Joaquín Belda

El misterio de la casita roja

      En ese rincón de los alrededores madrileños que se llama Bellas Vistas, en aquel trozo de verdura perenne, que recuerda un poco la bauliee parisina, había hace cuatro años una diminuta casa de dos pisos, con tres huecos en cada uno de ellos, que daba su fachada principal al borde de un camino carretero. El inmueble era de construcción reciente, limpio y embadurnado de rojo desde los cimientos al alero del tejado, y por esta circunstancia, así como por su pequeñez, lo llamaba todo el mundo en las cercanías la casita roja.

    Todo el mundo eran dos docenas de personas, pues el edificio estaba tan oculto entre los repliegues del terreno y las frondas vecinas, que para llegar a darle vista había que proponérselo seriamente, ya que a diez metros de distancia, se le adivinaba más que se le veía entre los detalles del paisaje.

    Una noche de fines de febrero —una de esas noches propicias a los idilios gatunos y a los estrenos de obras de tesis— la pareja montada de guardias de Seguridad, que hacía su servicio en aquella parte del extrarradio, detuvo sus caballos ante la presencia de un hecho insólito; los virtuosos guardianes del orden se hallaban en aquel momento en medio del camino donde caía la casa a que nos venimos refiriendo, y a pocos pasos de ella. Entre las tinieblas nocturnas vieron con trabajo que uno de los balcones del segundo piso se abría con cautela, que es el procedimiento que usan para abrirse todos los balcones y ventanas de las narraciones misteriosas. —Las latas de sardinas y las Cortes del Reino se abren por otros procedimientos más áticos y solemnes.

    Una figura, humana al parecer, dibujose sobre el barandal; a pesar de la obscuridad de la noche se adivinaba que aquel hombre tenía miedo y estaba haciendo la digestión de una copiosa cena. Miró receloso a derecha e izquierda, y, no viendo a nadie, montó sobre el hierro, y… ¿pero qué era aquello?, ¿qué alucinación perturbaba la mente y los ojos de los dignos representantes de la autoridad?… Aquel hombre se deslizaba por el aire en busca del suelo con la misma suavidad que si se tratase de un aeroplano que aterriza —esta palabra se usa aquí por primera vez en lengua castellana— o de un ministro que cae de la poltrona tras un debate de ideas.

    El fantasma, la noche, la ocasión, las tinieblas y el resto de la mise en scéne del suceso llevaron a los ánimos de los dos jinetes aquel mismo pánico que se apoderaba de ellos cuando, a la puerta de una taberna, veían llegar a lo lejos la figura prestigiosa del inspector de servicios… De pronto, en el silencio litúrgico, resonó un relincho como un cañonazo: procedía del grupo formado por los jinetes y sus respectivas cabalgaduras, y hubiera sido difícil precisar cuál de las cuatro gargantas lo había producido.

Llegaba al suelo el hombre misterioso, y aquel sonido gutural le avisó de la proximidad de seres semejantes: ¡que hay quien, al oír un relincho, percibe la llegada de algún pariente! Se notó descubierto y, dando un salto, echó a correr entre las sombras nocharniegas —el vocablo se las trae— diciendo con acento gallego:

    —¡Maldición!

    Los guardias echaron a correr en dirección contraria a la que había tomado el fugitivo: iban en su busca, y obedecían a ese sino fatal que parece pesar sobre la clase policíaca, alejándose de la verdad cuando creían acercarse a ella. El galope de los briosos corceles gubernativos era un cómplice inconsciente del delito indudable; solo cuando los buenos hombres —excelentes padres de familia a pesar de todo—, llegaron a la carretera del Pardo, se dieron cuenta de la plancha. Después de unos minutos de duda, decidieron volver sobre sus pasos, buscando en el lugar del suceso el rastro, el indicio, la pista que les pusiese en marcha hacia la verdad.

    Cuando arribaron de nuevo ante los muros de la casita roja, reinaba en los alrededores un silencio histórico; recordando, sin darse cuenta, a sus compañeros de La verbena, uno de ellos dijo con voz ronca:

    —¿Qué hacemos, tú?

    Pero ya el compañero había echado pie a tierra y, lleno de arrojo, se acercaba al edificio; sus narices iban a estrellarse contra el muro, cuando un objeto extraño le rozó la cara con dulce balanceo; llevó ambas manos al rostro, y sus dedos estrujaron el cabo de una cuerda que parecía pender de los hierros de uno de los balcones… Por aquella misteriosa escala de Jacob se había deslizado el criminal; no había pues fantasma, desaparecía la alucinación; pero ¿qué había ocurrido dentro del edificio, en las horas fatales y edgarpoeyanas —acordémonos de Edgar Poe en uso de un perfecto derecho— de aquella noche invernal, sepulcral y… ¿pontifical?…

    A la mañana siguiente, coincidiendo con las primeras tintas del alba, llegó el Juzgado de guardia a Bellas Vistas: el coche que conducía a los dignos representantes de la justicia histórica, se detuvo ante la casita roja. El magistrado investido de la autoridad de juez cubría su cabeza con un sombrero de copa del tiempo de los Faraones, sin duda para demostrar con la persistencia de la prenda a través de los trastornos medioevales la inmanencia del principio de la Justicia en medio de los vaivenes históricos. Un escribano, un oficial y un alguacil completaban la embajada que Temis enviaba en aquel amanecer brumoso a la busca del delito y del delincuente.

    Los dos guardias testigos del hecho, el comisario del distrito y un cerrajero mecánico aguardaban la llegada del juzgado; el cerrajero entró en funciones, y la puerta de la casa quedó franca a las investigaciones judiciales. Entró primero uno de los guardias —por si había peligro— y tras él asaltaron el portal todos los demás, queriendo cada uno de ellos ser el primero en afrontar el riesgo imaginario.

    La casa, por dentro, era algo más pequeña que por fuera, cosa que ocurre con todos los edificios levantados después del Renacimiento neo–helénico de fines del siglo XIII. Un vestíbulo diminuto abría paso a las dos alas del edificio; en ellas, dos alcobas, una cocina, un comedor, tres salitas y una de esas habitaciones de perentoria necesidad en toda casa que se estime, y para las cuales no ha inventado todavía la filología moderna un nombre culto y elegante, formaban el plano del piso bajo. Con resplandores de hurón en la mirada, y las aletas nasales en un olfateo ansioso, lo recorrieron todo él los dignos funcionarios sin notar nada que llamase su atención: los muebles, pobres y cursis, pero en un perfecto orden; el decorado de las estancias, de ese estilo ultra–sajón tan en boga ahora en los interiores de la calle del Humilladero; el ambiente, pacífico e impregnado de emanaciones de potaje, no parecía indicar que en aquella casa hubiese estacionado la tragedia hacía pocas horas.

    Todos lo comprendieron así; el juez, por su parte, interpretando el sentir de la concurrencia, dijo en tono solemne:

    —En este piso por lo menos no ha ocurrido nada; ¿no creen ustedes?

    Nadie contestó.

    —Subamos, señores.

    En aquel momento uno de los guardias, que volvía de dar la vuelta al piso y que acababa de oír las palabras del juez, dijo asombrado:

    —Señor: es el caso…

    —¿Qué?

    —Que el hombre a quien vimos anoche descolgarse por el balcón mi compañero y yo procedía del segundo piso.

    —Vamos a él.

    —Pero es que…

    —Diga usted.

    —Que yo creo —salvo el parecer en contrario de V. E.— que para subir al segundo piso hay que llegar antes al primero.

    —¿Pretende usted tomar el pelo a la justicia?

    —Y al primero no se puede subir porque…

    —¿Qué dice usted?

    Todos se miraron con asombro: ¿cuál era la causa de aquel entorpecimiento? ¿Qué habría visto el guardia para hablar así?… Una sombra trágica paseó por encima de todos, deteniéndose con especial complacencia a contemplar el sombrero del Juez.

    —No se puede subir porque no hay por dónde.

    —¿Y la escalera?

    —No existe.

    Una carcajada general acogió la estupenda afirmación: aquel hombre era un imbécil o, contagiado por las tintas del alba naciente, había abusado de las medias tintas en cualquiera taberna de los Cuatro–Caminos.

    Sin decir nada, sin ponerse de acuerdo, echaron todos a andar hacia la puerta por donde el guardia había entrado: fue una caravana de locura y de bochorno, de pesquisa insensata por todos los rincones del piso diminuto como una nuez y sencillo en sus divisiones hasta el absurdo; golpearon los tabiques, auscultaron debajo de las sillas, husmearon en la cocina y en el próximo locus–secretus… Nada; la escalera no aparecía por parte alguna: o se la había tragado la tierra o el dueño de la casa la había empeñado para saldar con su importe una deuda de honor.

    Invadió a todos una aprensión de angustia: era el misterio, el pleno misterio a la luz del día que entraba anémica y desmayada por las ventanas semiabiertas.

    —Y sin embargo… —dijo el juez, con voz emocionada— es preciso subir.

    —Sí —mugió el comisario—, es preciso.

    —El deber nos llama desde el segundo piso.

    —Pues como no baje… —se atrevió a musitar uno de los guardias.

    Por la mente del alguacil corrió una ráfaga de inspiración, que esta diosa, a veces, no desdeña visitar los lugares plebeyos; sin decir nada salió a la calle y dio la vuelta a la casa examinando las fachadas con ansia de pachón. Dio un suspiro desalentado; volvió al vestíbulo, donde todos estaban reunidos, y dijo con aire fúnebre:

    —¡Nada!

    —¿Qué dice usted, hombre?

    —Que no hay nada por fuera.

    —¿Quería usted que la escalera estuviera en medio del camino?

    —Perdone V. E. pero en ciertos chalets una escalera de caracol adosada al muro, por la parte exterior, comunica entre sí los diversos pisos.

    Se veía que aquel hombre tenía una cultura: sobresaliendo de la mentalidad media de su clase, empleaba en el diálogo palabras europeas, matizando el habla con efluvios progresivos.

    —Y sin embargo, hay que subir —murmuró el magistrado, cada vez más pensativo.

    Dos soluciones se presentaban al problema fatal: una era utilizar a la inversa el mismo procedimiento empleado horas antes por el criminal y subir con ayuda de la soga —que aún pendía en el sitio en que el fugitivo la dejara— al lugar donde residía la verdad; la otra solución era un poco más complicada, pero aparecía nimbada de un especial encanto novelesco: la cocina, campestre en su construcción, tenía sobre el hogar una amplia chimenea de campana, por cuya área muy bien podía ascender un cuerpo humano y aun varios, si tenían la precaución de no aglomerarse a la entrada pretendiendo colar todos de una vez. El tubo comunicaba en los dos pisos con sendas aberturas, pertenecientes sin duda a otras tantas chimeneas de salón por donde los representantes de la justicia histórica podrían llegar a presencia de la verdad. ¡Con cuánta razón decía Santo Tomás de Aquino que los senderos de la verdad son difíciles y tortuosos!

    De las dos soluciones, el Juez eligió la última: le pareció la más decorosa, pues aquello de balancearse en una cuerda al aire libre como pudiera hacerlo un reo ahorcado en justo castigo a su perversidad, sobre ser poco serio, requería una cultura jurídica y una fuerza de puños por encima del nivel medio de nuestras clases intelectuales. Cierto que la solución elegida tenía un sabor fumista poco en consonancia con los prestigios de la ley de Enjuiciamiento, pero no son los hombres los que hacen las circunstancias, sino viceversa, y el digno Juez pensó cuerdamente que quizá aquella ascensión que iba a emprender, al ser conocida por el ministro de Gracia y Justicia, le valiese un ascenso en la carrera, que buena falta le estaba haciendo aunque no fuera más que para renovar la provisión de sombreros de copa. ¡Que ascendía era indudable: ahora a un segundo piso, después a una Audiencia territorial!

    Decididos a obrar, no perdieron el tiempo en disquisiciones; se estableció un turno para el ascenso, en el que correspondía el puesto de honor al digno Juez, pero éste se apresuró a renunciar el homenaje:

    —No, no; los últimos serán los primeros, dijo Valarino en su discurso de apertura de los Tribunales. Yo subiré el último.

    Realmente, era poco tentadora la perspectiva de ser el primero en afrontarse con la verdad, que a lo mejor estaría esperando en el piso de arriba con un revólver o con un lazo corredizo, dispuesto —en forma de criminal empedernido— a vender caro su secreto. Organizada la subida comenzó un espectáculo lastimoso: todos aquellos hombres eran tragados por la negra campana de la chimenea, como víctimas de un monstruo voraz que uno a uno iba devorando sus manjares predilectos.

Aquella noche toda la prensa acogió en sus columnas el relato detallado del suceso: «El Misterio de la Casita Roja» ocupaba galeradas enteras en las primeras planas de los rotativos, referido hasta en sus menores detalles.

    ¿Detalles? ¿Pero, quién podía darlos del misterioso e inexplicable suceso? No se sabía nada, y en medio de aquella ignorancia y desorientación cayó como un motivo más de embrollo el resultado de la visita judicial a los pisos superiores de la casa, ¡todos los reporteros lo referían!; llegados —como pudieron— al primer piso, los dignos y arrojados pesquisidores se encontraron unas habitaciones en perfecto orden, unos muebles intactos y unas puertas y balcones sin signo alguno de violencia. Y lo mismo en el segundo piso, última etapa de aquel viaje grotesco por lo que los ingleses llamarían el tubo… Únicamente unas colillas que en su apogeo habrían sido cigarros de cuarenta y cinco, denunciaban el paso de seres humanos por aquella morada del silencio.

    Uno de los balcones —el mismo por donde los guardias habían visto descolgarse al fugitivo— aparecía cerrado por fuera con doble vuelta de llave. Aquello podría ser una clave para un espíritu sagaz, pero no lo fue para ninguno de los presentes, pues aquella tarde a las cinco, el Juzgado seguía empeñado en lograr la captura del autor del crimen de Bellas Vistas.

    ¡Crimen!… Bueno será leer y meditar los siguientes párrafos insertos en las columnas del principal periódico de la noche:

    «…Por esta vez la justicia no ha sabido desde el primer momento encaminarse por una pista segura; dominada por el prejuicio que siempre produce en ánimos vulgares un hombre que huye a través del campo a medianoche, después de haberse descolgado por el balcón de un domicilio que hay que suponer que no sea el suyo, ha creído verse en presencia de un horrible delito. Luego, esa casa sin escalera para comunicar entre sí los distintos pisos, ha alucinado a los dignos funcionarios de Temístocles —el reportero flojeaba algo en su cultura general— con la alucinación que produciría ver un coche sin cochero o una sesión del Ayuntamiento sin insultos entre los concejales más ardientes. El hombre dejándose caer por un balcón ha sugerido la idea del crimen: la casa sin escalera ha hecho nacer la de misterio, y, uniéndolas ambas, tenemos ya un nuevo crimen misterioso para entretenernos hasta que se abran las Cortes o hasta que a la empresa del Español se le ocurra anunciar el estreno de una obra.

    »Sin embargo, bueno será discurrir auxiliándose un poco más de la lógica: en primer lugar, en la casita roja no se ha podido cometer ningún crimen, ningún delito de sangre, por la sencilla razón de que no se ha encontrado en ella cadáver alguno; a no ser que nos arrojemos en brazos del absurdo y admitamos que el criminal se comió los despojos de su víctima; pero en este caso, ¿no es lógico suponer que hubiera dejado los huesos? Esto se hace con las aceitunas, y no va a ser menos un cuerpo humano que una fruta olivera. La hipótesis del robo hay que desecharla igualmente: ¿no está todo intacto en el interior?, ¿hay algún mueble que aparezca violentado? El Juzgado nos ha dicho que no; lo único que falta en la casa es la escalera: ¿habrá sido ella el objeto del robo?

    »Debe pensarse además que el hecho de que un hombre salga por el balcón de una casa cuyos pisos superiores no tienen otro medio de comunicación con la calle, sobre ser un acto perfectamente lógico, es un imperativo categórico de la necesidad: ¿por dónde iba a salir?

    »Pero, ¿por qué huyó? —se nos dirá—; quizás por evitar las molestias de un interrogatorio policíaco; acaso para llegar a tiempo a la última sección de Apolo.

    »A última hora se nos dice que el Juzgado, persistiendo en el error, ha tomado una decisión enérgica; proceder al derribo total del misterioso inmueble para ver si entre sus muros o bajo sus cimientos aparece la escalera perdida o el cadáver de la supuesta víctima.

    »¡Muy bien! Celebraremos que la autoridad encuentre también entre los escombros la cantidad de lógica y de perspicacia que hace falta para lograr el éxito en esta clase de asuntos.»

    No discurría mal el reportero, pero tampoco podía asegurarse que hubiese puesto el dedo en la llaga; la prueba es que a la mañana siguiente…

    Pero no precipitemos los sucesos, como dice Polo y Peyrolón cuando no tiene cosa de más enjundia que decir.

    A la mañana siguiente, muy temprano, un hombre entrado en años presentose en el vestíbulo de la Casa de Canónigos, pretendiendo ver al Juez del distrito de… encargado de instruir el sumario por el suceso de La Casita Roja. Conducido a presencia del funcionario —que en aquel momento se desayunaba con café y leche— desarrollose entre ambos el siguiente diálogo secreto, que, a pesar de serlo, llegó a nuestro conocimiento gracias a un fenómeno telepático que no vamos a explicar ahora.

    —Señor, yo soy ese.

    —¿Quién?

    —El que andan ustedes buscando.

    —¡Buscamos a tantos!

    —El de… la casita roja.

    —¡Qué dice usted!

    El magistrado se puso en pie, teniendo buen cuidado, antes de asirse a la verdad que se le presentaba de improviso, de apurar de un trago el contenido del tazón.

    —¡A ver, a ver!

    —Sí, señor.

    —Espere usted.

    Hizo sonar un timbre, y al ordenanza que se presentó, encargole de llamar a uno de los escribanos.

    —Las cosas hay que hacerlas en forma: no vamos a hablar usted y yo como dos antiguos camaradas de café.

    —Sin embargo, yo le ruego… se trata de un secreto.

    —Por eso he mandado llamar al secretario.

    —Felicito a V. E. por el chiste, pero…

    —¡Silencio!

    Constituido el Juzgado con arreglo a ley, el magistrado preguntó:

    —¿Cómo es su nombre?

    —Olegario Romillo y Trespaderne.

    —¿Edad?

    —Cincuenta y seis años.

    —¿Sabe leer?

    —De día sí, pero en cuanto cae la noche me se ponen así unas cosas por los ojos, que yo no sé si serán debidas a…

    —Ruégole que concrete sus respuestas, si no, no acabaremos nunca. ¡Oficio!

    —Maestro de obras.

    —¿De obras dramáticas?

    —No señor, de albañilería.

    —¡Menos mal!… Bueno: ¿jura usted por Dios decir la verdad en cuanto fuese preguntado?

    —Ya lo creo: diré más de lo que ustedes me pregunten; si he venido a ello precisamente.

    —Pues, responda: ¿qué hacía usted la noche de autos en uno de los balcones del piso segundo de la llamada Casita Roja, situada en el barrio de Bellas Vistas?

    —Tomar el fresco.

    —¿Olvida usted que estamos en febrero?

    —No señor: por eso precisamente; más fácil es tomar el fresco en una madrugada de invierno que en una del mes de agosto. Y eso que en Madrid, las noches de verano suelen ser…

    —¡Basta! Su respuesta toma todos los caracteres de una burla que pudiera costarle cara.

    —¡Por Dios, señor! Yo no he dicho que deliberadamente estuviese tomando el fresco; he afirmado que lo tomaba, y esto ¿quién podrá negarlo?

    —Y ¿cómo y por qué había llegado usted allí?

    —Por el mismo medio que empleé para bajar ante los guardias.

    —¡Ah! ¿Luego confiesa usted el escalo?

    —Pero, es que…

    —Y en despoblado: ya tenemos dos agravantes.

    —¿Y qué culpa tengo yo de que el municipio no se halla cuidado de fomentar la repoblación en aquella barriada donde en mala hora se me ocurrió edificar mi casa?

    —¡Qué dice usted! ¿Su casa?…

    —Sí señor, mi casa: aquí traigo los títulos y documentos que me acreditan como propietario de…

    —¿Una nueva burla?

    —No hay burla, señor, ¡vea, vea si está todo en regla! —dijo, extendiendo sobre la mesa unos papelotes que el juez se apresuró a examinar.

    —Según eso —balbuceó el digno magistrado, después de unos minutos de vacilación— salía usted de su casa cuando fue sorprendido por la pareja.

    —Naturalmente: la casita roja es mi casa, y desde este momento la pongo a disposición de V. E., por si gusta pasar en ella los meses del verano; es bastante fresca, aunque me esté mal el decirlo…

    —Bueno, bueno, ya hablaremos de eso a la conclusión del sumario; ahora, ya que es usted el propietario y como tal debe conocer en sus detalles los secretos del dichoso inmueble, ¿quiere usted explicarnos el misterio de él?

    —Si no hay misterio, señor.

    —Hombre, una casa sin escalera…

    —¡Ah! Ese era mi secreto, mi tremendo secreto: ¡y si viera V. E. con cuánta pena digo era! Yo me había propuesto callar a pesar de todo, pero cuando anoche leí en la prensa que habían ustedes tomado la determinación de echar al suelo aquellos muros, de convertir en escombros aquellas paredes, yo a mi vez tomé la determinación de dar el paso que acabo de dar y contárselo todo a V. E. para remediar así la ruina de mi finca.

    —Pues, cuente usted.

    —Yo, señor, llevo treinta años ejerciendo en Madrid mi oficio de maestro de obras, con el cual —y claro es que confío en que esto quedará entre nosotros— he ganado muy buenos cuartejos; tengo fama de hábil entre el gremio, y mi abundante parroquia deposita en mí toda su confianza cuando se trata de echar una chapuza, o de reforzar el tabique que separa los dormitorios de dos recién casados. He realizado obras importantes, algunas de gran interés ornamental para la villa; ahí está el puente de Segovia que no me dejará mentir y a quien hube de poner tres bolas de repuesto, pues las primitivas habían sido arrastradas por la corriente en un día de inundación devastadora; una de las casillas del resguardo en el extrarradio de las Delicias —conforme se entra el matute a mano izquierda— es también obra mía y de mis peones, y ella me ha dado más fama entre la gente del oficio que el Escorial diera a Herrera y la fuente de la Teja a… su constructor, que no recuerdo si fue Sabatini o Marco Aurelio. Un día, cansado de hacer casas para los demás, decidí construirme una: la cosa era justa; sin auxiliarme para nada del arquitecto, yo mismo la planeé, dirigí hasta en sus menores detalles la construcción… y así nació la Casita Roja. Pero me esperaba un tremendo desengaño: el día en que íbamos a dar por terminada la labor de albañilería, cuando íbamos a clavar en el alero del tejado el banderín simbólico, y la casa, libre del andamiaje, iba a dar sus primeros pasos como un niño a quien quitan los andadores —perdone V. E. esta figura retórica en gracia a la emoción del recuerdo— el primer oficial y yo hicimos un descubrimiento espeluznante después de dar vueltas por todos los pisos, como locos, durante una hora: ¡el edificio no tenía escalera! Al planearlo me había yo olvidado de este pequeño detalle, y el inmueble se había acercado al cielo sin comunicación alguna por el interior. ¿Comprende el señor Juez la vergüenza y el bochorno que se apoderó de mí al darme cuenta del hecho? Era mi derrota como constructor, era la befa y el escarnio de los compañeros de gremio si se enteraban de la plancha del Sr. Olegario; era la pérdida completa de la parroquia que ya no querría poner sus fincas en manos de quien al hacerse la suya se había olvidado —¡amnesia befarda!— de que los hombres no son pájaros, aunque sean maestros de obra?… Ahora, fácil le será a V. E. adivinar el resto: decidí guardar de todos el secreto; solo, completamente solo, fuime a vivir a mi nueva casa, ¡yo era mi cocinera, mi criado, todo!, ¡que no entrara allí nadie!, ese era mi lema; ¡que nadie pudiese ver por sus ojos el tremendo testimonio de mi estupidez! Y cuando era yo el que tenía que entrar o salir, lo hacía aprovechando las horas de la medianoche, y en la forma algo rocambolesca que los dignos guardias se dieron el gustazo de sorprender… Ahora si V. E. cree que merezco el presidio, y que la Casita Roja debe venir a tierra para castigar así la imbecilidad del que la construyera, hágalo V. E. en buena hora: yo acato gustoso el fallo de la Justicia.

    Al terminar su racconto, el Sr. Olegario lloraba; preso de violentas convulsiones, dejose caer sobre un montón de causas falladas y de piezas de convicción que había a uno de los lados de la estancia.

    …El Juez y el escribano, mudos y absortos, se miraban, sintiendo en la atmósfera el paso del fantasma de la verdad.

    Tres días después se dio por concluso el sumario, saliendo de él inmaculada la honra y la libertad de Olegario Romillo y Trespacierne; y dos meses más tarde dicho señor invitaba a todas sus amistades a un Valdepeñas de honor en los salones de La Casita Roja, donde el hábil maestro de obras —derribando tabiques y haciendo desaparecer habitaciones— había construido una magnífica escalera de honor digna de un palacio del Pritaneo. Casi toda la casa era escalera a la sazón: el dueño de la finca enseñaba su obra a los invitados, con orgullo de buey–padre.

 

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