J O S É
J O A Q U Í N
F E R N Á N D E Z
DE LIZARDI
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VIDA Y HECHOS DE PERIQUILLO SARMIENTO (ESCRITA POR ÉL PARA SUS HIJOS) |
Capítulo IComienza Periquillo escribiendo el motivo que tuvo para dejar a sus hijos estos cuadernos, y da razón de sus padres, patria, nacimiento y demás ocurrencias de su infancia
ostrado en una cama muchos meses hace, batallando con los médicos y enfermedades, y esperando con resignación el día en que, cumplido el orden de la Divina Providencia, hayáis de cerrar mis ojos, queridos hijos míos, he pensado dejaros escritos los nada raros sucesos de mi vida, para que os sepáis guardar y precaver de muchos de los peligros que amenazan, y aun lastiman al hombre en el discurso de sus días. Deseo que en esta lectura aprendáis a desechar muchos errores que notaréis admitidos por mí y por otros, y que, prevenidos con mis lecciones, no os expongáis a sufrir los malos tratamientos que yo he sufrido por mi culpa; satisfechos de que mejor es aprovechar el desengaño en las cabezas ajenas que en la propia. Os suplico encarecidamente que no os escandalicéis con los extravíos de mi mocedad, que os contaré sin rebozo, y con bastante confusión; pues mi deseo es instruiros y alejaros de los escollos donde tantas veces se estrelló mi juventud, y a cuyo mismo peligro quedáis expuestos. No creáis que la lectura de mi vida os será demasiado fastidiosa, pues como yo sé bien que la variedad deleita el entendimiento, procuraré evitar aquella monotonía o igualdad de estilo, que regularmente enfada a los lectores. Así es, que unas veces me advertiréis tan serio y sentencioso como un Catón, y otras tan trivial y bufón como un Bertoldo. Ya leeréis en mis discursos, retazos de erudición y rasgos de elocuencia; y ya veréis seguido un estilo popular mezclado con los refranes y paparruchadas del vulgo. También os prometo que todo esto será sin afectación ni pedantismo, sino según me ocurra a la memoria, de donde pasará luego al papel, cuyo método me parece el más análogo con nuestra natural veleidad. Últimamente, os mando y encargo que estos cuadernos no salgan de vuestras manos, porque no se hagan el objeto de la maledicencia, de los necios o de los inmorales; pero si tenéis la debilidad de prestarlos alguna vez, os suplico no los prestéis a esos señores, ni a las viejas hipócritas, ni a los curas interesables, y que saben hacer negocio con sus feligreses vivos y muertos, ni a los médicos y abogados chapuceros, ni a los escribanos, agentes, relatores y procuradores ladrones, ni a los comerciantes usureros, ni a los albaceas herederos, ni a los padres y madres indolentes en la educación de su familia, ni a las beatas necias y supersticiosas, ni a los jueces venales, ni a los corchetes pícaros, ni a los alcaides tiranos, ni a los poetas y escritores remendones como yo, ni a los oficiales de la guerra y soldados fanfarrones y hazañeros, ni a los ricos avaros, necios, soberbios y tiranos de los hombres, ni a los pobres que lo son por flojera, inutilidad o mala conducta, ni a los mendigos fingidos; ni los prestéis tampoco a las muchachas que se alquilan, ni a las mozas que se corren, ni a las viejas que se afeitan, ni... pero va larga esta lista. Basta deciros que no los prestéis ni por un minuto a ninguno de cuantos advirtiereis que les tocan las generales en lo que leyeren; pues sin embargo de lo que asiento en mi prólogo, al momento que vean sus interiores retratados por mi pluma, y al punto que lean alguna opinión que para ellos sea nueva o no conforme con sus extraviadas o depravadas ideas, a ese mismo instante me calificarán de un necio, harán que se escandalizan de mis discursos, y aun habrá quien pretenda quizá que soy hereje, y tratará de delatarme por tal, aunque ya esté convertido en polvo. ¡Tanta es la fuerza de la malicia, de la preocupación o la ignorancia! Por tanto, o leed para vosotros solos mis cuadernos, o en caso de prestarlos sea únicamente a los verdaderos hombres de bien, pues éstos, aunque como frágiles yerren o hayan errado, conocerán el peso de la verdad sin darse por agraviados, advirtiendo que no hablo con ninguno determinadamente, sino con todos los que traspasan los límites de la justicia; mas a los primeros (si al fin leyeren mi obra) cuando se incomoden o se burlen de ella, podréis decirles, con satisfacción de que quedarán corridos: «¿De qué te alteras? ¿Qué mofas, si con distinto nombre de ti habla la vida de este hombre desreglado?» Hijos míos, después de mi muerte leeréis por primera vez estos escritos. Dirigid entonces vuestros votos por mí al trono de las misericordias; escarmentad en mis locuras; no os dejéis seducir por las falsedades de los hombres; aprended las máximas que os enseño, acordándoos que las aprendí a costa de muy dolorosas experiencias; jamás alabéis mi obra, pues ha tenido más parte en ella el deseo de aprovecharos; y empapados en estas consideraciones, comenzad a leer. Mi patria, padres, nacimiento y primera educación Nací en México, capital de la América Septentrional, en la Nueva-España. Ningunos elogios serían bastantes en mi boca para dedicarlos a mi cara patria; pero, por serlo, ningunos más sospechosos. Los que la habitan y los extranjeros que la han visto, pueden hacer su panegírico más creíble, pues no tienen el estorbo de la parcialidad, cuyo lente de aumento puede a veces disfrazar los defectos, o poner en grande las ventajas de la patria aun a los mismos naturales; y así, dejando la descripción de México para los curiosos imparciales, digo: que nací en esta rica y populosa ciudad por los años de 1771 a 73 de unos padres no opulentos, pero no constituidos en la miseria; al mismo tiempo que eran de una limpia sangre, la hacían lucir y conocer por su virtud. ¡Oh, si siempre los hijos siguieran constantemente los buenos ejemplos de sus padres! Luego que nací, después de las lavadas y demás diligencias de aquella hora, mis tías, mis abuelas y otras viejas del antiguo cuño querían amarrarme las manos, y fajarme o liarme como un cohete, alegando que si me las dejaban sueltas, estaba yo propenso a ser muy manilargo de grande, y por último, y como la razón de más peso y el argumento más incontrastable, decían que éste era el modo con que a ellas las habían criado, y que por tanto, era el mejor y el que se debía seguir como más seguro, sin meterse a disputar para nada del asunto; porque los viejos eran en todo más sabios que los del día, y pues ellos amarraban las manos a sus hijos, se debía seguir su ejemplo a ojos cerrados. A seguida, sacaron de un canastito una cincha de listón que llamaban faja de dijes, guarnecida con manitas de azabache, el ojo del venado, colmillo de caimán, y otras baratijas de esta clase, dizque para engalanarme con estas reliquias del supersticioso paganismo el mismo día que se había señalado para que en boca de mis padrinos fuera yo a profesar la fe y santa religión de Jesucristo. ¡Válgame Dios cuánto tuvo mi padre que batallar con las preocupaciones de las benditas viejas! ¡Cuánta saliva no gastó para hacerles ver que era una quimera y un absurdo pernicioso el liar y atar las manos a las criaturas! ¡Y qué trabajo no lo costó persuadir a estas ancianas inocentes a que el azabache, el hueso, la piedra, ni otros amuletos de esta ni ninguna clase, no tienen virtud alguna contra el aire, rabia, mal de ojo, y semejantes faramallas! Así me lo contó su merced muchas veces, como también el triunfo que logró de todas ellas, que a fuerza o de grado accedieron a no aprisionarme, a no adornarme sino con un rosario, la santa cruz, un relicario y los cuatro evangelios, y luego se trató de bautizarme. Mis padres ya habían citado los padrinos, y no pobres, sencillamente persuadidos a que en el caso de orfandad me servirían de apoyo. Tenían los pobres viejos menos conocimiento de mundo que el que yo he adquirido, pues tengo muy profunda experiencia de que los más de los padrinos no saben las obligaciones que contraen respecto de los ahijados, y así creen que hacen mucho con darles medio real cuando los ven, y si sus padres mueren, se acuerdan de ellos como si nunca los hubieran visto. Bien es verdad, que hay algunos padrinos que cumplen con su obligación exactamente, y aun se anticipan a sus propios padres en proteger y educar a sus ahijados. ¡Gloria eterna a semejantes padrinos! En efecto, los míos ricos me sirvieron tanto como si jamás me hubieran visto; bastante motivo para que no me vuelva a acordar de ellos. Ciertamente que fueron tan mezquinos, indolentes y mentecatos, que por lo que toca a lo poco o nada que les debí ni de chico ni de grande, parece que mis padres los fueron a escoger de los más miserables del hospicio de pobres. Reniego de semejantes padrinos, y más reniego de los padres que haciendo comercio del Sacramento del Bautismo, no solicitan padrinos virtuosos y honrados, sino que posponen éstos a los compadres ricos o de rango, o ya por el rastrero interés de que les den alguna friolera a la hora del bautismo, o ya neciamente confiados en que quizá, pues, por una contingencia o extravagancia del orden o desorden común, serán útiles a sus hijos después de sus días. Perdonad, pedazos míos, estas digresiones que rebozan naturalmente de mi pluma, y no serán muy de tarde en tarde en el discurso de mi obra. Bautizáronme, por fin, y pusiéronme por nombre Pedro, llevando después, como es uso, al apellido de mi padre, que era Sarniento. Mi madre era bonita, y mi padre la amaba con extremo; con esto, y con la persuasión de mis discretas tías, se determinó nemine discrepante, a darme nodriza o chichigua como acá decimos. ¡Ay hijos! Si os casareis algún día y tuviereis sucesión, no la encomendéis a los cuidados mercenarios de esta clase de gentes; lo uno, porque regularmente son abandonadas, y al menor descuido son causa de que se enfermen los niños; pues como no los aman, y sólo los alimentan por su mercenario interés, no se guardan de hacer cóleras, de comer mil cosas que dañan su salud, y de consiguiente la de las criaturas que se les confían, ni de cometer otros excesos perjudiciales, que no digo por no ofender vuestra modestia; y lo otro, porque es una cosa que escandaliza a la naturaleza que una madre racional haga lo que no hace una burra, una gata, una perra, ni ninguna hembra puramente animal y destituida de razón. ¿Cuál de éstas fía el cuidado de sus hijos a otro bruto, ni aun al hombre mismo? ¿Y el hombre dotado de razón ha de atropellar las leyes de la naturaleza, y abandonar a sus hijos en los brazos alquilados de cualquiera india, negra o blanca, sana o enferma, de buenas o depravadas costumbres, puesto que en teniendo leche, de nada más se informan los padres, con escándalo de la perra, de la gata, de la burra y de todas las madres irracionales? ¡Ah! Si estas pobres criaturas de quienes hablo tuvieran sindéresis, al instante que se vieran las inocentes abandonadas de sus madres, cómo dirían llenas de dolor y entusiasmo: mujeres crueles, ¿por qué tenéis el descaro y la insolencia de llamaros madres? ¿Conocéis acaso la alta dignidad de una madre? ¿Sabéis las señales que la caracterizan? ¿Habéis atendido alguna vez a los afanes que le cuesta a una gallina la conservación de sus pollitos? ¡Ah! No. Vosotras nos concebisteis por apetito, nos paristeis por necesidad, nos llamáis hijos por costumbre, nos acariciáis tal cual vez por cumplimiento, y nos abandonáis por un demasiado amor propio o por una execrable lujuria. Sí, nos avergonzamos de decirlo; pero señalad con verdad, si os atrevéis, la causa porque os somos fastidiosos. A excepción de un caso gravísimo en que se interese vuestra salud, y cuya certidumbre es preciso que la autorice un médico sabio, virtuoso y no forjado a vuestro gusto, decidnos: ¿os mueven a este abandono otros motivos más paliados que el de no enfermaros y aniquilar vuestra hermosura? Ciertamente no son otros vuestros criminales pretextos, madres crueles, indignas de tan amable nombre; ya conocemos el amor que nos tenéis, ya sabemos que nos sufristeis en vuestro vientre por la fuerza, y ya nos juzgamos desobligados del precepto de la gratitud; pues apenas podéis, nos arrojáis en los brazos de una extraña, cosa que no hace el bruto más atroz. Así se produjeran estos pobrecillos si tuvieran expeditos los usos de la razón y de la lengua. Quedé, pues, encomendado al cuidado o descuido de mi chichigua, quien seguramente carecía de buen natural, esto es, de un espíritu bien formado; porque si es cierto que los primeros alimentos que nos nutren, nos hacen adquirir alguna propiedad de quien nos los ministra, de suerte que el niño a quien ha criado una cabra no será mucho que salga demasiado travieso y saltador como se ha visto; si es cierto esto, digo: que mi primera nodriza era de un genio maldito, según que yo salí de mal intencionado, y mucho más cuando no fue una sola la que me dio sus pechos, sino hoy una, mañana otra, pasado mañana otra, y todas, o las más, a cual peores; porque la que no era borracha, era golosa; la que no era golosa, estaba gálica; la que no tenía este mal, tenía otro; y la que estaba sana, de repente resultaba en cinta; y esto era por lo que toca a las enfermedades del cuerpo, que por lo que toca a las del espíritu, rara sería la que estaría aliviada. Si las madres advirtieran, a lo menos, estas resultas de su abandono, quizá no fueran tan indolentes con sus hijos. No sólo consiguieron mis padres hacerme un mal genio con su abandono, sino también enfermizo con su cuidado. Mis nodrizas comenzaron a debilitar mi salud, y hacerme resabido, soberbio e impertinente con sus desarreglos y descuidos, y mis padres la acabaron de destruir con su prolijo y mal entendido cuidado y cariño; porque luego que me quitaron el pecho, que no costó poco trabajo, se trató de criarme demasiado regalón y delicado; pero siempre sin dirección ni tino. Es menester que sepáis, hijos míos, (por si no os lo he dicho) que mi padre era de mucho juicio, nada vulgar, y por lo mismo se oponía a todas las candideces de mi madre; pero algunas veces, por no decir las más, flaqueaba en cuanto la veía afligirse o incomodarse demasiado, y ésta fue la causa porque yo me crié entre bien y mal, no sólo con perjuicio de mi educación moral, sino también de mi constitución física. Bastaba que yo manifestara deseo de alguna cosa para que mi madre hiciera por ponérmela en las manos, aunque fuera injustamente. Supongamos: quería yo su rosario, el dedal con que cosía, un dulcecito que otro niño de casa tuviera en la mano, o cosa semejante, se me había de dar en el instante, y cuenta como se me negaba, porque aturdía yo el barrio a gritos; y como me enseñaron a darme cuanto gusto quería porque no llorara, yo lloraba por cuanto se me antojaba para que se me diera pronto. Si alguna criada me incomodaba, hacía mi madre que la castigaba, como para satisfacerme, y esto no era otra cosa que enseñarme a soberbio y vengativo. Me daban de comer cuanto quería, indistintamente a todas horas, sin orden ni regla en la cantidad y calidad de los alimentos, y con tan bonito método lograron verme dentro de pocos meses cursiento, barrigón y descolorido. Yo, a más de esto, dormía hasta las quinientas, y cuando me despertaban, me vestían y envolvían como un tamal de pies a cabeza; de manera que, según me contaron, yo jamás me levantaba de la cama sin zapatos, ni salía del jonuco sin la cabeza entrapajada. A más de esto, aunque mis padres eran pobres, no tanto que carecieran de proporciones para no tener sus vidrieritas; teníanlas en efecto, y yo no era dueño de salir al corredor o al balcón sino por un raro accidente, y eso ya entrado el día. Me economizaban los baños terriblemente, y cuando me bañaban por campanada de vacante, era en la recámara muy abrigada y con una agua bien caliente. De esta suerte fue mi primera educación física; ¿y qué podía resultar de la observancia de tantas preocupaciones juntas, sino el criarme demasiado débil y enfermizo? Como jamás, o pocas veces me franqueaban el aire, ni mi cuerpo estaba acostumbrado a recibir sus saludables impresiones, al menor descuido las extrañaba mi naturaleza, y ya a los dos y tres años padecía catarros y constipados con frecuencia, lo que me hizo medio raquítico. ¡Ah!, no saben las madres el daño que hacen a sus hijos con semejante método de vida. Se debe acostumbrar a los niños a comer lo menos que puedan, y alimentos de fácil digestión proporcionados a la tierna elasticidad de sus estómagos; deben familiarizarlos con el aire y demás intemperies, hacerlos levantar a una hora regular, andar descalzos, con la cabeza sin pañuelos ni aforros, vestir sin ligaduras para que sus fluidos corran sin embarazo, dejarlos travesear cuanto quieran, y siempre que se pueda al aire fresco, para que se agiliten y robustezcan sus nerviecillos, y por fin, hacerlos bañar con frecuencia, y si es posible en agua fría, o cuando no, tibia o quebrantada, como dicen. Es increíble el beneficio que resultaría a los niños con este plan de vida. Todos los médicos sabios lo encargan, y en México ya lo vemos observado por muchos señores de proporciones y despreocupados, y ya notamos en las calles multitud de niños de ambos sexos vestidos muy sencillamente, con sus cabecitas al aire, y sin más abrigo en las piernas que el túnico o pantaloncito flojo. ¡Quiera Dios que se haga general esta moda para que las criaturas logren ser hombres robustos, y útiles por esta parte a la sociedad! Otra candidez tuvo la pobrecita de mi madre, y fue llenarme la fantasía de cocos, viejos ymacacos, con cuyos extravagantes nombres me intimidaba cuando estaba enojada y yo no quería callar, dormir o cosa semejante. Esta corruptela me formó un espíritu cobarde y afeminado, de manera que aun ya de ocho o diez años, yo no podía oír un ruidito a media noche sin espantarme, ni ver un bulto que no distinguiera, ni un entierro, ni entrar en un cuarto oscuro, porque todo me llenaba de pavor; y aunque no creía entonces en el coco, pero sí estaba persuadido de que los muertos se aparecían a los vivos cada rato, que los diablos salían a rasguñarnos y apretarnos el pescuezo con la cola cada vez que estaban para ello, que había bultos que se nos echaban encima, que andaban las ánimas en penas mendigando nuestros sufragios, y creía otras majaderías de esta clase, más que los artículos de la fe. ¡Gracias a un puñado de viejas necias que o ya en clase de criadas o de visitas procuraban entretener al niño con cuentos de sus espantos, visiones y apariciones intolerables! ¡Ah, qué daño me hicieron estas viejas! ¡De cuántas supersticiones llenaron mi cabeza! ¡Qué concepto tan injurioso formé entonces de la divinidad, y cuán ventajoso y respetable hacia los diablos y los muertos! Si os casareis, hijos míos, no permitáis a los vuestros que se familiaricen con estas viejas supersticiosas, a quienes yo vea quemadas con todas sus fábulas y embelecos en mis días; ni les permitáis tampoco las pláticas y sociedades con gente idiota, pues lejos de enseñarles alguna cosa de provecho, los imbuirán, en mil errores y necedades que se pegan a nuestra imaginación más que unas garrapatas, pues en la edad pueril aprenden los niños lo bueno y lo malo con la mayor tenacidad, y en la adulta, tal vez no bastan ni los libros ni los sabios para desimpresionarlos de aquellos primeros errores con que se nutrió su espíritu. De aquí proviene que todos los días vemos hombres en quienes respetamos alguna autoridad o carácter, y en quienes reconocemos bastante talento y estudio; y sin embargo los notamos caprichosamente adheridos a ciertas vulgaridades ridículas, y lo peor es que están más aferrados a ellas que el codicioso Creso a sus tesoros; y así suelen morir abrazados con sus envejecidas ignorancias; siendo esto como natural, pues como dijo Horacio: la vasija guarda por mucho tiempo el olor del primer aroma en que se infurtió cuando nueva. Mi padre era, como he dicho, un hombre muy juicioso y muy prudente; siempre se incomodaba con estas boberías; era demasiadamente opuesto a ellas; pero amaba a mi madre con extremo, y este excesivo amor era causa de que por no darle pesadumbre, sufriera y tolerara, a su pesar, casi todas sus extravagantes ideas, y permitiera, sin mala intención, que mi madre y mis tías se conjuraran en mi daño. ¡Válgame Dios, y qué consentido y mal criado me educaron! ¿A mí negarme lo que pedía, aunque fuera una cosa ilícita en mi edad o perniciosa a mi salud? Era imposible. ¿Reñirme por mis primeras groserías? De ningún modo. ¿Refrenar los ímpetus primeros de mis pasiones? Nunca. Todo lo contrario. Mis venganzas, mis glotonerías, mis necedades y todas mis boberas pasaban por gracias propias de la edad, como si la edad primera no fuera la más propia para imprimirnos las ideas de la virtud y del honor. Todos disculpaban mis extravíos y canonizaban mis toscos errores con la antigua y mal repetida cantinela de déjelo usted, es niño, es propio de su edad, no sabe lo que hace, ¿cómo ha de comenzar por donde nosotros acabamos? y otras tonteras de este jaez, con cuyas indulgencias se pervertía más mi madre, y mi padre tenía que ceder a su impertinente cariño. ¡Qué mal hacen los hombres que se dejan dominar de sus mujeres, acerca de la crianza o educación de sus hijos! Finalmente, así viví en mi casa los seis años primeros que vi el mundo. Es decir, viví como un mero animal, sin saber lo que me importaba saber, y no ignorando mucho de lo que me convenía ignorar. Llegó por fin el plazo de separarme de casa por algunos ratos, quiero decir: me pusieron en la escuela, y en ella ni logré saber lo que debía, y supe, como siempre, lo que nunca había de haber sabido, y todo esto por la irreflexiva disposición de mi querida madre; pero los acaecimientos de esta época os los escribiré en el capítulo siguiente. |
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Capítulo II
En el que Periquillo da razón de su ingreso a la escuela, los progresos que hizo en ella, y otras particularidades que sabrá el que las leyere, las oyere leer, o las preguntare
izo sus mohínas mi padre, sus pucheritos mi madre, y yo un montón de alharacas, y berrinches revueltos con mil lágrimas y gritos; pero nada valió para que mi padre revocara su decreto. Me encajaron en la escuela mal de mi grado. El maestro era muy hombre de bien; pero no tenía los requisitos necesarios para el caso. En primer lugar era un pobre, y emprendió este ejercicio por mera necesidad, y sin consultar su inclinación y habilidad; no era mucho que estuviera disgustado como estaba, y aun avergonzado en el destino. Los hombres creen (no sé por qué) que los muchachos por serlo, no se entretienen en escuchar sus conversaciones ni las comprenden; y fiados en este error, no se cuidan de hablar delante de ellos muchas cosas que alguna vez les salen a la cara, y entonces conocen que los niños son muy curiosos, y observativos. Yo era uno de tantos, y cumplía con mis deberes exactamente. Me sentaba mi maestro junto a sí, ya por especial recomendación de mi padre, o ya porque era yo el más bien tratadito de ropa que había entre sus alumnos. No sé que tiene un buen exterior que se respeta hasta en los muchachos. Con esta inmediación a su persona no perdía yo palabra de cuantas profería con sus amigos. Una vez le oí decir platicando con uno de ellos: «sólo la maldita pobreza me puede haber metido a escuelero; ya no tengo vida con tanto muchacho condenado; ¡qué traviesos que son y qué tontos! Por más que hago, no puedo ver uno aprovechado. ¡Ah, fucha en el oficio tan maldito! ¡Sobre que ser maestro de escuela es la última droga que nos puede hacer el diablo!...» Así se producía mi buen maestro, y por sus palabras conoceréis el candor de su corazón, su poco talento y el concepto tan vil que tenía formado de un ejercicio tan noble y recomendable por sí mismo, pues el enseñar y dirigir la juventud es un cargo de muy alta dignidad, y por eso los reyes y los gobiernos han colmado de honores y privilegios a los sabios profesores; pero mi pobre maestro ignoraba todo esto, y así no era mucho que formara tan vil concepto de una tan honrada profesión. En segundo lugar, carecía, como dije, de disposición para ella, o de lo que se dice genio. Tenía un corazón muy sensible, le era repugnante el afligir a nadie, y este suave carácter lo hacía ser demasiado indulgente con sus discípulos. Rara vez les reñía con aspereza, y más rara los castigaba. La palmeta y disciplina tenían poco que hacer por su dictamen; con esto los muchachos estaban en sus glorias, y yo entre ellos, porque hacíamos lo que se nos antojaba impunemente. Ya ustedes verán, hijos míos, que este hombre, aunque bueno de por sí, era malísimo para maestro y padre de familias; pues así como no se debe andar todo el día sobre los niños con el azote en la mano como cómitre de presidio, así tampoco se les debe levantar del todo. Bueno es que el castigo sea de tarde en tarde, que sea moderado, que no tenga visos de venganza, que sea proporcionado al delito, y siempre después de haber probado todos los medios de la suavidad y la dulzura para la enmienda; pero si éstos no valen, es muy bueno usar del rigor según la edad, la malicia y condición del niño. No digo que los padres y maestros sean unos tiranos, pero tampoco unos apoyos o consentidores de sus hijos o encargados. Platón decía, que no siempre se han de refrenar las pasiones de los niños con la severidad, ni siempre se han de acostumbrar a los mimos y caricias. La prudencia consiste en poner medio entre los extremos. Por otra parte, mi maestro carecía de toda la habilidad que se requiere para desempeñar este título. Sabía leer y escribir, cuando más, para entender y darse a entender; pero no para enseñar. No todos los que leen saben leer. Hay muchos modos de leer, según los estilos de las escrituras. No se han de leer las oraciones de Cicerón como los anales de Tácito, ni el panegírico de Plinio como las comedias de Moreto. Quiero decir, que el que lee debe saber distinguir los estilos en que se escribe, para animar con su tono la lectura, y entonces manifestará que entiende lo que lee, y que sabe leer. Muchos creen que leer bien consiste en leer aprisa, y con tal método hablan mil disparates. Otros piensan (y son los más) que en leyendo conforme a la ortografía con que se escribe, quedan perfectamente. Otros leen así, pero escuchándose y con tal pausa, que molestan a los que los atienden. Otros por fin, leen todo género de escritos con mucha afectación, pero con cierta monotonía o igualdad de tono que fastidia. Éstos son los modos más comunes de leer, y vosotros iréis experimentandomi verdad, y veréis que no son los buenos lectores tan comunes como parece. Cuando oyereis a uno que lee un sermón como quien predica, una historia como quien refiere, una comedia como quien representa, etc., de suerte que si cerráis los ojos os parece que estáis oyendo a un orador en el púlpito, a un individuo en un estrado, a un cómico en un teatro, etc., decid: éste sí lee bien; mas si escucháis a uno que lee con sonsonete, o mascando las palabras, o atropellando los renglones, o con una misma modulación de voz; de manera que lo mismo lea Las noches de Young que el todo fiel cristiano del catecismo, decid sin el menor escrúpulo, Fulano no sabe leer, como lo digo ahora de mi primer maestro. Ya se ve, era de los que deletreaban c, a, ca; c, e, que; c, i, qui, etc., ¿qué se podía esperar? Y si esto era por lo tocante a leer, por lo que respecta a escribir, ¿qué tal sería? Tantito peor, y no podía ser de otra suerte; porque sobre cimientos falsos no se levantan jamás fábricas firmes. Es verdad que tenía su tintura en aquella parte de la escritura que se llama calografía; porque lo que eran trazos, finales, perfiles, distancias, proporciones, etc., en una palabra, pintaba muy bonitas letras; pero en esto de ortografía no había nada. Él adornaba sus escritos con puntos, comas, interrogaciones y demás señales de éstas; mas sin orden, método, ni instrucción; con esto salían algunas cosas suyas tan ridículas, que mejor le hubiera sido no haberlas puesto ni una coma. El que se mete a hacer lo que no entiende, acertará una vez, como el burro que tocó la flauta por casualidad; pero las más ocasiones echará a perder todo lo que haga, como le sucedía a mi maestro en ese particular, que donde había de poner dos puntos ponía coma; en donde ésta tenía lugar, la omitía; y donde debía poner dos puntos, solía poner punto final; razón clara para conocer desde luego que erraba cuanto escribía; y no hubiera sido lo peor que sólo hubieran resultado disparates ridículos de su maldita puntuación; pero algunas veces salían unas blasfemias escandalosas. Tenía una hermosa imagen de la Concepción, y le puso al pie una redondilla que desde luego debía decir así: Pues del Padre celestial fue María la Hija querida, ¿no había de ser concebida sin pecado original? Pero el infeliz hombre erró de medio a medio la colocación de los caracteres ortográficos, según que lo tenía de costumbre, y escribió un desatino endemoniado y digno de una mordaza, si lo hubiera hecho con la más leve advertencia, porque puso: ¿Pues del Padre celestial fue María la Hija querida? No, había de ser concebida sin pecado original. Ya ven ustedes qué expuesto está a escribir mil desatinos el que carece de instrucción en la ortografía, y cuán necesario es que en este punto no os descuidéis con vuestros hijos. Es una lástima la poca aplicación que se nota sobre este ramo en nuestro reino. No se ven sino mil groseros barbarismos todos los días escritos públicamente en las velerías, chocolaterías, estanquillos, papeles de las esquinas, y aun en el cartel del coliseo. Es corriente ver una mayúscula entremetida en la mitad de un nombre o verbo, unas letras por otras, etc. Como (verbigracia) ChocolaTería famosa, Rial estanquiyo de puros y cigaros, El Barbero de Cebilla, La Horgullosa, El Sebero Dictador, y otras impropiedades de este tamaño, que no sólo manifiestan de a legua la ignorancia de los escribientes, sino lo abandonado de la policía de la capital en esta parte. ¿Qué juicio tan mezquino formará un extranjero de nuestra ilustración cuando vea semejantes despilfarros escritos y consentidos públicamente, no ya en un pueblo, sino nada menos que en México, en la capital de las Indias Septentrionales, y a vista y paciencia de tanta respetable autoridad, y de un número de sabios tan acreditados en todas facultades? ¿Qué ha de decir, ni qué concepto ha de formar, sino de que el común del pueblo (y eso si piensa con equidad) es de lo más vulgar e ignorante, y que está enteramente desatendido el cuidado de su ilustración por aquellos a quienes está confiada? Sería de desear que no se permitiera escribir estos públicos barbarismos que contribuyen no poco a desacreditarnos. Pues aún no es esto todo lo malo que hay en el particular, porque es una lástima ver que este defecto de ortografía se extiende a muchas personas de fina educación, de talentos no vulgares, y que tal vez han pasado su juventud en los colegios y universidades, de manera que no es muy raro oír un bello discurso a un orador, y notar en este mismo discurso escrito por su mano, sesenta mil defectos ortográficos; y a mí me parece que esta falta se debe atribuir a los maestros de primeras letras, que o miran este punto tan principal de la escritura como mera curiosidad, o como requisito no necesario, y por eso se descuidan de enseñarlo a sus discípulos, o enteramente lo ignoran, como mi maestro, y así no lo pueden enseñar. Ya ustedes verán ¿qué aprendería yo con un maestro tan hábil? Nada seguramente. Un año estuve en su compañía, y en él supe leer de corrido, según decía mi cándido preceptor, aunque yo leía hasta galopado; porque como él no reparaba en niñerías de enseñarnos a leer con puntuación, saltábamos nosotros los puntos, paréntesis, admiraciones y demás cositas de estas con más ligereza que un gato; y esto nos celebraban mi maestro y otros sus iguales. También olvidé en pocos días aquellas tales cuales máximas de buena crianza que mi padre me había enseñado en medio del consentimiento de mi madre; pero en cambio de lo poco que olvidé, aprendí otras cosillas de gusto, como (verbigracia) ser desvergonzado, mal criado, pleitista, tracalero, hablador y jugadorcillo. La tal escuela era, a más de pobre, mal dirigida; con esto sólo la cursaban los muchachos ordinarios, con cuya compañía y ejemplo, ayudado del abandono de mi maestro y de mi buena disposición para lo malo, salí aprovechadísimo en las gracias que os he dicho. Una de ellas fue el acostumbrarme a poner malos nombres, no sólo a los muchachos mis condiscípulos, sino a cuantos conocidos tenía por mi barrio, sin exceptuar a los viejos más respetables. ¡Costumbre o corruptela indigna de toda gente bien nacida!, pero vicio casi generalmente introducido en las más escuelas, en los colegios, cuarteles y otras casas de comunidad; y vicio tan común en los pueblos, que nadie se libra de llevar su mal nombre a retaguardia. En mi escuela se nos olvidaban nuestros nombres propios por llamarnos con los injuriosos que nos poníamos. Uno se conocía por el tuerto, otro por el corcovado, éste por el lagañoso, aquél por el roto. Quien había que entendía muy bien por loco, quien por burro, quien por guajolote, y así todos. Entre tantos padrinos no me podía yo quedar sin mi pronombre. Tenía cuando fui a la escuela una chupita verde y calzón amarillo. Estos colores, y el llamarme mi maestro algunas veces por cariño Pedrillo, facilitaron a mis amigos mi mal nombre, que fue Periquillo; pero me faltaba un adjetivo que me distinguiera de otro Perico que había entre nosotros, y este adjetivo o apellido no tardé en lograrlo. Contraje una enfermedad de sarna, y apenas lo advirtieron, cuando acordándose de mi legítimo apellido me encajaron el retumbante título de Sarniento, y heme aquí ya conocido no sólo en la escuela ni de muchacho, sino ya hombre y en todas partes, por Periquillo Sarniento. Entonces no se me dio cuidado, contentándome con corresponder a mis nombradores con cuantos apodos podía; pero cuando en el discurso de mi vida eché de ver qué cosa tan odiosa y tan mal vista es tener un mal nombre, me daba a Barrabás, reprochaba este vicio y llenaba de maldiciones a los muchachos; más ya era tarde. Sin embargo, no dejarán de aprovecharos estas lecciones para que a vuestros hijos jamás les permitáis poner nombres, advirtiéndoles que esta burda manía, cuando menos, arguye un nacimiento ordinario y una educación muy grosera; y digo cuando menos, porque si no se hace por mera corruptela y chanzoneta, sino que estos nombres son injuriosos de por sí, o se dicen con ánimo de injuriar, entonces prueban en el que los pone o los dice, una alma baja o corrompida, y será pecaminosa la tal corruptela, de más o menos gravedad según el espíritu con que se use. Entre los romanos fue costumbre conocerse con sobrenombres que denotaban los defectos corporales de quien los tenía; así se distinguieron los Cocles, los Manos largas, los Cicerones, los Nasones y otros; pero lo que entonces fue costumbre adoptada para inmortalizar la memoria de un héroe, hoy es grosería entre nosotros. Las leyes de Castilla imponen graves penas a los que injurian a otros de palabra, y el mismo Cristo dice que será reo del fuego eterno el que le dijere a su hermano tonto o fatuo. Y si aun con los iguales debemos abstenernos de este vicio, ¿qué será respecto a nuestros mayores en edad, saber y gobierno? Y a pesar de esto ¿cuál es el superior, sea de la clase o carácter que sea, que no tenga su mal nombre en la comunidad o en el pueblo que gobierna? Pues éste es un osado atrevimiento, porque debemos respetarlos en lo público y en lo privado. Sólo el ser viejo ya es un motivo que debe ejercitar nuestro respeto. Las canas revisten a sus dueños de cierta autoridad sobre los mozos. Tan conocida ha sido esta verdad y tan antigua, que ya en el Levítico se lee: reverencia la persona del anciano, y levántate a la presencia de los que tienen canas. Aun a los mismos paganos no se ocultó la justicia de este respeto. Juvenal nos diceque hubo tiempo en que se tenía por un crimen digno de muerte, que no se levantara un joven a la presencia de un viejo, o un niño a la de un hombre barbado. Entre los Lacedemonios se mandaba que los niños reverenciaran públicamente a los ancianos, y les cedieran el lugar en todas ocasiones. ¿Qué dijeran estos antiguos si vieran hoy a los muchachos burlarse de los pobres viejos a merced de su cansada edad? Cuarenta y dos muchachos perecieron en los brazos y dientes de dos osos; ¿y por qué? Porque se burlaron del profeta Eliseo gritándole calvo. ¡Oh, qué bueno fuera que siempre hubiera un par de osos a la mano para que castigaran la insolencia de tanto muchacho atrevido y mal criado que crecen entre nosotros! No digo a los viejos, pero ni a los asimplados o dementes se debe burlar por ningún caso. El defecto espiritual de estos infelices debe servir para dar gracias al Criador de que nos ha librado de igual fatalidad; debe contener nuestra soberbia, haciéndonos reflexionar que mañana u otro día podemos padecer igual trastorno como que somos de la misma masa; y por último, debe excitar nuestra compasión hacia ellos, porque el miserable trae en su misma miseria una carta de recomendación de Dios para sus semejantes. Ved, pues, y qué crueldad no será el burlarse de cualquiera de estos pobrecillos, en vez de compadecerlos y socorrerlos como debía ser. Aprended todo esto para inspirarlo a vuestros hijos, y no tengáis por importunas mis digresiones. Volviendo a mis adelantamientos en la escuela, digo que fueron ningunos, y así hubieran sido siempre, si un impensado accidente no me hubiera librado de mi maestro. Fue el caso que un día entró un padre clérigo con un niño a encomendarlo a su dirección; después que hubo contestado con él, al despedirse observó el versito que os he dicho, lo miró atentamente, sacó un anteojito, lo volvió a leer con él, procuró limpiar las interrogaciones y la coma que tenía el no, creyendo fuesen suciedades de moscas; y cuando se hubo satisfecho de que eran caracteres muy bien pintados, preguntó: ¿quién escribió esto? A lo que mi buen maestro respondió diciendo que él mismo lo había escrito y que aquélla era su letra. Indignose el eclesiástico, y le dijo: y usted ¿qué quiso decir en esto que ha escrito? Yo, padre, respondió mi maestro tartamudeando, lo que quise decir, es que María Santísima, fue concebida en gracia original, porque fue la hija querida de Dios Padre. Pues amigo, repuso el clérigo, usted eso querría decir; mas aquí lo que se lee es un disparate escandaloso; pero pues sólo es efecto de su mala ortografía, tome usted el palo del tintero o todos sus algodones juntos, y borre ahora mismo y antes que me vaya este verso perversamente escrito, y si no sabe usar de los caracteres ortográficos, no los pinte jamás; pues menos malo será que sus cartas y todo lo que escriba lo fíe a la discreción de los lectores, sin gota de puntuación, que no que por hacer lo que no sabe, escriba injurias o blasfemias como la presente. El pobre de mi maestro todo corrido y lleno de vergüenza borró el verso fatal, delante del padre y de nosotros. Luego que concluyó su tácita retractación, prosiguió el eclesiástico: me llevo a mi sobrino porque él es un ciego por su edad; y usted otro ciego por su ignorancia; y si un ciego es el lazarillo de otro ciego, ya usted habrá oído decir que los dos van a dar al precipicio. Usted tiene buen corazón y buena conducta; mas estas cualidades de por sí no bastan para ser buenos padres, buenos ayos ni buenos maestros de la juventud. Son necesarios requisitos para desempeñar estos títulos, ciencia, prudencia, virtud y disposición. Usted no tiene más que virtud, y esta sola lo hará bueno para mandadero de monjas o sacristán, no para director de niños. Con que procure usted solicitar otro destino, pues si vuelvo a ver esta escuela abierta, avisaré al maestro mayor para que le recoja a usted las licencias, si las tiene. A Dios. Consideren ustedes, ¿cómo quedaría mi maestro con semejante panegírico? Luego que se fue el padre clérigo, se sentó y reclinó la cabeza sobre sus brazos, lleno de confusión y guardando un profundo silencio. Ese día no hubo planas, ni lección, ni rezo, ni doctrina, ni cosa que lo valiera. Nosotros participamos de su pesadumbre e hicimos el duelo a su tristeza en el modo que pudimos, pues arrinconamos las planas y los libros, y no osamos levantar la voz para nada. Bien es, que por no perder la costumbre, retozamos y charlamos en secreto hasta que dieron las doce, a cuya primera campanada volvió mi maestro en sí; rezó con nosotros, y luego que nos echó su bendición, nos dijo con un tono bastante tierno: «Hijos míos, yo no trato de proseguir en un destino que lejos de darme que comer, me da disgusto. Ya habéis visto el lance que me acaba de pasar con ese padre; Dios le perdone el mal rato que me ha dado; pero yo no me expondré a otro igual, y así no vengáis a la tarde; avisad a vuestros padres que estoy enfermo y ya no abro la escuela. Con que hijos, vayan norabuena y encomiéndenme a Dios.» No dejamos de afligirnos algún tanto, ni dejaron nuestros ojos de manifestar nuestro pesar, porque en efecto, sentíamos a mi maestro como que maguer tontos, conocíamos que no podíamos encontrar maestro más suave si lo mandábamos hacer de mantequilla o mazapán; pero en fin, nos fuimos. Cada muchacho haría en su casa lo que yo en la mía, que fue contar al pie de la letra todo el pasaje; y la resolución de mi maestro de no volver a abrir la escuela. Con esta noticia tuvo mi padre que solicitarme nuevo maestro, y lo halló al cabo de cinco días. Llevome a su escuela y entregome bajo su terrible férula. ¡Qué instable es la fortuna en esta vida! Apenas nos muestra un día su rostro favorable para mirarnos con ceño muchos meses. ¡Válgame Dios, y cómo conocí esta verdad en la mudanza de mi escuela! En un instante me vi pasar de un paraíso a un infierno, y del poder de un ángel al de un diablo atormentador. El mundo se me volvió de arriba abajo. Este mi nuevo maestro era alto, seco, entrecano, bastante bilioso e hipocondriaco, hombre de bien a toda prueba, arrogante lector, famoso pendolista, aritmético diestro y muy regular estudiante; pero todas estas prendas las deslucía su genio tétrico y duro. Era demasiado eficaz y escrupuloso. Tenía muy pocos discípulos, y a cada uno consideraba como el único objeto de su instituto. ¡Bello pensamiento si lo hubiera sabido dirigir con prudencia! Pero unos pecan por uno y otros por otro extremo donde falta aquella virtud. Mi primer maestro era nimiamente compasivo y condescendiente; el segundo era nimiamente severo y escrupuloso. El uno nos consentía mucho; y el otro no nos disimulaba lo más mínimo. Aquél nos acariciaba sin recato; y éste nos martirizaba sin caridad. Tal era mi nuevo preceptor, de cuya boca se había desterrado la risa para siempre, y en cuyo cetrino semblante se leía toda la gravedad de un Areopagita. Era de aquellos que llevan como infalible el cruel y vulgar axioma de que la letra con sangre entra, y bajo este sistema era muy raro el día que no nos atormentaba. La disciplina, la palmeta, las orejas de burro y todos los instrumentos punitorios, estaban en continuo movimiento sobre nosotros; y yo, que iba lleno de vicios, sufría más que ninguno de mis condiscípulos los rigores del castigo. Si mi primer maestro no era para el caso por indulgente, éste lo era menos por tirano; si aquél era bueno para mandadero de monjas, éste era mejor para cochero o mandarín de obrajes. Es un error muy grosero pensar que el temor puede hacernos adelantar en la niñez si es excesivo. Con razón decía Plinio que el miedo es un maestro muy infiel. Por milagro acertará en alguna cosa el que la emprenda prevenido del miedo y del terror; el ánimo conturbado, decía Cicerón, no es a propósito para desempeñar sus funciones. Así me sucedía, que cuando iba o me llevaban a la escuela, ya entraba ocupado de un temor imponderable, con esto mi mano trémula y mi lengua balbuciente ni podía formar un renglón bueno, ni articular una palabra en su lugar. Todo lo erraba, no por falta de aplicación, sino por sobra de miedo. A mis yerros seguían los azotes, a los azotes más miedo, y a más miedo más torpeza en mi mano y en mi lengua, la que me granjeaba más castigo. En este círculo horroroso de yerros y castigo viví dos meses bajo la dominación de aquel sátrapa infernal. En este tiempo ¡qué diligencias no hizo mi madre, obligada de mis quejas, para que mi padre me mudara de escuela! ¡Qué disgustos no tuvo! ¡Y qué lágrimas no le costó! Pero mi padre estaba inexorable, persuadido a que todo era efecto de su consentimiento, y no quería en esto condescender con ella, hasta que por fortuna fue un día a casa de visita un religioso que ya tenía noticia del pan que amasaba el señor maestro susodicho, y ofreciéndose hablar de sus crueldades, peroró mi madre con tanto ahínco, y atestiguó el religioso con tanta solidez a mi favor que, convencido mi padre, se resolvió a ponerme en otra parte, como veréis en el capítulo que sigue. |
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Capítulo IIIEn el que Periquillo describe su tercera escuela, y la disputa de sus padres sobre ponerlo a oficio
legó el aplazado día en que mi padre acompañado del buen religioso determinó ponerme en la tercera escuela. Iba yo cabizbajo, lloroso y lleno de temor, creyendo encontrarme con el segundo tomo del viejo cruel, de cuyo poder me acababan de sacar; sin embargo de que mi padre y el reverendo me ensanchaban el ánimo a cada paso. Entramos por fin a la nueva escuela; pero ¡cuál fue mi sorpresa cuando vi lo que no esperaba ni estaba acostumbrado a ver! Era una sala muy espaciosa y aseada, llena de luz y ventilación, que no embarazaban sus hermosas vidrieras; las pautas y muestras colocadas a trechos, eran sostenidas por unos genios muy graciosos que en la siniestra mano tenían un festón de rosas de la más halagüeña y exquisita pintura. No parece sino que mi maestro había leído al sabio Blanchard en su escuela de las costumbres, y que pretendió realizar los proyectos que apunta dicho sabio en esta parte, porque la sala de la enseñanza rebozaba luz, limpieza, curiosidad y alegría. Al primer golpe de vista, que recibí con el agradable exterior de la escuela, se rebajó notablemente el pavor con que había entrado, y me serené del todo cuando vi pintada la alegría en los semblantes de los otros niños, de quienes iba a ser compañero. Mi nuevo maestro no era un viejo adusto y saturnino, según yo me lo había figurado; todo lo contrario; era un semijoven como de treinta y dos a treinta y tres años, de un cuerpo delgado y de regular estatura; vestía decente, al uso del día y con mucha limpieza; su cara manifestaba la dulzura de su corazón; su boca era el depósito de una prudente sonrisa; sus ojos vivos y penetrantes inspiraban la confianza y el respeto; en una palabra, este hombre amable parece que había nacido para dirigir la juventud en sus primeros años. Luego que mi padre y el religioso se retiraron, me llevó mi maestro al corredor; comenzó a enseñarme las macetas, a preguntarme por las flores que conocía, a hacerme reflexionar sobre la varia hermosura de sus colores, la suavidad de sus aromas, y el artificioso mecanismo con que la naturaleza repartía los jugos de la tierra por las ramificaciones de las plantas. Después me hizo escuchar el dulce canto de varios pintados pajarillos que estaban pendientes en sus jaulitas como los de la sala, y me decía: ¿ves hijo, qué primores encierra la naturaleza, aun en cuatro yerbecitas y unos animalitos que aquí tenemos? Pues esta naturaleza es la ministra del Dios que creemos y adoramos. La mayor maravilla de la naturaleza que te sorprenda, la hizo el Criador con un acto simple de su suprema voluntad. Ese globo de fuego que está sobre nuestras cabezas, que arde sin consumirse muchos miles de años hace, que mantiene sus llamas sin saberse con qué pábulo, que no sólo alegra, sino que da vida al hombre, al bruto, a la planta y a la piedra; ese sol, hijo mío, esa antorcha del día, ese ojo del cielo, esa alma de la naturaleza que con sus benéficos resplandores ha deslumbrado a muchos pueblos, granjeándose adoraciones de deidad, no es otra cosa, para que me entiendas, que un juguete de la soberana Omnipotencia. Considera ahora cuál será el poder, la sabiduría y el amor de este tu gran Dios, pues ese sol que te admira, esos cielos que te alegran, estos pajarillos que te divierten, estas flores que te halagan, este hombre que te enseña, y todo cuanto te rodea en la naturaleza, salió de sus divinas manos sin el menor trabajo, con toda perfección y destinado a tu servicio. Y qué, ¿tú serás tan para poco que no lo conozcas? O ya que lo conozcas, ¿serás tan indigno que no agradezcas tantos favores al Dios que te los ha hecho sin merecerlos? Yo no lo puedo creer de ti. Pues mira, el mejor modo de mostrarse agradecida una persona a su bienhechor, es servirlo en cuanto pueda, no darle ningún disgusto y hacer cuanto le mande. Esto debes practicar con tu Dios, pues es tan bueno. Él te manda que lo ames y que observes sus mandamientos. En el cuarto de ellos te ordena que obedezcas y respetes a tus padres, y después de ellos a tus superiores, entre los que tienen un lugar muy distinguido tus maestros. Ahora me toca serlo tuyo, y a ti te toca obedecerme como buen discípulo. Yo te debo amar como hijo y enseñarte con dulzura, y tú debes amarme, respetarme y obedecerme lo mismo que a tu padre. No me tengas miedo, que no soy tu verdugo; trátame con miramiento, pero al mismo tiempo con confianza, considerándome como padre y como amigo. Acá hay disciplinas, y de alambre, que arrancan los pedazos; hay palmetas, orejas de burro, cormas, grillos y mil cosas feas; pero no las verás muy fácilmente, porque están encerradas en una covacha. Esos instrumentos horrorosos que anuncian el dolor y la infamia, no se hicieron para ti ni esos niños que has visto, pues estáis criados en cunas no ordinarias, tenéis buenos padres, que os han dado muy bella educación, y os han inspirado los mejores sentimientos de virtud, honor y vergüenza, y no creo ni espero que jamás me pongáis en el duro caso de usar de tan repugnantes castigos. El azote, hijo mío, se inventó para castigar afrentando al racional, y para avivar la pereza del bruto que carece de razón; pero no para el niño decente y de vergüenza que sabe lo que le importa hacer, y lo que nunca debe ejecutar, no amedrentado por el rigor del castigo, sino obligado por la persuasión de la doctrina y el convencimiento de su propio interés. Aun los irracionales se docilitan y aprenden con sólo la continuación de la enseñanza, sin necesidad de castigo. ¿Cuántos azotes te parece que les habré dado a estos inocentes pajaritos para hacerlos trinar como los oyes? Ya supondrás que ni uno; porque ni soy capaz de usar tal tiranía, ni los animalitos son bastantes a resistirla. Mi empeño en enseñarlos y su aplicación en aprender los han acostumbrado a gorjear en el orden que los oyes. Con que si unas avecitas no necesitan azote para aprender, un niño como tú, ¿cómo lo habrá menester?... ¡Jesús!... ni pensarlo. ¿Qué dices? ¿Me engaño? ¿Me amarás? ¿Harás lo que te mande? Sí señor, le dije, todo enternecido, y le besé la mano, enamorado de su dulce genio. Él entonces me abrazó, me llevó a su recámara, me dio unos bizcochitos, me sentó en la cama, y me dijo que me estuviera allí. Es increíble lo que domina el corazón humano un carácter dulce y afable, y más en un superior. El de mi maestro me docilitó tanto con su primera lección, que siempre lo quise y veneré entrañablemente, y por lo mismo lo obedecía con gusto. Dieron las doce, me llamó mi maestro a la escuela para que las rezara con los niños; acabamos y luego nos permitió estar saltando y enredando todos en buena compañía; pero a su vista, con cuyo respeto eran nuestros juegos inocentes. Entre tanto fueron llegando los criados y criadas por sus respectivos niños, hasta que llegó la de mi casa y me llevó; pero advertí que mi maestro le volvió el libro que yo tenía para leer, y le dio una esquelita para mi padre, la que se reducía a decirle que llevara yo primeramente los compendios de Fleuri o Pinton, y cuando ya estuviera bien instruido en aquellos principios, sería útil ponerme en las manos el Hombre feliz, los Niños célebres, las Recreaciones del hombre sensible, u otras obritas semejantes; pero que nunca convenía que yo leyera Soledades de la vida, las novelas de Sayas, Guerras civiles de Granada, la historia de Carlo Magno y doce pares, ni otras boberas de éstas, que lejos de formar, cooperan a corromper el espíritu de los niños, o disponiendo su corazón a la lubricidad, o llenando su cabeza de fábulas, valentías y patrañas ridículas. Mi padre lo hizo según quería mi maestro, y con tanto más gusto cuanto que conocía que no era nada vulgar. Dos años estuve en compañía de este hombre amable, y al cabo de ellos salí medianamente aprovechado en los rudimentos de leer, escribir y contar. Mi padre me hizo un vestidito decente el día que tuve mi examen público. Se esforzó para darle una buena gala a mi maestro, y en efecto la merecía demasiado. Le dio las debidas gracias, y yo también con muchos abrazos, y nos despedimos. Acaso os habrá hecho fuerza, hijos míos, que habiendo yo sido de tan mal natural por mi educación, física y moral sin culpa, sino por un excesivo amor de mi madre, y habiéndome corrompido más con el perverso ejemplo de los muchachos de mi primera escuela, hubiera transformádome en un instante de malo en regular, (porque bueno jamás lo he sido) bajo la dirección de mi verdadero maestro; pero no lo extrañéis porque tanto así puede la buena educación reglada por un talento superior y una prudencia vigilante, y lo que es más, por el buen ejemplo que es la pauta sobre que los niños dirigen sus acciones casi siempre. Así que, cuando tengáis hijos, cuidad no sólo de instruírlos con buenos consejos, sino de animarlos con buenos ejemplos. Los niños son los monos de los viejos; pero unos monos muy vivos: cuanto ven hacer a sus mayores, lo imitan al momento, y por desgracia imitan mejor y más pronto lo malo que lo bueno. Si el niño os ve rezar, él también rezará; pero las más veces con tedio y durmiéndose. No así si os oye hablar palabras torpes e injuriosas; si os advierte iracundos, vengativos, lascivos, ebrios o jugadores; porque esto lo aprenderá vivamente, advertirá en ello cierta complacencia, y el deseo de satisfacer enteramente sus pasiones, lo hará imitar con la mayor prolijidad vuestros desarreglos; y entonces vosotros no tendréis cara para reprenderlos; pues ellos os podrán decir: esto nos habéis enseñado, vosotros habéis sido nuestros maestros, y nada hacemos que no hayamos aprendido de vosotros mismos. Los cangrejos son unos animalitos que andan de lado; pues como advirtiesen esta deformidad algunos cangrejos civilizados, trataron de que se corrigiera este defecto; pero un cangrejo machucho dijo: señores, es una torpeza pretender que en nosotros se corrija un vicio que ha crecido con la edad. Lo seguro es instruir a nuestra juventud en el modo de andar derechos, para que enmendando ellos este despilfarro, enseñen después a sus hijos y se logre desterrar para siempre de nuestra posteridad este maldito modo de andar. Todos los cangrejos nemine discrepante celebraron el arbitrio. Encargose su ejecución a los cangrejos padres, y éstos con muy buenas razones persuadían a sus hijos a andar derechos; pero los cangrejitos decían, ¿a ver cómo, padres? Aquí era ello. Se ponían a andar los cangrejos y andaban de lado, contra todos los preceptos que les acababan de dar con la boca. Los cangrejillos, como que es natural, hacían lo que veían y no lo que oían, y de este modo se quedaron andando como siempre. Ésta es una fábula respecto a los cangrejos; mas respecto a los hombres es una verdad evidente; porque como dice Séneca, se hace largo y difícil el camino que conduce a la virtud por los preceptos; breve y eficaz por el ejemplo. Así, hijos míos, debéis manejaros delante de los vuestros con la mayor circunspección, de modo que jamás vean el mal, aunque lo cometáis alguna vez por vuestra miseria. Yo, a la verdad, si habéis de ser malos (lo que Dios no permita) mas os quisiera hipócritas que escandalosos delante de mis nietos, pues menos daño recibirán de ver virtudes fingidas, que de aprender vicios descarados. No digo que la hipocresía sea buena ni perdonable; pero del mal el menos. No sólo los cristianos sabemos que nos obliga este buen ejemplo que se debe dar a los hijos. Los mismos paganos conocieron esta verdad. Entre otros es digno de notarse Juvenal cuando dice en la Sátira XIV lo que os traduciré al castellano de este modo. Nada indigno del oído o de la vista el niño observe en vuestra propia casa. De la doncella tierna esté muy lejos la seducción que la haga no ser casta. Y no escuche jamás la voz melosa de aquel que se desvela en arruinarla. Gran reverencia al niño se lo debe, y si a hacer un delito te preparas, no desprecies sus años por ser pocos, que la malicia en muchos se adelanta; antes si quieres delinquir, tu niño te debe contener aun cuando no habla, pues tú eres su censor, y tus enojos, por tus ejemplos moverá mañana. (Y has de advertir que tu hijo en las costumbres se te ha de parecer como en la cara.) Cuando él cometa crímenes horribles no perdiendo de vista tus pisadas, tú querrás corregirlo y castigarlo, y llenarás el barrio de alharacas. Aún más harás, si tienes facultades, lo desheredarás lleno de saña; ¿pero con qué justicia en ese caso la libertad de padre le alegaras cuando tú que eres viejo a su presencia tus mayores maldades no recatas? Después que pasaron unos cuantos días que me dieron en mi casa de asueto y como de gala, se trató de darme destino. Mi padre, que como os he dicho, era un hombre prudente y miraba las cosas más allá de la cáscara, considerando que ya era viejo y pobre, quería ponerme a oficio; porque decía que en todo caso más valía que fuera yo mal oficial que buen vagamundo; mas apenas comunicó su intención con mi madre, cuando... ¡Jesús de mi alma! ¡Qué aspavientos y qué extremos no hizo la santa señora? Me quería mucho, es verdad; pero su amor estaba mal ordenado. Era muy buena y arreglada; mas estaba llena de vulgaridades. Decía a mi padre: ¿mi hijo a oficio? No lo permita Dios. ¿Qué dijera la gente al ver al hijo de don Manuel Sarmiento aprendiendo a sastre, pintor, platero u otra cosa? Qué ha de decir, respondía mi padre; que don Manuel Sarmiento es un hombre decente, pero pobre, y muy hombre de bien, y no teniendo caudal que dejarle a su hijo, quiere proporcionarle algún arbitrio útil y honesto, para que solicite su subsistencia sin sobrecargar a la república de un ocioso más, y este arbitrio no es otro que un oficio. Esto pueden decir y no otra cosa. No señor, replicaba mi madre toda electrizada, si usted quiere dar a Pedro algún oficio mecánico, atropellando con su nacimiento, yo no, pues aunque pobre, me acuerdo que por mis venas y por las de mi hijo corre la ilustre sangre de los Ponces, Tagles, Pintos, Velascos, Zumalacárreguis y Bundibaris. Pero hija, decía mi padre, ¿qué tiene que ver la sangre ilustre de los Ponces, Tagles, Pintos, ni de cuantos colores y alcurnias hay en el mundo, con que tu hijo aprenda un oficio para que se mantenga honradamente, puesto que no tiene ningún vínculo que afiance su subsistencia? ¿Pues qué, instaba mi madre, le parece a usted bueno que un niño noble sea sastre, pintor, platero, tejedor o cosa semejante? Sí, mi alma, respondía mi padre con mucha flema; me parece bueno y muy bueno, que el niño noble, si es pobre y no tiene protección, aprenda cualquier oficio, por mecánico que sea, para que no ande mendigando su alimento. Lo que me parece malo es que el niño noble ande sin blanca, roto o muerto de hambre por no tener oficio ni beneficio. Me parece malo que para buscar qué comer, ande de juego en juego, mirando dónde se arrastra un muerto, dónde dibuja una apuesta, o logra por favor una gurupiada. Me parece más malo que el niño noble ande al medio día espiando dónde van a comer para echarse, como dicen, de apóstol, y yo digo de gorrón o sinvergüenza, porque los apóstoles solían ir a comer a las casas ajenas después de convidados y rogados, y éstos tunos van sin que los conviden ni les rueguen; antes a trueque de llenar el estómago son el hazme reír de todos, sufren mil desaires, y después de tanto, permanecen más pegados que unas sanguijuelas, de suerte que a veces es necesario echarlos noramala con toda claridad. Esto sí me parece malo en un noble; y me parece peor que todo lo dicho y malísimo en extremo de la maldad imaginable, que el joven ocioso, vicioso y pobre ande estafando a éste, petardeando a aquél y haciendo a todos las trácalas que puede, hasta quitarse la máscara, dar en ladrón público, y parar en un suplicio ignominioso o en un presidio. Tú has oído decir varias de estas pillerías, y aun has visto algunos cadáveres de estos nobles, muertos a manos de verdugos en esta plaza de México. Tú conociste a otro caballerito noble y muy noble, hijo de una casa solariega, sobrino nada menos que de un primer ministro y secretario de estado; pero era un hombre vicioso, abandonado y sin destino; (por calavera) consumó sus iniquidades matando a un pobre maromero en la cuesta del Platanillo, camino de Acapulco, por robarle una friolera que había adquirido a costa de mil trabajos. Cayó en manos de la Acordada, se sentenció a muerte, estuvo en la capilla, lo sacó de ella un virrey por respeto del tío, y permanece preso en aquella cárcel ya hace una porción de años. He aquí el triste cuadro que presenta un hombre noble, vicioso y sin destino. Nada perdió el lustre de su casa por el villano proceder de un deudo pícaro. Si lo hubieran ahorcado, el tío hubiera quedado como quedó en el candelero; porque así como nadie es sabio por lo que supo su padre, ni valiente por las hazañas que hizo; así tampoco nadie se infama ni se envilece por los pésimos procederes de sus hijos. He traído a la memoria este caso horrendo, y ¡ojalá no sucedieran otros semejantes!, para que veas a lo que está expuesto el noble que fiado en su nobleza no quiere trabajar, aunque sea pobre. Pero ¿luego ha de dar en un ojo?, decía mi madre, ¿luego ha de ser Pedrito tan atroz y malvado como D. N. R.? Sí, hijita, respondía mi padre, estando en el mismo predicamento, lo propio tiene Juan que Pedro; es una cosa muy natural, y el milagro fuera que no sucediera del mismo modo, mediando las propias circunstancias. ¿Qué privilegio goza Pedro para que, supuesta su pobreza e inutilidad, no sea también un vicioso y un ladrón, como Juan, y como tantos Juanes que hay en el mundo? ¿Ni qué firma tenemos del Padre Eterno, que nos asegure que nuestro hijo ni se empapará en los vicios, ni correrá la desgraciada suerte de otros sus iguales, mayormente mirándose oprimido de la necesidad, que casi siempre ciega a los hombres y los hace prostituirse a los crímenes más vergonzosos? Todo esto está muy bueno, decía mi madre; ¿pero qué dirán sus parientes al verlo con oficio? Nada, ¿qué han de decir? Respondía mi padre; lo más que dirán es: mi primo el sastre, mi sobrino el platero o lo que sea; o tal vez dirán: no tenemos parientes sastres, etc.; y acaso no le volverán a hablar; pero ahora, dime tú: ¿qué le darán sus parientes el día que lo vean sin oficio, muerto de hambre y hecho pedazos? Vamos, ya yo te dije lo que dirían en un caso, dime tú lo que lo dirán en el contrario. Puede, decía mi buena madre, puede que lo socorran siquiera porque no los desdore. Ríete de eso, hija, respondía mi padre; como él no los desplatee, poca fuerza les hará que los desdore. Los parientes ricos, por lo común, tienen un expediente muy ensayado para librarse de un golpe de la vergüencilla que les causan los andrajos de sus parientes pobres, y éste es negarlos por tales redondamente. Desengáñate; si Pedro tuviere alguna buena suerte o hiciere algún viso en el mundo, no sólo lo reconocerán sus verdaderos parientes, sino que se le aparecerán otros mil nuevos, que lo serán lo mismo que el Gran turco, y tendrá continuamente a su lado un enjambre de amigos que no lo dejarán mover; pero si fuere un pobre, como es regular, no contará más que con el peso que adquiera. Ésta es una verdad, pero muy antigua y muy experimentada en el mundo, por eso nuestros viejos dijeron sabiamente, que no hay más amigo que Dios, ni más pariente que un peso. ¿Tú ves ahora que nos visitan y nos hacen mil expresiones tu tío el capitán, mi sobrino el cura, las primas Delgados, la tía Rivera, mamá Manuela y otros? Pues es porque ven, que aunque pobres, a Dios gracias, no nos falta qué comer, y los sirvo en lo que puedo. Por eso nos visitan, por eso y nada más, créelo. Unos vienen a pedirme prestado, otros a que les saque de este o aquel empeño, quien a pasar el rato, quien a inquirir los centros de mi casa, y quien a almorzar o tomar chocolate; pero si yo me muero, como que quedas pobre, verás, verás como se disipan los amigos y los deudos, lo mismo que los mosquitos con la incomodidad del humo. Por estos conocimientos deseara que mi Pedro aprendiera oficio, ya que es pobre, para que no hubiera menester a los suyos ni a los extraños después de mis días. Y te advierto, que muchas veces suelen los hombres hallar más abrigo entre los segundos que entre los primeros; mas con todo eso, bueno es atenerse cada uno a su trabajo y a sus arbitrios, y no ser gravoso a nadie. Tú, medio me aturdes con tantas cosas, decía mi madre; pero lo que veo es que un hidalgo sin oficio es mejor recibido y tratado con más distinción en cualquiera parte decente, que otro hidalgo sastre, bateoja, pintor, etc. Ahí está la preocupación y la vulgaridad, respondía mi padre. Sin oficio puede ser; pero no sin destino u arbitrio honesto. A un empleado en una oficina, a un militar o cosa semejante, le harán mejor tratamiento que a un sastre o a cualquier otro oficial mecánico, y muy bien hecho; razón es que las gentes se distingan; pero al sastre y aun al zapatero, lo estimarán más en todas partes, que no al hidalgo tuno, ocioso, trapiento y petardista, que es lo que quiero que no sea mi hijo. A más de esto, ¿quién te ha dicha que los oficios envilecen a nadie? Lo que envilece son las malas acciones, la mala conducta y la mala educación. ¿Se dará destino más vil que guardar puercos? Pues esto no embarazó para que un Sixto V fuera pontífice de la iglesia católica... Pero esta disputa paró en lo que leeréis en el capítulo cuarto |
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Capítulo IVEn el que Periquillo da razón en qué paró la conversación de sus padres, y del resultado que tuvo, y fue que lo pusieron a estudiar, y los progresos que hizo
i madre, sin embargo de lo dicho, se opuso de pie firme a que se me diera oficio, insistiendo en que me pusiera mi padre en el colegio. Su merced le decía: no seas cándida, y si a Pedro no le inclinan los estudios, o no tiene disposición para ellos, ¿no será una barbaridad dirigirlo por donde no le gusta? Es la mayor simpleza de muchos padres pretender tener a pura fuerza un hijo letrado o eclesiástico, aun cuando no sea de su vocación tal carrera, ni tenga talento a propósito para las letras; causa funesta, cuyos perniciosos efectos se lloran diariamente en tantos abogados firmones, médicos asesinos, y eclesiásticos ignorantes y relajados, como advertimos. Todavía para dar oficio a los niños es menester consultar su genio y constitución física, porque el que es bueno para sastre o pintor, no lo será para herrero o carpintero, oficios que piden, a más de inclinación, disposición de cuerpo y unas robustas fuerzas. No todos los hombres han nacido útiles para todo. Unos son buenos para las letras, y no generalmente, pues el que es bueno para teólogo, no lo será para médico; y el que será un excelente físico, acaso será un abogado de a docena, si no se le examina el genio; y así de todos los letrados. Otros son buenos para las armas e ineptos para el comercio. Otros excelentes para el comercio y topos para las letras. Otros, por último, aptísimos para las artes liberales, y negados para las mecánicas, y así de cuantos hombres hay. En efecto, hombres generales y a propósito para todas las ciencias y artes se consideran, o como fenómenos de la naturaleza, o como testimonios de la Omnipotencia divina, que puede hacer cuanto quiera. Sin embargo, yo creo firmemente que estos omniscios, que una que otra vez ha celebrado el mundo, han sido sólo unos monstruos (si puede decirse así) de entendimiento, de aplicación y de memoria, y han admirado a las generaciones por cuanto han adquirido el conocimiento de muchas más ciencias que el común de los sabios sus coetáneos, y las han poseído, tal vez, en un grado más superior; pero, en mi concepto, no han pasado de unos fenómenos de talento, rarísimos en verdad, mas limitados todavía infinitamente, y no han merecido ni merecerán jamás el sagrado renombre de omniscios, pues si omniscio quiere decir el que todo lo sabe, digo que no hay más que un omniscio dentro y fuera de la naturaleza, que es Dios. Este Ente Supremo es, sí, el único y verdadero omniscio, porque es el que única y verdaderamente sabe todo cuanto se puede saber; y en este sentido, conceder un hombre omniscio, fuera conceder otro Dios, de cuyo absurdo están muy lejos aun los que honraron al profundo Leibniz con tan pomposo título. Acaso este grande hombre no sería capaz de ensuelar un zapato, de bordar una sardineta, ni de hacer otras mil cosas que todos vemos como meras frioleras y efectos de un puro mecanismo; y sin acaso, este ingenio célebre, si resucitara, tendría que abjurar muchos de sus preceptos y axiomas, desengañado con los nuevos descubrimientos que se han hecho. Todo esto te digo, hija mía, para que reflexiones que todos los hombres somos finitos y limitados, que apenas podemos acertar en una u otra cosa; que los ingenios más célebres no han pasado de grandes; pero ni remotamente han sido universales, pues ésta es prerrogativa del Criador, y que según esto debemos examinar la inclinación y talento de nuestros hijos para dirigirlos. No me acuerdo donde he leído que los lacedemonios, para destinar a los suyos con acierto, se valían de esta estratagema. Prevenían en una gran sala diferentes instrumentos pertenecientes a las ciencias y artes que conocían; supón tú, que en aquella sala ponían instrumentos de música, de pintura, de escultura, de arquitectura, de astronomía, de geografía, etc., sin faltar tampoco armas y libros; hecho esto disponían con disimulo que varios niños se juntasen allí solos, y que jugasen a su arbitrio con los instrumentos que quisiesen, y entre tanto, sus padres estaban ocultos y en observación de las acciones de sus hijos, y notando a qué cosa se inclinaba cada uno de por sí; y cuando advertían que un niño se inclinaba con constancia a las armas, a los libros, o a cualquiera ciencia o arte, de aquellas cuyos instrumentos tenían a la vista, no dudaban aplicarlos a ellos, y casi siempre correspondía el éxito a su prudente examen. Siempre me ha gustado esta bella industria para rastrear la inclinación de los niños; así como he reprobado la general corruptela de muchos padres que a tontas y a locas encajan a los muchachos en los colegios, sin indagar ni aun ligeramente si tienen disposición para las letras. Hija mía, éste es un error tan arraigado como grosero. El niño que tenga un entendimiento somero y tardo, jamás hará progresos en ciencia alguna, por más que curse las aulas y manosee los libros. Ni éstos ni los colegios dan talento a quien nació sin él. Los burritos entran todos los días a los colegios y universidades cargados de carbón o de piedra, y vuelven a salir tan burros como entraron; porque así como las ciencias no están aisladas en los recintos de las universidades o gimnasios, así tampoco éstos son capaces de comunicar un adarme de ciencia al que carezca de talento para aprenderla. Fuera de esto, hay otra razón harto poderosa para que yo no me resuelva a poner a mi hijo en el colegio, aun cuando supiera que tenía una bella disposición para estudiante, y ésta es mi pobreza. Apenas alcanzo para comer con mi corto destino, ¿de dónde voy a coger diez pesos para la pensión mensual, y toda aquella ropa decente que necesita un colegial? Y ya ves tú aquí un embarazo insuperable. No, dijo mi madre, que hasta entonces sólo había escuchado sin despegar sus labios para nada; no, ésa no es razón ni menos embarazo; porque con ponerlo de capense ya se remedió todo. Muy bien, dijo mi padre, me has quinado; pero vamos a ver qué salida me das a esta otra dificultad. Yo ya estoy viejo, soy pobre, no tengo qué dejarte; mañana me muero, te hallas viuda, sola, sin abrigo ni qué comer, con un mocetón a tu lado que cuando mucho sabrá hablar tal cual latinajo y aturdir al mundo entero con cuatro ergos y pedanterías que el mismo que las dice no las entiende; pero que en realidad de nada vale todo eso; porque el muchacho como no tiene quien lo siga fomentando, se queda varado en la mitad de la carrera, sin poder ser ni clérigo, ni abogado, ni médico, ni cosa alguna que le facilite su subsistencia ni tus socorros por las letras; siendo lo peor que en ese caso tampoco es útil ya para las artes; pues no se dedicará a aprender un oficio por tres fortísimas razones. La primera, por ciertos humorcillos de vanidad que se pegan en el colegio a los muchachos, de modo que cualquiera de ellos sólo con haber entrado al colegio (y más si vistió la beca) y saber mascar el Cicerón o el Breviario, ya cree que se envilecería si se colocara tras de un mostrador, o si se pusiera a aprender un oficio en un taller. Esto es aún siendo un triste gramatiquillo, ¿qué será si ha logrado el altisonante y colorado título de bachiller? ¡Oh!, entonces se persuade que la tierra no lo merece. ¡Pobres muchachos! Ésta es la primera razón que lo inutiliza para las artes. La segunda es, que como ya son grandes, se les hace pesado el trabajo material, al paso que vergonzoso el ponerse de aprendices en una edad en que los demás son oficiales, y aun se dificultaría bastante que hubiera maestro que quisiera encargarse de la enseñanza y mantención de tales jayanes. La tercera razón es, que como en tal caso ya los muchachos tienen el colmillo duro, esto es, ya han probado a lo que sabe la libertad, de manera ninguna se quieren sujetar a lo que tan fácilmente se hubieran sujetado de más niños; y cátate ahí el estado de tu Pedro si lo ponemos a estudiar y muero dejándolo, como es factible, en la mitad de la carrera; pues se queda en el aire sin poder seguir adelante ni volver atrás. Y cuando tú veas que en vez de contar con un báculo en que apoyarte en la vejez, sólo tienes a tu lado un haragán inútil que de nada te sirve (pues en las tiendas no fían sobre silogismos ni latines), entonces darás a Judas los estudios y las bachillerías de tu hijo. Con que, hija mía, hagamos ahora lo que quisieras haber hecho después de mis días. Pongamos a oficio a Pedro. ¿Qué dices? ¿Qué he de decir?, respondió mi madre; sino que tú te empeñas en mortificarme y en hacer infeliz a esa pobre criatura, tratando de ordinariarlo poniéndolo de artesano, y por eso hablas y ponderas tanto. Pues qué, ¿ya sabes que es un tonto? ¿Ya sabes que te vas a morir en la mitad de sus estudios? ¿Y ya sabes, por fin, que porque tú te mueras se cierran todos los recursos? Dios no se muere; parientes tiene y padrinos que lo socorran; ricos hay en México harto piadosos que lo protejan, y yo que soy su madre pediré limosna para mantenerlo hasta que se logre. No, sino que tú no quieres al pobre muchacho; pero ni a mí tampoco, y por eso tratas de darme esta pesadumbre. ¿Qué he de hacer? Soy infeliz y también mi hijo... Aquí comenzó a llorar la alma mía de mi madre, y con sus cuatro lágrimas dio en tierra con toda la constancia y solidez de mi buen padre, pues éste, luego que la vio llorar la abrazó como que la amaba tiernamente, y la dijo: no llores, hijita, no es para tanto. Yo lo que te he dicho es lo que me enseña la razón y la experiencia; pero si es de tu gusto que estudie Pedro, que estudie norabuena; ya no me opongo; quizá querrá Dios prestarme vida para verlo logrado, o cuando no, su Majestad te abrirá camino, como que conoce tus buenas intenciones. Consolose mi madre con esta receta, y desde entonces sólo se trató de ponerme a estudiar, y me empezaron a habilitar de ropa negra, arte de la lengua latina y demás necesarias menudencias. No parece sino que hablaba mi padre en profecía, según que todo sucedió como lo dijo. En efecto, tenía mucho conocimiento de mundo y un juicio perspicaz; pero estas cualidades se perdían, las más veces, por condescender nimiamente con los caprichos de mi madre. Muy bueno y muy justo es que los hombres amen a sus mujeres y que les den gusto en todo cuanto no se oponga a la razón; pero no que las contemplen tanto que por no disgustarlas, atropellen con la justicia, exponiéndose ellos, y exponiendo a sus hijos a recoger los frutos de su imprudente cariño como me sucedió a mí. Por eso os provengo para que viváis sobre aviso, de manera que améis a vuestras esposas tiernamente según Dios os lo manda y la naturaleza arreglada os lo inspira; mas no os afeminéis como aquel valientísimo Hércules, que después que venció leones, jabalíes, hidras y cuanto se le puso por delante, se dejó avasallar tanto del amor de Omfale que ésta lo desnudó de la piel del león Nemeo, lo vistió de mujer, lo puso a hilar, y aun le reñía y castigaba cuando quebraba algún huso, o no cumplía la tarea que le daba. ¡Qué vergonzosa es semejante afeminación aun en la fábula! Las mujeres saben muy bien aprovecharse de esta loca pasión, y tratan de dominar a semejantes maridos de mantequilla. Cólera da ver a muchos de estos que no conociendo ni sabiendo sostener su carácter y superioridad, se abaten hasta ser los criados de sus mujeres. No tienen, secreto por importante que sea, que no les revelan, no hacen cosa sin tomarles parecer, ni dan un paso sin su permiso. Las mujeres no han menester tanto para querer salirse de su esfera, y si conocen que este rendimiento del hombre se lo han granjeado con su hermosura, entonces desenrollan de una vez todo su espíritu dominante, y ya tenéis en cada una de éstas una Omfale, y en cada hombre abatido un Hércules marica y sinvergüenza. En este caso, cuando las mujeres hacen lo que se les antoja a su arbitrio, cuando tienen a los hombres en nada, cuando los encuernan, cuando los mandan, los injurian y aun les ponen las manos, como lo he visto muchas veces, no hacen más sino cumplir con su inclinación natural, y castigar la vileza de sus maridos o amantes sin prevenirlo. Dios nos libre de un hombre que tiene miedo a su mujer, que es preciso que le tome su parecer para ir a hacer esto o aquello, que sabe que le ha de dar razón de adonde fue y de donde viene, y que si su mujer grita y se altera, él no tiene más recurso que apelar a los mimos y caricias para contentarla. Estos hombres, indignos de nombre tan superior, están siempre dispuestos a ser unos descendientes del cabrío, y unos padres de familia ineptísimos; porque ellos no dirigen a sus hijos, sino ellas. Los mismos muchachos advierten temprano la superioridad de las madres, y no tienen a sus padres el menor miramiento; y más cuando notan que si cometen alguna picardía por la que el padre los quiere castigar, con acogerse a la madre, ésta los defiende, y si se ofrece, arma una pendencia al padre, y se queda cometida la culpa y eludida la pena. No sin razón dijo Terencio que las madres ayudan a sus hijos en las iniquidades, y estorban el que sus padres los corrijan. Lo que os pondré en una estrofita para que la tengáis en la memoria. Suelen ayudar las madres a la maldad de sus hijos, impidiendo que los padres les den el justo castigo. Es verdad que ni mi padre ni mi madre eran de los hombres afeminados, ni de las mujeres altivas que he dicho. Mi padre algunas veces se sostenía, y mi madre jamás se alteraba ni se alzaba, como dicen, con el santo y la limosna; lo que sucedía era que cuando no le valían sus insinuaciones y sus ruegos para hacer a mi padre desistir de su intento, apelaba a las lágrimas, y entonces era como milagro que no se saliera con la suya; porque las lágrimas de una mujer hermosa y amada son armas eficacísimas para vencer al hombre más circunspecto. Sin embargo, algunas ocasiones se sostenía con el mayor vigor. Era bueno que siempre hubiera conservado igual carácter; mas los hombres no somos dueños de nuestro corazón a todas horas, aunque siempre debiéramos serlo. Finalmente, llegó el día en que me pusieron al estudio, y éste fue el de don Manuel Enríquez, sujeto bien conocido en México, así por su buena conducta, como por su genial disposición y asentada habilidad para la enseñanza de la gramática latina, pues en su tiempo nadie le disputó la primacía entre cuantos preceptores particulares había en esta ciudad; mas por una tenaz y general preocupación que hasta ahora domina, nos enseñaba mucha gramática y poca latinidad. Ordinariamente se contentan los maestros con enseñar a sus discípulos una multitud de reglas que llaman palitos, con que hagan unas cuantas oracioncillas, y con que traduzcan el Breviario, el Concilio de Trento, el catecismo de San Pío V, y por fortuna algunos pedacillos de la Eneida y Cicerón. Con semejante método salen los muchachos habladores y no latinos, como dice el padre Calasanz en su Discernimiento de ingenios. Tal salí yo, y no podía salir mejor. Saqué la cabeza llena de reglitas, adivinanzas, frases y equivoquillos latinos; pero en esto de inteligencia en la pureza y propiedad del idioma, ni palabra. Traducía no muy mal y con alguna facilidad las homilías del Breviario, y los párrafos del Catecismo de los curas; pero Virgilio, Horacio, Juvenal, Persio, Lucano, Tácito y otros semejantes, hubieran salido vírgenes de mi inteligencia si hubiera tenido la fortuna de conocerlos, a excepción del primer poeta que he nombrado, pues de éste sabía alguna cosita que le había oído traducir a mi sabio maestro. También supe medir mis versos, y lo que era hexámetro, pentámetro, etc.; pero jamás supe hacer un dístico. A pesar de esto, y al cabo de tres años acabé mis primeros estudios a satisfacción, pues me aseguraban que era yo un buen gramático, y yo lo creía más que si lo viese. ¡Válgate Dios por amor propio y cómo nos engañas a ojos vistas! Ello es que yo hice mi Oposición a toda gramática, y quedé sobre las espumas, mi maestro y convidados muy contentos, y mis amados padres más huecos que si me hubiera opuesto a la magistral de México y la hubiera obtenido. Siguiéronse a esta función, las galas, los abrazos, los agradecimientos a mi maestro, y mi salida del estudio; aunque yo no debo salirme sin deciros otras cositas que aprendí y repasé en aquellos tres años. Como allí no había un corto número de niños, como en mi buena escuela, sino que había infinidad de muchachos entre pupilos y capenses, todos hijos de sus madres, y de tan diferentes genios y educaciones, y yo siempre fui un maleta de primera, tuve la maldita atingencia de escoger para mis amigos a los peores; y me correspondieron fielmente y con la mayor facilidad; ya se ve, que cada oveja ama su pareja, y esto es corriente, el asno no se asocia con el lobo, ni la paloma con el cuervo, cada uno ama su semejante. Así yo no me juntaba con los niños sensatos, pundonorosos y de juicio, sino con los maliciosos y extraviados, con cuyas amistades y compañías cada día me remataba más, como os sucederá a vosotros y a vuestros hijos, si despreciando mis lecciones no procuráis o hacerlos que tengan buenos amigos, o que no tengan ninguno, pues es infalible el axioma divino que nos dice: con el santo serás santo; y te pervertirás con el perverso. Así me sucedió puntualmente, bien que yo ya estaba pervertido; pero con la compañía de los malos estudiantes me acabé de perder enteramente. Paréceme que al leer estos renglones exclamáis: ¿cómo se mudó tan presto nuestro padre? Pues en la última escuela en que estuvo, ¿no había olvidado las malas propiedades que había adquirido en la primera? ¿Cómo fue esta metamorfosis tan violenta? Hijos míos, las buenas o malas costumbres que se imprimen en la niñez, echan muy profundas raíces, por eso importa tanto el dirigir bien a las criaturas en sus primeros años. Los vicios que yo adquirí en los míos, ya por el chiqueo de mi madre, las adulaciones de las viejas mis parientas, el indolente método de mi maestro, el pésimo ejemplo y compañía de tanto muchacho desreglado, y sobre todo esto, por mi natural perverso y mal inclinado, profundizaron mucho en mi espíritu, me costó demasiado trabajo irme deshaciendo de ellos a costa de no pocas reprensiones y caricias de mi buen maestro, y del continuo buen ejemplo que me daban los otros niños. Me parece que si nunca me hubieran faltado semejantes preceptos y condiscípulos, no me hubiera vuelto a extraviar, sino que hubiera asentado una conducta acendrada y religiosa, pero ¡ah! que no hay que fiar en enmiendas forzadas o pasajeras, porque en faltando el respeto o el fervor, se lleva el diablo esta clase de enmiendas, y quedamos con nuestro vestido antiguo o tal vez peores. Así lo experimenté yo, bien a mi costa. Estaban mis pasiones sofocadas, no muertas; mi perversa inclinación estaba como retirada, pero aún permanecía en mi corazón como siempre; mi mal genio no se había extinguido, estaba oculto solamente como las brasas debajo de la ceniza que las cubre; en una palabra, yo no obraba tan mal y con el descaro que antes, por el amor y respeto que tenía a mi prudente maestro, y por la vergüencilla que me imponían los demás niños con sus buenas acciones; pero no porque me faltaban ganas ni disposición. En efecto, luego que me separé de estos testigos, a quienes respetaba, y me uní otra vez a otros compañeros tan disipados como yo, volví a soltar la rienda a mis pasiones; corrieron éstas con el desenfreno propio de la edad, y se salieron del círculo de la razón, así como un río se sale de madre cuando le faltan los diques que lo contienen. Sin duda era el muchacho más maldito entre los más relajados estudiantes; porque yo era el Non plus ultra de los bufones y chocarreros. Esta sola cualidad prueba que no era mi carácter de los buenos, pues en sentir del sabio Pascal, hombre chistoso, ruin carácter. Ya sabéis que en los colegios estas frases, parar la bola, pandorguear, cantaletear, y otras, quieren decir: mofar,insultar, provocar, zaherir, injuriar, incomodar y agraviar por todos los modos posibles a otro pobre; y lo más injusto y opuesto a las leyes de la virtud, buena crianza y hospitalidad es que estos graciosos hacen lucir su habilidad infame sobre los pobres niños nuevos que entran al colegio. He aquí cuán recomendables son estos truhanes majaderos para que atados a un pilar del colegio sufrieran cien azotes por cada pandorga de éstas; pero lo sensible es que los catedráticos, pasantes, sotaministros y demás personas de autoridad en tales comunidades, se desentienden del todo de esta clase de delito, que lo es sin duda grave, y pasa por muchachada, aun cuando se quejan los agraviados, sin advertir que esta su condescendencia autoriza esta depravada corruptela, y ella ayuda a acabar deformar los espíritus crueles de los estragadores como yo, que veía llorar a un niño de estos desgraciados, a quienes afligía sumamente con las injurias y befa que les hacía, y su llanto, que me debía enternecer y refrenar, como que era el fruto del sentimiento de unas criaturas inocentes, me servía de entremés y motivo de risa, y de redoblar mis befas con más empeño. Considerad por aquí cuál sería mi bella índole, cuando tenía la fama de ser el mejor pandorguista de todo el colegio, y decían mis compañeros que yo le paraba la bola a cualquiera; que era lo mismo que decir que yo era el más indigno de todos ellos, y que ninguno, bueno o malo, dejaría de incomodarse si escuchaba en su contra mi maldita lengua. ¿Os parece, hijos míos, esta circunstancia algo favorable? ¿Con ella sola no advertís mi depravado espíritu y condición? Porque el hombre que se complace en afligir a otro su semejante, no puede menos que tener un alma ruin y un corazón protervo. Ni valga decir que lo hacen unos muchachos, pues esto lo que prueba es que si aun desde muchachos son malos, de grandes serán peores, si Dios y la razón no los modera, lo que no es muy común. Yo tuve una multitud de condiscípulos, y por observación he [50] visto que es raro el que ha salido bueno de entre estos genios burlones con exceso; y lo peor es que hay mucho de esto en nuestros colegios. Por estos principios conoceréis que era perverso en todo. En fin, entré a estudiar filosofía. |
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Capítulo V Escribe Periquillo su entrada al curso de artes, lo que aprendió, su acto general, su grado, y otras curiosidades que sabrá el que las quisiere saber
cabé mi gramática, como os dije, y entré al máximo y más antiguo colegio de San Ildefonso a estudiar filosofía, bajo la dirección del doctor don Manuel Sánchez y Gómez, que hoy vive para ejemplar de sus discípulos. Aún no se acostumbraba en aquel ilustre colegio, seminario de doctos y ornamento en ciencias de su metrópoli, aún no se acostumbraba, digo, enseñar la filosofía moderna en todas sus partes; todavía resonaban en sus aulas los ergos de Aristóteles. Aún se oía discutir sobre el ente de razón, las cualidades ocultas y la materia prima, y esta misma se definía con la explicación de la nada, nec est quid, etc. Aún la física experimental no se mentaba en aquellos recintos, y los grandes nombres de Carlesio, Newton, Muschembreck y otros, eran poco conocidos en aquellas paredes que han depositado tantos ingenios célebres y únicos, como el de un Portillo. En fin, aún no se abandonaba enteramente el sistema peripatético que por tantos siglos enseñoreó los entendimientos más sublimes de la Europa, cuando mi sabio maestro se atrevió el primero a manifestarnos el camino de la verdad sin querer parecer singular, pues escogió lo mejor de la lógica de Aristóteles y lo que le pareció más probable de los autores modernos en los rudimentos de física que nos enseñó; y de este modo fuimos unos verdaderos eclécticos, sin adherir caprichosamente a ninguna opinión, ni deferir sistema alguno, sólo por inclinación al autor. A pesar de este prudente método, todavía aprendimos bastantes despropósitos de aquellos que se han enseñado por costumbre, y los que convenía quitar, según la razón y hace ver el ilustrísimo Feijoo, en los discursos X, XI y XII, del tomo 7 de su Teatro crítico. Así como en el estudio de la gramática aprendí varios equivoquillos impertinentes, según os dije, como Caracoles comes; pastorcito come adoves; non est pecatum mortale occidere patrem sum, y otras simplezas de éstas; así también en el estudio de las súmulas aprendí luego mil sofismas ridículos, de los que hacía mucho alarde con los condiscípulos más cándidos como por ejemplo: besar la tierra es acto de humildad; la mujer es tierra, luego etc.; los apóstoles son doce, San Pedro es apóstol ergo etc.; y cuidado, que echaba yo un ergo con más garbo que el mejor doctor de la academia de París, y le empataba una negada a la verdad más evidente, ello es, que yo argüía y disputaba sin cesar, aun lo que no podía comprender, pero sabía fiar mi razón de mis pulmones, en frase del padre Isla. De suerte que por más quinadas que me dieran mis compañeros, yo no cedía. Podía haberles dicho: a entendimiento me ganarán, pero a gritón no, cumpliéndose en mí, cada rato, el común refrán de que quien mal pleito tiene, a voces lo mete. ¿Pues qué tal sería yo de tenaz y tonto después que aprendí las reducciones, reduplicaciones, equipolencias y otras baratijas, especialmente ciertos desatinados versos, que os he de escribir solamente porque veáis a lo que llegan los hombres por las letras. Leed, y admirad. Barbara, Celarent, Darii, Ferio, Baralipton, Celantes, Dabitis, Fapesmo, Frisesonorum, Cesare, Camestres, Festino, Baroco, Darapti, Felapton, Dísamis, Datisi, Bocardo, Ferison
¡Qué tal! ¿No son estos versos estupendos? ¿No están más propios para adornar redomas de botica que para enseñar reglas sólidas y provechosas? Pues hijos míos, yo percibí inmediatamente el fruto de su invención; porque desatinaba con igual libertad por Bárbara que por Ferison, pues no producía más que barbaridades a cada palabra. Primero aprendí a hacer sofismas que a conocerlos y desvanecerlos; antes supe obscurecer la verdad que indagarla; efecto natural de las preocupaciones de las escuelas y de la pedantería de los muchachos. Enmedio de tanta barahúnda de voces y terminajos exóticos, supe qué cosa eran silogismo, entimema sorites y dilemma. Este último es argumento terrible para muchos señores casados, porque lastima con dos cuernos, y por eso se llama bicornuto. Para no cansaros, yo pasé mi curso de lógica con la misma velocidad que pasa un rayo por la atmósfera sin dejarnos señal de su carrera, y así después de disputar harto y seguido sobre las operaciones del entendimiento, sobre la lógica natural, artificial y utente, sobre su objeto formal y material, sobre los modos de saber, sobre si Adán perdió o no la ciencia por el pecado (cosa que no se le ha disputado al demonio), sobre si la lógica es ciencia o arte, y sobre treinta mil cosicosas de éstas, yo quedé tan lógico como sastre; pero eso sí, muy contento y satisfecho de que sería capaz de concluir con el ergo al mismo Estagirita; ignoraba yo que por los frutos se conoce el árbol, y que según esto, lo mismo sería meterme a disputar en cualquiera materia, que dar a conocer a todo el mundo mi insuficiencia. Con todo eso, yo estaba más hueco que un calabazo, y decía a boca llena que era lógico como casi todos mis condiscípulos. No corrí mejor suerte en la física. Poco me entretuve en distinguir la particular de la universal; en saber si ésta trataba de todas las propiedades de los cuerpos, y si aquélla se contraía a ciertas especies determinadas. Tampoco averigüé qué cosa era física experimental, o teórica; ni en distinguir el experimento constante del fenómeno raro, cuya causa es incógnita; ni me detuve en saber qué cosa era mecánica, cuáles las leyes del movimiento y la quietud, qué significaban las voces fuerza, virtud, y cómo se componían o descomponían estas cosas; menos supe qué era fuerza centrípeta, centrífuga, tangente, atracción, gravedad, peso, potencia,resistencia, y otras friolerillas de esta clase; y ya se debe suponer que si esto ignoré, mucho menos supe qué cosa era estática, hidrostática, hidráulica, aerometría, óptica y trescientos palitroques de éstos; pero en cambio, disputé fervorosamente sobre si la esencia de la materia estaba conocida, o no; sobre si la trina dimensión determinada era su esencia, o el agua; sobre si repugnaba el vacío en la naturaleza; sobre la divisibilidad en infinito, y sobre otras alharacas de este tamaño, de cuya ciencia o ignorancia maldito el daño o provecho que nos resulta. Es cierto que mi buen preceptor nos enseñó algunos principios de geometría, de cálculo y de física moderna; mas fuérase por la cortedad del tiempo, por la superficialidad de las pocas reglas que en él cabían, o por mi poca aplicación, que sería lo más cierto, yo no entendí palabra de esto; y sin embargo decía al concluir este curso, que era físico, y no era más que un ignorante patarato; pues después que sustenté un actillo de física, de memoria, y después que hablaba de esta enorme ciencia con tanta satisfacción en cualquiera concurrencia, tomo que me mochen si hubiera sabido explicar en qué consiste que el chocolate dé espuma, mediante el movimiento del molinillo; por qué la llama hace figura cónica, y no de otro modo; por qué se enfría una taza de caldo u otro licor soplándola, ni otras cosillas de estas que traemos todos los días entre manos. Lo mismo, y no de mejor modo, decía yo que sabía metafísica y ética, y por poco aseguraba que era un nuevo Salomón después que concluí, o concluyó conmigo, el curso de artes. En esto se pasaron dos años y medio, tiempo que se aprovechara mejor con menos reglitas de súmulas, algún ejercicio en cuestiones útiles de lógica, en la enseñanza de lo muy principal de metafísica, y cuanto se pudiera de física, teórica y experimental. Mi maestro creo que así lo hubiera hecho si no hubiera temido singularizarse, y tal vez hacerse objeto de la crítica de algunos zoylos, si se apartaba de la rutina antigua enteramente. Es verdad, y esto ceda siempre en honor de mi maestro; es verdad que, como dejo dicho, ya nosotros no disputábamos sobre el ente de razón, cualidades ocultas, formalidades, hecceidades,quididades, intenciones, y todo aquel enjambre de voces insignificantes con que los aristotélicos pretendían explicar todo aquello que se escapaba a su penetración. «Es verdad (diremos con Juan Buchardo Mecknio) que no se oyen ya en nuestras escuelas estas cuestiones con la frecuencia que en los tiempos pasados; pero ¿se han aniquilado del todo? ¿Están enteramente limpias las universidades de las heces de la barbarie? Me temo que dura todavía en algunas la tenacidad de las antiguas preocupaciones, si no del todo, quizá arraigada en cosas que bastan para detener los progresos de la verdadera sabiduría.» Ciertamente que la declamación de este crítico tiene mucho lugar en nuestra México. Llegó por fin el día de recibir el grado de bachiller en artes. Sostuve mi acto a satisfacción, y quedé grandemente, así como en mi oposición a toda gramática; porque como los réplicas no pretendían lucir, sino hacer lucir a los muchachos, no se empeñaban en sus argumentos, sino que a dos por tres se daban por muy satisfechos con la solución menos nerviosa, y nosotros quedábamos más anchos que verdolaga en huerta de indio, creyendo que no tenían instancia que oponernos. ¡Qué ciego es el amor propio! Ello es que así que asado, yo quedé perfectamente, o a lo menos así me lo persuadí, y me dieron el sonoroso y retumbante título de baccalaureo, y quedé aprobado ad omnia. ¡Santo Dios! ¡Qué día fue aquél para mí tan plausible, y qué hora la de la ceremonia tan dichosa! Cuando yo hice el juramento de instituto, cuando colocado frente de la cátedra en medio de dos señores bedeles con mazas al hombro, me oí llamar bachiller en concurso pleno, dentro de aquel soberbio general, y nada menos que por un señor doctor, con su capelo y borla de limpia y vistosa seda en la cabeza, pensé morirme, o a lo menos volverme loco de gusto. Tan alto concepto tenía entonces formado de la bachillería, que aseguro a ustedes que en aquel momento no hubiera trocado mi título por el de un brigadier o mariscal de campo. Y no creáis que es hiperbólica esta proposición, pues cuando me dieron mi título en latín y autorizado formalmente, creció mi entusiasmo de manera que si no hubiera sido por el respeto de mi padre y convidados que me contenía, corro las calles, como las corrió el Ariosto cuando lo coronó por poeta Maximiliano I. ¡Tanto puede en nosotros la violenta y excesiva excitación de las pasiones, sean las que fueren, que nos engaña y nos saca fuera de nosotros mismos como febricitantes o dementes! Llegamos a mi casa, la que estaba llena de viejas y mozas, parientas y dependientes de los convidados, los cuales, luego que entré, me hicieron mil zalemas y cumplidos. Yo correspondí más esponjado que un guajolote; ya se ve, tal era mi vanidad. La inocente de mi madre estaba demasiado placentera, el regocijo le brotaba por los ojos. Desnudeme de mis hábitos clericales y nos entramos a la sala donde se había de servir el almuerzo, que era el centro a que se dirigían los parabienes y ceremonias de aquellos comedidísimos comedores. Creedme, hijos míos, los casamientos, los bautismos, las cantamisas y toda fiesta en que veáis concurrencia, no tienen otro mayor atractivo que la mamuncia. Sí, lacoca, la coca es la campana que convoca tantas visitas, y la bandera que recluta tantos amigos en momentos. Si estas fiestas fueran a secas, seguramente no se vieran tan acompañadas. Y no penséis que sólo en México es esta pública gorronería. En todas partes se cuecen habas, y en prueba de ello, en España es tan corriente, que allá saben un versito que alude a esto. Así dice: A la raspa venimos, Virgen de Illescas, a la raspa venimos; que no a la fiesta. Así es, hijos, a la raspa va todo el mundo y por la raspa; que no por dar días ni parabienes. Pero ¿qué mas? Si yo he visto que aun en los pésames no falta la raspa, antes suelen comenzar con suspiros y lamentos y concluir con bizcochos, queso, aguardiente, chocolate o almuerzo, según la hora; ya se ve, que habrán oído decir que los duelos con pan son menos, y que a barriga llena, corazón contento. No os disgustéis con estas digresiones, pues a más de que os pueden ser útiles, si os sabéis aprovechar de su doctrina, os tengo dicho desde el principio, que serán muy frecuentes en el discurso de mi obra, y que ésta es fruto de la inacción en que estoy en esta cama; y no de un estudio serio y meditado; y así es que voy escribiendo mi vida según me acuerdo, y adornándola con los consejos, crítica y erudición que puedo en este triste estado, asegurándoos sinceramente que estoy muy lejos de pretender ostentarme sabio, así como deseo seros útil como padre, y quisiera que la lectura de mi vida os fuera provechosa y entretenida, y bebierais el saludable amargo de la verdad en la dorada copa del chiste y de la erudición. Entonces sí estaría contento y habría cumplido cabalmente con los deberes de un sólido escritor, según Horacio, y conforme mi libre traducción: De escritor el oficio desempeña, quien divierte al lector y quien lo enseña. Mas en fin, yo hago lo que puedo; aunque no como lo deseo. Sentámonos a la mesa, comenzamos a almorzar alegremente, y como yo era el santo de la fiesta, todos dirigían hacia mí su conversación. No se hablaba sino del niño bachiller, y conociendo cuán contentos estaban mis padres, y yo cuán envanecido con el tal título, todos nos daban no por donde nos dolía, sino por donde nos agradaba. Con esto no se oía sino: tenga usted bachiller, beba usted bachiller, mire usted bachiller, y torna bachiller, y vuelve bachiller, a cada instante. Se acabó el almuerzo; después siguió la comida y a la noche el bailecito, y todo ese tiempo fue un continuo bachilleramiento. ¡Válgame Dios y lo que me bachillerearon ese día! Hasta las viejas y las criadas de casa me daban mis bachillereadas de cuando en cuando. Finalmente, quiso la Majestad divina que concluyera la frasca, y con ella tanta bachillería. Fuéronse todos a sus casas. Mi padre quedó con sesenta o setenta pesos menos, que le costó la función; yo con una presunción más, y nos retiramos a dormir que era lo que faltaba. A otro día nos levantamos a buena hora; y yo que pocas antes había estado tan ufano con mi título, y tan satisfecho con que me estuvieran regalando las orejas con su repetición, ya entonces no le percibía ningún gusto. ¡Qué cierto es que el corazón del hombre es infinito en sus deseos, y que únicamente la sólida virtud puede llenarlo! No entendáis que ahora me hago el santucho y os escribo estas cosas por haceros creer que he sido bueno. No, lejos de mí la vil hipocresía. Siempre he sido perverso, ya os lo he dicho, y aun postrado en esta cama, no soy lo que debía; mas esta confesión os ha de asegurar mejor mi verdad, porque no sale empujada por la virtud que hay en mí, sino por el conocimiento que tengo de ella, y conocimiento que no puede esconder el mismo vicio; de suerte, que si yo me levanto de esta enfermedad y vuelvo a mis antiguos extravíos (lo que Dios no permita) no me desdeciré de lo que ahora os escribo, antes os confesaré que hago mal; pero conozco el bien, según se expresaba Ovidio. Volviendo a mí, digo, que a los dos o tres días de mi grado, determinaron mis padres enviarme a divertir a unos herraderos que se hacían en una hacienda de un su amigo, que estaba inmediata a esta ciudad. Fuime en efecto... |
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Capítulo VIEn el que nuestro bachiller da razón de lo que le pasó en la hacienda, que es algo curioso y entretenido
legué a la hacienda en compañía del amigo de mi padre, que era no menos que el amo o dueño de ella. Apeámonos y todos me hicieron una acogida favorable. Con ocasión del divertimiento que había de los herraderos, estaba la casa llena de gente lucida, así de México como de los demás pueblos vecinos. Entramos a la sala, me senté en buen lugar en el estrado, porque jamás me gustó retirarme a largo trecho de las faldas, y después que hablaron de varias cosas de campo, que yo no entendía, la señora grande, que era esposa del dueño de la dicha hacienda, trabó conversación conmigo y me dijo: conque señorito, ¿qué le han parecido a usted esos campos por donde ha pasado? Le habrán causado su novedad, porque es la primera vez que sale de México, según noticias. Así es, señora, la dije, y los campos me gustan demasiado. Pero no como la ciudad, ¿es verdad?, me dijo. Yo por política le respondí: sí señora, me han gustado, aunque ciertamente no me desagrada la ciudad. Todo me parece bueno en su línea; y así estoy contento en el campo como en el campo; y divertido en la ciudad como en la ciudad. Celebraron bastante mi respuesta, como si hubiera dicho alguna sentencia catoniana, y la señora prosiguió el elogio diciendo: sí, sí, el colegial tiene talento, aunque luciera mejor si no fuera tan travieso, según nos ha dicho Januario. Este Januario era un joven de diez y ocho a diez y nuevo años, sobrino de la señora, condiscípulo siempre y grande amigo mío. Tal salí yo, porque era demasiado burlón y gran bellaco, y no le perdí pisada ni dejé de aprovecharme de sus lecciones. Él se hizo mi íntimo amigo desde aquella primera escuela en que estuve, y fue mi eterno ahuizote y mi sombra inseparable en todas partes, porque fue a la segunda y tercera escuela en que me pusieron mis padres; salió conmigo, y conmigo entró y estudió gramática en la casa de mi maestro Enríquez; salí de allí, salió él; entré a San Ildefonso, entró él también; me gradué, y se graduó en el mismo día. Era de un cuerpo gallardo, alto y bien formado; pero como en mi consabida escuela era constitución que nadie se quedara sin su mal nombre, se lo cascábamos a cualquiera aunque fuera un Narciso o un Adonis; y según esta regla le pusimos a don Januario Juan Largo, combinando de este modo el sonido de su nombre y la perfección que más se distinguía en su cuerpo. Pero después de todo, él fue mi maestro y mi más constante amigo; y cumpliendo con estos deberes tan sagrados, no se olvidó de dos cosas que me interesaron demasiado y me hicieron muy buen provecho en el discurso de mi vida, y fueron: inspirarme sus malas mañas, y publicar mis prendas, y mi sobrenombre de PERIQUILLO SARNIENTO por todas partes; de manera que por su amorosa y activa diligencia lo conservé en gramática, en filosofía y en el público cuando se pudo. Ved, hijos míos, si no sería yo un ingrato si dejara de nombrar en la historia de mi vida con la mayor efusión de gratitud a un amigo tan útil, a un maestro tan eficaz, y al pregonero de mis glorias; pues todos estos títulos desempeñó a satisfacción el grande y benemérito Juan Largo. No sabía, con todo eso, si aquellas señoras tenían tan larga relación de mí, ni si sabían mi retumbante nombrecillo. Estaba muy ufano en el estrado dando taba, como dicen, con la señora y una porción de niñas, entre las cuales no era la menos viva y platiconcilla la hija de la señora mi panegirista, que no me pareció tercio de paja, porque sobre no haber quince años feos y estar ella en sus quince, era demasiado bonita, e interesante su figura, motivo poderoso para que yo procurara manejarme con cierta afabilidad y circunspección lo mejor que podía para agradarla; y ya había notado que cuando decía yo alguna facetada colegialuna, ella se reía la primera y celebraba mi genialidad de buena gana. Estaba yo, pues, quedando bien y en lo mejor de mi gusto, cuando en esto que escuché ruido de caballos en el patio de la hacienda, y antes de preguntar quién era, se fue presentando en medio de la sala, con su buena manga, paño de sol, botas de campana, y demás aderezos de un campista decente... ¿Quién piensan ustedes que sería? ¡Quién había de ser, por mis negros pecados, sino el demonio de Juan Largo, mi caro amigo y favorecedor! Al instante que entró, me vio, y saludando a todos los concurrentes en común y sobre la marcha, se dirigió a mí con los brazos abiertos y me halagó las orejas de esta suerte: ¡oh, mi querido Periquillo Sarniento! ¿Tanto bueno por acá? ¿Cómo te va, hermano? ¿Qué haces? Siéntate... No puedo ponderar la enojada que me di al ver como aquel maldito en un instante había descubierto mi sarna y mi periquería delante de tantos señores decentes, y lo que yo más sentía, delante de tantas viejas y muchachas burlonas, las que luego que oyeron mis dictados comenzaron a reírse a carcajadas con la mayor impudencia y sin el menor miramiento de mi personita. Yo no sé si me puse amarillo, verde, azul o colorado, lo que sí me acuerdo es que la sala se me oscureció de la cólera, y los carrillos y orejas me ardían más que si los hubiese estregado con chile. Miré al condenado Juan Largo, y le respondí no sé qué, con mucho desdén y gravedad, creyendo con este entono corregir la burla de las muchachas y la insolencia de mi amigo; pero nada menos que eso conseguí, pues mientras yo me ponía más serio, las muchachas reían de mejor gana, de modo que parecía que les hacían cosquillas a las muy puercas, y el pícaro de Juan Largo añadía nuevas facetadas con que redoblaban sus caquinos. Viéndome yo en tal apuro, hube de ceder a la violencia de mi estrella y disimular la bola que tenía, riéndome con todos; aunque si va a decir verdad, mi risa no era muy natural, sino algo más que forzada. En fin, después que me periquearon bastante y disecaron el hediondo cadáver de su sarnosa etimología, ya que no tenían baso para reír, ni aquel bribón bufonada con que insultarme, cesó la escena, y calmó, gracias a Dios, la tempestad. Entonces fue la primera vez que conocí cuán odioso era tener un mal nombre, y qué carácter tan vil es el de los truhanes y graciosos, que no tienen lealtad ni con su camisa; porque son capaces de perder el mejor amigo por no perder la facetada que les viene a la boca en la mejor ocasión; pues tienen el arte de herir y avergonzar a cualquiera con sus chocarrerías, y tan a mala hora para el agraviado, que parece que les pagan, como me sucedió a mí con mi buen condiscípulo, que me fue a hacer quedar mal, justamente cuando estaba yo queriendo quedar bien con su prima. Detestad, hijos míos, las amistades de semejante clase de sujetos. Llegó la hora de comer, pusieron la mesa, y nos sentamos todos según la clase y carácter de cada uno. A mí me tocó sentarme frente a un sacerdote vicario de Tlalnepantla, a cuyo lado estaba el cura de Cuautitlán, (lugar a siete leguas de México) que era un viejo gordo y harto serio. Comieron todos alegremente, y yo también, que como muchacho al fin, no era rencoroso, y más cuando trataban de complacerme con abundancia de guisados exquisitos y sabrosos dulces; porque don Martín, que así se llamaba el amo, era bastante liberal y rico. Durante la comida hablaron de muchas cosas que yo no entendí; pero después que alzaron los manteles, preguntó una señora ¿si habíamos visto la cometa? El cometa dirá usted, señorita, dijo el padre vicario. Eso es, respondió la madama. Sí, lo hemos visto estas noches en la azotea del curato y nos hemos divertido bastante. ¡Ay!, qué diversión tan fea, dijo la madama. ¿Por qué señorita? ¿Por qué? Porque ese cometa es señal de algún daño grande que quiere suceder aquí. Ríase usted de eso, decía el cleriguito; los cometas son unos astros como todos; lo que sucede es que se ven de cuando en cuando porque tienen mucho que andar, y así son tardones, pero no maliciosos. Si no, ahí está nuestro amigo don Januario, que sabe bien qué cosa son los cometas, y por qué se dan tanto a desear de nuestros ojos, y él nos hará favor de explicarlo con claridad para que ustedes se satisfagan. Sí, Januarito, anda, dinos como está eso, dijo la prima; mas el demonio de Juan Largo sabía tanto de cometas como de pirocthenia, pero no era muy tonto; y así sin cortarse respondió: prima, ese encargo se lo puedes hacer a mi amigo Perico por dos razones, la una porque es muchacho muy hábil, y la dos, porque siendo esta súplica tuya, propia para hacer lucir una buena explicación cometal, por regla de política debemos obsequiar con estos lucimientos a los huéspedes. Conque vamos, suplícale al Sarnientito que te lo explique, verán ustedes qué pico de muchacho. Así que él no esté con nosotros yo te explicaré, no digo qué cosa son cometas, y por dónde caminan, que es lo que ha apuntado el padrecito, sino que te diré cuántos son todos los luceros, cómo se llama cada uno, por dónde andan, qué hacen, en qué se entretienen, con todas las menudencias que tú quieras saber, satisfecho que tengo de contentar tu curiosidad por prolija que sea, sin que haya miedo que no me creas, pues como dijo tío Quevedo: El mentir de las estrellas es un seguro mentir, porque ninguno ha de ir a preguntárselo a ellas. Conque ya quedamos, Poncianita, que te explicará el cometa al derecho y al revés mi amigo Perucho, mientras yo con licencia de estos señores voy a ensillar mi caballo; y diciendo y haciendo se disparó fuera de la sala sin atender a que yo decía, que estando allí los señores padres, ellos satisfarían el gusto de la señorita mejor que yo. No valió la excusa; el vicario de Tlalnepantla me había conocido el juego, y porfiaba en que fuera yo el explicador. Yo, decía, no señores; fuera una grosería que yo quisiera lucir donde están mis mayores. El cura, que era tan socarrón como serio, al oír esta mi urbanidad, se sonrió al modo de conejo y dijo: sabrán ustedes para bien saber, que en tiempo de marras, había en mi parroquia un cura muy tonto y vano, entre los que eran más tontos; él, pues, un día estaba predicando lleno de satisfacción cuantas majaderías se le venían a la cabeza, a unos pobres indios que eran los que únicamente podían tener paciencia de escucharlo. Estaba en lo más fervoroso del sermón, cuando fue entrando en la iglesia el arzobispo mi señor, que iba a la santa visita. Al instante que entró alborotose el auditorio y turbose el predicador; siendo su sorpresa mayor que si hubiese visto al diablo. Callose la boca, quitose el bonete, y diciendo su ilustrísima que continuara, exclamó: ¡cómo era capaz, señor ilustrísimo, que estando presente mi prelado, fuera yo tan grosero que me atreviera a seguir mi sermón! Eso no, suba usía ilustrísima, y acábelo, mientras acabo yo la misa pro populo. El arzobispo no pudo contener la risa de ver la grande urbanidad de este cura ignorante, y lo bajó del púlpito y del curato; apliquen ustedes. Calló el padre gordo diciendo esto. Sonriose el vicario y las mujeres, y yo no dejé de correrme, aunque me cabía cierta duda en si lo diría por mi política, o por la de Juan Largo; mas no duré mucho en esta suspensión, porque el zaragate del padre vicario probó de una vez todo su arbitrio diciendo a la Poncianita: usted, niña, elija quién ha de explicar lo que es cometa, el colegial o yo; y si la elección recae en mí, lo haré con mucho gusto, porque no me agrada que me rueguen, ni sé hacer desaire a las señoras. Sin duda la guiñó del ojo, porque al instante me dijo la prima de Largo: usted, señor, quisiera me hiciera ese favor. No me pude escapar, me determiné a darle gusto; mas no sabía ni por dónde comenzar, porque maldito si yo sabía palabra de cometas, ni cometos; sin embargo, con algún orgullo (prenda esencialísima de todo ignorante) dije: pues, señores, los cometas, o las cometas, como otros dicen, son unas estrellas más grandes que todas las demás; y después que son tan grandes, tienen una cola muy larguísima... ¿Muy larguísima?, dijo el vicario; y yo que no conocía que se admiraba de que ni castellano sabía hablar, le respondí lleno de vanidad: sí, padre, muy larguísima, ¿pues qué no la ha visto usted? Vaya, sea por Dios, me contestó. Yo proseguí: estas colas son de dos colores, o blancas o encarnadas; si son blancas, anuncian paz o alguna felicidad al pueblo; y si son coloradas como teñidas de sangre, anuncian guerras o desastres; por eso la cometa que vieron los reyes magos tenía su cola blanca, porque anunció el nacimiento del Señor y la paz general del mundo, que hizo por esta razón el rey Octaviano, y esto no se puede negar, pues no hay nacimiento alguno en la noche buena que no tenga su cometita con la cola blanca. El que no los veamos muy seguido es porque Dios los tiene allá retirados, y sólo los deja acercarse a nuestra vista cuando han de anunciar la muerte de algún rey, el nacimiento de algún santo, o la paz o la guerra en alguna ciudad, y por eso no los vemos todos los días; porque Dios no hace milagros sin necesidad. El cometa de este tiempo tiene la cola blanca, y seguramente anuncia la paz. Esto es, dije yo muy satisfecho, esto es lo que hay acerca de los cometas. Está usted servida, señorita. Muchas gracias, dijo ella. No, no muchas, dijo el vicario; porque el señorito, aunque me dispense, no ha dicho palabra en su lugar, sino un atajo de disparates endiablados. Se conoce que no ha estudiado palabra de astronomía, y por lo propio ignora qué cosas son estrellas fijas, qué son planetas, cometas, constelaciones, dígitos, eclipses, etc., etc. Yo tampoco soy astrónomo, amiguito, pero tengo alguna tintura de una que otra cosilla de éstas; y aunque es muy superficial, me basta para conocer que usted tiene menos, y así habla tantas barbaridades; y lo peor es que las habla con vanidad, y creyendo que entiende lo que dice y que es como lo entiende; pero para otra vez no sea usted cándido. Sepa usted que los cometas no son estrellas, ni se ven por milagro, ni anuncian guerras, ni paces, ni la estrella que vieron los reyes del Oriente cuando nació el Salvador era cometa, ni Octaviano fue rey, sino césar o emperador de Roma, ni éste hizo la paz general con el mundo por aquel divino natalicio; sino que el príncipe de la paz Jesucristo, quiso nacer cuando reinaba en el universo una paz general, que fue en tiempo de Augusto César Octaviano, ni crea usted finalmente, ninguna de las demás vulgaridades que se dicen de los cometas; y porque no piense usted que esto lo digo a tintín de boca, le explicaré en breve lo que es cometa. Oiga usted. Los cometas son planetas como todos los demás, esto es: lo mismo que la Luna, Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter, Saturno y Herschel, los cuales son unos cuerpos esféricos (esto es, perfectamente redondos, o como vulgarmente decimos, unas bolas), son opacos, no tienen ninguna luz de por sí, así como no la tiene la Tierra, pues la que reflectan o nos envían, se la comunica el Sol. La causa de que los veamos de tarde en tarde, es porque su curso es irregular respecto a los demás planetas, quiero decir: aquéllos hacen sus giros sobre el sol esférica, y éstos elípticamente, pues, unos dan su vuelta redonda, y otros (los cometas) larga; y ésta es la causa porque teniendo más camino que andar, nos tardamos nosotros más en verlos; así como más pronto verá usted al que haya de ir y venir de aquí a México, que al que haya de ir y venir de aquí a Guatemala; porque el primero tiene menos que andar que el segundo. Esas colas que se les advierten, no son, según los que entienden, otra cosa más que unos vapores que el sol les extrae e ilumina, así como ilumina la ráfaga de átomos cuando entra por una ventana; y este mismo sol, conforme la disposición en que comunica su luz a este vapor, hace que estas colas de los cometas nos presten un color blanco o rojo, para cuya persuasión no necesitamos atormentar el entendimiento, pues todos los días advertimos las nubes iluminadas con una luz blanca o roja según su posición respecto al sol. En virtud de esto, nada tenemos que esperar favorable del color blanco de las colas de los cometas, ni que temer adverso por su color rojo. Esto es lo más fundado y probable por los físicos en esta materia; lo demás son vulgaridades que ya todo el mundo desprecia. Si usted quisiere imponerse a fondo de estas cosas, lea al padre Almeida, al Brison, y a otros autores traducidos al castellano que tratan de la materiapro famotiori, esto es, con extensión. La que yo he tenido para explicar este asunto, ha sido demasiada, y verdaderamente tiene visos de pedantería, pues estas materias son ajenas y tal vez ininteligibles a las personas que nos escuchan, exceptuando al señor cura; pero la ignorancia y vanidad de usted me han comprometido a tocar una materia singular entre semejantes sujetos, y que por lo mismo conozco habré quebrantado las leyes de la buena crianza; mas la prudencia de estos señores me dispensará, y usted me agradecerá o no, mis buenas intenciones, que se reducen a hacerle ver, no se meta jamás a hablar en cosas que no entiende. Contemplen ustedes ¿cómo quedaría yo con semejante responsorio? Al instante conocí que aquel padre decía muy bien, por más que yo sintiera su claridad, pues aunque he sido ignorante, no he sido tonto, ni he tenido cabeza de lepeguaje; fácilmente me he docilitado a la razón; porque en la realidad, hay verdades tan demostradas y penetrantes que se nos meten por los ojos a pesar de nuestro amor propio. ¡Infelices de aquellos cuyos entendimientos son tan obtusos que no les entran las verdades más evidentes! Y más infelices aquellos cuya obstinación es tal que los hace cerrar los ojos para no ver la luz. ¡Qué pocas esperanzas dan unos y otros de prestarse dóciles a la razón en ningún tiempo! Quedeme confuso, como iba diciendo, y creo que mi vergüenza se conocía por sobre de mi ropa, porque no me atreví a hablar una palabra, ni tenía qué. Las señoras, el cura y demás sujetos de la mesa, sólo se miraban y me miraban de hito en hito, y esto me corría más y más. Pero el mismo padre vicario, que era un hombre muy prudente, me quitó de aquella media naranja con el mejor disimulo, diciendo: señores, hemos parlado bastante; yo voy a rezar vísperas, y es regular que las señoritas quieran reposar un poco para divertirnos esta tarde con los toritos. Levantose luego de la mesa y todos hicieron lo mismo. Las señoras se retiraron a lo interior de la casa, y los hombres, unos se tiraron sobre los canapés, otros cogieron un libro, otros se pusieron a divertir a juegos de naipes, y otros por fin, tomaron sus escopetas y se fueron a pasar el rato a la huerta. Sólo yo me quedé de non, aunque muchos señores me brindaron con su compañía; pero yo les di las gracias, y me excusé con el pretexto de que estaba cansado del camino, y que acostumbraba dormir un rato de siesta. Cuando vi que todos estaban o procurando dormir, o divertidos, me salí al corredor, me recosté en una banca, y comencé a hacer las más serias reflexiones entre mí acerca del chasco que me acababa de pasar. Ciertamente, decía yo, ciertamente que este padre me ha avergonzado; pero después de todo, yo he tenido la culpa en meterme a dar voto en lo que no entiendo. No hay duda, yo soy un necio, un bárbaro y un presumido. ¿Qué he leído yo de planetas, de astros, cometas, eclipses, ni nada de cuanto el padre me dijo? ¿Cuándo he visto ni por el forro, los autores que me nombró, ni he oído siquiera hablar de esto antes que ahora? ¿Pues quién diablos me metió en la cabeza ser explicador de cosa que no entiendo, y luego explicador tan sandio y orgulloso? ¿En qué estaría yo pensando? Ya se ve, soy bachiller en filosofía, soy físico. Reniego de mi física y de cuantos físicos hay en el mundo si todos son tan pelotas como yo. ¡Voto a mis pecados! ¿Qué dirá este padre? ¿Qué dirá el señor cura? ¿Y qué dirán todos? Pero ¿qué han de decir, sino que soy un burro? Para más fue que yo, el tuno de Juan Largo, que no se atrevió a manifestar su ignorancia. No hay remedio, saber callar es un principio de aprender, y el silencio es una buena tapadera de la poca instrucción; Juan Largo, no hablando, dejó a todos en duda de si sabe o no sabe lo que son cometas; y yo con hablar tanto no conseguí sino manifestar mi necedad y ponerme a una vergüenza pública. Pero ya sucedió, ya no hay remedio. Ahora para que no se pierda todo, es preciso satisfacer al mismo padre, que es quien entiende mi tontera mejor que los demás, y suplicarle me dé un apunte de los autores físicos que yo pueda estudiar; porque ciertamente la física no puede menos que ser una ciencia, a más de utilísima, entretenida, y yo deseo saber algo de ella. Con esta resolución me levanté de la banca y me fui a buscar al vicario que ya había acabado de rezar, y redondamente le canté la palinodia. Padrecito, le dije, ¿qué habrá usted dicho de la nueva explicación del cometa que me ha oído? Vamos, que usted no se esperaba tan repentino entremés sobre mesa; pero la verdad, yo soy un majadero y lo conozco. Como cuando aprendí en el colegio unos cuantos preliminares de física y algunas propiedades de los cuerpos en general, me acostumbré a decir que era físico, lo creí firmísimamente, y pensé que no había ya más que saber en esa facultad. A esta preocupación se siguió el ver que había quedado bien en mis actillos, que me alabaron los convidados y me dieron mis galas; y después de esto, no habrá ocho días que me he graduado de bachiller en filosofía, y me dijeron que estaba yo aprobado para todo; pensé que era yo filósofo de verdad, que el tal título probaba mi sabiduría, y que aquel pasaporte que me dieron para todo, me facultaba para disputar de todo cuanto hay, aunque fuera con el mismo Salomón; pero usted me ha dado ahora una lección de que deseo aprovecharme; porque me gusta la física, y quisiera saber los libros donde pueda aprender algo de ella; pero que la enseñen con la claridad que usted. Ésa es una buena señal de que usted tiene un talento no vulgar, me dijo el padre, porque cuando un hombre conoce su error, lo confiesa y desea salir de él, da las mejores esperanzas, pues esto no es propio de entendimientos arrastrados que yerran y lo conocen, pero su soberbia no les permite confesarlos; y así ellos mismos se privan de la luz de la enseñanza, semejantes al enfermo imprudente que por no descubrir su llaga al médico, se priva de la medicina y se empeora. Pero ¿dónde aprendió usted ese montón de vulgaridades que nos contó de los cometas? Porque en el colegio seguramente no se las enseñaron. Ya se ve que no, le respondí. Esa copia de lucidísima erudición que he vaciado se la debo a las viejas y cocineras de mi casa. No es usted el primero, dijo el padre, que mama con la primera leche semejantes absurdos. Verdaderamente que todas ésas son patrañas y cuentos de viejas. Usted lo que debe hacer es aplicarse, que aún es muchacho y puede aprovechar. Yo le daré el apuntito que me pide de los autores en que puede leer a gusto estas materias, y le daré también algunas leccioncitas mientras estemos aquí. Le di las gracias, quedando prendado de su bello carácter; iba a pedirle un favor de muchacho, cuando nos llamaron para que nos fuéramos a divertir al corral del herradero. |
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Capítulo VIIProsigue nuestro autor contando los sucesos que le pasaron en la hacienda
in embargo de que nos llamaron, el padre vicario continuó diciéndome: por lo que toca a lo que usted me pide acerca de que le instruya de los mejores autores físicos, le digo que no es menester apuntito, porque son muy pocos los que he de aconsejar a usted que lea, y fácilmente los puede encomendar a la memoria. Procure usted leer la Física experimental de los Abates Para y Nollet, las Recreaciones filosóficas del padre don Teodoro de Almeida, el Diccionario de física, y el Tratado de física de Brisson. Con esto que usted lea con cuidado, tendrá bastante para hablar con acierto de esta ciencia en donde se le ofrezca, y si a este estudio quisiere añadir el de la historia natural como que es tan análogo al anterior, podrá leer con utilidad el Espectáculo de la naturaleza por Pluche, y con más gusto y fruto la Historia natural del célebre conde de Buffon, llamado por antonomasia el Plinio de Francia. Estos estudios, amiguito, son útiles, amenos y divertidos; porque el entendimiento no encuentra en ellos lo abstracto de la teología, la incertidumbre de la medicina, lo intrincado de las leyes, ni lo escabroso de las matemáticas. Todo llena, todo deleita, todo embelesa y todo enseña, así en la física como en la historia natural. Es estudio que no fatiga y ocupación que no cansa. La doctrina que ministra es dulce, y el vaso en que se brinda es de oro. Los que miran el Universo por la parte de afuera, se sorprenden con su primorosa perspectiva; pero no hacen más que sorprenderse como los niños cuando ven la primera vez una cosa bonita que les divierte. El filósofo, como ve el Universo con otros ojos, pasa más allá de la simple sorpresa; conoce, observa, escudriña y admira cuanto hay en la naturaleza. Si eleva su entendimiento a los cielos, se pierde en la inmensidad de esos espacios llenos de la Majestad más soberana; si detiene su consideración en el sol, mira una mole crecidísima de un fuego vivísimo, penetrante e inextinguible, al paso que benéfico e interesante a toda la naturaleza; si observa la luna, sabe que es un globo que tiene montes, mares, valles, ríos, como el globo que pisa; y que es un espejo que refleja la brillante luz del sol para comunicárnosla con sus influencias; si atiende a los planetas como Venus, Mercurio y Marte, y la restante multitud de astros, ya fijos, ya errantes, no contempla sino una prodigiosa infinidad de mundos ya luminosos, ya iluminados, ya soles, ya lunas que observan constantemente los movimientos y giros que la sabia Omnipotencia les prescribió desde el principio; si su consideración desciende a este planeta que habitamos, admira la economía de su hechura; mira el agua pendiente sobre la tierra, contenida sólo con un débil polvillo de arena; los montes elevados, las cascadas estrepitosas, las risueñas fuentes, los arroyos mansos, los caudalosos ríos, los árboles, las plantas, las flores, las frutas, las selvas, los valles, los collados, las aves, las fieras, los peces, el hombre, y hasta los despreciables insectillos que se arrastran; y todo, todo le franquea teatro a su curiosidad e investigación. La atmósfera, las nubes, las lluvias, el rocío, el granizo, los fuegos fatuos, las auroras boreales, los truenos, los relámpagos, los rayos, y cuantos meteoros tiene la naturaleza, presentan un vastísimo campo a su prolijo y estudioso examen, y después que admira, contempla, examina, discurre, pondera y acicala su entendimiento sobre un caos tan prodigioso de entes heterogéneos, tan admirables como incomprensibles, reflexiona que el conocimiento o ignorancia que tiene de estos mismos seres, lo llevan como por la mano hasta la peana del trono del Criador. Entonces el filósofo verdadero no puede menos que anonadarse y postrarse ante el solio de la Deidad Suprema, confesar su poder, alabar su providencia, reconocer en silencio lo sublime de su sabiduría, y darle infinitas gracias por el diluvio de beneficios que ha derramado sobre sus criaturas, siendo entre las terrestres la más noble, la más excelsa, la más privilegiada, y la más ingrata el hombre, «bajo cuyos pies (nos dice la voz de la verdad) que sujetó todo lo criado»: Omnia subjecisti sub pedibus ejus; y lo mismo será llegar el filósofo a estos sublimes y necesarios conocimientos, que comenzar a ser teólogo contemplativo; pues así como todos los rayos de la rueda de un coche descansan sobre la maza que es su centro, así las criaturas reconocen su punto céntrico en el Criador; por manera que los impíos ateístas que niegan la existencia de un Dios criador y conservador del Universo, proceden contra el testimonio común de las naciones, pues las más bárbaras y salvajes han reconocido este soberano principio; porque los mismos cielos proclaman la gloria de Dios, el firmamento anuncia sus obras maravillosas, y las criaturas todas que se nos manifiestan a la vista, son las conductoras que nos llevan a adorar las maravillas que no vemos. Pero, ya se ve, los ateístas son unos brutos que parecen hombres, o unos hombres que voluntariamente quieren ser menos que los brutos. Ello es evidente... En esto, viendo que nos tardábamos, salieron a llamarnos otra vez las niñas y señores de la hacienda, para que fuéramos a ver las travesuras de los payos y caporales, y tuvimos que suspender, o por mejor decir, cortar enteramente una conversación tan dulce para mí, porque en la realidad me entretenía más que todos los herraderos. Admiráronse de vernos tan unidos al padre y a mí, creyendo que yo conservara algún resentimiento por el sonrojillo que me había hecho pasar sobre mesa; y aun entre chanzas nos descubrieron su pensamiento; pero yo, en medio de mis desbaratos, he debido a Dios dos prendas que no merezco. La una un entendimiento dócil a la razón, y la otra, un corazón noble y sensible, que no me ha dejado prostituir fácilmente a mis pasiones. Lo digo así porque cuando he cometido algunos excesos, me ha costado dificultad sujetar el espíritu a la carne. Esto es, he cometido el mal conociéndolo y atropellando los gritos de mi conciencia y con plena advertencia de la justicia, lo que acaece a todo hombre cuando se desliza al crimen. Por estas buenas cualidades que digo he visto brillar en mi alma, jamás he sido rencoroso ni aun con mis enemigos; mucho menos con quien he conocido que me ha aconsejado bien tal vez con alguna aspereza, lo que no es común, porque nuestro amor propio se resiente de ordinario de la más cariñosa corrección, siempre que tiene visos de regaño; y por eso los de la hacienda se admiraban de la amistosa armonía que observaban entre mí y el padre. Fuímonos, por fin, al circo de la diversión, que era un gran corral, en el que estaban formados unos cómodos tabladitos. Sentámonos el padre vicario y yo juntos, y entretuvimos la tarde mirando herrar los becerros, y ganado caballar y mular que había. Mas advertí que los espectadores no manifestaban tanta complacencia cuando señalaban a los animales con el fuego, como cuando se toreaban los becerrillos o se jineteaban los potros, y mucho más cuando un torete tiraba a un muchacho de aquéllos, o un muleto desprendía a otro de sobre sí; porque entonces eran desmedidas las risadas, por más que el golpeado inspirara la compasión con la aflicción que se pintaba en su semblante. Yo, como hasta entonces no había presenciado semejante escena, no podía menos que conmoverme al ver a un pobre que se levantaba rengueando de entre las patas de una mula o las astas de un novillo. En aquel momento sólo consideraba el dolor que sentiría aquel infeliz, y esta genial compasión no me permitía reír cuando todos reventaban a caquinos. El juicioso vicario, que ¡ojalá hubiera sido mi mentor toda la vida!, advirtió mi seriedad y silencio, y leyéndome el corazón me dijo: ¿usted ha visto toros en México alguna vez? No, señor, le contesté, ahora es la primera ocasión que veo esta clase de diversiones, que consisten en hacer daño a los pobres animales, y exponerse los hombres a recibir los golpes de la venganza de aquéllos, la que juzgo se merecen bien por su maldita inclinación y barbarie. Así es, amiguito, me dijo el vicario; y se conoce que usted no ha visto cosas peores. ¿Qué dijera usted si viera las corridas de toros que se hacen en las capitales, especialmente en las fiestas que llaman Reales? Todo lo que usted ve en éstas son frutas y pan pintado; lo más que aquí sucede es que los toretes suelen dar sus revolcadillas a estos muchachos, y los potros y mulas sus caídas, en las que ordinariamente quedan molidos y estropeados los jinetes; mas no heridos o muertos como sucede en aquellas fiestas públicas de las ciudades que dije; porque allí, como se torean toros escogidos por feroces, y están puntales, es muy frecuente ver los intestinos de los caballos enredados en sus astas, hombres gravemente lastimados y algunos muertos. Padre, le dije yo, ¿y así exponen los racionales sus vidas para sacrificarlas en las armas enojadas de una fiera? ¿Y así concurren todos de tropel a divertirse con ver derramar la sangre de los brutos, y tal vez de sus semejantes? Así sucede, me contestó el vicario, y sucederá siempre en los dominios de España, hasta que no se olvide esta costumbre tan repugnante a la naturaleza, como a la ilustración del siglo en que vivimos. Conversamos largo rato sobre esto, como que es materia muy fértil, y cuando mi amigo el vicario hubo concluido, le dije: padre, estoy pensando que ese demontre de Januario o Juan Largo, mi condiscípulo, luego que sepa los disparates que yo dije del cometa, y la justa reprehensión de usted, me ha de burlar altamente y en la mesa delante de todos, porque es muy pandorguista, y tiene su gusto en pararle la bola, como dicen, a cualquiera en la mejor concurrencia; y yo ciertamente no quisiera pasar otro bochorno como el de a medio día, o ya que él sea tan mal amigo y tan imprudente, que padeciera el mismo tártago que yo, haciéndolo usted quedar mal con alguna preguntita de física, pues estoy seguro que entiende tanto de esto como de hacer un par de zapatos; y así le encargo a usted que me haga este favor y le saque los colores a la cara por faceto. Mire usted, me dijo el padre, a mí me es fácil desempeñar a usted, pero ésa es una venganza cuya vil pasión debe usted refrenar toda la vida; la venganza denota una alma baja que no sabe ni es capaz de disimular el más mínimo agravio. El perdonar las injurias no sólo es señal característica de un buen cristiano, sino también de una alma noble y grande. Cualquiera por pobre, por débil y cobarde que sea, es capaz de vengar una ofensa; para esto no se necesita religión, ni talento, ni prudencia, ni nobleza, cuna, educación ni nada bueno; sobra con tener una alma vil, y dejar que la ira corra por donde se le antoje para suscribir fácilmente a los sanguinarios sentimientos que inspira. Pero para olvidar un agravio, para perdonar al que nos lo infiere, y para remunerar la maldad con acciones benéficas, es menester no solamente saber el evangelio, aunque esto debía ser suficiente, sino tener una alma heroica, un corazón sensible, y esto no es común; tampoco lo es ver unos héroes como Trajano, de quien se cuenta que dando audiencia pública llegó al trono un zapatero fingiendo iba a pedir justicia; acercose al emperador, y aprovechando un descuido, le dio una bofetada. Alborotose el pueblo, y los centinelas querían matarlo en el acto; pero Trajano lo impidió para castigarlo por sí mismo. Ya asegurado el alevoso, le preguntó: ¿qué injuria te he hecho, o qué motivo has tenido para insultarme? El zapatero, tan necio como vano, le contestó: señor, el pueblo bendice vuestro amable carácter; nada tengo que sentir de vos; mas he cometido este sacrílego delito, sabiendo que he de morir, sólo porque las generaciones futuras digan que un zapatero tuvo valor para dar una bofetada al emperador Trajano. Pues bien, dijo éste, si ése ha sido el motivo, tú no me has de exceder en valor. Yo también quiero que diga la posteridad que, si un zapatero se atrevió a dar una bofetada al emperador Trajano, Trajano tuvo valor para perdonar al zapatero. Anda libre. Esta acción no necesita ponderarse; ella sola se recomienda, y usted puede deducir de ella y de miles de iguales que hay en su línea, que para vengarse es menester ser vil y cobarde, y para no vengarse es preciso ser noble y valiente; porque el saber vencerse a sí mismo y sujetar las pasiones, es el más difícil vencimiento, y por eso es la victoria más recomendable, y la prueba más inequívoca de un corazón magnánimo y generoso. Por todo esto, me parece que será bueno que usted olvide y desprecie la injuria del señor Januario. Pues padrecito, le dije, si más valor se necesita para perdonar una injuria que para hacerla, yo desde ahora protesto no vengarme ni de Juan Largo, ni de cuantos me agravien en esta vida. ¡Oh, don Pedrito, me contestó el vicario, cuán apreciable fuera esta clase de protestas en el mundo si todas se llevasen al cabo! Pero no hay que protestar en esta vida con tanta arrogancia, porque somos muy débiles y frágiles, y no podemos confiar en nuestra propia virtud, ni asegurarnos en nuestra sola palabra. A la hora de la tempestad hacen los marineros mil promesas, pero llegando al puerto se olvidan como si no se hubieran hecho. Cuando la tierra tiembla no se oyen sino plegarias, actos de contrición y propósitos de enmienda; mas luego que se aquieta, el ebrio se dirige al vaso, el lascivo a la dama, el tahúr a la baraja, el usurero a sus lucros, y todos a sus antiguos vicios. Una de las cosas que más perjudican al hombre, es la confianza que tiene de sí mismo. Ésta pone en ocasión de prostituirse a los jóvenes, de extraviar a las almas timoratas, de abandonarse a los que ministran la justicia, y de ser delincuentes a los más sabios y santos. Salomón prevaricó, y San Pedro, que se tenía por el más valiente de los Apóstoles, fue el primero y aun el único que negó a su divino Maestro. Conque no hay que fiar mucho en nuestras fuerzas, ni que charlar sobre nuestra palabra, porque mientras no llega la ocasión, todos somos rocas; pero puestos en ella somos unas pajitas miserables que nos inclinamos al primer vientecillo que nos impele. Poco más duró nuestra conversación, cuando se acabó la tarde y con ella aquella diversión, siéndonos preciso trasladarnos a la sala de la hacienda. Como en aquella época no se trataba sino de pasar el rato, todos fueron entreteniéndose con lo que más les gustaba, y así fueron tomando sus naipes y bandolones, y comenzaron a divertirse unos con otros. Yo entonces ni sabía jugar, (o no tenía qué, que es lo más cierto) ni tocar, y así me fui por una cabecera del estrado para oír cantar a las muchachas, las que me molieron la paciencia a su gusto, porque se acercaban hacia mí dos o tres, y una decía: niña, cuéntame un cuento, pero que no sea el de Periquillo Sarniento. Otra me decía: señor, usted ha estudiado, díganos ¿por qué hablan los pericos como la gente? Otra decía: ¡ay, niña, qué comezón tengo en el brazo! ¿Si tendré sarna? Así me estuvieron chuleando estas madamas toda la noche hasta que fue hora de cenar. Púsose la mesa, sentámonos todos y con todos mi amiguísimo Juan Largo que hasta entonces se había estado jugando malilla, o no sé qué. Mientras duró la cena se trataron diversos asuntos. Yo en uno que otro metía mi cucharada; pero después de provocado, y siempre con las salvas de: según me parece; yo no tengo inteligencia; dicen; he oído asegurar, etc.; pero ya no hablé con arrogancia como al medio día; ya se ve, tal me tenía de acobardado el sermón que me espetó el vicario en mis bigotes. ¡Oh, cuánto aprovecha una lección a tiempo! Se alzó la mesa, y mi buen amigo Juan Largo, dirigiendo a mí la palabra, comenzó a desahogar su genio bufón, lo mismo que yo me había pensado. Conque, Periquillo, me dijo, ¿las cometas son una cosa a modo de trompetas? ¡Vamos, que tú has quedado lucido en el acto del medio día! Sí, ya sé tus gracias; no sabía yo que tenía por condiscípulo un tan buen físico como tú y a más de físico, astrónomo. Seguramente que con el tiempo serás el mejor almanaquero del reino. A hombre que sabe tanto de cometas, ¿qué cosa se le podrá ocultar de todos los astros habidos y por haber? Las mujeres, como casi siempre obran según lo que primero advierten, y en esta rechifla no veían otra cosa que una burleta, comenzaron a reír y a verme más de lo que yo quería; pero el padre vicario que ya me amaba y conocía mi vergüenza, procuró libertarme de aquel chasco, y dijo a don Martín (que ya dije era dueño de la hacienda), ¿conque pasado mañana tiene usted eclipse de sol? Sí señor, dijo don Martín, y estoy tamañito. ¿Por qué?, preguntó el vicario. ¿Cómo por qué? (dijo el amo); porque los eclises son el diablo. Ahora dos años, me acordaré, que estaba ya viniéndose mi trigo, y por el maldito eclís nació todo chupado y ruincísimo, y no sólo, sino que toda la cría del ganado que nació en aquellos días se maleó y se murió la mayor parte. Vea usted si con razón les tengo tanto miedo a los eclises. Amigo don Martín, dijo el vicario, yo creo que no es tan bravo el león como lo pintan; quiero decir, que no son los pobres eclipses tan perversos como usted los supone. ¿Cómo no, padre? dijo don Martín. Usted sabrá mucho, pero tengo mucha esperencia, y ya ve que la esperencia es madre de la cencia. No hay duda, los eclises son muy dañinos a las sementeras, a los ganados, a la salú y hasta las mujeres preñadas. Ora cinco años me acordaré que estaba en cinta mi mujer, y no lo ha de creer; pues hubo eclís y nació mi hijo Polinario tencuitas. ¿Pero por qué fue esa desgracia?, preguntó el cura. ¿Cómo por qué, señor?, dijo don Martín, porque se lo comió el eclís. No se engañe usted, dijo el vicario; el eclipse es muy hombre de bien, a nadie se come ni perjudica, y si no, que lo diga don Januario. ¿Qué dice usted señor bachiller? No hay remedio, contestó lleno de satisfacción, porque le habían tomado su parecer; no, no hay remedio, decía; el eclipse no puede comer la carne de las criaturas encerradas en el vientre de sus madres, pero sí puede dañarlas por su maligna influencia, y hacer que nazcan tencuas o corcovadas, y mucho mejor puede con la misma malignidad matar las crías y chuparse el trigo, según ha dicho mi tío, atestiguando con la experiencia, y ya ve usted, padre mío, que quod ab experientia patet non indiget probatione. Esto es, no necesita de prueba lo que ya ha manifestado la experiencia. No me admiro, dijo el padre, que su tío de usted piense de esa manera, porque no tiene motivo para otra cosa; pero me hace mucha fuerza oír producirse de igual modo a un señor colegial. Según eso, dígame usted, ¿qué son los eclipses? Yo creo, dijo Januario, que son aquéllos choques que tiene el sol y luna, en los que uno u otro salen perdiendo siempre conforme es la fuerza del que vence; si vence el sol, el eclipse es de la luna, y si vence ésta, se eclipsa el sol. Hasta aquí no tiene duda, porque mirando el eclipse en una bandeja de agua, materialmente se ve cómo pelea el sol con la luna; y se advierte lo que uno u otro se comen en la lucha; y si tienen virtud estos dos cuerpos para hacerse tanto daño siendo solidísimos, ¿cómo no podrán dañar a las tiernas semillas y a las débiles criaturas del mundo? Eso es lo que yo digo, repuso el bueno de don Martín, vea usted padre si digo bien o mal. No hay qué hacer, mi sobrino es muy sabido; ansí mesmo según y como él explica el eclís, lo explicaba su padre mi difunto hermano, que era hombre de muchas letras, y allá en la Huasteca, nuestra tierra, decían todos que era un pozo de cencia. ¡Ah, mi hermano!, si él viviera ¡qué gusto tuviera de ver a su hijo Januarito tan adelantado! No mucho, aunque me perdone, dijo el vicario, porque el señor no entiende de cuanto ha dicho; antes es un blasfemo filosófico. ¿Qué pleitos, qué choques, influencias fatales ni malditas quiere usted que produzcan los eclipses? Sepa usted, señor don Martín, que el mayor eclipse no le puede hacer a usted, ni a sus siembras, ni ganado, más daño que quitarles una poca de luz por un rato. No hay tal pleito del sol y la luna, ni tales faramallas. ¿Se pudiera usted pelear de manos desde aquí con uno que estuviera en México? Ya se ve que no, dijo don Martín. Pues lo propio sucede al sol respecto de la luna, prosiguió el vicario, porque dista un astro de otro muchísimas leguas. Pues en resumidas cuentas, preguntó don Martín, ¿qué es eclís? No es otra cosa, respondió el padre vicario, que la interposición de la luna entre nuestra vista y el sol, y entonces se llama eclipse de sol, o la interposición de la tierra entre la luna y el sol, y entonces se dice eclipse de luna. ¿Ya ve usted todo eso?, dijo el payo, pues no lo entiendo. Pues yo haré que lo perciba usted clarísimamente, dijo el padre; sepa usted que siempre que un cuerpo opaco se opone entre nuestra vista y un cuerpo luminoso, el opaco nos embaraza ver aquella porción de luz que cubre con su disco. Agora lo entiendo menos, decía don Martín. Pues me ha de entender usted, replicó el padre. Si usted pone su mano enfrente de sus ojos y la luz de la vela, claro es que no verá la llama. Eso sí entiendo. Pues ya entendió usted el eclipse. ¿Es posible, padre, decía don Martín muy admirado, es posible que tan poco tienen que entender los eclises? Sí, amigo mío, decía el vicario. Lo que sucede es que como su mano de usted es mayor que la llama de la vela, siempre que la ponga frente de ella, la tapará toda y hará un eclipse total; pero si la pone frente de una luminaria de leña, seguramente no la tapará toda sino un pedazo, porque la luminaria es más grande que la mano de usted, y entonces puede usted decir que hizo un eclipse parcial, esto es, que tapó una parte de la llama de la luminaria. ¿Lo entiende usted? Y muy bien, respondió el payo. Pero ¿qué tan fácilmente ansí se entienden los eclises del sol y de la luna? Sí señor, dijo el padre. Ya dije a usted que el sol está muchas leguas distante de la luna, es mucho mayor que ella, lo mismo que la luminaria es mucho más grande que su mano de usted, y así cuando la luna pasa por entre el sol y nuestros ojos, tapa un pedazo de éste, que es lo que no vemos, y lo que al señor Januario, a usted y a otros les parece comido, no es otra cosa que la mano que pasa frente de la luminaria. ¿Lo entiende usted? Completamente, dijo don Martín, y según eso nunca habrá eclises totales de sol, porque es la luna mucho más chica, y no lo puede tapar todo. Así debía ser, dijo el vicario, si siempre la luna pasara a una misma distancia, respecto del sol y nuestra vista; pero como algunas veces pasa quedando muy cerca de nosotros, nos lo cubre totalmente, así como siempre que usted se ponga la mano junto de los ojos no verá nada de la luminaria, sin embargo de que su mano de usted es mucho más chica que la luminaria; y ahora sí creo que me ha entendido usted. ¿Y los de la luna cómo son?, preguntó el payo. Del mismo modo, dijo el padre; así como la luna tapa u obscurece un pedazo del sol cuando se pone entre él y nosotros, así la tierra tapa u obscurece un pedazo de luna o toda, cuando se pone entre ella y el sol. Ansí debe ser, dijo don Martín, y ora reflejo que he visto algunos eclises del sol y luna totales, como usted les llama, o que se ha tapado toda, de modo que hemos estado oscuras totalísimamente. Sobre que no le hace que la luminaria sea más grande que la mano. ¿Y es posible que no son otra cosa los eclises? Sí señor, dijo el padre, no son otra cosa, y teniendo el año trescientos sesenta y cinco o sesenta y seis días, si es bisiesto, tenemos nosotros otros tantos eclipses del sol, y totales, que es más gracia. ¡Cómo Padre!, decía don Martín. Ya se ve que sí, dijo el vicario; ¿ve usted de noche el sol? No señor, ni una pizca, respondió don Martín. Pues ahí tiene usted que se le eclipsa el sol todo entero, y para que usted no me vea, tanto tiene que yo me meta a la recámara, como que usted cierre los ojos. Es verdad, decía don Martín; pero según que usted me ha dicho, y según lo que agora me dice, creo que el mundo es mucho más grandísimo que el sol, que no puede menos, sobre que lo estamos mirando. Pues sí puede menos, amigo, dijo el vicario; y en efecto, es tan pequeño respecto al sol, como lo es una avellana respecto a un coco. Pues entonces, replicó don Martín, salimos con lo que usted me dijo, pues aunque mi mano sea más chica que la luminaria, me la puede tapar toda en estando muy cerca de mis ojos. Así es, dijo el vicario, puede o no puede taparla toda, según la distancia en que usted la pusiere respecto a sus ojos. Si la pone lejos de ellos, no tapará toda la luminaria, algo verá usted de ella; pero si se la pone en las narices, no verá nada. Ya se ve que así ha de ser, decía don Martín, y no solamente no veré la luminaria, pero ni la puerta de la hacienda que es más grande, ni cosa alguna, y eso será porque casi me tapo los ojos con la mano poniéndola tan cerca. Pues vea usted la razón, dijo el padre, porque se suelen ver algunos eclipses totales de sol causados por la luna, porque ésta, aunque mucho más pequeña que él, si se pasa muy cerca de nosotros, como en realidad pasa algunas veces, hace el efecto de la mano frente de la luminaria, y lo mismo hace la tierra, sin embargo de su pequeñez, eclipsándonos el sol todas las noches por estar pegada a nosotros. Perfectamente entendí todo el asunto de los eclipses, padre vicario, dijo don Martín, y creo que cualquiera lo entenderá, por negado que sea. ¿Lo entiendes, hija? ¿Lo han entendido, muchachas? Todas a una voz respondieron que sí, y que muy bien, que ya sabían que podían hacer eclipses de sol, de luna, o de luminarias, cada vez que se les antojara; pero el buen don Martín volvió a preguntar: dígame usted, padre, ya que los eclises no son más que eso, ¿por qué son tan dañinos que nos pierden las siembras, los ganados, y hasta nos enferman y sacan imperfectos los muchachos? Ésa es la vulgaridad, respondió el vicario. Los eclipses en nada se meten, ni tienen la culpa de esas desgracias. Las siembras se pierden, o porque les ha faltado cultivo a su tiempo, o han escaseado las aguas, o la semilla estaba dañada, o era ruin, o la tierra carece de jugos, o está cansada, etc. Los ganados malparen, o las crías nacen enfermas, ya porque se lastiman las hembras, o padecen alguna enfermedad particular que no conocemos, o han comido alguna yerba que las perjudica, etc.; últimamente, nosotros nos enfermamos o por el excesivo trabajo, o por algún desorden en la comida o bebida, o por exponernos al aire sin recato estando el cuerpo muy caliente, o por otros mil achaques que no faltan; y las criaturas nacentencuas, raquíticas, defectuosas o muertas, por la imprudencia de sus madres en comer cosas nocivas, por travesear, corretear, alzar cosas pesadas, trabajar mucho, tener cóleras vehementes, o recibir golpes en el vientre. Conque vea usted como no tienen los pobres eclipses la culpa de nada de esto. Bien, dijo don Martín; pero ¿cómo suceden estas desgracias puntualmente cuando hay eclís? La desgracia de los eclipses, dijo el vicario, consiste en que suceda algo de esto en su tiempo, porque los pobres que no entienden de nada, luego echan la culpa a los eclipses de cuantas averías hay en el mundo. Así como cuando uno se enferma, lo primero que hace es buscar achaque a su enfermedad, y tal vez cree que se la ocasionó lo más inocente. Conque amigo, no hay que ser vulgares, ni que quitar el crédito a los pobres eclipses, que es pecado de restitución. Celebraron todos al padre vicario, y le pegaron un buen tabardillo al amigo Juan Largo, de modo que se levantó de allí chillándole las orejas. A poco rato nos fuimos a acostar. |
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Capítulo VIIIEn el que escribe Periquillo algunas aventuras que le pasaron en la hacienda y la vuelta a su casa
otro día nos levantamos muy contentos; el señor cura hizo poner su coche, y el padre vicario mandó ensillar su caballo para irse a sus respectivos destinos. El padre vicario se despidió de mi con mucho cariño, y yo le correspondí con el mismo, porque era un hombre amable, benéfico, y no soberbio ni necio. Fuéronse, por fin, y yo quedé sin tan útil compañía. El hermano Juan Largo, tan tonto y sinvergüenza como siempre (porque es propiedad del necio no dársele nada de cosa alguna de esta vida), a la hora del almuerzo me comenzó a burlar con la cometa; pero yo le rebatí defendiéndome con los disparates que él había hablado acerca del eclipse, con cuya diligencia lo dejé corrido, y él debía de haber advertido que es una majadería ponerse a apedrear el tejado del vecino el que tiene el suyo de vidrio. Fuérase porque yo era nuevo en la casa, o porque tenía un genio más prudente y jovial, las señoras, las muchachas y todos me querían más que a Juan Largo, que era naturalmente tosco y engreído. Con esto, cuando yo decía alguna facetada, la celebraban infinito, y de esto mondaba mi rival Januario, y trataba de vengarse siempre que hallaba ocasión, sin poder yo librarme de sus maldades, porque las tramaba con la capa de la amistad. ¡Abominable carácter de almas viles, que fabrican la traición a la sombra de la misma virtud! Como yo por una parte lo amaba, y él por otra tenía un genio intrigante, me disimulaba sus malas intenciones, y yo me entregaba sin recelo a sus dictámenes. Todas las tardes salíamos a pasear a caballo. Ya se deja entender qué buen jinete sería yo, que no había montado sino los caballos de alquiler barato de México, animales flacos, trabajados, y de una zoncería y mansedumbre imponderable. No eran así los de la hacienda, porque casi todos estaban lozanos y eran briosos, motivo bastante para que yo les tuviera harto miedo; por esto me ensillaban los de la señora y de la niña su hija, y todas las tardes, como dije, salíamos a pasear Januario, yo y dos hijos del administrador que eran muy buenas maulas. De todos los cuatro yo era el menos jinete, o como dicen, el más colegial, con esto, me hacían mil travesuras en el campo, como colearme los caballos, maneármelos, espantármelos, y cuanto podían para que, a pesar de ser mansos, se alborotasen y me echaran al suelo, como lo hacían sin mucha dificultad a cada instante; de suerte que aunque los golpes que yo llevaba eran ligeros y de poco riesgo por ser en las yerbas, o en la arena, sin embargo, fueron tantos que no sé cómo no bastaron a acobardarme. Bien que mis buenos amigos, después que reían a mi costa cuanto querían, me consolaban contándome las caídas que habían llevado para aprender, y añadían: «no te apures, hombre, esto no es nada; pero aunque en cada caída te quebraras una pierna, o se te sumiera una costilla, lo debías tener a mucha dicha, cuando vieras lo que aprovechan estas lecciones de los caballos para tenerse bien en ellos; porque, amigo, no hay remedio, los golpes hacen jinete; y tú mismo advertirás que ya no estás tan lerdo como antes; no, ya te tienes más y te sientas mejor, y si duras otro poco en la hacienda, nos has de dar a todos ancas vueltas.» ¿Quién creerá que estas frívolas lisonjas eran las bilmas medicinales que aquellos tunantes aplicaban a mis golpes y magullones? ¿Y quién creerá que yo me daba por muy bien servido con ellas, y se me olvidaba la jácara que me hacían al caer, y los pujidos que me costaba levantarme algunas veces? ¿Mas, quién lo ha de creer, sino aquel que sepa que la adulación se hace tanto lugar en el corazón humano, que nos agrada aun cuando viene dirigida por nuestros propios enemigos? El picarón de Januario no se saciaba de hacerme mal por cuantos medios podía, y siempre fingiéndome una amistad sincera. Una tarde de un día domingo en que se toreaban unos becerros, me metió en la cabeza que entrara yo a torear con él al corral; que eran los becerros chicos, que estaban despuntados, que él me enseñaría, que era una cosa muy divertida, que los hombres debían saber de todo, especialmente de cosas de campo, que el tener miedo se quedaba para las mujeres, y qué sé yo que otros desatinos, con los que echó por tierra todo aquel escándalo que yo manifesté al vicario la vez primera que vi la tal zambra de hombres y brutos. Se me disipó el horror que me inspiraron al principio estos juegos, falté a mi antigua circunspección en este punto, y atropellando con todo, me entré al corral a pie, porque me juzgué más seguro. A los principios llamaba al becerro a distancia de diez o doce varas, con cuya ventaja me escapaba fácilmente de su enojo subiéndome a las trancas del corral; mas como en esta vida no hay cosa a que no se le pierda el miedo con la repetición de actos, poco a poco se lo fui perdiendo a los becerros, viendo que me libraba de ellos sin dificultad, y ayudado con los estímulos de mis buenos amigos y camaradas, que a cada momento me gritaban, «arrímese, colegial; arrímate hombre, no seas collón; anda Coquita», y otras incitaciones de esta clase, me fui acercando más y más a sus testas respetables, hasta que en una de ésas se me puso por detrás de puntillas el señor Juan Largo, y cuando yo quise huir, no pude, porque él me embarazó la carrera haciendo que tropezaba conmigo, con cuyo auxilio tan a tiempo me alcanzó el becerro, y levantándome en el aire con su mollera, me hizo caer en tierra como un zapote mal de mi grado, y a la distancia de cuatro a cinco varas. Yo quedé todo desguarnido del susto y del porrazo; pero con todo esto, como el miedo es ligerísimo, y yo temía la repetición del lance, pues el becerro aún esperaba concluir su triunfo, me levanté al momento sin advertir que al golpe se me habían reventado los botones y las cintas de los calzones, y así habiéndoseme bajado a los talones quedé engrillado, sin poder dar un paso y en la más vergonzosa figura; pero el maldito novillo, aprovechando mi ineptitud para correr, repitió sobre mí un segundo golpe, mas con tal furia que a mí me pareció que me habían quebrado las costillas con una de las torres de Catedral, y que había volado más allá de la órbita de la luna; pero al dar en el suelo tan furioso costalazo como el que di, no volví a saber de cosa alguna de esta vida. Quedé privado; subiéronme cubierto con unas mangas, y se acabó la diversión con el susto, creyendo todas las señoras que me había dado algún golpe mortal en el cerebro. Quiso Dios que no pasó de una ligera suspensión del uso de los sentidos, pues con los auxilios de la lana prieta, el álcali, ligaduras y otras cosas, volví en mí al cabo de media hora, sin más novedad que un dolorcillo en el hueso cóccix que no dejaba de molestarme más de lo que yo quería. Pero cuando estuve en mi entero acuerdo y me vi rodeado de todos los señores que estaban en la hacienda, tendido en una cama, muy abrigado, y llenos todos de sobresalto, preguntándome unos: ¿cómo se siente usted?; otros, ¿qué tiene usted?; y todos, ¿qué le duele? Y en medio de esta concurrencia advertí mis calzones sueltos, por haberse reventado la pretina, y me acordé de las faldas de mi camisa y del lance que me acababa de pasar, me llené de vergüenza (pasión que no me ha faltado del todo), y hubiera querido haber caído honestamente como César cuando lo asesinó Bruto. Les di gracias por su cuidado, contestándoles que no me había hecho mayor mal; mas con todo eso, la señora de la hacienda me hizo tomar un vaso de vinagre aguado, y a poco rato una porción de calahuala, con lo que a otro día estaba enteramente restablecido. Mi buen amigo Januario, en aquel primer rato de mi mal, y cuando todos estaban temiendo no fuera cosa grave, se manifestó bien apesadumbrado con toda aquella hipocresía que sabía usar; mas al siguiente día que me vio fuera de riesgo, me cogió a cargo y comenzó a desahogar todas sus bufonadas, haciéndome poner colorado a cada momento delante de las muchachas con el vergonzoso recuerdo de mi pasada aventura, insistiendo en mi desnudez, en la posición de mi camisa y en el indecente modo de mi caída. Como él con sus truhanadas excitaba la risa de las niñas, y yo no podía negarlo, me avergonzaba terriblemente, y no hallaba más recurso que suplicarle no me sonrojara en aquellos términos, pero mi súplica sólo servía de espuelas a su maldita verbosidad, y esto me añadía más vergüenza y más enojo. Para serenarme me decía: no seas tonto, hermano, si esto es chanza. Esta tarde nos iremos a pasear a Cuamatla, verás qué hacienda tan bonita. ¿Qué caballo quieres que te ensillen? ¿El almendrillo o el grullo de tía? Yo le contesté la primera vez que me lo dijo: amigo, yo te agradezco tu cariño, pero excúsate de que me ensillen ningún caballo, porque yo no pienso volver a montar en mi vida grullos ni grullas, ni pararme delante de una vaca, cuanto menos delante de los toros o becerros. Anda, hombre, decía él, no seas tan cobarde; no es jinete el que no cae, y el buen toreador muere en las astas del toro. Pues muere tú, norabuena, le respondía yo, y cae cuantas veces quisieres, que yo no he reñido con mi vida. ¿Qué necesidad tengo de volver a mi casa con una costilla menos o una pierna rota? No, Juan Largo, yo no he nacido para caporal ni vaquero. En dos palabras: yo no volví a montar a caballo en su compañía, ni a ver torear siquiera, y desde aquel día comencé a desconfiar un poco de mi amigo. ¡Feliz quien escarmienta en los primeros peligros!, pero más «feliz el que escarmienta en los peligros ajenos», como dijo un antiguo: Felix quem faciunt aliena pericula cautum. Esto se llama saber sacar fruto de las mismas adversidades. A los tres días de este suceso se acabaron las diversiones, y cada huésped se fue para su casa. El malvado Januario había advertido que yo veía con cariño a su prima y que ella no se incomodaba por esto, y trató de pegarme otro chasco que estuvo peor que el del becerro. Un día que no estaba en casa don Martín porque se había ido a otra hacienda inmediata, me dijo Januario: yo he notado que te gusta Ponciana, y que ella te quiere a ti. Vamos, dime la verdad, ya sabes que soy tu amigo y que jamás me has reservado secreto. Ella es bonita, tú tienes buen gusto, y yo te lo pregunto, porque sé que puedo servir a tus deseos. La muchacha es mi prima y no me puedo yo casar con ella; y así me alegrara que disfrutara de su amor un amigo a quien yo quisiera tanto como a ti. ¿Quién había de pensar que ésta era la red que me tendía este maldito para burlarse de mí a costa de mi honor? Pues así fue, porque yo tan fácil como siempre, lo creí, y le dije: que tu prima es de mérito, es evidente; que yo la quiero, no te lo puedo negar; pero tampoco puedo saber si ella me quiere o no, pues no tengo por dónde saberlo. ¿Cómo no?, dijo Januario, ¿pues que nunca le has dicho tu sentimiento? Jamás la he hablado de eso, le respondí. Y ¿por qué?, instó él. ¡Cómo por qué!, le dije yo, porque le tengo vergüenza; dirá que soy un atrevido, lo avisará a su madre, o me echará noramala. A más de eso tu tía es muy celosa, jamás nos da lugar de hablar, ni la deja sola un momento; ¿conque cómo quieres que yo tenga lugar para tratar con esa niña unas conversaciones de esta clase? Riose Januario grandemente, burlose de mi temor y recato, y me dijo: eres un pazguato; no te juzgaba yo tan zonzo y para nada; ¡miren qué dificultades tan grandes tienes que vencer! Quita allá, collón. Todas las mujeres se pagan de que las quieran, y aunque no correspondan, agradecen el que se los digan. Ahora, ¿no has oído decir que al que no habla nadie le oye? Pues habla, salvaje, y verás como alcanzas. Si temes a la vieja de mi tía, yo te haré juego, yo te proporcionaré que le hables a solas, espacio y a tu satisfacción. ¿Qué dices? ¿Quieres? Habla, verás que yo solo soy tu verdadero amigo. Con semejantes consejos, viendo que la ocasión me brindaba con lo mismo que yo apetecía, no tardé mucho en admitir su obsequiosa oferta, y le di más agradecimientos que si me hubiera hecho un verdadero favor. El bribón se apartó de mí por un corto rato, al cabo del cual volvió muy contento y me dijo: todo está hecho. He dado un vomitorio a Poncianita, y me ha desembuchado todo; ha cantado redondamente, y me ha confesado que te quiere bien. Yo le dije que tú mueres por ella y que deseas hablarla a solas. Ella quisiera lo mismo, pero me puso el embarazo de su madre que la trae todo el día como un llavero. La dificultad al parecer es grande; mas yo he discurrido el arbitrio mejor para que ustedes logren sus deseos sin zozobra, y es éste: el tío no ha de venir hasta mañana; ya tú sabes la recámara donde ella duerme con su madre, y sabes que su cama está a la derecha luego que se entra; y así esta misma noche puedes entre las once y doce ir a hablarla todo cuanto quieras, en la inteligencia de que la vieja a esa hora está en lo más pesado de su sueño. Poncianita está corriente, sólo me encargó que entraras con cuidado y sin hacer ruido, y que si no está despierta, le toques la almohada, que ella tiene un sueño muy ligero. Conque mire usted, señor Periquillo, y qué pronto se han vencido todas las dificultades que te acobardan; y así no hay que ser zonzo, logra la ocasión antes que se pase, ya yo hice por ti cuanto he podido. Repetí las gracias a mi grande amigo por sus buenos oficios, y me quedé haciendo mi composición de lugar, pensando qué le diría yo a esa niña (pues a la verdad mi malicia no se extendía a más que a hablar) y deseando que corrieran las horas para hacer mi visita de lechuza. Entre tanto el traidor Juan Largo, que ni palabra había hablado a su prima acerca de mis amorcillos, fue a ver a su tía y le dijo que tuviera cuidado con su hija, porque yo era un completo zaragate; que él ya había notado que yo le hacía mil señas en la mesa, y que ella me las correspondía; que algunas noches me había buscado en mi cama, y no estaba yo en ella; y así que mudara a Poncianita a otra recámara con una criada, y que ella se acostara en la misma cama que su prima aquella noche, y estuviera con cuidado a ver si él se engañaba. Todo le pareció muy bien a la señora, lo creyó como si lo viera, agradeció a Januario el celo que manifestaba por el honor de su casa, prometió tomar el consejo que le acababa de dar, y sin más averiguación, se encerró en un cuarto con la inocente muchacha y le dio una vuelta del demonio, según me contó a los dos meses una criada suya que se fue a acomodar a mi casa, y oyó el chisme del pícaro primo, y advirtió el injusto castigo de Ponciana. Dos lecciones os da este suceso, hijos míos, de que os deberéis aprovechar en el discurso de vuestra vida. La primera es para no ser fáciles en descubrir vuestros secretos a cualquiera que se os venda por amigo; lo uno porque puede no serlo, sino un traidor, como Januario, que trate de valerse de vuestra simplicidad para perderos; y lo otro, porque aun cuando sea un amigo, quizá llegará el caso de no serlo, y entonces, si es un vil como muchos, descubrirá vuestros defectos que le hayáis comunicado en secreto, para vengarse. En todo caso, mejor es no manifestar el secreto que aventurarlo: si quieres que tu secreto esté oculto, decía Séneca, no lo digas a nadie; pues si tú mismo no lo callas, ¿cómo quieres que los demás lo tengan en silencio? La otra lección que os proporciona este pasaje es que no os llevéis de las primeras ideas que os inspire cualquiera. El creer lo primero que nos cuentan sin examinar su posibilidad, ni si es veraz, o no, el mensajero que nos trae la noticia, arguye una ligereza imperdonable, que debe graduarse de necedad, y necedad que puede ser y ha sido muchas veces causa de unos daños irreparables. Por un chisme del perverso Amán iban a perecer todos los judíos en poder del engañado Asuero; y por otro chisme y calumnia del maldito Juan Largo, sufrió la niña su prima un castigo y un descrédito injusto. En el discurso de aquel día la señora me mostró bastante ceño o mal modo; pero como muchacho, no presumí que yo era la causa de él, atribuyéndolo a alguna enfermedad o indisposición con la familia sirviente. Sí extrañé que la niña no asistió a la mesa; pero no pasó de echarla menos. Llegó la noche; cenamos, me acosté, y me quedé dormido sin acordarme de la consabida cita; cuando a las horas prevenidas, el perro de Januario, que se desvelaba por mi daño, viendo que yo roncaba alegremente, se levantó y fue a despertarme diciéndome: flojo, condenado, ¿qué haces? Anda, que son las once, y te estará esperando Poncianita. Era mi sueño mayor que mi malicia, y así más de fuerza que de gana me levanté en paños menores; descalzo y temblando de frío y de miedo me fui para la recámara de mi amada, ignorante de la trama que me tenía urdida mi grande y generoso amigo. Entré muy quedito; me acerqué a la cama, donde yo pensaba que dormía la inocente niña; toqué la almohada, y cuando menos lo pensé, me plantó la vieja madre tan furioso zapatazo en la cara, que me hizo ver el sol a media noche. El susto de no saber quién me había dado, me decía que callara; pero el dolor del golpe me hizo dar un grito más recio que el mismo zapatazo. Entonces la buena vieja me afianzó de la camisa, y sentándome junto a sí me dijo: cállese usted, mocoso atrevido, ¿qué venía a buscar aquí? Ya sé sus gracias. ¿Así se honra a sus padres? ¿Así se pagan los favores que le hemos hecho? ¿Éste es el modo de portarse un niño bien nacido y bien criado?¿Qué deja usted para los payos ordinarios y sin educación? Pícaro, indecente, osado, que se atreve a arrojarse a la cama de una niña doncella, hija de unos señores que lo han favorecido. Agradezca que, por respeto de sus buenos padres, no hago que lo majen a palos mis criados; pero mañana vendrá mi marido, y en el día haré que se lleve a usted a México, que yo no quiero pícaros en mi casa. Yo lleno de temor y confusión me le hinqué, lloré y supliqué tanto que no le avisara a don Martín, que al fin me lo prometió. Fuime a mi cama, y observé que reía bastante el indigno Januario debajo de la sábana; pero no me di por entendido. Al día siguiente vino don Martín, y la señora, pretextando no sé qué diligencia precisa en la capital, hizo poner el coche, y sin volver a ver a la pobre muchacha, me condujeron a la casa de mis padres, sin darse la señora por entendida con su marido según me lo prometió. |
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Capítulo IXLlega Periquillo a su casa y tiene una larga conversación con su padre sobre materias curiosas e interesantes
legamos a mi casa donde fui muy bien recibido de mis padres, especialmente de mi madre, que no se hartaba de abrazarme, como si acabara de llegar de luengas tierras y de alguna expedición muy arriesgada. El señor don Martín estuvo en casa dos o tres días mientras concluyó su negocio, al cabo de los cuales se retiró a su hacienda, dejándome muy contento porque se había quedado en silencio mi desorden. El señor mi padre un día me llamó a solas y me dijo: «Pedro, ya has entrado en la juventud sin saber en dónde dejaste la niñez, y mañana te hallarás en la virilidad o en la edad consistente sin saber cómo se te acabó la juventud. Esto quiere decir que hoy eres muchacho y mañana serás un hombre; tienes en tu padre quien te dirija, quien te aconseje y cuide de tu subsistencia; pero mañana, muerto yo, tú habrás de dirigirte y mantenerte a costa de tu sudor o tus arbitrios, so pena de perecer, si no lo haces así; porque ya ves que yo soy un pobre y no tengo más herencia que dejarte que la buena educación que te he dado, aunque tú no la has aprovechado como yo quisiera. En virtud de esto, pensemos hoy lo que ha de ser mañana. Ya has estudiado gramática y filosofía, estás en disposición de continuar la carrera de las letras, ya sea estudiando teología, o cánones, ya leyes o medicina. Las dos primeras facultades dan honor y aseguran la subsistencia a los que se dedican a ellas con talento y aplicación, mas es como preciso que sean eclesiásticos para que logren el fruto de su trabajo y sean útiles en su carrera; pues un secular, por buen teólogo o canonista que sea, ni podrá orar en un púlpito, ni resolver un caso de conciencia en un confesonario; y así es que estas facultades son estériles para los seculares, y sólo se pueden estudiar por ilustrarse, en caso de no necesitar los libros para comer. La medicina y la abogacía son facultades útiles para los seculares. Todas son buenas en sí y provechosas, como el que las profese sea bueno en ellas, esto es, como salga aprovechado en su estudio; y así sería una necedad muy torpe que el teólogo adocenado, el médico ignorante, el leguleyo, o rábula acusaran a estas ciencias del poco crédito que ellos tienen, o les echaran la culpa de que nadie los ocupe, porque nadie los juzga útiles, ni quieren fiar su alma, su salud ni sus haberes en unas manos trémulas o insuficientes. Esto es decirte, hijo mío, que tienes cuatro caminos que te ofrecen la entrada a las ciencias más oportunas para subsistir en nuestra patria; pues aunque hay otras, no te las aconsejo, porque son estériles en este reino, y cuando te sirvan de ilustración, quizá no te aprovecharán como arbitrio. Tales son la física, la astronomía, la química, la botánica, etc., que son parte de la primera ciencia que te dije. Tampoco te persuado que te dediques a otros estudios que se llaman bellas letras, porque son más deleitables al entendimiento que útiles a la bolsa. Supongamos que eres un gran retórico y más elocuente que Demóstenes: ¿de qué te servirá si no puedes lucir tu oratoria en una cátedra o en unos estrados?, que es como decirte, si no eres sacerdote o abogado. Supón también que te dedicas al estudio de las lenguas, ya vivas, ya muertas, y que sabes con primor el idioma griego, el hebreo, el francés, el inglés, el italiano y otros, esto solo no te proporcionará subsistir. Pero con más eficacia te apartara yo de la poesía, si la quisieras emprender como arbitrio; porque el trato con las musas es tan encantador como infructuoso. Comúnmente cuando alguno está muy pobre dice que está haciendo versos. Parece que estas voces poeta y pobre son sinónimas, o que el tener la habilidad de poetizar es un anatema para perecer. Algunos familiares del Pindo han logrado labrar su fortuna por su numen, pero han sido pocos en realidad. Virgilio fue uno de ellos, que fue protegido de Augusto; pero no se hallan fácilmente Augustos ni Mecenas que patrocinen Virgilios; antes muchos otros que han tenido las dos circunstancias que Horacio requiere para la poesía, que son numen y arte, han pedido limosna cuando se han atenido a esta habilidad, y otros más prudentes se han apartado de ella, mirándola como un comercio pernicioso a su mejor colocación; tal fue don Esteban Manuel Villegas, cuyas Eróticas tenemos. Por esto te aconsejo en esta parte con las mismas palabras de Bocángel. Si hicieres versos, haz pocos, por más que te asista el genio, que aunque te lo aplauda el gusto ha de reñirlo el talento Que es como decirte: aunque tengas gusto de hacer versos, aunque éstos sean buenos y te los celebren, haz pocos, no te embeleses ni te distraigas en este ejercicio, de suerte que no hagas otra cosa; porque entonces, si no eres rico, ha de reñirlo el talento, pues la bolsa lo ha de sentir, y la moneda andará reñida contigo como con casi todos los poetas. El padre del gran Ovidio le decía que no se dedicara a las Musas, poniéndole por causal la pobreza que se podía esperar de ellas, pues le acordaba que Homero siendo tan celebrado poeta murió pobre. Nullas reliquit opes. No es esto decirte que son inútiles la poesía y las demás ciencias que te he dicho; antes muchas de ellas son no sólo útiles, sino necesarias a ciertos profesores. Por ejemplo, la dialéctica, la retórica y la historia eclesiástica, son necesariasísimas al teólogo; la química, botánica y toda la física es también precisa para el médico; la lógica, la oratoria y la erudición en la historia profana, son también no sólo adornos, sino báculos forzosos para el que quiera ser buen abogado. Últimamente, el estudio de las lenguas ministra a los literatos una exquisita y copiosa erudición en sus respectivas facultades, que no se logra sino bebiéndose en las fuentes originales, y la dulce poesía les sirve como de sainete o refrigerio que les endulza y alegra el espíritu fatigado con la prolija atención con que se dedican a los asuntos serios y fastidiosos; pero estos estudios considerados con separación de las principales facultades, (si se deben separar) sólo serán un mero adorno, podrán dar de comer alguna vez, pero no siempre, a la menos en América, donde faltan proporción, estímulos y premios para dedicarse a las ciencias. Con que de todo esto sacamos en conclusión, que un pobre como tú que sigue la carrera de las letras para tener con qué subsistir, se ve en necesidad de ser o sacerdote teólogo o canonista; o siendo secular, médico o abogado; y así, ya puedes elegir el género de estudio que te agrade, advirtiendo antes que en el acierto de la elección consistirá la buena fortuna que te hará feliz en el discurso de tu vida. Yo no exijo de ti una resolución violenta ni despremeditada. No, hijo mío, ésta no es puñalada de cobarde. Ocho días te doy de plazo para que lo pienses bien. Si tienes algunos amigos sabios y virtuosos, comunícales las dudas que te ocurran, aconséjate con ellos, aprovéchate de sus lecciones, y sobre todo, consúltate a ti mismo, examina tu talento e inclinación, y después que hagas estas diligencias, resolverás con prudencia la carrera literaria que pienses abrazar. En inteligencia, que si de tus consultas y examen deduces que no serás buen letrado ni sacerdote, ni secular, no te apures ni te avergüences de decírmelo, que por la gracia de Dios, yo no soy un padre ridículo, que he de incomodarme porque me participes el desengaño que saques por fruto de tus reflexiones. No, Pedro mío, dime, dime con toda franqueza tu nuevo modo de pensar; yo te puse el arte de Nebrija en la mano, por contemporizar con tu madre, mas ahora que ya eres grande, quiero contemporizar contigo, porque tú eres el héroe de esta escena, tú eres el más interesado en tu logro, y así tu inclinación y tu aptitud para esto o para aquello, se debe consultar, y no la de tu madre ni la mía. No soy yo de los padres que quieren que sus hijos sean clérigos, frailes, doctores o licenciados, aun cuando son ineptos para ello o les repugna tal profesión. No, yo bien sé que lo que importa es que los hijos no se queden flojos y haraganes, que se dediquen a ser útiles a sí y al estado, sin sobrecargar la sociedad contándose entre los vagos, y que esto no solamente las ciencias lo facilitan, también hay artes liberales y ejercicios mecánicos con que adquirir el pan honradamente. Y así, hijo mío, si no te agradan las letras, si te parece muy escabroso el camino para llegar a ellas, o si penetras que por más que te apliques has de avanzar muy poco, viniendo a serte infructuoso el trabajo que impendas en instruirte, no te aflijas, te repito. En ese caso tiende la vista por la pintura, o por la música; o bien por el oficio que te acomode. Sobran en el mundo sastres, plateros, tejedores, herreros, carpinteros, bateojas, carroceros, canteros y aun zurradores y zapateros que se mantienen con el trabajo de sus manos. Dime, pues, qué cosa quieres ser, a qué oficio tienes inclinación, y en qué giro te parece que lograrás una honrada subsistencia; y créeme que con mucho gusto haré por que lo aprendas, y te fomentaré mientras Dios me diere vida; entendido que no hay oficio vil en las manos de un hombre de bien, ni arte más ruin, oficio u ejercicio más abominable que no tener arte, oficio ni ejercicio alguno en el mundo. Sí, Pedro, el ser ocioso e inútil es el peor destino que puede tener el hombre; porque la necesidad de subsistir y el no saber cómo ni de qué, lo ponen como con la mano en la puerta de los vicios más vergonzosos, y por eso vemos tantos drogueros, tantos rufianes de sus mismas hijas y mujeres, y tantos ladrones; y por esta causa también se han visto y se ven tan pobladas las cárceles, los presidios, las galeras y las horcas. Así pues, hijo mío, consulta tu genio e inclinación con espacio, para abrazar éste o el otro modo con que juzgues prudentemente que subsistirás los días que el cielo te conceda, sin hacerte odioso ni gravoso a los demás hombres tus hermanos, a quienes debes ser benéfico en cuanto puedas, que esto exige la legítima sociedad en que vivimos. Pero también debes advertir que aunque tú has de ser el juez que te examine, por la misma razón has de ser muy recto sin dejarte gobernar por la lisonja, pues entonces perderás el tiempo, tus especulaciones serán vanas, y te engañarás a ti mismo, si no pruebas tu capacidad y analizas tu genio como si fuera el de un extraño, y sin hacerte el más mínimo favor. El gran Horacio aconseja en su Arte Poética a los escritores que para escribir elijan aquella materia que sea más conforme a sus fuerzas, y vean el peso que puedan tolerar sus hombros, y el que resistan. Pues es cierto que si las fuerzas exceden a la carga, ésta se sobrellevará; mas si la carga es mayor que las fuerzas, rendirá al hombre, quien vergonzosamente caerá bajo su peso. Es una verdad que se introduce sin violencia dentro de nuestros corazones, que no todos lo podemos todo; pero la lástima es que aunque conocemos su evidencia, la conocemos respecto de los demás; mas no respecto de nosotros mismos. Cuando alguno emprende hacer esto o aquello y le sale mal, luego decimos: ¡Oh!, pues si se mete a lo que no entiende, ¿no es preciso que yerre? Pero cuando nosotros emprendemos, creemos que somos capaces de salirnos con la nuestra, ¿y si erramos? ¡Oh!, entonces nos sobran mil disculpas a nuestro favor para cubrirnos de las notas de imperitos o atolondrados. Por esto no me cansaré de repetirte, hijo mío, que antes de abrazar esta o la otra facultad literaria, esta o aquella profesión mecánica, etc., lo pienses bien, veas si eres o no a propósito para ello; pues aun cuando te sobre inclinación, si te falta talento, errarás lo que emprendas sin ambas cosas, y te expondrás a ser objeto de la más severa crítica. Cicerón fue el depósito de la elocuencia romana; tenía inclinación a la poesía, pero no aquel talento propio para ella que llaman estro, lo que fue causa de que cometiese una ridícula cacofonía, o mal sonido de palabras en aquel verso que censuró con otros Quintiliano. O fortunatam natam me consule Romam. Y Juvenal dijo que si las Filípicas con que irritó el ánimo de Antonio las hubiera dicho con tan mala poesía, nunca hubiera muerto degollado. El célebre Cervantes fue un grande ingenio, pero desgraciado poeta; sus escritos en prosa le granjearon una fama inmortal (aunque en esto de pesetas, murió pidiendo limosna. Al fin fue de nuestros escritores); pero de sus versos, especialmente de sus comedias, no hay quien se acuerde. Su grande obra del Quijote no le sirvió de parco para que no lo acribillaran por mal poeta, a lo menos Villegas en su séptima elegía dice hablando con su amigo: Irás del Helicón a la conquista mejor que el mal poeta de Cervantes, donde no le valdrá ser Quijotista. Este par de ejemplitos te asegurará de las verdades que te he dicho. Conque anda, hijo, piénsalas bien, y resuelve que es lo que has de ser en el mundo; porque el fin es que no te quedes vago y sin arbitrio.» Fuese mi padre y yo me quedé como tonto en vísperas; porque no percibía entonces toda la solidez de su doctrina. Sin embargo, conocí bien que su merced quería que yo eligiera un oficio o profesión que me diera de comer toda la vida; mas no me aproveché de este conocimiento. En los siete días de los ocho concedidos de plazo para que resolviera, no me acordé sino de visitar a los amigos y pasear, como lo tenía de costumbre, apadrinado del consentimiento de mi cándida madre; pero en el octavo me dio mi padre un recordoncito, diciéndome: «Pedrillo, ya sabrás bien lo que has de decir esta noche acerca de lo que te pregunté hoy hace ocho días.» Al momento me acordé de la cita, y fui a buscar un amigo con quien consultar mi negocio. En efecto lo hallé; pero ¡qué amigo!, como todos los que yo tenía, y los que regularmente tienen los muchachos desbaratados, como yo era entonces. Llamábase este amigo Martín Pelayo, y era un bicho punto menos maleta, que Juan Largo. Su edad sería de diez y nueve a veinte años, jugadorcillo más que Birjan, enamorado más que Cupido, más bailador que Batilo; más tonto que yo, y más zángano que el mayor de la mejor colmena. A pesar de estas nulidades, estaba estudiando para padre, según decía, con tanta vocación en aquel tiempo para ser sacerdote como la que yo tenía para verdugo; sin embargo, ya estaba tonsurado y vestía los hábitos clericales, porque sus padres lo habían encajado al estado eclesiástico a fuerza, lo mismo que se encaja un clavo en la pared a martillazos, y esto lo hicieron por no perder el rédito de un par de capellanías gruesas que había heredado. ¡Qué mal estoy, y estaré toda mi vida con los mayorazgos y las capellanías heredadas! Pero de cualquier modo, éste fue el eximio doctor, el hombre proyecto, y el sabio virtuoso que yo elegí para consultar mi negocio, y ya ustedes verán que bien cumpliría, con las buenas intenciones de mi padre. Así salió ello. Luego que yo le informé de mis dudas y le dije algo de lo que mi padre me predicó, se echó a reír y me dijo: eso no se pregunta. Estudia para clérigo como yo, que es la mejor carrera, y cierra los ojos. Mira: un clérigo es bien visto en todas partes, todos lo veneran y respetan aunque sea un tonto, y le disimulan sus defectos; nadie se atreve a motejarlos ni contradecirlos en nada; tiene lugar en el mejor baile, en el mejor juego, y hasta en los estrados de las señoras no parece despreciable; y por último, jamás le falta un peso, aunque sea de una misa mal dicha en una carrera. Conque así estudia para clérigo y no seas bobo. Mira tú: el otro día, en cierta casa de juego se me antojó no perder un albur, a pesar de que vino el as contrario delante de mi carta, y me afiancé con la apuesta, esto es, con el dinero mío y con el ajeno. El dueño reclamaba y porfiaba con razón que era suyo; pero yo grité, me encolericé, juré, me cogí el dinero y me salí a la calle, sin que hubiera uno que me dijera esta boca es mía, porque el que menos, me juzgaba diácono, y ya tú ves que si este lance me hubiera sucedido siendo médico o abogado secular, o me salgo sin blanca, o se arma una campaña de que tal vez no hubiera sacado las costillas en su lugar. Conque otra vez te digo, que estudies para clérigo y no pienses en otra cosa. Yo le respondí: todo eso me gusta y me convence demasiado; pero mi padre me ha dicho que es preciso que estudie teología, cánones, leyes o medicina; y yo, la verdad, no me juzgo con talentos suficientes para eso. No seas majadero, me respondió Pelayo. No es menester tanto estudio ni tanto trabajo para ser clérigo, ¿tienes capellanía? No tengo, le respondí. Pues no le hace, prosiguió él, ordénate a título de idioma; ello es malo, porque los pobres vicarios son unos criados de los curas, y tales hay que les hacen hasta la cama; pero esto es poco, respecto a las ventajas que se logran, y por lo que toca a lo que dice tu padre de que es necesario que estudies teología o cánones para ser clérigo, no lo creas. Con que estudies unas cuantas definiciones del Ferrer o de Lárraga, te sobra; y si estudiares algo de Cliquet, o del curso Salmaticense, ¡oh!, entonces ya serás un teólogo moralista consumado, y serás un Séneca para el confesonario, y un Cicerón para el púlpito, pues podrás resolver los casos de conciencia más arduos que hayan ocurrido y puedan ocurrir, y predicarás con más séquito que los Masillones y Burdalúes, que fueron unos grandes oradores, según me dice mi catedrático, que yo no los conozco ni por el forro. Pero hombre, la verdad, le dije, yo creo que no soy bueno para sacerdote, porque me gustan mucho las mujeres, y según eso, pienso que soy mejor para casado. Perico, ¡qué tonto eres!, me contestó Pelayo. ¿No ves que ésas son tentaciones del demonio para apartarte de un estado tan santo? ¿Tú crees que sólo siendo eclesiástico podrás pecar por este rumbo? No amigo, también los seculares y aun los casados pecan por el mismo. A más de que ¿qué cosa...? Pero no quiero abrirte los ojos en esta materia. Ordénate, hombre, ordénate y quítate de ruidos, que después, tú me darás las gracias por el buen consejo. Despedime de mi amigo, y me fui para casa, resuelto a ser clérigo, topara en lo que topara; porque me hallaba muy bien con la lisonjera pintura que me había hecho Martín del estado. Llegó la noche, y mi buen padre, que no se descuidaba en mi provecho, me llamó a su gabinete y me dijo: Hoy se cumple el plazo, hijo mío, que te di para que consultaras y resolvieras sobre la carrera de las ciencias o de las artes que te acomode, para dedicarte a ellas desde luego; porque no quiero que estés perdiendo tanto tiempo. Dime, pues, ¿qué has pensado y qué has resuelto? Yo, señor, le respondí, he pensado ser clérigo. Muy bien me parece, me dijo mi padre; pero no tienes capellanía, y en este caso, es menester que estudies algún idioma de los indios, como mexicano, otomí, tarasco, matzagua u otro para que te destines de vicario y administres a aquellos pobres los santos sacramentos en los pueblos. ¿Estás entendido en esto? Sí señor, le respondí, porque me costaba poco trabajo decir que sí; no porque sabía yo cuáles eran las obligaciones de un vicario. Pues ahora es menester que también sepas, añadió mi padre, que debes ir sin réplica a donde te mandare tu prelado, aunque sea al peor pueblo de tierra caliente, aunque no te guste o sea perjudicial a tu salud; pues mientras más trabajos pases en la carrera de vicario, tantos mayores méritos contraerás para ser cura algún día. En los pueblos que te digo hay mucho calor y poca o ninguna sociedad, si no es con indios mazorrales. Allí tendrás que sufrir a caballo y a todas horas en las confesiones, soles ardientes, fuertes aguaceros, y continuas desveladas o vigilias. Batallarás sin cesar con los alacranes, turicatas, tlalages, pinolillo, garrapatas, gegenes, zancudos, y otros insectos venenosos de esta clase, que te beberán la sangre en poco tiempo. Será un milagro que no pases tu trinquetada de tercianas que llaman fríos, a los que sigue después ordinariamente una tiricia consumidora; y en medio de estos trabajos, si encuentras con un cura tétrico, necio y regañón, tendrás un vasto campo donde ejercitar la paciencia; y si topas con uno flojo y regalón, cargará sobre ti todo el trabajo, siendo para él lo pingüe de los emolumentos. Conque esto es ser sacerdote y ordenarse a título de idioma o administración. ¿Te gusta? Sí señor, le respondí de cumplimiento, pues a la verdad no dejó de resfriar mi ánimo el detall que me había hecho de los trabajos y mala mi vida que suelen pasar los vicarios; pero yo decía entre mí ¿qué luego ha de dar en un ojo? ¿Luego he de ir a tener a tierra caliente, a un pueblo ruin? ¿Luego ha de haber alacranes, moscas, ni esos otros salvajes que me dice mi padre? ¿Luego me han de dar los fríos, o los curas a quienes sirva han de ser todos flojos o regañones? Quizá no será así, sino que hallaré un buen pueblo y cura, y entonces pasearé bien, tendré dinero, y dentro de un par de años lograré un curato riquillo, y descansando yo en mis vicarios, ya me podré tender boca arriba, y raparme una videta de ángeles. Estas cuentas estuve yo haciendo a mis solas, mientras mi padre fue a la puerta para enviar una criada a traer tabaco. Volvió su merced, se sentó y continuó su conversación de este modo. Conque, Pedrillo, supuesta la resolución que tienes de ordenarte, ¿qué quieres estudiar? ¿Cánones o teología? Yo me sorprendí, porque cuanto me agradaba tener dinero rascándome la barriga hecho un flojo, tanto así me repugnaba el estudio y todo género de trabajo. Quedeme callado un corto rato, y mi padre advirtiendo mi turbación, me dijo: cuando resolviste dedicarte a la iglesia, ya previniste la clase de estudios que habías de abrazar, y así no debes detener la respuesta. ¿Qué, pues, estudias? ¿Cánones o teología? Yo muy fruncido le respondí: señor, la verdad, ninguna de esas dos facultades me gusta, porque yo creo que no las he de poder aprender, porque son muy difíciles; lo que quiero estudiar es moral, pues me dicen que para ser vicario, o cuando más un triste cura, con eso sobra. Levantose mi padre al oír esto algo amohinado, y paseándose en la sala decía: ¡Vea usted! Estas opiniones erróneas son las que pervierten a los muchachos. Así pierden el amor a las ciencias, así se extravían y se abandonan, así se empapan en unas ideas las más mezquinas, y abrazan la carrera eclesiástica porque les parece la más fácil de aprender, la más socorrida y la que necesita menos ciencia. De facto, estudian cuatro definiciones y cuatro casos los más comunes del moral, se encajan a un sínodo, y si en él aciertan por casual, se hacen presbíteros en un instante, y aumentan el número de los idiotas con descrédito de todo el estado. Y encarándose a mí, me dijo: en efecto, hijo, yo conozco varios vicarios imbuidos en la detestable máxima que te han inspirado de que no es menester saber mucho para ser sacerdotes, y he visto por desgracia, que algunos han soltado el acocote para tomar el cáliz, o se han desnudado la pechera de arrieros para vestirse la casulla, se han echado con las petacas y se han metido a lo que no eran llamados; pero no creas tú, Pedro, que una mal mascada gramática y un mal digerido moral bastan, como piensas, para ser buenos sacerdotes y ejercer dignamente el terrible cargo de cura de las almas. Muy bien sé que hubo tiempos en que (como nos refiere el abate Andrés en su historia de la literatura) decayeron las ciencias en la Europa en tanto grado, que el que sabía leer y escribir tenía cuanto necesitaba para ser sacerdote, y si por fortuna sabía algo del canto llano, entonces pasaba plaza de doctor; pero ¿quién duda que la Santa Iglesia no se afligiría por esta tan general ignorancia, y que condescendería con la ineptitud de estos ministros por la oscuridad del siglo, por la inopia de sujetos idóneos, y porque el pueblo no careciera del pasto espiritual; y así a trueque de que sus hijos no perecieran de hambre, teniendo por la gracia de Jesucristo el pan tan abundante, tenía que fiar con dolor su repartimiento a unas manos groseras, y que encomendar, a más no poder, la administración de la Viña del Señor a unos operarios imperitos? Pero así como en aquel tiempo hubiera sido un error grosero decir que sobra con saber leer para hacerse alguno digno de los sagrados órdenes, por más que así sucediera; de la misma manera lo es hoy asegurar que para obtener tan alta dignidad sobra con una poca de gramática y otro poco de moral, por más que muchos no tengan más ciencias cuando se ordenan; pues tenemos evidentes testimonios de que la iglesia lo tolera, mas no lo quiere. Todo lo contrario, siempre ha deseado que los ministros del altar estén plenamente dotados de ciencia y virtud. El sagrado Concilio de Trento manda: «que los ordenados sepan la lengua latina, que estén instruidos en las letras; desea que crezca en ellos con la edad el mérito y la mayor instrucción; manda que sean idóneos para administrar los sacramentos y enseñar al pueblo, y por último, mandó establecer los seminarios donde siempre haya un número de jóvenes que se instruyan en la disciplina, eclesiástica, los que quiere que aprendan gramática, canto, cómputo eclesiástico, y otras facultades útiles y honestas; que tomen de memoria la sagrada escritura, los libros eclesiásticos, homilías de los santos, y las fórmulas de administrar los sacramentos, en especial lo que conduce a oír las confesiones, y las de los demás ritos y ceremonias. De suerte que estos colegios sean unos perennes planteles de ministros de Dios.» Ses. 23 cap. 11, 13, 14 y 18. Conque ya ves, hijo mío, como la Santa Iglesia quiere, y siempre ha querido, que sus ministros estén dotados de la mayor sabiduría, y justamente; porque ¿tú sabes qué cosa es y debe ser un sacerdote? Seguramente que no. Pues oye: un sacerdote es un sabio de la ley, un doctor de la fe, la sal de la tierra y la luz del mundo. Mira ahora si desempeñará estos títulos, o los merecerá siquiera, el que se contenta con saber gramática y la moral a medias, y mira si para obtener dignamente una dignidad, que pide tanta ciencia, bastará o sobrará con tan poco, y esto suponiendo que se sepa bien. ¿Qué será ordenándose con una gramática mal mascada y una moral mal aprendida? Por otra parte, cuando vemos tantos sacerdotes sabios y virtuosos que ya viejos, enfermos y cansados, con las cabezas trémulas y blancas, en fuerza de la edad y del estudio, aún no dejan los libros de las manos, aún no comprehenden bastante los arcanos de la teología, aún se oscurecen a su penetración muchos lugares de la sagrada Biblia, aún se confiesan siempre discípulos de los santos padres y doctores de la iglesia, y se conocen indignos del sagrado carácter que los condecora, ¿qué juicio haremos de la alta dignidad del sacerdocio? ¿Y cómo no nos convenceremos del gran fondo de santidad y sabiduría que requiere un estado tan sublime en los que sean sus individuos? Y si después de estas serias consideraciones, tendemos la vista por el oriente opuesto, y vemos cuán tranquilos y satisfechos se introducen al Sancta Sanctorum muchos jovencitos con cuatro manotadas que le han dado a Nebrija y otras tantas al padre Lárraga. Si vemos que algunos, apenas se ordenan de presbíteros, cuando se despiden no sólo de estos dos pobres libros, sino quizá y sin quizá hasta del breviario. Y por último, si damos un paso fuera de la capital, y ciudades donde residen los diocesanos y cabildos, y vemos por esos pueblos de Dios, lances de ignorancia escandalosos y aun increíbles y si escuchamos en esos púlpitos sandeces y majaderías que no están escritas, ¿qué juicios nos hemos de formar de estos ministros? ¿Cuál de su virtud? ¿Y cuál de lo recto de la administración espiritual de los infelices pueblos encargados a su custodia? ¡Oh!, que para referir los daños de que son causa, sería preciso decir lo que Eneas a Dido al contarle las desgracias de Troya. ¿Quién reprimirá las lágrimas al referir tales cosas? Aquí sacó mi padre su reloj y me dijo: ha sido larga la conferencia de esta noche; mas aún no te he dicho todo cuanto necesitas sobre un asunto tan interesante; sin embargo, lo dejaremos pendiente para mañana, porque ya son las diez, y tu madre nos espera para cenar. Vámonos. |
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Capítulo XConcluye el padre de Periquillo su instrucción. Resuelve éste estudiar teología. La abandona. Quiere su padre ponerlo a oficio; él se resiste, y se refieren otras cosillas
enamos muy contentos como siempre, y nos fuimos a acostar como todas las noches. Yo no pude menos que estar rumiando lo que acababa de decir mi padre, y no dejaba de conocer que me decía el credo, porque hay verdades que se meten por los ojos, aunque uno no quiera; pero por más que me convencían las razones que había oído, no me podía resolver a estudiar cánones o teología, que era el intento de mi buen padre; pues así como me agradaba la vida libre y holgazana así me fastidiaba el trabajo. Finalmente, yo me quedé dormido, haciendo mis cuentas de cómo conseguiría ser clérigo para tener dinero sin trabajar, y de cómo eludiría las buenas intenciones de mi padre. En esto se desvelan muchos niños sin advertir que se desvelan en su ruina. Al otro día después que vino mi padre de misa, me llamó a su cuarto y me dijo: no quiero que se nos vaya a olvidar la contestación de anoche. Te decía, Pedro, que los pueblos padecen mucho cuando sus curas y vicarios son ignorantes o inmorales, porque jamás las ovejas estarán seguras ni bien cuidadas en poder de unos pastores necios o desidiosos; y todo esto te lo he dicho para probarte que la sabiduría nunca sobra en un sacerdote, y más si está encargado del cuidado de los pueblos; y para mayor confirmación de mi doctrina, oye. En los pueblos puede haber, y en efecto habrá en muchos, algunas almas místicas y que aspiren a la perfección por el camino ordinario, que es el de la oración mental. ¿Y qué dirección podrá dar un padre vicario semi lego a una de estas almas, cuando por desidia o ineptitud no sólo no ha estudiado la respectiva teología, pero ni siquiera ha visto por el forro las obras de Santa Teresa, la Lucerna mística del padre Esquerra, los desengaños místicos del padre Arbiol, y quizá ni aun el Kempis ni el Villacastín? ¿Cómo podrá dirigir a una alma virtuosa y abstracta el que ignora los caminos? ¿Cómo podrá sondear su espíritu ni distinguir si es una alma ilusa, o verdaderamente favorecida, cuando no sabe qué cosa son las vías purgativa, iluminativa, contemplativa y unitiva? ¿Cuando ignora qué cosa ron revelaciones, éxtasis, raptos y deliquios? ¿Cuando le coge de nuevo lo que son consolaciones y sequedades? ¿Cuando se sorprende al oír las voces de ósculo santo, abrazo divino y desposorio espiritual? ¿Y cuando (por no cansarte con lo que no entiendes) ignora del todo los primores con que obra la divina gracia en las almas espirituales y devotas? ¿No es verdad? ¿No conoces tú que si te pusieras a llevar un navío a Cádiz, a Cavite o a otro puerto, con las luces que tienes de pilotaje (que son ningunas) seguramente darías con la embarcación infeliz que se te confiara en un banco, en un arrecife, o en un golfo sin llegar jamás por jamás al puerto de su destino? Esto lo debes comprender porque la comparación es muy sencilla. Pues lo mismo sucede a estos infelices vicarios Lárragos a secas, que apenas saben absolver a un pecador común (como los indios que no saben más que llevar una canoa a Ixtacalco). Ellos los pobres son ciegos, y las almas que aspiran a entrar por la vía de la perfección, también son ciegas, y necesitan una buena guía que las dirija. No la hallan en los directores modorros, y sucede que (a no ser por un favor especial de la gracia) ellas o se entibian o se pierden; y las guías o se confunden, o se precipitan en los errores de la ilusión que ellas les comunican. Ésta es una verdad terrible, pero es una verdad que no negará ningún sacerdote sabio. Yo lo que veo (y que confirma mi opinión en el particular) es que los sacerdotes virtuosos, santos y doctos, son muy escrupulosos para confesar y dirigir monjas y otras almas espirituales, y cuando las dirigen son muy eficaces para no dejar de la mano la sonda de la doctrina y la prudencia. A más de esto, consultan con el teólogo por esencia, con Dios digo, en los ratos de oración que tienen, y como saben que deben hacer cuantas diligencias humanas estén en su arbitrio para conseguir el acierto, consultan las dudas que tienen con otros varones sabios y espirituales. Esto veo, y esto me hace creer lo contingente que será el acierto de la dirección espiritual de unas almas místicas fiado a unos pobres clérigos casi legos, que apenas saben lo muy preciso para decir misa y absolver al penitente en virtud de la promesa de Jesucristo. De manera, hijo mío, que estoy firmemente persuadido que si la Iglesia santa pudiera hacer que todos sus ministros fueran teólogos y santos, no omitiría sacrificio alguno para conseguirlo; pero la escasez de varones y talentos tales como los necesarios, hace que provea a los fieles de aquellos que se encuentran tal cual útiles para la simple administración de los Sacramentos. Aún hay más. Ya te dije que los sacerdotes son los maestros de la ley. A ellos toca privativamente la explicación del dogma y la interpretación de las Sagradas Escrituras. Ellos deben estar muy bien instruidos en la revelación y tradición en que se funda nuestra fe, y ellos en fin, deben saber sostener a la faz del mundo lo sólido e incontrastable de nuestra tanta religión y creencia. Pues ahora, supongamos un caso remoto, pero no imposible. Supongamos, digo, que un pobrecito vicario de éstos de que hablamos, o un religioso hebdomadario, o que llaman de misa y olla, tiene con un hereje una disputa acerca de la certeza de nuestra religión, de la justicia de su dogma, de lo divino de sus misterios, de la realidad del cumplimiento de las profecías, de lo evidente de la venida del Mesías, del cómputo de las semanas de Daniel o cosa semejante (advirtiendo que los herejes que promueven o entran en estas disputas, aunque son ciegos para la fe, no lo son para las ciencias. He vivido en puerto de mar, y he conocido y tratado algunos), ¿cómo conocerán sus sofismas? ¿Cómo eludirán sus argumentos? ¿Cómo distinguirán su malicia de la fuerza intrínseca de la razón? ¿Y cómo podrá salir de sus labios la verdad triunfante y con el brillo que le es tan natural? Ello es cierto que si sólo el Ferrer, el Cliquet, el Lárraga u otro sumista de moral semejante fueran bastantes para contrarrestar a los herejes, no sé cómo hubiera salido San Agustín con los maniqueos, San Gerónimo con los donatistas, ni otros santos padres con otras chusmas de herejes y heresiarcas a quienes combatieron y confundieron con brillantez y solidez de argumentos. De todo lo dicho debes concluir, Pedro mío, que para ser un digno sacerdote no sobra con saber lo muy preciso; es necesario imbuirse y empaparse en la sólida teología, y en las reglas o leyes eclesiásticas que son los cánones de la Iglesia. «Agrega a esto, que es tan peculiar al sacerdocio la literatura, que a mediados del siglo XIII no eran promovidos al clericato sino los literatos, según la novela de Justiniano 6, cap. 4 y 123, cap. 12. De modo que Juliano el antecesor escribía: El que no es literato no puede ser clérigo.Sucedió que para significar un hombre docto y literato, empezó a usarse el nombre de clérigo, y el de lego para denotar un ignorante o que no sabía las letras, de donde provino también que a los legos doctos se les daba el título de clérigos; y por el contrario, los eclesiásticos no literatos eran llamados también legos. Se le llama clérigo (son palabras de Oderico Vital en el lib. 3)porque está imbuido en el conocimiento de las letras y de las demás artes. En la Crónica Andrense leemos también las siguientes palabras: Con la anuencia de algunos romanos, hizo que se le subordinase cierto español muy clérigo llamado Burdino. Y en la historia de los obispos de Eistet: Este obispo Juan fue gran clérigo en el Derecho Canónico, esto es, gran letrado. El mismo significado se observa que tuvo antiguamente en la lengua francesa, pues clerc quería decir lo mismo que docto, como también clergie lo mismo que ciencia y doctrina.» Toda esta erudición y alguna más, la recogió el señor Muratori en su opúsculo titulado:Reflexiones sobre el buen gusto, cap. 7, fol. 70, 71 y 72, donde lo podrás ver, confirmando que para merecer el nombre de clérigo, es menester ser literato; y de lo contrario, el que no lo sea, no será un padre clérigo, sino un padre lego. Harto te he dicho, y así si quieres ser eclesiástico, dime ¿qué te resuelves a estudiar? Viéndome yo tan atacado, no hubo remedio, respondí a mi padre que estudiaría teología, y a los dos días ya era yo cursante teólogo, y vestía los hábitos clericales. No tardé mucho en ver en la universidad a mi amigo Pelayo, a quien di parte de todo lo que me había ocurrido con mi padre, y cómo yo, no pudiendo escaparme de sus insinuaciones, elegí estudiar teología. Ello será un perdedero de tiempo, supuesto que no te gusta el estudio, me dijo mi amigo; pero si no hay otro remedio, ¿qué se ha de hacer? A veces es preciso contemporizar con los viejos ideáticos, aunque uno no quiera, aunque sea para engañarlos, mientras se realizan nuestros proyectos. Mi padre también es del tenor siguiente: ha dado en que estudie cánones a fortiori, esto es, quieras que no quieras, y aun me habla de licenciaturas y borlas; pero yo que no soy vanidoso, no pienso en eso; lo que quiero es acabar mis cánones bien o mal, alcanzar el gradillo, ordenarme y quitarme de libros ni quebraderos de cabeza. Tú puedes hacer lo mismo: aguanta tus cursos de universidad con la paciencia que un purgado, y cuando menos lo pienses te hallarás hecho un bachiller teólogo, que para el caso de que digan que lo eres, con eso basta. Ni es menester que te des mala vida ni te derritas los sesos sobre los libros. Estudia de carrera lo que te señale tu catedrático, enséñate a manejar el ergo por imitación, y frecuenta la universidad, porque los cursos importan, hijo; los cursos son más precisos que la ciencia misma, para lograr el grado. Bien saben y sabemos que a lo que vamos los más estudiantes a la universidad no es a aprender nada, sino a cuajar un rato unos con otros; pero lo cierto es que el que no tiene su certificación de haber cursado el tiempo prefinido por estatuto, no se graduará, aunque sea más teólogo que Santo Tomás; y si la tiene, él será bachiller, aunque no sepa quién es Dios por el padre Ripalda; pero ello es que así la vamos pasando, y así la pasaremos tú y yo con más descanso. Yo apenas falto de la universidad tal cual vez; pero del colegio sí me deserto con frecuencia. Los domingos, jueves y fiestas de guardar, no tenemos clase por el colegio, y yo salo uno o dos días a la semana, ya verás qué poco me mortifico. Esto es lo que harás tú, si quieres que no se te haga pesado el estudio de la teología. Acompáñate conmigo, arráncale a tu padre los realitos que puedas, y confía de mí en que no sólo te pasarás buena vida, sino que te civilizarás, porque advierto que eres un mexicano payo, y yo te quiero sacar de barreras. Sí, yo te llevaré a varias casas de señoritas finas que tengo de tertulias, aprenderás a danzar, a bailar, a contestar con las gentes decentes. Fuera de esto, te sentaré en los estrados y haré que te comuniques con las damas, porque el trato con las señoras ilustra demasiado. Últimamente, te enseñaré a jugar al billar, malilla de campo, tresillo, báciga y albures, que todas estas habilidades son partes de un mozo fino e ilustrado, y de este modo nos la pasaremos buena. Al cabo de un año tú no te conocerás, y me darás las gracias por los buenos oficios de mi amistad. El cielo vi abierto con el plan de vida que me propuso Pelayo, porque yo no aspiraba a otra cosa que a holgar y divertirme; y así le di las gracias por el interés que tomaba en mis adelantos, y desde aquel día me puse bajo su dirección y tutela. Él inmediatamente trató de cumplir con sus deberes, llevándome a varias tertulias que frecuentaba en algunas casas medianamente decentes, y en las que vivían señoritas de título, como la Cucaracha, la Pisa-bonito, la Quebrantahuesos y otras de igual calaña. Ya se deja entender que los tertulios y tertulias debajo de capas, casacas y enaguas, eran muchachas y jóvenes de primera tijera, esto es, mozos y mozas estragados, libertinos y tunos de profesión. Con tan buenas compañías y la dirección de mi sapientísimo Mentor, dentro de pocos meses salí un buen bandolonista, bailador incansable, saltador eterno, decidor, refranero, atrevido y lépero a toda prueba. Como mi maestro se había propuesto civilizarme e ilustrarme en todos los ramos de la caballería de la moda, me enseñó a jugar al billar, tresillo, tute y juegos carteados; no se olvidó de instruirme en las cábulas del bisbís, ni en los ardides para jugar albures según arte, y no así, así, a la buena de Dios, ni a lo que la suerte diera; pues me decía: que el que limpio jugaba limpio se iba a su casa, sino siempre con su pedazo de diligencia. Un año gasté en aprender todas estas maturrangas; pero eso sí, salí maestro y capaz de poner cátedra de fullería y leperaje a lo decente; porque hay dos clases de tunantismo: una soez y arrastrada como la de los enfrazadados y borrachos que juegan a la rayuela o a la taba en una esquina, que se trompean en las calles, que profieren unas obscenidades escandalosas, que llevan a otras leperuzcas descalzas y hechas pedazos, y se emborrachan públicamente en las pulquerías y tabernas, y éstos se llaman pillos y léperos ordinarios. La otra clase de tunantismo decente, es aquella que se compone de mozos decentes y extraviados que con sus capas, casaquitas y aun perfumes, son unos ociosos de por vida, cofrades perpetuos de todas las tertulias, cortejos de cuanta coqueta se presenta, seductores de cuanta casada se proporciona, jugadores, tramposos y fulleros siempre que pueden; cócoras de los bailes, sustos de los convites, gorrones intrusos, sinvergüenzas, descarados, necios a nativitate, tarabillas perdurables y máquinas vestidas, escandalosas y perjudiciales a la desdichada sociedad en que viven; y estos tales son pillos y léperos decentes, y de esta clase de pillería digo que pude haber puesto cátedra pública, según lo que aproveché con las lecciones de mi maestro y el ejemplo de mis concursantes en el corto espacio de un año. El pobre de mi padre estaba muy ajeno de mis indignos adelantamientos, y muy pagado de Martín Pelayo, que visitaba mi casa con frecuencia, porque ya os he dicho que vuestro abuelo era de tan buen entendimiento como corazón. En efecto, era hombre de bien y virtuoso, y como tales personas son fáciles de engañarse por las astucias de los malvados, entre yo y mi amigo teníamos alucinado a mi buen padre; porque yo era un gran pícaro, y Pelayo era otro pícaro más que yo; y así entre los dos hacíamos cera y pabilo de las creederas de mi padre, que tenía por un mozo muy fino, arreglado y buen estudiante al tal tuno de Martín, y éste a mis excusas hacía delante de mis padres unos elogios encarecidísimos de mi talento y aplicación, con lo que les clavaba más la espina, esto es, a mi padre, que a mi madre no era menester nada de eso, porque como me amaba sin prudencia, mis mayores maldades las disculpaba con la edad, y mis menores me las pasaba por gracias y travesuras. Pero así como la moneda falsa no puede correr mucho tiempo sin descubrir o su mal trojel o su liga, así la maldad no puede pasar muchos días con la capa de la hipocresía sin manifestar su sordidez. Puntualmente sucedió lo mismo conmigo, pues mi padre, un día que yo no lo pensaba, me preguntó que ¿cuándo era mi acto? ¿O que si estaba en disposición de tenerlo? Ciertamente, que si como me preguntó eso, me hubiera preguntado ¿que si estaba apto para bailar una contradanza? ¿Para pervertir una joven? ¿O para amarrar un alburito? No me tardo mucho en responder afirmativamente, pero me hizo una pregunta difícil, porque yo, con mis quehaceres, no pude dedicarme a otro estudio, de suerte que mi Biluart estaba limpio y casi intacto. Sin embargo, era preciso responder alguna cosa, y fue que mi catedrático no me había dicho nada, que se lo preguntaría. No, me dijo mi padre, no le preguntes nada, que yo lo haré. En mala hora se encargó mi padre de semejante comisión, porque fue al segundo día al colegio, y le preguntó a mi maestro que ¿en qué estado estaba yo de estudio? Y que si estaba capaz de sustentar un acto, lo hiciese favor de avisárselo para hacer sus diligencias para los gastos. Mi maestro, tan veraz como serio, le contestó: amigo, yo deseaba que usted me viera para decirle que su niño no promete las más leves esperanzas de aprovechar, no porque carezca de talento, sino por falta de aplicación. Es muy abandonado, rara semana deja de faltar uno o dos días a la clase, y cuando viene, es a enredar y a hacer que pierdan el tiempo los otros colegiales. En virtud de esto, ya usted verá cuál será su aptitud, y cuáles sus adelantos. A más de esto, yo le he advertido ciertas amistades y malas inclinaciones que me hacen temer la ruina próxima de esto mozo, y así usted como buen padre vele sobre su conducta, y vea en qué le ocupa con sujeción; porque si no, el muchacho se le pierde, y usted ha de dar a Dios cuenta de él. Mi padre se despidió de mi maestro bastante avergonzado (según después me dijo) y lleno de una justa cólera contra mí. ¡Pobres padres! ¡Y qué ratos tan pesados les dan los malos hijos! Fue a casa al medio día, me saludó con mucha desazón, se entró a la recámara con mi madre, y ésta como a las dos horas salió con los ojos llorosos a mandar poner la mesa. Mi padre apenas comió, mi madre tampoco; yo, como sinvergüenza y que ignoraba que era el eje sobre que se movía aquel disgusto, no dejé de hacer cuanto pude por agotar los platos, porque al fin no hay sinvergüenza que no sea glotón. Durante la comida no habló mi padre una palabra, y así que se concluyó se levantaron los manteles, y se dieron gracias a Dios; se retiró mi padre a dormir siesta y me dijo con mucha seriedad: esta tarde no vaya usted al colegio, que lo he menester. Como la culpa siempre acusa, yo me quedé con bastante miedo, temiendo no hubiera sabido mi padre algunas de mis gracias extraordinarias, y me quisiese dar con un garrote el premio que merecían. Luego concebí que yo había sido la causa de la cólera, de la parsimonia de la mesa, y de las lágrimas de mi madre; pero como estaba satisfecho en que ésta no me quería, sino me adoraba, no tuve empacho para decirla: señora, ¿qué novedad será ésta de mi padre? A lo que la pobrecita me contestó con sus lágrimas, y me refirió todo lo que había acaecido a mi padre con mi maestro, y cómo estaba resuelto a ponerme a oficio... ¿A oficio, (dije yo) a oficio? No lo permita Dios, señora. ¿Qué pareciera un bachiller en artes, y un cursante teólogo convertido de la noche a la mañana en sastre o carpintero? ¿Qué burla me hicieran mis condiscípulos? ¿Qué dijeran mis parientes? ¿Qué se hablará? Pues hijo, me contestó mi madre, ¿qué quieres que haga? Ya yo he rogado a tu padre bastante, ya se lo he dicho, ya le he llorado; pero está renuente, no hay forma de convencerse; dice que no quiere que se lo lleve el diablo juntamente contigo por darme gusto. Yo no sé qué hacer... No llore usted, señora, la dije, yo sí sé lo que se ha de hacer. Seguro está que mi padre tenga el gusto de verme de hojalatero ni de sastre. Pues ¿que ya se cerraron los cuarteles? ¿Ya se acabaron las casacas y el pan de munición? ¿Qué quieres decir con eso, Pedrito?, me decía mi madre. Nada, señora, le contesté, sino que antes que aprender oficio, me meteré a soldado, a bien que tengo buen cuerpo, y me recibirán en cualquiera parte con mil manos. Aquí redobló mi madre su llanto, y me dijo: ¡ay hijo de mi alma! ¿Qué es lo que dices? ¿Soldado? ¿Soldado? ¡No lo permita Dios! No te preocupes ni te desesperes; yo volveré a rogarle a tu padre esta tarde, y ya que dice que no eres para los estudios, y que es fuerza darte destino, veremos si te coloca en una tienda... Calle usted madre, le dije. Eso es peor. ¿Qué bien pareciera un bachiller tiznado, y lleno de manteca, y un teólogo despachando tlaco de chilitos en vinagre? No, no; soldado y nada más; pues una vez que a mi padre ya se le hace pesado el mantenerme, el rey es padre de todos, y tiene muchos miles para vestirme y darme de comer. Esta tarde me voy a vender en la bandera de China, y mañana vengo a ver a usted vestido de recluta. Cada vez que yo me acuerdo de este y otros malos ratos que di a la pobre de mi madre, y de las lágrimas que derramó por mí, quisiera sacarme el corazón a pedazos de dolor; pero ya es tarde el arrepentimiento, y sólo sirven estas lecciones, hijos míos, para encargaros que miréis a vuestra madre siempre con amor y respeto verdadero, sin imitar a los malos hijos como yo fui; antes rogad a Dios no castigue los extravíos de mi juventud como merecen, y acordaos que por boca del Sabio os dice: honra a tu padre, y no olvides los gemidos de tu madre. Acuérdate que a ellos les debes la vida, y págales lo que te han dado. Finalmente, esta escena paró en que mi madre me rogó, me instó, me lloró porque no fuera soldado, jurándome que se volvería a empeñar con mi padre para que desistiera de su intento y no me pusiera a oficio, con cuya promesa me serené, como que eso era lo que yo deseaba, y por lo que afligí tanto a su merced, no porque a mí me agradaba la carrera militar, y más en clase de soldado, como que veía con horror todo género de trabajo. ¡Qué bueno hubiera sido que mi madre me hubiera quebrado en la cabeza cuanta silla había en la sala, y bien amarrado me hubiera despachado al primer cuartel, y allí me hubiesen encajado luego la gala de recluta! Con eso se hubieran acabado mis bachillerías y sus cuidados; pero no lo hizo así, y tuvo después que sufrir lo que Dios sabe. Al cabo de un rato salió mi padre ya con sombrero y bastón, y me dijo: tome usted la capa y vamos. Yo la tomé y salí con su merced con temor, y mi madre se quedó con cuidado. A poco haber andado, se paró mi padre en un zaguán, y me dijo: amigo, ya estoy desengañado de que es usted un gran perdido, y yo no quiero que se acabe de perder. Su maestro me ha dicho que es un flojo, vago, y vicioso, y que no es para los estudios. En virtud de esto, yo tampoco quiero que sea para la ganzúa ni para la horca. Ahora mismo elige usted oficio que aprender, o de aquí llevo a usted a presentarlo al rey en la bandera de China. Todos los retobos que usé con mi madre, con mi padre se volvieron sumisiones, como que sabía yo que no acostumbraba mentir y era resuelto; y así no pude hacer más que humillarme y pedirle por favor que me diese un plazo para informarme del oficio que me pareciera mejor. Concediome mi padre tres días a modo de ahorcado, y volvimos para casa, donde hallamos a mi pobre madre enferma de un gran flujo de sangre que le había venido por la pesadumbre que le di, y el susto con que se quedó. Ya se ha dicho que mi padre la amaba con extremo; y así lleno de sentimiento acudió a que la medicina la auxiliara. En efecto, al segundo día ya estuvo mejor; pero sin dejar de llorar de cuando en cuando, porque ya yo le había dicho la resolución de mi padre, y ella en medio de su dolencia no se había descuidado en suplicarle no me pusiera a oficio, a lo que mi padre le contestó que se restableciera de su achaque, y que ahí se vería lo que por fin se había de hacer. Esta respuesta desconsoló a mi madre, y fue causa de que yo no las tuviera todas conmigo, porque no habiendo visto jamás a mi padre tan tenaz en su propósito y tan esquivo con mi madre al parecer, me hizo entender que de aquella vez no me escaparía yo de cualquier aprendizaje. No sabiendo qué hacer para librarme de la férula de los maestros mecánicos, que me amenazaba por momentos, discurrí la traza más diabólica que podía en lance tan apurado, y fue ir a ver a mi caritativo preceptor y sabio amigo, el ínclito Martín Pelayo. Con la confianza que tenía, me entré de rondón hasta su cuarto, donde lo hallé columpiándose de un lazo que pendía del techo, tarareando unas boleras y dando saltos en el suelo. Tan embebecido estaba en su escoleta, que no sintió cuando yo entré, y prosiguió brincando como un gamo, hasta que yo le dije: ¿qué es esto, Martín? ¿Te has vuelto loco o estás aprendiendo a maromero? Entonces él me vio y me contestó: ni estoy loco, ni quiero ser volatín; sino que estoy trabajando por aprender a hacer la octava que piden estas boleras, y diciendo esto continuó sus cabriolas. Yo, mirando lo espacio que estaba, le dije: suspende un poco tus lecciones, que traigo un asunto de mucha importancia que comunicarte, y del que sólo tu amistad puede sacarme con bien. Él entonces muy cortés se quitó el lazo, se sentó conmigo en su cama, y me dijo: no sabía yo que traías asunto, pero di lo que se ofrezca, que ya sabes cuánto te estimo. Le conté punto por punto todas mis cuitas, rematando con decirle que para libertarme del deshonor que me esperaba en el aprendizaje, había pensado meterme a fraile. Él me oyó con bastante gravedad, y me dijo: Perico, yo siento los infortunios que te amenazan por el genio ridículo y escrupuloso de tu padre; pero supuesto que no hay medio entre ser oficial mecánico o soldado, y que el único arbitrio de evadirte de ambas cosas de ésas es meterte a fraile, yo soy de tu mismo parecer; porque más vale tuerta que ciega, peor es ser el sastre Perico, o el soldado Perico, que no el padre fray Pedro. Ello es verdadero que la vida de fraile trae sus incomodidades inaguantables, como el estudio, la asistencia de comunidad, la observancia de las reglas, la subordinación a los prelados y la sujeción o privación de la libertad que tanto te acomoda a ti y a mí, pero todo es hacerse. A más de que en cambio de esas molestias, tiene el estado sus ventajas considerables, como el honor de la religión que se extiende por todos sus individuos, aunque sean legos; el respeto que infunde el santo hábito, y sobre todo, hijo, el afianzar la torta para siempre. Ya verás tú, que estas conveniencias no las encuentra un artesano ni un soldado; y así me parece que lleves adelante tu pensamiento. Pues yo he venido, le dije, a consultarte mis designios, y a suplicarte te empeñes con tu padre para que me dé una esquela de recomendación para que me admita tu tío el provincial de San Diego; porque esto urge, y en la tardanza está el peligro; pues como yo consiga la patente de admitido, ya a mi padre se le quitará el enojo, y me verá de distinto modo. Pues eso es lo de menos, me dijo Pelayo, ven mañana temprano que yo haré que mi padre ponga la esquela esta noche. Con este consuelo me despedí de Martín muy contento, y me volví a mi casa. Entré en ella, y encontré de visitas a don Martín el de la hacienda, a la señora su esposa la que me cascó el zapatazo, a su niña y al famoso Juan Largo o Januario, que toda la familia había venido a México a pasear; porque como todo fastidia en este mundo, los que viven en las ciudades buscan su diversión en el campo, y los que viven en el campo anhelan por la ciudad para divertirse, y ni unos ni otros logran por largo tiempo satisfacer sus deseos, porque como la tristeza no está en el campo ni en la ciudad sino en el corazón, nos siguen los fastidios y cuidados donde quiera que llevamos nuestro corazón. Luego que hube saludado a las visitas y que cesaron los cumplimientos de moda, me aparté al corredor con Januario y hablamos largo sobre diversos asuntos, ocupando el mejor lugar de la conversación los míos, entre los que le conté mis aventuras, y la última resolución que tenía de volverme fraile, a lo que Juan Largo me contestó muy aprisa: sí, sí, Periquillo, vuélvete fraile, hijo, vuélvete fraile, no harás cosa mejor. No todos los hombres hacen lo que deben, sino lo que les está más a cuento para sus fines particulares, quien hay que se ordene porque es inútil para otra cosa, o por no perder una capellanía; quien que se casa con la primera que encuentra mas que no le tenga amor, ni con qué mantenerla, sólo por escaparse de una leva; quien que se meta a soldado porque no lo persiga la justicia ordinaria, por tramposo o por alguna fechoría que ha cometido; y quien, en fin, que hace mil cosas contra su gusto, sólo por evitar éste o el otro lance que considera serle peor; conque ¿qué nuevo ni raro será que tú te metas a fraile por no emprender oficio, ni ser soldado? Sí, Perico, haces bien, alabo tu determinación; pero hermano, aviva, aviva el negocio, porque al mal paso darle prisa. Así concluyó su arenga este grande hombre. Él, es claro que me dijo muchas verdades, pero truncas. Si me hubiera dicho después de ellas, que aunque así lo hacen, en ello nada justo hacen ni digno de un hombre de bien, y que por lo común estas trampas y artificios de que se valen para eludir el castigo, excusar el trabajo, engañar al superior o evitar por el camino más breve la desgracia inminente o que parece tal, no son sino unos remedios paliativos o aparentes, que después de tomados se convierten en unos venenos terribles, cuyas funestas resultas se lloran toda la vida; si me hubiera dicho esto, repito, quizá me hubiera hecho abrir los ojos y cejar de mi intento de ser religioso, para el que no tenía ni natural ni vocación; pero por mi desgracia los primeros amigos que tuve fueron malos, y de consiguiente pésimos sus consejos. A otro día marché para la casa de Pelayo, quien puso en mis manos la esquela de su padre, el que no contento con darla, pensando que yo era un joven muy virtuoso, prometió ir a hablar por mí a su hermano el provincial, para que me dispensara todas aquellas pruebas y dilaciones que sufren los que pretenden el hábito en semejantes religiones austeras. No parece sino que me ayudaba en todo aquella fortuna que llaman de pícaro, porque todo se facilitaba a medida de mi deseo. Yo recibí mi esquela con mucho gusto, di las gracias a mi amigo por su empeño, y me volví para casa. |
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Capítulo XI Toma Periquillo el hábito de religioso, y se arrepiente en el mismo día. Cuéntanse algunos intermedios relativos a esto
odo aquel día lo pasé contentísimo esperando que llegara el siguiente para ir a ver al provincial. No quise ir en esa tarde, por dar lugar a que el padre de Pelayo hiciese por mí el empeño que había ofrecido. Nada ocurrió particular en este día; y al siguiente a buena hora me fui para el convento de San Diego, y al pasar por la alameda, que estaba sola, me puse frente a un árbol, haciéndolo pasar en mi imaginación la plaza de provincial, y allí me comencé a ensayar en el modo de hablarle en voz sumisa, con la cabeza inclinada, los ojos bajos, y las dos manos metidas dentro de la copa del sombrero. Con éstas y cuantas exterioridades de humildad me sugirió mi hipocresía, marché para el convento. Llegué a él, anduve por los claustros preguntando por la celda del prelado; me la enseñaron, toqué, entré y hallé al padre provincial sentado junto a su mesa, y en ella estaba un libro abierto, en el que sin duda leía, a mi llegada. Luego que lo saludé, le besé la mano con todas aquellas ceremonias en que poco antes me había ensayado, y le entregué la carta de recomendación de su hermano. La leyó, y mirándome de arriba abajo, me preguntó que si quería ser religioso de aquel convento. Sí, padre nuestro, respondí. ¿Y usted sabe, prosiguió, qué cosa es ser religioso, y de la estrecha observancia de Nuestro Padre San Francisco? ¿Lo ha pensado usted bien? Sí padre, respondí. ¿Y qué le mueve a usted el venir a encerrarse en estos claustros, y a privarse del mundo, estando como está en la flor de su edad? Padre, dije yo, el deseo de servir a Dios. Muy bien me parece ese deseo, dijo el provincial, pero ¿que no se puede servir a su majestad en el mundo? No todos los justos ni todos los santos lo han servido en los monasterios. Las mansiones del Padre celestial son muchas, y muchos los caminos por donde llama a sus escogidos. En correspondiendo a los auxilios de la gracia, todos los estados y todos los lugares de la tierra son a propósito para servir a Dios. Santos ha habido casados, santos célibes, santos viudos, santos anacoretas, santos palaciegos, santos idiotas, santos letrados, santos médicos, abogados, artesanos, mendigos, soldados, ricos, y en una palabra, santos en todas clases del estado. Conque, de aquí se sigue que para servir a Dios no es condición precisa el ser fraile, sino el guardar su santa ley, y ésta se puede guardar en los palacios, en las oficinas, en las calles, en los talleres, en las tiendas, en los campos, en las ciudades, en los cuarteles, en los navíos, y aun en medio de las sinagogas de los judíos y de las mezquitas de los moros. La profesión de la vida religiosa es la más perfecta; pero si no se abraza con verdadera vocación, no es la más segura. Muchos se han condenado en los claustros, que quizá se hubieran salvado en el siglo. No está el caso en empezar bien, es menester la constancia. Nadie logra la corona del triunfo, sino el que pelea varonilmente hasta el fin. En la edad de usted es preciso desconfiar mucho de esos ímpetus o fervores espirituales, que ordinariamente no pasan de unas llamaradas de zacate, que tan pronto se levantan como se apagan; y así sucede que muchos o no profesan, o si profesan es por la vergüenza que les causa el qué dirán; y estos tales profesos, como que lo son sin su voluntad, son unos malos religiosos, desobedientes y libertinos, que con sus vicios y apostasías dan que hacer a los superiores, escandalizan a los seculares, y de camino quitan el crédito a las religiones; porque como dice Santa Teresa, y es constante: el mundo quiere que los que siguen la virtud, sean muy perfectos; nada les dispensa, todo les nota, los advierte y moteja con el mayor escrúpulo, y de aquí es que los mundanos fácilmente disculpan los vicios más groseros de los otros mundanos, pero se escandalizan grandemente si advierten algunos en este o el otro religioso o alma dedicada a la virtud. Levantan el grito hasta el cielo, y hablan no sólo contra aquel fraile que los escandaliza, sino contra el honor de toda la religión, sin pesar en la balanza de la justicia los muchos varones justos y arreglados que ven en la misma religión, y aun en el mismo convento. Para evitar que los jóvenes se pierdan abrazando sin vocación un estado que ciertamente no debe ser de holgura, sino de un trabajo continuo, para cumplir los prelados con nuestra obligación, y no dar lugar a que las religiones se descrediten por sus malos hijos, debemos examinar con mucha prudencia y eficacia el espíritu de los pretendientes, aun antes de que entren de novicios, pues el noviciado es para que ellos experimenten la religión; pero el prelado debe examinarles el espíritu aun antes de ser novicios. En virtud de esto, usted que desea servir a Dios en la religión, ¿ya sabe que aquí de lo primero que ha de renunciar es de la voluntad, porque no ha de tener más voluntad que la de los superiores, a quienes ha de obedecer ciegamente? Sí padre, dije yo. ¿Sabe que ha de renunciar para siempre al mundo, sus pompas y vanidades, así como lo prometió en el bautismo? Sí, padre. ¿Sabe que aquí no ha de venir a holgar ni a divertirse, sino a trabajar y a estar ocupado todo el día? Sí, padre; y sí padre, y sí padre, respondí a setenta sabes que me preguntó, que ya pensaba yo que era llegada mi hora y me estaban sacramentando; y todo este examen paró en que me dio mi patente allí mismo, advirtiéndome que fuera mi padre a verse con su Reverencia. Tales fueron mis palabras estudiadas y mis hipocresías, que la llevó entre oreja y oreja aquel buen prelado, y formó de mí un concepto ventajoso. Ya se ve, él era bueno; yo era un pícaro, y ya se ha dicho lo fácil que es que los pícaros engañen a los hombres de bien, y más si los cogen desprevenidos. El bendito provincial, al despedirme, me abrazó y me dijo: Pues hijo mío, vaya con Dios, y pídale a su Majestad que le conserve en sus buenos propósitos, si así conviene a su mayor gloria y bien de su alma. Dígale todos los días con el mayor fervor: confirma hoc Deus, quod operatus es in nobis, y disponga su corazón cada día más y más para que fecundice en él la gracia del Espíritu Santo, y produzca frutos opimos de virtud. Con esto le besé la mano, y me retiré para casa. ¿Quién creerá que cuando salí del convento sentí no sé qué de bueno en mí, que me parecía que de veras tenía yo vocación de ser religioso? No se me olvidaba aquel aspecto venerable del anciano prelado, aquellas palabras tan llenas de unción y penetrantes que tanto eco hicieron en mi corazón, aquella su prudencia, aquel su carácter amable, y aquel todo hechicero de la verdadera virtud, capaz de enamorar al mismo vicio. En efecto, yo decía entre mí: ¿qué mano que hubiera nacido para fraile, que no lo hubiera advertido, y Dios quisiera haberse valido de este accidente para reducirme, y meterme en el camino que me conviene? No hay duda, así debe ser. Yo me acuerdo haber oído decir que Dios hace renglones derechos con pautas torcidas, y éste ha de ser uno de ellos, sin remedio. Estos y semejantes discursos ocupaban mi imaginación en el camino del convento a mi casa. Luego que llegué a ella, me entré a ver a mi madre, y le conté cuanto me había pasado manifestándole la patente de admitido en el convento de San Diego. De que mi madre la vio, no sé cómo no se volvió loca de gusto, creyendo que yo era un joven muy bueno, y que cuando menos sería yo otro San Felipe de Jesús. No hay que dudar ni que admirarse de esta sorpresa de mi madre, pues si mis maldades le parecían gracias, mi virtud tan al vivo ¿qué le parecería? Vino mi padre de la calle, y mi madre llena de júbilo le impuso de todas mis intenciones, enseñándole al propio tiempo la patente del padre provincial. ¿Ves, hijo, le decía, ves como no es tan bravo el león como lo pintan? ¿Ves como Pedrito no era tan malo como tú decías? Él como muchacho ha sido traviesillo, ¿pero qué muchacho no lo es? Tú querías que fuera un santo desde criatura, querías bien; pero hijo, es una imprudencia, ¿cómo han de comenzar los niños por donde nosotros acabamos? Es necesario dar tiempo al tiempo. Ya ves qué mutación tan repentina. ¿Cuándo la esperabas? Ayer decías que Pedro era un pícaro, y hoy ya lo ves hecho un santo; ayer pensabas que había de ser el lunar de su linaje, y hoy ya ves que él será el lustre de su familia, porque familia que cuenta un deudo fraile, no puede ser de oscuro principio; yo a lo menos así lo entiendo, y en esta fe y creencia he de vivir, aunque me digan, como ya me lo han dicho, que esto es una preocupación de las que han echado más raíces en América que en otras partes del mundo; pero yo no lo creo, sino que en teniendo una familia un pariente fraile, ya puede apostárselas en nobleza con el Preste Juan de las Indias sin haber menester ejecutorias, genealogías, ni esotras zarandajas de que tanto blasonamos los nobles, porque esas cosas sólo las saben los parientes y amigos de las casas, pero los extraños que no las ven, no pueden saber si son nobles o no. Lo que no sucede teniendo un deudo fraile, porque todo el mundo lo ve, y nadie puede dudar de que es noble él, sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos y sus tatarabuelos; y si el dicho fraile se casara, fueran nobles y muy nobles sus hijos, nietos, biznietos, tataranietos y choznos, porque un fraile es una ejecutoria andando. Conque mira si tengo razón de estar contenta, y si tú también debes estarlo con la nueva resolución de Pedrito. Yo por un agujerito de la puerta había estado oyendo y fisgando toda esta escena, y vi que mi padre leyó, releyó, y remiró una, dos y tres veces la patente; y aun advertí que más de una vez estuvo por limpiarse los ojos, a pesar de que no tenía lagañas. ¡Tal era la duda que tenía de mi verdad que apenas creía lo que estaba leyendo! Sin embargo de esta su sorpresa, oyó muy bien toda la arenga de mi madre, a la que luego que concluyó le dijo: ¡Válgate Dios, hija, qué cándida eres! ¡Cuántas boberías me has dicho en un instante! Si alguno nos hubiera escuchado, yo me avergonzara, pues las familias que en realidad son nobles, como la tuya, no aspiran a parecerlo con el empeño de tener un hijo religioso, ni hacen vanidad de ello cuando lo tienen; antes ese empeño y esa vanidad, es una prueba clara de una no conocida nobleza, o que a lo menos no puede manifestarse de otro modo; modo ciertamente muy aventurado, y que puede estar sujeto a mil trácalas; pero esto no es lo que importa por ahora, a más que la nobleza verdadera consiste en la virtud. Ésta es su piedra de toque y su prueba legítima, y no los puestos brillantes, eclesiásticos o seculares, pues éstos muchas veces se pueden hallar en personas indignas de tenerlos por su mala moral, etc. Lo que importa por ahora es esta patente. Yo me hago cruces y no acabo de entender cómo es esto. Ayer era Pedro tan libertino y descarriado, que hacía continuas faltas en el colegio por irse a tunantear con sus amigos, ¿y hoy tan sujeto y virtuoso que pretende ser religioso, y de una religión estrecha y observante? Ayer tan flojo que aun para estudiar teología, ponía mil cortapisas, ¿y hoy tan decidido por el trabajo de una comunidad? Ayer tan disipado, ¿hoy tan recoleto? Ayer tan uno, ¿y hoy tan otro? No sé cómo será esto. Yo no ignoro que Dios es poderoso y puede hacer cuanto quiera; sé muy bien que de una Magdalena hizo una santa, de un Dimas un confesor, de un Saulo un Pablo, de un Aurelio un Agustino, y de otros pecadores otros tantos siervos suyos que han edificado su iglesia; pero estos casos no son comunes, porque no es común que el pecador corresponda a los auxilios de la gracia; lo corriente es despreciarlos cada instante, y por eso está el mundo tan perdido. No sé por qué me parece que éstas son picardías de Pedro... Cállate, dijo mi madre, como tú no quieres al pobre muchacho, aunque haga milagros te han de parecer mal. Sus defectos sí, los crees, aunque no los veas; pero de su virtud dudas, aun mirándola con los ojos. Bien dicen, en dando en que un perro tiene rabia, hasta que lo matan. ¿Qué estás hablando, hija?, decía mi padre, ¿qué virtud estoy mirando yo, ni jamás he visto en Pedro? ¿Qué más prueba de virtud que esa patente?, decía mi madre. No, esta patente no prueba virtud, replicaba mi padre, lo que prueba es que tuvo habilidad para engañar al provincial hasta arrancársela por sus fines particulares. Tú harás y dirás todo eso por no gastar en el hábito y en la profesión; pero para eso no es menester que quites de las piedras para poner en mi hijo. Aún tiene tíos, y cuando no, yo pediré los gastos de limosna. Así se explicó mi madre, a quien mi padre, con mucha prudencia contestó: no seas tonta, mujer. No son los gastos, sino la experiencia que tengo la que me hace desconfiar de Pedro. Conozco su genio, y tengo examinado su carácter, por eso dudo que sea cierta su vocación. Él es mi hijo, lo amo, y lo amo mucho; pero este amor no me quita el conocimiento que tengo de él. Sé que no le gusta el trabajo, que le agrada la libertad, los amigos y el lujo demasiado, y que es muy variable en su modo de pensar. A más de esto, es muy joven, le falta mucho para saber distinguir bien las cosas, y todo ello me hace creer que apenas estará en el convento dos o tres meses, verá el trabajo de la religión y se saldrá. Esto es lo que deseo excusar, no los gastos, pues siempre he erogado gustoso cuantos he considerado concernientes a su bien. No obstante, yo de buena gana y con la misma voluntad que otras veces gastaré en esta ocasión cuanto sea necesario, y me daré los plácemes de que sea con provecho suyo. Aquí paró la sesión, y salieron los dos buenos viejos a comer. A la noche me llamó mi padre a solas, me hizo mil preguntas, a las que yo contesté amén, amén, con la misma hipocresía que al provincial, me echó su merced mi buen sermón explicándome qué cosa era la vida de un religioso, cuál la perfección de su estado, cuáles sus cargos, cuán temibles son las resultas que se debe prometer el que abraza sin vocación un estado semejante, y qué sé yo que otras cosas, todas ciertas, justas, muy bien dichas y para mi bien; pero esto es lo que los muchachos oyen con menos atención, y así no es mucho se les olvide pronto. Ello es que yo estuve en el sermón con los ojos bajos y con una modestia tal, que ya parecía un novicio. Tan bien hice el papel, que mi padre creyó que era la pura verdad, y me ofreció ir por la mañana a ver al padre provincial; me dio su bendición, le besé la mano y nos fuimos a acostar. Yo dormí muy contento y satisfecho, porque los había engañado a todos, y me había escapado de ser aprendiz o soldado. A otro día cuando me levanté, ya mi padre había salido de casa, y cuando volvió a ella al medio día, me dijo delante de mi madre: señor Pedrito, ya vi al provincial, ya está todo en corriente, y de aquí a ocho días, dándonos Dios vida, tomarás el hábito. Mi madre se alegró, y yo fingí alegrarme más con la noticia. Comimos, y a la tarde fui a ver a Pelayo y le di cuenta del buen estado de mi negocio. Él me dio los plácemes de este modo: me alegro, hermano, de que todo se haya facilitado. El caso es que aguantes las singularidades de los frailes, y más en el año del noviciado, porque te aseguro que las tienen y de marca, pues esto de levantarse a media noche, rezar todo el día, andar con los ojos bajos, hablar poco, ayunar mucho, pelarse a azotes, barrer los claustros, estudiar y sufrir por toda la vida a tanto fraile grave, es una tarea inacabable, un subsidio eterno, una esclavitud constante, y una serie no interrumpida de trabajos, de que sólo la muerte podrá librarte; pero en fin, ya lo hiciste, y es menester morderte un brazo, porque si no, ¿qué dirá tu padre? ¿Qué dirá tu madre? ¿Qué dirán tus parientes? ¿Qué dirá el provincial? ¿Qué dirán los conocidos de tu casa? ¿Qué dirá mi padre? Y ¿qué dirán todos? Si ahora te arrepintieras, fuera un escándalo para el público, un deshonor para ti, y una vergüenza terrible para tus pobres padres; y así no hay remedio, hermano, a lo hecho pecho, dice el refrán, ahora es fuerza que seas fraile quieras o no quieras. Hay hombres cuyo carácter es tan venenoso que hacen mal, aun cuando ellos piensan que hacen bien. Son como el gato que lastima al tiempo de hacer cariños. Así era el de Pelayo, que después que decía que me estimaba, parece que se empeñaba en enredarme o afligirme; pues primero me pintó que la religión era una Jauja; y ya que estuve comprometido, me la representó como una mazmorra, desacreditándola por ambos lados. Yo me despedí de él, bien contristado, y casi casi ya estaba por retractarme de mis propósitos; pero la vergüencilla y este qué dirán, este qué dirán del mundo, que es causa de que atropellemos casi siempre con las leyes divinas, me hizo forzar mi inclinación, hacer a un lado mis temores, y llevar adelante mi falsa intentona. En aquellos ocho días se prepararon todas las cosas necesarias para mi ingreso, se dio parte de él a todos mis amigos, parientes, conocidos, bien y malhechores, y de todos ellos recibió mi padre mil parabienes y mi madre mil enhorabuenas, que hacían por junto dos mil faramallas, que llaman políticas, ceremonias y cumplimientos; pero que no dejan todas ellas una onza de utilidad, por más que se multipliquen en número. Mis padres se ocupaban en estos ocho días en recibir visitas y en disponer lo necesario para la entrada, y yo me ocupaba en andar con Pelayo despidiéndome de mis tertulias no con poco dolor de mi corazón, pues sentía demasiada violencia en la separación de mis pecaminosas distracciones. Mi gran Pelayo se había propuesto avisar en cuantas partes íbamos de mis nuevos intentos, y lo pronto que estaba mi noviciado. Yo le rogaba que los callara, mas a él se le hacía escrúpulo y cargo de conciencia el reservarlos, y como todas las casas que visitábamos eran de aquellos y aquellas que llaman de la hoja, me daban mis estregadas terribles, especialmente las mujeres. Una me decía: ¡ay!, ¡qué lástima!, tan niño y encerrarse. Otra: ¡qué gracia!, y tan muchacho. Otra: ¿que no se acordará usted de mí? Otra: ¿a que no profesa usted? Ésta: yo no creo que usted sea bueno para fraile siendo tan muchacho, no feo, y con tantas gracias. Aquélla: ¿bailador y fraile?, vamos, yo no lo creo; y así todas, y cuando se ofrecía proferir algunos cuentecillos y palabritas obscenas (que se ofrecían a cada paso) saltaba alguna muchacha burlona con la frialdad de ¡ay niña! ¿quién dice eso? Cállate, no perturbes al siervo de Dios. Sin embargo de todas estas bufonadas, yo me divertía todo lo posible por despedida. Hacía orejas de mercader y bailaba, tocaba el bandolón, platicaba, seducía y hacía cosas que son mejores para calladas. Tales fueron los ejercicios preparatorios en que me entretuve en los ocho días precedentes a mi frailazgo. Así salió ello. No contento con la libertad que tenía en la calle hasta las ocho de la noche (que hasta esa hora se le extendió la licencia al religioso in fieri, o por ser), ni satisfecho por las holguras que me proporcionaba mi maestro Pelayo, mi genio festivo, y la facilidad de las damas que visitábamos, todavía aspiraba a seducir a Poncianita, la hija de don Martín el de la hacienda, que frecuentaba mi casa diariamente; mas la muchacha era virtuosa, discreta y juguetona. Conocía bien mi carácter, y me tenía por lo que era, esto es, por un joven calavera y malicioso, pero tonto en la realidad, y así a todos los mimos y zorroclocos que yo le hacía, me contestaba con mucho agrado; pero también con mucha variedad, y siempre haciéndome ver que me quería. Con esto yo más bobo y malicioso que ella, pensaba lograr alguna vez la conquista; pero ella más honrada y viva que yo, pensaba que esta vez jamás llegaría, como en efecto jamás llegó. Un día le di yo mismo una esquelita que decía una sarta de tonteras y requiebros, y remataba asegurándole de mi buena voluntad, y que si yo no hubiera de entrarme religioso, con nadie me casaría sino con ella. Por aquí se puede conocer muy bien lo que yo era, y cómo es compatible la ignorancia suma con la suma malicia; pero lo más digno de celebrarse es la chusca contestación de ella a mi papel, que decía: Señorito: agradezco la buena voluntad de usted y si pudiera la correspondería, pero estoy queriendo bien a otro caballerito, que si esto no fuera, con nadie me casaría yo mejor que con usted aunque sacara dispensa. Dios lo haga buen religioso, y le dé ventura en lides. La que usted sabe. No puedo ponderar bien las agitaciones que sentí con esta receta. Ella me enceló, me enamoró y me enfureció en términos que esa noche que fue la víspera de mi entrada, apenas pude dormir. ¿Qué tal sería el alboroto de mis pasiones? Pero por fin amaneció, y con la vista de otros objetos, fue calmando un poco aquel tumulto. Llegó la tarde; me despedí de mi madre, tías y conocidas a quienes abracé muy compungido, sin descuidarme de hacer la misma ceremonia con la dómina Poncianita, la que correspondió mi abrazo con bastante desdén, como que estaba presente su madre, y no me quería como me significaba. Acabada la tanda de abrazos, lágrimas y monerías, nos fuimos para el convento, mi padre, yo, mis tíos, y una porción de convidados que iban a ser testigos de mi hipocresía. Luego la suerte (adversa para mí) presagió mi desventura, en mi concepto, porque el silencio con que íbamos, y la larga serie de coches que seguía el nuestro, representaba bien un duelo, y cuantos nos miraban en la calle no pensaban otra cosa. En efecto, a mí y a mis padres se nos podía haber dado el pésame con justicia. Llegamos a San Diego, se avisó al padre provincial, quien nos recibió con su acostumbrado buen carácter, y montando en el coche en que yo iba con mi padre, nos dirigimos a Tacubaya, donde está el noviciado de San Diego. Luego que nos apeamos a la puerta del convento, se dispusieron todas las cosas, y fuimos al coro, donde se celebró la función. Tomé el hábito, pero no me desnudé de mis malas cualidades; yo me vi vestido de religioso y mezclado con ellos, pero no sentí en mi interior la más mínima mutación, me quedé tan malo como siempre, y entonces experimenté por mí mismo que el hábito no hace al monje. Despidiose mi padre de mí y de aquella venerable comunidad, hicieron lo mismo los demás, y Juan Largo me dio un grande abrazo, a cuyo tiempo le dije: no dejes de venir a verme. Él me lo prometió; se fueron todos, y me quedé yo solo y curtido entre los frailes, y como suele decirse, rabo entre piernas, y como perro en barrio ajeno. Inmediatamente comencé a extrañar lo áspero del sayal. Llegó la hora de refectorio, y me disgustó bastante lo parco de la cena. Fuime a acostar, y no hallaba lugar que me acomodara; por todas partes me lastimaba la cama de tablas, y como nunca me había dado una ensayadita en estas mortificaciones ni de chanza, se me asentaban demasiado. Daba vueltas y más vueltas, y no podía dormir pensando en Poncianita, en la Zorra, en la Cucaracha, y en otras iguales sabandijas, y me arrepentía sinceramente de mi determinación, renegaba del apoyo que hallé en Pelayo, y me daba al diablo juntamente con la esquela de recomendación que tan breve me había facilitado mi presidio, que así nombraba yo mi nuevo estado; pero él no tenía la culpa, sino yo, que no era para él. ¿No soy buen salvaje y majadero (me decía yo mismo), en haberme condenado por mi propia voluntad a esta cárcel tan espantosa, y a esta vida tan miserable? ¿Qué caudales me he robado? ¿Qué moneda falsa he fabricado? ¿Qué herejías he dicho? ¿Qué casa he incendiado? ¿Ni qué crimen atroz he cometido, para padecer lo que padezco? ¿Quién diablos me metió en la cabeza ser fraile sólo por librarme de ser aprendiz o soldado? En cualquiera de estos dos ejercicios me la pasara yo mejor seguramente, porque comiera cuando pudiera hasta hartarme, y lo que se me diera la gana, me pusiera camisa mas que fuera de manta, durmiera en colchón si lo tenía, y hasta que se me antojara el día que estuviera franco, y por último, gozaría de mi libertad andando entre mis amigos y conocidas en los bailes y jaranitas; y no aquí con esta jerga pegada al pellejo, descalzo, comiendo mal, durmiendo peor y sobre unas duras tablas, encerrado, trabajando, y sin ver una muchacha ni cosa que lo parezca por todo esto. ¡Ah!, reniego de mí, y maldita sea la hora en que yo pensé ser fraile. Así hablaba yo conmigo mismo, y así hablan todos aquellos jóvenes de ambos sexos, y en especial las niñas miserables, que sin una inspiración de Dios y sin una vocación perfecta, abrazan el estado religioso; estado santo, estado quieto, dulce y celestial para los que son llamados a él por la gracia; pero estado duro, difícil e infernal para los que se introducen a él sin vocación. ¡Cuántos, cuántos lo experimentan en sí mismos a la hora de ésta, tal vez, y sin remedio! Cuidado, hijos míos, cuidado con errar la vocación, sea cual fuere, cuidado con entrar en un estado sin consultar más que con vuestro amor propio, y cuidado por fin, con echaros cargas encima que no podéis tolerar, porque pereceréis debajo de ellas. Maldiciendo y renegando, como os digo, me quedé dormido cerca de las once y media de la noche, y apenas había pegado mis párpados, cuando entra en mi celda un novicio despertador, y me dice: hermano, hermano, levántese su caridad, vamos a maitines. Abrí los ojos, advertí que era fuerza obedecer, y me levanté echando sapos y culebras en mi interior. Fui a coro, y medio durmiendo y rezongando lo que entendía del oficio, concluí mi tarea y volví a mi celda apeteciendo un pocillo de chocolate siquiera a aquella hora, porque ciertamente tenía hambre; pero no había ni a quién pedírselo. Reinaba un profundo silencio en aquel dormitorio, y en medio del pavor que me causaba, para entretener mi hambre, mi vigilia y mi desesperación, me volví a entregar a mis ideas libertinas y melancólicas, y tanto me abstraje en ellas, que derramé hartas lágrimas de cólera y de arrepentimiento; pero me venció el sueño al cabo de las cuatro de la mañana, y me quedé dormido; mas ¡oh desgracia de flojos!, no bien había comenzado a roncar, cuando he aquí al hermano novicio que me vino a despertar para ir a prima. Me levanté otra vez lleno de rabia, maldiciéndome a guisa de condenado, pero allá en mi corazón y sin hablar una palabra, diciendo entre mí: ¿pues no es ésta una vida pesadísima? ¡Habrase visto empeño como el que ha tomado este frailecillo en no dejarme dormir! Él es mi ahuizote sin duda, es otro doctor Pedro Recio, pues si el del Quijote quitaba a Sancho Panza los platos de delante luego que empezaba a comer, éste me quita a mí el sueño luego que comienzo a dormir. Pensando estos despropósitos me fui a coro, recé más que un ciego, y al cantar abría tanta boca, pero de hambre, porque como la cena de la noche anterior no me gustó mucho, apenas la probé; y así tenía el estómago en un hilo, deseando se acabara la prima para ir a desquitarme con el chocolate, que me lo prometía de lo mucho y bueno, pues había oído decir en el siglo que los frailes tomaban muy buen caracas, y cuando en casa había algún pocillo muy grande, decían, este pozuelón es frailero; con esto yo decía entre mí: a lo menos si la cena fue mala, el desayuno será famoso. Sí, no hay duda, ahora me soplaré un tazón de buen chocolate con sus correspondientes bizcochos, o cuando no, con cuartilla de pan enmantecado por lo menos. En esta santa contemplación se acabó el rezo y salimos de coro; ¡pero cuál fue mi tristeza y enojo cuando dieron las seis, las seis y media, las siete, y no parecía tal chocolate ni pareció en toda la mañana, porque me dijeron que era día de ayuno! Entonces me acabé de dar a Barrabás, renegando más y con doble fervor de mi maldito pensamiento de ser fraile, y más cuando fueron otros dos novicios, y presentándome dos cubetas de cuero, me dijeron: hermano, venga su caridad; tome esas cubetas, y vamos a barrer el convento mientras es hora de ir a coro. Ésta está peor, me decía yo, ¡conque no dormir, no comer, y trabajar como un macho de noria! ¿Esto es ser novicio? ¿Esto es ser fraile? ¡Ah, pese a mi maldita ligereza, y a los infames consejos de Pelayo y de Juan Largo! No hay remedio, yo no soy fraile, yo me salgo, porque si duro aquí ocho días me acaba de llevar el diablo de sueño, de hambre y de cansancio. Yo me salgo, sí, yo me salgo... pero ¿tan breve? ¿Aún no caliento el lugar, y ya quiero marcharme? No puede ser. ¿Qué dirán? Es fuerza aguantar dos o tres meses, como quien bebe agua de tabaco, y entonces disimularé mi salida fingiéndome enfermo; aunque no habrá para qué afanarme en fingir, pues mi enfermedad será real y verdadera con semejante vida, y plegue a Dios que de aquí allá no haya yo estacado la zalea en estos santos paredones. ¡Qué hemos de hacer! Así discurría yo mientras subía agua y regaba los tránsitos con la pichancha, siempre triste y cabizbajo, pero admirándome de ver lo alegres que barrían los otros dos frailecitos mis compañeros, que eran tanto o más jóvenes que yo; ya se ve, eran unos virtuosos, y habían entrado allí con verdadera, vocación, y no por excusarse de trabajar, para holgarse como yo. El uno de ellos, que era el más muchacho, era muy alegre, su color era blanco, su pelo bermejo, sus ojillos azules y muy vivos, su boca llena de una modesta sonrisa, y como estaba fatigado con el trabajo, estaba coloradito y bonito que parecía un San Antonio; advirtió mi semblante sombrío y triste, y creyendo el inocente que era efecto de una suma austeridad y de los escrúpulos que me agitaban, se llegó a mí y me dijo con mucho agrado: hermanito, ¿qué tiene? ¿Por qué está tan triste? Alégrese, la alegría no se opone al servicio de Dios. Este Señor es todo bondad. Somos sus hijos, no sus esclavos; quiere que lo amemos como a padre, y que lo adoremos como al Señor Supremo; no que lo temamos con un miedo servil, no, si no es nuestro tirano. Es un Dios lleno de dulzura, no un Dios parricida como el Saturno de los paganos. Su vista sola alegra a los santos y hace toda la felicidad del cielo. Su servicio debe inspirar a los suyos la mayor confianza y alegría. El santo rey David nos dice expresamente: servid al Señor con alegría, y el Eclesiástico:«arroja lejos de ti la tristeza, porque es pasión que a muchos quita la vida, y en ella no hay utilidad.» Pero ¿qué más? El mismo Jesucristo nos manda «que no queramos hacernos tristes como los hipócritas.» Conque hermanito, alegrarse, alegrarse, y desechar escrúpulos e ideas funestas que ni hacen honor a la deidad, ni traen provecho a las almas. Yo agradecí sus consejos al buen religioso, y le envidié su virtud, su serenidad y alegría, porque no sé qué tiene la sólida virtud que se hace amable de los mismos malos. Llegó la hora de la misa conventual, y fuimos a coro. Entonces advertí que no asistían algunos padres que había visto por el convento. Pregunté el motivo, y me dijeron que eran padres graves y jubilados, o exentos de las asistencias de comunidad. Con esto me consolé un poco, porque decía: en caso de profesar, que lo dudo, como yo sea padre grave, ya estoy libre de estas cosas. Fuimos a coro. |
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Capítulo XII Trátase sobre los malos y los buenos consejos; muerte del padre de Periquillo, y salida de éste del convento
stuve en el coro durante la tercia y la misa, pero con la misma atención que el facistol. Todo se me fue en cabecear, estirar los párpados y bostezar, como quien no había cenado ni dormido. El que presidía lo notó, y luego que salimos me dijo: hermano, parece que su caridad es harto flojillo; enmendarse, que aquí no es lugar de dormir. Yo no dejé de incomodarme, como que no estaba acostumbrado a que me regañaran mucho, pero no osé replicar una palabra. Me calé la capilla, y marché a continuar la limpieza de mi santo cuartel. Llegó la hora bendita del refectorio, y aunque la comida era de comunidad, a mí pareció bajada del cielo, como que a buena hambre no hay mal pan. En fin, me fui acostumbrando poco a poco a sufrir los trabajos de fraile y el encierro de novicio, manteniendo el estómago debilitado, consolando a mis ojos soñolientos, animando mis miembros fatigados con el trabajo, y tolerando las demás penalidades de la religión, con la esperanza de que en cumpliendo seis meses fingiría una enfermedad, y me volvería a mis ajos y coles, que había dejado en la calle. Esta esperanza se avaloraba con la vista de mi padre de cuando en cuando, pero más y más con los siempre cristianos, prudentes y caritativos consejos de mis dos mentores Januario y Pelayo, que solían visitarme con licencia del padre maestro de novicios, a quien mi padre los había recomendado. Uno me decía: sí, Perico, no harás otra cosa mejor que mudarte de aquí; mírate ahí como te has puesto en dos días, flaco, triste, amarillo, que ya con la mortaja encima no falta más sino que te entierren, lo que no tardarán mucho en hacer estos benditos frailes, pues con toda su santidad son bien pesados e imprudentes. Luego, luego quisieran que un pobre novicio fuera canonizable; todo le notan, todo le castigan, nada le disimulan ni perdonan; ya se ve, ningún padre maestro se acuerda que fue novicio. Esto me decía el menos malo de mis amigos, que era Pelayo; que el Juan Largo maldito, ése era peor: blasfemaba de cuantos frailes y religiosos había en el mundo, y ¿en qué términos lo haría, pues siendo yo algo peor que Barrabás, me escandalizaba? Ciertamente que no son para escritas las cosas que me decía de todas, y en especial de aquella venerable religión, que no tenía la culpa de que un pícaro como yo se acogiera a ella sin vocación y sin virtud, sólo para eludir los muy justos designios de su padre; pero por sus consejos inferiréis el fondo de maldad que abrigaba su corazón. No seas tonto, me decía, salte, salte a la calle; no te vayas a engreír aquí y profeses, que será enterrarte en vida. Eres muchacho, salvaje, goza del mundo. Las muchachas tus conocidas siempre me preguntan por ti; mi prima ha llorado mucho, te extraña, y dice que ojalá no fueras fraile, que ella se casara contigo. Conque salte, Periquillo, hijo, salte, y cásate con Poncianita, que es la única hija de don Martín y tiene sus buenos pesos. Ahora, ahora que te quiere has de lograr la ocasión, pues si ella pierde la esperanza de tu salida y se enamora de otro, lo pierdes todo. ¡Ojalá y yo no fuera su primo! A buen seguro que te diera estos consejos, pues yo los tomara para mí; pero no puedo casarme con ella, al fin se ha de casar con cualquiera, y ese cualquiera no ha de ser otro más que tú, que eres mi amigo; pues lo que se ha de llevar el moro, mejor será que se lo lleve el cristiano. ¿Qué dices? ¿Qué le digo? ¿Cuándo te sales? Yo era maleta, y luego con las visitas y persuasiones de este tuno me pervertía más y más; y llegué a tanto grado de desidia que no hacía cosa a derechas de cuantas me mandaba la obediencia. Si salía a acolitar, estaba en el altar inquietísimo, mi cabeza parecía molinillo, y no paraban mis ojos de revisar a cuanta mujer había en la iglesia; si barría el convento lo hacía muy mal; si servía el refectorio, quebraba los platos y escudillas; si me tocaba algún oficio en el coro, me dormía; finalmente, todo lo hacía mal, porque todo lo hacía de mala gana; con esto, raro era el día en que no entraba al refectorio con la almohada, la escoba o los tepalcates colgados, con un tapaojos o con otra señal de mis malas mañas y de las ridiculeces de los frailes, como yo decía. Los primeros días se me asentaba la silla un poco, esto es, se me hacían pesadas semejantes burlas y mojigangas como yo las llamaba, siendo su propio nombre penitencias; pero después me fui connaturalizando con ellas de modo que se me daba tanto de entrar al coro o refectorio con una sarta de guijarros pendiente del cuello, como si llevara un rosario de Jerusalén. Así cayendo y levantando, y haciendo desesperar a los benditos religiosos, llegué a cumplir seis meses de novicio, tiempo que desde el primer día me había prefijado para salirme a la calle y volverme a mis andanzas en el siglo. Ya estaba yo pensando de qué mal sería bueno enfermarme, o fingir que me enfermaba, para cohonestar mi veleidad, y habiendo por último elegido la epilepsia, ya iba a descargar sobre el corazón sensible de mi padre el golpe fatal, escribiéndole mi resolución de salirme, cuando llegó Januario y me dio la triste noticia de hallarse mi dicho padre gravemente enfermo y desahuciado de los médicos. Afligiome semejante nueva, y trataba de acelerar mi salida, pero Januario me contuvo diciéndome que tiempo había para ella, que por entonces suspendiera mi resolución pues nada iba a medrar, y antes podría suceder que mi padre con la pesadumbre se agravara y se abreviaran sus días por mi precipitación; y así, que me sosegara, que por muerte o por vida de mi padre se haría la cosa después con más acierto y menos inconvenientes. Hícelo así, y confieso que me convenció, porque a pesar de ser tan malo, esta vez me aconsejó como hombre de bien. Los hombres, hijos míos, son como los libros. Ya sabéis que no hay libro tan malo que no tenga algo bueno; así los hombres, no hay uno tan perverso, que tal cual vez no tenga algunos buenos sentimientos; y en esta inteligencia, el mayor pecador, el más relajado y libertino puede darnos un consejo sabio y edificante. Cinco días pasaron después del que me habló Januario, cuando vino a verme don Martín, y previniéndome el ánimo con los consuelos que le dictó su caridad, me dio una carta cerrada de mi padre, y con ella la noticia de su fallecimiento. La naturaleza apretó mi corazón, y mis lágrimas manifestaron en abundancia mis sentimientos. Don Martín repitió sus consuelos, y se fue a dar algunas limosnas al padre provincial para sufragios por el alma del difunto. El padre Vicario, los coristas y mis connovicios, entraron a mi celda y me daban todos aquellos consuelos que se apoyan en la religión; y luego que calmó un poco mi dolor, me dejaron solo y se retiraron a sus destinos. Dos días pasaron sin que yo me atreviese a abrir la carta, pues cada vez que la quería abrir, leía el sobrescrito que decía: A mi querido hijo Pedro Sarmiento. Dios lo guarde en su santa gracia muchos años.Entonces se estremecía mi corazón sobremanera, y no hacía más que besarla y humedecerla con mis lágrimas, pues aquellos pocos caracteres me acordaban el amor que siempre me había tenido, y su constante virtud que me había inspirado. ¡Ay, hijos! ¡Qué cierto es que el buen padre, la buena esposa y el buen amigo, sólo se conocen cuando la muerte cierra sus ojos! Yo sabía que mi padre era bueno, pero no lo conocí bien hasta que tuve la noticia de su fallecimiento. Entonces a un golpe de vista vi su prudencia, su amor, su juicio, su afabilidad y todas sus virtudes, y al mismo tiempo eché de ver el maestro, el hermano, el amigo y el padre que había perdido. Al cabo de tres días abrí la carta, cuyo contenido leí tantas veces que se me quedó en la memoria, y por ser sus documentos digna herencia de vuestro abuelo, os la quiero dejar aquí escrita. Amado, hijo: al borde del sepulcro te escribo ésta, que según mi orden, te entregarán luego que esté mi cadáver sepultado. No tengo más bienes que dejar a tu pobre madre que cuatro reales y los pocos muebles de casa para que pase sin ansias algunos días de su triste viudedad; y a ti, hijo mío, ¿qué te podré dejar, sino escritas por mi mano trémula y moribunda aquellas mismas máximas que he procurado inspirarte toda mi vida? Hazles lugar en tu corazón y procura traerlas a la memoria con frecuencia. Obsérvalas, que jamás te arrepentirás de su observancia. Ama a Dios, témelo y reconócelo por tu padre, tu Señor y tu benefactor. Sé fiel a tu patria, y respeta u las autoridades establecidas. Pórtate con todos como quisieras se portaran contigo. A nadie hagas daño, y jamás omitas el bien que puedas hacer. No aflijas a tu madre, ni excites su llanto, porque las lágrimas que derraman las madres por los malos hijos, claman ante Dios contra éstos por la venganza. Jamás desprecies los clamores del pobre, y hallen sus miserias un abrigo en tu corazón. No juzgues del mérito de los hombres por su exterior, que éste es engañoso las más veces. No te empeñes nunca en singularizarte en nada. Si profesares en esa santa religión, no olvides en ningún tiempo los votos con que te has consagrado a Dios. No te afanes por alcanzar los puestos honoríficos de la religión, ni te entristezcas si no los alcanzares, que esto no es propio del verdadero religioso que ha abandonado el mundo y sus pompas. Si fueres padre maestro o prelado, no olvides la observancia de tu regla; antes entonces debes ser más modesto en el hábito, más puntual en el coro, y más edificante en todo; pues no es razón que exijas de tus súbditos el estrecho cumplimiento de su obligación, si tú les enseñas otra cosa con el ejemplo. No te mezcles en los negocios y asambleas de los seglares, porque no los escandalice tu relajación; pues también parece un religioso en el coro, en el claustro, en el altar, púlpito o confesonario, como mal en el paseo, tertulia, juego, baile, coliseo y estrados de visitas. No uses copetes en el cerquillo a modo de faisán o pavo, que esta sola divisa manifiesta el poco espíritu religioso, y declara bien lo apegado que está el que lo usa al mundo y a sus modas. Finalmente, si no profesas, guarda los preceptos del Decálogo en cualquiera que sea el estado de tu vida. Ellos son pocos, fáciles, útiles, necesarios y provechosos. Están fundados en el derecho natural y divino. Lo que nos mandan es justo, lo que nos prohíben es en beneficio nuestro y de nuestros semejantes, nada tienen de violento sino para los abandonados y libertinos; y por último, sin su observancia es imposible lograr ni la paz interior en esta vida, ni la felicidad eterna en la otra. Acuérdate pues, de esto, y de que dentro de pocos días seguirás el camino en que va a entrar tu padre, cuya bendición con la de Dios te alcance por siempre. Adiós, hijo amado. A las orillas de la eternidad, tu amante padre -Manuel. Esta carta no hizo más efecto que entristecerme algunos ratos, pero sin profundizar sus verdades en mi corazón, porque a éste le faltaba disposición para recibir tan saludable semilla. Pasaron quince días, en cuyo corto tiempo se me olvidaron en gran parte los sentimientos de la muerte de mi padre, los avisos de su carta (esto es, el primer espíritu de compunción con que la leí) y sólo me acordaba de mi apetecida libertad. Al cabo de estos días vino Januario y me trajo un recado de mi madre, diciéndome que estaba muy apesarada y triste en su soledad, y que ya era tiempo para que yo realizara mis proyectos, pues habiendo muerto mi padre, ya no había cosa que embarazara mi salida; antes ésta podría servir a mi madre de consuelo, y otras cosas a este modo conque acabé yo de resolverme. Le manifesté a Januario la carta de mi padre, y él luego que la leyó se echó a reír, y me dijo: está bueno el sermón, no hay que hacer. Tu padre, hermano, erró la vocación de medio a medio. Era mejor para misionero que para casado; pero consejos y bigotes, dicen que ya no se usan. La herencia está muy buena, aunque yo no daría por ella una peseta. Si como tu padre te dejó advertencias, te hubiera dejado monedas, se las deberías agradecer más; porque, amigo, un peso duro, vale más que diez gruesas de consejos. Guarda esta carta, y salte a ver qué haces con lo que ha dejado tu padre, porque tu madre ¿qué ha de hacer? En cuatro días lo gasta y se acaba, y ni tú ni ella lo disfrutan. Yo le agradecí aquellos que me parecían buenos consejos, y le dije que le propusiera a mi madre mi salida, pretextándole mi enfermedad y lo útil que yo le podía ser a su lado. Januario me ofreció desempeñar el asunto y volver al otro día con la razón. Inquietísimo me quedé yo esperando la resolución de mi madre, no porque yo quería captar su venia, pues no la juzgaba necesaria, sino para con esta hipocresía atarle la voluntad de modo que me franqueara sin reserva todos los mediecillos que mi padre había dejado, y se fiara de mí, como si yo fuera un buen hijo. Todo me salió según me lo propuse, pues al día siguiente volvió Januario, y me dijo que todo estaba corriente, que él había ponderado mucho mi falsa enfermedad a mi madre, y díchole que yo lloraba mucho por ella, que tanto por mi salud, como por servirla y acompañarla, deseaba salirme; pero que esperaba su parecer, porque era tan bueno su hijo, que sin su licencia no daría un paso. A lo que mi madre le contestó que saliera en horabuena, pues mi salud valía más que todo, y en todas partes se podía servir a Dios. Oídos que tales orejas , dije yo al escuchar estas razones. Mañana comemos juntos, Januario... Y al instante vamos a visitar a Poncianita, me dijo él, que cada día está más chula el diantre de la muchacha. En conversaciones tan edificantes como éstas pasamos el rato que me permitió la campana, a cuyo toque se despidió Januario, quedándome yo deseando llegara la noche para avisarle mi determinación al padre maestro de novicios. Llegó en efecto, y a mi parecer más tarde que otras veces. Luego que tuve lugar me entré en su celda, y le dije que estaba enfermo, y a más de eso, que mi madre había quedado viuda, pobre y sin más hijo que yo, y que así pensaba volverme al siglo; que me hiciera favor de facilitarme mi ropa. El buen religioso me escuchó con santa paciencia, y me dijo que viera lo que hacía, que ésas eran tentaciones del demonio; si estaba enfermo, médicos y botica tenía el convento, y que allí me curarían con el mismo cuidado que en mi casa; que si mi madre había quedado viuda y pobre, no había quedado sin Dios, que es padre universal y no desampara a sus criaturas; y por último, que lo pensara bien. Ya lo tengo bien pensado, padre nuestro, le dije, y no hay remedio, yo me salgo, porque ni la religión es para mí, ni yo para la religión. Enfadose su paternidad con estas razones, y me dijo: la religión es para todos los que son para ella; mas su caridad dice bien, que no es para la religión, y así me lo ha parecido algunas veces. Vaya con Dios. Mañana temprano mandaré avisar a nuestro padre provincial, y se irá a su casa o a donde le parezca. Me retiré de su vista, y esa noche ya no quise ir a coro ni a refectorio (ni me hicieron instancia tampoco), y a otro día entre nueve y diez de la mañana, me llamó el padre maestro de novicios, me despojó solemnemente de los hábitos, me dio mi ropa, y me marché para la calle, dirigiéndome inmediatamente para México. Después que descansé un rato en un asiento de la alameda, y me sacudí el polvo del camino, que había hecho desde Tacubaya, me dirigía a mi casa, e iba yo envuelto en mi capa, con mi pañuelo amarrado en la cabeza y lleno de confusión, pensando que estaba como excomulgado y separado de aquellos siervos de Dios. No sé qué pavor se apoderaba de mi corazón cada vez que volvía la cara y veía las sagradas paredes de San Diego, depósitos de la virtud y quietud, de donde yo me retiraba. No hay duda, decía yo entre mí, yo acabo de dejar el asilo de la inocencia, yo he dejado la única tabla a que podía asirme en el naufragio de esta vida mortal. Dios me verá como un ingrato, y los hombres me despreciarán como un inconstante... ¡Ah, si pudiera yo volverme! En estas serias meditaciones iba yo embebecido, cuando me tiró de la capa uno de mis antiguos contertulianos que me conoció y acompañaba a una de las coquetillas más desenvueltas que yo había chuleado antes de entrar en el convento. Luego que nos saludamos y reconocimos los tres, me preguntó él ¿cuándo me había salido y por qué? Le respondí que aquel mismo día, y por la muerte de mi padre y mi enfermedad. Me lo tuvieron a bien, y me llevaron a almorzar a un figón, donde comí a lo loco y bebí punto menos, con cuyos socorros se disiparon mis tristezas. Despidiéronse de mí, y me fui para mi casa. Luego que mi madre me vio, comenzó a abrazarme y a llorar amargamente, pero me manifestó su contento por tenerme otra vez en su compañía. ¿Quién le había de decir que sus trabajos comenzaban desde aquel día, y que mi persona, lejos de proporcionarle los consuelos y alivios que se prometía, le había de ser funestamente gravosa? Pero así fue, como veréis en el capítulo siguiente. |
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Capítulo XIIITrata Periquillo de quitarse el luto, y se discute sobre los abusos de los funerales, pésames, entierros, lutos, etc.
ntramos a la época más desarreglada de mi vida. Todos mis extravíos referidos hasta aquí, son frutas y pan pintado respecto a los delitos que se siguen. Ciertamente me horrorizo yo mismo, y la pluma se me cae de la mano al escribir mis escandalosos procederes, y al acordarme de los riesgos y lances terribles que a cada momento amenazaban mi honra, mi vida y mi alma, porque es evidente que el hombre mientras es más vicioso está más expuesto a mayores peligros. Ya se sabe que nuestra vida es un tejido continuo de sustos, miserias, riesgos y zozobras que por todas partes nos amagan; pero el hombre de bien con su conducta arreglada se libra de muchos de ellos, y se hace feliz en cuanto cabe en esta vida miserable; cuando por el contrario, el hombre vicioso y abandonado no sólo no se libra de los males que naturalmente nos acometen, sino que con su misma relajación se mete en nuevos empeños, y llama sobre sí una espantosa multitud de peligros y lacerías, que ni remotamente los experimentara si viviera como debía vivir; y de este fácil principio se comprende por qué los más viciosos son los más llenos de aventuras, y acaso los que lo pasan peor aun en esta vida. Yo fui uno de ellos. Seis meses estuve en mi casa haciendo una vida bien hipócrita, porque rezaba el rosario todas las noches, según la costumbre de mi difunto padre, salía muy poco a la calle, no asistía a ninguna diversión, hablaba de la virtud y de cosas de Dios con frecuencia, y en una palabra, hice tan bien el papel de hombre de bien, que la pobre de mi madre lo creyó y estaba conmigo loca de contenta; ¡qué mucho!, si la tragó Januario siendo tan veterano en picardías, y tanto lo creyó que un día me dijo: Periquillo, me has admirado; ciertamente que tú naciste para fraile, pues cuando yo esperaba que salieras a coger las primicias de tu libertad absoluta, y que nos daríamos los dos nuestros verdes muy razonables, te veo encerrado y hecho un anacoreta en tu casa. ¡Pobre de Januario! ¡Pobre de mi madre! ¡Y pobres de cuantos se persuadieron a que era virtud lo que sólo era en mí una malicia muy refinada! Trataba yo de conceptuarme bien con mi madre para que confiando en mí totalmente, no me escaseara los mediecillos que mi padre le hubiera dejado, lo que no me fue difícil conseguir con mis estratagemas maliciosas. De facto, mi madre me descubrió y aun me hizo administrador de los bienecillos que habían quedado, y consistían en mil y seiscientos pesos en reales, como quinientos en deudas cobrables, y cerca de otros mil en alhajitas y muebles de casa. Cortos haberes para un rico, mas un principalito muy razonable para sostenerse cualquier pobre trabajador y hombre de bien; pero sólo eso era lo que me faltaba, y así di al traste con todo dentro de poco tiempo, como lo veréis. Cualquier capitalito razonable florece en las manos de un hombre de conducta y aplicado al trabajo; pero ninguno es suficiente para medrar en las de un joven como yo, que no sólo era disipado, sino disipador. El dinero en poder de un mozo inmoral y relajado es una espada en las manos de un loco furioso. Como no sabe hacer de él el uso debido, constantemente sólo le sirve de perjudicarse a sí mismo y perjudicar a otros, abriendo sin reserva la puerta a todas las pasiones, facilitando la ejecución de todos los vicios, y acarreándose por consecuencia necesaria un sin número de enfermedades, miserias, peligros y desgracias. Para precaver así la dilapidación de los mayorazgos, como la total ruina de estos pródigos viciosos, meten la mano los gobiernos, y quitándoles la administración y manejo del capital, les señalan tutores que los cuiden y adieten como a unos muchachos o dementes; porque si no, en dos por tres tirarían los bancos de Londres si los hubieran a las manos. ¡Es una vergüenza que a unos hombres regularmente bien nacidos, y sin la desgracia de la demencia, sea menester que las leyes los sujeten a la tutela y los reduzcan al estado de pupilos, como si fueran locos o muchachos! Pero así sucede, y yo he conocido algunos de estos mayorazgos sin cabeza. Si yo hubiera sido mayorazgo, no me hubiera quedado por corto para tirar todo el caudal en dos semanas, pues era flojo, vicioso y desperdiciado, tres requisitos que con sólo ellos sobra para no quedar caudal a vida por opulento y pingüe que sea. Atando el hilo de mi historia digo que ya me cansaba yo de disimular la virtud que no tenía, y deseando romper el nombre y quitarme la máscara de una vez, le dije un día a mi madre: Señora, ya no tarda nada el día, de San Pedro. ¿Y qué me quieres decir con eso?, preguntó su merced. Lo que quiero decir, le respondí, es que ese día es de mi Santo, y muy propio para quitarnos el luto. ¡Ay!, no lo permita Dios, decía mi madre. ¿Yo quitarme el luto tan breve? Ni por un pienso. Amé mucho a tu padre, y agraviaría su memoria si me quitara el luto tan presto. ¿Cómo tan presto, señora?, decía yo, ¿pues ya no han pasado seis meses? ¿Y qué?, decía ella toda escandalizada, ¿seis meses de luto te parecen mucho para sentir a un padre y a un esposo? No hijo, un año se debe guardar el luto riguroso por semejantes personas. Ya ustedes verán que mi madre era de aquellas señoras antiguas que se persuaden a que el luto prueba el sentimiento por el difunto, y gradúan éste por la duración de aquél; pero ésta es una de las innumerables vulgaridades que mamamos con la primera leche de nuestras madres. Es cierto que se debe sentir a los difuntos que amamos, y tanto más, cuanto más estrechas sean los relaciones de amistad o parentesco que nos unían con ellos. Este sentimiento es natural, y tan antiguo, que sabemos que las repúblicas más civilizadas que ha habido en el mundo, Grecia y Roma, no sólo usaban luto, sino que hacían aun demostraciones más tiernas que nosotros por sus muertos. Tal vez no os disgustará saberlas. En Grecia, a la hora de expirar un enfermo, sus deudos y amigos que asistían, se cubrían la cabeza en señal de su dolor para no verlo. Le cortaban la extremidad de los cabellos, y le daban la mano en señal de la pena que les causaba su separación. Después de muerto cercaban el cadáver con velas, lo ponían en la puerta de la calle, y cerca de él ponían un vaso con agua lustral, con la que rociaban a los que asistían a los funerales. Los que concurrían al entierro y los deudos, llevaban luto. Los funerales duraban nueve días. Siete se conservaba el cadáver en la casa, el octavo se quemaba, y el noveno se enterraban sus cenizas. Con poca diferencia hacían lo mismo los romanos. Luego que expiraba el enfermo, daban tres o cuatro alaridos para manifestar su sentimiento. Ponían el cadáver en el suelo, lo lavaban con agua caliente, y lo ungían con aceite. Después lo vestían y le ponían las insignias del mayor empleo que había tenido. Como aquellos gentiles creían que todas las almas debían pasar un río del infierno que llamaban Aqueronte, para llegar a los Elíseos, y en este río había sólo una harca, cuyo amo era un tal Carón, barquero interesable que a nadie pasaba si no le pagaban el flete, le ponían los romanos a sus muertos una moneda en la boca para el efecto. A seguida de esto, exponían el cadáver al público entre hachas y velas encendidas, sobre una cama en la puerta de la casa. Cuando se había de hacer el entierro, se llevaba el cadáver al sepulcro o en hombros de gente o en literas (como nosotros antes de hoy los llevábamos en coches). Acompañaba al cadáver la música lúgubre, y unas mujeres lloronas alquiladas, que llamaban por esta razón Praeficae, y en castellano se llaman plañideras, que con sus llantos forzados reglaban el tono de la música y el punto que había de seguir en el suyo el acompañamiento. Los esclavos a quienes el difunto había dado libertad en su testamento, iban con sombreros puestos y hachas encendidas. Los hijos y parientes con los rostros cubiertos y tendido el cabello. Las hijas con las cabezas descubiertas, y todos los demás amigos con el pelo suelto y vestidos de luto. Si el difunto era ilustre, se conducía primero el cadáver a la plaza, y desde una columna que llamaban de las arengas, un hijo o pariente pronunciaba una oración fúnebre en elogio de sus virtudes. Tan antiguos así son los sermones de honras. Después de esto, se conducía el cadáver al sepulcro, sobre cuyo lugar hubo variación. Algún tiempo se conservaban los cadáveres en las casas de los hijos. Después viendo lo perjudicial de este uso, se estableció por buen gobierno que se sepultasen en despoblado; y ya desde entonces procuraba cada uno labrar sepulcros de piedra para sí y su familia Lo mismo observaron los griegos, con excepción de los lacedemonios. Los pobres que no podían costear este lujo, se enterraban como en todas partes, en la tierra pelada. Después se acostumbró quemar a los héroes difuntos. Para esto ponían el cadáver sobre la Pira, que era un montón bien elevado de leña seca, la que rociaban con licores y aromas olorosos, y los parientes le pegaban fuego con las hachas que llevaban encendidas, volviendo en aquel acto las caras a la parte opuesta. Mientras ardía el cadáver, los parientes echaban al fuego los adornos y armas del difunto, y algunos sus cabellos en prueba de su dolor. Consumido el cadáver, se apagaba el fuego con agua y vino, y los parientes recogían las cenizas, y las colocaban en una urna entre flores y aromas. Después el sacerdote rociaba a todos con agua para purificarlos, y al retirarse, decían todos en alta voz: Aeternum vale, o que te vaya bien eternamente, cuyo buen deseo explica mejor nuestro requiescat in pace. En paz descanse. Hecho esto, se colocaba la urna en el sepulcro, y grababan en él el epitafio, y estas cuatro letras S. T. T. L. que querían decir: Sit tibi terra levis. Séate la tierra leve, para que los pasajeros deseasen su descanso. Entre nosotros se ve una cruz en un camino, o un retablito de algún matado en una calle, a fin de que se haga algún sufragio por su alma. Concluida la función, se cerraba la casa del difunto, y no se abría en nueve días, al fin de los cuales se hacía una conmemoración. Los griegos cerca de la hoguera o pira ponían flores, miel, pan, armas y viandas... ¡Ay!, ofrendas, ofrendas de los indios, ¡qué antiguo y supersticioso es vuestro origen! Toda la función se concluía con una comida que se daba en casa de algún pariente. Hasta esto imitamos, acordándonos que los duelos con pan son menos. ¿Y acaso sólo los griegos y romanos hacían estos extremos de sentimiento en la muerte de sus deudos y amigos? No, hijos míos. Todas las naciones, y en todos tiempos han expresado su dolor por esta causa. Los Hebreos, los Sirios, los Caldeos, y los hombres más remotos de la antigüedad, manifestaban su sensibilidad con sus finados, ya de uno, ya de otro modo. Las naciones bárbaras sienten y expresan su sentimiento como las civilizadas. Justo es sentir a los difuntos, y en los libros sagrados leemos estas palabras: Llora por el difunto, porque ha faltado su luz o su vida. Supra mortum plora, defecit enim, lux ejus. (Eccl., Cap. 22, V. 10.), Jesucristo lloró la muerte de su querido Lázaro; y así sería un absurdo horroroso el llevar a mal unos sentimientos que inspira la misma naturaleza, y blasfemar contra las demostraciones exteriores que los expresan. Así es que yo estoy muy lejos de criticar ni el sentimiento ni sus señales; pero en la misma distancia me hallo para calificar por justos los abusos que notamos en éstas, y creo que todo hombre sensato pensará de la misma manera; porque ¿quién … Ésta sí fuera asistencia honrosa, y los mayores elogios que pudieran lisonjear el corazón de sus parientes; porque las lágrimas de los pobres en la muerte de los ricos, honran sus cenizas, perpetúan la memoria de sus nombres, acreditan su caridad y beneficencia, y aseguran con mucho fundamento la felicidad de su suerte futura con más solidez, verdad y energía que toda la pompa, vanidad y lucimiento del entierro. ¡Infelices de los ricos cuya muerte ni es precedida ni seguida de las lágrimas de los pobres! Volvamos al entierro. Siguen metidos dentro de unos sacos colorados unos cuantos viejos, que llaman trinitarios; después van algunos eclesiásticos y con ellos otros muchos monigotes al modo de clérigos; a esta comitiva sigue el cadáver y tras él una porción de coches. La iglesia donde se hacen las exequias está llena de blandones con cirios, y la tumba magnífica y galana. La música es igualmente solemne aunque fúnebre. Durante la vigilia y la misa, que para algunos herederos no es de réquiem sino de gracias, no cesan las campanas de aturdirnos con su cansado clamoreo, repitiéndonos Que ese doble de campana no es por aquel que murió, sino porque sepa yo que me he de morir mañana. Bien que de esta clase de recuerdos deben aprovecharse especialmente los ricos, pues estos dobles sólo por ellos se echan y les acuerdan que también son mortales como los pobres, por los que no se doblan campanas, o si acaso, es poco y de mala gana; y así los pobres son en la realidad los muertos que no hacen ruido. Se concluye el entierro con todo el fausto que se puede, o que se quiere, cuidándose de que el cadáver se guarde en un cajón bien claveteado, forrado y aun dorado (como lo he visto), y tal vez que se deposite en una bóveda particular, ya que los mausoleos son privativos a los príncipes, como si la muerte no nos hiciera a todos iguales, verdad que atestigua Séneca diciendo en la ep. 102, que la ceniza iguala a todos. ¿Quién distinguirá las cenizas de César o Pompeyo de las de los pobres villanos de su tiempo? Toda esta bambolla cuesta un dineral, y a veces en estos gastos tan vanos como inútiles se han notado abusos tan reprensibles que obligaron a los gobernantes a contenerlos por medio de las leyes, mandando éstas que siendo los gastos de los funerales excesivos, atendidos los haberes y calidad del difunto, los modifique el juez del respectivo domicilio. Entra aquí la grave dificultad para saber cuándo no hay exceso en estos gastos. Confieso que será muy rara la vez que el juez pueda decidir en este caso, porque casi siempre le faltarán los conocimientos interiores del estado de las cosas del finado; y así sólo podrá determinar el exceso con atención a su calidad. Supongamos: cuando un plebeyo conocido quiera sepultarse con la pompa de un conde, y aun entonces si tiene dinero con que pagarla, no sé si se burlará de las leyes, pero Horacio sí lo sabía cuando dijo que todo, la virtud... entiéndase, los elogios que a ella son debidos, la fama y el esplendor obedecen a las hermosas riquezas, y el que las sepa acopiar será ilustre, valiente, justo, sabio, y lo que quiera. Mas hablando a lo cristiano, yo no me detendré en fijar la regla por donde se deba conocer cuándo hay exceso en los funerales. Ya sé que parecerá nimiamente escrupulosa, pero aseguro que es infalible y muy sencilla. Se reduce a que lo que se gaste de lujo en los funerales no haga falta a los acreedores, ni a los pobres. ¿Y si los acreedores están pagados y a los pobres se les han dado algunas limosnas, no podrá el finado disponer a su voluntad del quinto de sus bienes? Sí podrá, se responde, pero luego, luego pregunto: ¿lo que se gasta en lujo no estuviera mejor empleado en los pobres que siempre sobran? Es inconcuso. Pues en este caso ¿cuál es el lujo que se deberá usar lícitamente entre cristianos? Ninguno a la verdad. Digo esto si hablo con cristianos, que si hablara con paganos que afectaran profesar el cristianismo, sería menos escrupuloso en mis opiniones. Vamos a otra cosa. A proporción de los abusos que se notan en los entierros de los ricos, se advierten casi los mismos en los de los pobres; porque como éstos tienen vanidad, quieren remedar en cuanto pueden a los ricos. No convidan a los del Hospicio, ni a los trinitarios, ni a muchos monigotes, ni se entierran en conventos, ni en cajón compuesto, ni hacen todo lo que aquéllos, no porque les faltan ganas, sino reales. Sin embargo, hacen de su parte lo que pueden. Se llama a otros viejos contrahechos y despilfarrados que se dicen hermanos del Santísimo, pagan sus siete acompañados, la cruz alta, su cajoncito ordinario, etc., y esto a costa del dinero que antes de los nueve días del funeral suele hacer falta para pan a los dolientes. Es costumbre amortajar a los difuntos con el humilde sayal de San Francisco; pero si en su origen fue piadosa, en el día ha venido a degenerar en corruptela. Estoy muy lejos de murmurar la verdadera piedad y devoción, y el objeto de mi presente crítica recae únicamente sobre el simoniaco comercio que se hace con las mortajas, y los perjuicios que resienten las gentes vulgares por vestir a sus muertos de azul y a tanta costa. Las mortajas se venden a un precio excesivamente caro, cual es el de doce pesos y medio, si es para hombre, y seis pesos dos reales para mujer. Los pobres, apenas muere el enfermo, tratan de solicitarle la mortaja, ¿y si no tienen dinero? Se empeñan, se endrogan, y aun piden limosna para ello, haciendo falta para pan a las criaturas lo que gastan en un trapo inútil y asqueroso, pues no pasa de ahí la mejor mortaja cuando se pone a un muerto, quien está en el caso de no poder ganar ninguna indulgencia; y como para gozar estas gracias espirituales se necesita estar en el estado de merecer, se sigue que en no vistiendo al enfermo la mortaja en vida, después de muerto le valdrá tanto como el capisallo del gran Chino. Vosotros, si tenéis en el discurso de vuestra vida algunos deudos, y sus fallecimientos acaecen en medio de vuestra indigencia, no os aflijáis por el entierro, ni por la mortaja. El entierro se facilita con tres pesos cuatro reales, que distribuiréis en esta forma. Doce reales de un cajón; un peso para los cargadores, y otro para el sepulturero que les abre la casa en el campo santo. La mortaja será más barata si os conformáis con vuestra pobreza. Los judíos acostumbraban liar a sus muertos con unas vendas que llamaban Sudarios, y después los envolvían en una sábana limpia. Así podéis hacerlo y quedarán los vuestros tan amortajados como el mejor. Por cierto que no fue otra la mortaja de Jesucristo. Acabados los entierros, siguen los pésames. Para recibir éstos, se cierran las puertas, se colocan las señoras mujeres en los estrados, y los señores hombres en las sillas, todos enlutados y guardando un profundo silencio durante esta ceremonia, o cuando más, hablando en voz baja porque no les dé alferecía a los dolientes, cuya moderación y respeto acaso no se observó tan escrupulosamente en la enfermedad del finado. También he notado como abuso en estos lances, que las conversaciones que se tienen con los dolientes se dirigen a celebrar y ponderar las virtudes del difunto, a traer a la memoria las causas que produjeron su enfermedad, lo que padeció en ella, los remedios que le ministraron, lo que tardó en la agonía, y otras impertinencias semejantes, con cuya relación atormentan más los afligidos espíritus de sus parientes. Esta costumbre de dar pésames se contrae a dos cosas. La primera, a manifestar que tomamos parte en el sentimiento de aquellas personas a quienes los damos, ya por razón de parentesco, o ya por la amistad que teníamos con el difunto. La segunda, para consolar en lo posible a sus dolientes, ofreciéndoles nuestros arbitrios temporales, y asegurándoles que con los suyos uniremos nuestros votos para que se aumenten los sufragios de que consideramos a su alma necesitada. Ya se ve que todo este ceremonial es casi siempre un embuste solemne, un cumplimiento de rutina, y una de las costumbres más bien recibidas. No parecerá muy avanzada esta proposición a quien advierta que, no digo los parientes remotos y los amigos, pero los más inmediatos y aun los más favorecidos del difunto, pasado poco tiempo, no se vuelven a acordar de él; porque con el discurso de los días el corazón se serena, las lágrimas se enjugan, la falta se suple, los beneficios se olvidan y todo se borra, a pesar de cuantos gritos, alharacas, lágrimas, pataletas y faramallas se prodigaron en la escena triste de su muerte. Y si este olvido se nota en el hijo, en la esposa, y en el hermano, ¿qué esperanza podrán tener los pobres muertos en los sufragios tan prometidos por los que sólo van al velorio por beber el chocolate, y a dar el pésame porque les llevaron el convite, por más que al despedirse digan que no los olvidarán en sus oraciones, aunque malos? Este asunto es muy serio. Lo suspenderemos mientras acabamos de refutar el abuso de hablar de los difuntos al tiempo de dar los pésames, porque si como hemos dicho, uno de los objetos de estos pesamenteros es aliviar el sentimiento de los dolientes, parece que es un error que puede calificarse de impolítico el renovar los motivos de dolor a los deudos al tiempo mismo que pretendemos consolarlos. No puede menos que atormentarse el corazón de la mujer o hijo del difunto al oír decir: ¡qué bueno era don Fulano! ¡Qué atento! ¡Qué afable! ¡Ay, mi alma!, dice otra, tiene usted mil razones de llorarlo; no hallará otro marido como el que perdió; y otras sandeces de éstas, que son otros tantos tornillos con que están apretando el corazón que quieren consolar. De modo que estas políticas lisonjas son unos indiscretos torcedores de los espíritus afligidos. ¿Cuánto mejor no fuera sustituir a esta fórmula imprudente de dar pésames, otra opuesta, en la que o se trataran asuntos festivos e indiferentes, o más bien se redujera sólo esta etiqueta a ofrecer con sinceridad sus haberes y proporciones a la voluntad de los dolientes, en caso de haberlos menester? Pues, pero con verdad, no con faramalla, y cuando los dichos dolientes estuvieran satisfechos de esta verdad, seguramente quedarían más bien consolados que con todos los panegíricos que hoy dedican los pesamenteros a sus muertos. Pero volviendo a éstos, digo que pobre del que se muere si no ha procurado en vida facilitarse el camino de su salvación, ateniéndose a los hijos, a los amigos y albaceas. Vemos (y muy frecuentemente) que muchos, que tal vez tienen proporciones, mientras viven, ni dan limosna, ni se hacen decir una misa, ni pagan sus deudas, ni restituyen lo mal habido, ni practican ninguna obligación de aquellas que nos impone la religión y nuestro mismo interés; pero llega la hora en que nuestros oídos no pueden menos que escuchar la verdad. Les intima el médico la sentencia de su muerte; conocen ellos que puede no errar el pronóstico, porque su naturaleza se debilita por instantes más y más; se apodera de sus corazones el temor de la eternidad que los espera; se llama al confesor y al escribano; vienen los dos casi juntos; se hace la confesión de prisa y Dios sabe cómo; se sigue el testamento; se dispone todo; se declaran las deudas; se manda pagar; se nombran albaceas para el efecto; se ordena hacer las limosnas que llaman mandas forzosas, algunas a los pobres; decir algunas misas por su alma; y hecho todo esto, se recibe el sagrado Viático, los santos Óleos, y muere el enfermo muy consolado; pero ¡ah!... ¡Cuánto hay que desconfiar de estas buenas disposiciones cuando se hacen a la orilla misma del sepulcro! Se dan limosnas y se mandan hacer restituciones (si se mandan hacer) en aquella hora, porque no se pueden llevar los caudales a la sepultura. Se mueren muy confiados en que los albaceas cumplirán el testamento, ¿y cuántas veces se engañan los testadores? ¿Cuántas veces se trasforman los albaceas en herederos, y los curadores ad bona en tenedores de bienes? Innumerables. No, no son raras las quejas que se oyen todos los días a los pobres menores a quienes ha dejado por puertas o la mala fe, o la mala administración de aquéllos. Todo lo dicho os enseña a no esperar, como dicen, a la hora de los gestos para disponer de vuestras cosas, porque entonces el susto y la precipitación rebajan mucha parte del acierto. Llegamos a los lutos en los que, como visteis con mi madre, caben también los abusos. El luto no es más que una costumbre de vestirse de negro para manifestar nuestro sentimiento en la muerte de los deudos o amigos; pero este color a merced de la dicha costumbre, es sólo señal, mas no prueba del sentimiento. ¿Cuántos infelices no se visten luto en la muerte de las personas que más aman, porque no lo tienen? Y su dolor es innegable. Al contrario, ¿cuántas viuditas jóvenes, cuántos hijos y sobrinos malos e interesables, que desearon la muerte del difunto por entrar en la posesión de sus bienes, no se vestirán unos lutos muy rigurosos así por seguir la costumbre, como por persuadirnos que están penetrados del sentimiento que no conocen? El color, dicen los físicos que es un accidente que no altera la sustancia de las cosas; y así, el buen hijo sentirá a su padre, la buena esposa a su marido y los buenos amigos a sus amigos, ora se vistan de negro, ora de azul, ora de verde, encarnado o cualquier color. Y al contrario, el deudo que no amaba a su pariente, o que quizá deseaba que expirara por heredarlo, no lo sentirá mas que se eche encima cuantas bayetas negras hay en todas las luterías del mundo. En algunas provincias del Asia, el color blanco es el que han adaptado para luto; y entre nosotros, que se acostumbra vestirse de negro el Viernes Santo y el día de Finados, se observa que no es por sentimiento, sino por lujo. Después de todo, no tengo por abuso el traje negro en semejantes casos; pero sí califico por tal, aquel determinado número de días que se traen los lutos para denotar nuestro mayor o menor sentimiento, según las graduaciones de parentesco que se tiene con los difuntos. Ya habéis visto que en el tiempo de mi madre, un año era el prefijado para llevar el luto por los padres, hijos y consortes, seis meses por los hermanos, tres por los sobrinos, etc. Ésta no puede menos que ser una bobera, porque si se amaba a los difuntos verdaderamente, y el luto es la prueba del sentimiento, en ningún tiempo se debía quitar, porque en ningún tiempo debía cesar el motivo; y si no se amaban, era indiferente el llevarlo pocos o muchos meses, pues que no prueba sentimiento el traje negro. Algunas de estas reflexiones hice a mi madre, hasta que la desentusiasmé de su capricho, y me ofreció que nos quitaríamos el luto para el día de San Pedro, que era cuanto yo deseaba para quitarme también la máscara de la virtud que había fingido, y correr a rienda suelta por toda la carrera de los vicios, disfrutando de mi libertad enteramente, y tirando con mis amigos los pocos mediecillos que mi padre había economizado para la subsistencia de mi pobre madre. Según esta determinación, se me hizo un vestido de petimetre para ese día, y se dispuso su almuerzo, comida, y bailecito para la noche. Llegó el tan deseado para mí 29 de Junio; me quité los trapos negros, que hasta entonces habían sido escolares, y me planté de gala a lo secular. Parece que con campana llamaron a todos los parientes y conocidos ese día, muchos que no habían vuelto a casa desde el entierro de mi padre, y otros que ni aun el pésame habían ido a dar a mi madre, se encajaron entonces con la mayor confianza y poca vergüenza. Ya se deja entender que en primer lugar fueron mis íntimos amigos Januario, Pelayo, y otros como ellos, que también llevaron al baile a sus madamas tituladas que lo eran también mías. En una palabra, el olor del guajolote y del pulque de piña, acarreó ese día a mi casa una porción de amigos míos, parientes y conocidos de mi madre, que fueron a cumplimentarme. Dios se los pague.
Se lamieron el almuerzo, consumieron la comida, y a su tiempo alegraron el baile grandemente, porque cantaron, bailaron, retozaron, se embriagaron, ensuciaron toda la casa, y al fin, al fin, salieron unos murmurando el almuerzo, otros la comida, otros el baile, y todos alguna cosa de lo mismo que habían disfrutado. ¡Qué necedad es tener una diversión pública! Se gasta el dinero, se sufren mil incomodidades, se pierden algunas cosas, y siempre se queda mal con los mismos a quienes se pretende obsequiar; y se recibe en murmuración y habladurías lo que se pretende recibir en agradecimiento. Sin embargo de todo esto, como entonces yo no pensaba así, nada me daba cuidado, ni en nada pensé sino en divertirme y holgarme a costa del dinero, aunque es verdad que en aquella hora me adularon bastante, especialmente las coquetas, con cuyos elogios di por bien empleado el dinero que se gastó y las incomodidades que sufrió mi madre. |
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Capítulo XIVCritica Periquillo los bailes, y hace una larga y útil digresión hablando de la mala educación que dan muchos padres a sus hijos, y de los malos hijos que apesadumbran a sus padres
ansados de bailar y de beber, se acabó el baile como todos se acaban. A las doce poco más de la noche se fueron yendo los más prudentes, o los menos tontos que no trataban de desvelarse. Los demás que se quedaron, fuérase porque extrañaban el bullicio de los que se habían ido, o porque se habían cansado ya, apenas se levantaban a bailar. Las velas estaban muy bajas y pidiendo su relevo, y los músicos (que no descuidan en empinar la copa en tales ocasiones) ya no atinaban a tocar bien el son que le pedían, y aun había alguno de ellos que rascaba su bandolón abajo de la puente. Januario, como tan diestro en estas escuelas, me dijo: hombre, ¡qué entristecida se ha dado el baile y tan temprano! ¿Y qué hemos de hacer?, le dije yo. ¿Cómo qué? Alegrarlo, me respondió. ¿Y con qué se alegra?, le pregunté. Con una friolera. ¿Hay aguardiente? Sí, le dije. ¿Y azúcar y limones? También. Pues manda que lo pongan todo en la recámara. Hice lo que me dijo Januario, quien en un momento hizo una mezcla de aguardiente, azúcar y limón, que llaman ponche; mandó poner nuevas luces en las pantallas, y comenzó a dar a los músicos y a los asistentes de aquel brebaje condenado a pasto y sin medida, con cuya diligencia se puso aquello de los demonios. Al principio bailaban con algún orden, y sabían algunos lo que tocaban y otros lo que saltaban, pero en cuanto el aguardiente endulzado comenzó a hacer su operación, se acabaron de trastornar las cabezas, se hizo a un lado el tal cual respetillo y moderación que había habido, las mujeres escondieron la vergüenza y los hombres el miramiento. Entró segunda y tercera tanda de ponche, y ya no había gente con gente, porque ya aquello no era baile, sino retozo y escándalo criminal. Los que hacen bailes, y más si son de la clase de éste (que pocos hay que no lo sean), son unos alcahuetes y solapadores de mil indecencias escandalosas. Tal vez no lo presumirán, no lo querrán y aun se disgustarán con ellas, pero todo esto no salva el que sean los consentidores y los motores principales de estas lúbricas desenvolturas, pues en buena filosofía se sabe que lo que es causa de la causa, es causa de lo causado; y así los que hacen un baile deben tener consideración de muchas cosas para evitar estos desenfrenos escandalosos, porque si no pasarán la plaza de alcahuetes declarados a los ojos del mundo, y a los de Dios serán reos de cuantos pecados se cometan en sus casas. Las principales consideraciones que debe tener presentes el que hace un baile, me parece que se pueden reducir a las siguientes. 1.ª Que las mujeres concurrentes sean honestas, de buena vida, y nunca solteras o mujeres libres, sino hijas de familia o casadas, y que vayan con sus padres o maridos, para que el respeto de éstos las contenga, y contenga a los jóvenes libertinos. 2.ª Que con conocimiento, jamás se convide a ninguno de éstos por exquisita que sea su habilidad, pues menos malo será que se baile mal, que no que se seduzca bien. Ordinariamente estos mozos bailadores, o como les dicen, útiles, son unos pícaros de buen tamaño; no llevan a un baile más que dos objetos: divertirse y chonguear (es su voz). Este chongueo no es más que sus seducciones o llanezas. Si pueden, pervierten a la doncella y hacen prevaricar a la casada, y todo esto sin amor, sino por un mero vicio o pasatiempo. Algunas ocasiones (¡ojalá no fueran tantas!) logran sus intentos, y apenas satisfacen su lujuria, cuando abandonan por nuevo objeto a aquellas infelices locas que prostituyeron su honor y su virtud a la verbosidad y arterías de un mozo inmoral, lascivo, necio y sólo buen bailarín. Pero aun cuando encuentran con pedernal, quiero decir, cuando por fortuna las muchachas todas de un baile son juiciosas, honestas y recatadas, que saben burlar sus intentonas y conservar su honor ileso en medio de las llamas, como la zarza que vio arder Moisés sin quemarse, lo que ciertamente es un milagro, aun en este caso tan remoto hacen estos útiles su negocio. Ellos, a más no poder, y cuando se les cierran los oídos de las jóvenes, no se dan por vencidos ni se entristecen. Como sus adulaciones y diligencias en cualquier seducción no son por amor sino por vicio, no se les da cuidado de los desaires, ni se entibian por no hallar correspondencia. Nada menos. Siguen brincando y saltando muy serenos, contentándose con lo que ellos llaman caldo. Este caldo... alerta casados y padres de familia que sabéis lo que es el honor, y lo queréis conservar como es debido, este caldo es el manoseo que tienen con vuestras hijas y mujeres, las licencias pasan mil veces de las manos a las bocas, casi convirtiéndose los manoseos claros en ósculos furtivos, que las menos escrupulosas no llevan a mal, y las que se llaman prudentes y honradas disimulan y sufren por evitar pendencias. De suerte que el marido o padre pundonoroso que en su casa se espantaría de que su mujer o hija le diese la mano a un hombre, en un baile de éstos tolera a su vista que se las abracen, tienten, estrujen y manoseen más que las ancas de un caballo gordo. Lo peor es que estos manoseos y tentadas acompañadas de las risas y dichitos que se acostumbran, son para muchas mujeres como el pecado venial para las almas, con la diferencia que el pecado venial entibia y dispone a las almas para el pecado mortal, y los manoseos o caldos de que hablamos, encienden y disponen a algunas jóvenes para dar al traste con su honor, el de sus padres y maridos. Ningún escrúpulo está por demás para evitar estos excesos. La tercera consideración que podían tener los que hacen o dan un baile, era que no hubiera en ellos licor espirituoso. En caso de ser preciso, por costumbre o cariño, obsequiar a los concurrentes, sería menos malo hacerlo con zoletas y nieve de leche, limón, tamarindo, etc., de esta clase, que no con merendatas y vino, aguardiente, ponche y otros licores semejantes, que ofuscando el cerebro facilitan el trastorno de la razón, y alteran la constitución física de ambos sexos, cuyas resultas, cuando menos, no escapan de ser deseos, pensamientos consentidos, y delectaciones morosas, y en tal y tal persona algo más, y más pecaminoso. Mucho de esto se evitaría con la reglita que os dejo señalada, pues es cierto el dicho antiguo de que sine Cerere et Baccho friget Venus, que equivale a esta coplita: Poco manjar y ninguna espirituosa bebida, si la lujuria no apagan, a lo menos la mitigan. La cuarta y última consideración que se debía tener, era que los bailes durasen cuando más hasta las doce de la noche. Ésta es una hora más que regular para irse a recoger cada uno a su casa bastante divertido, si es racional; porque lo que pasa de esa hora, ya no debe llamarse diversión, sino vicio, incomodidad y tontería. A solas estas cuatro reglillas quisiera yo que se sujetaran los que dan un baile, y me parece (bien que no lo aseguro) que no se arrepentirían de su observancia. Últimamente, yo no declamo contra los bailes, sino contra los escándalos de los bailes. Quítese de ellos todo lo que los hace pecaminosos y peligrosos, y dejándolos en una clase de diversión indiferente, ellos serán malos para quien quiera ser malo en ellos, y serán honestos para el honesto; pero mientras así no se haga, el baile, sea por sus abusos, sea por su ocasión, no podrá librarse de la definición de un padre de la Iglesia, que dice que el baile es un círculo, cuyo centro es el demonio. Bailar no es malo, lo malo es el modo con que se baila, y el objeto por que se baila. David bailó delante del Arca del Señor, y los israelitas delante del becerro de Belial. Todos bailaron, pero ¡con qué diverso, modo, y con qué diverso objeto! Por eso también fueron diversas las retribuciones. Hay moralistas tan austeros que no consideran baile sin ocasión próxima voluntaria, y según esto, no juzgan lícito ninguno. Yo, después de respetar su opinión, no me conformo con ella. Soy más indulgente y digo que puede haber y de hecho habrá, no siendo como los que se usan, algunos bailes donde falten estas ocasiones, estos escándalos, cantares lascivos, manoseos, embriagueces, y demás abusos que se notan en los más de ellos. ¿Y cuáles serán éstos? Los que se debieran usar entre gentes de buena conciencia. Si todos los concurrentes lo son, el baile será una diversión honesta. La dificultad estriba en que se dé un baile con tanto arreglo. Dejando a todos que hagan lo que quieran en sus casas, volviendo a la mía, digo que ya fatigados de saltar, beber y charlar, se fueron poniendo en quietud a más no poder, porque los más no se podían tener en pie. Los músicos arrumbaron sus instrumentos junto a las sillas, y ellos se acostaron en ellas lo mejor que pudieron; las mujeres se amontonaron en el estrado, y los hombres se pusieron a contar cuentos y a hablar ociosidades para no dormirse, pues no tardaba en amanecer, como deseaban, para irse a tomar café. Las disposiciones no eran muy malas, pero ellos ni ellas eran dueños de sí, sino el aguardiente que los narcotizaba más y más a cada minuto. Con esto, unos hablando y otros oyendo simplezas, se fueron quedando dormidos unos por un lado y otros por otro, siendo de los primeros Januario. La señora mi madre ya se había recogido bien temprano, encargándome que cuidara la casa, como lo hice, pues aunque tenía sueño como el mejor, no me atreví a dormir temeroso de que no se fuera alguno a llevar alguna cosa. Es un demonio el interés. En el estado de la salud pocas cosas desvelan a los hombres más que él. Alerta estaba yo velando a todos y oyéndolos roncar y variar el estómago cual más cual menos. No me era muy grata esta música ni estos olores; y a más de eso, ya no podía sufrir el sueño. Es verdad que el zaguán estaba cerrado y yo tenía la llave, por lo que bien me podía haber acostado, pero me detenía el considerar que en casa no había más que mi madre, yo y una criada buena, pero vieja y dormilona, que no madrugaba si el mundo se volcara de arriba abajo. Mi madre no era justo que se levantara a abrir a aquellos bribones a la hora que a cada uno se le quitara la borrachera y quisiera marcharse para la calle, y así no había otro centinela más que yo, que para no dormirme me puse a divertir con los dormidos a mi entera satisfacción, como que sabía que dormían, los más, con dos sueños, el natural y el del aguardiente. Uno de los perjuicios que la embriaguez acarrea al que la tiene, es exponerlo a la irrisión de cualquiera, como les sucedió a éstos conmigo, pues a unos les tizné las caras, a otros les escondí varias cosas, a otros los cosí unos con otros, y a todos les hice mil maldades. Amaneció el día, corrió el ambiente fresco, abrí el balcón, y a vista de la luz, y al sonido de las campanas y del ruido de la gente que andaba por las calles, fueron despertando; y mirándose unos a otros las caras llenas de jaspes y labores, no podían contener la risa, especialmente las mujeres, las que lo mismo fue levantarse que oír, con dolor de su corazón, tronar sus vestidos y aun verlos hechos pedazos. Unas disimulaban su pesar, mas otras renegaban del pícaro ocioso que las había inferido tal daño, que ciertamente lo era; pero los tunantes como yo, no reparan en eso; el caso es divertirse a costa ajena, y como esto se logre, nada les importa hacer una maldad que perjudique el interés y aun la salud de los demás. Pasado el primer fervor del enojo, limpias unas, remendadas otras, y todos más serenos, se marcharon para el café o sus casas, menos Januario y tres o cuatro amigos suyos y míos, que como más gorrones y sinvergüenzas, se quedaron hasta apurar en el almuerzo las reliquias del día anterior; pero por fin almorzaron, y viendo que ya no quedaba más que repelar de la fiesta, se fueron a la calle y yo a mi cama. Dormí como un podenco hasta las doce del día, a cuya hora me levanté y hallé a la pobre vieja cocinera hecha un Bernardo contra los bailadores. Señora, decía a mi madre, ¿no es brava sinrazón la de estos perdularios, que después de haber tragado y divertídose todo el día, pusieran la casa como la han puesto? Mire usted, señora, todo el día se me ha ido en limpiar sus porquerías; porque ¡Jesús! ¡Cómo estaba todo! Era un asco. Un vómito por el corredor, una suciedad por la escalera, otra por otro lado; hasta la sala, señora, hasta la sala estaba hecha una zahúrda. ¡Ah fu! ¡Qué gente tan sucia y tan grosera! Pero lo que yo más he sentido, señora, han sido las macetas. Mire su merced cómo las han puesto. Todas están destrozadas. ¡Ay, qué gentes van a los bailes de tan mal natural, que no contentas con tragar, divertirse, emborracharse y emporcar la casa, todavía hacen mil maldades como ésta! Mi madre consoló a la viejecita diciéndole: dice usted bien, nana Felipa, son unos pícaros, indecentes, groseros y malcriados los que hacen tanto mal en las mismas casas en que se divierten; pero ya, por ahora, no hay remedio. Ya usted sabe que mi marido no era amigo de estas jaranas, y así yo no tenía experiencia de semejantes groserías; pero le empeño a usted mi palabra en que será la primera y la última. No me gustó mucho esta sentencia, porque como ni yo gastaba el dinero, ni trabajaba en nada de la función, hubiera querido que siguieran los bailecitos en mi casa, a lo menos tres veces a la semana. Sin embargo, no me metí por entonces en otra cosa más que en reírme de la vieja, y a la tarde a buena hora tomé mi sombrero y me salí para la calle. Volví por la primera a las nueve de la noche, y hallé a mi madre algo seria, pues me dijo que ¿dónde había estado? Que extrañaba en mí tanta licencia, que yo era su hijo, y que no pensara que porque había muerto mi padre ya era yo dueño absoluto de mi libertad, y otras cosas a este modo, a las que respondí que ya ese tiempo se había acabado, que ya yo no era muchacho, que ya me rasuraba, y que si salía y me detenía en la calle, era para ver de qué cosa nos habíamos de mantener. Semejantes respostadas entristecieron a mi madre bastante, y desde luego conoció lo que iba a suceder, que fue quitarme la máscara y perderla el respeto enteramente como sucedió. Quisiera pasar este poco tiempo de maldades en silencio, y que siempre ignorarais, hijos míos, hasta donde puede llegar la procacidad de un hijo insolente y malcriado; pero como trato de presentaros un espejo fiel en que veáis la virtud y el vicio según es, no debo disimularos cosa alguna. Hoy sois mis hijos, y no pasáis de unos muchachos juguetones; pero mañana seréis hombres y padres de familias, y entonces la lectura de mi vida os enseñará cómo os debéis manejar con vuestros hijos, para no tener que sufrirles lo que mi pobre madre tuvo que sufrirme a mí. Dos años sobrevivió mi madre a la muerte de mi amado padre, y fue mucho, según las pesadumbres que le di en ese tiempo, y de que me arrepiento cada vez que me acuerdo. Constantemente disipado, vago y mal entretenido, no pensaba sino en el baile, en el juego, en las mujeres, y en todo cuanto directamente propendía a viciar mis costumbres más y más. El dinerito que había en casa no bastaba a cumplir mis deseos. Pronto concluyó. Nos vimos reducidos a mudarnos a una viviendita de casa de vecindad; pero como ni aun ésta se pudo pagar, a pocos días puse a mi madre en un cuarto bajo e indecente, lo que sintió sobremanera, como que no estaba acostumbrada a semejante trato. La pobre de su merced me reprendía mis extravíos, me hacía ver que ellos eran la causa del triste estado a que nos veíamos reducidos, me daba mil consejos persuadiéndome a que me dedicara a alguna cosa útil, que me confesara, y que abandonara aquellos amigos que me habían sido tan perjudiciales, y que quizá me pondrían en los umbrales de mi última perdición. En fin, la infeliz señora hacía todo lo que podía para que yo reflexionara sobre mí, pero ya era tarde. El vicio había hecho callos en mi corazón, sus raíces estaban muy profundas, y no hacían mella en él ni los consejos sólidos, ni las reprensiones suaves ni las ásperas. Todo lo escuchaba violento y lo despreciaba pertinaz. Si me exhortaba a la virtud, me reía; y si me afeaba mis vicios me exasperaba; y no sólo, sino que entonces le faltaba al respeto con unas respuestas indignas de un hijo cristiano y bien nacido, haciendo llorar sin consuelo a mi pobre madre en estas ocasiones. ¡Ah, lágrimas de mi madre, vertidas por su culpa y por la mía! Si a los principios, si en mi infancia, si cuando yo no era dueño absoluto de los resabios de mis pasiones, me hubiera corregido los primeros ímpetus de ellas, y no me hubiera lisonjeado con sus mimos, consentimientos y cariños, seguramente yo me hubiera acostumbrado a obedecerla y respetarla; pero fue todo lo contrario, ella celebraba mis primeros deslices y aun los disculpaba con la edad, sin acordarse que el vicio también tiene su infancia en lo moral, su consistencia y su senectud lo mismo que el hombre en lo físico. Él comienza siendo niño o trivial, crece con la costumbre y fenece con el hombre, o llega a su decrepitud cuando al mismo hombre en fuerza de los años se le amortiguan las pasiones. ¡Qué provecho no hubiera resultado a mi madre y a mí, si no se hubiera opuesto tantas veces a los designios de mi padre, si no le hubiera embarazado castigarme, y si no me hubiera chiqueado tanto con su imprudente amor! ¡Ah!, yo me habría acostumbrado a respetarla, me hubiera criado timorato y arreglado, y bajo este sistema, no hubiera yo padecido tantos trabajos en el mundo, ni mi madre hubiera sido víctima de mis desobediencias y vilipendios. Lo más sensible es que este funesto caso no carece de ejemplares. Hijos de viudas consentidoras, casi siempre son hijos perdidos y malcriados, y madres de semejantes hijos ¿qué han de ser sino unas mujeres desgraciadas? Sucede por lo común que el padre es un hombre regular que procura inspirar al niño unos sentimientos cristianos, morales y políticos, y según ellos desviarlo de todas aquellas bajezas a que el hombre se inclina naturalmente. Esto hace llorar al niño, y la madre se aflige y lo embaraza. Hace alguna travesura, se le celebra; usa alguna malacrianza, se le disculpa; produce algunas palabras indecentes, o porque las oyó a los criados, o en la calle, y se festejan; el padre se tuesta de estas cosas, y teme empeñarse en reprenderlas y castigarlas al hijo, porque cuando lo hace, sabe que salta la madre como una leona; y ya sea porque la ama demasiado, ya porque no se vuelva aquel matrimonio un infierno, condesciende con ella, no se castiga el delito del muchacho, éste se queda riendo, y satisfecho en la impunidad que le asegura su mamá, da rienda a sus vicios, que entonces como dijimos son vicios niños, puerilidades, frioleras, pero en la edad adulta son crímenes y delitos escandalosos. Sin embargo, rara vez deja de servir de cierto freno la presencia del padre; pero si éste muere, todo se acaba de perder. Roto el único dique que había, aunque débil, se sale de caja el río de las pasiones, atropellando con cuanto se pone por delante. Entonces la viuda reconoce lo feroz de un corazón entregado a la libertad, quiere oponerse por la primera vez, pero es tarde, el torrente es impetuoso, y sus fuerzas incapaces de contenerlo. Prueba los consejos, emplea las caricias, compila las reprensiones, tienta las amenazas, agota las lágrimas, solicita castigos, y acaso desesperada prorrumpe en maldiciones contra su hijo; mas nada basta. El joven endurecido y obstinado, y acostumbrado a no obedecer ni respetar a su madre, desprecia los consejos, se mofa de las caricias, burla las reprensiones, se ríe de las amenazas, se divierte con las lágrimas, elude los castigos, y retorna las imprecaciones con otras tales, si no se desacata, como se ha visto, a poner sus viles manos en la persona de su madre. Toda esta lastimosa catástrofe se excusaría con educar bien y escrupulosamente a los niños. ¿Y a cuántos puntos se pueden reducir las principales obligaciones de los padres acerca de la buena educación de sus hijos? A tres, en sentir de un varón apostólico que floreció en México. A saber: a enseñarles lo que deben saber, a corregirles lo mal que hacen, y a darles buen ejemplo. Tres cosas muy fáciles al decirse, pero muy difíciles al practicarse, atendiendo la multitud de hijos mal criados y llenos de vicios que notamos; mas no porque sean difíciles de observarse, porque el yugo del Señor es suave; sino porque los tales padres y madres, ni remotamente se aplican a practicar los tres preceptos insinuados, antes parece que al propósito se desvían de ellos cuanto pueden. Si es en la instrucción, se contentan con darles la muy superficial por medio de unos maestros o ayos mercenarios, que acaso, viendo el chiqueo de los padres, no tratan más que de lisonjear al pupilo con harto daño de él y de sus conciencias. Si es en la corrección, ya hemos dicho el abandono de estos padres, y especialmente de las madres. Últimamente, si es en el ejemplo, ¿cuál es el ordinario que ven los hijos en sus casas? Lujo en las personas, excesos en la mesa, orgullo con los criados, altanería y desprecio con los pobres. Esto es cuando menos, que cuando más, ya se sabe lo que ven y oyen los niños en muchas casas. Y siendo el ejemplo el aliciente más poderoso para formar bien o mal el corazón del niño en aquella edad, ¿cómo será éste con tales ejemplos? Los resultados nos lo dicen: niño engreído, grande soberbio; niño consentido, grande necio; niño abandonado, grande perdido; y así de lo demás. Todo esto se remediaba con la buena educación, y ésta desde temprano. El consejo es del Espíritu Santo, que dice: si tienes hijos, instrúyelos desde su niñez. (Eccl. cap. 7.) El árbol se ha de enderezar cuando es vara, no cuando se robustece y es tronco. Los médicos dicen que los remedios se deben aplicar al principio de las enfermedades, antes que tomen cuerpo, antes que se vicie toda la sangre y corrompa los humores. Los diestros cirujanos componen el hueso luego que se disloca, y lo entablan luego que advierten la fractura, porque si no, cría babilla, y se imposibilita la cura. Así, ni más ni menos, debe ser la educación de los niños, desde pequeños, antes que sean troncos. Se han de corregir sus deslices luego que se les noten, porque si no, crían babilla. Estas verdades son más claras que el agua, más repetidas que los días, no hay quien diga que las ignora; y con todo eso no se ven sino muchachos malcriados y necios, que después son unos hombres vagos, viciosos y perdidos. Esto no puede estar en otra cosa sino en que obramos contra lo mismo que sabemos. Consentimos a los muchachos, por serlo, y por tenerles demasiado amor; ellos cuando jóvenes nos llenan de pesadumbres y disgustos, y entonces son los ojalás y los malhayas, pero sin fruto. ¿Cuánto mejor y más fácil no es domar al caballo de potro que de viejo? Tienen los padres un freno y un acicate muy oportunos para el caso, y que, sabiéndolos manejar con prudencia, es casi imposible que deje de producir buenos efectos. El freno es la ley evangélica bien inspirada, y el acicate, el buen ejemplo practicado constantemente. Los campistas de nuestra tierra dicen que el mejor caballo necesita las espuelas; así podemos decir, que el niño más dócil y el de mejor natural, ha menester observar buenos ejemplos para formar su corazón en la sana moral, y no corromperse. Ésta es la espuela más eficaz para que los niños no se extravíen. El buen ejemplo mueve más que los consejos, las insinuaciones, los sermones, y los libros. Todo esto es bueno, pero por fin, son palabras, que casi siempre se las lleva el viento. La doctrina que entra por los ojos, se imprime mejor que la que entra por los oídos. Los brutos no hablan, y sin embargo, enseñan a sus hijos, y aun a los racionales con su ejemplo. Tanta es su fuerza. No hay que admirarse de que el hijo del borracho sea borracho; el del jugador, tahúr; el del altivo, altivo, etc., etc.; porque si eso aprendió de sus padres, no es maravilla que haga lo que vio hacer. El hijo del gato caza ratón, dice el refrán. Lo que si es maravilla, o por mejor decir, cosa de risa, es que, como apunté poco ha, cuando el hijo o hija son grandes, y grandes pícaros, cuando cometen grandes delitos y dan grandes disgustos, entonces los padres y las madres se hacen de las nuevas y exclaman: ¡Quién lo pensara de mi hijo! ¡Quién lo creyera de fulana! ¡Tontos! ¿Quién lo ha de creer, quién lo ha de pensar? Todo el mundo, porque todo el mundo ha visto cuál ha sido vuestro modo de criarlos. El milagro fuera que educándolos bien y dándolos buenos ejemplos, ellos salieran indóciles y perversos; pero que salgan malos cuando la doctrina que han mamado ha sido ninguna, y los ejemplos que han visto han sido pésimos, es una cosa muy natural, porque todos los efectos corresponden a sus causas. ¿Quién se ha admirado hasta hoy de que un poco de algodón arda si se aplica al fuego? ¿Ni que se manche un pliego de papel si se mete en una olla de tinta? Nadie, porque todos saben que es propio del fuego quemar lo combustible, y de la tinta teñir lo susceptible de su color. Pues tan natural así es que los niños ardan con la mala educación, y se contaminen con los malos ejemplos. Lo que importa es no darles una ni otros. Por esto entre los Lacedemonios se acostumbraba castigar en los padres los delitos de los hijos, disculpando en ellos la falta de advertencia, y acriminando en aquéllos la malicia o la indolencia. Wenceslao y Boleslao, príncipes de Bohemia, fueron hermanos, hijos de una madre; el primero fue un santo, a quien veneramos en los altares; y el segundo un tirano cruel que quitó la vida a su mismo hermano. Distintos naturales, distintas suertes; pero ¿a qué se atribuirán sino a las distintas educaciones? Al primero lo educó su abuela Ludmila, mujer piadosísima y santa, y al segundo su madre Draomira, mujer loca, infame y torpísima. ¡Tal es la fuerza de la buena o mala educación en los primeros años! Cuando ponderamos lo mal que hacen los padres cuando faltan a las obligaciones que tienen contraídas respecto de los hijos, no disculpamos a éstos de sus desacatos e inobediencias. Unos y otros hacen mal, y unos y otros trastornan el orden natural, infringen la ley y perjudican las sociedades en que viven, y no enmendándose, unos y otros se condenan, pues como se lee en los sagrados libros: los hijos recogen la leña, y los padres encienden el fuego. Es verdad que Dios dice que el hijo malcriado será el oprobio y la confusión de sus padres; pero también están llenas de anatemas las divinas letras contra tales hijos. Oíd algunas que constan en los Proverbios y el Eclesiástico. Se extinguirá la vida del que maldice a su padre, y pronto quedará entre las tinieblas del sepulcro. Mala será la fama, o se verá deshonrado el que menosprecia a su madre. El que aflige a su padre o huye de su madre, será ignominioso e infeliz. La maldición de ésta destruye hasta los cimientos de la casa de los malos hijos; y por último: Devoren los cuervos carniceros el cadáver, y sáquenle los ojos al que se atreve a burlarse de su padre. Horrorizan estas maldiciones; pero y qué, ¿habrá hijos tan inicuos, ingratos y desalmados que las merezcan? Esto mismo dudó Solón, y por eso cuando dio leyes a los atenienses y les señaló castigo a todos los delitos, no lo señaló al hijo ingrato y parricida, diciendo que no se persuadía pudiera haber tales hijos. ¡Ah! Nosotros no podemos fingirnos esta duda, porque vemos mil hijos que ni merecen este nombre, según son de perversos o ingratos con sus padres. Por el contrario, prodiga Dios las bendiciones de los hijos buenos, amantes y obedientes a sus generadores. Dice que vivirán largo tiempo sobre la tierra, que la bendición del padre afirma las casas de los hijos, esto es, su felicidad temporal. Que de la honra que tributaren al padre, resultará la gloria del hijo o su buen nombre. Que el Señor se acordará del buen hijo en el día de su tribulación, que atenderá sus oraciones, que les perdonará su pecados, y en fin, que les acompañará la bendición de Dios eternamente. Es tan justo, debido y natural el amor, respeto y gratitud que los hijos deben a los padres, que los mismos paganos que no conocieron al verdadero Dios, ni se impusieron en sus bendiciones y amenazas, nos lo dejaron recomendado no sólo con sus plumas sino con sus obras. ¡Qué amor el de aquella joven romana que estando su padre preso y sentenciado a morir de hambre, se dio arbitrio para alimentarlo por una rendija de la puerta de la cárcel! Y ¿con qué? Con la leche de sus pechos. Acción tan tierna que, sabida por los jueces, le granjeó el indulto al infeliz anciano. ¡Qué respeto el de aquellos dos nobles hijos Cleoves y Vitón, que faltando los caballos, ellos tiraron la carroza y condujeron hasta las puertas del templo a su madre la sacerdotisa! Acción que elogió Cicerón, y la aplaudieron tanto los romanos que veneraron como a dioses a aquellos dos tan reverentes hijos. ¡Qué piedad la de Eneas que ardiendo la ciudad de Troya en la noche fatal de su exterminio, cuando todo era espanto, terror y confusión, y no tratando todos sino de librarse de la muerte, él corre donde estaba su viejo padre Anchises, lo pone sobre sus hombros, vuela con él por entre las llamas, y le asegura la vida diciéndole:
Ea, ven a mi cerviz, que yo en mis hombros te tengo de librar, oh padre amado, sin que tan dulce carga en ningún tiempo me agrave ni la estime por trabajo. Sea después lo que fuere, que hora el riesgo o la dicha será común a entrambos. -Virg. En. 2. Estos heroicos ejemplos ¿no embelesan, no encantan, no enternecen a los buenos hijos? Y a los malos ¿no los avergüenzan y confunden? Estas brillantes acciones no fueron hechas por unos santos cristianos, ni por unos anacoretas del Yermo, sino por unos gentiles, por unos paganos, que no gozaron la luz del Evangelio, ni tuvieron noticia de sus infalibles promesas, y sin embargo amaban, veneraban y socorrían a sus padres hasta el extremo que habéis visto, sin más guía que la naturaleza, y sin más interés que la complacencia interior que es uno de los frutos de la virtud. Pero los malos hijos no sólo no veneran a sus padres, sino que los insultan, y lejos de socorrerlos y alimentarlos, les disipan cuanto tienen, los abandonan y los dejan perecer en la miseria. ¡Ay de tales hijos!, y ¡ay de mí!, que fui uno de ellos, y a fuerza de disgustos y sinsabores di con mi pobre madre en la sepultura, como lo veréis en el capítulo primero del tomo que sigue. PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS PICARESCOS |