JOSÉ Mª CARRETERO

EL CABALLERO AUDAZ

Los funerales de Pierrot

    Y mientras más andaban más parecía alejarse la pina de lucecillas del villorrio, aldea o pueblecillo adonde dirigían los pasos aquellos peregrinos de la burla y la farsa.

    Llevaban así caminando cerca de cuatro horas y todavía les quedaba, a buen seguro, una hora más de jornada. Salieron de Villavieja a media tarde, creyendo llegar en buena sazón, o sea a primera hora de la noche, a Villanueva. ¡Sí, sí! No contaron con la espantosa nevada que los sorprendió en la mitad del camino, abriendo sus cuerpos y entorpeciendo penosamente la marcha... Era una tempestad de nieve que les azotaba, casi les envolvía, y que iba tendiendo una mullida y blanca alfombra a todo lo largo de la interminable carretera...

    Las risas cristalinas de Colombina, las bromas y burlas de Tonino, los madrigales amorosos de Pierrot, los glotones besos de Arlequín a Casandra, los felinos lamentos de Lucinda y las maldiciones, del viejo Polichinela, se perdían en el silencio espantoso y trágico de la noche sin horizonte, sin más norte y guía que las parpadeantes lucecillas del pueblo, que les arrastraba fascinándoles con promesas de cobijo, alimento y descanso... Ni la voz de un labriego, ni el ladrido de un perro, ni el aletear de un murciélago, ni el gemir de un mochuelo... Nada se escuchaba en aquella sinfonía de obscuridad y de nieve... Al frente de la caravana iba Pierrot, vestido de blanco, con su mandolina colgada a la espalda y el lío de sus ropas y bártulos en la mano... Colombina apresuró su andar para unirse a él y colgándose mimosamente a su musculoso brazo, le dijo, entornando con desaliento sus soñadores ojos:

    —Pierrot, estoy rendida... Me muero de fatiga...

    Pierrot la miró amoroso, con una inmensa piedad de sus sufrimientos... La niña, alzando su cabecita de muñeca, continuó con dulce y apenada coquetería:

    —Además, llevo frío..., ¡mucho frío!... y voy empapada...

    A Pierrot, el romántico, el enamorado, se le partía el corazón con los sufrimientos que en aquella vida errante tenía que soportar su adorada Colombina.

    —¡Oh! Colombina... ¡Pobrecita!... ¿Quieres que te lleve en brazos?...

    Ella desechó el imposible.

    —Mi pobre Pierrot... ¡No puedes!...

    Él, por toda contestación, la cogió de la cintura suavemente, y como a una muñeca, o como a un niño pequeño, cargó con ella. Ella, con el brazo derecho rodeando el cuello del payaso y con la linda cabecita apoyada en su hombro, reía satisfecha de tanto mimo en medio de tantísimo quebranto. El resto de la compañía acogió este arresto de Pierrot con carcajadas y bromas. El no hizo caso. Sólo gritó:

    —Pues, oye. Arlequín; todavía me sobran fuerzas para tocar una melodía en la mandolina, puesto de pies sobre tu cabeza. ¿Quieres?...

    —¿No te da lo mismo que te sirva de pedestal tu suegro, el viejo, Polichinela?... De esta manera, mientras que tú amas y él te sostiene, nosotros le arrebataremos la caja de los ahorros...

    El calvo y ventrudo Polichinela, al oír esto, apretó con más avaricia el cofrecillo de los cuartos y escupió una maldición de las suyas.

    Pierrot ya no contestó porque sus labios iban puestos sobre la boquita fría y sangrienta de su Colombina... Y así siguieron caminando largo rato... La nieve caía y caía con una tenacidad espantosa...

Pierrot amaba en Colombina su fragilidad de flor... Era un nardo, una violeta, una azucena... Su cutis parecía de biscuit... y sus ojos de muñequita de bazar... Cuando daba los saltos mortales y caía en sus brazos, él sentía el terror de que algún día troncharíanse sus manilas cual dos hojas de nardo... Colombina amaba en Pierrot su fortaleza de acero... Para sus músculos de mármol, no había nada que se resistiese. Para su destreza era todo fácil; para su valor no existía el miedo. Pero aquella vida era espantosa.

    Así lo pensaba Pierrot, con desaliento, mientras que caminaba con su Colombina en brazos...

    —Hemos de hacer algo, Colombina, para libertarnos de esta miseria... ¡Si yo consiguiera sacar adelante mi «Cable de la muerte»! Los empresarios se disputarían nuestro número y seriamos ricos..., y tú llevarías joyas y vivirías como una reina... Te quiero tanto, Colombina, que por vivir un mes, un solo mes, de plena felicidad, a tu lado, renunciaría a todo el resto de la vida y toda la gloria del otro mundo.

    —Y yo también, Pierrot —musitó Colombina, a cuyo espíritu soñador y romántico se habían ceñido, como una blanda caricia, las apasionadas y cálidas frases de su amante.

    ¡Y volvieron a callar!...

    Pierrot meditaba... «¡El cable de la muerte!...» ¡Si él consiguiera dominarlo!... ya lo creo que cambiaría todo el resto de su penosa vida por un solo mes, vivido a plena felicidad, lleno de satisfacciones, repleto de comodidades que constituyesen la completa dicha de su dócil amante. Colombina, por su parte, con los ojos entornados, pensaba lo mismo... y como contestación a sus reflexiones ambiciosas, oyeron el agudo y plañidero gemido de una lechuza... Entonces los amantes sintieron un extraño calofrío y se apretaron amorosos en una sublime identificación de las almas.

* * *

    Se hizo un silencio de expectación y, sobre la alfombra roja de la pista, bailada por la blanca claridad de los arcos voltaicos, apareció «El Pierrot de la muerte» seguido de su ideal Colombina... El silencio quedó roto en una ovación estruendosa.,. Eran los artistas deseados, los que con la sensación de catástrofe transían de emoción a los espectadores..

    Por todas las esquinas de la gran capital aparecía la pareja de faranduleros en enormes cartelones, que representaban el momento más espantosamente emocionante de sus trabajos: Pierrot montado en una bicicleta que rodaba sobre un grueso cable, colocado a más de veinte metros de altura. Aquello era la muerte y sin embargo el payaso lo circulaba con la más alegre de sus sonrisas... Su rostro, pintado de albayalde, no expresaba el más pequeño temor... La gente no se explicaba esta suprema serenidad de Pierrot... ¿Qué sabrían ellos de las malditas noches de nieve y de hambre pasadas bajo la inclemencia del cielo y la indiferencia de la tierra?...

    Y comenzaron su trabajo. A los acordes de un vals, Pierrot montaba en su brillante y frágil bicicleta, sobre la cual hizo mil difíciles evoluciones... Su encantadora Colombina le seguía con sus ojos apasionados y melancólicos... Al fin, llegó el momento supremo: el minuto de la muerte. Pierrot trepó agilísimo por uno de los barrotes de acero hasta el alambre por donde había de deslizarse sobre su bicicleta... Cesó la música... Se contuvieron las respiraciones... Empalideció la bellísima faz de Colombina... El silencio, que era mortal, fue rasgado por un grito de alerta del payaso y en seguida su silueta blanca que, como una sombra, comenzó a deslizarse por el cable. Al llegar al centro la multitud dio un rugido trágico: Pierrot había perdido el equilibrio y, como un fardo, cayó sobre el suelo de la pista. Allí quedó muerto; con los ojos dilatados y fijos en el cielo como pidiéndole cuentas de su fatal destino... En su rostro enharinado quedaba estereotipada eternamente la risa trágica y la mueca sarcástica del enamorado payaso.

* * *

    Y aquella noche, mientras se celebraban los funerales de Pierrot, que yacía rígido sobre una colchoneta del circo, alumbrado por cuatro gruesos cirios, el viejo Polichinela recordó que hacía un mes justo que «El cable de la muerte» les había redimido de la cadena de miseria que arrastraban de pueblucho en pueblucho... También Colombina, sumida en su congoja desesperada, recordó con horror el graznido de la lechuza.

 

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