Todo el pueblo sabía que
Apolinar se estaba derritiendo vivo por Lucía, y que, aunque
ésta no se derretía por nadie, no ponía mala cara a las
solicitudes del mozo. Matrimonio igual: ella, joven, guapa,
robusta y, de añadidura, rica; él, en los linderos de los
veinticinco, no pobre, medio señoritín, por lo que iba para
alcalde, y entrambos hijos único. No faltaba al naciente
afecto más que el sacramento de la confirmación, y para eso
no había otro obispo sino tío Juan, el Plantao, padre y
señor natural de la dama requerida.
El ilustre linaje de los
Plantaos distinguióse desde muy antiguo tiempo por una
terquedad nativa, de que estaba justamente orgulloso, y, de
haber querido proveerse de heráldica, su escudo no fuera
otro que un clavo clavado por el revés en una pared de
gules. Apolinar sentíase cohibido por esta testarudez
hereditaria, y recelaba que el tío Juan saliese con una
gaita de las suyas, porque era hombre que no se apartaba de
sus síes o sus noes así lo hicieran pedazos.
No hubo más remedio que
pasar el Rubicón... y tirarse de cabeza en aquellas honduras
insondables de la voluntad paterna. El tío Juan había dicho
una vez: "¿qué trae ese por aquí?". Y para los que le
conocían el genio, era bastante.
—Ahora que está tu padre
en la bodega, voy y se lo espeto y Dios quiera que pueda
salir con cara alegre ... Pero antes dime, para que lleve
fuerza, que me quieres como yo te quiero, con los redaños
del alma.
—Apolinar, que me aburres
con tus quereres y tonteos. Si quieres decírselo, anda; y lo
que saques a mi padre del buche eso será, porque yo también
soy plantá.
Renegando de aquellos
bravíos rigores de la casta, encaminóse Apolinar a la
bodega, pasando primero bajo la llorosa parra, que tendía
sus sarmientos como cuerdas secas, y después por el angosto
corral atestado de aperos de labranza Y cachivaches de
vendimia. En la puerta de la bodega enredósele un manojo de
telarañas en el bombín, y tragando saliva entró en la
obscura pieza.
—¡Tío Juan; eh, tío
Juan...!
—¡Aquí! ¿Eres tú? Con
este jinojo de tinglao no se ve gota.
Estaba el hombre muy
metido en faena, en mangas de camisa, despechugado, con una
pelambre de pecho que parecía una maceta de albahaca. Era
más que medianamente apersonado, canoso y fuerte; y sudando,
como estaba, parecía un oso polar.
—¿No se figura usted a lo
que vengo?
—A tomar un jarrillo.
—No, señor; a tomar un
parecer.
—Pues no es lo mesmo.
Pero, anda, suéltala; que no hay hombre sin hombre.
—Con esa licencia... no
sé cómo le diga que Lucía me tira un poco, un pocazo, si se
han de decir las cosas conforme son. Y como me parece a mí
que yo también le tiro una migaja, venía, porque es razón, a
decirle qué le parece a usted de ese tiraero que va por buen
fin y por derecho camino.
Dióse tío Juan cuatro
rasconazos en el testuz, y, volviendo las espaldas, fue a
buscar el jarrillo y la venencia, y con ambas cosas en las
manos, como quien echa el Dominus vobiscum se abrió de
brazos, diciendo:
—Todo el toque del hombre
está entre sí y un no. Así es que, antes de soltar uno u
otro, hay que rumiar bien las cosas. Tomaremos un par de
alumbradores y que Dios sea con todos.
Y después de beber por
riguroso turno, quedóse tío Juan rumiando aquel escopetazo,
como un hermoso y prudente buey, que no pone la pata sino en
terreno firme.
—Pues, atento a eso, digo
que me parece a mí que la mujer se hizo para el hombre y el
hombre para la mujer... y que por eso tiran el uno del otro.
Pero como ni el hombre ni la mujer son siempre libres, otros
han de agarrarse a la mancera para que el surco salga bien
hecho y la simiente no se desperdicie. Yo, que por lo de
ahora soy el gañán en este negocio, te digo que quien quiera
ayuntarse con mi cordera ha de hacer tres cosas, sin que
ninguna le perdone; no haciéndolas, ya se puede ir con
viento fresco y levantar la parva.
—Aunque sean trescientas
haré yo, con tal de meterme debajo del yugo. Eche usted, tío
Juan, por esa boca, que ya se me hace tarde, y aunque me
mande cargar con la bodega, todavía me había de parecer
mandato ligero, según lo encalabrinado y emperrado que estoy
con aquel del tiraero que ya le he dicho.
—No soy tan bárbaro para
mandar lo que está fuera de las fuerzas del hombre, por
animal que sea. Las tres cosas que pido son éstas: que me
traigan todos los días la primera gallinaza que suelte el
gallo al romper el alba, para hacer un remedio de este dolor
de ijares que me quita el resuello de cuando en cuando; que
al que tenga ese querer, véalo yo una vez siquiera trincar
un bocado de hierba sin doblar los corvejones, ni acularse,
ni tenderse; que el tal me dé candela en la palma de la mano
el día de mi santo por la mañana, y esto ha de ser con
sosiego, sin hacer bailes, ni meneos, ni soplar, ni sacudir.
—¿Nada más?
—En eso me he plantao, y
ha de ser a lo justo; que ni sobre ni falte.
—Tío Juan, vaya usted
preparando el yugo más fuerte que haya en casa, porque yo me
lo echo encima, si Dios no dispone otra cosa.
Y Apolinar salió de allí
con la cara radiante, bailándole los ojos en una ráfaga de
alegría loca y dando al viento como romántica pluma aquel
jirón de telarañas que se pegó en el sombrero.
—¡Troncho, qué suerte!
Lucía, me ha dicho tu padre que te vayas preparando, que
tenemos que abrir un surco.
—Qué tonto eres. ¿De qué
surco hablas? Me parece que viene su merced algo repuntado y
que el jarro habló más que las personas.
—Te hablo del surco que
han de hacer en el mundo todas las yuntas humanas. Verás qué
labor más dulce.
—¡Pero qué borrico te has
vuelto!