El
español
fuera
de
España 

Eugenio de Ochoa

     ¿No han observado ustedes, lectores míos amadísimos, los diferentes aspectos que suelen tomar todos los objetos, cuando se los saca del elemento para que los destinó la naturaleza, y se los coloca en otro? Precisamente lo habrán observado, y si no, pongan en ello alguna atención, y lo observarán de cierto. Metan en agua una rama de un árbol, y les parecerá, o más chica o más grande, o tal vez quebrada, aunque no lo esté; saquen del agua un pez, y verán cómo a los pocos instantes desaparecen aquella nítida tersura de sus colores, aquel brillo metálico de sus escamas, aquella satinada limpieza de su superficie. Hasta el infinito podríamos multiplicar los ejemplos, pero más importará para el caso completar aquella primera observación, que ya suponemos hecha por el lector, con otra no menos profunda, y que viene a ser, en efecto, el complemento de aquélla; y es que aquellos susodichos cambios de aspecto, son unos en bien, otros en mal. A este género pertenece el antes citado del pez fuera del agua; ejemplo insigne del cambio en bien, es el del mineral sacado del centro de la tierra y despojado de la corteza que le rodea, al que vemos convertirse, como por encanto, de vil pedrusco en preciosa barra de oro o plata. Pues, señores, lo mismo, mismísimo que con los brutos y los objetos inanimados, sucede con las personas, en esto como en otras muchas cosas.
     Excusado es decir que no tomamos aquí la palabra elemento en su acepción rigurosa, sino en la figurada en que tanto se.usa; y que hablando, como vamos a hablar, de hombres y mujeres, entendemos por su elemento, no la tierra en general, sino aquella porción de territorio en que a cada uno colocó la Providencia: admitida esta metáfora, nuestro elemento es España, y descendiendo así de más a menos, el del castellano, es Castilla; el del madrileño, Madrid, etc., etc. A los cambios de esta especie de elemento, es aplicable todo lo dicho anteriormente; no es más diferente la fruta puesta en el plato de la misma fruta pendiente del árbol, de lo que lo es un español en Francia, de un español en España. Esta diferencia es, por su naturaleza, de aquellas que no todos pueden haber observado, pero los que hayan tenido ocasión de observarla, probablemente tendrán gusto en verla aquí, consignada en algunos de sus principales matices.
      He dicho que no todos habrán tenido ocasión de observarla, pero la verdad es que entre los lectores de esta obra, a quienes supongo personas de alguna importancia, habrá muchísimos que la hayan observado, ya por haberse visto inclusos en alguna de las grandes emigraciones que han afligido a nuestra pobre patria en lo que va de siglo, ya porque su afición al estudio los haya llevado a completar su educación en país extranjero, ya, en fin, por satisfacer la moda de viajar, que tan general se ha hecho de veinte años a esta parte. Esto de viajar por recreo puede considerarse como usanza esencialmente moderna, a lo menos en España, si hemos de creer lo que nos cuentan nuestros padres, y más aún nuestros abuelos. Todavía, a principios de este siglo, un hombre que había pasado la raya de Francia y penetrado hasta las murallas de Bayona, era ya una especie de fenómeno; se le llamaba cosmopolita al que había llegado a Burdeos, se le consideraba como un intrépido viajero, un capitán Cook; llegar
a París era cosa excesivamente inverosímil, temeridad en que rarísima vez se creía, por más señas que se diesen de las orillas del Sena, del Louvre, del Palais Royal y de las revistas del campo de Marte. Aquella incredulidad era muy natural; las dificultades, los peligros de la más insignificante excursión eran tales, que se necesitaba, en efecto, un ánimo no vulgar para arrostrar unas y otros. El primer cuidado del que emprendía entonces un viaje, era hacer testamento y reconciliarse con el Señor; luego había que proveerse, como para una navegación, de todas las cosas necesarias en la vida para los días que durase el viaje, que calculados a razón de siete u ocho leguas diarias, formaban al pie de medio mes para llegar de Madrid a Irún: distancia que hoy recorre el correo en cincuenta y seis horas, perdiendo voluntariamente, y en virtud de esas anomalías que sólo se ven entre nosotros, de ocho a diez horas, largas de talle. Y no era esto todo; tambiénhabía que buscar y ajustar un coche de colleras, y contratar los
correspondientes mayoral, zagal y escopeteros, todo por cuenta y a expensas del viajante. Figúrese el lector el coste enorme que suponen todas esas necesidades. Hasta aquí, lo que hemos Ilamado las dificultades de viajar en aquellos benditos tiempos de los señores Carlos IlI y Carlos IV tan decantados; pasemos ahora a los peligros del viaje. Sabido es que el salteador de caminos ha sido siempre una de las plantas que más han prosperado en nuestro fecundo suelo; el encuentro con el salteador de caminos, aislado o en cuadrilla, era, no ya una probabilidad, sino una seguridad para el pobre viajero. Las dulzuras de esta perspectiva no necesitan casi encarecerse; si el viajero hacía resistencia, sólo se exponía, ¡friolera!, a recibir un balazo o una cuchillada en la acción; si se resignaba a su suerte, ¿quién le libraba de una rapiña general de todos sus efectos, incluso el dinero? Ahora bien, para un hombre acomodado, como debemos suponer al viajero de aquellos tiempos, acostumbrado a los recursos de la vida social, hallarse con dinero o sin él en un lugar de Castilla, distante de alguna gran población, sujeto a lo que da de sí el país, equivalía a verse en inminente riesgo de morir de hambre o de asco: en el día ya no es así, pero cuenta que esto último no se entiende más que de los pueblos de la carretera, pues en los demás continúa la misma inmundicia, la misma falta de todo manjar no repugnante, que en los tiempos del rey Don Rodrigo. Nunca se me olvidará la sorpresa que causó a los vecinos de un lugarejo extraviado del bajo Aragón, mi resistencia a apagar la sed que me devoraba, con un jarro de agua que me presentaron todo lleno de moscas: mi repugnancia pasó por el más exagerado de los dengues; al fin, un alma caritativa y amiga de la limpieza, simpatizó con mi situación, y tuvo la cortesía de ir extrayendo una a una aquellas aves con las puntas de los dedos que parecían pegados uno a otro con pez o brea. Estos eran algunos de los peligros que corría e! viajero; luego hay que tomar en cuenta los que se originaban de la falta o pésimo estado de los caminos reales; cuales 'eran los vuelcos, los atrancos y algunos otros ...
      ¡Qué diferencia entre esto y lo que sucede en el día! Así es que ahora, por el contrario de lo que pasaba hace un siglo, lo extraño, lo increíble es, en ciertas clases de la sociedad, un hombre que no ha salido de España: para que ahora un madrileño empiece a llamar un poco la atención por sus viajes, es preciso que haya residido en Arcángel, penetrado en el estrecho de Behring o, cuando menos, doblado e! cabo de Buena Esperanza. Cuando  menos, he dicho, porque es de observar que los viajes al Sur y al Occidente, llaman mucho menos la atención y acreditan mucho menos a un hombre de vio/era, que los viajes al Norte o al Oriente. Yo creo haber hallado la razón de esto: con los primeros, estamos muy de antiguo familiarizados en España; además, va unida a ellos cierta idea mercantil que les quita toda su poesía: el hombre que va a Filipinas o a América, aunque sea todo un touriste, nos recuerda involuntariamente el hijo o el sobrino del comer
ciante A o B, de Santander, de Cádiz y de otros mil puertos, que emprendieron el mismo viaje en busca, no de románticas ruinas o pintorescas perspectivas, sino de cargamentos de cacao y azúcar y de productos de la industria china; el hombre que se encamina al Norte o al Oriente, pasa desde luego, o por un caprichoso que va a sembrar alegremente sus caudales en las magníficas tiendas de Regent_Street y de la Rue de la Paix, o por un artista que aspira a empaparse en las inspiraciones clásicas de la deliciosa Italia, o, en fin, por un piadoso peregrino sediento de beber la fe cristiana en las sagradas fuentes de donde se derramó el cristianismo sobre todo el mundo, y que exclama, con el tierno Lamartine, en la anhe!osa angustia de su corazón:

y no he seguido las divinas huellas

donde bajo el olivo lloró Cristo;

la impresión de sus lágrimas no he visto

que aún conserva su eterno resplandor.

En éxtasis sublime sumergido

no he llorado una noche en aquel huerto

donde de sangre y de sudor cubierto

bebió el amargo cáliz del dolor.

Y en el polvo mi frente no he inclinado

donde impresa al partir quedó su planta;

y no he besado con fervor la santa

tumba donde su madre le lloró;

y no he doblado la rodilla en donde)

de su vida mortal rotos los lazos,

para ceñir al mundo abrió los brazos,

¡y para bendecirle se inclinó!

      El español fuera de España) forma, pues, .ya un tipo aparte en nuestra sociedad moderna, tipo bastante común para que salga de las condiciones de una mera excepción y para que puedan y aun deban consignarse en esta obra los principales rasgos de su fisonomía. Eso es lo que voy a procurar hacer ahora, aprovechando la circunstancia feliz para el caso que me permite dibujar este tipo, copiándole de! natural.

      Muchísimas son las variedades de este tipo; cualquiera conocerá a primera vista, que así debe Ser en efecto. Un sinnúmero de circunstancias le modifican en cada uno de los mil aspectos que presenta al observador.

    La primera que, naturalmente, se ofrece a la observación, como la más frecuente, es la del espol fuera de España con el tiempo contado para volver a ella, o sea, el madrileño, por ejemplo, que está pasando una temporada de tres meses en París, verbi gracia. Observémosle en todas las fases de su viaje, tomando la cosa ab ovo. Un mes antes de meterse en la diligencia o en el correo, ya empieza nuestro madrileño a presentar los caracteres del tipo que nos proponemos delinear: hasta entonces ha sido un hombre como otro cualquiera; desde entonces entra ya en condiciones distintas, propias, sintomáticas de la situación excepcional en que va a encontrarse _condiciones que, por una natural reacción, se prolongan hasta otro mes desps de terminado el viaje y efectuado el regreso_: pasado dicho mes, vuelve igualmente nuestro hombre a confundirse con los demás de su esfera; ya le falta el barniz, digámoslo así, o más bien el reflejo, el crepúsculo _ahora de la tarde, antes de la mañana de la situación por donde ha pasado. La pintura del español fuera de España, empieza y acaba dentro de España; si no, no es completa, le falta el antecedente y el consiguiente, la causa y el efecto, el principio y el fin.

      Un mes antes de emprender su viaje, el madrileño ha ido cacareando por todo Madrid que se va a París. ¡Insensato!, el vano placer de excitar tal cual envidia, de darse tono, le hace arrostrar, no el peligro, sino la certeza de recibir de cada persona a quien anuncia el notición de su partida, uno, dos, diez, veinte, tal vez más encargos _y muy cómodos y fáciles de cumplir por cierto_; ya dos sombreros para dos hermanas, un vestido de baile para la señora de ***, un traje negro completo, para don Fulano, seis pares de botas, para don Zutano _todo esto sin dar las medidas, o, lo que es peor, dando por medida un par de botas viejas, un frac raído y cosas así, con que tiene el viajero que llenar su bl_, y por descontado, sin pagar jamás de antemano, y rara vez con posterioridad, el importe de las susodichas impertimentísimas comisiones. Gracias cuando éstas no son de objetos rigurosamente prohibidos, que obliguen al comisionado a discurrir mil tretas para pasarlos en la aduana, como suele ser, por ejemplo, meterlos entre la camisa y la carne, o colocarlos de suerte que le hagan parecer muy panzón o muy jorobado, cosas todas deliciosísimas: no lo es menos, por culpa ajena y mera complacencia propia, tener que andar en dimes y diretes con el gobierno, representado por los vistas, todo a expensas del bolsillo, que es, en suma, adonde asestan sus miras todos los gobiernos conocidos. Lo primero es pagar, y luego se entra en explicaciones, muy en hora buena.  Saturado ya suficientemente de encargos, de los cuales hará los que pueda, llega para el viajero el momento de las despedidas, momento de abrazos, de repartimiento de tarjetas a los menos íntimos, con las consabidas iniciales S.D.P.P. (se despide para París), todo esto muchos días antes de tener el pasaporte y el billete de la diligencia _pero ya sin vivir como hasta entonces, es decir, sin ir a la oficina, si el viajante es empleado, sin comer a las horas acostumbradas: excusa o motivo de esta inversión de hábitos son los preparativos del viaje. Si éste es para París o Londres, es de rigor que el viajero, en los últimos días de su residencia en Madrid, vaya por esas calles y esas tertulias, muy desastrado y casi roto: esto da pie para decir a todo bicho viviente_: «No quiero hacerme ropa, porque como vay a Pas ... , allí me vestiré ... , aquí no hay sastres ni zapateros ...»

Si tiene ropa decente, la vende o la regala. Pues señor, acaban todos los preparativos; ya está sacado el pasaporte, enviado el equipaje a la diligencia, dado el último abrazo, y: «Adiós' Madrid, que te quedas sin gente», dice todo jubiloso nuestro viajero: ya va andando al son de los latigazos del mayoral y de las eternas excitaciones ¡Coronelaaaa! ¡Capitanaaaa! ¡Puliaaaa ... !, camino de Somosierra. Si conocen ustedes este camino, nada tengo que decirles de él; si no le conocen, debo, en conciencia, darles la enhorabuena de no conocerle, pues territorio s abominable no le ha creado el Supremo Hacedor en toda la superficie de este mundo sublunar. En ese miserable hacinamiento de chozas indecentes que llaman Somosierra, hace noche el viajero con la diligencia ... , a las cuatro de la tarde: come y se acuesta al instante por no ver aquel pueblo y aquellos pobladores de ambos sexos, que humillan profundamente su orgullo nacional. Al día siguiente echa un rápido vistazo a la catedral de Burgos; ya esto merece la pena de haber hecho un viaje; ya, si el viajero está en los trotes de la moda, puede empezar a tomar apuntes, a escribir su diario y sus impresiones.

      De Burgos en adelante, el ps es, generalmente, hermoso y pintoresco; la provincia de Alava, es como una digna antesala de la deliciosa Guipúzcoa, que verdaderamente le parece un paraíso terrenal al madrileño, acostumbrado las increíbles cercanías de Madrid, y al árido terreno que ha atravesado durante los dos primeros días de su viaje. Al cuarto pasa la raya de Francia: pocas horas después, se apea todo molido y empolvado (supongamos que la escena es en verano) en la Plaza de Armas de Bayona, a la puerta del Hotel du Commerce.

      Ya tenemos a nuestro español fuera de España; apelo a cualquier tratado de geografía, que no me dejará mentir, pues por lo demás, nadie sospecharía, hallándose en Bayona, que no está en España, y prueba de ello es, que en nada se diferencia nuestro madrileño de cualquiera de las personas que allí le rodean. Sí, dotado de un loable espíritu de previsión, se ha provisto del suficiente número de frases francesas para hacerse entender en Francia, puede considerar en Bayona su trabajo como enteramente inútil; a sus frases francesas le contestarán con frases castellanas, algo chapurreadas, es verdad, pero no mucho más que las que oyó en Vitoria o en Astigarraga. Si pide de comer, le darán un buen puchero; si no lleva moneda francesa, que será muy raro yendo de España, no importa; la española es allí recibida con palio, como que su valor intrínseco es muy superior al que nosotros discretamente le damos; hasta el realillo de ventaja que reconocemos en el peso duro sobre el napoleón, le reconocerán los bondadosos bayoneses, aunque el peso duro no es en Francia moneda nacional, como lo es el napoleón en España.

      En general, el pueblo de Bayona le gusta mucho al español a la ida; a la vuelta, le parece muy mal. Lo mismo le viene a suceder en Burdeos: el que ve esta hermosa ciudad antes de haber visto París, se queda estupefacto: sólo la comparación con París puede hacer que decaiga esta bellísima población del alto concepto que de ella se forma siempre a primera vista. Poco más de veinticuatro horas tarda la diligencia desde Bayona a Burdeos: la distancia material entre ambos pueblos, no es, pues, muy grande; en civilización, en cultura, en belleza, la distancia que los separa es grandísima. El terreno intermedio se compone, en su mayor parte, de lo que los franceses llaman Les Landes, que pudiéramos traducir los arenales; la aridez y miseria de este terreno es proverbial en Francia y en España. Yo conozco ese terreno a palmos, y puedo decir que los susodichos arenales son un verdadero jardín, un vergel delicioso, comparados con todo lo que se ve desde Burgos hasta Madrid, y digan lo que quieran los que se dejan llevar de un patriotismo mal entendido.

      El español, que lleva su tiempo tasado, como arriba dijimos, no se detiene en Burdeos arriba de tres o cuatro días cuando más, con lo cual tiene el gusto de irse sin haber visto el pueblo; quince días, bien empleados, son apenas bastante para conocerle medianamente. Entretanto, nuestro viajero continúa, como en los últimos días de su residencia en Madrid, desastrado y casi roto; ¡se ha propuesto no vestirse hasta que llegue a París!, ¡lleva en su cartera, al lado del pasaporte y de varias cartas de recomendación, las señas (l' adresse), de un sastre de la Rue Vivienne! ¿Qué importa que en los pueblos del tránsito le tomen por un pelafustán? Para eso, a la vuelta le mirarán como un figurín ambulante. Este es uno de los más graciosos errores con que se está en Madrid _creer que las gentes se visten en París como expresa el figurín _; en algunos pueblos de provincia, sí, y aún se exagera, si viene a cuento, lo que prescribe el órgano oficial de la moda, aunque nunca tanto, ni con mucho, como en nuestra capital; ¡pero en París! No tendrían bastantes caricaturas Daumier y Gavarni, para ridiculizar a la parisiense que saliese a la calle como van por el Prado algunas de nuestras leonas, esclavas del último figurín, o para el mal aconsejado dandy, que se pusiese un frac por el estilo de los que aquí se nos figura que allá son muy bien portés. De estos desengaños recibirá no pocos nuestro viajero.

      Ya ha atravesado éste, a pie, como todos sus compañeros de diligencia, el bellísimo puente de Cubzac, que se cimbrea como un inmenso columpio bajo el más leve peso; obra colosal y aérea, y al mismo tiempo tan sutil, que parece hecha por las hadas; tan grandiosa, que semeja un trabajo de gigantes. Ya ha pasado dos días y dos noches en el carruaje sin descansar más que para almorzar y comer en abreviatura; ya le tenemos en Orleans, donde, en un momento, le traslada con la diligencia, y con otras diez o doce, como a otras tantas leves plumas, una máquina sencillísima, al camino de hierro, y en él recorre, con una rapidez fantástica, en poco más de tres horas, las treintaleguas que dista de París aquel último pueblo. Ya ha llegado, por fin, al anhelado término de sus deseos. ¡Ya está en París!

      Las variedades del español fuera de España, son innumerables, como que las constituyen las diferencias de carácter, de condición y de crianza. Sin embargo, en este gran tipo multiforme, cualquiera distinguirá a primera vista tres entidades, como se dice ahora, muy marcadas, y a las cuales pueden referirse todas las otras variedades: aquéllas son:

      1.a El español fuera de España que decididamente detesta, injuria y maldice todo lo que no es España. Para evitar circunloquios, denominaremos a este español el patriota, sin que sea ni aun remotamente, nuestro ánimo, aplicar la menor intención satírica a este hermoso dictado, respetable, pero desacreditado lastimosamente por un necio abuso.

      2.a El español fuera de España, que decididamente también detesta, injuria y maldice a España. ¿Qué nombre podremos discurrir bastante enérgico y expresivo para designar a este majadero sin entrañas, porque de seguro no las tiene, y es un ente inepto el que no siente latir nada en su pecho al nombre de patria? En  prueba de que no tomamos en su acepción rigurosa estas denominaciones convencionales, llamaremos a este tipo el cosmopolita.

      3.a El español fuera de España, que sin incurrir en ninguno de estos extremos, ridículo el uno, odioso el otro, conoce y juzga despiadadamente lo bueno y lo malo que hay en España, lo bueno y lo malo que hay en otras partes. Aquí ya no necesiramos recurrir al estilo figurado: a este tipo le designaremos con el nombre del sensato.

      La manía característica del patriota, es que, en Francia, por ejemplo, todo es mentira, todo es diferente de lo que parece, y por consiguiente, que todo es malo, porque es de advertir que los franceses tienen el arte, que nosotros desconocemos, de dar a todo buena apariencia. Las más sorprendentes y sólidas bellezas de París, no excitan en el patriota más que una sonrisita de desdén o incredulidad. De éste y de sus semejantes es de quienes dice la Escritura: «y tendrán ojos y no verán, y tendrán orejas y no oirán», etc. Hombre de éstos he conocido yo que nunca pudo persuadirse de que las columnas del Palacio Real eran verdaderas columnas de piedra _a pesar del testimonio de la vista y del tacto_, y persuadidísimo se volvió a España de que aquellas columnas eran de cartón o de madera, o de alguna otra invención de esos trapalones de gabachos, corno él decía. Otra de las ideas fijas del patriota, es que fuera de España todos roban: «Mire uzté, _me decía un día un andaluz, parándome en una de las calles más concurridas de París_: ¿ve uzté eze zeñó que va tan arrellanao en zu coche? Puez eze roba. ¿Ve uzté eza zeñora que yeva detraz ezoz dos lacayoz? Puez eza también roba. Porque aquí, dezengáñezc uzté, aquí toitoz roban.» Y por más que le dije que aquel señor era cabalmente el respetabilísimo arzobispo de París, que aquella  señora, a quien una feliz casualidad me había hecho conocer recientemente, en una ocasión muy honrosa para ella, era una verdadera perla de la más alta aristocracia francesa, uno de esos ángeles a quienes desde las más encumbradas esferas sociales, conduce diariamente la caridad a las más humildes guaridas de los indigentes para llevarles ellas mismas, con sus propias manos y sus propios labios, pan y consuelos (junto al lecho de la esposa moribunda de un infeliz emigrado español, conocí a aquella señora), por más que le dije, repito, esto que acabo de referir, añadiendo que son numerosos, muy numerosos en París, en todas las clases y en ambos sexos, esos ángeles consoladores de todas las miserias, no pude sacar a mi compatriota patriota, de su eterna cantinela: «_Dezengáñeze uzté; aquí toitoz roban.» ¿Qué se le responde a una preocupación tan estúpida? A otros les da, no por despreciar o desconocer la realidad de lo que ven, sino por no querer ver: esta nueva extravagancia es rara, pero no tanto como debe parecer a primera vista; y yo he hallado, entre otros, un ejemplo insigne de ella. Una vez me fue recomendado un sujeto que no debía detenerse en París más que dos días, lo necesario para hacer ciertas compras, y que llegaba, no ya de Madrid o de otra ciudad principal, sino de un pueblo muy secundario de una provincia. Le acompañé en todas sus correrías, y, naturalmente, aunque era imposible enseñarle en tan poco tiempo la capital, para que a lo menos pudiese decir que había visto algo, siempre que pasábamos por delante de alguna curiosidad, le llamaba la atención para que reparase en ella. Pues, ¿podrán ustedes creer que no conseguí recordar de aquel alcornoque que levantase una vez siquiera la cabeza para mirar cosa alguna de las que yo procuraba enseñarle? «Deje usted eso, hombre, _me decía_, deje usted eso: vamos al grano.» Y con su gorra de gran visera encasquetada hasta las cejas, y parapetado contra toda emoción, con su gran capa de paño, recio como tabla, proseguía su marcha a paso redoblado, tirándome del brazo, como si le incomodase que viese yo lo que a él no le daba la gana de ver. Este es el patriota superlativo, lo sublime del género. De esta casta de españoles fuera de España, salen los que, de vuelta en su patria, dicen muy ufanos estas y otras sandias fanfarronadas : «He estado ocho años en Londres, y tengo el gusto de haber vuelto sin saber una palabra de inglés»; y se lo celebran ellos a sí mismos como si hubieran hecho una gran cosa. Excusado es añadir que lo mismo que en punto a lengua, han aprendido en todo lo demás; burros salieron de España y archiburros vuelven a ella. La especie es muy numerosa. Si esta clase de hombres supiese de versos y fuese capaz de comprender la poesía de su situación, debería adoptar por divisa y tener siempre en los labios este bellísimo pensamiento de don Alberto Lista:

i Feliz el que nunca ha visto

más río que el de su patria,

y duerme anciano a la sombra

do pequeñuelo jugaba!

       Tan cierto es, que no hay cosa que no pueda poetizar un claro ingenio, y que toda medalla tiene dos caras, diametralmente opuestas, físicamente siempre, moralmente muchas veces, como en este caso. Por un lado vemos un tonto, por otro un filósofo.

     No son tan opuestos a éstos los caracteres distintivos del cosmopolita, como pudiera inferir un observador superficial: una profunda incapacidad de parte del sujeto, es la base esencial de estas dos entidades. El cosmopolita no admira lo bueno de los extranjeros porque es bueno, sino porque es de los extranjeros, y prueba de ello es que igualmente admira lo malo. Sin embargo, en no llegando a las exageraciones de este carácter, alguna vez se encuentran en el tipo cosmopolita individuos de talento, aunque verdaderos monornaníacos: en algunos, la aversión a su  país llega a ser una especie de enfermedad _lo opuesto a la proverbial morriña de los gallegos _. Los ha habido que se han ahorcado al llegar a Irún, entrando en España. Para éstos, ya se sabe, hay frases consagradas que les repetirán a ustedes siempre que venga a cuento:

       _Madrid es un corral de vacas. _En España no se puede vivir.

      _ La Europa llega hasta los Pirineos. _En España tres y dos no son cinco; .y otras barbaridades de este jaez. Lo peor, lo realmente imperdonable, es que suelen repetidas, por un efecto de la costumbre o por echársela de despreocupados, delante de los extranjeros.

     Así consiguen dos cosas: hacerse despreciables a los ojos de éstos, y odiosos a los de sus paisanos. La Bolsa es el recurso de la mayor parte de estos cosmopolitas.

      Este tipo suministra el fondo no despreciable (por su número, se entiende), de los españoles, decidida y perdurablemente establecidos fuera de España. De éstos, unos se naturalizan en el país que más les agrada, y no vuelven a acordarse del suyo más que para renegar de él; otros, sin llegar a este extremo, emplean todos los ardides imaginables para no volver a España: nuestras revueltas políticas, la funesta inestabilidad de todas nuestras instituciones, son la causa o el pretexto de esa invencible aversión que manifiestan a vivir en su país. La verdad es que en ellos predomina un grosero egoísmo, y que no quieren pagar el tributo de amor y de servicios que todo ciudadano debe a su patria. Los hay que se quejan de la inestabilidad de nuestras cosas, y que todavía en este momento están cobrando _a la sordina_, en tal o cual capital extranjera, que pudiéramos nombrar, el sueldo que

les señaló hace diez o más años un ministro amigo, para ir a desempeñar una comisión que jamás desempeñaron, y que maldita de Dios la falta hacía que se desempeñase: éstos viven solapadísimamente, como tristes abusos vergonzantes, no salen a las calles más que al anochecer; siempre van con ademán cauteloso, sombrío: su idea fija es hacerse olvidar; que nadie piense en que existen, más que el banquero pagador de las comisiones inútiles.

      Del tipo sensato es muy poco lo que hay que decir: su carácter distintivo es un constante anhelo de ver introducidas en España todas las cosas buenas que ve y que francamente, admira en los países extranjeros. Entre sus paisanos, lamenta con calor, alguna vez con exageracn, el atraso y las miserias de España; entre franceses e ingleses, habla de su patria con decoro y con cierto respeto filial, sin consentir que nadie la insulte: su máxima favorita es este aforismo de Napoleón: 1l faut laver son linge sale en famille. Literalmente: «La ropa puerca debe lavarse en casa.» En su sentido figurado, no es fácil traducir en toda su patriótica energía esta expresión proverbial. Mis lectores deben conocer muy bien este tipo, pues los supongo pertenecientes a él, como cree serlo el que tiene el honor de suscribirse su muy atento y S. S. Q. B. S. M.

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