Iban Zaldua

La cama

     En realidad no podía llamársele cama: era un jergón desvencijado, relleno de paja y lana, delgado, envuelto en sábanas que la señora Luisa lavaba cada dos semanas, con aspecto de estar siempre sucio y casi aplastado entre los otros dos camastros que llenaban la habitación. Otra particularidad de aquella cama, bastante común en aquellos días, era que siempre estaba caliente. Y eso llega a ser agradable, sobre todo en invierno. La señora Luisa no permitía a sus inquilinos calentar un ladrillo en la estufa, de carbón para meterlo entre las sábanas, bien envuelto en trapos: solía argüir que no quería que le quemasen la poca ropa de cama que tenía. No había quejas porque, en realidad, el ladrillo resultaba, salvo en las noches más crudas del invierno, superfluo. Amancio compartía aquel lecho con otros dos obreros de su fábrica, obreros de los que apenas sabía nada porque, obviamente, trabajaban en turnos distintos al suyo. Del que iba a despertar, conocía los gruñidos abotargados y un hombro hirsuto y fuerte (el que agitaba cuando quería sacarlo del sueño); del otro, del que trataba a su vez de despabilarlo, su olor a sudor y a antracita, y una voz pesada, apremiante y desagradable. No tuvo muchas o oportunidades de conocerlos fuera del trabajo: los domingos y otros días festivos solía llegarse hasta Bilbao y no creía que los que compartían su cama fueran a los sitios que él frecuentaba. Amancio tampoco pareció mostrar nunca el menor interés por saber qunes eran. La señora Luisa, que apreciaba los chismes y la conversación (sobre todo si nadie la interrumpía), opinaba que Amancio era de esos engreídos que, aunque recién llegados del campo, pensaban que no iban a pasar en su casa más que unos pocos días, unas semanas a lo sumo, que enseguida iban a ahorrar para el alquiler de una vivienda pequeñita, o de un cuarto bien ventilado, si acaso. Cada mes de más que pasara Amancio en su casa suponía un pequeño triunfo para ella. Qué se había creído aquel pueblerino.

La vida de Amancio transcurría entre la fábrica, la cantina y aquella cama. El paseo de los domingos no era más que una interrupción que apenas alteraba el lento transcurrir de la semana. Una noche, sin embargo, encontró entre sus sábanas un paquete dentro del cual parecían crujir unos papeles. En la oscuridad, no pudo ver qué contenía, así que lo guardó bajo la cama y se durmió preguntándose si aquello tendría que ver con el hecho de que el ocupante del turno anterior se hubiera levantado tan deprisa; como si no hubiera conciliado el sueño durante sus horas de descanso. A la luz de la madrugada, fuera de la pensión, pudo ver de qué se trataba. Una nota, escrita en letras de molde, decía: «Me han dicho cómo te portaste en el asunto' del capataz. Eres el único en quien podemos confiar. Repártelos entre los de tu turno. Salud». Los pasquines del paquete podían costarle el trabajo, e incluso la cárcel, si se los encontraban encima. Ni siquiera supo mo los repartió: todavía hoy duda de que mucha gente los leyera, porque los fue dejando en los rincones más oscuros e inverosímiles de la planta. Amancio tuvo tanto miedo, además, que echó la mitad al horno, cuando nadie miraba. Los siguientes días no le dejaron nada en el camastro. A veces, cuando se tropezaba en el cuarto con alguno de los que llegaban o de los que se iban, creía notar una mano que le apretaba, durante un breve segundo, el brazo, pero no hubiera podido asegurado con certeza.

Casi un mes más tarde, se encontró otro paquete, más voluminoso esta vez. Ni siquiera se preocupó de comprobar el contenido de los panfletos. La nota era escueta e imperativa. Esa vez aprovechó mejor los descansos y la distribución fue algo más amplia; por lo menos, destruyó algunas proclamas menos que la vez anterior. Dos días después, tras una gran asamblea, la fábrica se declaraba en huelga, en solidaridad con los despedidos de la cuenca minera. La noche anterior a la huelga, aquel obrero anónimo que le dejaba la cama tan calentita le susurró, al marcharse: «Muy bien». Él ni siquiera le dio las gracias. Estaba demasiado cansado.

Las cosas no se precipitaron inmediatamente. La lentitud de los acontecimientos irritaba ligeramente a Amancio. Los paquetes menudeaban pero, eso sí, todos los viernes encontraba, bajo la almohada, un ejemplar de El Obrero, con la tinta aún fresca. Lo leía a escondidas, los domingos. Cuando volvía de Bilbao, ya no lo traía consigo.

Amancio nunca llegó a conocer a los del grupo. Eso le preocupó, por lo menos al principio. ¿Sería que no confiaban en él? ¿No había cumplido, fielmente, con aquellos peligrosos encargos? Se tranquilizaba un poco pensando que, probablemente, se trataba de elementales normas de seguridad. No se atrevía a dejarle una nota a su desconocido corresponsal porque no sabía si el tercer turnista era de confianza. Tampoco creía prudente pasársela a cualquiera de esas sombras con que se cruzaba todas las noches, una de las cuales, muy raramente, le decía algo. Desde que había empezado todo, para cuando llegaba, la cama estaba vacía, aunque aún caliente, y él podía ser cualquiera de los que se afanaban en vestirse en la penumbra del cuarto. No sabía ni un nombre, ni un apodo: sus camaradas no tenían rostro. Sin embargo, no creía que estuviesen descontentos con él. Seguían haciéndole encargos. Leía con atención las páginas de El Obrero y creía encontrar guiños de complicidad cuando en algún breve se mencionaba «La extraordinaria solidaridad de los trabajadores del segundo turno ... » o que «La manifestación partió de la sala de calderas de la fábrica, a la que luego se unieron, como afluentes de un poderoso río, proletarios venidos de todas partes ... ».

Amancio ni siquiera acudió a la única cita que concertaron con él. Le picaba la curiosidad, desde luego, pero no le pareció prudente. Hacía tiempo que «Madrugador» _así lo había bautizado, en su fuero interno_ no le escribía una nota. Fue lo primero que encontró en su cama aquella noche. Debajo de la nota había un paquete, y no era de pasquines. Una forma fría y pequeña se adivinaba bajo el envoltorio de estraza. Camino de la fábrica confirmó lo que sabía a medias: un revólver Star, nuevo; un día, el domingo; una hora, las tres; y un lugar, el muelle. Amancio rebuscó en su memoria y recordó las graves acusaciones que, desde hacía unas semanas, lanzaba El Obrero contra uno de los ingenieros del puerto. Estaba casi seguro. Iban a matar al ingeniero.

La noche del sábado durmió mal, y el domingo madrugó más que de costumbre, para darse el paseo hasta Bilbao. Apenas disfrutó del paisaje, ni del viento, suave y casi cálido. La pistola le helaba la pierna; temía que se descosiese el bolsillo del pantalón y se le cayese en cualquier momento. Ya en Bilbao, en vez de tomarse el primer café junto a la iglesia de San Nicolás, como solía, se dirigió directamen­te a la comisaría y, sin pararse a hablar con nadie, se llegó hasta el despacho del señor Blázquez y le entregó la pistola y la nota garrapateada. Le informó sobre sus sospechas y se lamentó por no saber cuántos más acudirían. El señor Blázquez, que habitualmente se mostraba ceñudo, le felicitó e incluso llegó a palmearle el hombro. Le dijo que cogerían a los que pudiesen y que, por cierto, no creía que le conviniese volver, ni por la pensión ni por la fábrica.

La detención del grupo fue, durante los días siguientes, la comidilla del pueblo. Doña Luisa no podía creérselo, aquel muchacho tan serio. ¡Con pistolas, con dinamita! En la plaza, las tenderas la notaban contrariada, seguramente, pensaban, por haber perdido aquel cliente. «Más de un cliente», mencionó una de las fruteras. «Será por las cucarachas», reían. «¡La muy avara!» Pero en esto se equivocaban, porque a doña Luisa no le iba a costar nada encontrar nuevos inquilinos: no paraban de llegar. Le molestaba más que Amancio, que no figuraba en las listas de detenidos, hubiera desaparecido sin dejar ni rastro. Estaba segura, muy a su pesar, de que había progresado más de lo que ella hubiera deseado. El giro que recibió, a los pocos días del suceso, saldando la semana que había dejado sin pagar cuando se fue, y añadiendo una jugosa propina, no hizo sino confirmar sus peores temores. ¡Un pueblerino como aquél!

 

IR AL ÍNDICE GENERAL