LUIS ANTÓN DE OLMET

í

Los berberechos

    Maicende fumó ávido en su pipa, se irguió y oteó el mar.

    En los horizontes prendíase una luz rosada y tenue, madrugadora y jovial como una sonrisa. Las estrellucas pálidas, en reflejos murientes y desesperados, luchaban contra el azul y fenecían en el cielo como despavoridas y atónitas. Las riberas florecían ya, blancas y verdes, con sus pinos erectos y sus aldeas pueriles, con sus colinas y sus campanarios. Se oía el eco vago y alegre de los gallos vocingleros, que se contestaban como centinelas. Y en medio del mar, el sol brotó por fin.

    Maicende tenía puesta una mano sobre los ojos y escrutaba las aguas dormidas. Bajo su gran bigote gris, que un aire fosco espeluznaba, parecía temblar su fiera sonrisa, una sonrisa de marinero borracho, hercúleo, brutal y hambriento... En sus ojos había un gran fulgor de ira, y en sus puños una crispación siniestra. Allí, sobre aquel risco, atalaya del Cantábrico, se había pasado la noche, avizorando el misterio de las aguas, esperando que llegara el tesoro perdido, fumando su pipa. Y allí habría de quedarse hasta verse muerto, que Maicende no emporcó nunca sus manos yendo a pescar berberechos ni a hurtar algas como las mujeres y los rapaces. Maicende había nacido para el mar alto y fiero, donde se arriesga la vida, robándole a zarpazos la dura pesca que huele a oro, a gloria y a muerte, la maldita pesca que huyó hacia otras playas y que dejó a su hembra y a sus cachorros sin pan, ¡sin pan!

    ¡Berberechos! ¡Algas! Que fueran los otros, más jóvenes, más nuevos en la marinería, más cobardes, a hurgar el fango con el calzón sobre los jarretes, a buscar algas y berberechos, como niños y mujeres, para gazmiar unos patacos, para ir viviendo en la miseria, en el oprobio. ¡Algas! ¡Berberechos! ¡Antes consintiera morir de hambre, y que se murieran los suyos, y que una centella se los comiese a todos! Si dos años llevaba sin pescar, agotando los ahorros míseros, otros dos años habrían de pasar si no viniera primero la pesca o la muerte. ¡Berberechos! ¡Algas! Sólo al pensar que un hombre de su talante, que tenía el pelo blanco y salitroso, pelo de marinero anciano, pudiera llegar a tal bajeza, le daban ganas de morir.

    Pasó un rapaz cantando cerca del risco, y lo requirió Maicende:

    —Oye, rapaz.

    El rapaz se acercó.

    —Tú que tienes nuevecitos los ojos, mira dónde te señalo, allá lejos...

    El rapaz miró.

    —¿Qué ves?

    —Nada veo, señor Maicende.

    —¿No ves alborotadas las aguas? ¿No ves el reflejo blanco de la sardina? Yo he creído barruntarla. Allí está. La olí, que aún no he perdido el olfato. Mira tú bien, rapaz, que tienes los ojos nuevecitos.

    Tornó a mirar el mozo, guiado por el tacto de Maicende, y gritó:

    —Sí, abuelo, sí. Hay sardina. Y mucha. ¡Un banco entero! Las veo moverse y sacar las barrigas al sol.

    Era ya pleno día. Las riberas, blancas y verdes, tenían un desperezo juvenil. Reían las campanitas eclesiásticas. Sólo el pueblo de pescadores, arruinado, se despertaba triste. Era el hermano pobre y ruin entre aquellos hermanos bulliciosos y ricos, florecientes en ambas riberas.

    Maicende tornó a mirar la lontananza. Y gritó:

    —Sí, yo también las veo, picaras, maldecidas, condenadas... Ye también las veo. A Dios gracias que llegáis, ladronas. ¿Queríais enterrarme y enterrar a los míos, bribonas, infames?

    Y las amenazaba con sus puños y reía lleno de un gozo trágico. El grumete, a su vera, temblaba como un recental junto al lobo.

    Después los dos corrieron hacia el pueblo.

    Daba pena mirarlo. Casi todas las tiendas, cerradas; casi todos los hogares, vacíos; casi todas las casas, ruinosas. Sobre el campanario de la iglesia parroquial habíase posado un ave cuyas alas daban eterna sombra, una sombra terrible y siniestra. Y aquel pajarraco era el hambre.

    Maicende no paró hasta la plaza, y ya en ella, vigoroso, bárbaro, como un caudillo que suscitase a la guerra con un grito épico, aturuchó:

    —¡Ayyyy...!

    Luego su vozarrón salvaje alzóse como un bramido:

    —¡Marineros, hay pesca! ¡Pesca! ¡Pesca!

    Acudieron cuatro, seis, diez, perplejos. Las mujeres se asomaron a los balcones, trémulas; aquellas mujerucas ingenuas y dolidas, en cuyas manos el pedazo de pan iba siendo cada vez más chico, el pan aldeano que tiene de oro la corteza, inalcanzable ya en su boato, mezquino pan de marineros. Y se asomaron también los nenos, estupefactos, aquellos nenos que habían perdido la fragancia traviesa de su edad y que maldecían del Cantábrico y que se jugaban, sórdidos, a la tángana, bajo los porches, las migas que les dieran para sus yantares.

    —No te vengas con bromas, Maicende.

    —No es cosa de risa, Maicende.

    —¡Qué bromas ni qué risa! ¡El hambre no tiene ganas de zumba! Os juro que hay sardina. ¡Un banco! Pero no estéis como sapos, que parecéis bobos. Aparejad las redes mientras yo boto al agua mi trainera. En la playa os aguardo de aquí a una hora. Id, id, bigardos, que hoy todos habremos de comer pan.

    En el pueblo cundió el vocerío. Como por ensalmo, las casas todas animáronse. El señor cura mandó que sonara la campana grande. Y a su batir pareció alegrarse todo, esclarecerse todo, cual si el pajarraco tétrico que anidara en la torre hubiera remontado el vuelo. Sonó la gaita.

   El cohetero izó tres bombas, que resonaron en todas las riberas, anunciando júbilo, riqueza... Entre tanto, Maicende había calafateado su bajel, había puesto nuevos los estrobos, había remozado la trainera y aguardaba el arribo de las redes.

    ¡Las redes! Compasión daba viéndolas ociosas, estiradas en tierra como enormes telarañas, bajo la lluvia y bajo el sol, pudriéndose, retostándose. Así llevaban las pobriñas dos años enteros. Y así estaban de viejas, desgarradas, cosidas por manos desesperanzadas, trocadas en despojo. Cuando los marineros cruzaban la leira donde se iban estragando las redes, crispaban los puños y maldecían coléricos. Era moho sobre tizona guerrera, gusano sobre cuerpo difunto.

    —Anda, Maruja, dale una puntada, que se va la indina.

    —Remienda tú por allá, Sabeliña.

    —Acabad presto, que la pesca no aguarda.

    Todo el pueblo intervenía en la tarea. Todo el pueblo quería poner mano en aquellas redes amadas, que tornarían rebosantes, mensajeras de oro y de felicidad. Las viejas lloraban, plañideras, alzando sus brazuelos escuálidos y renegridos. Las doncellas sonreían a sus mozos. Lo nenos diableaban retozando. Y el aparejo quedó terminado por fin.

    Entre seis hombres, como en procesión, llevaron las redes a la plaza. Iban solemnes, litúrgicos, cual si pasearan en andas a un santo. Detrás iba todo el pueblo haciendo preces. Un sol claro y juvenil caía sobre las riberas rubias y verdes. La campana hendía los vientos, parlanchina y jovial. Las gaviotas venían del mar en bandos alegres, con los vientres hinchados.

    —Miradlas... Traen sardina en el pico. Hay mucha sardina. ¡Alabado sea Dios!

    Así que llegaron a la plaza, un marinero joven y hercúleo, gimoteando como una rapaz, chilló:

    —¡Maicende, Maicendillo del alma! ¡Tenemos pan, Maicende, pan!

    Y las mujeres contestaron a coro:

    —¡Así lo quiera Dios!

    Pusieron a bordo la red. Luego quisieron saltar, veinte, cuarenta hombres a la trainera. Maicende los empujó airado:

    —¡Sólo cabemos ocho: seis al remo, uno a la vela y otro al timón! Sobráis...

    Se alzó vivo clamoreo. La invasión se hacía irremisible; entonces sacó Maicende su faca:

    —¿Sois locos? ¿Cómo vais todos a venir? ¡Recua de pollinos!

    Alzó su voz imperativa.

    —Al que dé un paso lo dejo con las tripas al aire.

    Luego, dulcificando el tono, añadió persuasivo:

    —La pesca será distribuida entre todos por igual. Si para todos hay, hermanos. Que pasen los siete primeros.

    Entraron siete mozancones. Los demás, refunfuñando, transigieron. Una voz estridente rasgó el aire:

    —¡Llevadme a mí, que doy buena suerte!

    Y estallaron otras voces:

    —Sí, llevad a Carmina, la viuda. Veréis qué bonanza...

    Era una vieja desgreñada y astrosa, que tenía fama de curandera. Su marido pereció en el mar. Y desde entonces iba en todas las andanzas de pesca, rezando. Los marineros creían en su agüero feliz. Maicende movió la cabeza.

    —Me hieden las mujeres para estas cosas. Pero, en fin, pasa...

    Pasó la vieja. Maicende izó la vela. Y ya que estuvo izada, agitó su boina.

    —¡Sálvenos la Virgen del Carmen!

    Lloraban las viejas. Los rapaces miraban con estupor, en puntillas, ganosos de crecer, de ser hombres y de navegar. La campana repicaba voltejeando. Reían las riberas distantes, y el pueblo remoto parecía reír también. Y entre una salva de aplausos avanzó la trainera.

    Como el viento era fresco, ligero, ábrego y venturoso, la vela se infló con presteza y la proa entró rauda en el mar. Maicende oteó los horizontes.

    —Allí las veo, recondenadas...

    Luego volvióse a la tripulación:

    —¿Van buenas las redes? No respondió nadie.

    —¿Van buenas?

    —No van malas. Se hizo lo que se pudo, Maicendiño. Por hoy no van malas.

    Bogaba la trainera veloz. A derecha y a izquierda iban quedando atrás las costas florecidas de pinos. El mar, amplio, ensanchábase azul. La brisa era cada vez más viva. Maicende cantó una ribeirana con su vozarrón retumbante y alegre. Carmina se santiguaba de vez en vez y decía:

    —¿Veis aquel cabo? Allí se ahogó Farruquiño el de Cheis. Una salve por el cuitadiño.

    Y rezaban todos.

    Aún se columbraban en la playa remota las manos, los pañuelos que saludaban a los idos, a los que habían de tornar con una esperanza cumplida... Pero de pronto gritó Maicende estentóreo:

    —¡Arriad!

    Estaban entre la sardina. ¡Una riqueza! Cientos, miles, millones, azulinas, blancuzcas, chapuzándose, huyendo, tornando. ¡Una riqueza! ¡Volverían con la trainera hasta los toletes! ¡Aquello era una bendición divina!

    Cesaron de moverse los remos, se arrió la vela, y la red, lenta, se fue sumergiendo, se la fue tragando el mar. Al cabo de unos minutos, Maicende se rascó el pestorejo.

    —Debe hallarse abarrotada. Hay sardina para cien redes.

    —Saquémosla ya.

    —Aguardad por si acaso.

    Estaban todos impacientes, contentos. Los mozancones avizoraban la playa rubia, donde estarían sus rubias novias esperando. Maicende sacó su pipa y se puso a fumar. Los peces rebullían el agua formando pompas que reventaban como una risa.

    —Os digo que nos vino la suerte, rapaces.

    —Ya era de aguardar, Maicende, que la racha fue mala de veras.

    —Pero cambió. Si no pillamos sardina para un lustro, me dejo cortar el gañote.

    Reían, bromeaban. El sol tenía cara de fiesta.

    Las riberas exhalaban un humo tenue, que subía como una prez hasta el cielo. Maicende restregó sus manazas.

    —Bueno, rapaces; ¿izamos ya?

    —Sí, sí.

    —Remad cuatro... A ver...

    Remaron. La trainera avanzó con su proa de retorno. La red fue saliendo, saliendo...

    Uno de los remeros musitó, pálido:

    —¿Sabéis que pesa muy poco la trainera? Parece que no llevamos carga.

    Nadie contestó. Maicende interrogaba con sus ojos azules el azul del mar. Salía la red flácida, ligera, rota en muchos sitios, agujereada toda ella, como un guiñapo.

    Se oyeron los dientes del patrón.

    —¡Malditos! ¡La red está podrida! ¡La pesca se va...!

    Fue un momento de horror. Todos estaban lívidos, callados. La red seguía subiendo flácida, rota... Por fin, casi a flor de agua, vieron el bolsón que traía la pesca. ¡Un espanto! Los peces, alocados, se rebullían buscando por dónde huir. A su empuje, los hilos viejos, estragados por la holganza, se quebraban. Y el bolsón iba siendo cada vez más chico, cada vez más ruin.

    Maicende se quitó la chaqueta, los calzones.

    —Hay que arrojarse al agua. Con las manos he de tapar los agujeros. Dadme una tela. Será como una cubierta del bolsón, y así no escaparán las bribonas.

    Se la dieron. Y Maicende se arrojó por la borda. Enmudecieron todos. Los peces, escurridizos, ágiles, seguían marchándose. Y cada uno que huía era como un gran dolor en el alma de aquellos miserables.   Una voz interrogó:

    —Maicende, ¿no sales?

    Se había hundido el patrón, y no surgía.

    —Sal, Maicende, sal.

    Al fin flotó su cabeza entre algas y espumarajos.

    —Se va toda, toda. Pero aún os llevaréis algunos cientos. Izad...

    Dio tres brazadas y llegó al bolsón. Se le vió dudar un instante. Los tripulantes se miraron atónitos. Para tapar los agujeros con la tela era preciso hundirse, morir. Alguien chilló angustiado, con voz de tragedia:

    —¡Maicende, sube a bordo!

    La respuesta fue sucinta:

    —¡No quiero!

    Luego en aquella faz se iluminó un relámpago.

    —Llevádselas a mi familia. Y decid en el pueblo que Maicende sabe pescar sardina. ¡Ah, y que no sale a coger berberechos!

    Y aquella cabeza se hundió. Un minuto después el bolsón estaba tapado, los peces eran cautivos. Seis manos cobardes izaron. La cabeza ya no salió más.

    Y aún esperaron unos instantes. El torbellino que se le tragara habíase calmado. La cara del mar recobró su azul sonrisa. Tornaron. Iban silenciosos. Las olitas, unas olas amigables, besos de bonanza, rompíanse como carcajadas en la proa. Bogaron fáciles, muelles. Alguien, tímido, murmuró:

    —Debíamos comer. Tengo hambre.

    Y los demás contestaron como a rastras:

    —Sí, sí...

    Partían enormes cachos de pan, y se repartieron la carne y el vino. ¡Habían trabajado con ganas, recontra, y el apetito era cruel! Engulleron. Cuando terminaron estaban contentos. Una voz musitó:

    —¡Maicende! ¡Pobriño! ¡Era un hombre!

   Nadie respondió. Los marineros picaron tabaco. Carmina, gemebunda, lloraba trémula, desgañitándose:

    —¡Roña de mujeres! ¡También es mucho cuento!

    Bogaron. Instantes después entraban en la ría. ¡Qué alegre! En las riberas íbase poniendo el sol y los pinos movían sus copas redondas como si saludaran. Una brisa dócil inflaba la vela hacia el pueblo. Cuando estuvieron cerca de la playa, se alzó un clamoreo de mil voces:

    —¿Traéis pesca?

    —Sí.

    —¿Mucha?

    —No hay queja, rapaces.

    Diez remadas, y la trainera encalló, hendiendo las arenas rubias. El pueblo acudió trémulo, ávido como una horda famélica. Las viejas lloraban de alegría. Sonó la gaita. Por fin, alguien, curioso, reparó:

    —¿Y Maicende?

    —Se ahogó el pobriño.

    Carmina quiso rezar una salve. Pero nadie oyó su plegaria.

    En la trainera, los peces azulinos, blancuzcos, se rebullían y brincaban, abriendo y cerrando sus agallas agónicas...

 

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