Fernando
Marías 

Los náufragos del fuego

     La Navidad, como la noche, debería ser el refugio de los solitarios sin esperanza. Amparo bajo la tormenta, rescoldos de serenidad, el lugar a salvo de uno mismo donde tomar aliento y decidir el siguiente paso de los pies cansados.

      He regresado a Bilbao tras mucho tiempo de ausencia, al atardecer de este veinticuatro de diciembre de un año que ni sé ni me importa, aunque me pareció que un viajero maldecía a «este 2028 que termina». He venido en autobús como tantas otras veces antes, durante mi otra vida, la antigua y olvidada, la hermosa y razonablemente feliz. Una vez oí que nuestro tiempo sobre la tierra no es más que una fila de puertas que se van cerrando ante tus narices. Entonces no hice caso. Era joven, fuerte, arrogante. Era estúpido. Me equivoqué. Bilbao, ahora, es una puerta. La penúltima, la anterior al fin.

      Los pasajeros se han apeado aprisa. El conductor también, tras apagar el motor. Todos tienen ganas de llegar a casa para cenar. Es Navidad. Mis movimientos tienen otro ritmo. Lento, melancólico, atemorizado. Me demoro en el estíbulo, miro los escaparates semivacíos de los comercios; parecen tristes cerrados al público y sin sus luces de neón, resultan siniestros como sus

maniquíes de plástico vestidos de traje y corbata, que parecen observarme, y sus muñequitas Barbie abandonadas en la oscuridad, puede que hace mucho, sin que nadie haya pensado jamás en comprarlas y sacarlas de su encierro. Un guarda me pide que abandone la estación. Pienso que pasará, como yo, la noche en soledad y simpatizo con él, pero enseguida me aclara que quiere echar el cierre para reunirse con su familia.

    Cerrar.

Salgo al exterior. El cielo es color carne de melocotón podrido, no acabo de acostumbrarme a esta aberración. Recuerdo antes, cuando brillaba sobre nuestras cabezas azul durante los días soleados, gris en las mañanas lluviosas y negro, simplemente negro, cuando caía la noche, hasta el amanecer....No hace tanto de eso, seis o siete años, antes de los atentados simultáneos del 6 de junio.

     Echo a andar. La maleta me golpea la pantorrilla derecha a cada paso, es metálica, cuadrada, pesada. La mole de San Mamés, como un faro, me guía hacia Gran Vía. El viejo y querido estadio es ahora un esqueleto herrumbroso, sin vida. Dicen que enmudeció de repente, en aquel Athletic­Barça que estaba resultando vibrante, 3_4 a pocos minutos del final y un penalti pitado a favor de los locales, cuando se supo: cuatro bombas nucleares de las llamadas caseras estallaron casi a la misma hora en sendos campos donde se celebraban encuentros atestados de público: Londres, Toulouse, Roma y Bremen. Un silencio incrédulo y aterrado recorrió San Mamés aquel 6 de junio, como un reguero de pólvora, más rápido e irreversible que la euforia de la mayor victoria. Sí recuerdo aquel año: 2016. 6_6_16. Alguien, después, comentaría que quitando el l aparecía el número de la Bestia. Se acabó el partido, ése y todos los demás. Y tras los miles de muertos, atacó imparable la locura; revancha, venganza, miedo y odio a los extranjeros de  apariencia árabe, docenas de linchamientos e incapacidad de los gobiernos para evitarlos. Un río de sangre con efecto bumerán: revancha, venganza, miedo y odio del extranjero hacia nosotros, la crecida del río furioso. Yo estaba preso desde tres años antes, lo vi todo por la tele. Disturbios salvajes mientras pelaba las mandarinas del postre, niños abrasados entre cucharada y cucharada de yogur, con o sin bífidus activo. No se llegó a la guerra abierta, pero la paz verdadera se extinguió para siempre. Algunos historiadores hicieron examen de conciencia y acusaron: dijeron que fuimos nosotros, desde Occidente, quienes empezamos a principios de siglo. Hoy da igual. Lo importante es que estamos aquí, a merced de lo que hemos generado.

A mí me resbalaba. Pensaba que nunca iba a salir de mi encierro.

    Pero salí.

Y aquí estoy, de vuelta a casa por Navidad. Juré que no volvería, pero al verse libres mis pies han tomado el camino de lo que una vez llamé hogar. Camino por la ciudad de la niñez, solo bajo el anochecer color melocotón podrido.

    Sigo llevando dos muertes sobre la conciencia. Reparo en la luz de un bar abierto al fondo de una bocacalle. Voy hacia él, y apenas cruzo el umbral caigo en la cuenta de que me resulta familiar. Muchas mañanas de la otra vida tomé aquí el aperitivo. Reconozco al camarero, más viejo y canoso pero sin duda el mismo. Le pido una copa, poca ginebra y mucha tónica. Me atiende con celeridad, casi sin mirarme. También a él le espera la familia. Miro el vaso de tubo. Las burbujas, al chisporrotear, desplazan los cubitos de hielo. «No bebas _decía la doctora Cano_, pase lo que pase no bebas.»

      Pero bebo.

      Las burbujas me refrescan, iluminan mi lucidez, me dan paz. Y no acontece ningún cataclismo interior. Ya sospechaba yo que la doctora Cano exageraba. El líquido me rejuvenece, y por un instante parece que la fuente de alegría será infinita. Sin embargo, de pronto deja de manar. Miro atónito la copa. Los cubitos de hielo aparecen todavía sólidos, pero el líquido ha desaparecido. ¿Así de rápido he bebido? ¿Un solo trago largo?

     _No tengo dinero _dice mi voz de pronto.

      Es verdad. En el lugar del que vengo no teníamos dinero. Miro al camarero con la vista gacha, humillado. No he querido beber a su costa, ni crearle problemas. Pedir  alcohol ha sido instintivo, la inercia del pasado. Muchas veces entré a este bar con mis amigos, o con mi mujer y mi hija, Y por supuesto siempre con billetes encima. ¿ Quién podría haberme dicho entonces que apenas unos años despues ....?

      El camarero se aproxima, secándose con parsimonia las manos. He quebrado su precisión apresurada, le he creado un problema que esta noche no necesitaba. Es alto, corpulento; camina encorvado, vencido; también está más gordo que antaño, me fijo ahora, al verlo ante mí, escrutándome en silencio. ¿ Serviría de algo decirle que se declaró un incendio, que tuvimos que huir despavoridos, presos y carceleros hermanados por el pánico? No, se reiría. Los incendios son moneda común en nuestra sociedad desmoronada. Casi todo el mundo ha sufrido alguno. Muchos los provocan. He oído que las bandas juveniles los usan como moneda: «Te apuesto dos incendios a que me ligo a esa chica antes que tú». Decididamente el camarero me preguntaría si no se me ocurre nada mejor.

     Toma un vaso limpio, un cubo con hielo, una botella de ginebra y unas cuantas tónicas. Lo coloca todo ante mí sin dejar de mirarme.

     _Ni yo _se limita a decir_. Yo tampoco tengo dinero.

     Y regresa a su tarea, unos metros más allá.

  Me sirvo la copa, bebo. Otra vez la alegría parece infinita, otra vez se termina de golpe.

  _Llevo retraso en diez letras de la hipoteca _suelta de pronto el camarero. No se vuelve para mirarme. Parece hablar a un póster del último equipo del Athletic, antes de la disolución forzosa del equipo, que cuelga de la pared frente a él_. Si no lo arreglo antes del día veintidós el banco me echa. Le he pedido un adelanto al cabrón del jefe. Pero me ha dicho que son malos tiempos, que hay que aguantar.

     No contesto. El camarero, en el pasado, era simpático ruidosamente campechano. Invitaba a los clientes cuando el Athletic ganaba por más de tres goles de diferencia.

     _Tendría que coger una lata de gasolina y prenderle fuego a todo _masculla ahora.

  Fuego otra vez. Más fuego. Todo el mundo está obsesionado con el fuego. Todo el mundo te ama y te odia, Fuego. Tomo otra copa, tal vez dos, salgo. No me acos­tumbro al cielo melocotón; tampoco de noche, de noche aún menos. ¿Será eso lo que nos ha cambiado tanto a las personas, el color del cielo? ¿ Lo que nos hace pensar en fuego?

De repente, veo delante la casa donde fui feliz en la otra vida.

Se levanta donde siempre, al final de la calle. Tres plantas. Y en el bajo, el local donde ocurrió todo. Aún quedan restos del cartel, dos o tres de las letras que componían el rótulo CINESTUDIO BILBAO: mi orgullo, mi proyecto, mi perdición. Ahora lo rodean la oscuridad y el silencio absoluto, aislado de cualquier sonido navideño, ajeno a la menor esperanza, inmunizado contra cualquier forma de luz. Se re aviva en mí el recuerdo de la noche maldita. Suerte que en el bar robé la botella, y la tengo ahora conmigo. Entonces hubo también una botella. La había casi todos los días. De no haber sido así, nada habría pasado. Eso decía la doctora Cano.

Todo está en ruinas, tal y como quedó tras el fuego. Si efectivamente estamos en 2028, han pasado quince años. Pero nadie parece haberse preocupado de remozar el inmueble, de realquilar las viviendas y abrir de nuevo mi pequeño cine, aunque fuese para dedicado a otra actividad. Tal vez alguien tuvo la idea, pero justo cuando iba a empezar las obras ocurrieron los atentados.

Recuerdo entre brumas a los bomberos. Entonces todavía podían atender todas las llamadas. Su jefe declaró en el juicio que mi mujer y mi hija murieron en los primeros minutos, atrapadas por el fuego. Atrapadas. Atrapadas. Esa palabra está siempre en mi cabeza. Vive dentro de ella. Cuando al amanecer se había logrado apagar el fuego, y todo era ya una masa negra y humeante, ellas llevaban horas muertas. ¿Recuerda haber provocado el incendio?, preguntó, todavía con amabilidad, el doctor en el hospital donde desperté.¡Estaba usted borracho!, acusó el policía. ¡Diez años de prisión!, sentenció el juez. También me condenó a indemnizar a mi hija muerta, cincuenta mil euros. Cómico si no fuera trágico. Todo parecía estar pasándole a otro. Lo más real, lo más terrible, fue la voz de una mujer de la limpieza, en los juzgados, cuando pasé ante ella camino de prisión. ¡Que Dios le tenga piedad!, dijo santiguándose. Y parecía sincera. Era antes de los atentados. La gente todavía se apiadaba de los demás. La psicóloga de la cárcel, la doctora Cano, también lo hizo. Me creía inocente, víctima de la ofuscación de un momento desesperado, resultado de la ruina inminente y del consiguiente desahucio, víctima también del alcohol. Enseguida entendí que la doctora Cano podía ayudarme, aunque no como ella imaginaba. Jugué a su juego: sí, admití entre sollozos, el banco iba a ponemos en la calle, el miedo me llevó a la bebida, una noche de borrachera sentí el impulso de destruirlo todo para cobrar el seguro. La idea de ver a mi hija sin techo me obsesionaba ... Todo era cierto, excepto el matiz que celosamente le oculté; el más terrorífico, el peor: el alcohol en el que busqué valor me aturdió tanto que actué con precipitación, lo hice mal, no controlé las llamas. De pronto me vi en medio del fuego. Vértigo y vorágine: despertar en el hospital, una sonriente enfermera angelical me daba la bienvenida al infierno: vas a vivir con las muertes de tu mujer y tu hija ... Atrapadas. Cinco años me costó convencer a la doctora Cano de que no era un criminal, sino un pobre enfermo destruido por sus propios actos; en otros tres logró ella que me trasladaran a un sanatorio mental, argumentando que nadie en su sano juicio habría provocado con tanta torpeza un supuesto incendio accidental. Allí me habría quedado, allí seguiría ahora, de no ser porque alguien, esta misma mañana, ha colocado una bomba en el cuartel cercano, y el fuego se ha propagado hasta nosotros. Fuego, siempre fuego. Persiguiéndome, aunque sea esta vez para hacerme libre. He corrido con lo puesto, me horrorizaba morir como mi mujer y mi hija. Atrapado. Atrapadas. He corrido sin pausa, hasta el pueblo próximo. ¡Libre por fin para realizar mi sueño! Alguien me ha dejado dinero para el billete de autobús, por la conversación de dos pasajeros entendí que es Navidad. Se celebra todavía, a pesar del desplome moral y económico. Navidad tercermundista para una sociedad que conoció el esplendor. Las angulas, como antaño, no tienen precio. Pero es porque ya no existen angulas. Por lo visto hoy crecen fofas y largas como dedos, insípidas.

      ¿He querido regresar o es que mis pies me han traído?

     Sea como sea, me acerco a la casa. Rozo con los dedos la cerradura de la puerta de servicio, por la que todavía se accede al local. Cinestudio Bilbao, mi penúltima puerta. Inconcebible, pero continúa abierta después de todo este tiempo; ciertamente, la gente está muy ocupada sobreviviendo. Nadie abre negocios nuevos. Nadie proyecta nada. y películas, por supuesto, mucho menos.

Empujo con suavidad, se abre sin problema. Puedo pasar al interior. Entro en mi propio pasado. Deposito la maleta en el suelo. Paso a paso recorro el pequeño vestíbulo, abro la puerta central para asomarme tímidamente al viejo patio de butacas. Permanece en ruinas, carbonizado como el juguete sucio de un niño travieso, restos arrojados luego a la basura. La pantalla está desgarrada y negra, como mis recuerdos. Muerta como mi corazón. Un escalofrío me recorre la piel. Qué soledad transmite un cine destruido por las llamas.

Regreso al vestíbulo. La oscuridad interior es de color naranja sucio, como los rayos de luna que se cuelan por los huecos de las viejas persianas cerradas. Tomo la botella y la acerco a mis labios. Brindo con la nada.

Y entonces, cuando me dispongo a abrir la maleta para realizar mi sueño, percibo el movimiento silencioso entre las sombras. ¡Alerta! Hay alguien más en mi pasado.

Muy despacio, dejo la botella a un lado y alargo la mano hacia la ventana. Abro la persiana. Chirría y sin duda pone en guardia al otro, pero también permite la entrada de más luz naranja. Y gracias a ello puedo ver al intruso.

     Es una mujer.

 En las películas que tanto amé en vida, mis momentos favoritos eran las apariciones glamurosas de las estrellas femeninas: Charlize Theron en Dos días en el valle, Barbara Bouchet en La tarántula del vientre negro, Gloria Grahame en Los sobornados, Celia Blanco en Invasor, Elvie Gann en Renacer en Paris, María Grazia Bucella en El fiel servidor ... Películas del siglo pasado, viejísimas, que hoy nadie encontraría, suponiendo que se pusiese a buscarlas. Mujeres olvidadas ... ¿Quién no daría el alma por encontrarse con alguna de ellas, en cualquier mundo que no fuera este?

Algo de ese brillo habita en la desconocida. Se halla de espaldas a mí, al otro lado de la estancia, mirando por la ventana hacia el callejón trasero por donde solíamos descargar las latas de película. Se cepilla con languidez la melena lisa, una cascada rubia que le cuelga hasta media espalda. Al oír la persiana ha vuelto el cuello casi imperceptiblemente. Me ha descubierto sin sobresaltarse. Sigue cepillándose el pelo. Es alta, esbelta. Viste camisón blanco, un diseño muy antiguo que le llega hasta media pantorrilla. Va descalza. Sus pies desnudos son hermosos, delicados, permanecen limpios y blancos, anómalamente inmaculados a pesar de que pisan un suelo que nadie ha limpiado durante años. No tiene frío. No me teme, ni a mí ni a la oscuridad. Parece la dueña de la noche.

 _Has llegado antes que ... _dice de pronto; y pronuncia un nombre que no he entendido bien, noqueado por la sopresa.                    Porque la he reconocido. La observo para asegurarme. El vértigo explota en mil estrellitas de luz que me ciegan. Respiro hondamente. Dos, tres veces. Para no marearme. Me atrevo a volver a mirar. No cabe duda.

      Es Loise Dark.

  ¡Imposible! ¿Cómo y por qué se habría materializado ante mí la gran estrella cinematográfica de quince años atrás? ¿Padezco una alucinación? Vuelvo a mirar y la sigo viendo. Y ahora, además, puedo oír su voz. Sabe que la he descubierto y se ha relajado, porque comienza a canturrear. También reconozco la melodía: «Edelweiss», de Sonrisas y lágrimas, el remake de la famosa pélícula de Julie Andrews que Loise protagonizó en 2012. El corazón me late a toda velocidad, riega pánico por mis venas. ¡La película que proyectaba el Cinestudio Bilbao el día del incendio! A mi hija le gustaba mucho, la vio dos veces seguidas. La última, el día maldito por la tarde, antes de que yo enloqueciera.

     _¡Loise ... ! _digo, absurdamente, en voz alta.

Tal vez un trago me espabilaría, pero temo que si efectúo el menor movimiento este fascinador hechizo se volatilizará.

Al oír su nombre se vuelve, me mira directamente a los ojos, y desaparece cualquier atisbo de duda: Loise Dark está ante mí. Aunque sea imposible.

_Has llegado antes que Kassim Khan _repite dando un paso hacia mí y luego otro; esta vez sí retengo el nombre: Kassim Khan. ¿Quién es ?_. Le he dicho que puede venir. No te importa, ¿verdad? ¿Le ayudarás? Él también es una víctima. ¡Dime que le ayudarás también a él!

 Loise toma mis manos con las suyas, implora desde sus ojos azules. El roce con su piel es cálido, acogedor. Una vez, en la vida hermosa e irreal, aterrizó en Bilbao para presentar una de sus creaciones, Las esferas mudas, por la que luego conseguiría una nominación al Oscar. Organicé un ciclo con todas sus películas, y pude darle en persona el tríptico que imprimí. Me estrechó la mano, como está haciendo ahora mismo; fue nuestro único contacto. Aquel día sonreía, deslumbrante en su belleza. Ahora parece ajada, vencida, rota ... y sin embargo, sus rasgos son los mismos. No ha envejecido, es la Loise pletórica de Sonrisas y lágrimas. Toda su tristeza y decadencia se hallan adheridas al fondo de la mirada, con­densadas intensamente en él.

  _¿Qué haces aquí? _le pregunto, saltando por encima de todos los obstáculos que opone la lógica; rendido ante el hecho de que, efectivamente, esta aquí, ante mí, apretando mis manos.

  _Tú me trajiste a este mundo. Aunque por supuesto, es imposible que lo sepas. Nací el 14 de mayo de 2013. Esa fecha significa mucho para ti. ¿Verdad, mi pobre amigo?

 Verdad, Loise. El día del incendio. Guardo silencio y espero. Se me ocurren tantas preguntas que prefiero callar. Ella lo entiende así y continúa.

 _Aquel día murieron tu mujer y tu hija. Las mataste tú _recalca suavemente, sin reproches, con frialdad: ¿ comprende la intensidad de mi drama o le resulta indiferente?_. Ya sé que no es necesario recordarte los detalles. Pero sí me gustaría que conocieras mi versión de los he­chos ...

     ¿Su versión?

 Suelta mis manos. Me siento inesperadamente desamparado. Va hacia la escalera que conduce a la cabina de proyección, en el primer piso. Con un gesto me pide que la siga. Voy tras ella. Los escalones cubiertos de mugre chirrían bajo mi peso, pero no bajo el suyo. Sus pies desnudos no se manchan, permanecen inmaculados. Flota, se diría que flota. En una escena de Sonrisas y lágrimas Loise se cepilla el pelo, en camisón y descalza, mientras mira por la ventana y canta. Quien sea la mujer que avanza delante de mí va vestida como el personaje en esa escena. No lo analizo, ni trato de darle explicación. Sólo lo constato y me dejo llevar por el hechizo. Mi vista se clava en los pies desnudos que entran en la cabina, se detienen y giran. Alzo la vista hacia el rostro de Loise.

 _Aquí nací. _Abre los brazos y vuelve las palmas hacia arriba_. Estaba encantada en mi papel de María von Trapp, dentro de la película. O mejor dicho no sentía nada, ni felicidad ni infelicidad, ni angustia ni paz ... Es otra forma de paraíso, ¿ no?, la ausencia de sensaciones. Pero de repente me sentí líquida, luego esponjosa, luego sólida y carnosa. A mi alrededor todo ardía, aunque yo no me que­maba, ni siquiera sentía calor. Sólo estupefacción. Es fascinante hallarse dentro del fuego sin sufrir, nadar impunemente entre las llamas. Todo el aire estaba al rojo vivo, y yo respiraba dentro de él. Me dejé llevar, bailé. Fui feliz, creo que fui feliz. Deseaba que nunca terminara. Pero terminó, tras otro mar tormentoso de humo negro y una posterior marea baja de cenizas. Entonces miré y vi una realidad nueva, la realidad de vuestro mundo. A través del cristal de la ventana te vi tirado en medio de la calle, ahí fuera. Parecías un montón de trapos, arrodillado e informe, convulsionado por el llanto. Ya brillaban las luces del amanecer. Era la mañana siguiente a la noche fatídica. Bomberos rendidos iban y venían, ya sin prisas; vecinos en pijama o albornoz, estremecidos y expectantes, observaban trabajar a fotógrafos y cámaras de televisión, a policías de diferentes uniformes, a técnicos del ayuntamiento. En el centro de la escena, coprotagonizándola contigo a pesar de su silencio e inmovilidad, dos cuerpos cubiertos por sábanas: uno de mujer y uno de niña. Policías de paisano te condujeron hasta un furgón policial tras esposarte. El furgón partió. Desapareciste, como poco a poco irían desapareciendo todos los presentes. Yo continuaba estupefacta por mi brusca implantación en esta realidad que nunca deseé, seguí así muchas horas, durante días, hasta que por fin me decidí a explorar este mundo nuevo. Todavía no ra consciente de mi transformación, ignoraba de dónde procedía y por qué estaba aquí. Me adentré en la ciudad como un náufrago que explora la isla desierta que le ha caído en desgracia. No me inquietaba la gente, que parecía no verme, sino el hecho de que pareciesen no verme. ¿Qué era yo? ¿Quién? ¿Dónde estaba y por qué? No tenía hambre, tampoco sed; nunca me asaltaban el sueño ni la sensación de frío o calor. Vagaba solitaria por esta ciudad llamada Bilbao y por las noches volvía a mi hogar, tu cine quemado. En varias ocasiones vinieron policías e investigadores del seguro, también especuladores interesados en la adqui­sición del local. Ninguno de ellos podía verme, pero por sus conversaciones sobre el siniestro supe tu historia, conocí tu perdición. Hacían referencia a las deudas que te habían acorralado, a ciertos brotes psicóticos que tu alcoholismo acrecentaba. Algunos de los visitantes mostraban su dureza e inmisericordia, opinaban que quien quema vivas a su mujer y a su hija debe ir a la cárcel para el resto de su vida; otros te tenían lástima, hablaban de malos tiempos, de mala suerte, del implacable destino. Sin saber por qué, yo me alineaba con los segundos. A pesar de que intuía, también sin saber por qué, que eras el responsable de mi llegada a este lugar. ¿Desde dónde había venido? ¿Para qué, si había alguna razón? La fachada del cine me concedió un fragmento de la respuesta. El cartel anunciador de Sonrisas y lágrimas, con Loise Dark y Ralph Fiennes. Chamuscado y roto, ese cartel fue mi tótem, mi mapa, mi único dios. Allí aparecía la fotografía de una estrella de cine que, pronto lo sabría por un espejo, se parecía asombrosamente a mí. Loise Dark era yo. La vida de Bilbao, en su fluir cotidiano, me permitió conocer otros datos de mí misma. Había más cines en la ciudad, y en uno de ellos se estrenó otra película protagonizada, digámoslo así, por mí. Me colé en la sala, lo que naturalmente nadie me impidió, y de pie al fondo del local abarrotado seguí con fascinación la película, en la que Loise interpretaba a la abogada defensora de una asesina en serie de maltratadores de mujeres. Semanas después me vi recoger el Oscar por esa interpretación, en decenas de televisores encendidos de la planta de electrodomésticos de unos grandes almacenes donde había entrado para curiosear. No sentía angustia por nada. Eso era lo peor y lo mejor de mi vida. Podía haber languidecido así meses, tal vez años. Pero entonces, una noche ... Regresaba a casa, si puedo utilizar esa expresión, cuando sentí pasos sigilosos a mi espalda. Había en ellos algo próximo, tangible, definitivamente distinto a los ruidos de Bilbao y de sus habitantes, tan ajenos a mí, tan indiferentes. «Loise», susurró una voz masculina a mi espalda. Me estremecí. ¡Qué bello, sentir miedo! ¡Qué explosión de vida! Dudé si girarme o no ... Era tan sublime el bombeo del corazón en el pecho, la ansiedad por identificar a quien irrumpía en mi soledad para desbaratada ... «Loise», dijo otra vez la voz. Me volví. Un anciano envuelto en harapos, tocado con un turbante andrajoso y una daga curva encajada en el fajín, me miraba con los ojos desorbitado s por una emoción inexplicable, hermosa pero a la vez aterradora. Tendía una mano hacia mí. «Loise, Loise, nacida del fuego. Bendita Loise», susurró. Entonces un sollozo le subió desde la garganta. Pareció al borde del desmoronamiento, vi que iba a quebrarse, que podía morir. Me alarmó volver a mi soledad fugazmente esquivada, y luché por él. Tiré de su cuerpo, le ayudé a llegar hasta mi casa y lo acomodé, una vez dentro, en la mejor butaca quemada del patio de butacas, ante la vieja pantalla renegrida. El dramático escenario le hizo revivir, pareció concederle nuevas fuerzas. «Yo también nací del fuego. Hace mucho, muchísimo tiempo ... Soy Kassim Khan», explicó enigmáticamente. No apartaba sus febriles ojos de mí, ni me soltaba las manos. «En los periódicos leí, Loise bendita, que este cine había ardido. De inmediato acudí para ver si había supervivientes. He tardado meses en dar contigo, pero nunca cejé. ¿Por qué no podría haber supervivientes?, me repetía a pesar de no encontrar rastro alguno. Pero tenía que seguir buscando. ¡Podía haberlos! ¿Acaso no sobrevivimos los otros dos y yo en el incendio del cine Olimpia? Hace una eternidad, Loise. Una terrible eternidad que comenzó el 18 de julio de 1962, hace ahora más de medio siglo. El Olimpia ardió de madrugada. Yo nací allí, surgí de entre las llamas igual que te ha sucedido a ti. Me vi arrojado a este mundo hostil, tan distinto al nuestro, tan terrible y sucio, tan lleno de ruidos casuales. Dentro de la película que se proyectaba el día del incendio, El bandido de Zhobe, en la que yo era un heroico guerrero de leyenda: Kassim Khan, aclamado por los suyos y temido por los invasores británicos de casaca roja. Pero aquí no soy nada, nadie. Llegué sin quererlo, Loise. Nunca pedí venir. Igual que tú. Mis primeros días fueron confusos, vivía atemorizado por todo y por todos. Un tigre perdido dentro de una fundición de acero, un tiburón en un vaso de agua. Pero un día descubrí que no estaba solo. Vi vagar por las calles, perdidos como yo, a dos lanceros bengalíes que también habían surgido del fuego. Los aceché, acabé por enfrentarme a ellos. Habían sido mis enernigos, nos odiábamos y debíamos destruimos, continuar era de la pantalla la pelea a muerte que siempre habíamos representado dentro de ella. Sin embargo, pronto descubrimos que carecía de sentido, que cada uno de los tres resultaba más útil a los otros dos si seguía vivo. Juntos pudimos pensar, tratar de averiguar el origen de nuestro nacimiento. Y sin datos ni pruebas, llevados únicamente por algunos destellos de intuición, por la aportación de nuestros respectivos recuerdos y deducciones, concluimos que éramos personajes de El bandido de Zhobe. Igual que tú, Loise, lo eres de Sonrisas y lágrimas, la película que ardió en este lugar. No me preguntes cómo, no me preguntes por qué. Y sobre todo, te suplico que no dudes, que no digas que es imposible, pues cincuenta años de mi existencia aquí, en Bilbao, lejos de mi tierra, a la deriva fuera del celuloide, demuestran que ha ocurrido. Que es real. Kas­sim Khan, al que entonces no me decidía aún a llamar así, se interrumpió en este punto para mirarme y saber por mi expresión si le creía. Hoy te digo a ti, porque me diste la vida con el mismo fuego que dio muerte a tu mujer y a tu hija, que lo que me contó es verdad. El transcurso del tiem­po me lo ha demostrado. Cuando una película arde, algunos de sus personajes de ficción quedan anclados en una suerte de limbo fantasmal situado en vuestro mundo ... Por siempre y para siempre. A menos que tú ...

 Loise se encoge de hombros como una niña asustada, lo que de alguna manera es. La miro con estupor. Sé, por mi memoria cinéfila, que el Olimpia ardió efectivamente en los años sesenta, y sé también que El bandido de Zhobe era la película que se proyectaba; mi padre, también cinéfilo empedernido, guardaba en su colección un cartel de mano de aquel programa. Zhobe era Victor Mature. Aparecía con turbante y daga curva al cinto. Luchaba contra el ejército colonial inglés. Las casacas rojas de los lanceros bengalíes me traen a la memoria una historia que una vez oí a un compañero de juerga. Aseguraba que un mendigo anciano y medio loco, con patillas blancas y gran bigote, vestido con una ajada guerrera roja en cuya manga había cosidos unos galones de sargento mayor, se le apareció una noche de borrachera para contarle que era un náufrago del fuego, y que buscaba desesperadamente huir de Bilbao. Nos reímos a gusto, pedimos otra copa. ¿Por qué no? Eran los tiempos felices. Antes de los atentados. Antes del fuego.

  Sin saber por qué, creo la historia de esta mujer que camina sin mancharse los pies descalzos. Sin saber por qué, creo a Loise Dark. Y le pregunto, todo lo suavemente de que soy capaz

     _¿ Y qué esperas de mí, Loise?

     Ella sonríe. Qué bella es. Habla con ternura infinita:

      _La muerte que me debes ...

  Y sus ojos resueltos y hondos se clavan sobre mí. Comienza a girar a mi alrededor; embrujándome. Camina hacia atrás, en dirección a la salida, y desciende las escaleras sin dejar de mirarme. Me hipnotiza, voy tras ella, bajamos los peldaños; yo despertando chirridos en la madera, ella etérea, ingrávida. Llegamos abajo. ¿ Y ahora, Loise? Se detiene junto a mi maleta, la señala con un dibujo de su mano derecha en el aire.

     _Espero que me des la muerte que has traído contigo. Inspiro. La verdad siempre acaba por abrirse camino.

     La maleta que robé necesariamente tenía que acabar por asumir el protagonismo. La abro, contiene una lata de gasolina sujeta por correas al fondo de la maleta, que ha cumplido a la perfección su función de camuflaje. Al portarla con su carga de destrucción oculta en el interior, nadie ha visto en mí otra cosa que un viajero regresando a casa por Navidad. Extraigo la lata. Me asaltan destellos del instante en que la cogí: una piedra contra el cristal del autoservicio de la gasolinera, campana de alarma, precipitación y fuga con dos latas, una perdida por el camino. y de fondo, la voz serena que me hablaba dentro de la cabeza: «Tranquilo, con una será suficiente; oculta la lata y toma el el camino de casa. Tu mujer y tu hija te esperan, ansiosas».

    _El Cinestudio Bilbao, como el Olimpia en su día _continúa Loise; su voz es placentera, como la del interior de mi cabeza. que dice la verdad, que desea mi bien_, fue arrasado por el fuego, pero sólo parcialmente. En ambos casos llegaron los bomberos a tiempo de impedir el hundimiento del edificio, su transformación en cenizas que pronto arrastraría el viento. Al apagar el fuego, me condenaron a este limbo que sólo puede terminar con otro fuego: el que tú encenderás ahora.

  Loise ... Hermosa, soñada ... Me gustaría preguntarte por qué sólo te salvaste tú, donde se encuentran los demás personajes de tu película, el barón y los niños, las monjas del convento; o los de la de Kassim Khan. Preguntarte cómo imaginaste que mis pasos me encaminarían hacia aquí en esta noche solitaria, y por qué tenías la certeza de que traería conmigo el fuego de la salvación. Pero sólo te digo:

     _¿Cómo sabes que el fuego te traerá la paz?

     _No lo sabe _dice una voz masculina, rasposa y dubitativa, a mi espalda.

     Loise y yo miramos en esa dirección.

 Desde el umbral en sombras, una figura encorvada nos observa mientras pugna contra su respiración fatigosa, de tuberculoso terminal. Kassim Khan es extraordinariamente parecido a lo que sería un Victor Mature minimizado por la delgadez, viejísimo, arrasado por la condena a este limbo que no es capaz de entender, sombrío y loco, conmo­vedor en su patetismo como jamás logró transmitir en pantalla.

     _No puede saberlo ... _añade_. Pero en algo tiene que creer. Como yo. Si el fuego nos trajo, el fuego podría llevamos.

      Louise va hacia la esperpéntica figura. El viejo se apoya en ella, camina hacia mí. En el cenytro del turbante que le cubre la cabeza luce un gigantesco diamante sin brillo, moribundo como él.

 ¿Puede una criatura de ficción rebelarse contra el papel que su creador le ha otorgado? ¿ Sentir ternura, odio, esperanza o desesperanza no escritas en su texto? ¿Amor? ¿Un amor distinto al que le asignó el guionista, el autor de la novela, el pintor que con su paleta lo materializó de una manera inamovible, eterna, y no de otra? ¿Puede Kassim Khan no ser Kassim Khan? ¿María van Trapp comportarse de manera distinta a María van Trapp? Estos dos seres que no existen caminan juntos hacia el interior de la sala. Se miran sabiendo que sólo se tienen uno al otro.

     Al otro y a mí, que también detesto este mundo. El ueño de Kassim Khan y Loise es mi sueño. Y sólo yo puedo materializado.

 Tomo la lata, la abro, entro al interior de la sala. Rocío de gasolina las butacas, cuidando reservar una parte para el vestíbulo. Kassim Khanse ha acurrucado al pie de la pantalla negruzca. Su respiración de muerto flota por la sala vacía. Loise se arrodilla a su lado, le canta suavemente al oído, me mira. Tal vez mi hija, al crecer, se habría parecido a ella.

     Afuera oigo ruidos, voces, precipitación. Deben de ser os lanceros bengalíes. También ellos quieren abandonar te exilio. También ellos tienen derecho a la esperanza.

     Enciendo un cigarrillo, recupero la botella de ginebra, bebo un trago. Doy una profunda calada. El humo entra en mis pulmones, dispara la señal en mi cerebro. Lanzo el encendedor hacia las butacas empapadas. La llamita se eleva un instante hacia el punto donde hace años estuvo la araña de cristal y luego desciende hacia el centro de la sala, convertida en la luz más intensa de la penumbra. Loise y yo la miramos. Nos miramos.«Ven a mi lado, Loise, Conmigo para siempre.  Aunque no existas», pienso, o dice la voz en mi cabeza. Loise sonríe, sé por su silencio que escuchó mi petición; también que no la acepta. Ella es del fuego, a nadie más puede entregarse. Pero sonríe; a pesar e ello, me sonríe agradecida.

      Entonces dejo repentinamente de verla. Una repentina muralla de fuego se alza entre nosotros y se extiende velozmente por el cine. Mi acto ha liberado a los fantasmas. A la vez, una fuerza poderosa tira de mí hacia atrás. Brazos musculosos envueltos en tela roja me sacan a la fuerza de a sala. Pero los lanceros bengalíes han llegado tarde. ¿Por qué en vez de adentrarse en el fuego liberador me inmovilizan? No importa. Peor para ellos. Río por dentro, en silencio. La risa me convulsiona. Corred cuanto queráis. Gritad, llamad a los bomberos. El fuego ya ruge con fuerza. Quema, libera a mis muertos, me da la paz.

 Siento una cuchillada en la espalda. El dolor descarga una sensación helada, chillo sin remedio. Los lanceros siguen tirando, me sacan del cine, me sujetan en la calle. Una extraña placidez me amodorra, debo de estar desangrándome por causa de la cuchillada. Está amaneciendo.

 Hay varios coches aparcados ante el edificio. En este instante llegan más; al frenar, chirrían sus llantas contra el suelo. También se escuchan sirenas aproximándose. El enemigo: los bomberos con sus carros de agua. Canallas. Quieren impedir la libertad de los míos ...

    No puedo oponer resistencia. La cuchillada me debilita. No veo mi sangre manar, pero siento la pérdida de fuerzas. Nuevos enemigos, ahora vestidos de blanco, me izan a un coche blanco, alargado, y me sujetan a una camilla. ¿No es la doctora Cano quien, a un lado, los observa ceñir las correas? Habla con un hombre de uniforme: guerrera roja., boina blanca, pistola al cinto.  

     _Mis disculpas, doctora _dice el lancero bengalí_. Tenía usted razón.

 _Tenían que haber puesto la vigilancia antes. En cuanto me dijeron que había huido del sanatorio, se lo advertí. Acabaría por venir aquí. Para él su mujer y su hija llevan atrapadas entre las ruinas del cine estos quince años. Cree que sólo el fuego puede liberarlas. Está obsesionado con el fuego. Provocó el incendio del sanatorio para huir. Era obvio que vendría.

     _¿ Se puede hacer algo por él?

     _Mantenerlo encerrado. Después de Navidad iré a verle. Le diré que el fuego ha destruido por fin su Cinesestudio. Que los fantasmas están libres.

 Los bomberos atacan, pero el fuego se defiende con heroísmo. Cada segundo que las llamas aguantan es una victoria. ¡Paz, al fin_para los míos!

 El coche blanco parte. Por la ventanilla, mientras corremos por las calles, puedo ver el exterior: ciudad desierta, mañana navideña. Al fondo, muy arriba en el cielo mutante, se desplazan a saltos pequeñas nubes veloces. Parecen de fuego, pero al mirar detenidamente comprendo que son avecillas llameantes. Refulgen bajo el sol color guindilla quemada, confundiéndome. Pienso en mi mujer y mi hija, libres al fin a pesar de los malditos bomberos. Pienso en Kassim Khan, y cierro los ojos pensando en Loise.

  ¿Habrá logrado emprender el camino, tras la última puerta?

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