Señoritas en sepia

Juan Manuel de Prada

 

     El retrato del abuelo nos contemplaba desde la penumbra del vestíbulo, envuelto en un halo de irrealidad, y su figura se evocaba en las sobremesas, entre susurros, con una mezcla de orgullo y contricción: era el antepasado ilustre y pecaminoso de nuestra familia, el héroe libertino cuyos episodios poblaban mis noches, la soledad lírica de mis noches, perfumadas todavía por ese aroma dulzón de la adolescencia. El retrato del abuelo me mostraba a un hombre maduro, de edad indefinida, un rostro afinado por arrugas apenas perceptibles que poseía esa severidad que solemos atribuir a los asesinos y a los ascetas. El brillo acerado de las pupilas, las finas guías del bigote, el rictus cansino de unos labios que no lograban encubrir un mensaje de voluptuosidad, todo en él tendía al goticismo, a una mitología de hazañas que se estiran hasta el alba en medio del desenfreno y la lucidez. Según el testimonio sucinto de mi padre (pero sus palabras estaban manchadas de un tonillo levemente didáctico), el abuelo había malgastado su existencia en aspiraciones vanas y escándalos gloriosos, y al final había hallado como único premio a sus excesos el desprecio de sus amigos y la persecución  política (mi padre olvidaba mencionar que el destierro constituía una moda de la época, tan arraigada como el sombrero canotier o las virginidades custodiadas hasta el tálamo). El abuelo acogía desde su retrato los comentarios poco favorables de mi padre con una sombra de resignación, sus labios parecían esbozar una sonrisa cómplice, y entonces mi imaginación se alzaba sobre las frases denigrantes y acompañaba al abuelo en su peregrinar por Europa, a través de mi torbellino de placeres e intrigas. En mis ensoñaciones, el abuelo era siempre un hombre lleno de ingenio y frivolidad, un señorito perdis que competía en elocuencia con los seductores más conspicuos y que vivía pasiones y simulacros de pasión, en una atmósfera de conspiradores y estraperlistas. El abuelo trascendía la quietud del retrato, esa rigidez . sepia del daguerrotipo, para elevarse al reino de las metáforas, náufrago en mil peripecias, triunfador en mil duelos, amante que se pierde entre pieles jóvenes y etéreos vestidos, hombre que asiste impasible al crepúsculo de los hombres y de los dioses. Así imaginaba yo al abuelo.

Una imagen llena de arrebato que luego tendría que modificar, cuando hallé en su biblioteca aquella anotación marginal a un soneto de Garcilaso. La biblioteca del abuelo, famosa en su época por la profusión de libros prohibidos o sonrojantes, había sido concienzudamente esquilmada por las autoridades civiles y eclesiásticas, mientras el abuelo escapaba hacia los Pirineos, fustigado por una pragmática que decretaba la prisión para los pornógrafos y los propagadores de literatura scialíptica. En su juventud, el abuelo había invertido sus ahorros en la compra de una imprenta, con la intención de publicar sus propios libros: escribió cerca de cuarenta novelas ligeras, sin grandes lucubraciones metafísicas, que versaban sobre las distintas perversiones sexuales: masoquismo, excrementos, fetiches ... todas las aberraciones de la naturaleza tenían cabida en las novelas del abuelo. Se trataba de ediciones clandestinas, por supuesto, con tiradas de unos quinientos ejemplares, adquiridos previamente por un grupo de suscriptores que los recibían en su domicilio, en medio de la más absoluta discreción. El esquema argumental de las novelas no variaba demasiado: aristócrata viciosillo, rehén de todas las depravaciones, que abandona el hogar conyugal y se hunde en el torbellino de los arrabales. De las casi cuarenta novelas solo habían obrevivido a los avatares del tiempo y a las pesquisas inquisitoriales cuatro volúmenes rústicos, desvencijados, de páginas amarillentas e ilustraciones que imitaban la frivolidad cosmopolita de'un Penagos. Los títulos parodiaban algunas zarzuelas de perdurable celebridad: La del manojo de látigos, La vagina de la Paloma, A la vejez sodomía, La meona de Lavapiés. En esta última, única que había podido leer a escondidas de mi padre, se veía en la portada a una señorita muy estilizada, haciéndose la toilette, a la vez que orinaba sobre la boca de un lechuguino que, arrodillado, le rendía pleitesía. La novela comenzaba así: "Mi amada se encontraba a horcajadas, con las piernas abiertas y las faldas cuidadosamente recogidas. Pude divisar dos labios húmedos similares a dos almejas rosadas que, al abrirse voluptuosamente, descubren un recipiente de coral. El torrente brotó después de algunos esfuerzos, y yo saboreé con delectación morosa el líquido amarillo que golpeaba en mi garganta y la llenaba con un sabor deliciosamente acre". El resto del libro consistía en una enumeración prolija de circunstancias anatómicas y contingencias del aparato excretor que hacía imposible el consuelo erótico.

Entre los escasos volúmenes que la mano secular había respetado en la biblioteca del abuelo se hallaba un tomito encuadernado en piel con las obras de Garcilaso; en aquel famoso soneto que comienza "A Dafne ya los brazos le crecían ...", y que ilustra la metamorfosis de una ninfa en laurel, para evitar el acoso del dios Apolo, que ya estaba a punto de darle alcance, el abuelo había escrito a pie de página este pequeño escolio: "También yo, durante todos estos años, he perseguido el amor y he creído rozarlo con las yemas de los dedos, pero el velo de la carne me ha devuelto a la cruda realidad, a una carrera en pos de un vago ideal, cruzando fronteras y exilios interiores, llorando lágrimas de impotencia y desazón". La letra era menuda y ojival, y la tinta se volvía por momentos ilegible, difuminada por una distancia de generaciones. "¡Oh; miserable estado, oh mal tamaño! ¡Que con lloralla cresca cada día / la causa y la razón por que lloraba! " , concluía Garcilaso, y fue en ese momento, al leer el soneto y el comentario del abuelo, cuando se desmoronó aquella imagen tributaria del error que yo había erigido: ya no volví a situar a mi antepasado en salones frecuentados por la alta sociedad, ·sino en la intimidad de una alcoba, despojado de disfraces y fingimientos, llorando como Apolo la imposibilidad del amor, su mirada de pupilas aceradas concentrada en el suelo, sus facciones afinadas por un fuego que arde sin llama, como una hoguera avivada en las fraguas del grito. El abuelo dejó de simbolizar los afanes mundanos, o, mejor dicho, siguió simbolizándolos, pero teñidos de cinismo y desencanto. Cruzando fronteras y exilios interiores, así lo imaginaba, explorando en cada rostro en cada gesto femenino, el destello de un amor que se escapa corno arena entre los intersticios de los dedos.

Esta revelación, lejos de satisfacerme, azuzó mi curiosidad: la figura del abuelo, que hasta entonces había constituido una excusa más o menos explícita para recrear paraísos definitivamente perdidos, comenzó a descubrirme artistas y recovecos; el desconcíerto de mis catorce años no bastaba para explicar aquella frase ("he perseguido el amor y he creído rozarlo con las yemas de los dedos"), aquellas ansias de ínfínitud, aquella desazón que yo hacía propia y que poco a poco, se iba metiendo en mi carne y envenenando mi inocencia. Quise saber más, quise conocer en qué entretenía el abuelo sus vigilias, identificar mi desconcierto con el de un hombre que había dejado de existir mucho.antes de que yo naciera, y que, sin embargo, se prolongaba en mí. Los catorce años son una edad proclive a hacerse preguntas, un terreno abonado para la duda y. la desazón ("llorando lágrimas de desazón", había escrito el abuelo).

     _¿Tu abuelo? Era un profesional de la pornografía. En el desván montó un pequeño estudio fotográfico; todavía debe de andar por allí su vieja cámara, un armatoste inservible.

Mi padre se refería al abuelo sin nostalgia, entre el hastío y la indiferencia, y le sorprendía (pero era una sorpresa que no lograba sobreponerse a su apatía) mi interés por el pasado, un pasado que para él no tenía otra utilidad que la meramente decorativa. La vieja cámara del abuelo estaba, en efecto, en el desván, esperando que alguien la rescatara del polvo y la desidia, aguardando en un rincón la mano que le sacudiera el sopor de los años, con su trípode, su fuelle de cuero, el marco del chasis donde se colocaban las placas que recogerían una realidad estática pero a la vez cambiante, un fragor sordo de mundos que discurren veloces ante el objetivo que los atrapa y los reduce a las dimensiones exiguas del papel.

Imaginé al abuelo parapetado detrás de la cámara, aquel armatoste inservible, procurando extraer el secreto de las cosas, intentando acallar su desazón a través de un oficio que era crónica de la realidad y búsqueda de belleza, exilio interior a través de imágenes que quedan congeladas para una posteridad incierta. Parapetado yo también detrás de la cámara, espiaba el ayer tan lejano, la memoria de un hombre que ahora regresaba de una región remota para adiestrarme en la inquietud y el desconcierto. Quise saber más, quise recomponer el rompecabezas de una vida ya vivida y clausurada, pero que todavía daba sus últimos coletazos a través de una cámara que transfiguraba los objetos y los envolvía con una luz no usada.

Quería saber, y no vacilé en compartir lo poco que sabía o sospechaba con Iñaki, mi único amigo en aquella edad sin amigos ni confidencias. Iñaki era mayor qué yo, apenas un par de años que parecían un par de siglos, una barrera inexpugnable que separaba la astucia del candor, el magisterio del aprendizaje. Iñaki ejercía sobre mí una especie de jefatura espiritual, sus opiniones (por lo general tan descabelladas como las mías) se revestían con ese vago prestigio que otorgan la experiencia y el ardor. Iñaki vivía por entonces el despertar de su virilidad, su piel había adoptado un tono cobrizo y una sombra de vello que contrastaba con la suavidad enclenque de la mía, y su voz ya resonaba con el hierro y la blasfemia, formas de osadía que yo creía reservadas a los mayores. Iñaki me había introducido en los misterios del tabaco y la masturbación, en se reino de humo azul y éxtasis que, una vez conquistado, me arrastraba por los meandros del remordimiento. Iñaki presenciaba mis balbuceos y escaramuzas hacia el pecado con la sonrisa del guía experto que ya ha regresado pero que aún tiene ganas de volver, preferiblemente acompañado.

_Pues claro, si tu abuelo era un personaje célebre. En mi casa hay una caja llena de tarjetas guarras firmadas por él. Mis padres las esconden pero yo ya  tengo aprendidos todos los escondrijos.

Una tarde bajamos a la playa, y ocultos entre las rocas examinamos las fotos. Iñaki me las iba pasando con morbosidad, y yo las recibía con un temblor puro y virginal, como trofeos de una cacería irrepetible. Iñaki guardaba las fotos (él no las llamaba fotos, las llamaba tarjetas o estampas, en un intento de dignificarlas) en una caja de lata que antaño había guardado sobres de manzanilla, una cajita desvencijada y salpicada de herrumbre de la que iba extrayendo imágenes cada vez más obscenas, mujeres que al principio velaban su desnudez entre gasas y tules, pero que enseguida descubrían la rotundidad de los senos, las axilas intensas y negrísimas como sus pubis, los labios carnosos y entreabiertos, la tristeza lánguida y sepia de la desnudez, una picardía sórdida, pero sobre todo triste, de mujeres solas ante la cámara, culos muy redondos ensayando posturas grotescas, señoritas de mirada ciega mirando hacía el objetivo, asomando una lengua entre las comisuras de los labios, una lengua que no se sabe si murmura impudicias o resuelve problemas de álgebra, y el esplendor de los cuerpos, el hastío de los cuerpos abiertos como flores ajadas, en una parodia del amor. Había también fotografías de parejas que fornicaban con desesperación o cansancio, y era su lucha una lucha de clases en la cual el señorito ataviado de esmoquin penetraba a la cocinera sobre el fogón, o la dama llena de melindres y corpiños sucumbía ante el empuje de su chófer. Iñaki,de vez en cuando, me obligaba a reparar en detalles patéticos: la mujer que simula un orgasmo que más bien parece una plegaria, la violencia de los genitales mitigada por el virado en sepia.

        _Qué te parece tu abuelito. Menudo pícaro, eh.

      Y mientras hojeaba las fotos, tan exhaustivas en su repertorio de posturas y cochinadas, acariciaba aquel escaparate de muñequitas lascivas, y se las imaginaba preparadas para un amor mercenario, para la higiene rápida de los retretes y las tardes con olor a lluvia y a pecado, y se perdía entre la profusión de mujeres, abiertas, rebosantes y húmedas, en el catálogo de lencería oculta entre los repliegues de la carne. Iñaki se desabotonaba la bragueta y se masturbaba con una tristeza que podría calificarse de vespertina, con una exaltación fingida, frenético de impotencia o hastío, sucio como un doncel que ha renegado de su virginidad. Iñaki se masturbaba murmurando exabruptos, rodeado de las fotografías del abuelo, aquel álbum de pornografía doméstica, se masturbaba con el ensañamiento de un visionario, con una obcecación chabacana y salvaje, rindiendo un homenaje cochambroso a las modelos que se revolcaban por los salones de un palacio artificial, absortas en su fotogenia y en el esplendor redondo de sus muslos.

Una ráfaga de viento silbó entre las rocas. y penetró en la cueva con un frío de cuchilla. Se oía el rumor de las olas como una cadencia inofensiva, agua resbalando sobre una superficie de arena, espuma que estalla entre las piedras y que muere convertida otra vez en agua. Con una mezcla de zozobra y espanto descubrí que todas las fotos tenían un elemento común: detrás de la carne crispada, detrás de las acrobacias de piel y sexo, había un tapiz deshilachado que mostraba a un hombre en cuclillas, aferrándose a un cuerpo cuyos cabellos ya eran hojas de laurel, cuyos miembros ya eran áspera corteza, cuyos pies ya se hincaban en el suelo y en torcidas raíces se volvían. Apolo lloraba lágrimas de impotencia, su brazo se alargaba hacia Dafne, que ya no era Dafn sino un árbol sin vida y sin sangre en las venas. Correnprendí el sarcasmo de aquellas fotos, su mensaje desolado de miembros que desfallecen sobre un fondo de pasiones insatisfechas; comprendí la paradoja de un hombre que asiste a la pantomima del amor, que halla, incluso, cierto placer en retratar el amor mercenario con el que luego hablaba de la imposibilidad de ir más allá de ese velo de carne. Comprendí, creo que definitivamente, la vocación platónica de mi abuelo, ese exilio del alma que lo había conducido al exilio geográfico, a un vagabundeo a través de Europa en pos de vagos ideales. Iñaki ya había llegado al orgasmo y aguardaba expectante mi veredicto; sus ojos tenían un brillo especial _no sé si maligno_ sobre la noche que ya se cernía a lo lejos.

_Vamos, di algo. Qué opinas de las estampitas.

 Había un vestigio de premura y temor en sus palabras. El crepúsculo incendiaba el aire y envolvía de bronce su piel, pero también la mía, por primera vez mi piel era experta y joven como la suya. Miré a Iñaki con fijeza, y mi voz sonó a hierro y blasfemia: el aprendizaje había concluido.

_Opino que están fenomenal. Q te parece ti seguimos el ejemplo de mi abuelo y nos dedícamos a fotografiar mujeres desnudas.

Sentí que el alivio ensanchaba mi pecho (mi pecho creciendo por encima de los pulmones, mi pecho creciendo por encima de los huesos y de la infancia) cuando Iñaki cabeceó en señal de sumisión. En menos de una semana ya sabíamos manejar la cámara, habíamos aprendido a preparar la emulsión de bromuro y a disolver en ella el nitrato de plata que nos iba a permitir obtener fotografías como las del abuelo. Convencimos a Sofía, una chica atolondrada a. la que ambos habíamos amado en soledad, para que posase ante la cámara, ligera de ropa y en actitud insinuante.

_No te preocupes, Sofía. estamos haciendo retratos artísticos. Quién sabe, a lo mejor algún director de cine los ve y te contrata para hacer películas.

Teníamos que inventar mentiras piadosas para vencer sus reticencias. Sofía tenía cabellos que al oro oscurecían, igual que la Dafne de Garcilaso, unos cabellos que creaban efectos de luz, y una mirada tierna y envilecida a la vez que revestía las fotografías de una extraña autenticidad. Pasábamos horas y horas ensayando posturas, ángulos inverosímiles que la cámara recogía con frialdad y displicencia. Sofía aparecía en las fotos con vestidos vaporosos arremangados hasta la cintura, con escotes de encaje que mostraban, como por descuido, un seno de perversa blancura. Sofía se tumbaba en un diván, se recostaba en la pared o se arrastraba por el suelo, obedeciendo las indicaciones de Iñaki, y yo espiaba sus movimientos a través de la cámara que más tarde nos la devolvería en una tonalidad sepia, como un ariacronismo o una reliquia sucia. Sofía fue aprendiendo a posar con la práctica diaria, pronto dejó de necesitar nuestros consejos, y la cámara se convirtió en una caricia sobre su piel, una mirada neutra y sin matices  que acogía el regalo de su anatomía, centímetro a centímetro, el atrevido pudor de sus manos apatando la tela enojosa, la sabiduría de unos dedos que  entreabren las puertas y una lengua que asoma entre los labios. La cámara dejaba de ser entonces un armatoste inservible y se volvía moldeable como la cera,  no había rincón que escapase a su escrutinio cruel. Iñaki y yo permanecíamos como testigos mudos o convidados de piedra en una ceremonia que no comprendíamos; Sofía sonreía y nos animaba a repetir la sesión, una y otra vez; su cuerpo se mostraba desvalído ante el ojo de cristal de la cámara.

     _Sofía, quítate las bragas.

  Y Sofía se quitaba las bragas con lentitud, haciendo con ellas un gurro que se enredaba en la

superficie escurrida de sus muslos, y las lanzaba al aire , con tanta precisión que caían sobre el fuelle de la cámara, dificultando mi trabajo. Las bragas de Sofía tenían un perfume penetrante, una mancha alargada en mitad de la entrepierna, una estela de un amaríllo confuso que me traía toda la fertilidad precoz de la niña, todo el esplendor sucio de la mujer  que ya pronto sería. Hubiese querido oler, besar, chupar aquellas bragas.

_Por hoy lo dejamos, Sofía. También hay que el descansar un poco.

Después, en el laboratorio, enaltecidos por la luz roja, asisamos al desvelamiento de las fotos: Sofía aparecía paulatinamente sobre el papel como una presencia ajena que ni siquiera nos rozaba, tan lejana como las señoritas retratadas por el abuelo, que persiguió el amor sin alcanzado jamás. Quizá ese había sido su destino: viajar de cuerpo en cuerpo, envuelto en el vacío sepia del fracaso. Quizá ese iba a ser también mi destino.

Había algo de complacencia canalla en asumir un futuro tan ingrato, y puesto que yo jugaba a ser canalla no me molesté en evitarlo. Recuerdo que cierto día bajamos a la playa, para hacer unas fotos de Sofía sobre los acantilados, revolcándose en la arena, con el pelo mojado y los pies hundidos entre las olas. Una luz grisácea se apoderó del paisaje, instalándose de manera subrepticia hasta inundarlo con un manto de tinieblas. El viento nos sacudió como un latigazo; los acantilados desplegaban su grandeza de piedra, y la luna no tardó en aparecer. Ebrios de felicidad, nos refugiamos en una cueva, con la salmodia del mar al fondo y encendimos una hoguera para que el sueño no nos visitase en medio del frío. Las horas se desgranaban, una tras otra, entre la exalta­ción y el tedio, y la risa nos fue dejando una mueca repulsiva en los labios. Harto de aquella conversación estúpida, fingí que me vencía el sopor; Iñaki y Sofía se susurraban obscenidades, su voz era apenas un cuchicheo que sonaba como el crujido de una cucaracha cuando la pisan y que de repente estallaba en una carcajada. A mis oídos llegaban frases, retazos de un diálogo intuido sobre el runrún de las olas. Oí a Iñaki reclamar el impuesto de la carne, y a Sofia resistirse, en espera de una declaración romántica que la justificase; oí el forcejeo de sus brazos y sus piernas, las risas que ya no eran estallidos sino sofocos, y oí la voz de Iñaki entorpecida por el deseo, farfullando un te quiero que excluía la sinceridad pero que al fin le abría las puertas del santuario.

    _Vamos, Sofía desnúdate.

La cueva se llenó con una luz de infierno, una especie de luz tabernaria que los acusaba de haber infringido alguna ley desconocida. Iñaki y Sofía se besaban, inmunes al remordimiento, como aquellos amantes, Pablo Malatesta y Francisca, inmortalizados por Dante. La cueva los transportaba en su estómago de ballena sin espinas (aunque, ahora que lo pienso, ninguna ballena tiene espinas), en su morada sombría, asaltada por las olas. Exhalaban una fragancia con olor a juventud pecaminosa y semen marchito. La voz de Sofía, fecundada de resonancias, parecía surgida de una hornacina:

    _¿No te importa que nos vea tu amigo?

    _Me importa un pito. Venga, no te hagas la estrecha.

los primeros gemidos, el sudor que impregnaba las pieles cubriéndolas de arena, las palabras inconexas, y tuve que reprimir las ganas de gritar, de suplicarles que pararan, ahora ya era demasiado tarde, ignorarían mi súplica o simplemente sentirían que su deseo se avivaba, al comprobar que alguien los estaba observando. La cueva tenía un olor vegetal de helechos prehistóricos, sobre las paredes de roca se imontonaban las lapas, esperando la subida de la marea. Me sorprendió la sencillez de los preliminares. Sofía,  una vez desnuda, adquirió el aire desvalido de una página en blanco o una paloma herida.

    _¿No tienes frío? _le preguntó Iñaki.

    _Déjate de sandeces. Ya entraremos en calor, no te preocupes.

Sofía se recostó sobre la pared del fondo, reprimiendo un escalofrío. Imaginé su piel injuriada por la conchas de las lapas, su piel desnuda acribillada por diminutas abolladuras. Iñaki la tomó de las nalgas y le tiró del elástico de las bragas; la tela se hundió en la raja con la facílídad de un cuchillo que penetra en la carne. Sofía se estremecía a medida que la presión de las bragas en la entrepierna aumentaba; noté que su pezones se habían erizado.

    _Despacio, Iñaki. No tengas prisa _susurró. Tenía unos senos breves, casi inexistentes, que se podían abarcar con la boca. Iñaki se amamantó en ellos mientras la levantaba en volandas, tirando del elástico de las bragas. Las costuras no tardaron en desgarrarse.

    _Qué bestia eres, hijo. Me vas a desguazar.

Sofía me brindaba la visión de unas nalgas duras, un remanso de carne repartido en dos masas equídistantes y simétricas. La espalda de Sofía tenía una limpieza de líneas propia de un instrumento musical. Iñaki hurgaba con el dedo índice en la virginidad intacta de aquellas nalgas, en el orificio fruncido del esfínter, tan parecido a la boca de una estrella de mar. Sofía, entretanto, examinaba la metamorfosis que se producía en el miembro de Iñaki, el endurecimiento progresivo de aquel apéndice que al principio era un colgajo, pero que pronto se convertiría en una sustancia nudosa, un amasijo de venas y nervios con cierta vocación a la elipse. El miembro de Iñaki crecía, bajo la mirada atenta de Sofía, y asomaba el corazón caliente del glande, ese corazón rudimentario, impermeable a las teorías evolutivas, que brotaba por debajo del prepucio, con su ojo ciego y ciclópeo, esa ranura carmesí que atisbaba el mundo entre palpitaciones. Sofía le recorrió el miembro con su lengua párvula, con un atisbo de lengua que se movía entre el pudor (un falso pudor) y la osadía (una falsa osadía), entre la rapidez sesgada de un ofidio y la morosidad de un molusco. Sofía mordisqueaba el miembro de Iñaki, dejando estampado el lacre de sus incisivos, aquel relieve que parecía un mensaje sobre el pergamino de la piel a punto de reventar. Sofía mordisqueaba los contornos del prepucio, la tirantez del frenillo ávida de sangre, e Iñaki se dejaba hacer, concentrado en la nada, sintiendo cómo su miembro taponaba la boca de la muchacha y embestía sobre el  paladar.

    _Ahora te toca a ti comerme el coño.

    Sofía se despatarró sobre la arena, sobre el agua salada que formaba charcos en el interior de la cueva, lanzando destellos ondulantes (que eran un remedo  del mar) sobre el techo sin estalactitas. El coño de Sofía la brillaba en la oscuridad, al final de su vientre, alumbrando el camino a Iñaki. Sofía acogía entre sus muslos la cabeza de Iñaki y alargaba un brazo hasta su cuello, obligándolo a hozar en aquel recipiente estremecido por el placer. Sofía tenía un perineo breve que pasaba desapercibido entre el esfínter y la hin­chazón de la vulva. En el surco de las nalgas le brotaba un sudor nutritivo, blanquecino como una exudación de esperma. La vulva de Sofía tenía una textura de labios superpuestos y alojaba un brote tierno, un botón rosa que Iñaki no paraba de zarandear, buscándole un tintineo metálico que nunca se llegaba a producir. La vulva de Sofía cedía ante la labor de zapa a  que estaba siendo sometida, y se impregnaba con una saliva fragante, con un líquido salino que poco a poco la iba empapando. La cueva dífuminaba las fronteras de su cuerpo con una luz sepia, una luz de acuario sucio, donde distintas variedades de peces sobreviven a la desidia copulando entre sí, devorándose los unos a los otros, envueltos en el lodo de la prorniscuidad.

    Recordé las fotografías del abuelo, envueltas en otro lodo similar, el de unos cuerpos que transmitían un mensaje de fracaso y aburrimiento. El hombre va construyendo coartadas que le alivien el peso del fracaso, subterfugios que dilaten el caos de lo que verdaderamente importa.

    _ Sigue, sigue, por favor. Hasta el final.

La cueva tenía una miseria de burdel o estación ferroviaria. Iñaki introdujo su dedo pulgar en la vagina. Sofía comenzó a moverse con sacudidas intermitentes y violentas. Otros dedos se iban incorporando a la introspección, rastreando la línea accidentada de los labios menores, la cresta oscura del pubis, y Sofía acataba la labor con jadeos y onomatopeyas, en un forcejeo que colaboraba y consentía.

    _Ahora fóllame.

El techo de la cueva, alumbrado de hongos y remotas fosforescencias, amenazaba con desplomarse de un momento a otro, aprisionándonos en un cementerio de mar estancado. El ruido del viento mitigaba la elocuencia de aquellos dos cuerpos, la densidad de sus palabras ininteligibles, probablemente obscenas. Sentí cómo mi garganta se agarrotaba ante la magnitud de mi soledad. Iñaki había tomado en volandas a Sofía y la había ensartado sobre sí. Sofía imprimía a su balanceo una laxitud provocadora, desgarrada y animal, y su hendidura rosa acogía una y otra vez, los embates de Iñaki, los acogía y amortiguaba, convirtiéndolos en un suave navegar a través de océanos mitológicos. Chillaban ante la proximidad del orgasmo, y su grito se confundía con el fragor de las olas, que restallaban sobre la roca y nos lamían los pies con su espuma. Iñaki y Sofía eran ya un solo cuerpo trabado con lenguas, pies y brazos, una exaltación de bronce sobre la noche que recriminaba mi cobardía, que me escarnecía y humillaba por no tener valor para intervenir. Agazapado en la arena, sin una cámara que mirase por mí, presencié aquel espectáculo de fiebre y locura, y supe, con una espantosa certidumbre, que también mi existencia, al igual que la del abuelo, sería un largo exilio a través de los cuerpos, un intento de alcanzar el ideal de Dafne, sin poder impedir su metamorfosis en laurel. Asistí inerme y derrotado al triunfo de los otros e intuí, de una vez para siempre, que mi destino excluía aquella forma de dicha. Volví la cabeza hacia la playa; una franja de arena se estiraba hasta el infinito, ansiosa por albergar mis huellas. Sabía que, si empezaba a correr, los cuerpos de Sofía e Iñaki adoptarían una tonalidad sepia, pero también sabía que si permanecía quieto defraudaría al abuelo. Corrí hasta la extenuación, corrí en pos de mi destino, corrí sobre la arena palpitante que acogía mis pasos y me indicaba la ruta.

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