumo que han sido y son tantas, que quedaron el día de mi nacimiento escombradas las moradas infernales, como lo verás en el discurso de mi vida.

Y finalmente, para que no padezca detrimento mi natividad, ni ande mi patria en opiniones, ni pleiteen Roma y Galicia sobre quién ha de llevar mi cuerpo cuando llegare su postrimero fin, convido a los curiosos al valle de Josafat, el día que el ángel, pareciendo viento de mapa, tocare la tremenda trompa, a cuyo eco horrible y espantoso levantarán pepitorias de huesos y armaduras de tablas; que entonces, por su tiempo de decir verdades, presumo que  no la negarán mis padres, con que todos saldrán de sus dudas, y yo sabré si soy vasallo de un Sumo Pontífice o de un rey de España, monarca de un nuevo Mundo; y a quien Dios se la diere, San Pedro se la bendiga; y en el ínterin haré como hasta aquí he hecho, que ha sido a dos manos, como embarrador, siendo español en lo fanfarrón, y romano en calabaza, y gallego con los gallegos, e italiano con los italianos, tomando de cada nación algo, y de entrambas no nada. Pues te certifico que con el alemán soy alemán; con el flamenco, flamenco; y con el armenio , armenio, y con quien voy voy, y con quien vengo vengo.

Mi padre fue pintor in utroque, como doctor y cirujano; pues hacía pinturas con los pinceles, y encajes con las cartas;  y lo que se ahorraba en la pasa, se perdía en el higo. Tenía una desdicha, que nos alcanzó a todos sus hijos, como herencia del pecado original, que fue ser hidalgo, que es lo mismo que ser poeta; pues son pocos los que se escapan de una pobreza eterna o de un hambre perdurable. Tenía una ejecutoria tan antigua, que ni él la acertaba a leer, ni nadie se atrevía a tocarla, por no engrasarse en la espesura de sus desfloradas cintas y arrugados pergaminos, ni los ratones a roerla, por no morir rabiando de achaque de esterilidad.

Murió mi madre de cierto antojo, estando preñada de mi padre, según ella decía; quedóse en el lecho como un pajarito. Y pienso, conforme el alma tenía la cordera, que pasó de solo Roma a una de las tres moradas, porque no era tan inocente que al cabo de su vejez, y habiendo pasado en su mocedad por la Cruz de Ferro y siendo tan vergonzosa y recatada, fuese al Limbo, a ver tantos niños sin bragas. Dejó dos hijas jarifas siendo cristiana, de la edad que las manda comer el dotor, con mucha hermosura en breves abriles, y yo quedé con pocos mayos y muchas flores, pues no ignorando la de Osuna, no se me ha ocultado la del berro.

Después de haber hecho los funerales, ahorcado los lutos y enjugado las lágrimas (aunque no fueron más que amagos, pues se quedaron entre dos luces), volvió mi padre a su acostumbrada pintura, mis hermanas a su almohadilla, yo a mi desusada escuela, donde mis largas tardanzas pagaban mis cortas asentaderas.

Era mi memoria tan feliz, que venciendo a mi inclinación (que siempre ha sido lo que de presente es), supe leer, escribir y contar; lo que me bastara a seguir diferente rumbo y lo que me ha valido para continuar el arte que profeso; pues puedo asegurar, a fe de pícaro honrado, que no es oficio para bobos.

Gustó mi padre de darme estudio; y con no haber, por mis travesuras, llegado a la filosofía, salí tan buen bachiller, que puedo leer cátedra al que más blasona dello. Traía tan enredados a los maestros con enredos y a los discípulos con trapazas, que todos me llamaban el Judas Españoleto. Compraba polvos de romero, y revolvíalos con cebadilla, y haciendo unos pequeños papeles los vendía a real a todos los estudiantes novatos, dándoles a entender que eran polvos de la Anacardina , y que tomándolos por las narices, tendrían feliz memoria; con lo cual tenía yo caudal para mis golosinas, y ellos para inquietar el estudio y sus posadas y casas. Escapábanse pocos libros de mis manos y pocas estampas de mis uñas; sobre lo cual cada día andaba al morro o había quejas de mi padre y hermanas. Tenía a cargo la mayor de ellas el castigarme y reprehenderme; y unas veces me daba con su mano de mantequilla bofetadas de algodón, y otras me decía que era afrenta de su linaje, que por qué no acudía a quien era, y por qué no procedía como hijodalgo; que atendiera a que nuestra madre la decía que yo era el mayorazgo de su casa y cabeza de su linaje y descendiente del conde Fernán González, cuyo apellido me había dado por línea recta de varón; y por parte de hembra, del ilustre y antiguo solar de los Muñatones, cuyos varones insignes fueron conquistadores de Cuacos y Jarandilla, y los que en batalla campal prendieron a la serrana de la Vera y descubrieron el archipiélago de las Batuecas; y que una tía mía había dado leche al Infante don Pelayo, antes que se retirara al valle de Covadonga; y otra había amortajado al mancebito Pedrarías, siendo dueña de honor de la infanta doña Urraca.

Reíme yo de todos estos disparates, y por un oído me entraba su reprensión y por otro me salía; y finalmente, fueron tantas mis rapacerías e inquietudes, que me vinieron a echar del estudio poco menos que con cajas destempladas. Por cuya causa mi padre, después de haberme zurrado muy bien la badana, me llevó a casa de un amigo suyo, llamado Bernardo Vadía, que era barbero del Duque de Alburquerque, embajador ordinario de España, con el cual me acomodó por su aprendiz, y después de haber hecho el entrego de la buena prenda, se volvió a su casa sin su hijo, y yo quedé sin padre y con amo. El cual me dijo que me quitase el sombrero y la capa y entrase a ver a mi ama, lo cual hice al instante, y entrando en la cocina, la hallé cercada de infantes, y no de Lara. Diome una rueda de naranja para cortar la cólera, y un mendrugo de pan, abizcochado de puro duro, para sacar los malos humores; y después del breve desayuno y después de haber lavado cuatro docenas de platos, escudillas y pucheros y ollas, y puesto la ordinaria con poca carne y mucha menestra, me dio una canasta de mantillas, pañales, sabanillas y baberos de los niños, y abriendo la puerta de un patio y dándome dos dedos de jaboncillo de barba, me enseñó un pozo y una pila, y me dijo:

_Estebanillo, manos a la labor, que este oficio toca a los aprendices, y por aquí van allá, que no quiera Dios que yo os quite lo que de derecho os toca.

Bajé la cabeza, y orejeando como pollino sardesco, desembanasté los pañizuelos de narices del puerto del muladar, henchí la pila de sus menudencias, y después de haber sacado más de cien cubos de agua y dándoles con cincuenta manos, y no de jabón, jamás salió más limpio el caldo de sus espinacas. Hice lo mejor que pude la colada, tendí lostrapos y supe hacer muy bien los míos, pues me eximí con brevedad del tal  oficio, que a estar mucho con él, no hubiera Estebanillo para quince días.

Hice el venidero lo mismo, y lo que hubo de menos en la lavadura de los pañales, hubo de más en los mandados de casa y fuera de ella; y al tercero, al tiempo que me había dado mi amo una libranza para ir a cobrar seis ducados de la Judería, entró en la tienda un valiente , cuyos mostachos unas veces le servían de daga de ganchos, y otra de puntales de los ojos, y siempre de esponjas de vino. Díjole a mi amo que se quería alzar los bigotes; y por ser tan de mañana que aún no habían venido los oficiales que tenía, trató de alzárselos él. Mandóme a mí, aunque ya tenía el ferreruelo puesto para ir a ver a los hidalgos del prendimiento de Cristo encendiese unos carbones y calentase los hierros. Ejecutóse su precepto, y habiéndole alzado al tal temerario la mitad de su bosque de tabaco, se armó una pendencia en la calle, a cuyo ruido de espadas se asomó mi maestro a la puerta; y viendo que en ella había algunos criados del duque, su amo, se arrojó a la calle a ver si la podía apaciguar, quedando el bravo con un pilar que anhelaba a remontación, y otro que amagaba precipicio. Y por durar mucho la pendencia y hacer tardanza mi amo, no cesaba el matasiete de echar tacos y por vidas. Preguntóme muy a lo crudo si era oficial, y yo, pareciéndome cosa de menos valer decirle que no lo era le respondí que sí. Díjome:

_Pues vuesa merced, señor chulo me alce este bigote, porque donde no saldré como estoy a la calle, y le quitaré a su amo los suyos a coces y a bofetadas.

        Yo, por no alcanzar algo de barato de aquel repartimiento y porque no me cogiera en mentira y parecerme cosa fácil levantar un bigote, sabiendo levantar dos mil embustes y testimonios, sin quitarme el ferreruelo ni dar muestras de turbación, saqué un hierro de los que estaban al fuego, que se había estado escaldando desde el principio del rebato y escaramuza; y por no tener en qué probarlo y parecer diligente, tomé un peine, encajéselo en aquella selva de crines , arriméle el hierro, y levantándose una humareda horrenda, al son de un sonoroso chirriar y de un olor de pie de puerco chamuscado, le hice chicharrón todo el pelamen. Alzó el grito diciéndome:

_¡Hijo de cien cabrones y de cien mil putas! ¿Piensas que soy San Lorenzo, que me quieres quemar vivo?

Tiróme una manotada con tal fuerza, que haciéndome caer el peine de la mano, me fue fuerza con la turbación arrimarle el molde a todo el carrillo y darle un cauterio de una cuarta de largo, y dando un ¡ay! que estremeció las ruinas del Anfiteatro o Coliseo romano, fue a sacar la daga para enviarme con cartas al otro mundo. Yo, aprovechandome del refrán que «a un diestro un presto», me puse con tal presteza en la calle y con tal velocidad me alejé del barrio, que yo mismo, con ser buen corredor, me espanté cuando me hallé en menos de un minuto a la puerta de la Judería, habiendo salido de junto a la Trinidad del Monte; pero una cosa es correr y otra huir (y esto sin dejar el hierro de la mano); y al tiempo que lo fui a meter en la faldriquera hallé pegado a él todo el bigote del tal hidalgo, que era tan descomunal, que podía servir de cerdamen a un hisopo y anegar con él una iglesia al primer asperges.

Entré en la Judería, y dando la libranza que llevaba a un hebreo, que se llamaba David, me despachó con toda brevedad. Salíme al instante de Roma, contento por haberme librado de la cautividad del Egipto de mi alma y del poder de Faraón del zaino sin bigote. Determinéme de ir a visitar a Nuestra Señora de Loreto, por la fama que tenía aquella santa casa; y habiendo caminado alguna media legua con harta pesadumbre de dejar mi casa, padre y hermanas, volví la cabeza atrás a contemplar y a despedirme de aquella cabeza del orbe, de aquella nave de la Iglesia, de aquella depositaria de tantas y tan divinas reliquias, de aquella urna de tantos mártires, de aquel albergue de tantos sumos pontífices, morada de tantos cardenales, patria de tantos emperadores, madre de tantos generales invencibles y de tantos capitanes famosos. Miré la gran circunvalación de sus muros, la altura de sus siete montes, Alcides de sus edificios; reverencié sus templos, admiré la hermosura de su campo, la amenidad de sus jardines; y considerando lo mucho que perdía en dejarla y lo mal que me estaba volver a ella, derramando algunas tiernas lágrimas, proseguí con mi viaje; y al cabo de algunas jornadas llegué a ver aquel celestial alcázar, aquella divina morada, aquella cámara angelical, paraíso de la tierra y eterno blasón de Italia. Visitaba una vez cada día este pedazo de cielo, e infinitas a un convento que está muy cercano, de padres capuchinos, por razón que me ponían bien con Cristo con lindas tazas de Jesús llenas de vino y con muy espléndida pitanza. Quiso mi desgracia que reñí un día con un pobre mendigante por haberme querido ganar la palmatoria al repartir de la sopa, y bajándole los humos con mi hierro de abrasar bigotes, lo dejé con dos dientes menos. y dejando la quietud de aquella santa vida, me fue forzoso poner tierra en medio.

Fuime al Santo Cristo de Pisa, y desde allí a la famosa villa de Siena. Llegué a ella en tiempo de ferias, y hallé la toda llena, así de gentes de varias naciones como de diferentes mercancías, y andándome paseando por ella, me llegaron a hablar dos mancebos muy bien puestos, los cuales, habiéndose informado de mi patria y nombre, me dijeron que si los quería servir, puesto que estaba desacomodado. Yo, pensando que eran algunos mercadantes ricos, les dije que sí; y llevándome a su posada, después de haberme dado muy bien de cenar me dijo el uno de ellos, que era español:

_Estebanillo, tú no tienes más a quien servir ni contentar que a mí y a mi camarada, y ayudarnos a llevar adelante nuestra antigua tramoya y comer y beber, oír y callar, y antes ser mártir que confesor.

Yo les prometí tener ojos de alguacil cohechado, orejas de mercader y habla de cartujo. Y abriendo un escritorio, sacó de un cajón un mazo de doce barajas de naipes nuevos, y el otro camarada, que era napolitano, un balón de dados y los instrumentos necesarios; y asentándose en dos sillas bajas junto al fuego, hiciéronrne avivar la lumbre con un poco de carbón, a cuya brasa puso el italiano un crisol con un poco de oro y una candileja de plomo. Desempapeló mi español sus cartas, y no venidas por el correo; y sacando del estuche unas muy finas y aceradas tijeras, empezó a dar cuchilladas, cortando coronas reales, cercenando faldas de sotas por vergonzoso lugar y desjarretando caballos; señalando las cartas por las puntas para quínolas y primera, dándoles el raspadillo para la carteta, echándoles el garrote y la ballesta para las pintas, sin otra infinidad de flores. El italiano, en una cuchara redonda de acero, empezó a amolar sus dados, sin ser cuchillos ni tijeras; haciéndolos de mayor y de menor de ocho y de trece, de nueve y doce de diez y once; después de haber hecho algunas brochas, dando barreno a dos docenas de dados, hinchó los unos de oro y los otros de plomo, haciendo fustas para juegos grandes y para rateros.

Dijéronme que tuviera atención en aprender aquel arte, porque con él sería uno de mi linaje. Puse tanta atención en lo que me mandaron, que dentro de un mes pude ser maestro dellos, porque siempre se inclinan los malos a aquello que les puede perjudicar.

Después de haber acabado el español de cercenar naipes falsos, el italiano de amolar huesos de muertos, para dar sepulcro con ellos a los talegos de los vivos, nos fuimos a reposar lo poco que quedaba de la noche. Desde allí a adelante me llevaban todos los días por su paje de flores y naipes, y cargado de naipes y dados, que era su aderezo de reñir, campeaban los dos a costa de blancos.

En esta forma íbanse a las casas de juego, concertábanse con los gariteros, prometíanles el tercio de la ganancia que se hiciese, asegurándoles el peligro por la sutileza de la labor, y a donde no consentían su contagión, hacían tener de respeto, cuando jugaba el español, media docena de barajas, a las cuales yo y el italiano le dábamos con la de Juan trocado, y al garitero y a los tahúres con la de Juan grajo, y cuando jugaba el italiano, hacíamos yo y el español lo mismo, echándonos sobre la tabla y acercando los dados a nuestras pertenencias, y llevando de reserva entre los dedos una fusta para valerse de ella cuando lo hubiese menester. Doblábanse con personas de cantidad, y a veces de calidad, las cuales hacían tercio adondequiera que jugaban; cargábanles las ganancias en virtud de sus ayudas y destrezas. Salían mis amos siempre perdidos, al parecer de los mirones; por lo cual todos los tenían por buenos jugadores y solicitaban de jugar con ellos. Sabían las posadas más ricas, teniendo en todas, a costa de buenos baratos, quien les daba aviso de cuándo había huéspedes de buen pelo; acudían a ellas, trataban amistad con los que hallaban, quedábanse a comer con ellos a escote; y por sobremesa, en achaque de entretenimiento, dábanme dineros y enviábanme por lo que yo traía, y empezando por poco acababan por mucho, dejando a los pobres forasteros en cruz y en cuadro. Y con hacer los dos muy grandes ganancias, cada uno en lo tocante a su flor, nos moríamos de hambre, porque lo que ganaba el español a las cartas, lo perdía a los dados; porque además de no conocerlos, no se sabía aprovechar de lo poco que alcanzaba a entender; y lo que el italiano ganaba a los dados, perdía a los naipes, que aunque tenía en casa el maestro, no había aprendido a leer en libro de tan pocas hojas.

Yo andaba siempre temeroso de que se descubriese la flor, y por cómplice en ella, en lugar de enviarme a Galicia, me enviaran a Galilea, o por ser muchacho me diesen algún estrecho jubón, no necesitando dél, Mas quiso mi fortuna que estando una noche los dos cenando y algo tristes y recelosos, porque uno de los perdidosos le había ganado el italiano, me enviaron a llamar a unos amigos suyos, para que se informasen si los había reconocido o sospechado algo. Yo, pensando que ya se había descubierto la maula y que toda la justicia daba sobre nosotros, con intención de no volver, y por no irme sin cobrar mi salario, ya que me había puesto a tanto riesgo, salí fuera a una antesala, y tomando el ferreruelo del señor español, que era nuevo y de paño fino, dejé el mío, que estaba bien raído.

Y saliendo a la calle, informándome por el camino de Liorna, me salí de la villa, y con la claridad de la luna, por temor de que no fuese seguido, anduve aquella noche tres leguas; y al cabo dellas, hallando una pequeña choza de pastores cercana del camino, me retiré a ella, adonde fui acogido, y pude con sosiego descansar, hasta tanto que el Alba se reía de ver al Aurora llorar a su difunto amante, siendo mujer y no fea ni mal tocada, que a este tiempo, dejando la pastoril cabaña y prosiguiendo mi comenzado camino, me di tanta priesa a alejarme de mis amos, que otro día al anochecer llegué a Liorna, y metiéndome en una posada a descansar de la fatiga que había pasado, supe otro día cómo las galeras del gran duque de Toscaza estaban de partida para Mesina, para irse a juntar con las de España y Nápoles y con otras muchas que habían ocurrido para agregarse con la real, estando por príncipe de mar y tierra y por lo general de aquella naval el serenísimo príncipe Emanuel Filiberto, cuya fama, virtud y santidad, por no agraviarlas con el tosco vuelo de mi tosca pluma, las remito al silencio. Y habiendo alcanzado licencia de un capitán de galera, me embarqué en la que llevaba a su cargo, por estar informado ser todas las de aquella escuadra águilas del mar, cuyos caballeros, sus defensores, de la orden de San Esteban, dan terror al turco y espanto a sus fronteras, tienen fatigado su templo con el peso de los estandartes y medias lunas de cautivos cristianos, a quien han dado amada libertad, añadiendo cada día a las historias nuevas proezas y eternizadas victorias.

 CAPITULO II

[1621_¿1623?]

EN QUE REFIERE SU EMBARCACION y LLEGADA A MESINA, y VIAJE DE LEVANTE, Y LO QUE LE SUCEDIÓ EN EL DISCURSO DEL Y EN LA CIUDAD DE PALERMO, HAST A TANTO QUE SE AUSENTÓ DELLA

S

alimos una tarde desta pequeña Cartago con viento fresco y mar serena, y con todos los  amigos que requiere una feliz navegación. Estuve tres días tan mareado, que, al compás que daba sustento a los peces del mar, ahorraba raciones de bizcocho a los caimanes de galera. Alentéme cuanto pude, sirviéndome de antídoto para volver en mí el ser asistido de dicho capitán con dos sorbos de vino y tragos de malvasía, que tengo por cosa asentada que estos licores me volvieron a mi primer ser, y que si después de muerto y engullido en la fosa, con un cañuto o embudo los echasen por su acostumbrado conducto, me tornarán el alma al cuerpo, y se levantará mi cadáver a ser esponja de pipas y mosquitos de tinajas.

En efecto, llegamos a Mesina, adonde quedé absorto de ver la grandeza de su puerto, ocupado con setenta galeras y cincuenta bajeles, todo debajo del dominio del Planeta y Rey Cuarto, defensor de la fe y azote de los enemigos della. Y el contemplar tanta gente de guerra, de tan extrañas y apartadas naciones, tanta diferencia de belicosos instrumentos, el clamor de tanto pito, el ruido de tanta cadena, las diferentes libreas de tantos forzados y la variedad de tantos estandartes parecióme que estaba en otro mundo y que sola aquella ciudad era una confusa Babilonia, siendo una tierra de promisión. Alegrábanme los acentos de los bodegones marítimos, apellidando los unos: ¡trina,trina! y los otros: ¡folla,folla!, repitiendo en mis oídos los ecos arábigos que decían: ¡Macarrone, macarrone, qui mangia uno mangia dos! , pero entristecíame de ver que todos comían y yo los miraba.

Arriméme a un esclavo negro, limpio de conciencia, que lavaba media docena de menudos con una ración agua. Hícele mil zalemas y sumisiones por saber que era mercadante de panzas y por verme racional camaleón. Ofrecíle mi persona, diciéndole ser único en el caldillo de los revoltillos y en el ajilimoje de los callos. Él, agradándole más el verme desbarbado que no el ser buen cocinero, me recibió, haciéndome aquella tarde dar seis caminos desde el matadero de la villa hasta su barraca, cargado de patas de vaca y manos de vitela; y dándome, después de mi molestazo trabajo, un plato de mondongo verde con perejil rumiado. Por ver la brevedad del despacho y el despojo y ruina que hice en sus panecillos, me dijo que me fuese a traer mi ropa y a buscar un fiador que darle, por tener seguro su bodegón, porque de otra suerte no me recibiera, porque no había muchas horas que se le había ido un criado con un cuajar cocido y una media cabeza sancochada; y que así más quería estar solo que mal acompañado.

Yo, dando gracias a Dios de salir de la espesura de su malcocinado, me planté en la playa, y el primer español que encontré en ella fue un alférez del tercio de Sicilia, llamado don Felipe Navarro de Viamonte, el cual, poniendo los ojos en mí, me llamó y preguntó que si estaba con amo o lo buscaba, y si tenía padre o hermanos o algunos parientes o conocidos en aquella ciudad. Respondile que no tenia dueño, y que andaba en busca de uno que me tratase bien, y que era tan solo como el espárrago y del tiempo de Adán, que no usaban parientes. Contentó le mi agudeza, y díjome que su oficio era vigilia de ayudante, y víspera de capitán, que si lo quería servir, sería uno de los de la primera plana, y que esguazaría a tutiplén. Yo, ignorando esta jerigonza avascuenzada, por no ser práctico en ella, y por ser tan joven, que en el mismo mes que estábamos cumplí trece años, bien empleados, pero mal servidos; pensando que la primera plana era ser de los guznanes de la primer hilera, y el esguazar darme algún poco de dinero, y el tutiplén llegar con el tiempo a ser plenipotenciario, concedí en quedarme a su servicio. Y diciéndole mi  nombre, le fui siguiendo a su posada, donde en los pocos días que estuvimos en ella lo pasamos con mucho regalo. Había ido el capitán de nuestra compañía a la ciudad de Palermo a ciertos negocios suyos, por cuya ausencia mi amo, como su alférez, metía la guardia, llevando yo su bandera con más gravedad que Perico en la horca; porque es muy propio de hombres humildes ensoberbecerse enviéndose levantados en cualquier puesto o dignidad. Persuadime que todos los que quitaban el sombrero a la real insignia me lo quitaban a mí, por lo cual hacía más piernas que un presumido de valiente, y me ponía más hueco y pomposo que un pavón indiano. Pesábame estar ausente de mi padre y hermanas y en parte que no podían ver el hijo y hermano que tenían, y al oficio que había llegado en tan breve tiempo, ganado por mis puños.

En esta ocasión nombró su alteza serenísima el principe Filiberto Manuel de Saboya generalísimo de la mar, treinta galeras para ir en corso la vuelta de Levante, en busca de navíos y galeras turcas, yendo por cabo de ellos don Diego Pimentel y don Pedro de Leiva,siendo mi compañía una de las que tocó embarcarse para ir en aquella navegación. Salimos de Mesina un sábado por la tarde, y habiendo aquella noche dado fondo en Rijoles, reino de aquel apóstol calabrés, que por quitarse de ruidos y malas lenguas se hizo morcón de un saúco, a la mañana zarpamos, encomendando a Dios nuestros buenos sucesos y rogándole nos volviese victoriosos. Mi amo me mandó que tuviese cuidado de asistir al fogón y de aderezar la comida para nuestro rancho; y acordándome de las mudanzas de fortuna, refería aquella ingeniosa glosa de:

Acordaos, flores, de mí

Y aunque me llegó al alma el bajar de alférez a cocinero, por reparar que era oficio socorrido y de razonables percances, no le repliqué ni me di por sentido, antes en pocos días salí tan buen oficial de marmitón que podía ser arcipreste de la cocina del gran Tamorlán.

Pasamos el mar de Venecia, reconocimos al cabo de Cuatro Colunas, y al cabo. de cuatro jornadas, surcando la costa de Grecia, cogimos una barca de Griegos, a vista de Puerto_Maino. Yo iba a esta guerra tan neutral, que no me metía en dibujos ni trataba de otra cosa sino de henchir mi barriga, siendo mi ballestera el fogón, mi cuchara mi pica, y mi cañón de crujía mi reverenda olla; usaba, en habiendo algún arma o faena, de las siguientes chanzas. Iba siempre apercibido de una costra de bizcocho, la cual llevaba metida entre camisa y pellejo. Procuraba poner mi olla en la mejor parte, y en medio de todas las demás, y para no hallar impedimento madrugaba, y les ganaba a todos por la mano. Y cuando la galera andaba revuelta, chirreando el pito y zurrendo los bastones, quitabala gordura de las más sazonadas ollas y traspasábala a la mía con tal velocidad, que aun apenas era imaginado cuando ya estaba ejecutado. Y por hacer salva a algunos púlpitos relevados, piñatas de respeto de oficiales de marca mayor, en descuidándose un instante el que estaba. de guardia zampaba mi costra en el golfo de sus espumosos hervores, y en viéndola calada, sin ser visera, la volvía a su depósito, algunas veces tan caliente y abrasante, que al principio fue toda mi barriga un piélago de vejigatorios. Pero después que me hice a las armas, aunque estaba toda ella con más costras que cien asentaderas de monas, más lo tenía por deleite que por fatiga. Esta empapada y avahada sopa me sirvió siempre de desayuno, sin otros retazos ajenos, más ganados a fuego y cuchillo que no a sangre y fuego.

No dejaré de confesar que algunas veces me cogió la centinela con el hurto en las manos, y quitándome la espumadera y dándome un par de cucharazos, despedía su cólera, y yo guardaba mi costra; porque en este mundo no hay gusto cumplido, ni se pescan truchas a bragas enjutas.

Andando, como dicen los poetas:

Entre rumbos de cristal,

rompiendo cerúleas ondas.

y fatigando con pies de madera y de lino, campañas de sal y montes armiño, cogimos diez y siete caramuzales y una urca, ellos llenos de colación de los llagados del mal francés, y ella ballena de ricas mercancías; y aunque no tuve de ellas parte, con ser de los de la primer plana, me tocaron algunos despojos de la pasa y higo que me sirvieron algunas semanas de dulcísimos principios y de sabrosos postres. Volcase se uno de los caramuzales por la codicia del asalto y competencia del saco, quedando los codiciosos hechos sustento tiburones y alimento de atunes. Yo, que jamás me metí en ruidos ni fui nada ambicioso, me estaba tieso que tieso en mi cocina, a la cual llamaba el cuarto de la salud.

Fuimos a Castel_Rojo a hacer agua, y salimos rabo entre piernas, por la fuerza de los turcos de tierra, y así nos retiramos a la mar, de quien éramos señores. Enderezamos las proas a San Juan de Pate, tierras de Grecia, donde nos hablaban en griego y nos chupaban el dinero en ginovés; que yo reniego de la amistad del mejor país de contribución; dígolo por este, que es contribuyente del Turco, que los demás, su alma en su palma.

Volvimos a Puerto_Maino, donde cargamos de codornices o coallas saladas y embarriladas, como si fuesen anchovas, trato y ganancia de los moradores de aquella tierra, adonde siendo yo maestro de toda patraña, me engañaron como a indio caribe, y fue en esta forma. Diome mi amo media docena de pesos mejicanos, y mandóme saltar en tierra a meter algún refresco. Salté en ella, y hallé junto al puerto una gran cantidad de villanos, cada uno con un carnero, y todos ellos con cien manadas de malicias. Parecióme que me estaría más a cuento comprarles uno, por estar más a mano la embarcación, que irlo a buscar a la villa, que está de allí una gran milla, y volver, cuando no cargado, embarazado. Llegué a un villano, y concerté el que tenía, que me pareció de tomo y lomo en una pieza de a ocho. Pescóme el taimado la pieza con la mano derecha y con la izquierda hizo amago de entregarme el aventajado marido al uso y al tiempo que fui a asir de la ya venerada cornamenta, soltó el villano el atril de San Marcos, y dejó en libertad el origen del vellocino de Calcos. Empezó el tal animal a dar brincos y saltos la vuelta de la villa, partiendo el amo más ligero que un viento en su alcance, dando muestras de quererlo coger; y yo con más velocidad que una despedida saeta fui en seguimiento del amo, por cobrar mi real de a ocho. El camero huía, el dueño corría, y yo volaba. Fue tanta mi ligereza, que lo vine a alcanzar en un bosque frondoso, que estaba en la mitad del camino que había de la villa al puerto. Preguntéle por el carnero; díjome que se había metido por la espesura del bosque, y que no sabía dél. Pedíle mi dinero, a lo cual alegó que lo vendido vendido, y lo perdido perdido: que ya él había cumplido con entregarmelo; que hubiera yo tenido cuidado de asirlo con brevedad y ponerlo en buen recaudo. Yo, movido a ira de la sinrazón del villano, por verlo solo y sin armas, me atreví a meter mano a una espadilla vieja y mohosa que había sacado de la galera, pensando de aquesta suerte atemorizarlo y reducirlo a que me volviese mi dinero; pero me sucedió al contrario de lo que yo me imaginé, porque apenas el tal borreguero vio en cueros y sin camisa el acero novel, cuando empezó a dar infinitas voces, diciendo:

_¡Favor, que me matan! ¡Socorro, que me roban!

A cuyos gritos salió de lo más intrincado del bosque una manga suelta de tosco villanaje, que Dios me libre por su santísima pasión de semejante canalla. Venían todos cargados de chuzos y escopetas; y antes que fuesen descubiertos de mí, ya me habían atajado los pasos, y quedé en manos de villanos; que de las desdichas que suceden a los hombres, esta es una de las mayores. Llegó uno que parecía cabo de cuchara de los demás; preguntóle a mi inocente Judas la causa de su lamento, y él le dijo que después de haberme vendido un camero, y dándole ocho reales por él, le había ido siguiendo con intención de quitárselo y que alcanzándolo en aquel puesto, se lo había pedido con muchos retos y amenazas y que porque me los había negado había metido mano a la espada para matarlo y robarlo. Ellos, sin oír mi disculpa (que bastaba a Inés ser quien es), llegaron a mí y despojándome de la durindana me dieron tantos cintarazos con ella y tantos palos con los chuzos, que después de haberme abarrado como encina, me dejaron hecho un pulpo a puros golpes.

Fuéronse todos, haciendo grande algazara y dando muchas muestras de alegría; y yo, viéndome solo y tendido en tierra y en medio de tan lóbrega palestra, temiendo no saliese otra emboscada que me dejase sin despojos, ya que la pasada me dejaba sin espada y sin costillas, me levanté como pude, y desgajando de un sauce un mal acomodado bastón, le supliqué que me sirviera de arrimo, y abordonando con él, me volví a mi galera, donde conté todo el caso, el cual fue celebrado, y juzgaron a buena suerte haber salvado los cinco de a ocho.

Contónos el patrón de la galera que él había llegado allí diversas veces, y que había visto hacer la misma burla a muchos soldados, y que todos los carneros que conducen a aquel puerto los tienen adestrados a huirse en viéndose sueltos y volverse a sus casas; y que escogen los mozos más ligeros de aquella cercana villa para venirlos a vender, teniendo de retén, para los que los siguen, una cuadrilla de villanos armados a la entrada de aquel bosque; y que, aunque se han querido vengar algunos soldados de su engaño y villanía, no se habían atrevido, por el bando que echan los generales de pena de la vida al que les hiciere mal ni daño; porque temen que pongan en arma la tierra, y les impida aquel retiro de cualquier tormenta y el hacer aguada y tomar algún refresco. Di gracias al cielo de haber escapado con la vida y de haber llegado a tiempo en que no solo los hombres engañan a los hombres, pero enseñan a los animales a dejados burlados. Yo tuve qué rascar algunos días, y de qué acordarme todos los que viviere.

Tuvimos una noche en este mi puerto una procelosa tormenta, llegando a pique de perderse toda la armada porque las galeras, abatidas de la fuerza de los vientos y combatidas de las soberbias y encumbradas ondas, rompiendo cabos y despedazando gúmenas, se encontraron y embistieron unas con otras, y como si fueran dos enemigas escuadras, se quebraban los remos, se desgajaban los timones, y se maltraban las popas; y mientras unos llamaban a Dios, y otros hacían promesas y votos, y otros acudían a sus menudas faenas, mi merced, el señor Estebadillo González, estaba en la cámara de popa, haciendo penitencia por el buen temporal, con una mochila de pasas y higos, dos panecillos frescos y un frasco de vino que le había soplado al capitán, diciendo con mucha devoción:

_Muera Marta y muera harta.

Cesó la tormenta, remendáronse las galeras lo mejor que se pudo, y volvimos atrás, como potros de Gaeta, cuando pensábamos pasar muy adelante. Pusieron en cadena unos patrones, porque aseguraron a los generales que llevaban bastimento para tres meses, no llevándolo para seis semanas; por cuyo engaño  quizá se perdieron muchas vitorias y se malograron muchas ocasiones. ¡Qué  dello pudiera decir acerca desto y otros sucesos que han pasado y pasan desta misma calidad, no solo a patrones de galera, sino a gobernadores de villas y castellanos de fortalezas y a municioneros y proveedores, en quien puede más la fuerza del interés que el blasón de la lealtad! Pero no quiero mezclar mis burlas con materia de tantas veras, ni aguar la dulzura de mi bufa con la amargura de decir verdades.

Pasamos por entre turcos y griegos después de haber descubierto con turbantes de nubes y plumas de celajes el altivo y celebrado Etna, el ardiente volcán, y el fogoso Mongibelo; llegamos a Mesina llenos de banderolas, flámulas y gallardetes; saludamos la ciudad con pelícanos de fuego, y ella con neblíes de alquitrán hizo salva real a nuestra buena venida y pública vitoria. Saltamos en tierra, donde los dos generales fueron bien recibidos de Su Alteza Serenísima, el príncipe Filiberto Manuel, el cual, saliendo a ver su vitoriosa armada, honró a todos los capitanes y soldados particulares, así con obras como con palabras; porque solo dan honra los que la poseen, y deshonra los que carecen de ella; porque no puede dar ninguno aquello que no tiene. Mandó poner a la urca de la presa un artificio en forma de carroza, que en virtud de sus cuatro ruedas andaba sobre el agua, caminando a todas las partes que la querían llevar, sin velas y remos, ni timón, que a todo esto ha llegado la sutileza de los ingenios, y todo esto puede la fuerza del oro. Retiráronse a sus puestos la mayor parte de las galeras, particularmente las del gran duque de la Toscana, quedándose en Mesina sola una escuadra de veinte y cinco galeras, en las cuales embarcándose Su Alteza, y dejando aquella ciudad en una confusa soledad, partimos la vuelta de Palermo a gozar de su cocaña.

Detuvimonos veinte y un días en Melazo, por falta de buenos temporales. Hay en este puerto una iglesia de la advocación de San Fanfino, abogado de Gomas, y lapas, adonde cualquiera persona que llega a encomendarse a este bendito santo, padeciendo estas enfermedades, metiéndose en el arena de su marina y echando sobre ella un poco de agua del mar de aquel puerto, le salen en breve espacio milagrosamente infinidades de gusanos de sus llagas antiguas o modernas y queda bueno y sano de su pestífera enfermedad. Yo, por andar bien aforrado de paño y vino de Pedro Jiménez, no necesité deste santo milagro, y cuando acaso necesitara, por no echar sobre mi cuerpo la cosa que más aborrezco, que es el arrastrado y sucio elemento del agua, me quedara hecho otro Lázaro leproso. Si este divino santo convirtiera este milagro en el de la boda del Architriclino , y volviera aquel agua del puerto de San Fanfino en vino de San Martín, te aseguro que dejara de seguir las galeras, y que, dejando el mundo, me retirara a este sagrado, a hacer penitencia de mis pecados en el húmedo yermo de su bodega o cantina.

Prosiguiendo el viaje de aquella fértil y abundante corte de Palermo, me sucedió una desgracia en mi aplaudido y celebrado fogón, con que di con los huevos en la ceniza; y fue que yendo una mañana a querer poner la olla con una poca de carne que había quedado en mi rancho, por ser el último día de la navegación, al tiempo que la metí en un balde, y alargué el brazo al mar desde la proa, para coger un poco de agua para lavarla, llegó una soberbia onda, fomentada de una mareta sorda, y cargó con la carne y lavadero, y me dejó mojado y descarnado. Yo, por no dejar a mi amo sin comer, ni hallar, por mis dineros, con qué encubrir el robo marítimo, arrimé al fogón la piñata, llena de tajadas de bacallao, pensando que en virtud del ajazo y pimentón supliera la falta del sucedido fracaso; y habiendo espiado una olla de un capitán (pienso que podrida, pues tan hedionda fue para mí), y visto que el guardián della se entretenía en la crujía en el juego de dados, le di a él gatazo , y a su olla asalto, pues yendo a mi rancho, y trayendo un pequeño caldero vacío, traspasé el bacallao a él, y la olla del capitán a la mía.

Hecho este trueque sin partes presentes, zampé el pescado del caldero en la olla capitana, y volviéndolas a tapar a las dos, volví el caldero a su lugar, y poniendo la mesa, y llamando a mi amo y a sus camaradas, aparté la piñata, y híceles que comiesen temprano, por estar a cuatro millas de Palermo. Alabaron todos lo sazonado de la olla, confirmándome por el mejor cocinero de la armada.

Levantóse nuestra tabla, al tiempo que se puso la del capitán, y que el guardián y maestro de cocina, habiéndole hecho dejar el juego, venía muy cargado con su olla vitoriana. Desembarazóse de ella, quitóle la cobertera y al quererla escudillar, se quedó hecho una estatua de piedra, sin menear pie ni mano. El capitán, viendo su elevación y que apenas pestañeaba, le preguntó la causa, pensando que le había dado un accidente. Él le respondió, viendo aquella transformación de Ovidio en su olla que sin duda aquella galera se había vuelto palacio de Circe, pues a él lo habían convertido en mármol frió y la carne de aquella olla en bacallao.

Viendo el capitán el suceso tan en su daño, echó a rodar la mesa de un puntapié, y con mucho enojo, le dijo al cocinero soldado que si él no se hubiera puesto a jugar, ni nadie se hubiera atrevido a tales transformaciones, ni él se hubiera quedado burlado y sin comer; que echase  el pescado a la mar, y que de allí en adelante no se encargase de guisar la comida, que él buscaría quien acudiese con más cuidado. Con esto le volvió las espaldas muy enfadado, y el pobre soldado, con muy grande flema, llevó a un banco la encantada olla, y dio lo que estaba dentro a los forzados dél; y teniendo su piñata vacía en la mano derecha, al quererse ir a llegar a su rancho, un esclavo a quien tocó parte de las tajadas de bacallao, quizá agradecido de la limosna que le había hecho, le contó haber sido yo el autor de aquella maraña y el varón santo que convertía la carne en pescado, para mortificación y continencia del capitán, y que él me había visto hacer el milagro y la traslación de un sepulcro a otro.

Yo, que estaba receloso de ser de descubierto, y andaba escondido para ver en qué paraba aquel alboroto, estaba cerca del bando contrario, bien ignorante de lo que en mi contra se trataba. El soldado, así que se satisfizo de la verdad, por volver por su reputación, puso por obra  la venganza. Y llegándose a mí y alnzando el vaso y olla muy airosamente, rompió los cascos della en los de mi cabeza, diciéndome:

_Señor soto alférez, quien goza de las maduras, goce de las duras; y quien come la carne, roya los huesos.

Yo caí sin ningún sentido sobre la crujía, adonde al ruido del golpe acudió mi amo y su capitán: informáronse del caso, y por ver que me bastaba por caso el estar como estaba, pidió el capitán a mi amo que me despidiese luego que llegase a Palermo, porque quien hacía un cesto, haría ciento; el cual le prometió de hacerlo así. Fuéronse los tres a la popa, y yo, despertando del sueño de mi desmayo, o letargo de mi tamborilazo, me hice curar de un barberote media docena de burujones que me habían sobrevenido de achaque de olla podrida, y entrapajándome muy bien la cabeza, me fui poco a poco a mi rancho.

Leyóme la sentencia mí amo, dándome, aunque sobre peine, por haberle sabido bien la olla, su poquita de reprehensión. Díjele que supuesto que me despedía, habiéndome sucedido aquella desgracia por acudir a su regalo, que me pagase lo que me debía, conforme al concierto que hizo conmigo en Mesina cuando me recibió. Preguntóme que si desvariaba con el dolor de la cabeza, porque él no había concertado nada conmigo, ni de tal se acordaba, ni que a los abanderados se les daba otra cosa que comer y beber y un vestido cada año. A estas razones le respondí, algo enojado, que él no me había recibido para abanderado, sino para estar en la primera plana y para esguazar, y que no solo no me había dado el sueldo de la primera plana, ni los provechos del esguazo, ni puéstome en el avanzamiento que me había prometido; pero que en lugar de cargo tan honroso, me había obligado a ser lamedor de platos y marmitón de cocina, por lo cual me había venido a ver en el estado en que estaba.

Mi amo, después de haberse reído un gran rato, me dijo:

_Señor Estebanillo, vuesa merced ha vivido engañado. El ser abanderado es oficio de la primera plana, cuyo sueldo tira el alférez. Si el esguazar ha pensado que no es otra cosa que comer y beber, será el ollazo que le han dado sobre la cabeza. El tutiplén es que vuesa merced es en todo y por todo otro Lazarillo de Tormes; mas porque no te quejes de mí, ni digas que te he engañado, no siendo nada inocente, ves aquí dos reales de a ocho para ayuda de tu cura y para que esguaces en saltando a tierra y bebas un frasco de vino a mi salud.

Yo los recibí, y le agradecí la merced que me hacía, y me fui previniendo para salir de aquel abreviado infierno por estar ya cerca de tierra.

Tenía la ciudad y corte insigne de Palermo hechos grandes apercibimientos para recibir a Su Alteza Serenísima, por dar muestras de su valor y grandeza y por significar el gusto que tenía de que la viniese a mandar y a gobernar tan gran príncipe, y tan lleno de perfecciones y excelencias; y así al tiempo que llegó cerca de su playa colmó el mar de balas, el aire de fuegos, la esfera de humos, y la tierra de horrores. Desembarcóse de su real al son de bélicos instrumentos de guerra, y acompañado de la nobleza ilustre de aquel reino y aplaudido de los habitadores, entró en una de las mejores ciudades que tiene el orbe y en uno de los más abundantes y fértiles reinos de cuantos encierra la Europa. Tomó pacífica posesión de su merecido gobierno, y yo inquieto amparo de una pobre hostería, adonde en pocos días quedé sano de la cabeza y enfermo de la bolsa.

Mas como tras la tormenta suele venir la bonanza, así tras de una desgracia suele venir una dicha, que a haberla sabido conservar, harto feliz hubiera sido la que hallé a los ocho días de mi desembarcación; pues yéndome una tarde paseando por el Cásaro de Palermo, admiración del presente siglo y asombro de los cinceles, me llamó un gentilhombre que servía de secretario a la señora doña Juana de Austria, hija del que fue espanto del otomano y prodigio del mar de Levante. Díjome que me había encontrado tres o cuatro veces en aquella calle, y que le había parecido ser forastero y estar desacomodado; que si era así, que él me recibiría de buena gana, y que me trataría como si fuera un hijo suyo, en el regalo y en el traerme bien puesto.

Pareciéndome el partido más claro y menos sin trampa que el de esguazar, díjele que le serviría con mucho gusto, y dándole el nombre como a soldado que está de centinela, y negándole el tener padre ni ser medio romano, me vendí por gallego; y se echó muy bien de ver que lo era, en la coz que le di y en la que le quise dar. Fuilo siguiendo hasta su aposento, adonde, después haberme dado de merendar, me entregó la llave de un baúl que tenía, depósito de sus vestidos y de una buena cantidad de dineros; que el hombre que llega a hacer confianza de quien no conoce, o está jurado de santo, o graduado  de menguado. Y como mi amo me puso el cabe de a paleta, y yo tenía, tras de jugador, un poquito de goloso, fue fuerza el tirarlo, dándole toque y emboque al baúl; el cual quedó libre de no hacer dos de claro por ser las sangrías pequeñas y de no mucha consideración, por no darme lugar a mayor atrevimiento mi poca edad y el buen tratamiento que me hacía mi amo.

Estuve con él cerca de un mes, que te certifico que no fue poco para quien está enseñado, como yo lo estoy, a mudarlos cada semana, como camisa limpia. Llegó un día de fiesta, aderezábale una conocida suya las vueltas y valonas y aun pienso que le almidonaba las camisas, siendo yo el portador de llevarlas y traerlas. Madrugó a oír misa, por ser día de correo, y vio que yo me había descuidado en no traerlas un día antes, como siempre acostumbraba hacer; diome media docena de bofetadas, muy bien bien dadas, pero muy mal recibidas, diciéndome:

_Pícaro gallego, ¿es menester que ande yo siempre tras vos diciéndoos lo que habéis de hacer? Como tenéis habilidad para comer, ¿por qué no la tenéis para servir, teniendo cuenta, pues no sois de los que buscaba Herodes, de lo que yo necesito, para hacerlo sin que yo os lo mande?

Y diciendo esto, se salió de casa, y yo me quedé con mis bofetadas hasta ciento y un años.

Volvió mi amo al cabo de un rato muy alborotado, diciéndome que recogiera toda su ropa blanca y que me aperibiera, porque a otro día nos habíamos de embarcar para Roma, porque iba acompañando al príncipe de Botera, amo de su ama, que iba a aquella corte a ver al condestable Colona, su padre. Yo salí fuera a hacer lo que me mandaba, con doblado disgusto del que había tenido, por no atreverme a volver a Roma y perder tan buen amo, aunque estaba algo en mi desgracia por el desayuno de las bofetadas. Encontré en la calle a un jornalero matante, que, por haber gastado con él algunas tripas del baúl, se había hecho amigo, y lo era de taza de vino y de los que ahora se usan. Contéle todo mi suceso, y pedíle que me aconsejase en aquello que me estaba bien. Y después de haber reportado el bigote y arqueado las cejas, acriminó mucho lo que mi amo había hecho conmigo, diciéndome que no me tenía por mancebo honrado ni por hijo de hombre de bien si no me vengaba. Y persuadiéndome que no fuese Roma ni tratara de darle más disgustos a mi padre, se resolvió en que me fuese con él a Mesina, y desde allí a Nápoles, y que para el viaje cargara con todo cuanto pudiera, que él me lo guardaría en su posada, y a mí me tendría oculto en ella hasta que se embarcase mi amo y los dos nos pusiésemos en camino.

Pudo tanto conmigo la persuasión deste  interesado verdugo, que me obligó a hacer una vileza que jamás había pensado ni pasado por mi imaginación; qe tales amigos siempre incitan a cosas como aquestas, y una mala compañía es bastante a que el hombre más prudente y de mejor ingenio tropiece en una afrenta y caiga en un peligro. Llevé toda la ropa que estaba fuera de casa, entreguésela a mi amo, y ambos estuvimos ocupados toda aquella tarde en aprestar lo necesario para el viaje. Llegó el día de la embarcación, y como mi natural, aunque era picaril, no se inclinaba a hurtos de importancia, sino a cosas rateras, no determinaba, temiendo no me cogiesen en la trampa y me diesen un jubón sin costura. Quiso mi desgracia que estando ya resuelto de no hacer cosa por donde desmereciera, y de ir acompañando a mi amo, entró en el aposento el Aquitofel consejero de mi estado y amigo de mi dinero. Díjome que cómo estaba con tanta flema, y habiendo de partir las galeras a prima rendida y estando mi amo en la marina con el príncipe, y el aposento solo, y la noche oscura. Yo, viéndome en tan fuerte tentación y acordándome de lo que le había prometido, le dije que todo lo que había de sacar lo había metido en aquel baúl, y que por pesar mucho no había podido cargar con él ni había hallado quien lo quisiese llevar. El me respondió:

_No le dé cuidado eso, que aquí estoy yo, que llevaré sobre mis hombros no solamente el baúl, pero el arca de Noé_ y arrimarse a él y echárselo a cuestas y salir del aposento, todo fue uno.

Viéndole cargar con los Penates de Troya, sin ser piadoso Eneas, sino un astuto Sinón, tomé mi ferreruelo, cerré tras mí, y fuilo síguiendo. Fue tan grande la ventura de mi amo, que al tiempo que iba a salir el baúl por la puerta de la calle llegó al umbral della a querer entrar, y viendo que lo mudaban sin su gusto, me dijo:

_¿Adónde vas con este baúl a estas horas?

Yo, con más desmayo de muerto que aliento de vivo, le respondí que a embarcarlo en la galera, adonde habíamos de ir. Replicóme:

_¿Y sabéis vos en qué galera me embarco?

Yo respondíle:

_Señor, quien lengua ha, a Roma va; demás que me habían dicho que vuesa merced estaba en la playa con su excelencia, y me mandaría adónde lo había de llevar.

Díjole a mi fingido palanquín que volviera el baúl a su lugar; hízolo así, y no viendo la hora de ponerse en salvo por no ser conocido, se puso con brevedad en la calle.

Díjome mí amo con rostro airado, ceñudo de ojos y amostazado de narices:

_¿Quién os manda a vos sacar mi hacienda de mi casa sin tener licencia mía?

Díjele:

_¿Tan flaco es vuesa merced de memoria que ya se le ha olvidado la pendencia sobre las valonas y el haberme dicho que no había de andar tras de mí diciéndome lo que había de hacer, sino que cuidase yo de lo que vuesa merced necesitaba sin aguardar a que me lo mandase? Pues siendo esto así, y viendo que en este cofre tiene todos sus vestidos y dineros y que necesita de ellos para este viaje, no pienso que ha sido error hacer lo que vuesa merced me manda.

Pidióme la llave; dísela, abriólo y reconociólo por todas partes, y volviéndolo a cerrar, me dijo:

_Señor Esteban González, vuesa merced se vaya con Dios de mi casa, que no quiero en ella criados tan bien mandados, ni sirvientes tan puntuales, y que unas veces pequen de más, y otras de carta de menos; y agradezca que estoy de partida, que a no estarlo, yo le hiciera cantar sin solfa; y aun puede ser que lo haga, que no estoy muy fuera de ello, si no se me quita de delante.

Yo, temiendo que por haber intentado cazar gangas no me enviase a cazar grillos, me salí del aposento temblando de miedo, sin amo, sin dinero y sin haber cenado, porque lo poco que había acaudalado en ser cajero de aquella pequeña tesorería, lo había gastado con valiente de mentira.

Viéndome que ya era irremediable lo hecho y que había sido ventura haber hallado tan buena salida, habiéndonos cogido las manos en la masa, me fui a la posada de mi amigo, el cual hallé con una cara de deudor ejecutado. Contele el despedimiento del cuerpo y el alma, y después de más de media hora de paseo, dando más bufidos que un toro y echando más tacos que un artillero, vino a parar toda la tormenta en mandarme azainadamente que pidiera de cenar a la patrona. Yo le dije:

_En cuanto a pedirlo, yo lo haría con todas las veras; pero en cuanto a la paga, había salido de casa de mi amo como niño de doctrina, abofeteado y sin blanca.

El me respondió:

_Pues cuerpo de tal con él, ya que no tuvo ánimo de cargar con un talego, ha de dejar por la cena empeñado el ferreruelo, que no me he yo de acostar haciendo cruces por sus ojos bellidos, habiendo hecho por él lo que yo he hecho, arresgándome, como me he arresgado, no debiéndole ninguna amistad ni teniéndole obligación ninguna, que si me ha dado algunos reales, más he hecho yo en pedírselos que él en dármelos. Y yo sé que si me conociera, que me ayunara, y que hubiera hecho cubrir, no solamente una tabla, sino unos tablones que hubo en el templo de Salomón; que presumo que debe de ignorar que por mí se hizo la jácara de

Zampuzado en un banasto.

Fue tanta la risa que me dió el ver su modo de hablar y su crudeza, que le obligué a que pensase que hacía burla de él; por lo cual, dejando caer el ferreruelo y habiéndome hecho conde de Puñoenrostro, arrancó de la tizona, quizá por haberle yo negado la colada; pero como no he sido nada lerdo ni perezoso en tales apreturas, tomé tierra del rey, y con presteza a la calle, y entrándome en casa del Cardenal de Oria, obispo de Palermo, mi bravo se quedó plantado de firme a firme, tirando algunos corvos y obtusos a la puerta de la posada.

Hallé a la entrada de la del palacio al cocinero mayor o de servilleta o manteles de Su Eminencia, que se llamaba maestre Diego, y en viéndome entrar tan presuroso y alborotado me preguntó que qué era lo que traía. Yo respondí que un puñetazo junto al ojo y cien libras de miedo, porque me habían cogido entre dos para quitarme el ferreruelo, y que me había dado tan buena maña, que me había librado dellos, los cuales me habían venido siguiendo hasta haberme valido en aquel sagrado.

Quiso ser curioso y saber de dónde era, y cómo me llamaba, y si tenía padre o amo, o si era venturero. Satisfácele a sus preguntas, y recibióme por su pícaro de cocina, que es punto menos que mochillero y punto más que mandil. No me descontentó el cargo que me había dado, porque sabía, por la experiencia de la embarcación, que es oficio graso, y ya que no honroso, provechoso.

Regalábase mi amo a costa ajena, que es gran cosa comer de mogollón y raspar a lo morlaco.  Tenían cada día pendencias él y el veedor, y a la noche sucedía con ambos aquello de «en la caballeriza yo y el potro nos pedimos perdón el uno al otro». Yo llevaba, al tiempo que el reloj echa todo su resto, la comida de raspatoria a casa de mi amo, y a las tres de la tarde las sobras, resueltas y remanentes y percances, con ayuda del jifero,  al baratillo de la ropa vieja y usada; y lo restante del día me ocupaba en hacer burro de noria a un volteador asador, donde estaba cuatro horas como caballo delacerado, boca abajo y sin comer. Hacía de día entierros de leños y carbones, y a la noche sacaba los tales muertos a que fuesen refrigerio de vivos. Hiciéronme al cabo de cinco semanas, en premio de mis servicios, barrendero menor de la escalera abajo, que de esta suerte avanza quien sabe tan bien servir, y con tanta satisfacción de sus oficiales. Salí al nuevo oficio descalzo, desnudo y tiznado. Con tener de mi parte dos cardenales,que era el uno a quien servía, y el otro el que me hizo el rebosado valiente, ayunaba al traspaso.

Quiso mi favorable estrella que los criados de casa estudiaron la comedia de Los Benavides, para hacerla a los años de Su Eminencia, y a mí por ser muchacho, o quizá por saber que era chozno del conde Femán González, me dieron el papel del niño rey de León. Estudiéle, haciéndole al que se hizo autor de ella que me diese cada día media libra de pasas y un par de naranjas, para hacer colación ligera con las unas, y estregarme la frente al cuarto del alba con las cáscaras de las otras; porque de otra manera no saldría con mi estudio, aunque no era más de media coluna, por ser flaco de memoria; y que esto había visto hacer a Cintor y a Arias, cuando estaban en la compañía de Amarilis. Creyó lo tan de veras, que me hizo andar de allí adelante, mientras duraron los ensayos, todos los días, y estudiando todas las noches, mascando pasas y todas las mañanas atragantando cascos de naranjas y haciendo fregaciones de frente.

Llegó el día de la representación; hízose un suntuoso teatro en una de las mayores salas del palacio, pusieron a la parte del vestuario una selva de ramos, adonde yo había de fingir estar durmiendo cuando llegasen los moros a cautivarme. Convidó el Cardenal mi señor a muchos príncipes y damas de aquella corte; pusiéronse mis representantes de aldea muchas galas de fiesta de Corpus, adornáronse de muchas plumas, y en efeto, el palacio era un florido abril. Pusiéronme un vestido de paño fino con  muchos pasamanoy y botones de plata y con muy costosos cabos; que fue lo mismo que ponerme alas para que volase y me fuese. Yo, aprovechándome del común vocablo del juego del ajedrez, por no volverme a ver en paños menores le dije a mi sayo: “Jaque de aquí.”

Empezóse nuestra comedia a las tres de la tarde, teniendo por auditorio todo lo purpúreo y brillante de aquella sociedad. Andaba tan alerta el autor sin título por haber él alquilado mi vestido y héchose cargo dél, que no me perdía de vista. Llegó el paso en que yo salía a caza, y fatigado del sueño me había de recostar en aquella arboleda; y después de haber representado algunos versos y apartádose de mí los que me había salido acompañando, me entré a reposar en aquel acoplado y florido dosel, adonde no se pudo decir por mí que me dormí en la purga, pues aún no había entrado en él, cuando siguiendo una carrera que hacía la enramada, me dejé descolgar del tablado, y por debajo del llegué a la puerta de la sala, y diciendo a los  que la tenían ocupada: “Hagan plaza, que voy a mudar de vestido”, me dejaron todos pasar, y menudeando escalones y allanando calles, llegué a la lengua del agua, y desde ella a la sombra de la mar.

Informáronme otra vez que di la vuelta  a esta corte, que salieron en esta ocasión al tablado media docena de moros bautizados, hartos de lonjas de tocino y de frascos de vino; y llegando a la arboleda a hacer su presa, por pensar que yo estaba allí, dijo el uno dellos en alta voz:

_¡Ah, niño, rey de cristianos!

A lo cual había yo de responder, pensando que eran criados míos:

_¿Es hora de caminar?

Y como ya iba caminando más de lo requería el paso, no por el temor del cautiverio, sino por miedo del despojo del vestido, mal podía hacer mi papel ni acudir a responder a los moros estando una milla de allí, concertándome con los cristianos, aunque no lo hice muy mal, pues salí con lo que intenté.

Viendo el apuntador que no respondía soplaba por detrás a grande priesa , pensando que se me habían olvidado los pies; y a buen seguro que no se me habían quedado en la posada, pues con ellos hice peñas  y Juan danzante. Viendo los moros tanta tardanza, pensando que el sueño que había de serfingido lo había hecho verdadero, entraron en la enramada, y ni hallaron rey ni roque. Quedaron todos suspensos, paró la comedia, empezaron unos a darme voces y otros a enviarme a buscar, quedando el guardián de mi persona y vestido medio desesperado, y ofreciendo misas a San Antonio de Padua y a las ánimas del purgatorio. Contárosle mi  fuga al Cardenal, el cual respondió que había hecho muy bien en haber huido de enemigos de la fe, y no haber dado lugar a que me hiciesen prisionero; que sin duda me había vuelto a León,  pues era mi corte, y que desde allí mandaría restituir el vestido; y que en el ínter él pagaría el valor dél, y que no tratasen de seguirme, porque no quería dar disgusto a una persona real.. Mandó que leyesen mi papel y que acabasen la comedia; lo cual se hizo con mucho gusto de todos los oyentes, y alegre del autor della por tener tan buen fiador.

CAPITULO III

[¿1623?-¿1626?]

ADONDE SE DECLARA EL VIAJE QUE HIZO A ROMA;LO QUE LE SUCEDIO EN ELLA, ESTANDO POR APRENDIZ DE CIRUJANO. CÓMO SE VOLVIÓ A HUIR POR TERCERA VEZ; ENTRÓ A SERVIR DE PLATICANTE y ENFERMERO EN EL HOSPITAL DE SANTIAGO, DE NAPOLES, Y CÓMO SE SALIÓ DEL POR PASAR A LOMBARDIA CON PUESTO DE ABANDERADO

A

 

quella tarde iba tan en popa mi fortuna, que todo me sucedía a medida del deseo, pues así que llegué a la marina, oí dar voces a un marinero diciendo:

_A Nápoli, a Nápoli!

Preguntéle que cuándo se había de partir. Respondióme que ya estaba la faluca echada a la mar, y que solo aguardaba al patrón, que había entrado en la ciudad a sacar licencia para ello. Estando en esta plática, llegó el dicho patrón, con quien me concerté con brevedad, en virtud de una hucha que había hecho de lo mal alzado de la cocina, que sería de hasta cuarenta reales; y embarcándome con él en una barquilla, volviendo por instantes la cabeza atrás, llegamos a la faluca y echamos todo el trapo, y al cabo de seis días me hallé en Nápoles.

Me fui aquella noche fuera de la puerta Capuana, y al amanecer tomé el camino de Roma, donde, sin acaecerme de qué poder hacer mención, llegué una mañana a una puerta de sus antiguos muros, y habiendo entrado en ella y considerando en el traje honrado que llevaba y la afabilidad de mi padre, me fui derecho a su casa, adonde fui muy bien recibido, haciendo muy al vivo el paso y ceremonias del hijo pródigo. Preguntóme mi padre que dónde había asistido el tiempo que había faltado de sus ojos. Hícele creer que había estado en Liorna sirviendo de paje a don Pedro de Médicis, gobernador de aquella plaza, y que me había venido con su gusto, por solo verle a él y a mis hermanas y por tirarme el amor de la patria. Hizo que me regalasen, y no poniendo en olvido mis buenas costumbres y habilidades, me dijo que se holgaba mucho de mi venida, pero que aquella misma tarde me había de buscar quien me enseñase oficio, aunque le costara cualquier cantidad, porque no quería que durmiese en su casa ni que estuviese en el contorno de ella; y que pues había tenido tan buenos principios en el de barbero y sabía levantar tan bien un bigote, que quería que prosiguiese con él; y que mirase que no fuera tan solícito en cobrar libranzas y irme con ellas, como había hecho con su amigo Bernardo Vadía; que ya aquella estaba pagada, pero que si proseguía en mis travesuras, que no lo tuviese por mi padre, sino por mi enemigo capital.

Comí al galope, por temer que me pusiese en la calle antes de acabar, y con el bocado en la boca, por no faltar a su palabra, como al fin hijodalgo, me llevó a la barbería de un maestro catalán, que se llamaba Jusepe Casanova. Habló con él, y halló lo muy duro y muy lejos de recibirme, por estar informado de mi mala opinión y poca estabilidad. Salió mi padre por fiador de cualquiera desacierto que yo hiciese en el tiempo que estuviese en su casa, y le prometió pagar cien ducados si dentro de un año le hiciese falta della; pero que si asistiese y cumpliese el plazo, que él me había de dar a mí veinte para que hiciese un vestido. El maestro, contentándole el partido, y que tenía por cosa segura el irme yo y el cobrar él tan buena cantidad, vino en las condiciones, y haciendo dellas escritura por ante notario, quedé a ser aprendiz, y mi padre se arrepintió del contrato al cabo de tres meses, que fue el tiempo que estuve en aquella tienda, ignorando más cada día que aprendiendo.

Tratóme este maestro con más respeto que el primero, pues el otro me enseñaba a lavar pañales, y este a echar barbas en remojo. Servíale cuando salía fuera a dejar lampiños, y a algunos señores, de paje de bacía y de mozo de estuche, y en la tienda, de calentar el agua y de atizar la fogata. Hacíame que asistiese todo el día en ella y que tuviese cuenta en aprender a rapar zaleas  y alzar criminales, ocupando los ratos perdidos en leer unos libros que tenía de cirugía. Y por no darme a conocer, aunque ya era bien conocido de mi amo, acudía a todo con mucha puntualidad, y más los primeros días, porque se dijese por  mí aquello de cedacito nuevo.

Pareciendo al cabo de algunos días a mi amo que ya sabría algo del oficio, por lo atento que me veía estar siempre a los tormentos de agua y fuego, me mandó quitar el cabello y barba a un pobre, que había llegado a pedirle una rapadura de limosna; que en las cabezas y rostros de los tales siempre se enseñan los aprendices, porque llueva sobre la poca ropa. Hícele sentar sobre una silla vieja reservada, y de respeto, para gente de poco pelo; púsele por toalla un cernedero de color lejía, y sacando del cajón de los principiantes unas tijeras poco menos que de tundidor, y un peine, desperdicio de algún rucio rodado, me acerqué a mi paciente, y diciendo “¡En nombre de Dios!”, por ser el primer sacrificio que hacía, empecé a tirar tijeradas a diestro y a siniestro, mas viendo la poca igualdad que llevaba y que estaba el cabello lleno de escalones y con más altas y bajas que alojamiento de capitán, traté de esquilallo como a borrego y rapaterrón. Él me pedía que fuese sobre peine, y yo lo hacía sobre casco.  En efeto, yo le empecé a trasquilar como a pobre, y después lo esquilé como a camero, y lo atusé como a perro lanudo.

Tentóse el cuitado la cabeza, y hallando su lana convertida en calabaza, desierta la mollera y calva toda la cholla, me dijo:

_Señor mancebo, ¿quién le ha dicho a vuesa merced que tengo gana de ser buenaboya para raparme de esta manera?

Respondíle que aquello era una nueva moda venida de Polonia y Croacia, con la cual gozaría de más limpieza y se saldrían  más bien los malos humores de la cabeza; y que si acaso era amigo de traer cabellos largos, le volverían a crecer a palmos, por habérselos quitado a raíz y en creciente de luna; y encajándole otra media luna de la margen de una bacía vieja, llena de agua fría, en el empañado pescuezo, que le pudiera servir de argolla, ya que lo tenía a la vergüenza, después de haber empapado las vedijas, en, encajado la barba y héchole mil mamonas,  le enjaboné los carrillos tan apriesa y tan apretadamente, que en poco espacio pudiera ser, por la abundancia de espuma, o madre de Venus, o mula de dotor. Sobajéle las barbas, ajéle los bigotes, rasquéle las mejillas, lavéle los labios y despolvoréle las narices; y mi dos veces pobre, agarrado a su bacía el hocico, cerraba y hacíame más gestos que una mona. Quitéle la bacía, sacudíle los dedos, y limpiándole más de dos libras de natas o requesones frescos, le volví de blanco.

Tomé un hocino o navaja, y empecé, no a cortar, sino a desgajar lana de aquel soto de barba, cuya espesura pudiera ser habitación de silvestres animales. Llevaba hacía abajo los cueros, y no los pellejos; y como yo no tenía el dolor, apretaba más la mano, por dar fin a la obra y acreditarme en breve con mi amo, que desde el principio deste prodigio le habían venido a llamar para hacer una sangría, y estaba ausente de la tienda. Era tan mal inclinada la navaja, que cortaba la carne y no la barba. Yo, viendo que mi parroquiano tenía todo el rostro como zapato de gotoso, y que estaba teñido en la sangrientalidad, volvíle a dar otra agua, porque no se despeñase el rojo color y se descubriese el defeto del no viejo y lo borazo de las armas; limpiélo muy bien, y por ver que proseguían las corrientes, entré en mi aposento, y saqué un gran puñado de telerañas, y muy al cuidado fui tapando las pequeñas grietas hechas en aquel rostro de peñasco, y las que cada instante le iba haciendo. Él, no pudiendo soportar el dolor, me dijo:

_Mancebito, mancebito, ¿raspa o degüella?

Respondíle:

_Señor mío, lo uno y lo otro hago, porque la barba de vuesa merced es más dura que una roca, y es menester pasar cochura por hermosura.

Yo estaba temblando de que viniese mi amo y le viese la horrenda figura que tenía, pues su rostro más era tapicería de arañas que cara de cristiano, porque eran tantos los lunares que le había puesto, que a habérselos visto a la luna de un espejo, quedara lunático o frenético. Yo, viendo que mis principios más eran de carnicero que de barbero, saqué del estuche de mi maestro una de sus mejores y más cortantes navajas, con la cual empecé a bizarrear y hacer riza en aquella barba boba, que harto lo era el dueño, pues pasaba tantos martirios a pie quedo, sin estar en tierra del Japón. Quiso la mala suerte, que siempre, huyendo de los ricos, da en seguir a los pobres, que al tiempo que lo iba enjordanando y quitándole veinte años de edad, tropezó la navaja en uno de los remiendos o tacones que le había puesto, y embazándose en la tela de araña, no quiso pasar adelante, por lo cual me obligó a apretar la no ligera mano; y dando un grito de doliente, quísose levantar, por lo cual fue fuerza y mandamiento de apremio cruzarle no más de la mitad de la cara, que la otra mitad la tenía él cortada, y presumo que no por bueno; y así por verlo pobre, le hice amistad de emparejarle la sangre. Mas viéndole en pie y con un sepan cuantos, como mozo de golpe, y que por el rastro que dejaba podía caminar Montesinos, salíme a la calle, metíme en el palacio del sobrino Barberino, diciendo entre mí:

_Ahora que estoy libre ande el pleito.

Llegó mi amo a esta ocasión, halló al pobre dando sollozos, la casa llena de vecinos, y la puerta de mequetrefes. Dijéronle la causa del rumor y lo mal parado que estaba el herido; y él, apartando la gente, se llegó al caballero cruzado, y viéndole la cara tan llena de pegatostes, que parecía niño con viruelas, perdió el enojo, y rebozándose con la mano se atrevía a acudir al remedio, por no descubrir el chorro de la risa, la cual se le aumentó mucho más cuando vio que al ruido había acudido la mujer de aquel sinventura, que era vecina nuestra, y que dándole el pésame las demás, decía que sin duda se burlaban, porque aquel hombre no era su esposo, ni ella había estado tan dejada de la mano del Señor que había de haber escogido tal monstruo por marido.

Dio mi amo fin a sus gorgoritos de alegría, y desembarazándose del ferreruelo, le zurció el geme de abertura, y por no ser hombre que reparaba en puntos, le dio docena y media dellos. Echó toda la gente fuera, y quedándose solo con el herido y con su mujer (que ya lo había conocido por señas que le había dado y por el metal de la voz), envió a llamar a mi padre, el cual, imaginando que lo llamaba para remediar alguna travesura mía, de que no se engañaba, acudió al momento, y viendo aquel espectáculo horrible, con ser hombre tan severo, no dejó de sonreírse un poco. Trataron los dos de quietar y contentar aquella figura de león de piedra que tenían delante, porque no se querellase y diese queja a la justicia; y saliendo mi maestro a curarlo y darlo sano, y ofreciéndole mi padre diez escudos, quedó muy contento y se retiró a su casa..

Supo mi maestro adónde yo estaba y trayéndome a la suya, después de haberme reñido muy bien, me dio por castigo, como al fin mi juez competente, suspensión de oficio en el desbarbar, por tiempo de un mes, en cuyo término estudiaba algunas veces libros de cirugía, teniendo de de los correspondientes de la tienda algunos provechos de limpiarles los sombreros, para lo cual había comprado una escobilla a mi costa, y quitarles los pelos de las capas, echándoselos yo muchas veces encubiertamente, para obligarlos a ofrecer.

Acaeció traer a la tienda, antes que se acabara el mes de la suspensión, un muchacho, hijo de un mercader, para que le cortaran un poco del cabello y le emparejasen las guedejas. Díjele a mi amo que pues no estaba aquel arte en la suspensión del oficio, que decretara en darme licencia y facultad. Vino en ello, quiso hallarse presente, temeroso de lo pasado. Y para poder adestrarme empecé con lindo aire a correr la tijera por encima de la dentadura de un terso y bien labrado marfil y echar en tierra escarchados hilos de oro, acabando con tal presteza y velocidad, que mi amo me di0 el parabién de ser tan buen oficial y apenas se apartó de mí, satisfecho de que ya no erraría en nada, cuando metiendo todo el cuerpo de las tijeras en una guedeja del tierno infante para despuntársela, no acordándome que tenía orejas y pensando que todo el distrito que cogían las dos lenguas aceradas era madeja de Absalón, apreté los dedos y dejélo hecho un Malco, un ladrón principiante y una harona posta .

Dio el muchacho una voz que atronó la tienda, y tras de mil ayes, un millón de gritos; corríle la cortina del cabello, y viendo la oreja medio cortada, dije:

_Cuerpo de tal, ¿aquí estáis vos, y habláis?

Preguntóme el maestro que qué era que había hecho. Yo le respondí que era nada; que aquel rapaz se quejaba de vicio; que me dijera en qué parte tenía la cola con que pegaba la guitarra, para pegarle con ella media oreja que le había echado en tierra. Mi amo, oyendo esto y viendo la sangre que le corría, llegóse a él, y considerando una tan gran lástima, cerró conmigo y diome poco más de cien bofetadas, y poco menos de cincuenta coces. Y pienso que el no aumentar el número fue por doler1e los pies y haberse lastimado las manos. Curóle la oreja, y empapelando el retazo de ella, lo llevó de la mano a casa de su padre, al cual le satisfizo diciéndole que aquello había sido una desgracia, sin que se hiciese a mal hacer, y que ya me había castigado por ello, tan bien, que me dejaba medio muerto. El mercadante, viendo que ya aquello no tenía remedio, y que era falta que se encubría con el cabello, y que el castigo que él merecía lo había venido a pagar su hijo, despidió a mi amo con mucho agrado, y a mí me concedió perdón.

Quedó tan escarmentado mi maestro de ver en mí tan malos principios, que temiendo que fuesen peores los fines, jamás me quiso ocupar en dejarme afeitar a ninguna persona de importancia; solo me empleaba en los de gratis y en los peregrinos pobres, los cuales llegaron a ser pocos y a disminuirse, porque el que una vez se ponía en mis manos no volvía otra, aunque anduviese como ermitaño del yermo. Y con todos estos defectos me tenía yo por uno de los mejores cirujanos que había en Roma y por el mejor barbero de Italia, y fue tanta mi presunción y desvanecimiento, que me persuadí a que yo solo, con lo que sabía, podría sustentar mi persona y traerla muy lucida y aun servida de criados.

Y por verme fuera de dominio y enfadado del poco caso que se hacía de mí, cogiéndole a mi amo las mejores navajas y tijeras, y una bacía y los demás aderezos de pelar lechones racionales, me salí tercera vez de Roma, a la vuelta de Nápoles, en cuyo camino y posadas de él pasé plaza de barbero apostólico, examinado en la corte romana.

En efeto, trasquilando postillones y rapando percacheros, di fin a mi viaje. Llegué a aquella corte, que por ser primer Chipre y segundo Samos, le dan por renombre la Bella. Fuime derecho a Santiago de los Españoles, que, estando a título de hospital, es un auxilio y amparo de los desta nación y un edificio sumptuoso. Hablé con el dotor dél acerca de acomodarme, el cual se llamaba Cañizares, de quien fui remitido a Juan Pedro Folla, que entonces ejercía el oficio de cirujano mayor. Di a entender ser barbero y cirujano examinado, y no de los peores en aquel arte, el cual me recibió para ser enfermero y uno de sus ayudantes.

Empecé a hacer las guardias a los dolientes, conforme me tocaban, tanto de día como de noche, acudiendo a darles lo que les ordenaba el dotor y lo demás que necesitaban. Ofrecióse una sangría el mismo día que entré en la dignidad, y el cirujano, por hacer prueba de mí, me la encomendó. Yo, llegando a la cama del enfermo, le arremangué el brazo derecho, y estregándoselo suavemente, le di garrote con un listón de un zapato que había pescado a una moza de un ventorrillo en el discurso del camino. Saqué la lanceta, y por haber leído, cuando andaba trashojando los libros de mi postrer amo, que para ser buena la sangría era necesario romper bien la vena, adestrado de ciencia y no de experiencia, la rompí tan bien, que más pareció la herida  lanzada de moro izquierdo que lancetada de barbero derecho. Al fin, salí tan  bien que solamente quedó el doliente manco de aquel brazo y sano del izquierdo por no haber llegado a él la punta mi acero, de que Dios libre a todo fien cristtiano.

Quejóse a Juan Pedro Folla, el cual habiendo reconocido la sangría y visto que dejaba el brazo estropeado, me dijo que si me había examinado de albéitar o de barbero. Respondíle que del cansancio del camino traía alterado el pulso, y que esto había sido la causa de no dar satisfacción de mi persona, pero que a la segunda había enmienda, porque, como decía el dotor Juan Pérez de Montalván, en su libro cómico: “De dos la  una, no se yerra en el mundo cosa alguna.” Mas perdóneme su cadáver que él también se erró en escribir esto, porque a la deciochena sangría hice lo mismo, sin haber acertado ninguna en las demás.

Había entrado un soldado de los adocenados de de bravo y rumbo a curarse unas tercianas; y porque le asistiese con cuidado en su enfermedad, me había dado un real de a cuatro, y quiso su pecado que me tocó estar de guardia el día de su purga. Viéndose fatigado de sed, imploró mi auxilio, confiado en el plateado unto. Yo, haciendo desvíos de sabio dotor y ademanes de ministro roto, me cerré de campiña a su demanda, y él, representando conmigo el auto de Lázaro y del Rico avariento y sacando la lengua como jugador de rentoy y seña de malilla , me tenía fatigadas las orejas; mas viéndome inmóvil a sus voces y endurecido a sus quejas, haciendo duelo lo que era piedad, y pareciéndole descrédito de su persona no darle lo que pedía, habiéndome cohechado para que le asistiese y sirviese, me dijo:

_Señor estornudo de barbero y remendón de cirujano, trate por su vida de mitigar mi sed; porque si no, yo le prometo que demás de que no me lo irá a penar al otro mundo, dé cuenta al mayordomo deste hospital de los sobornos que recibe a los que entran a curarse en él.

Yo le respondí que se reportara, que por mirar por su salud me había excusado, pero que yo le cumpliría de justicia.  Bajé abajo, y subiéndole encubiertamente un jarro con cuatro potes de agua fría, y metiéndoselo debajo de la cama, le dije:

_En acabándose ese recado, vuesa merced, avise, que será servido en todo por todo.

Tomó al proviso el cangilón, y alzando a menudo los codos, a pocas idas y venidas le dio fondo, y descubrió el suelo, mirando hacia la parte donde yo me estaba paseando y diciendo:

_¡Dios te consuele, pues me has consolado el alma!

Por cuya consolación dentro de media hora pasó la suya deste mundo al otro. Vive Dios que reviento por desbuchar  los males que causa untar como brujas; pero allá se lo haya Marta con sus pollos. Escondí el malhecho, dije  que había muerto de repente, pero con todos sus sacramentos; diéronle sepultura. Partió contento y yo quedé pagado.

Tenía por flor que todas las veces que me tocaba repartir los consumados, que ordinariamente se dan a las doce de la noche, de tal modo me alegraba, siendo pecador, que de veinte que me entregaban los multiplicaba en treinta, y con una santa caridad y amor a los prójimos cobraba contribución de los diez.

Sucedióme una noche que estaba de guardia visitar a menudo a un estudiante, por verlo que estaba muy fatigado y lleno de bascas; y como mis ojos eran linces, y mis manos barrenderas, al tiempo de alzarle la cabeza para que arrimase el cuerpo a ella, por ver si de aquella suerte podía mitigar una tos que le ahogaba, columbré una bolsa que tenía debajo de la almohada, con doce doblas por piedra fundamental y cincuenta reales de a ocho por chapitel. Reconocí que estaba alerta a la buena guardia, y así dilaté el lance para mejor ocasión; y porque no se sospechase en mí, después de cumplida mi pretensión me puse a lo largo como compañía de arcabuceros; y por sobrevenirle unos desmayos mortales, me dieron muchas voces los enfermos que estaban más cercanos a su cama, diciéndome que acudiera presto a ayudar a bien morir a aquel licenciado y a traerle un confesor.

Yo, viendo. que se llegaba la hora en que él diese cuenta a Dios, y yo tomase cuenta de su bolsa, envié con un compañero mío a que le trajese el Capellán Mayor, y yo, haciendo del hipócrita desalado, más por el dinero que por el medio difunto, me eché de bruces sobre la cabecera, y diciendo: “Jesús, María, in manus tuas, Domine, comiendo spiritum deum”, le iba metiendo la mano debajo de la cabecera; y al instante que agarré con la breve mina de tan preciosos metales, la fui conduciendo a mi faltriquera, volviendo a repetir: “Jesús, Jesús, Dios vaya contigo.”

Pensaban los circunstantes que el “Dios vaya contigo” lo decía al enfermo, siendo muy al contrario, porque yo lo decía a la bolsa, por el peligro que corría desde la cabecera hasta llegar a ser sepultada en mis calzones.

Llegó el confesor, y hallándome muy ronco y fatigado de ayudarle a bien morir, me tuvo de allí adelante en buen concepto, y agradecióme la caridad. Sentóse sobre la cama del enfermo a oírle de penitencia, porque aún tenía su alma en su cuerpo, y sus sentidos muy cabales; porque yo solamente era el que apresuraba su vida, por dar fin y muerte a su dinero. Fue Dios servido que estando en la mitad de la confesión, le dio un parasismo tan terrible, que a un mismo tiempo lo privó de sentido y de vida.

Yo acudí con toda voluntad al difunto cadáver, mientras que lo mudaron de la cama de madera a la cuna de tierra, y después le hice decir un par de misas; y por ser, cuando di la limosna para ellas, después de haber almorzado y cargado delantero, mandé que fuesen de salud, que estas obligaciones me corrían, por haber quedado su legítimo heredero, sin cláusula de testamento. Abrí aquella mañana la bolsa, y habiendo registrado las tripas della, la metí en el lado del corazón, y di por bien empleadas las voces y la mala noche.

Viéndome, pues, con tanto dinero y en vida tan estrecha, que apenas tenía hora de sosiego ni lugar de echar y derribar con gente de toda broza, pretendí comodidad con más ensanchas; y andando con este presupuesto me salí una tarde a desenfadar al muelle de la ciudad; y estando de espacio copiando tan lindo sitio, pasó a este tiempo por junto a mí mi amo, el alférez Felipe Navarro de Viamonte, al que serví en la embarcación de Levante. Conocíle al punto, y lleguéle a hablar y a ofrecerme de nuevo en su servicio y a contarle en lo que me ocupaba en aquella corte. Holgóse mucho de verme díjome cómo era alférez de la compañía del maestre de campo don Melchor de Bracamonte, y que estaba de paso para Lombardía, para cuyo efecto había hecho aquel tercio; que si quería volver a ser su segundo alférez, y esguazar como de primero, que me llevaría de buena gana. Yo, por ver a Milán y por salir de la clausura en que estaba y no ser atalaya de muertos y centinela de enfermos, y pareciéndome mucho mejor el son de las cajas que el de las flautas o jeringas, dejé el oficio de arrendajo de cirujano, y tomé el de abanderado. Embarcámonos en una escuadra de galeras y sin suceso adverso ni cosa memorable llegamos a Lombardía.

Estuvimos alojados en una villa que se llama la Costa, comiendo a costa del patrón y diciendo aquello de huéspede máteme una gallina, que el carnero me hace mal. Eché de ver que aquella vida era mejor que la de cirujano, si durase siempre estar sobre el villano. Mandaron a mi tercio que marchase a los Países  Bajos, cuya nueva me dejó sin aliento, por ser camino tan largo, y que lo habíamos de caminar en mulas de San Francisco. Estaba en mi compañía un soldado que había servido en aquellos Estados en tiempo de treguas; y para informarme dél qué tierra era adonde nos mandaban ir, lo convidé a beber dos frascos de vino en una ermita del trago; y después que estaba como el arca de Noé, habiéndole yo dicho como estaba de camino para ir a ver la gran corte de Bruselas, me dijo lleno de vaguidos de cabeza, y de abundancia de erres:

_Camarada del alma, tome mi consejo, y haga lo que quisiere; pero a Flandes, ni aun por lumbre, porque no es  tierra para vagamundos, pues hacen trabajar los perros como aquí los caballos, y tan helada y fría, que estando yo un invierno de guarnición en la villa de Güeldres, tuve una pendencia con un soldado, de nación albanés, sobre cierta matresa; y habiendo salido los dos a campaña y metido mano a nuestras lenguas de acero, ayudado yo de mi destreza, le hice una conclusión, y con una espada ancha de a caballo que yo traía entonces, le di tal cuchillada en el pescuezo, que como quien rebana hongos, di con su cabeza en tierra, y apenas lo vide  don Alvaro de Luna, cuando quedé turbado y arrepentido; y viendo que palpitaba, el cuerpo, y que la cabeza tremolaba, la volví a su acostumbrado asiento, encajando gaznate con gaznate y venas con venas, y helándose de tal manera la sangre, que sin quedar ni señal de cicatriz, como aún no le había faltado el aliento, volvió el cuerpo a su primer ser y a estar tan bueno como cuando lo saqué a campaña, y la cabeza más firme que antes. Yo, atribuyéndolo más a milagro que a la zurcidura y brevedad de la pegadura, lo levanté de tierra, y haciéndome su amigo, volví a la villa y llevé a una taberna, donde a la compañía de un par de fogotes, nos bebimos teta a teta media docena de potes de cerveza, con cuyos estufados humos y bochornos de los fulminantes y abrasados leños, se fue deshelando poco a poco la herida del mi compañero; y yendo a hacer la razón a un brindis que yo le había hecho, al tiempo que trastornó la cabeza atrás para dar fin y cabo a la taza, se le cayó en tierra como si fuera cabeza de muñeco de alfeñique, y se quedó el cuerpo muy sosegado en la misma silla, sin hacer ningún movimiento; y yo, asombrado de ver caso de tanta admiración, me retiré a una vecina iglesia. Diéronle sepultura al dos veces degollado, y yo, viendo el peligro que corría si me prendiesen, me salí de Güeldres en hábito de fraile, por no ser conocido de la guardia de la puerta; y pasando muchos trabajos llegué a este país, que aunque es frío no tiene comparación con el otro, como vuesa merced echará de ver en lo que en buena amistad le he contado.

Agradecíle el aviso, y di tanto crédito a su fábula de Isopo, que incité a la mitad de mi compañía a que fuésemos a buscar tierra caliente, y cargando con quince tomillos novillos, amadrigados  del cuartel de Nápo1es, los llevé la vuelta de Roma a que hiciesen confesión general, y a que ganasen indulgencia plenaria y remisión de todos sus pecados. Llegamos a ella, unas veces pidiendo y otras tomando, y las más cargados de Monsiur de la Paliza. Apartéme de tal compañía, y encontrando con un amigo mío, me informé cómo mi padre había ido a Palermo a cobrar un poco de dinero que le debía un criado del Duque de Alburquerque , que en aquella ocasión era virrey de Sicilia. Celebré la buena nueva, y entréme con mucho desembarazo en mi casa, haciéndome absoluto señor de ella.

Recibierónme mis hermanas muy tibiamente, mirándome las dos con caras de probar vinagre, dándome cada día en cara mis travesuras y los cien ducados que había pagado por mí a mi segundo maestro. Hacíame regalar como mayorazgo de aquella casa, estimar como heredero de aquella hacienda, y respetar por haber nacido Varón. Tenía con ellas mil encuentros y rebatos cada día, particularmente porque me aguaban el vino, bebiéndolo ellas puro.

Llegó el rompimiento a tal extremo, que no viendo en su boca enmienda, me resolví a que oliese la casa a hombre, echando el bodegón por la ventana; y una tarde que me dieron una folleta de vino, bebí dél, bautizado en una vecina fuente, estando la mesa con la vianda, y todos sentados a ella; dándole a la mayor con los platos y a la menor con el frasco, y echando a rodar la mesa las dejé a las dos descalabradas, y yo me volví a mi hospital de Nápoles, donde haciendo la gata muerta, y dando por disculpa de mi ausencia cuatro mil enredos, fui segunda vez admitido; y teniendo nuevas a los primeros días de mi ejercicio de que mi padre había muerto en la ciudad de Palermo, por no meterme en costa de lutos ni dar que mormurar a mis superiores, me embarqué para Sicilia, con más intención de aprovecharme de la herencia que de hacer bien por su alma. Llevéme bien con las albaceas, y viendo el testamento, hice yo mi negocio, y ellos su agosto. Vendíles algunos muebles que habían dejado, y con el dinero que saqué de ellos, empecé a ser imán de los de la hoja y norte de los de la hampa, los unos yesca para galeras, y los otros pajuelas para la horca, y todos juntos tea para el infierno. Viendo que me comían de polilla y que eran carcomas de mi corta herencia, los dejé con la miel en los labios, por ver que mi bolsa iba dando la hiel.

Traté de acomodarme en casa del Virrey; y por haber sido mi padre muy conocido de todos los criados de aquella casa, fui recibido por mozo de plata en ella. Acudían a verme y darme el parabién toda la amontonada  valentía; y yo, por darles a entender lo sobrado que estaba, les sacaba a todos el vientre de mal año. Fueron tan a menudo estas visitas, que _con andar yo cuidadoso, como aquel que conocía la gentecilla de aquel arte_ en menos de tres meses me faltaron algunos talleres de plata, y aun anduvieron conmigo comedido , pues no se llevaron los demás.

Sabiendo Su Excelencia la buena cuenta que había dado de lo que se me había entregado, y que a aquel paso presto daría fin de toda su vajilla, habiéndose satisfecho no ser yo el que había hecho el tiro, sino aquellos honrados que me venían a visitar, y  que yo no tenía con qué satisfacer la pérdida, mandó despedirme, y que me aconsejaran que me apartara de la compañía de gente tan perniciosa. Salí de palacio muy bien puesto, por los grandes provechos que tenía, y por tirar plaza de soldado en una compañía que tenía sesenta soldados efectivos para entrar la guardia, y ciento y cincuenta para el día de la muestra. Harto pudiera decir acerca desto; pero me dirán que quién me mete en esto, ni en gobernar el mundo, teniendo doctores la Iglesia.

En este tiempo estaba de partida un delegado desta corte a hacer una ejecución sobre cierta cantidad de dinero dentro del reino, y viéndome tan bien adornado y que había sido criado de un Virrey, me nombró por su alguacil, y llevó consigo; saliendo de la ciudad y caminando hasta que llegamos a donde íbamos a caballo, con botas y espuelas, y armas ofensivas y defensivas y vara alta de justicia, que parecía en mí de varear bellota. Iba delante de tal juez, y de tal suerte llevaba el rey en el cuerpo, que daba a todos un «vos» y «ven acá» y pagaba en las hosterías no más que aquello que me parecía.

Habiendo fenecido nuestro viaje, prendí el primer día que llegamos tres labradores en virtud de mi comisión, con ayuda de vecinos y porque ellos gustaron de dejarse prender; y con ser su causa civil, les hice echar grillos y cadenas y meter en calabozo hasta tanto que pintaron y pidieron misericordia. Baqueteáronme un día los parientes destos prisioneros porque intercediese por ellos con el legado. Hice en el convite tantas razones, que quedé sin ella, prometiéndolos soltar dentro de una hora; y dando muchos traspiés, con ser la tierra llana, me fui a la posada, y pedí a mi juez competente que soltase a aquellos desdichados, porque no tenían con qué pagar, y que el que no tiene, el rey le hace libre.

Echó de ver el mal que traía, y preguntóme, por verme inquieto, que si me había picado la tarántula. Yo le respondí que aprendiese a hablar bien o que yo le enseñaría; que él solo era el tarantulero y el atalantado y el hijo de Atalanta. El, riéndose de mí, se me acercó, y alargando la mano, me tomó la barba, y hizo en ella presa. Yo, agraviado de aquello, pareciéndome que era menosprecio y atrevimiento grande a un alguacil real, agarréle de los cabezones, y pidiendo favor a la justicia y dándole recios enviones para llevarlo a la cárcel, le hice tiras la valona, y le desabotoné la ropilla. Él al principio lo llevó en chanza, por ver que no obraba yo, sino mi criado; mas después, viéndose ultrajar delante de mucha gente que ocurrió a mis voces, se enojó como un Satanás, y quitándome la vara, me hizo pedazos el rey en los cascos. Tuve dicha en que fuese delgada, que a no serlo, daba fin de su nuevo ministro.

Volvíme a pie y apelando a Palermo a acumularle resistencia; y advirtiendo cuando se pasaron los terremotos de la cabeza haber sido yo el culpado, me quité de mis historias, y me volví a juntar con mis valientes. Hiciéronme salir una noche en su compañía, cosa que jamás había hecho, en la cual uno dellos, haciendo el oficio de San Pedro, abría una puerta, y por aligerar de ropa a su dueño, lo dejaron sin baúles. Fueron sentidos de las centinelas de unos gozques, y saliendo toda una familia en su seguimiento, los obligaron a dar con la carga en tierra, y a darles a los que los seguían un refresco de cuchilladas. Yo, que estaba temblando de miedo antes del hurto, y en el hurto y después del hurto, y siempre apartado de ellos, y pesaroso de no haber conocido su modo de vivir antes de salir de mi posada, para no haberme puesto en aquel riesgo, viendo a mis compañeros huir y a los heridos volverse a sus casas a curar, metiendo los lamentos en el cielo, por no hacerme hechor, no lo siendo, me estuve quedo y tan cortado que cuando me quisiera ir, es cierto que no pudiera.

Acudió al ruido de las voces la justicia, y hallando tres baúles en la calle, y cuatro hombres bien heridos, y yo no muy lejos, me llegaron a reconocer; y confiriendo de mi turbación que era de los que habían hecho el daño, sin valerme el alegar haber servido al Virrey ni ido alguacil ejecutor del delegado, me llevaron por mis pies (que aun no tuve ventura que fuese en volandas), a donde hice experiencia de amistades y prueba de amigos, saliéndome todo como yo merecía. Tomáronme otro día la confesión, y por variar en las preguntas que me hicieron y contradecirme en los descargos, me sentenciaron a sursumcorda y encordación de calabaza. Mas antes que cantase aquello del potro rucio, por tener atención que había servido al Duque mi señor, me condenaron a salir desterrado, poniéndome en libertad. Y sacándome fuera de las puertas de Palermo, encaminéme a Nápoles, y escarmentado de la causa de mi destierro, me junté así que llegué con otra tropa, aún peor que la referida.

Fuímonos a bañar una noche al muelle, y a la vuelta, queriendo dar garrote a una reja, pasaron dos ciudadanos, y por querer los descobijar y dejar sin nubes, dieron gritos: “¡Guardia, guardia”. Desmayó toda la gavilla, viendo venir al socorro una escuadra de soldados de la garita de don Francisco; huyó la gente de la carda , y yo en vanguardia de todos. Fuimonos a la posada; hallámosla abastecida de pavos de Indias, que había traído otra patrulla que había salido del mismo cuartel. Comí con ellos con sobresalto, dormí sin ellos con desasosiego, y a la mañana echéles la bendición; y por verme libre de justicia, que cada instante pensaba que me venían a prender para que escotase los pavos, senté plaza de soldado de a caballo en la compañía de don Diego Manrique de Aguayo. Estábame siempre muy de asiento en Nápoles, buscaba soldados para mi  compañía, dábame mi capitán a dobla por cada uno, los cuales embaucaba y daba a entender, para conducirlos, dos mil embelecos, y otros tantos al capitán para encarecerle la cura y el trabajo y gasto aun no imaginados, del oficio de la correduría; con que demás de quedar agradecido, añadía nuevos socorros a lo capitulado. Ibame los viernes y los sábados a la marina, adonde por aprendiz de valiente estafaba a la mayor parte de los pescadores; traía alborotado el cuartel con trapazas, enredadas sus damas con tramoyas, cansadas sus tabernas con créditos, y el Chorrillo y guantería de fianzas, de suerte que de todos me hacía conocer, y con todos campaba y a todos engañaba. Y temiendo que se descornase la flor y se acabase el crédito y dinero, dejando a muchos llorando por y no por finezas de voluntad, hallando embarcación para España, me embarqué secretamente y di con mi cuerpo Barcelona.

 CAPITULO IV

[¿1626?]

DE CÓMO LLEGO A ESPAÑA, Y  VIAJE QUE HIZO A ZARAGOZA, MADRID, Y PEREGRINACIÓN

A SANTIAGO DE GALlCIA, Y  OTROS RIDÍCULOS SUCESOS QUE LE PASARON EN PORTUGAL Y SEVILLA, HASTA QUE ENTRÓ A SER MOZO DE REPRESENTANTES

D

 

espués de haber llegado a Barcelona, estuve en ella algunos días por descansar de la larga embarcación, y al cabo de ellos, fui acompañando hasta Zaragoza a una dama, con quien había hecho conocencia por haber posado los dos en una misma posada, la cual era en sí tan generosa y tan amiga de agradar a todos y de no negar cosa que le pidieran, que en virtud de los regalos y mercedes que me hizo por el camino, comí dos meses de balde en el hospital de Nuestra. Señora de Gracia, que es uno los más ricos de España, y adonde con más amor y cuidado se asiste a los enfermos, y adonde con más abundancia  se los regala.

Después de salir de la convalecencia, me metí en un carro cargado de frailes y de mujeres de buen vivir; carga de que jamás han ido ni van faltos. Fuime con él a Madrid, por la noticia que tenía de ser esta villa madre de todos. Llegué a la que es corte de cortes, leonera del real león de España, academia de la grandeza, congregación de la hermosura y quitaesencia de los ingenios. Al segundo día que estuve en ella, me acomodé por paje de un pretendiente, tan cargado de pretensiones como ligero de libranzas, Dábame diez cuartos de ración  y quitación, los cuales gastaba en almorzar cada mañana, y lo demás del día estaba a diente, como haca de bohonero, siendo, a más no poder, paño de veinticuatreno. Comía mi amo tarde, por ser  costumbre antigua de pretendientes; y era tan amigo de cuenta y razón, peso y medida, que comía por onzas y bebía por adarmes; y tan amigo de limpieza, que pudo blasonar no tener paje que fuese lameplatos, porque los dejaba él tan lamidos y escombrados, que ahorraba de trabajo a las criadas de la posada.

Viéndome sin esperanza de librea y con posesión de sarna y las tripas como tranchahilo, traté de ponerme en figura de romero, aunque no me conociese Galván, por ir a ver a Santiago de Galicia, patrón de España, y por ver la patria de mis padres, y principalmente, por comer a todas horas y por no ayunar a todos tiempos. Dejé a mi amo, vestíme de peregrino con hábito largo, esclavina cumplida, bordón reforzado y calabaza de buen tamaño. Fui a la imperial Toledo, centro de la discreción y oficina de esplendores, adonde, después de haber sacado mis recados y licencia para poder hacer el viaje, me volví por Illescas a visitar a aquella divina y milagrosa imagen; y dando la vuelta a Madrid, me partí en demanda del Escurial, adonde se suspendieron todos mis sentidos viendo la grandeza incomparable de aquel sumptuoso templo, obra del segundo Salomón, y emulación de la fábrica del primero, olvido del arte de Corinto, espanto de los pinceles de Apeles y asombro de los cinceles de Lisipo. Diéronme sus reverendos frailes limosna de potaje y caridad de vino, piedad que en ellos hallan todos los pasajeros.

Partí de allí a Segovia, y habiendo descansado tres días en su hospital, pasé a la ciudad de Valladolid; juntéme en ella con dos devotos peregrinos que hacían el propio viaje, y eran, cuando no dé mi cantidad, por lo menos de mi calidad y costumbres. Era el uno francés y el otro ginovés, y yo gallego romano; y todos tan diestros en la vida poltrona, que podíamos dar papilla al más entendido gitano; y, en efeto, trinca, que se escaparon muy pocos de nuestras garatusas. A las primeras vistas nos conocimos los humores, como si nos hubiéramos criado juntos; y, al fin, por conformidad de estrellas o concordancias de inclinaciones, hicimos liga y monipodio de ir a pérdida y ganancia en todos los lances que nos podían suceder en esta jornada, guardando las leyes de buena compañía; y para que mejor las observásemos, el ginovés, como hombre más experimentado, con tono fraternal nos informó en las ceremonias y puntos de la vida tunante. Doróla con tantos epítetos y atributos, que por gozar de sus excepciones y libertades dejara los títulos y grandezas del mayor potentado de la Europa. Acabó el Cicerón a lo pícaro su compendiosa oración, que, además de ser gustosa, penetró de tal manera nuestros corazones, que no hubo punto, por delicado que fuese, que no nos obligásemos a repetirlo y ejercitarlo; y, principalmente, cuando en lugar de quam mihi et vobis nos encargó aquella santa palabra de «quémese la casa y no salga humo», con que quedó tan pagado como nosotros contentos.

Proveídas las calabazas a discreción, dimos principio a nuestra romería con tal fervor, que el día que más caminábamos no pasaba de dos leguas; por no hacer trabajo lo que habíamos tomado por entretenimiento. En el camino vendimiábamos las viñas solitarias, y cogíamos las gallinas huérfanas; y con estas chanzas y otras salimos cargados de dineros y limosnas, de las cuales comíamos los canterones y rebanadas de paz, blanco, y lo negro, quemado y mal cocido vendíamos en los hospitales, para sustento de gallinas y aumentación alajú.

Con esta mala ventura con coles pasábamos por Benavente, y llegamos a Orense, adonde mis compañeros, como cosarios de aquel camino, me dijeron que allí los peregrinos de toda broza lavaban los cuerpos, y en Santiago las almas; y es la enigma que hay en la ciudad unas fuentes, cuyas aguas salen por todo extremo cálidas, que sirven de baño a los moradores della. Aquí los peregrinos pobres lavan sus cuerpos y hacen colada de su ropa; y en Santiago, como se confiesan y comulgan, lavan sus almas. Nosotros, por gozar de todo, nos echamos en remojo como abadejos, y dando envidia nuestras ropas «a las de Inesita sin gran daño del jabón», sacamos nuestras túnicas transparentes.

Llegamos a la ciudad de Santiago, que porque no me tengan por parte apasionada, por lo que tengo de gallego, excuso de decir lo mucho que hay en ella que poder alabar. Ajustamos nuestras conciencias, que bien anchas habíamos traído; y cumpliendo con las obligaciones de ser cristianos y de ir a visitar aquella santa casa, quedamos tan justificados, que por no usar de nuestras mercancías andábamos lacios y desmayados. Por cuya causa, y por ser muchos los peregrinos que acuden a la dicha ciudad y pocos los que dan limosna, me despedí de mis camaradas; y con deseo de ver y vivir con capa de santidad caminé a la vuelta del reino de Portugal.

Llegué a Pontevedra, villa muy regalada de pescado, adonde, siendo ballena racional, hice colación con medio cesto de sardinas, dejando atónitos a los circunstantes. Pasé de allí a Salvatierra, solar esclarecido de los Muñatones y patria de mis padres, que no oso decir que es mía, por lo que he referido de mi nacimiento y porque todos mis amigos, llegando a adelgazar este punto, me dicen: “Antes puto que gallego.” Informéme del nombre de un tío mío, y en creencia de una carta que fingí de mi padre, contrahaciendo su firma, fui ocho días regalado dél, y a la despedida me dio cincuenta reales y respuesta de la carta, por haberle asegurado que me volvía a Roma.

Proseguí el camino de Portugal, y pasando por Tuy y llegando a Valencia, alcancé en ella la carta de misericordia que se da a todos los pasajeros pobres,  con cuya carta se puede marear muy bien por todo aquel reino, pues en cualquier ciudad o villa que la muestran, juntan y dan con que puede comer cualquier hombre honrado: y como yo lo era, y con más quilates que hierro de Vizcaya, comía a dos carrillos, y hacía dos papadas. Diome en Coimbra el obispo Della un tostón, que es su acostumbrada limosna, y llegando a Oporto , me desgradué de peregrino; y por no colgar los hábitos, los di a guardar a la huéspeda de la posada en que estaba, y

con los dineros de mi peregrinaje, y con los que me había dado mi tío, compré una cesta de cuchillos, rosarios, peines y alfileres y otras bohonerías; transforméme de peregrino en bohonero. Ibame tan bien en mi mercancía, que iba el caudal adelante, con menudear en visitar las tabernas y mamarme a cada comida un par de tajadas de raya, con que se me pudiera atribuir aquel vocablo placentero de mama raya. Encontróme una tarde el alguacil de vagamundos, y preguntóme cómo podía pasar con tan poca mercancía. Yo le respondí: “Señor mío, vendiendo mucho y comiendo poco”; cuya razón le agradó y no tardó de molestarme.

Llegó a esta sazón un bajel de aquella ciudad que es la flor del Andalucía, gloria de España y espanto del África; en efeto, la pequeña Sevilla, y la sin segunda Málaga. Saltaron en tierra una docena de bravos de sus percheles, que venían a cargas de arcos de pipas, y como siempre he sido inclinado a toda gente de heria y pendón verde, al punto que vi esta cuadrilla de bravos hice camarada con ellos, y como no son nada lerdos, convidábanme a beber, y llevándome a la taberna, hacían quitar el ramo. Colábamos hasta tente bonete, sin que yo echase de ver hasta el fenecer de las aceitunas, que era el tal convite el de Cordobilla. Al fin, unas veces gastando por mi gusto y otras por los ajenos, di al través con toda mi buhonería y perdí la amistad de mis rajabroqueles, pues así que me vieron descaudalado, huían de mí como si tuviera peste.

Viéndome pobre y bohonero reformado, me volví a embanastar mi vestido de peregrino, y con mi carta de misericordia me fui a la ciudad de Lisboa, donde quedé fuera de mí viendo la grandeza de su habitación, lo sumptuoso de sus palacios, la generosidad y valor de sus títulos y caballeros, la riqueza de sus mercadantes y lo caudaloso de su sagrado Tajo, sobre cuyas espaldas se vía una copiosa selva de bajeles, tan a punto de guerra, que atemorizando el tridente, hacían temblar el caduceo. Era la causa del apercibimiento y junta de esta armada estar con recelo que el Inglés venía sobre esta ciudad. Empeñé, el segundo día que me ocupé en su admiración, mi vestido de peregrino por un frasco lleno de aguardiente, por ver si daba mejor cuenta deste trato que del de bohonero. Ganaba cada día dos reales, y pareciéndome poco, por ser mucho el gasto me iba a los bajeles de la dicha armada todas las mañanas, y en ellos trocaba brandevín  por bizcocho, y a veces por pólvora y balas que aunque era cosa defensiva, como la ganancia sufría ancas, dábales parte della a los cabos de escuadra y derrengábanse y ensordecían.

Aquí me hacen cosquillas mil cosas que pudiera decir, tocantes a lo que pueden las dádivas y a lo que mueve el interés, y lo presto que se convencen los interesados, y los daños que resultan por ellos, y las penas que merecen; pero como es fruta de otro banasto y no perteneciente a Estebanillo, no doy voces, porque sé que sería darlas en desierto. Apliquéme de suerte a trabajar, cebado en la ganancia, que después de haber hecho mil trueques al alba, y revendídolos en tierra a las once del día, en dando las doce horas, en que nadie me daba provecho y yo me hallaba ocioso, me iba al tranco de los castellanos, que es la cárcel dellos, donde, porque les hacía algunos servicios y mandados, me daban muy bien de comer y algunos dineros, con lo cual ahorraba el gasto de la comida y llevaba para pagar la cama y cena en la posada, y me quedaba libre la ganancia del aguardiente. Dividió el armada, y por ver que ganaba muy poco en la ciudad, por haber tantos deste trato, dejándome el hábito de peregrino, empeñado que estaba, vendí los frascos y caudal de que había hecho provisión, y con lo que saqué de la veta y lo demás que yo tenía, compré una buena cantidad de tabaqueras, y con ellas me fui camino de Setúbal.

Llegué a Montemoro, donde, aficionados los vecinos dellas, por ser curiosas, bien labradas y a moderado precio en tres días di fin de todas, y doblé mi dinero. Juntéme en esta villa con un mozuelo de nación francés, que andaba bribando por todo el reino, y era de los más taimados y diestros en aquel oficio; que, aunque es tan humilde y tan desdichados los que lo usan, tiene sus malicias y hay en él más astucias, ardides des y engaños, que un preñado paladino.Descubrióme, por habérsele ido un alatés suyo, el modo de su gandaya , el provecho que sacaba della y de la suerte que disponía su enredo; pidióme que le ayudase. Prometióme un tercio de lo que se adquería, después de pagados los gastos; y; al fin, me redució a su gusto, Llegamos cerca de Evora, ciudad en tiempo que hacia muy grandes fríos, y antes de entrar en ella, se desnudó mi Juan Francés un razonable vestido que llevaba, y quedándose en carnes, abrió una talega de motilón mercedario, sacó della una camisa hecha pedazos, la cual se puso, y un juboncillo blanco, con dos mil aberturas y banderolas, y un calzón con ventanaje de alcázar, con variedad de remiendos y diferencias de colores, y entalegando sus despojos, quedó como Juan Paulín  en la plaza, entrándose de aquella suerte en la ciudad, habiéndome dejado antes la cumplida talega, y advertiéndome que entrase por otra puerta, y le esperase en el hospital. Obedecíle y hice lo que mandaba, reconociendo su superioridad, por ser el autor de aquella máquina picaril.

Iba por las calles mi moderno camarada haciendo lamentaciones que enternecían a las piedras, dando sombreradas a los pasantes, haciendo reverencias a las puertas y cortesías a las ventanas, y dando más dentelladas que perro con pulgas. Descubría los brazos, echaba al aire las pechugas, y mostraba los desnudos pies. Unas veces lloraba, otras suspiraba, y jamás cesaba de referir su miseria y desnudez. Dábanle los caritativos lusitanos limosna de dineros, las piadosas portuguesas camisas viejas y vestidos antiguos y zapatos desechados; y él, haciendo unas veces la guaya y otras la temblona y tendiéndose en tierra, haciendo rosca y fingiendo el súbito desmayo, iba recogiendo alhajas, juntando pitanzas y agregando china.

Cargó con todo a boca de noche, y vínome a buscar al hospital, adonde tuvimos una mesa de príncípes, y nos dimos una calda de archiduques. Madrugamos muy de mañana, y saliendo ambos bien arropados del hospital y ciudad, marchamos a buscar nuevos ignorantes. Hacía cada día el tal tunante su compasiva representación y a la noche vendíamos la variedad de alhajas sin reparar en precios; y esto no en las partes donde se habían juntado.

Con esta guitonería provechosa, anduvimos doce días, haciendo lamentaciones y enajenando muebles, hasta tanto que el último de ellos, estando mi gabacho en la plaza de una villa dando más voces que un morabito al dar los buenos días, llegó a él a darle limosna un ropavejero de otra villa cercana, a quien la noche pasada habíamos vendido y traspasado una carga de baratijas; y habiendo venido aquel día a esta villa a negocios de sus mercancías, nos había visto a la entrada en diferente hábito del que de presente tenía; y habiéndolo reconocido de espacio, dio parte a la justicia; lo cual, trocando en ira la piedad que hasta entonces le habían tenido, lo llevaron a la prisión con más voces y algazara que alma de sastre en poder de espíritus.

Hallóse en el prendimiento cierto gorrón, que a título de ir a proseguir sus estudios a Salamanca, ocupaba de días las porterías y las noches los hospitales, el cual me dio aviso dello, ignorando ser yo cómplice de aquel delito. Yo, por la experiencia que tenía de barbero, viendo aquella barba pelar, eché la mía en remojo. Pues sin reparar en que estaba lloviendo a cántaros o a botijas, cargando con toda la mochila y ropa del que, sin ser Escarramán, habitaba calabozo oscuro, y saliéndome de la ciudad a hora que peinaban el aire morciélagos y que mochuelos fatigaban las selvas, y habiéndome informado del camino del Yelves, empecé a marchar a lo de soldado de Orán, y después de haber caminado hasta dos leguas, sirviéndome de norte una luz que estaba algo apartada, y pensando que fuera algún pastoral albergue, apresuré el paso a ella con deseo de enjugar mi mojada ropa y tener un poco de descanso.

Y al cabo de un rato, hollando lodos y enturbiando charcos, llegué, en traje de alma en pena, a donde, aligerando mi conciencia, pagué todos mis pecados. Hallé, debajo de la clemencia de un desollado alcornoque (que demás de servir de pabellón en verano, servía de resguardo y chimenea el invierno), una cuadrilla de gitanos, mas astuta en entradas y salidas que la de Pedro Carbonero; los cuales aquella misma noche habían hecho, extramuros de la dicha ciudad, un hurto de dos mulas y cinco borricos; y por no poder caminar por el

rigor de la noche y parto de las nubes, habían hecho alto en aquel despoblado sitio y hecho lumbre para enjugar sus mal ganadas vestiduras. Saludélos de tal manera, que excedí los límites de la cortesía, más por temor de haber dado en sus manos que por amor ni afición, que jamás les tuve; porque ¿quién es tu enemigo?, el que es de tu oficio.

Recibiéronme con el mayor agrado que se puede significar, y compadecidas las taimadas gitanas de verme de la suerte que estaba, aun antes de informarse de la causa de mi llegada ni de lo que me había obligado a venir a tales horas a su morada campesina, me empezaron a desplumar como a corneja, a título de enjugar en su gran lumbre mi muy mojada ropa, por librarme de algún catarro o resfriado; y aunque me quise excusar de dársela, por hacer su robo con rebozo de tenerme compasión, me dejaron en pelota, dándome para cubrir mis desnudas  carnes una capa vieja de un gitano mozo.

Yo enternecía la soledad de aquel monte y sus robustos árboles con los suspiros que daba de ver mi hacienda en monte tan sin piedad y en banco tan roto, no quitando los ojos de mi amado jubón, compañero en mis trabajos y depositario de mi caudal. Temí que por su peso reconociesen sus colchadas doblas y sus emboscados reales. Apréciame que aun siendo insensible, sentía el apartarse de mí, y que me decía con muda lengua: “¡Adiós, Estebanillo, que ya no hemos de ver más!”. Estaba ocupado todo el rancho en enjugar mis funestos despojos, teniendo para este caso cercado el el fuego y sitiada toda la hoguera.

Tenían entre ellos una algazara como gitanos, una alegría como gananciosos y un temor como salteadores, pues al instante volvían las cabezas por si llegaban en su seguimiento los dueños de su botín y cabalgada. Estando todos de la suerte que he dicho, y yo del modo que he pintado, llegaron de repente a vistas del rancho hasta veinte hombres, que a lo que pareció y después supe, eran escribas o ministros de justicia, y a la voz de decir: «¡Favor al Rey!», como si fuera nombrar el nombre de Jesús entre legiones de demonios, se desapareció toda esta cuadrilla de Satanás, con velocidad, que imaginé que había por arte diabólica.

Yo, hallándome solo, y pensando que venían en busca mía para que acompañase al triste francés en la soledad de su prisíón, por saber que tanta parte tiene el ladrón como el encubridor, y hallarme ligero de ropas y desembarazado de vestido, atravesando y saltando pantanos, me libré de sus uñas, no habiendo podido de las de los gitanos, y como fui el postrero y la culpa era corta, y por debajo de sus harapos daba reflejos la jaspeada camisa, seguían por estrella la que era palomar; iban todos tras de mí implorando el favor de la justicia, y yo con el de mis talones, después de haber corrido más de media legua los dejé muy atrás, quedando tan rendidos como yo cansado.

Caminé toda la noche por temer la voz del pregonero y por no quedarme helado en aquella desabrigada campaña. Anduve dos días fuera de camino, asombrando pastores y atemorizando ermitaños, y al cabo de ellos llegué a Yelves, frontera de Extremadura, y valiéndome del poder del corregidor y de la caridad del cura, y contándoles haber sido robado de gitanos, el uno mandó echar un plato, y el otro un guante, con que de veras se hizo el juego de quien viste al soldado, quedando yo agradecido y algo remediado. Contáronme ambos cómo los dichos gitanos habían hecho un hurto junto a Alvora, y que había salido la justicia en su seguimiento, y que habiéndolos hallado a todos en la campaña al amparo de un gran fuego, se les habían huido sin poder coger a ninguno; mas que al fin habían dejado el hurto que habían hecho.

Llegóse a mí un labrador y preguntóme que si quería deternerme allí a coger aceituna, que me daría cada día medio tostón y de comer, con lo cual me podía remediar y tener para hacer mi viaje. Parecióme que era buena conveniencia, y así tuve por bien de servirle y estar con él mas de veinte días, donde en cada uno de ellos hacía tres comidas a toda satisfacción; mas por hallarme afligido de la soledad del campo, de la frialdad del tiempo y falta de tabernas, y parecerme cargo de conciencia llevar de jornal más que valía la aceituna que  cogía, pues antes servía de estorbo y embarazo a los que me ayudaban, cobré un día de fiesta lo que me debía mi amo, con lo cual me fui a la vuelta de Sevilla, después de haberme fardado y conforme a la posibilidad del dinero.

Llegué a Mérida, puente y pasaje del memorable río de Guadiana, adonde se acababa de fabricar un convento de monjas de Santa Clara; y por causa de haber falta de peones para su obra, y por ir yo algo despeado, me puse a peón de albañil. Dábame cada día tres reales de jornal, y por juzgarme no tener malicia, no consentía la priora que ninguno sino yo entrase en el convento a sacar la cal que estaba dentro dél para que se fuese trabajando. Ocupaba en esto algunos ratos, y todas las veces que entraba en el dicho convento iba delante de mí la madre portera, tocando una campanilla para que se escondiesen y retirasen las religiosas; pero yo imagino que no estaban diestras en el son, pues antes parecía llamada que retirada; pues sin bastar cencerrear, todas, compadecidas de mi gran trabajo y de mi poca edad y de mi agudeza, en lugar de retirarse, se

acercaban a mí y me daban algunas limosnas, aconsejándome que me volviese a mi tierra y no anduviese tan perdido como andaba.

Sucedióme en esta villa un gracioso caso, y fue que un domingo de mañana me llevó un labrador honrado a una bodega suya a henchir en ella un pellejo de vino para llevar a su casa. Entramos los dos a hacer prueba del que fuese mejor, y habiendo hecho a puras candelillas un cirio pascual, me hizo tener la empegada vasija con un gran embudo que había metido en ella, agarrada con ambas manos; iba sacando de la tinaja cántaras de vino y vaciándolas en el cóncavo de botanas y engendrador de mosquitos; y mientras él volvía la cara a ir escudillando, me echaba yo de bruces en el remanso que hacía el embudo, y en el inter que él henchía su pellejo, yo rehenchía el mío. Atólo muy bien y echómelo a cuestas, para que gozara la bodega de ver cuero y pellejo sobre pellejo; y apenas lo tuve sobre mí cuando me derrengué y eché con la carga, cayendo en tierra, a un mismo tiempo, dos líos de vino o dos cargas de mosto. Probó el labrador a levantarme, pero cansóse en balde, porque sola la cabeza me pesaba cien quintales, demás de ser mi barriga segunda cuba de Sahagún. Salió a la calle, buscó un hombre que le sacase el pellejo, y cuatro que me sacasen a mí. Pusiéronme a pura fuerza de brazos, de patas en la calle, no pudiendo sostenerme sobre ellas por haberme sacado de mi centro como atún a la puerta de la bodega, adonde no bastando inquietudes de muchachos, burlas de barbardos y socorros de calderos, dormí como un lirón todo aquel día y toda aquella noche, y tuve a gran milagro despertar el lunes a las once. Hallándome lavado de fregados y espulgado de faltriqueras, levantéme como pude, y seguido de estudiantes minimos y de muchachos de escuela, me salí al campo medio avergonzado, preguntando a los que me encontraban y se reían de mí:

_Camaradas, ¿por dónde va la danza?

Volví a proseguir el camino de Sevilla. Detuvíme una semana en Cazalla, ayudando a cargar vino a unos arrieros de Constantina, adonde cada día cogía una zorra por las orejas y un lobo por la cola. Desde allí fui a Alcalá del Río, que está a dos leguas de Sevilla, y al pasar una barca que hay en su ribera, me preguntó un labrador si quería estar con amo. Y por responderle que sí, me llevó a media legua de allí y me entregó a un cabrero suyo para que le ayudase a guardar un hato de cabras que tenía, y al despedirse de mí me dijo que tuviera buen ánimo y que sirviese bien, que con el tiempo podría ser que llegase a ser cabrero. Y pienso que ya lo hubiera  sido muchas veces, si Dios me hubiera guardado mi juicio y quitádome de la cabeza el no haberme casado. Comimos al mediodía un gazpacho que me resfrió las tripas, y a la noche un ajo blanco que me encalabrinó las entrañas, y lo que más sentí fue que teníamos un pollino de repostería, el cual, debajo de los reposteros de dos pellejos lanudos s guardaba y conservaba dos bo tijas cuyo licor, no siendo ondas de Ribadavia, eran olas del Betis. Y como yo estaba  enseñado a diferentes licores y a regalados manjares, me hallé arrepentido de haber vuelto media legua atrás de mi derecho camino; y así, dejando dormido a mi compañero, y madrugando dos horas antes del alba, pesqué el mejor cabrito de la manada, y echándomele a cuestas, me hallé avergonzado de que me viesen solo aquel día, con pitones sobre la cabeza, a causa de ser el animalejo de buen tamaño.

Dime tan buena diligencia, que llegué muy temprano a Sevilla, aunque no mala ocasión, por ser en tiempo de la gran avenida de su río, aunque ya había dos días que era pasada. Vendí mi hijo de cabra en cuatro reales, aplaqué el cansancio con ostiones crudos, y camaroncitos con lima. Fuime a dormir a la calle de la Galera, donde de ordinario  hospedan la gente de mi porte. A la mañana visité las Cuevas; diéronme sus santos monjes potaje de frangollo y ración de vino, y dándome demás de esta limosna dos reales cada día, me entretuve algunos en sacar cieno hediondo  de su cantina, de lo que había traído la creciente, y cansado de andar en bodegas vacías y de sacar ruinas aguadas, di la vuelta a Sevilla, y encontrando un día un aguador que me pareció letrado porque tenía la barba de cola de gato, me aconsejé con él para que me adiestrase cómo tendría modo de vivir sin dar lugar que los alguaciles me mirasen cada día las plantas de las manos, sin decirme la buenaventura. Él, sin revolver libros, me dijo que, aunque era verdad que el vino que se vendía era sabroso, oloroso y sustancioso, que no por eso dejaba de marearse muy bien la venta del agua, por ser muy calurosa aquella tierra y haber tanta infinidad de gente en ella; y que era oficio que con ser necesario en la república, no necesitaba de examen ni había menester caudal.

Di por bueno su parecer, y comprando un cántaro y dos cristalinos vidrios, me encastillé en el oficio de aguador, y entré a ser uno de los de su número. Empecé a vender agua fría de un pozo que había en casa de un portugués, en cuyo sencio parecía, según su frialdad, o que usurpaba las ampos al Ampo, o que robaba los copos al Apenino. Costábame cada vez que lo llenaba, no más de dos maravedís, y sacaba dél dos reales. Hacía creer a todos los que acudían al reclamo del agua fría, que era agua del Alameda, y para apoyar mejor mi mentira, ponía en el tajador un ramo pequeño, que hacía provisión para toda la semana; y con él daba muestras de venir donde no venía, siendo el mercancía falsa y sus armas contrahechas. Servía el tal ramo de acreditar el trato, adorno, garzota y penacho de mi carambanado cántaro. Algunos curiosos me preguntaban la causa de tenerla yo más fría que los que la traían de la misma parte, y satisfacíales con decirles que por vender más la tenía toda la mañana en nieve, y que a la tarde, mientras vendía un cántaro, dejaba otro resfriado, y que la ganancia suplía el gasto, con cuyo engaño vendía yo más en un día que los demás de esta profesión en una semana, teniendo menos trabajo y más opinión.

Íbame todas las tardes al corral de las comedias, y todos los caballeros, por verme que era agudo y entremetido, me enviaban, en achaque de dar de beber a las damas, a darles recados amorosos. Bebían ellos por agradarme, y hacían lo mismo ellas por complacerme; de manera que usaba a un mismo tiempo dos oficios, tirando del uno ración, y del otro gajes; pues demás de pagarme diez doblada el agua, me gratificaban el ser corredero de oreja. Hallábame tan bien en este comercio, que jamás lo hubiera dejado, si el cántaro no pesara y fuera verano todo el año .Quejábanse cada día mis parroquianos de que padecían dolor de tripas y mal de ceática, y atribuyéndolo a otros desórdenes, echaba yo de ver que lo causaba la gran frialdad del pozo.

Vendían algunos aguadores por las mañanas, por no ser tiempo de tratar su mercancía, naranjas secas, en cuyo trato ganaban razonablemente. Y yo, o ya fuese por envidia, o porque ninguno de ellos me echase el pie delante, trabajé de un golpe tres diferentes mercancías, provechosas para la bolsa, y ocasionadas a tener entrada en todas partes, con cuyo achaque daba recados a las doncellas más recatadas, y muecas a los maridos más celosos. Eran jaboncillos para las manos, palillos y polvos para limpiar los dientes. Hacía los jaboncillos de jabón rallado, de harina de chochos y de aceite de espliego y daba a entender que eran jaboncillos de Bolonia. Cogía raíces de malvas, cocíalas en vino y sangre de dragón, tostábalas en el horno y despachábalas por palillos de Moscovia. Formaba los polvos de piedras pomes, cogidas en el margen de aquella celebrada ribera, y habiéndolas molido, las mezclaba con pequeña cantidad de polvos de minio, en cuya virtud se volvían rojos y pasaban plaza de polvos de coral de Levante. Puse mi mesa de montambanco, y ayudándome del oficio de charlatán, ensalzaba mis drogas y encarecía la cura, y vendía caro; porque la persona que quisiere cargar en España para vaciar en otros reinos, ha de vender sus mercancías por bohonerías de Dinamarca y invenciones de la Basalicata, y curiosidades del Cuzco, naturalizarse el dueño por grisón o esquízara; porque desestimando los españoles lo mucho bueno que encierra su patria, solo dan estima a raterías extranjeras. Vendíale todo tan caro y tan por sus cabales, que a los compradores obligaba a que lo estimasen, y a los que se hallaban presentes a que lo comprasen. Y como todas estas mercancías con cosas pertenecientes a la limpieza de la boca y a la blancura de las manos, eran las damas las que más las despachaban, por ser las que menos las conocían, y particularmente las representantas, por salir cada día a vistas en la plaza del mundo.

 Hallábase en esta ocasión entreteniendo en esta ciudad una de las mejores compañías de toda España. Era su autor, cuando no de los doce Pares de Francia, por lo menos uno de los doce de la fama. Tuve, en virtud destos dos badulaques, conociencia con sus reinas fingidas y príncipes de a dos horas, y como en ellas no reinaba la avaricia, ni aun han conocido a la miseria, yo cargaba de reales y ellas de piedras pomes, que puedo añadir por blasón al escudo de los González, por haber engañado a representantas, habiendo salido los que más presumen de entendidos engañados de ellas.

Había una que, por razón de prenderse bien, prendía las más libres voluntades. Tenía un marido a quien no tocó las tres virtudes teologales, sino las tres dichas de los de su arte, que son tener mujer hermosa, ser pretendida por señores generosos y estar con autor de fama. Era esta diosa, con tener partes sobrenaturales, medio motilona o picaresca de la compañía, porque no hacía en ella más de una parte, que era cantar, pero con tanto extremo, que era sirena destos siglos y admiración de los venideros. Tenía la edad de los versos de un soneto, y caminaba a tener conterilla. Era su posada patio de pretendientes, sala de chancillería y lonja de mercandantes, porque siempre estaba llena de visitas y sobrada de letras y memoriales. Yo, que todo lo trascendía, apenas vi el ramo, cuando me entré en la taberna. Iba, siempre apercibido y cargado de mis jaboncillos, polvos y raíces, y sobre quién se los había de feriar, se alborotaba todo el conclave, y al que después de la competencia salía elegido, él no muy rico, gastó muy bien su bolsa, y quedando ufano, partía yo satisfecho.

Díjome la tal dama una tarde, que se había  aficionado de mí por verme muchacho, entretenido, agudo y despedado, que si quería servir que me recibiría de mil amores, y que no era uso dar salario a los mozos de comedia, porque no necesitaban de nada, por los provechos que tenían; que si estos faltaran en su casa, que ella alcanzaría con el autor que tocara la caja en las villas o que pusiese los carteles. Yo, pareciéndome ser aquella una vida descansada, y que a costa ajena podía ver las siete partidas del mundo, como el infante de Portugal, no quise hacerme de pencas ni que me rogasen lo que yo deseaba; dile el dulce fiat, y pedíle dos días de términos para deshacerme de mi botica y vender los cántaros y vasos, lo cual me concedió muy afablemente, y encomendándome el no faltar a mi palabra, me dio un real de a dos para que refrescase.

En este plazo hice baratillo de mis drogas y almoneda de mis pocos trastes, y no viendo la hora de ser solicitador de tanto pretendiente, me fui a casa de mi ama, la cual me ocupó en cuatro oficios, por verme hábil y suficiente para todos ellos. Era el primero cansado, el segundo fastidioso, el tercero flemático, el cuarto peligroso. Servíale de camarero en casa, doblando y guardando todos sus vestidos; de faquin en la calle, llevándole y trayéndole la ropa a la casa de la comedia; de escudero en la iglesia y en los ensayos, y de embajador en todas partes.

Tenía cada noche mi amo mil cuestiones con ella, sobre que yo la descalzaba, por presumirse que no era yo eunuco, y por verme algo bonitillo de cara y no tan muchacho que no pudiera antes calzar que descalzar, por lo cual andaba en busca de un criado para despedirme a mí.

Eran tantos los que acudían al galanteo de mi ama, picados de sus resistencia y estimación o celosos de verse desdeñados y juzgar a otros por favorecidos que el aposento, que era cátedra de representantes, se había transformado en cuarto de contratación. Contábanme todos sus penas, referíanme sus ansias y dábanrne parte de sus desvelos. Unos me presentaban dádivas, otros me ofrecían promesas, y otros me notificaban amenazas, y otros me daban billetes en verso, los cuales amanecían flores del Parnaso, y anochecían biznagas del Pegaso; y yo, como privado del rey, o secretario de Estado y Guerra, recibía los dichos memoriales y la untura que venía con ellos por el buen informe y brevedad del despacho.

Unas veces los consultaba, y otras veces, por ver la detención de mi ama, los decretaba en esta forma: a los de los miserables o pobres, «no hay lugar»; a los de hijos de familia, en víspera de herencia, «acuerde adelante», y a los ricos y generosos, «désele lo que pide». Íbalos a todos dilatando el pleito y a ninguno desconfiaba, antes los cargaba de esperanzas. Fingía muchas veces estar mi ama acatarrada de achaque del sereno de un particular,  por hartarme de caramelos y azúcar cande, y otras les hacía creer que tenía convidadas, con que me daba un verde de confituras, empanadas y pellas de manjar blanco el día que jugaba y perdía; porque de pícaro es dificultoso el sentar baza. Al tiempo de abrir los baúles para sacar los vestidos o para meterlos, me henchía la faltriquera de cintas y listones, y dándolos a los amantes por favor y en su nombre, me satisfacían de suerte que había con qué comprar la cantidad de lo que había sacado y con qué probar la mano toda la semana.

Quiso Bercebú, que dicen que jamás duerme, que habiéndose ido mis amos un día que no se representaba a pasear al Arenal en un coche que habian pedido prestado, y habiendo quedado yo solo en la posada a limpiar y doblar todos los vestidos, porque estábamos en vísperas de partimos, entraron a llamarme dos mozos de la comedia y el guardarropa, para que nos fuésemos a holgar, por ser día de vacación. Salí con ellos, entramos en una taberna, bebimos seis cuartillos de lo caro, jugamos a los naipes quién había de pagar el escote; y por ser yo el condenado en costas, quedé tan picado, que desafié al guardarropa a jugar las pintas; el cual, no siendo escrupuloso y teniendo más de negro que de blanco, a cuatro paradas me dejó sin blanca. Yo, abrasado de ver mi poca suerte, le dije que si me quería aguardar iría a por dineros. Y diciéndome que sí, partí de carrera a mi posada, y sacando un manteo cubierto de pasamanos de oro que tenía mi ama, lo llevé a casa de un pastelero conocido mío, al cual pedí veinte ducados prestados, diciendo que eran para mi ama, que le faltaban para acabar de pagar una joya que había comprado; y que al instante que mi amo viniera se los devolvería, demás de darle su ribete por el trabajo de contar el dinero. El pastelero, viendo la prenda de tanta satisfacción, me dio la cantidad que le pedí, con la cual volví a jugar y a perder como de primero. Toméle dos reales de a ocho al ganancioso, por vía de alicantina, y con rebozo de préstamo, con los cuales me salí a la calle, y viéndome desesperado y lleno de congojas de haber perdido, por dar gusto a las manos, oficio tan provechoso para el cuerpo, me fui a mi posada antigua de la calle de la Galera, donde cené y dormí aquella noche con harta inquietud y desasosiego.

CAPÍTULO V

[¿1626-1633?]

EN QUE HACE RELACIO DE LA AUSENCIA QUE HIZO DE SEVILLA A SER SOLDADO DE LEVA, Y LOS VARIOS ACAECIMIENTOS QUE LE SUCEDIERON EN FRANCIA E ITALIA, Y DE CÓMO ESTUVO EN BARCELONA SENTENCIADO A MUERTE

A

 

sí que por unas pequeñas celosías de la misma morada descubrí los reflejos de luz del venidero día, cuando me vestí, teniendo el corazón lleno de pesares y los ojos llenos de ternezas de ver la coz galicana que le había dado a mi ama, en satisfacción del buen tratamiento que me había hecho; y considerando el daño que me podía venir en echando de menos el manteo, me salí de aquella ciudad, única flor del Andalucía, prodigio  de valor del orbe, auxilio de las naciones y erario de un nuevo mundo; y tomando el camino de Granada para gozar de su apacible verano, di alcance a dos soldados destos que viven del tornillo, siendo siempre mansos y guías de todas las levas que se hacen. Dijéronme, después de haber platicado con ellos, que iban a la vuelta de la villa de Arahal, por haber tenido noticia que estaba allí un capitán haciendo gente, y que era villa que no perecerían los que militaran debajo de su bandera. Yo, mudando de propósito y de viaje, los fui acompañando, pagando todos el gasto que se hacía a rata por cantidad.

Llegamos segundo día a la dicha villa, y siendo bien admitidos del capitán y sentado la plaza, gozamos quince días de vuelo, pidiendo a los patrones empanadas de pechugas de fénix y cazuelas de huevos de hormigas. Vino orden de que marchásemos; y saliendo de la villa una mañana, hacía nuestro capitán la marcha del caracol, dejando el tránsito a la mano izquierda, y volviendo sobre la derecha. Prosiguió tres días con esta disimulada cautela; pero el cuarto, enfadados todos los soldados que tenía, que éramos cerca de cincuenta, a la pasada de un bosque, lo dejamos con solo la bandera, cajas, alférez y sargento, y con cinco mozas que llevábamos en el bagaje; que mal puede conservar una compañía quien siendo padre de familia della, trata solo de adquirir para sí a costa de sudor ajeno, sin advertir que es cosa muy fácil hallar un capitán, y muy dificultosa juntar cincuenta soldados.

Marché con esta compañía sin oficiales a la ciudad de Alcalá la Real, a juntarnos con la gente de la flota que de presente estaba con ella alojada, estando por cabo don Pedro Orsúa, caballero del hábito de Santiago, adonde, además de ser bien recibidos, gozamos de buenos alojamientos y socorros. Andaba cada día con una docena de espadachines a caza de corchetes, en seguimiento de soplones y en alcance de fregonas. Hacíamos de noche cacarear las gallinas, balar a los corderos y gruñir a los lechones.

Llegó el tiempo de la embarcación, y siendo langostas de los campos, raposas de los cortijos, garduñas de los caminos y lobos de las cabañas, pasamos a Monturque, Puente de don Gonzalo, Estepa y Osuna. Íbamos yo y mis camaradas media legua delante de la manguardia; embargábamos recuas de mulos, cáfilas de cabañiles y reatas de rocines, y fingiendo ser aposentador de compañía a falta de bagaje, cogía los cohechos, alzaba los embargos y partía la presa, aconsejando a los despojados se apartasen del camino, por el peligro de otros aposentadores, a fin de que no llegase queja a mi capitán.

Llegamos a Cádiz, y al tiempo del embarcarnos, me pareció ser desesperación caminar sobre burra de palo, con temor de que se echase con la carga o se volviese patas arriba, por cuya consideración me escondí a lo gazapo y me zambullí a lo de jabalí seguido. Partió la flota al golfo y yo al puerto, pues en el ínter que ella pasó el de las Yeguas, yo senté plaza en el de Santa María. Y como mi natural ha sido quebrantar el séptimo, y de conservar el quinto, tuve a dicha ser soldado de la galera Santo Domingo en la escuadra de España, y debajo del gobierno del duque de Fernandina; por razón de ser esta galera de las antiguas y de ser hospital cuyo nombre siempre reverencié, por la comodidad que continuamente hallé en ellas, y tan agüela de las demás, que estaba sin dentadura de remos y jubilada por ser vieja; con que pensé ser cuervo de la tierra, y no marrajo de la mar. Serví en ella de tercero al capitán, de despensero al alférez y de mozo de alguacil. Enviábame el alférez a comprar carne a la carnicería desta villa, donde continuamente abundaba la gente, sobraban las voces y faltaba la carne; acercábame al tajón, daba señor al carnicero y atronaba las orejas a los oyentes; recibía la carne, metía las manos en las faltriqueras y los ojos en el rostro del cortador; y en viéndolo ocupado en llamamientos de alguaciles o en partición de tajadas, bajaba todo el cuerpo, encubríame entre la bulla, fingía haber perdido algún dinero, y agachándome, como quien anda a caza de lúganos, salía a lo raso, y ganaba los perdones del que hurta a ladrón. Quedábame con el dinero, sisaba en el camino la tercia parte de la carne, y a mediodía me comía la mitad de lo que llevaba al alférez.

Entré un día con un amigo, soldado de la galera Santa Catalina, a refrescar en su rancho, y hallé amarrado a un banco y arrimado a su ballestera a mi buen amigo Juan Francés, el inventor de la temblona y el autor de los tunantes, que dejé en prisión, en la ciudad de Evora, cuando salí a hurgar a dar en manos de gitanos. Conocióme así que me vio, y dándome tiernos abrazos al son de duras cadenas, me dijo cómo, después de haberse hecho de pencas y dándole ciertos tocinos a traición, le habían echado toda la ley a cuestas; mas que estaba consolado, que ya no le faltaban más de ocho años, y que saldría de aquel trabajo en la flor de su edad, para poder proseguir con su industria. Favorecíle con lo que pude, y volviéndome a mi galera, supe cómo había enviadoa pedir don Antonio de Oquendo al duque de Fernandina dos compañías prestadas, como libreas, para salir a recibir la flota; y que sin que me preservara a mí aquella seguidilla que dice:

que quien no fue hombre en la tierra,

menos lo sería en la mar,

había tocado a mi compañía ir por una de las llamadas, y yo por uno de los escogidos. Embarcámonos en doce bajeles de Nueva España, y apartándonos de la Vieja, seguimos el rumbo de Colón y el camino de la codicia.

En el poco tiempo que duró esta embarcación, no eché menos la Mancha, pues por ser aguados mis camaradas y haberse todos mareado, fue siempre mi barriga caldero de torreznos y candiota de vino. Hallábame gordo y sucio, en blanco la bolsa, y en oscuro la camisa, los cabellos emplastados con pez y los calzones engomados con brea.

Sobrevínonos un fiera tormenta, y apareciéndosenos San Telmo después de pasada, nos volvió al puerto derrotados y sin flota. Y como de los escarmentados se hacen los arteros, pedí licencia a mi capitán para ir a cumplir un voto, que le di a entender había hecho en la tormenta referida; y atribuyéndolo a chanza, se sonrió y calló como en misa. Yo, como había oído decir que quien calla otorga, me juzgué por licenciado y me determiné como bachiller. Fuime entrando en el Andalucía, y apartándome de los tránsitos de la venida, por no pagar en alguna fiesta lo que hice en muchas semanas, llegué a Córdoba a confirmarme por angélico de la calle de la Feria y a refinarme en el agua de su Potro; por que, después de haber sido estudiante, paje y soldado, solo este grado y caravana me faltaba para doctorarme  en las leyes que profeso. Y, acordándome de lo bien que lo pasaba con mis tajadas de raya y colanas de vino cuando era bohonero, me determine de volver al trato; mas por hallarme escaso de caudal lo empleé en solas mil agujas y me salí de la ciudad a procurar aumentarlo. Y después de haber corrido Hemán Núñez y otras dos villas, llegué a la de Montilla, a tiempo, que, con un numeroso senado y un copioso auditorio, estaba en su plaza sobre una silla sin costillas y con solo tres pies, comobanqueta, un ciego de nativitate, cartapacio de coplas, harto mejores las famosas del perro de Alba, por ser ejemplares y de mucha doctrina y ser autor; el cual, chirriando como garrucha y rechinando como un carro y cantando como un becerro, se rascaba el pescuezo, encogía los hombros y cocaba a todo el pueblo. Empezaban las coplas de aquesta suerte:

Cristianos y redimidos

por Jesús, suma clemencia,

los que en vicios sois metidos,

despertad bien los oídos

y examinad la conciencia.

Eran tantas las que vendía, que a no a no llegar la noche, diera fin a todas las que traía. Fuéronse todos los oyentes encoplados y gustosos del dicho autor, y él, apeándose del derrengado teatro, por verse dos veces a escuras y cerradas las ventanas, empezó a caminar a la vuelta de su casa. Tuve propuesto de ser su Lazarillo de Tormes; mas por parecerme ser ya grande para mozo de ciego, me aparté de la pretensión, y llegándome a él le dije que como me hiciera conveniencia en el precio de las coplas que le compraría una gran cantidad, porque era un pobre mozo extranjero que andaba de tierra en tierra buscando donde ganar un pedazo de pan. Enternecióse, y no de verrne, y respondióme que la imprenta le llevaba un ochavo por cada una, demás de la costa que le tenían de traerlas desde Córdoba, y que así,  para que todos pudiésemos vivir, que se las pagara a tres maravedís. Yo le respondí que se había puesto en la razón y en lo que era justo, que fuésemos  a donde su merced mandara para que le contasen el dinero de cien pares dellas y para que me las entregasen con su cuenta y razón. Díjome que le siguiera a su casa, y alzando el palo y haciendo puntas a una parte y a otra, como ejército enemigo, aporreando puertas y descalabrando paredes, llegamos  con brevedad a ella.

Tenía una mujer de tan mal arte y catadura, que le había Dios hecho a él infinitas mercedes de privarle de vista porque no viera cosa tan abominable, y sobre todas estas gracias tenía otras dos: que era ser vieja y muy sorda. La cual, así que vio a su marido, lo entró de la mano adestrándolo hasta la cocina, quitóle el ferreruelo y el talego de las coplas y sentólo en una silla. Díjole en alta voz que sacase del arca dos legajos que había de su obra nueva, que era cada uno de cincuenta pares, y me los diese y recibiese el dinero a razón de seis maravedís cada par; mas todo su quebradero de cabeza era dar voces al aire, porque demás de ser sorda, al punto que lo dejó sentado, había salido al corral a traer leña para hacerle fuego; yo, reventándome la risa en el cuerpo, le di parte de la ausencia, el cual me rogó que le avisara cuando viniera para que tratase de despacharme.

Llegó en esta ocasión; echó la leña en tierra. Sintió él el ruido del golpe, y acercando la silla hacia la parte que le pareció estar, dio conmigo, y tentándome el ferreruelo y pensando que eran faldas, volvió a dar el segundo pregón, dejándome atronados los oídos, y ella, mirándonos a los dos, estaba como suspensa.

Hicela señas de que llegase a oír a su marido y advertirle a él el engaño, y descolgando ella un embudo grande de hoja de lata, se metió la punta en el oído, y poniendo la boca dél en la del relator de coplas, le preguntó que quién era yo y que para qué me había traído a su casa. El, después de haberle satisfecho, en tono de predicador de mandato, volvió a referir tercera vez lo que dos veces había mandado. Sacó ella los legajos, y después de haber recibido el pagamento, hizome el entrego dellos, y yo, cargado de agujas falsas y de coplas de ciego, me fui a dormir al hospital.

Salí al amanecer de la villa, y estando algunos días en la de Aguilar, pasé a las de Cabra y Lucena. Vendía las agujas a las mozas y cantaba las coplas a las viejas, y como se dice que al andaluz, hacerle la cruz, a las andaluzas, para librarse de sus ingenios, les habían de hacer un calvario dellas. Hurtábanme las redomadas de aquellas ninfas, mirándome muy a lo socarrón mis agujas, haciendo ayuntamiento de belleza y tratos de gitanos. Andaban mis papeles de mano en mano, haciendo con mis puntas aceradas dos mil modos de pruebas, que yo reniego de tantas probadas. Quedaba pasmado de oír lo donairoso de su ceceo y de ver el brío de su desgarro, y mientras tenía cuenta con las unas, las otras me empandillaban la vista y las agujas, pues jugando con ellas al escondite, unas me las quitaban y otras me las desmaban, emboscándolas en los tocados y ocultándolas en las bocamangas; de manera que,.después de haber cobrado dacio, feudo y tributo deste pobre buhonero de poquito; después de regatear dos largas horas, me compraban un cuarto de ellas, y de cosario o cosario me dejaban sin vales. Oían las coplas las viejas, y después de haberme roto los cascos y secado los gaznates, con aquello de a las más maduras, con sus boquitas papandujas me las alababan, y entre todas las vecinas de un barrio apenas me compraban un par de ellas. Por lo cual, y por ser tierra de buenos vinos, llevé tan adelante mi caudal, que en pocos días pudiera jugar las hormas. En efecto, di al traste con todo y quedé hecho mercadante de banco roto.

Encaminéme a la vuelta de Gibraltar con intención de ser pícaro de costa, y  estando a vista de sus muros, me dieron nuevas de cómo prendían a todos los vagamundos y los iban llevando a la Mamora, para que sirviesen en ella o de soldados o de gastadores. Yo, por ser uno de los comprendidos en aquel bando, y por no ir a tierra de alarbes a comer alcuzcuz, me fui a la Sabinilla a ser gentilhombre de jábega y corchete de pescados. Concertéme con un armador por dos panecillos cada día y dos reales cada semana. Volví los calzones, eché las piernas al aire, y púseme en lugar de banda un estrobo, insignia y arma de aquella religión, y al tiempo de tirar la red hacía que echaba todo el resto de la fuerza, y la tiraba con tanto descanso y comodidad, que antes era divertimiento que trabajo. Y al tiempo que salía al copo a ser celosía de bogas, jaula de sardinas y zaranda de caballas, por ver el armador con bastón de general de jabegueros, mirando a las manos y sacudiendo en las cabezas, haciendo yo oficio de escribano contrahecho, causa perteneciente a las manos la remití a los pies, porque donde no alcanzan las fuerzas es menester valerse de la industria. Hacíame Clicie de aquel sol de bodegón de la cara de mi amo, y haciendo reverencias con los pies, sin haber en aquel distrito persona que mereciese hacerlo cortesía, retiraba con los dedos de los cuartos bajos angelotes,  y con los talones, rayas.

Tenía un camarada detrás de mí, el cual recogía los despojos, sirviéndole de unos de estomaguetes y otros de ventosas de mal de madre; los alojaba entre la camisa y la barriga, y otras veces les daba fondo por el resquicio de los zaragüelles; de modo que llegué a tiempo que ejercitaban los pies el oficio de manos, y en faltándome sacristán que me ayudase a dejar el armador de Réquiem y dar sepulcro a sus pescados, escarbaba con un pie sobre la arena, como toro en coso, y formando anchurosa fosa, daba con el otro sepultura a la presa, y con ambos cubría a los difuntos, para sacarlos en quedando en la soledad. Venían los arrieros, compraban el lance, y en corriendo por su cuenta, descansaban los pies y trabajaban las manos; que si es desdicha verse en poder de muchachos, harta desdicha será hallarse cercado de pícaros. Dígolo, porque al instante que no corría el lance por el armador y que volvía las espaldas y desamparaba el montón de escamas plateadas a bien librar, les hurtábamos a los arrieros más de la tercia parte, por más bellacos que fuesen y por más cuidadosos que se mostrasen.

Con el provecho de estos percances, ración y salario que ganaba, comía con sosiego, dormía con reposo, no me despertaban celos, no me molestaban deudores, no me pedían pan los hijos ni me enfadaban las criadas, y así no se me daba tres pitos que bajase el Turco, ni un clavo que subiese el Persiano, ni que se cayese la torre de Valladolid. Echaba mi barriga al sol, daba paga general a mis soldados y me reía de los puntos de honra y de los embelecos del pundonor, porque a pagar de mi dinero, todas las demás son muertes y sola es vida la del pícaro.

Habiéndome asegurado que en la ciudad de Málaga hacían levas de mozos de jábega unos pescadores antiguos con patentes de armadores, y que daban cincuenta reales a cualesquier bisoño que se alistase debajo de sus redes, dejé la Sabinilla y me fui al promontorio de la pasa y almendra y al piélago de la patata. Senté plaza de holgazán, cobré paga de mandria. Pero cansado de andar atrás sin ser cabestrero, fingiendo haberle dado a un chulo una mohada  con la lengua de un jifero, me retiré a sagrado y pedí iglesia, y cuando el armador venía a pedirme el  dinero, dábale largas, diciéndole que el herido había ya pasado del seteno, y que en habiendo declarado los cirujanos, volvería a trabajar y  desquitar lo que había recibido y gastado. Pero viendo que hacía diligencia para buscar al doliente, y que por no hallar rastro ninguno me quería echar en la prisión, y que me andaba acechando para cogerme fuera de sagrado, me fui una tarde al muelle, y hallando de partida un bajel francés que iba a Francia de Poniente, y haciéndo1e creer al capitán que tenía unos parientes muy ricos en Burdeos y que me habían enviado a llamar, llevándome cosa muy poca por el flete, me embarqué en su navío, por que es de hombres como yo el urdir una mentira y es muy fácil de engañar un hombre de bien.

Pasamos el Estrecho de Gibraltar, que en lo borrascoso y apretado parece título moderno. Corrimos una tormenta hasta el cabo de San Vicente, y desde allí, ayudados de un viento fresco y favorable, llegamos a San Malo de Lilia, puerto de Francia y provincia de Bretaña. Hay en esta villa veinte y cuatro perros de ayuda, asalariados, los cuales están a cargo de un soldado que los asiste y cuida dellos; que como hay soldados particulares, hay también soldados perreros. Este tal tocaba cada día, al querer anochecer, una media luna o llave de Medellín o madera de tinteros, a cuyo horrendo son acudían todos los perros a una puerta sola que tiene la dicha villa, y echándolos fuera, hacían tal guardia y ronda toda la noche, que cualquiera persona forastera que llegase, ignorante de tales centinelas, lo hacían dos mil pedazos, con que estaba asegurada de cualquier antepresa y de cualquier cautela enemiga, y sin pretender esta escuadra perruna avanzamientos, ventajas ni ayudas de costa, entraban cada noche de guardia, y estando siempre alerta, jamás estaban quejosos.

Tocaban caja en esta villa, levantando gente para ir en corso contra el Inglés, y daban a cada soldado una dobla. Yo, viéndome necesitado y en tierra extraña, y por gozar de todo y dejar en todas partes mi memoria eterna, cogí la dobla, senté plaza y, levantando los talones, amanecí al tercero día en Lan, puerto y provincia de Normandía, adonde, por ser tiempo de guerra, juzgándome por espía del Inglés, me hicieron una salva de horquillazos y puntillones que fue poco menos que la de Borbón sobre Roma, y por hallar entre tantos malos algunos buenos, me dejaron pasar libre, y me escapé de una larga prisión.

y valiéndome de mi acostumbrado oficio, y arrepentido de haber dejado en la ciudad de Lisboa mi socorrido hábito de peregrino, llegué a Ruan, cabeza de Normandía, a quien la caudalosa Sena, después de haber sido cinta de plata de la gran corte de París, es tahalí escarchado de esta rica y poderosa villa, y en una de sus primeras posadas me previne de una poca de ceniza, en achaque, de ser para secar unas cartas, y metiéndola en un poco de papel y aposentándola en el lado del corazón, me fui a la Bolsa, que es la parte del contratamiento y junta de todos los asentistas y hombres de negocios, y hallando un agregamiento de mercadantes portugueses metiéndome en su corro, y no a escupir en rueda, sino a hacerlos escupir en corrillo, les hablé con la cortesía y sumisión que suele tener el que ha menester a otro, y en su misma lengua, porque no excusasen la súplica, porque como mis padres se habían criado en la raya de Portugal, la sabían muy bien, y me la habían enseñado, y después de haberles dado a entender ser lusitano, les pedí que me amparasen, para ayuda de poder llegar a la ciudad de Viena, adonde iba en busca de unos deudos míos, y por venir pobre y derrotado, huyendo de familiares a quienes no bastaban conjuros ni compelimientos de redoma, y que por lo que sus merced sabían habían quemado a mi padre, cuyas cenizas traía puestas sobre el alma y al lado del corazón.

Ellos, con semblantes tristes, algunos con preñeces de ojos, que sin ser medos esperaban partos de agua, me llevaron a la casa del que me pareció el más rico y respetado. Pidiéronme la ceniza, y habiéndola dado, sin ser primer día de Cuaresma fue cada uno besando el papelón por su antigüedad. Pidiéronme licencia para repartir entre ellos aquellas reliquias de mártir, y yo, mostrando un poco de sentimiento, les di amparo y comisión, como se reservasen algunas para mí, pues en virtud de unos polvos que había echado al mar, me había librado de una gran tormenta que había corrido en el Estrecho de Gibraltar. Suspiraban todos por el trágico suceso que les había hecho creer, y decían con tiernas lágrimas:

_El Dios de Israel te dé infinita gloria, pues mereciste corona de mártir.

Repartieron las cenizas de la dicha posada o bodegón, y mostrándome todo amor y benevolencia, me volvieron a la referida bolsa y echando un guante en todos los de su nación me juntaron veinte y cinco ducados, los cuales me dieron, y una carta de favor para un correspondiente suyo, mercadante en la corte de París, para que me socorriese para ayuda de proseguir mi viaje; y después de haberme encargado que procediese como quien era y que jamás pusiese en olvido la muerte de padre y mi felicidad en haber merecido ser su hijo, me despedí dellos, alegre de haber salido tan bien de gente que siempre engañan y jamás se dejan engañar.

Tomé el camino de París, comiendo a pasto y a tabla de patrón, y apenas llegué a verlo y reconocerlo, cuando empecé a dar voces, diciendo:

Cata Francia, Montesinos,

cata París la ciudad.

Halléme corrido y avergonzado cuando entré y atravesé sus espaciosas calles, de la vaya que me daban algunos remendones y desculadores de agujas diciendo a voces:

_Señor don Diego, daca la borrica.

Compré al pasar por una botica unas cantáridas y otros requisitos tocantes a mi oficio de cirugía, y yéndome a posar al burgo de San Germán, a la posada de uno de los expelidos de España, que se llamaba Granados, aquella misma noche me eché en el pescuezo dos emplastos o vejigatorios, y a la mañana, por haber amanecido muy hinchado, me puse cantidad de paños sobre él y me fui al palacio del embajador de España, que era el marqués de Miravel, y diciendo venir de Galicia a curarme del mal de los lamparones , me dio su limosnero tres cuartos de escudo por la llegada y uno cada semana, hasta que fui sano, sin llegar a pies reales. Di la carta de favor y tuve por ella otro socorro harto razonable.

En esta corte o confusa Babilonia, olvido del gran Cairo y lauro de todo el orbe, gastaba como mayorazgo y comía como recién heredado, con que di fin a la limosna de la tribu de Abrahán y a la caridad de los lamparones. Y por no volver a ser seguido de gozques y de andar dando aldabadas, me quité los emplastamientos y trapos del pescuezo y me acomodé por paje de un caballero, natural de Roma, dándole a entender ser su paisano y hijo de un caballero romano, caballero de honor de Su Santidad, de los que llaman del Esperón. Tratóme a los principios como a hijo de tal, pero en muy poco tiempo conoció del pie que cojeaba, y descubriendo toda la tramoya, me quitó las calzas folladas y la procesión de agujetas y me despidió de su servicio.

Viéndome desamparado y pobre y tan apartado de mi patria, por tener algún refrigerio para ayuda de llegar a ella, pues ya tenía de ayuda de costa el haber aprendido la lengua francesa, compré seis mil agujas de lo que había buscado en el oficio pajeril, sin acordarme de lo bien que me fue con las andaluzas, y saliéndorne de París tomé el camino de León de Francia. Y vendiendo mi mercancía y gastando lo que sacaba de ella en los mejores vinos que hallaba, por tener valor y esfuerzo para poder hacer tan largas jornadas, hallé cerrados los pasos de aquella villa, por causa de la contagión, y así me fue forzoso buscar nuevas trochas y seguir modernos rodeos.

Pasé por Montelimar y por Orange y queriendo entrar por Aviñón, me tiraron dos mosquetazos las guardas de sus puertas y me hicieron volver atrás, por no llevar boleta de santidad. Viéndome imposibilitado de remedio, y que sin ser avestruz me había comido toda la acerada mercancía; y habiendo hecho voto de no comer ni comprar ni aun carne de agujas, por no acordarrne de tan ruin bohonería, me encomendé a Dios, y sin ser potro de Gatea, me aparté, reculando, de la villa y me volví por el mesmo camino que había traído.

Hallé en un villaie un sargento que estaba levantando gente, el cual me preguntó que si quería ser soldado y servir al, cristianísimo rey de Francia. Yo, viendo que me apretaba el hambre y que en aquella ocasión, por solo mitigarla, serviría al Mameluco, le respondí que sí. Llevóme a su cuartel, que era en una villa llamada Sabaza; entregóme a un capitán, cuyo nombre era monsieur Juní, del regimiento del barón de Monterne. Hízome con él, y poniéndome un cuarto de escudo en la mano, me hizo sentar plaza en su compañía, dándome por nombre monsieur de la Alegreza, porque como el capitán era más fino que un coral, y me vio en la comida alegre de cascos y me conoció el humor, me confirmó, sin ser obispo, dándome nombre conforme a mi sujeto.

Marchamos por el Delfinado, haciendo buena chera , y en cada tránsito había avenidas de brindis al tenor de Avous, Monsieur de la Fortuna; A vous, Monsieur de la Esperanza, Hallábame más contento que una Pascua de flores; juzgaba aquella vida por la mejor que había tenido y llamaba a aquella a provincia la tierra del Pipiripao.

 Fuimos a guarnición a la villa de Román, adonde, a costa de los patrones, comíamos a dos carrillos, y pedíamos a discreción y había libertad de conciencia, siendo rey chico Juan soldado,  adonde persuadidos de los oficiales, por  hacer ellos mejor su negocio, molestábamos los vecinos, gastábamos cada día cien cubas de vino y cada noche un bosque de leña en los fuegos disformes que hacíamos en nuestras posadas y en el cuerpo de guardia.

Vino el unto a los mayores, recibieron el soborno, y echando rigurosos bandos, nos hicieron ayunar hartos meses lo que comimos pocos días, Mucho paño tenía aquí adonde poder cortar, pero se embotaron mis tijeras, y pensando ganar amigos cobraré enemigos. Diéronnos un tapaboca Bartola, con darnos cada día medio cuarto de escudo; que para henchir los oficiales las bolsas es necesario que los soldados aflojen las barrigas.

Embarcárnonos al cabo de una temporada en una villa del duque de Guisa llamada Mondragón, y conducidos a las soberbias corrientes del caudaloso Rin, llegamos a desembarcar en la Provenza, adonde nos agregamos a una armada que tenía el dicho duque para socorrer el Casal de Monferrat, a cuya  oposición estaban en Villafranca de Niza las galeras de Nápoles, y por general dellas, don Melchor de Boria.

Enfadábame ya de oír tanto alón, alón sin haber alguno de gallinas ni de capones, y el gastarme todos el nombre con monsieur de la Alegreza acá, monsieur de la Alegreza allá, y, sobre todo, estaba temeroso de ver que algunas veces que me había puesto como el arco del iris, cantaba en fino español, por lo cual dieron en tenerme por sospechoso y llamarme espión; que el hombre quellega a beber más de aquello que es menester, no solamente no guarda sus secretos, pero descubre los ajenos.

Dieron a todo el armada una paga, que es la extremaunción de los franceses cuando entran en países extraños, la cual cogí con ambas manos, y apresurando ambos pies, fui a resollar a Villafranca, hablé a la guardia de la puerta en italiano, por lo cual me dejaron entrar. Fui a ver a don Melchor de Borja, y contándole todo mi suceso, lo celebró mucho, y por parecerle soldado entretenido, me mandó dar dos dobles y que acudiese a comer a su casa.

Vínole orden del duque de Saboya para que marchase con los españoles y dejase los saboyardos y otras naciones que estaban a su orden, y que dejase a los franceses a que siguiesen su camino. Embarcóse así que la recibió, y fatigados de una procelosa borrasca, llegamos a Mónaco, y de allí zarpamos a la ciudad de Génova, desde adonde envió nuestro general dos galeras de su escuadra por bastimentos a la villa de Liorna. Embarquéme en una dellas, y habiendo tenido un feliz viaje, al desembarcar en el muelle de la dicha villa, supe cómo Su Alteza el gran duque de la Toscaza levantaba gente para enviar al Estado de Milán. Alistéme al instante, por no perder el tiempo ni la ocasión. Diéronme ocho ducados de contado, y tuve cuatro meses desvedada la bellota en casa de patrones, adonde daba de puntillazos al sol y me burlaba de la fortuna. Envió el gobernador de Milán a dar aviso a Su Alteza de que al presente no necesitaba de aquella gente, por lo cual dieron licencia a muchos soldados, siendo yo uno de los primeros, por ser pequeño de cuerpo y por constarle a mis superiores no ser grande de virtudes.

Púseme en camino a la vuelta de Sena, y pasando por Viterbo del Papa, llegué cuarta vez a la gran ciudad de Roma. Fui a ver a mis hermanas, de quien fui mal recibido, y queriendo hacer del esmarchazo, llamaron un vecino suyo, barrachel de justicia, el cual, cantándome aquel verso de Mira, Zaide, que te aviso, me puso en la calle, tomando a su cargo el amparo de mis hermanas.

Fuime al palacio del conde de Monterrey, que estaba entonces por embajador de España, adonde me junté con un portugués que era criado de don Juan de Eraso, y volviendo a continuar la vida de los temerarios, estafábamos cortesanas y agotábamos tabernas. Abríle trinchea a un pintor en la cara sobre ciertos arrumacos que hacia a una conocida mía, por cuyo delito fue fuerza retirarme al palacio del dicho embajador; y viendo mi pleito en mal estado, y que mis hermanas aún no me daban un ¡Dios te ayude!, cosa que se da a cada instante a uno que estornudaba, me ayudé de mi hacienda, trocando secretamente una casa que había dejado mi padre en la calle Ferratina por una gran suma de pinturas, las cuales envié por la conducta  a Nápoles. Y yendoyo después a tratar de su enajenación, di tan buena cuenta dellas, que en menos de un mes la mayor parte me la chuparon damas y me la comieron rufianes, y algunas cincuenta que me habían quedado las perdí una noche al juego de las pintas, parando a pintura y pintura y diez en la quinta.

Viendo que se me había caído la casa, por haber perdido, no por falta de ciencia, sino por haberme encontrado con otro más diestro que yo, senté plaza en una leva que se hacía para España, en la compañía, sin caballos y con esperanza de rocines, del prior de la Rochela, y volví de nuevo a escandalizar con embustes el cuartel, a alborotar los cuerpos de guardia y a inquietar los bodegones, cargado más de miedo que de hierro y con una letanía de valentía amontonada.

Metióme en prisión mi capitán, por cabeza destos banderizos, porque temía que me huyese con ellos, y diome, en lugar de castillo, el alcázar del Tarazanal, porque a gran río, gran puente. Embarcámonos en una fuerte armada para ir a España, yendo por generales della el marqués de Campolátaro y el de Santo Luchito, y por general de la caballería, mi capitán, y por comisario general, don Jusepe de Palma.

Arriméme todo el tiempo que duró la embarcación, por tener razonable pluma y por saber algo de cuenta, a la despensa del bajel, adonde iba embarcado para ayudar a dar ración a la gente de mar y guerra, y por andar al uso, y no querer asentar en oficio que todos yerran, daba el despensero el bizcocho más menudo a los soldados, preservando siempre costras mayores y enteras. Íbales dando raciones de atún de lo que se iba pudriendo y guardaba lo que estaba bueno. Metía un punzón en el tocino, y el que estaba oloroso lo iba ocultando, y distribuyendo lo que no lo estaba, haciendo lo mismo con el vino y con lo demás que estaba a su cargo; porque ya es plaga antigua ser lo peor para el soldado. Tenía cuidado de regalar al cabo de la guardia y al capitán que venía por cabo de bajel con que todos callaban y amorraban, y al compás que lo pasaban mal los soldados, triunfábamos nosotros.

Llegamos a dar fondo en Rosas, adonde se embarcó toda la infantería; salimos del puerto la caballería desmontada y tomamos tierra a seis leguas de Barcelona. Quedamos aquella noche en la playa, escribiendo sobre el socorrido papel de su arena la pena de quedarnos sin patrón y hechos lobos marinos de la playa; a la mañana nos alojaron donde tuvimos dello con ello, pues detrás de un regalo oíamos un cap de Deu, y veíamos media docena de pistoletes. Estaba muy mal mi capitán conmigo, por haberme retenido una paga y haber yo dado queja sobre la restitución. Era yo siempre su ceja, pues que me tenía sobre su ojo; que el soldado que no se dejare pasar por cima en materia de interés y tratare de dar quejas o capitular a oficiales, su verdad será mentira; y demás de no avanzar, será malquisto y aborrecible; y en achaque del servicio del rey, le darán con que no quede de servicio. Pasábalo yo mejor que todos los de mi compañía, por estar alojado en una taberna y ser intérprete con los catalanes y napolitanos,  ganándome el corretaje en ponerme a veces, que por hablar catalán hablaba caldeo, y por hablar napolitano hablaba tudesco.

Tuve un día una pendencia con un soldado, sobre un mentís por la gola,  dándole por debajo della una estocada, di con él patas arriba por haberse él mismo, no haciendo caso de mí, entrado por los filos de mi espada; de manera que le hirió su gran soberbia, y no mi mucha modestia. Y por no dar venganza a mi capitán ni dar lugar a que satisficiese su rencor con hacerme prender y  castigar, o querer él mismo abrirme de grados y corona , me fui a la ciudad de Barcelona, adonde de presente estaba el que nació infante y gobernó cadernal y murió santo. Tomé tierra del Papa, y por no estar a merced de la justicia, me amparé de la piedad del convento de la Merced. Mi capitán, como si yo le hubiera muerto a su padre, robádole su hacienda o quitádole su dama, envió tras mí a hacerme prender en Barcelona, y anduvo tan diligente un quitapelillos suyo, rabanillo de la compañía y hijo de huevo de la armada, que sin valerme antana, ni defensa de motilones, ni aquella de iglesia me llamó, me hizo, con una cuadrilla de alguaciles y corchetes, sacar de sagrado y meterme en la cárcel del Tarazanal; que hay soldado que, por agradar a su capitán, prenderá al mismo que le dio el ser, con razón o sin ella.

Echáronme grillos y cadena y una argolla al pescuezo, con un virote que siempre señalaba al norte y apuntaba a las vigas. Fulminaron un proceso de soldado huido y alborotador del armada; y sin reparar en el dolor que le costé a mi madre cuando me parió, el trabajo que tuvo en envolverme, ni el molimiento que pasó en columpiarme, me dieron un susto con el debo condenar y condeno, por ser cosa que tenía con qué pagarla, que a echarme la ley de la numerata pecunia, fuera irremediable el dar satisfacción.

En efecto, como quien no dice nada, o como quien no quiere la cosa, me sentenciaron a oír sermoncito de escalera, a santiguar el pueblo con los talones y a bambolearme con todos vientos, como si yo tuviera otra vida al cabo de un arca, o como si la que yo tenía me la hubiera dado el Pilatos que dio la sentencia. Notificómela un notario, tan buen cristiano, que no pidió albricias por la buena nueva, ni derechos de lo procesado. Hice algunos pucheros cuando la oí; atragantéme algunos suspiros echando por los ojos ciertos borbotones de lejía de panilla. Díjome el carcelero que me pusiera bien con Dios, sin haberme dado para aquel último trance con qué ponerme bien con Baco. Y acordándome del tránsito que había de pasar, para probar si era como los que había hecho siendo monsieur de la Alegreza, me apretaba con la mano el gaznate, y con ser sobre peine, no me agradaban aquellas burlas, diciendo entre mí: Si esto hace la mano, siendo de carne blanda, ¿qué hará la soga, siendo de esparto duro? Hincándome de rodillas pedía misericordia al cielo; prometíale, si me viera en libertad, hacer penitencia de mis pecados y mudar de vida; mas al cabo vino a ser el juramento de Pelayo.

Pasó la voz por toda la ciudad, y acudieron muchos amigos a verme, y vecinos della a censurarme. Los amigos me consolaban, diciéndome que me animara, que aquel era camino que lo habíamos de hacer todos; que solo les llevaba la delantera; y en lo último se engañaron, porque yo me he quedado de retaguardia y ellos han llevado la delantera, perdonando verdugos, pidiendo misas y haciendo alzar dedos.

Decían algunos catalanes que era compasión, por cosa tan poca, privarme de la vida en lo mejor de mi edad; otros, que tenía cara de grandísimo bellaco; otros, que no por bueno estaba en tal aprieto. Entró a este tiempo un fraile francisco muy trasudado y fervoroso,preguntando:

_¿Dónde está el sentenciado?

Yo le respondí:

_Padre mío, yo lo soy, aunque no tengo cara de ello.

Díjome:

_Hijo: agora es tiempo de tratar de tu salvación, pues ha llegado la intemerata, y así este poco de vida que le queda es menester emplearla en confesar sus culpas y en pedir a Dios perdón de sus pecados.

Respondíle:

_Padre mío, si un buen amigo es espejo del hombre, uno que tuve en Sicilia, tan intrínseco que me hizo medio cardenal a costa de un ojo, me decía que antes mártir que confesor; demás que por cumplir los mandamientos de la Santa Madre Iglesia, no me confieso sino una vez en el año, y esa por la Cuaresma. Pero si es ley humana que pague con la vida el delito que he cometido, vuestra reverencia advierta, pues es tan doctor_que no hay mandamiento ni precepto divino que diga: No comerás ni beberás; y así, pues no voy contra lo que Dios ha ordenado, vuestra paternidad trate de que se me dé de comer y beber, y después trataremos de lo que nos está bien a los dos, que en tierra de cristianos estoy, y iglesia me llamo.

        El Padre, algo enojado de oírme decir chilindrinas en tiempo de tantas veras, sacó de su manga un crucifijo pequeño, y empezóme a predicar aquello de la ovejuela perdida y lo del arrepentimiento del buen ladrón; esto dando tantas voces, que atronaba todo el Tarazanal, y derramando tantas lágrimas que inundaba aquel pequeño

retrete. Yo, que más gana tenía de comer que de oír sermones, por haber veinte y cuatro horas que no me había desayunado, decía entre mí viendo las crecientes de llantos que destilaba por sus ojos:

Aunque más lágrimas deis,

en vano las derramáis.

           Mas viendo que alguna razón tenía, pues daba tantas voces, y que sin ser víespera de de San Esteban me querían colgar como racimo de uvas, alargarme el gaznate como si fuera ganso, despejé el rancho, y hincando una rodilla y poniéndome en postura de ballestero, desembuché la talega de culpas, y dejé escueto el almacén de los pecados; habiendo recibido la bendición y el ego te absolvo, quedé tan otro, que solo sentía el morir, porque juzgaba, según estaba de contento, que se habían de tocar de su mismo motivo todas las campanas, y alborotarse toda Barcelona, y dejar de ganar su jornal la pobre por venirme a ver.

Mas por conservar y alargar la vida como es prenda tan amable, hice dar un memorial en mi nombre al marqués de Este, que ejercía el puesto de general de la caballería, por haber muerto el prior de la Rochela, alegando en él ser hijodalgo, y que conforme los fueros de los que lo eran, me tocaba morir en cadalso, degollado como carnero, y no en harca, ahogado como pollo. Pensaba que me pediría información dello, y que me daría término para enviar a hacer las pruebas a Roma y a Salvatierra, y que en el inter no me faltaría una lima sorda para limar la cadena y grillos, O una ganzúa para abrir las puertas de la prisión; pero salióme todo en vano, porque el marqués respondió que él no pretendía otra cosa sino que yo muriese ajusticiado, que en lo demás, escogiera yo muerte que quisiera.

Agradecíle la cortesía, y tomando una piedra, y pareciendo un penitente Jerónimo, me daba con ella infinidad de golpes en los pechos; pero con tanto tiento y con tanta blandura, que no se rompieran aunque fueran de mantequilla. Perdí el color, faltóme el aliento, y trabóseme la lengua cuando oí que en mis tristes oídos clamoreaban los ecos de los esquilones y campanillas de la Santa Caridad.

Estando con este susto que se lo doy de barato al que lo quisiere, entraron acaso en el dicho Tarazanal don Francisco de Peralta, secretario de cámara de Su Alteza, y Jusepe Gómez, su barbero; y habiéndose informado de todo, mostraron algún sentimiento, llegaron a darme el pésame de mi desgracia. Pero viéndome que, como si me hubieran de sacar de bodas, hablaba bernardinas y echaba chiculíos; y que había convertido la piedra, sin ser domingo de tentación, en dos libras de pan, que me había enviado el carcelero, y que haciendo monipodios, por haber venido acompañadas con un jarro de vino, me estaba saboreando con ellas, volvieron el sentimiento en alegría, y me dijeron que cómo no sentía el haber de morir.

Respondíles que harto lo había sentido, mientras no me habían dado de beber; pero que tenía para conmigo el vino tal virtud, que al instante que lo bebía me quitaba y desarraigaba toda la melancolía. Y que advirtiendo que aquel día salía de poder de soplones, alguaciles y escribanos, daba por bien empleada la muerte; pero que si sus mercedes pudieran alcanzar con mi general que, debajo de mi palabra, me diera licencia por tres meses para ir a Roma a confesar ciertos pecados reservados a Su Santidad para descargo de mi conciencia y salvación de mi alma, me harían muy grandísimo favor, y que yo les haría pleito y homenaje, como infanzón gallego, de volver, en cumpliéndose el término, a ofrecerme al funesto suplicio y a entregar al trinchante de gargueros la mejor cabeza que jamás ciñó garzota.

Cayóles tan en gracia mi demanda, que habiendo conocido mi buen humor y el buen tiempo que gastaba, me prometieron ayudar; y le fueron a informar de todo a Su Alteza Serenísima, al mismo instante, por el peligro que corría en la tardanza; el cual, como príncipe tan piadosísimo y por constarle que tenía iglesia, mandó que se suspendiese la ejecución y que se revocase la sentencia de muerte y que me echasen por diez años en galeras.

Estaba tan de mi parte el marqués de Este_como si yo le hubiera hecho alguna sangría estando con resfriado_ que replicó a la gracia que se me había concedido, y dijo que era muy tierno y delicado para traspalar sardinas, y que así era mucho mejor, para que fuese un ejemplar a toda la armada, quitarme de este mal mundo, y que cuando se hubiera hecho tres o cuatro años antes, no se hubiera perdido nada. Mas de tal manera abogaron por mí mis dos defensores y abogados y de tal suerte encarecieron a Su Alteza mi despejo y taravilla de donaire, que le dio deseo de verme, y mandó sacarme de la prisión libre y sin costas, y que yo le fuese a besar los pies por la merced que me había hecho.

Lleváronme la buena nueva y mandamiento de soltura, y dejando burlado al pueblo, cansados los campanilleros, y sin provecho el verdugo, me fui contoneando a Palacio, recibiendo parabienes y haciendo pagamento de ellos con una pluvia de gorradas. Echéme a los pies de Su Alteza Serenísima, dile las gracias por la recibida, y después de haberme oído algunas agudezas y contádole algunos chistes graciosos, quiso premiar mis servicios haciéndome grande de España, pues mandó que me cubriese, prometiéndome que con el tiempo me haría de la llave dorada de las despabileras. En efecto, me trató como a bufón, y me mandó dar de beber como a borracho. Pero aunque estuve a pique de cubrirme y de tomar posesión de tal oficio, lo dejé de hacer por ciertos sopapos y pescozadas que me dieron sus pajes, con manos pródigas y por la grande afición que tenía al hábito de soldado; por lo cual me salí de palacio, y me fui a dar dos sangrías para atajar el daño que me pudiera venir del susto que había pasado.

CAPITULO VI

[1633-1634]

EN QUE DA CUENTA DEL PRESIDIO QUE TUVO EN ROSAS, EL VIAJE QUE HIZO A MILÁN, Y CÓMO PASÓ  A LA ALSACIA Y SE HALLO EN LA BATALLA DE NORLDLINGUEN

D

 

espués de haber desistido el temor y  olvidado el peligro en que me vi, y recuperado en una taberna la sangre que me había hecho sacar, yéndome un día paseando hacia la vuelta del muelle, supe cómo el duque de Cardona levantaba un tercio para enviado a Lombardía, y que era maestre de campo don Felipe de Cardona, su hijo; y por coger ciertos reales que daban, con que se engañaban muchos bobos, senté plaza de soldado; pero apenas mi capitán me vio tan mozo y nada pesado, cuando me metió en galera con los demás de sus soldados, temiendo que me perdería y que necesitase que me pregonasen.

Zarpamos de allí a estar de presidio en Rosas, hasta tanto que el tercio se acabase de hacer, adonde teníamos cada tarde un pequeño socorro; mas porque era menos que moderado y nada bastante para aplacar mis buenos apetitos al cortar la cólera, procuré de valerme de uno de tantos oficios como sabía y había ejercitado; y después de haber estado entre mi toda una siesta procurando, sin estar en conclave, hace una buena elección, elegí el de cocinero por cogerles con suavidad los socorros a los soldados y por socorrer con ellos mis necesidades; para cuyo efeto armé un rancho, que ni bien era bodegón ni bien casa de posadas; pero un bodegoncillo  tan humilde, que pudiera la guerra  dejarlo por escondido o perdonarlo por pobre. Estaba hecho a dos aguas, y no tenía defensa para ninguna. Era todo él ventanaje, y necesitaba de ventanas, y con tener mil entradas y salidas, usos y costumbres, veredas y servidumbres, y libres de censo y tributo, no tenía puerta ni cerradura ninguna. Eran sus mesas retazos viejos de tajones de cortar carne, sus asientos de grandes y torneadas losas, que habían servido de tapaderos de caños, sus ollas y cazuelas de cocido y no vidriado barro, y su vajilla de pasta del primer hombre. Pusiéronle por nombre la Plaza de Armas, por su poco abrigo y menos limpieza, pues no había en toda ella más rodilla para lavar los platos que mi falda de camisa.

Hacía cada día un potaje, que aun yo mismo ignoraba cómo lo podía llamar, pues ni era jigote francés, ni almodrote castellano; mas presumo, que si no era hijo legítimo, era pariente muy cercano del malcocinado de Valladolid, porque tenía la olla en que se guisaba tantas zarandajas de todas yerbas y tanta variedad de carnes, sin preservar animal, por inmundo y asqueroso que fuese, que solo le faltó jabón y lana para ser olla de romance, aunque lo fue de latín, pues ninguno llegó a entenderla, ni yo a explicarla, con haber sido estudiante. Con esto engrasaba a los soldados, y despachando escudillas de contante y platos de fiado, ellos cargaban con todo el brodio, y yo con todos los socorros.

Después de haber durado algunos días esta industria o disimulado robo, prueba de mi buen ingenio y remedio de mi necesidad, nos embarcamos en un bajel, y fuimos a dar fondo junto a la bahía de Génova, adonde aún no hube puesto los pies en tierra cuando traté de escurrirme, sin ser anguila; mas por andar mis oficiales alerta, por saber la retirada que había hecho a Barcelona, no pude salir con mi intento. En efeto, marchamos la vuelta de Lombardía, teniendo siempre tapa al son del tapalapatán, y descubriendo tapaderos de cubas, a la sombra de la sábana pintada, llegamos a Alejandría de la Palla, adonde por ir derrotados, y no de batallas ni encuentros, nos dieron vestidos de munición, que en lengua latina se llaman vestidos mortuorios y en castellano mortajas.

Yo, temiendo vestirme de finado y de hacer mis obsequias en vida, y por no parecer bisoño, siendo soldado viejo, y habiendo hecho servicios  particulares (que si es necesario me darán certificaciones y fees, por ser mercancías que jamás se ha negado a ninguno), me fingí enfermo, y me fui a un hospital, valiéndome de ardid del diente de ajo, gustando más de estar en carnes vivas que en vestidos difuntos. Repartieron toda la gente en castillos y guarniciones, y al punto que supe me habían dejado solo, que era lo que yo deseaba, saqué la cabeza como galápago de mi santo retiro, y saliendo como caracol en verano, con toda la casa a cuestas, cuyo peso era bien ligero, me fui a la ciudad de Milán. Y viéndome que por causa de ser soldado estaba con más soldaduras que una caldera vieja, arrimé a una parte, como a gigante, la milicia, y siguiendo la malicia de la corte, reconocí su ventaja y asenté el pie, volviendo de muerte a vida y de pobre a rico.

Salí el día que llegué a ver de espacio aquella famosa ciudad, y me pareció una de las buenas de todas cuantas había andado, y que a gozar de mar, como muchas de ellas, no sufriendo igualdad, les llevara conocidas ventajas. Vi que sus templos competían con los de Roma, que sus palacios aventajaban a los de Sevilla, que sus calles excedían a las de Lisboa, sus sedas a las de Génova, sus brocados y cristales a los de Venecia, y sus bordaduras y curiosidades a las de París. Visité el palacio y corte, habitación de Su Alteza Serenísima el señor infante cardenal, que había acabado de llegar de Barcelona a gobernar tan hermosísima ciudad y a defender tan inexpugnable Estado. Hablé con todos los conocidos, y dime a conocer a los que no lo eran; y enfadado de los oficios pasados, por haber medrado tan poco en ellos, sabiendo cuán agradable es el troppo variar, me hice padre de damas, defensor de criadas y amparador de pobretas; vendime por natural de Alcaudete; picaba a todas horas como alguacil, y cantaba a todos ratos como alcaudón; tenía aposentos de congregación de ninfas de cantón, salas de busconas, palacios de cortesanas y alcázares de tusonas. Vendía sus mercancías a todos precios, vivía siempre con el adelantado, por tener esculpido en la memoria aquellos versos conceptuosos que dicen:

Que quien no paga tentado,

mal pagará arrepentido.

Señalaba horas sin ser mano de reloj, hacía amistades sin ser valiente, y llevaba a cada instante a vistas sin ser casamentero.

Era, cuando me hallaba a solas con ellas, el Píramo de su aldea; en habiendo visitas, era su criado; en habiendo pendencias, su mozo de golpe; y en hacerles los mandados, su mandil. Incitábalas a ser devotas de San Roque, aconsejábalas que siempre que lo visitasen, se acercasen al ángel y huyesen del perro. Campaba como mercader, vivía como Gran Turco y comía a dos carrillos como mona. Llegábame siempre a los buenos, por ser uno de ellos;  acercábame a los ricos, y huía de los pobres tratando muy ordinariamente con gente de naciones, sin necesitar de aprender lenguas.

Confirmé este oficio por uno de los mejores que han inventado los hombres, si no hubiera descendimientos de manos, rasguños de navajas y sopetones de machetes. Pero viendo que por ciertos estelionatos del signo de Virgo me querían dar colación de la referida, me amparé del palacio de don Marco Antonio de Capua, hermano del príncipe de Roca Romana, caballero napolitano, y por habérsele ido el cocinero, entré en el reinado de la cocina y empuñé el cetro de la cuchara. Después de haber estado algunos días en quietud y regalo, complaciendo a mi amo y haciendo alarde de mis estofados y reseña de mis aconchadillos, marchó su excelencia el duque de Feria con un lucido, aunque pequeño ejército, para dar socorro a Alsacia, yendo mi amo por capitán de una compañía, y yo por su soldado y cocinero. Pasamos los dos tan dilatado camino con muchísimo descanso y regalo, abundando siempre de truchas salmonadas y diferencias de muy suaves y odoríferos vinos, porque como llevaba pella de doblones, hallábamos aun mucho más de aquello que queríamos.

Pasamos el Tirol, y juntáronse nuestras fuerzas españolas con las imperiales, que estaban a cargo del mariscal Aldringer; y hecho de todas un cuerpo, socorrimos a Constanza y a Brisaque; y volviendo a separarse, nos fuimos a invernar a Borgoña, adonde me fue fuerza reformarme del oficio y cargo que me habían dado de la cocina, por hallarla, en todas las visitas que hacía, hecha un juego de esgrimidor, sus ollas vagamundas, sus cazuelas holgazanas, y sus calderos y asadores rompepoyos; siendo causa deste daño la destruición de la tierra y la falta del dinero.

Viéndome, pues, cocinero reformado, busqué otro modo y otra novedad de trato; y haciéndome merchante de hierros y clavos de herrar caballos, y marchando a la vuelta de la Baviera, en pocas jornadas quedé desenclavado, y conocí el yerro que había hecho en emplear mi caudal en cosa que no podía acertar; de modo que lo que fiaba, no me pagaban; lo que me estafaban, aun no lo agradecían; y lo que me hurtaban, jamás me lo restituían; con que al cabo de la jornada hallé el carro de mi capitán, adonde yo llevaba la indigestible mercancía, muy vacío, y mi bolsa muy anublada.

Fuese en esta ocasión mi amo a Italia, a cosas que le importaban, dejándome a mí desherrado y desollado, pues quedaba sin el amparo de sus ollas y perdido el trato de los hierros. Hallóse al presente sin cocinero don Pedro de Ulloa, capitán de caballos; y por haberle informado que yo era el mejor de todo el ejército, me recibió para que le sirviese en el dicho oficio, porque en la tierra de los ciegos el que es tuerto es rey. Contóme mi amo, el pretendiente a quien yo serví de paje en Madrid, que hallándose en una aldea cercana a él una víspera de Corpus, llegó una tropa de infantería representanta que ni era compañía ni farándula, ni mojiganga ni bolulu, sino un pequeño y despeado ñaque, tan falto de galas como de comedias, el cual, a título de compañía de a legua, pretendió hacer la fiesta del día venidero, ofreciendo satisfacción de muestra; y que habiéndose juntado todo el Concejo, gustaron de oírlos para ver si eran tales como ellos presumían. Llamároslos en casa del alcalde, y delante de mi amo y de los jurados representaron el auto de La locura por el alma, adonde el que hacía de Luzbel, por dar más voces que los demás, pareció mejor que todos, siendo todos harto malos. Acabóse la muestra; salió mi amo a la plaza con todo el Ayuntamiento, adonde hallaron al cura, que, por haber estado diciendo víspera, no se había hallado en la representación; él preguntó al alcalde que qué tales eran los representantes. Satisfízole con decirle que no habían parecido mal, pero que uno, que representaba al diablo, era el mejor de todos. A lo cual le respondió el cura:

_Si el diablo es el mejor, ¿qué tales serán los demás?

Por lo cual aplico y digo que si yo pasaba plaza del mejor cocinero del ejército, no sabiendo lo que me hacía, ¿qué tales serían los demás? En efeto, a falta de buenos, me hizo mi amo alcaide de su cocina y soldado de su compañía.

Prosiguiendo la dicha marcha, llegamos a alojar a las sierras de Baviera, adonde nos dieron por patrón uno de los más ricos dellas, aunque por tener retirado todo su ganado y lo mejor de sus muebles, se nos vendió por pobre; mas no le valió nada su fingimiento, porque sus mismos criados me dieron aviso dello, porque demás de ser enemigos no excusados, son los pregoneros de los defectos de sus amos.

Hablaba nuestro patrón tan cerrado alemán, y ignoraba tanto el lenguaje español, que ni él nos entendía lo que nosotros decíamos, ni nosotros entendíamos lo que él hablaba. Pedíamosle por señas lo que habíamos menester, y él, aunque las entendía, como no eran en su provecho, se daba por desentendido y encogíase de hombros. Díjome el criado que me había advertido de lo demás, y entendía un poco la lengua italiana, que su amo era buen latino; que si había alguno entre nosotros que hubiera sido estudiante, le daría a entender lo que le pedíamos. Alegráronseme las pajarillas, por ver que yo solo quedaba señor absoluto de la campaña, y que podía hacer de las mías, sin que nadie me entendiera. Acerquéme al patrón, y díjele muy a lo grave que yo era furriel, mayordomo y cocinero de mi amo, y que así le advertía que tenía un capitán de caballos del rey de España en su casa, y persona de mucha calidad; que tratase de regalarle muy bien a él y a sus criados, y que porque venía cansado y era ya hora de comer, que hiciese traer todo lo que era necesario. Respondióme que le dijera la provisión que había de hacer en la cocina, y que haría a sus criados que lo trajesen al punto. Díjele que era menester para la primer mesa de los gentiles hombres de la boca, y para la segunda de los pajes y meninos, y para la tercera de los lacayos, estaferos y mozos de cocina, una vaca, dos terneras, cuatro carneros, doce gallinas, seis capones, veinte y cuatro palominos, seis libras de tocino de lardear, cuatro de azúcar, dos de toda especia, cien huevos, cincuenta libras de pescado para escabeche, medio pote de vino para cada plato y seis botas de respeto. El, haciéndose más cruces que hay en el Monte Santo de Granada, me dijo:

_Si para las mesas de los criados es menester lo que vuesa merced pide, no habrá tanta hacienda en este villaje para la del señor.

Respondíle:

_Mi amo es tan gran caballero, que más quiere tener contentos a sus criados que no a su persona; y así él y sus camaradas no hacen de gasto al día  ningún patrón si no es un relleno imperial aovado.

Preguntóme que de qué se hacía el tal relleno. Respondíle que me mandase traer un huevo y un pichón recién nacido y dos carros de carbón, y mandase llamar a un zapatero de viejo, con alesna y cabos, y un sepulturero con su azada, y que sabría todo lo que se había de buscar para empezar a trabajar en hacerlo.

El patrón, medio atónito y atemorizado, salió en busca de lo necesario al tal relleno. Y al cabo de poco espacio me trajo todo lo que había pedido, excepto los dos carros de carbón. Toméle el huevo y el pequeño pichón, y abriéndolo con un cuchillo de mí sazonada herramienta, y metiéndole el huevo después de haberle sacado las tripas dije desta forma:

_Repare vuesa merced en este relleno, porque es lo mismo que el juego del gato al rato: este huevo está dentro del pichón, el pichón ha de estar dentro de una perdiz, la perdiz dentro de una polla, la polla dentro de un capón, el capón dentro de un faisán, el faisán dentro de un pavo, el pavo dentro de un cabrito, el cabrito dentro de un carnero, el carnero dentro de una ternera, y la ternera dentro de una vaca. Todo esto ha de ir lavado, pelado, desollado y lardeado, fuera de la vaca, que ha de quedar con su pellejo. Y cuando se vayan metiendo unos en otros como cajas de Inglaterra, porque ninguno se salga de su asiento, los ha de ir el zapatero cosiendo a dos cabos, y en estando zurcidos en el pellejo y panza de la vaca, ha de hacer el sepulturero una profunda fosa, y echar en el suelo della un carro de carbón, y luego la dicha vaca, y ponerle encima el otro carro, y darle fuego cuatro horas, poco más o menos; y después sacándola, queda todo hecho una sustancia y un manjar tan sabroso y regalado, que antiguamente comían los emperadores el día de su coronación. Por cuya causa, y por ser el huevo la piedra fundamental de aquel guisado, le daban por nombre relleno imperial aovado.

El patrón, que me estaba oyendo la boca abierta y hecho una estatua de.piedra, lo tuvo tan creído y se persuadió tanto dello, viendo mi entereza y la priesa que le daba a la brevedad de traer todos los requisitos que le había ordenado, que tomándome la mano, harto sin pulsos la suya, me la apretó y me dijo:

_Domine, pauper sumo

A lo cual, entendiendo la señal, le respondí:

_Nihil timeas.

Y llevándolo a la cocina, nos concertamos de tal modo, que restaurando la pérdida de los hierros, me sobró con qué poder comprar dos pares de botas, haciéndole a mi amo creer que era el patrón muy pobre, y que le habían robado todo el ganado gente de nuestras tropas, por lo cual le habían dejado destruido; por cuya causa, teniéndole compasión, me mandó, por saber que yo solo lo entendía, que me acomodase con él lo mejor que pudiera, de suerte que no le hiciese mucha costa en el gasto de la comida.

Pero viendo los criados que me abundaba el vino en la cocina y que me sobraban los regalos que el patrón me enviaba, dieron cuenta a mi amo, recelosos de la cautela; el cual hizo diligencia de saber si era verdad lo que yo le  había asegurado; y hallando ser todo al  contrario y que estaba alojado en la casa más rica de aquel villaje, llamó al patrón, y con un intérprete borgoñón, que entendía las dos lenguas, supo dél la contribución que me había dado y que le había dicho que era su furriel, mayordomo y cocinero, y lo demás que he referido.

Bajó mi amo a la cocina, y tomando  un palo de los más delgados que había en ella, me limpió tan bien el polvo, que más de cuatro días comió asado y fiambre por falta de cocinero. Yo le dije, viéndome más que aporreado, que si quería servirse de hombre de mi oficio que fuese fiel, que lo enviase a hacer a Alcorcón, y que se persuadiese a que no había cocinero que no fuese ladrón, saludador que no fuese borracho, ni músico que no fuese gallina.

Salimos de allí, y fuimos a hacer plaza de armas general en la campaña, llevando yo, por la obligación de ser soldado, una carabina con braguero, por habérsele rompido caja y cañón, y un frasco lleno de pimienta y sal, para despolvorear los habares; y por armas tocantes a la cocina, un cuchillo grande, cuchillo mediano y cuchillo pequeño; que a tomar transformaciones y convertirse en perros, se pudiera decir por mí que llevaba perri chiqui, perri grandi, perri de tutti maneri.

Pasamos de la plaza de armas a juntamos con el ejército que traía Su Alteza Serenísima del infante cardenal para pasar a los Estados de Flandes; y habiéndonos agregado a él siguiendo la dicha derrota, ganamos algunas villas, cuyos nombres no han llegado a mi noticia, porque yo no las vi ni quise arriesgar mi salud ni poner en contingencia mi vida, pues la tenía yo tan buena que mientras los soldados abrían trinchea, abría yo las ganas de comer; y en el ínter que hacían baterías, se las hacía yo a la olla, y los asaltos que ellos daban a las murallas, lo daba yo a los asadores. Y después de ponerse mi amo a la inclemencia de las balas y de venir molido, me  hallaba a mí muy descansado y mejor bebido, y tenía a suerte comer quizá mis desechos, y beber, sin quizá, mis sobras.

Fuimos prosiguiendo nuestra jornada hacia la vuelta de la villa de Norlinguen, juntándose en el camino nuestro ejército con el del rey de Hungría, con lo cual se doblaron las fuerzas y nos determinamos a ir a ganar la dicha villa. Y al tiempo que la teníamos volqueando, y esperando cura, cruz y sacristán, el ejército sueco, opuesto al nuestro, pensando darnos un pan como unas nueces, vino por lana, y volvió trasquilado.

Yo, si va a decir verdad, aunque no es de mi profesión, cuando lo vi venir me acoquiné y acobardé de tal manera que diera cuanto tenía por volverme Ícaro alado o por poder ver la batalla desde una ventana. Cerró el enemigo con un bosque sin necesitar de leña ni carbón, y ganándolo a pesar de nuestra gente, se hizo señor absoluto.

Llegó la nueva a nuestro ejército, y exagerando algunos de los nuestros la pérdida, pronosticaban la ruina; que hay soldados de tanto valor, que antes de llegar la ocasión, publican contentarse con cien palos.

Yo, desmayado del suceso y atemorizado de oír los truenos del riguroso bronce y de ver los relámpagos de la pólvora y de sentir los rayos de las balas, pensando que toda Suecia venía contra mí, y que la menor tajada sería la oreja, por ignorar los caminos y haberse puesto capuz la señora doña Luna, me retiré a un derrotado foso, cercano a nuestro ejército, pequeño albergue de un esqueleto rocín, que patiabierto y boca arriba se debía de entretener en contar estrellas. Y viendo que avivaban las cargas de la mosquetería, que rimbombaban las cajas y resonaban las trompetas, me uní de tal forma con él, habiéndome tendido en tierra, aunque vuéltole la cara por el mal olor, que parecíamos los dos águilas imperiales sin pluma. Y pareciéndome no tener la seguridad que yo deseaba, y que ya el contrario era el señor de la campaña, me eché por colcha el descarnado Babieca; y aun no atreviéndome a soltar el aliento, lo tuve más de dos horas a cuestas, contento de que, pasando plaza de caballo, se salvaría el rey de los marmitones.

Llegó a esta ocasión al referido sitio un soldado de mi compañía, poco menos valiente que yo, pero con más opinión de saber guardar su pellejo (que presumo que venía a lo mismo que yo vine), y viendo que el rocín se bamboleaba por el movimiento que yo hacía, y que atroné todo el foso con un suspiro que se me soltó del molimiento de la carga, se llegó temblando al centauro al revés preguntando a bulto:

_¿Quién va allá?

Yo, conociéndolo en la voz, le llamé por su nombre, y le supliqué me quitara aquel hipogrifo de encima, que por desbocado había dado conmigo en aquel foso y cogídome debajo. Hizo lo que le rogué; mas reconociendo que el rocín era una antigua armadura de huesos, no pudiendo detener la risa, me dijo:

_Señor Estebanillo, venturosa ha sido la caída, pues el caballo se ha hecho pedazos, y vuesa merced ha quedado libre.

Respondíle:

_Señor mío, cosas son que acontecen, y aun se suelen premiar. Calle y callemos, que sendas nos tenemos, y velemos lo que queda de la noche a este difunto, porque Dios le depare quien haga otro tanto por su cuerpo cuando deste mundo vaya.

Concedió con mi ruego, y tomó mi consejo; y al tiempo que el Aurora, atropellando luceros, daba muestras de su llegada, despidiéndome de mis dos camaradas de cama, me fui a una montañuela, apartada del campo enemigo, por parecer curioso y no tener que preguntar y por confiarme en mi ligereza de pies y tener las espaldas seguras.

Empezáronse los dos campos a saludar y dar los buenos días con muy calientes escaramuzas y fervorosas embestidas, en lugar de chocolate y naranjada, y al tiempo de cerrar unos regimientos del sueco con uno de los alemanes, empecé a dar voces, diciendo:

_¡Viva la casa de Austria! ¡Imperio, Imperio!  ¡Avanza, avanza!

Pero viendo que no aprovechaban mis exhortaciones, y que en lugar de avanzar iban volviendo las espaldas, volví yo las mías, y con menos ánimo que aliento, y con más ligereza que valor, llegué a nuestro ejército. Encontré en su vanguardia con mi capitán, el cual me dijo que por qué no me iba a la infantería española a tomar una pica para morir defendiendo la fe o para darle al rey una victoria:

Yo respondí:

_Si Su Majestad aguarda a que yo se la dé, negociada tiene su partida; demás que yo soy coraza o caraza y no infante, y por estar desmontado no cumplo con mi obligación.

Díjome que fuese a donde estaba el bagaje y tomara un caballo de los suyos, y que volviese presto, porque quería ver si sabía tan bien pelear como engañar villanos con rellenos imperiales.

Fuime al rancho, metíme debajo del carro de mi amo, cubrime todo el cuerpo de forraje, sin dejar afuera otra cosa más que la cabeza, a causa de tomar aliento, porque al tiempo de la derrota, que ya la tenía por cierta, me sirviera de cubierta, por ser desierto todo aquel distrito de la campaña. Llegó a mí un capitán, que estaba de guardia al bagaje, y me dijo que, pues tiraba plaza de soldado, que por qué me hacía mandria y me cubría de yerba, y no acudía a mi tropa. Respondíle que, por haber hecho más de lo que me tocaba, me había el enemigo muerto mi caballo y metídome dos balas en un muslo y que porque no se me resfriase la herida, me había metido

en aquel montón de forraje. Con esta satisfacción se fue a donde estaba su compañía, prometiéndome de enviarme un gran cirujano amigo suyo, para que me curase, y yo me quedé cubierto el cuerpo de esperanza y de temor el corazón.

Al cabo de un rato, temiendo que viniese el cirujano a curarme estando sin lesión, o que mi capitán enviase a buscarme viendo mi tardanza, y me hiciese ser inquieto siendo la misma quietud, me volví a mi montañuela a ser atalaya ganada y a gozar del juego de cañas. Y estando en ella haciendo la consideración de Jerjes, aunque con trozo del contrario ejercito cerró tres veces consecutivamente con el tercio de don Martín de Idiáquez, y que todas tres veces los invencibles españoles lo rechazaron, lo rompieron y pusieron en huida.

Animóme esta acción de tal manera, que arrancando de la espada y sacando la mohosa a que le diese el aire, con estar a media legua de ambos campos, me puse el sombrero en la mano izquierda para que me sirviese de broquel, y dando un millón de voces a pie quedo, empecé a decir:

_¡Santiago, Santiago! ¡Cierra España! ¡A ellos, a ellos, cierra, cierra!

Y presumo que, acobardado el enemigo de oírme y atemorizado de verme, comenzó a desmayar y a poner pies en polvorosa. Empezó todo nuestro campo a apellidar: “¡Vitoria, Vitoria!”

Yo, que no me había hallado en otra como la presente, imaginando que llamaban a mi madre, que se llamaba Vitoria López, pensando que estaba conmigo y que la había traído en aquella jornada, respondí al tenor de las mismas voces que ellos daban que dejasen descansar a los difuntos, y que si alguno la había menester, que la fuese a buscar al otro mundo. Y contemplando desde talanquera cómo sin ninguna orden ni concierto huían los escuadrones suecos, y con el valor y bizarría que les iban dando alcance los batallones nuestros, rompiendo cabezas y cortando brazos, desmembrando cuerpos y no usando de piedad con ninguno, me esforcé a bajar a lo llano, por cobrar opinión de valiente y por raspar a río, vuelto; y después de encomendarme a Dios y hacerme mil centenares de cruces, temblándome los brazos y azogándoseme las piernas, habiendo bajado a una apacible llanada, a quien el bosque servía de vergel, hallé una almadraba de atunes suecos, un matadero de novillos arrianos y una carnicería de tajadas calvinas; y diciendo que buen día tendrían los diablos, empecé con mi hojaresca a punzar morcones, a taladrar panzas y a rebanar tragaderos, que no soy yo el primero que se aparece después de la tormenta ni que ha dado a moro muerto gran lanzada. Fue tan grande el estrago que hice, que me paré a imaginar que no hay hombre más cruel que un gallina cuando se ve con ventaja, ni más valiente que un hombre de bien cuando riñe con razón.

Sucedióme (para que se conozca mi valor) que llegando a uno de los enemigos a darle media docena de morcilleras, juzgando su cuerpo por cadáver como los demás, a la primera que le tire despidió un ¡ay! tan espantoso, que solo de oírlo y parecerme que hacía movimiento para quererse levantar para tomar cumplida venganza, no teniendo ánimo para sacarle la espada de la parte a donde se la había envasado, tomando por buen partido el dejársela, le volví las espaldas, y a carrera abierta no paré hasta que llegué a la parte a donde estaba nuestro bagaje, habiendo vuelto mil veces la cabeza atrás, por temer que me viniese siguiendo. Compré de los que siguieron la vitoria un estoque de Solingues y algunos considerables despojos, para volverlos a revender, blasonando por todo el ejército haberlos ganado en la batalla y haber sido rayo de la campaña. Encontré a mi amo, que lo traían muy bien desahuciado y muy mal herido, el cual me dijo:

_Bergante, ¿cómo no habéis acudido a lo que yo os mandé?

Respondíle:

_Señor, por no verme como vuesa merced se ve; porque aunque es verdad que soy soldado y cocinero, el oficio de soldado ejercito en la cocina, y el de cocinero en la ocasión. El soldado no ha de tener, para ser bueno, otro oficio más que ser soldado y servir a su rey; porque si se emplea en otros, sirviendo a oficiales mayores o a sus capitanes, ni puede acudir a dos partes ni contestar a dos dueños.

Lleváronlo a la villa, adonde, por no ser tan cuerdo como yo, dio el alma a su Criador. Dejóme, más por ser él quien era que por los buenos servicios que yo le había hecho, un caballo y cincuenta ducados; que cincuenta mil años tenga de gloria por el  bien que me hizo, y cien mil el que me diere agora otro tanto por el bien que me hará.

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