Manuel de Lope

Diario corrupto

La señora Castro prefirió terminar sus vacaciones en la costa. Así pues, el equipaje fue recogido en Logroño y enviado a la playa de Linces, ella se encargó de señalar la hora de partida y ésta es la razón por la que el pobre Félix Castro, su marido, se encuentra en el automóvil, contemplando el paisaje sin verlo realmente, mientras ella, con la cara estirada en un gesto severo que le es habitual, se absorbe en cálculos horarios. Cierra los ojos sumando las horas. A menos que esté durmiendo .

Desde Logroño a la playa de Linces hay tres horas y media de camino. Se puede imaginar al doctor Castro, con el espíritu completamente vacío, que deja pasar el tiempo sin apartar la mirada sea de la ventanilla, que le sirve un paisaje lleno de alicientes, sea de la nuca espesa del chófer, delante de él, que se desborda sobre el rígido cuello del uniforme. El doctor Castro es un monigote de trapo, cuidadosamente acicalado, con su chaqueta gris sujeta con alfileres, lo mismo que el pantalón blanco, la cabeza ligeramente ladeada e inmóvil, las manos sobre las rodillas y las piernas rígidas, mantenidas en esa posición por la osamenta interior. Si se le cambia de lugar no por eso altera su postura. Alguna idea puede cruzar fugazmente por su cabeza, pero supongamos que pronto el obediente ronroneo del motor le  adormece. Esa otra figurita que corresponde a su mujer, no más grande pero sí más ceñuda, no pronuncia una sola palabra durante todo el trayecto. Hay que decir que está colocada ahí, en el asiento trasero del automóvil, solamente para suministrar una compañía al doctor Castro y producir el contrapunto necesario, si es que puede imaginarse un trapunto en semejante pareja.

La señora de Félix Castro sería mucho más interesante vista en Logroño, donde los Castro pasan la mayor parte del año. Violeta, que ése es el humilde nombre que ella lleva con tanto orgullo, aparece siempre con los trapos bien puestos, y sin descuidar nunca un pañuelo de seda en torno al cuello, por coquetería y por la tos, paseando en los atardeceres bajo los soportales lluviosos de la ciudad. Un verano podrido. Queda la esperanza de que paradójicamente en la costa sea mejor. Violeta representa muy bien el papel de una mujer entre dos edades, desencantada y por ello severa, mirando hacia su pasada juventud con el mismo desengaño que a los terribles años que se acercan, el amenazador cortejo de las arrugas y las patas de gallo. Es interiormente coqueta, aunque no quiera parecerlo, por ser ello una condición imprescindible a la verdadera elegancia. Dentro del automóvil, con los ojos cerrados, su pañuelo se estremece con el aire de la ventanilla, lo cual le da un épico ademán de sirena deslavada en la proa de un barco. Dejémosla como es. Con un brillo mortecino en los ojos el doctor Castro mide el perfil de su esposa, y luego, con los párpados caídos, se sumerge en la contemplación de la nuca del chófer, una masa de carne tierna y excitante que vibra imperceptiblemente. Es un contraste con el cuerpo nudoso y estirado que está sentado a su lado y permite toda clase de ensoñaciones. ¿Por qué no acercar la mano y rozar esa nuca con la yema de los dedos? No es de esperar por parte del chófer una reacción airada, sino una embarazosa sorpresa. Si la mujer percibe la maniobra el estupor le cerrará la boca, a menos que pueda hacer una brusca observación y quién sabe qué sarcasmos, y ahí queda pues ese rodillo de carne inútilmente erótica que desborda sobre el cuello de la chaqueta. La mano izquierda del doctor, que inició el movimiento, se limita a calmar sus tendencias en el pomo niquelado de la ventanilla, y sin embargo, la carne temblorosa de aquel cuello de toro sigue agitándose descaradamente delante de sus ojos durante todo el viaje como el vientre de una mujer sensual.

El doctor y la señora de Castro llegaron a la casa de Linces a las siete de la tarde. Véase cómo descienden simultáneamente del automóvil, ella por la puerta que el chófer mantiene abierta, él por el lado opuesto, estirándose las mangas de la chaqueta, dirigiendo una pequeña orden antes de subir las escaleras, y el automóvil de delicado color crema se desliza sobre los adoquines mojados cuando el chófer rodea el jardín, se detiene frente a la gran verja y se dispone a estacionarlo con una sola maniobra, algo que el doctor Castro secretamente envidia, porque nunca lo supo hacer. Desde el balcón principal de la fachada se contempla toda la plaza rectangular, refrescada por los vapores de una tormenta de verano. El doctor Castro se detiene un momento antes de cruzar la estrecha banda de jardín que separa, por delante, el edificio de la calzada, levanta la mirada y ofrece maquinalmente el brazo a su mujer cuando ésta se aproxima, ambos son de la misma estatura, ambos caminan con el mismo paso corto, y como una ceremonia nupcial demasiadas veces repetida comienzan a subir los cuatro peldaños delante de la puerta principal. En realidad, la serie de movimientos realizados desde la llegada del automóvil hasta que se cierra la puerta de entrada haciendo resonar el enorme llamador de latón, corresponde a una escena que ya se inició el día de su boda. El interior de la casa es lujoso y algo solemne, oscuro y fresco, y también, por decirlo todo, evocador de catástrofes íntimas que a Castro le congelan el deseo, la memoria y hasta las ganas de merendar.

        Desde lo alto del balcón la plaza, en aquella hora, despliega el espectáculo de sus terrazas vacías, sobre cuyos veladores brilla aún el agua del chaparrón. Es un dibujo de círculos de mármol satinados. Probablemente los veraneantes matan su indolencia en el interior de los cafés, jugando al billar, o deambulan en pequeños grupos por aquellas calles que conducen al puerto en suave pendiente. Toda la plaza está bordeada por una hilera de árboles de Venus, un tipo de arbusto con talla de árbol y hojas tiernas con forma de corazón. En los bares de la localidad se sirven cupidos, pequeños pinchos que ensartan en un palillo de dientes dos pequeños corazones de pichón. No solamente la.plaza es un lugar agradable, centro apropiado de toda pequeña ciudad de veraneo, sino que la proximidad del puerto contribuye a darle, por las noches, una animación particular. La gente masca hojas del árbol de Venus y se atiborra de vino tinto con cupidos. Las callejuelas transversales se agitan con el hormigueo de transeúntes. Lejos de las elegantes farolas modernistas se encienden los cálidos neones de las tabernas, y el espeluznante rojo infernal de un cabaret delante del cual se detiene un grupo de marineros griegos desembarcados en Pasajes, y el doctor Castro puede pasar tanto más desapercibido, o así se lo figura él, cuanto que mantiene el mismo andar indolente, la misma curiosidad indecisa delante de las fotografías chincheteadas en la puerta que exhiben carnes y plumas de aves del paraíso. Sin embargo, reconoce perfectamente a la mujer que ha sido fotografiada en una pose banal, ni siquiera francamente obscena, apenas más provocadora que una publicidad de yogur rodada en el Caribe, para la cual, por otra parte, pudiera haber servido de modelo. Normalmente ella ejecuta un pasos de baile en un número de fábula oriental, con danza d vientre y ceremonia de los siete velos, cada cual más lascivo angustioso que el anterior, el doctor Castro conoce de memoria el espectáculo, e incluso el momento en que ella le dirige un guiño de connivencia especial, entre el cuarto y quinto velo, cuando ella descubre unos pechos suntuosos con oscuros y misteriosos pezones, antes de guiñar el ojo, entre los velos quinto y sexto, a un sujeto de callosas facciones que al parecer del doctor Castro es armador.

        Supongámoslo así. Dentro del mal gusto general encontramos un placer en el encanallamiento, ¿eh, doctor?, sobre todo cuando una vez concluido el número se tiene autorización para pasar detrás de esas ridículas bambalinas que representan el palacio de un califa. Una empinada escalera permite subir a los camerinos, dos sórdidas habitaciones junto a un torrencial retrete que Castro sólo recuerda con la puerta abierta, y a todo ello se añade el placer de golpear con los nudillos la miserable puerta donde con todo brillan dos estrellas de purpurina, y unos minutos más tarde contemplar de cerca esos pezones, y admirarIos sin demasiado entusiasmo, porque han perdido el encanto inaccesible que poseían en la sala y se asemejan a dos garbanzos tostados, aparte de que por las escaleras parece que resuenan los pasos del armador. El cuerpo sin gracia se desviste y se viste. El rostro maquillado conversa tontamente y se ríe a cada momento. La realidad supera escasamente las fotografías expuestas a la entrada del cabaret. Ella se limita a disimular mediante cremas adecuadas una carne demasiado blanca, que dentro de poco tiempo comenzará a formar rodillos de grasa, como la nuca del chófer, allí donde todavía se muestra sospechosamente lisa. Cualquiera diría que el doctor Castro es impotente y busca pretextos que justifiquen sus escasos deseos. Supongamos que no sube a los camerinos después del número oriental por no rebajarse a rivalizar con el armador. En medio de la animada asistencia que llena el cabaret prefiere adoptar un aire de indiferencia y pasar desapercibido, aunque exagera manteniendo ese rostro inalterable donde sólo se dibujan dos rayitas libidinosas en la comisura de los labios, mientras el sexo se eriza como si llevara un arma corta en el bolsillo del pantalón. Finalmente el doctor Castro se inhibe frente a ese cuerpo de cera para sultanes de cartón, frente a la postura ni siquiera obscena que atrae a los marineros a la puerta del cabaret, y lo más probable es que el doctor no se decida a entrar esa noche, cede el paso, y únicamente lanza una ojeada al interior en el momento en que se abre la puerta, se descorre la espesa cortina, y un antro tibio y rojizo de donde escapa la música se muestra a sus ojos. Por otra parte el doctor Castro puede encontrar elementos de comparación, una posibilidad poco comprometida de ver y admirar, con sólo continuar su paseo por la calle, observando los portales de dos o tres hoteles y las esquinas bien situadas. Esas muchachas poseen otro atractivo, el gesto familiar y dulce, el deseo aparente, ¿eh, doctor?

Hasta la caída del sol, y más tarde, cuando ya empieza a oscurecer, los niños corretean por la plaza. Se persiguen y se cruzan como bandos de pichones, a los que todavía no se ha extraído el corazón, y como pájaros emiten pequeños gritos confusos y sonoros. En ese momento diríase que las horas pasan con calma para el doctor Castro, a pesar de que la mirada se siente irremediablemente atraída hacia el lugar donde un grupo de niñas juega a la soga, la inocencia es un aliciente más, y por fuerza se produce ese vaivén de falditas de todos los colores, ligeras y temblorosas, también, como un pájaro atrapado en la mano que se estremece al acariciado y transmite las palpitaciones aterradas de su corazón. La mirada se detiene en una o en otra de las chiquillas, es indiferente, cualquiera de ellas pudiera ser objeto fácil de ceñir o de sujetar. Una se separa del grupo.

¡Anita! le llama su amiga, y Castro abandona el balcón para entrar en casa.

¡Ana!, grita su mujer. En el gran comedor oscuro Castro encuentra a la verdadera Anita que en ese momento se ocupa de preparar la mesa para la cena. Es una muchacha corta de luces, apenas una adolescente, a quien la señora Castro proporciona ese trabajo y otras menudas ocupaciones. El doctor Castro la observa tímidamente unos instantes, antes de atreverse a decirle, llame usted a la señora.

En el salón que sirve de comedor la mesa se halla instalada en el ángulo opuesto al balcón, por una satánica tendencia de la señora Castro a huir de la luz. El doctor ocupa uno de los extremos de la mesa, frente a la puerta, desde donde puede observar las entradas y salidas de la muchacha. En realidad quien entra es su mujer. Ella se sienta en el otro extremo. Naturalmente se ha cambiado de vestido para la cena. Igual que en el momento de la llegada a la casa ambos observan el comportamiento de dos comensales habituales, dentro de una representación en la cual el telón se levanta, el doctor Castro sonríe torpemente y su mujer, sin decir una sola palabra, hace sonar la campanilla y por el foro entra Anita con una bandeja. Tiene el cabello castaño, el doctor lo sabe, aunque con la escasa luz parezca moreno, aparte de la cofia que lo oculta recogiéndolo por delante para derramarlo en una especie de cola. El delantal almidonado no llega a disimular dos pechitos de adolescente tímida que se inclina sobre el plato para servirle. Rodeando la mesa se dirige hacia la señora, y allí la lámpara ilumina la mitad de su cara, suave, los dos ojos inquietos y casi líquidos que se agitan sabiéndose observada, hasta su salida, donde se aprecia su silueta aún infantil desapareciendo por el pasillo. Ya nos conocemos, doctor. El muñeco que representa al doctor es una figura tripuda y redonda como un pote de tabaco, con una faja de raso negro que le ciñe la barriga, por encima se levantan cinco botones nacarados hasta la corbata de pajarita, en esa obligada etiqueta que la señora Castro ha visto en las películas coloniales y que exige para las cenas más íntimas que desde luego, y por esa razón dejan de serlo. Entre ellos apenas cambian unas frases que se ven interrumpidas cada vez que entra la muchacha. Ya vuelve. Sobre la tarima se alarga la sombra deseada que proyecta la lámpara moldeando su cuerpo, no ya de adolescente, sino por un misterio de la luz, una silueta de mujer. Esa silueta se acerca al doctor y le turba.

Ya. El problema consiste en no descubrir la turbación y manejar adecuadamente el cubierto de pescado como si nada pasara, mientras el rostro inexpresivo de la señora Castro distiende sus arrugas y, alargando la mano, toma el pan de la cestilla que la muchacha le acerca. Anita acerca igualmente la cestilla al doctor, todo ello dentro del ritual acostumbrado de la cena. Cuando la muchacha sale su cuerpo queda enmarcado un instante en la penumbra de la puerta, y se borra bruscamente por una frase banal de la señora comentando el tiempo que hace, aquí en la costa. Todo es tan aburrido y falto de interés que el doctor termina por bostezar y levanta una mirada llena de excusas. Al poco rato podríamos colocarlo en una de las butacas tomando una infusión con una copita de licor al alcance de la mano, es muy probable que él mismo no haga ningún gesto para moverse, y así, el resto de la velada transcurre apacible en el mismo salón. Un mínimo impulso vital le empujaría a encontrar un pretexto cualquiera para salir a dar un paseo, estirar las piernas pongamos por caso, y echar un ojo a lo que ya hemos contado anteriormente, las tentadoras fotografías del cabaret, las muchachas que se pasean delante de los hoteles con la sonrisa procaz, y con quienes sólo faltaría acercarse discretamente y quedar acordados. Pero al doctor Castro le faltan las palabras. ¿Qué palabras? No tienes nada que decir, seguir a la muchacha adonde te lleve, que no será lejos, y allí puedes desabrochar su camiseta y ver todo lo que ella apenas te oculta. El muñeco que representa al doctor permanece indeciso. Estúpidamente indeciso. Es tan irritante que el autor siente deseos de darle un manotazo y precipitarle en brazos de alguien, que lo abra, que lo rasgue. Su inmovilidad sólo se altera para responder con un movimiento de cabeza a su mujer que da las buenas noches y se retira a su alcoba. Luego cae otra vez en la inmovilidad.

Quizás hubiera sido mejor empezar el juego con Violeta, la señora de Castro, que a pesar de las apariencias seguramente está llena de posibilidades. ¿No observa también ella la nuca del chófer? Este individuo, algo obeso, puede ser transformado adecuadamente, alzarle la estatura, acomodarle los gestos y tornearle la mirada. Escogeríamos a Violeta paseándose en automóvil, ella sola, por esas callejuelas por las que el vehículo casi no puede pasar, junto a lóbregos portales que sin duda algo deben sugerir y no precisamente obras de caridad. y por otra parte nada más fácil que acostar a la señora en su alcoba y mantenerla allí despierta con los ojos abiertos en la oscuridad, esperando los tres golpecitos en clave antes de que el chófer se deslice en el dormitorio entreabriendo la puerta, mitigando en la noche sus jadeos.

        ¿Eh, doctor? Finalmente nos hemos quedado solos en el salón. Entonces, ¿a qué esperamos? Con un pequeño sobresalto de energía puede uno acercarse hasta el corredor y, procurando no hacer ruido, bajar las escaleras, porque la habitación de Anita se encuentra en la planta baja, justamente al lado de la puerta de servicio. Por el agujero de la cerradura se ve prácticamente todo el cuarto, y más precisamente el armario de luna frente al cual se desnuda la muchacha. Eso mismo ya lo hemos pensado muchas veces. Probablemente ella se cierra por dentro, aunque nunca lo haya osado comprobar. No. Prefiere la retirada. En un último impulso, antes de iniciar el regreso, y subir la escalera, vuelve la vista atrás, hacia la puerta cancelada de la que ya ha desaparecido el minúsculo pincel de luz. La lámpara del salón, en el primer piso, ha quedado encendida. Se escucha un rumor apagado en la alcoba donde duerme Violeta. El doctor pasa de largo y se encierra en su propia alcoba. Al cabo de un rato se encuentra en la cama, y allí es de nuevo la quietud abúlica, los ensueños fálicos, las figuraciones nocturnas a las que falta siempre un pequeño matiz de realidad para que se lleven a cabo. Decididamente este hombre no sirve para nada.

 

(Del libro Los amigos de Toti Tang,)

 

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