Manuel Bueno

El rival

    Al volver a su casa, tras una ausencia de varios años, el reingreso en el ambiento familiar se le hizo a Valentín Sedeño un tanto cuesta arriba. Disipada la emoción que experimentó en los primeros momentos al verse entre los seres queridos, empezó a advertir el muchacho que su hogar no le retenía con los amorosos atractivos que le hacían feliz en la adolescencia. «¿Por qué no estoy yo aquí tan a gusto como antes?», solía preguntarse con la vaga aprensión de que su malestar dependiese de un enfriamiento del entusiasmo filial. «¿Será que me aburre mi familia?» Lentamente, sin embargo, se fue dando cuenta de que su íntimo descontento obedecía a causas reales, de las cuales no era del todo responsable él. Cierto que su espíritu, al espaciarse bajo otros cielos y en otros climas, había variado; pero no era menos verdad que las personas y las cosas que lo rodeaban no eran para él las mismas que en otro tiempo. Lo de menos era que sus padres hubiesen envejecido, puesto que la decadencia orgánica con todos los achaques que la hacen lastimosa responde a una ley fatal que nos comprende a todos. Ver menos risueña y más encanecida a su madre y encontrar en su padre un aire más austero y un empaque menos arrogante no podía sorprenderle, porque el tiempo es tan avaro, que para dar alegría a unos seres necesita robársela a otros. Con esas mudanzas físicas que trae consigo la decrepitud había contado ya Valentín. Tampoco había extrañado el ver a sus hermanas un poco despegadas del tronco familiar. Casada la una, y en vísperas de contraer nupcias la otra, era natural que sus corazones imantados por otros amores se polarizasen hacia fuera. Es el instinto de reproducción qué antes de afirmarse con toda su pujanza se declara insidiosamente en rebeldía, llevándonos a traicionar en cierto modo a nuestros cariños más sagrados A beneficio de las nacientes simpatías que nos atraen de otras partas. Valentín, que era inteligente, aceptaba todo eso sin protesta, con todo lo que siendo imposición de la Naturaleza lo parecía inexorable. Pero ocurría en su casa algo más, que él no acababa de comprender, que sin hacerlo presentir nada de índole dramática encendía en su monte la sospecha de que mientras el hijo anduvo por esos mundos cultivando el entendimiento se había roto la asonancia sentimental que hizo posible el dúo amoroso de sus padres en un transcurso de muchos años. «¿Qué pasa aquí?», solía preguntarse a solas, sin dejar traslucir su preocupación ni ante sus hermanas, «¿A qué se deben la melancolía de mi madre y la indiferencia de mi padre cuando se encuentran en casa? Ellos, que tanto se querían, ¿por qué se esquivan ahora? ¿De quién es la culpa?» Aunque tardía en la reacción emocional, la conciencia de Valentín distaba mucho de la insensibilidad. Hay hombres que para sentir el dolor necesitan someterlo primeramente a una operación intelectual. Si se detiene en el umbral de sus sentidos, por grande que sea, no les conmueve. Es menester que la meditación lo transforme y lo espiritualice para que el dolor ajeno les arranque el homenaje de la compasión. Y Valentín era de esa casta de hombres que pasa vulgarmente como insensible, porque no menudea en el trato social el cobro de la piedad en monedas de diez céntimos o en palabras y gestos convencionales. En presencia de aquellos dos ancianos desavenidos por resentimientos que él ignoraba, no vio dos seres cualesquiera, sino a su padre y a su madre, lo pareja indisoluble que juntó un gran cariño para construir un hogar, que se separaba tácitamente, acaso con rencor, en el periodo de la existencia en que más identificados debían estar cuando la deserción de los vástagos hace más penosa la soledad en que se quedan sus progenitores.    Observando con atención a su madre vio en su mirada esa serena tristeza del que ha dejado de creer en la ventura de este mundo, y en el continente de su padre eso tedio del que está por deber en un sitio mientras su pensamiento le llama a otra parte.

    Lo más derecho para esclarecer la verdad sobre aquella extraña situación habría sido el preguntárselo a sus hermanas; pero Valentín repugnó el tomar aquel camino que acaso lo obligaría a sostener delicadas y enojosas conversaciones con el marido de la mayor y el novio de la menor, los dos amigos y camaradas suyos de colegio. En cuanto a interrogar a su madre sobre el motivo de su tristeza, le pareció sencillamente monstruoso. A todo tenía el derecho menos a fiscalizaren la conciencia de aquella mujer a la que él veneraba como una santa. Quedábale franca otra vía de investigación, de posibles resultados: la servidumbre, que se apresuró a desechar con una mueca de asco. ¿Y sonsacar hábilmente a su padre? Con recordar el carácter adusto y retraído del magistrado advirtió en seguida lo difícil de aquel sistema. Don Antonio, que en la carrera judicial gozaba merecida nombradía de recto y de severo, pertenecía, como padre, a ese linaje moral de hombres que hacen de la autoridad paternal la piedra angular de la familia. Durante muchos años su mujer tuvo un absoluto ascendiente sobre él, y el gobierno de doña Blanca dentro de la casa era de una afectuosa tiranía, pero tiranía, al fin, que todos acataban sin chistar, hasta que de pronto, y sin que nadie supiera el porqué, el magistrado, que parecía, por su edad menos maduro para la rebeldía que para la sumisión, empezó a dar tales muestras de independencia que la dama se alarmó. ¿A qué se debía aquella alteración en el modo de ser de don Antonio? No fue para doña Blanca empresa de poco momento el averiguarlo, porque el probo magistrado se daba tal maña para disimular sus trapisondas amorosas, que costó mucho tiempo y no poco dinero el dar con las huellas delatoras. Como el Casino de Madrid tiene dos puertas, don Antonio, amigo de simplificar las situaciones, había encontrado una cierta comodidad en tener aposentada con holgura en la calle de la Aduana a cierta mozuela rubia de buenas carnes, que, no obstante su aire candoroso, sabía de sobra dónde le aprieta el zapato a los hombros y lo que es preciso hacer para que no lo sientan. Pilarcita, que era encantadora, había rodado como modelo por todos los talleres de nuestros pintores jóvenes hasta venir a parar, como pelotari, en un frontón de señoritas, que fue donde la conoció el íntegro don Antonio, asiduo aficionado al deporte vasco, sobre todo en su variedad femenina.

    Al enterarse doña Blanca de aquellos insólitos devaneos de su marido, estuvo a pique de afrontarlo con un escándalo; pero la consideración de que había que salvar ante todo la dignidad de la familia la hizo reprimirse. Ahora que como el golpe había sido rudo y la desilusión honda, la pobre señora enfermó del hígado, desorden visceral de no fácil remedio A su edad, que la proporcionaba frecuentes accesos de ictericia, seguidos de una dilatada postración moral. Calló, pues, su humillación, resignándose a sufrirla en silencio, pero resuelta a no perdonar jamás a su marido, ni aun por la exhortación del confesor, aquéllas seniles porquerías.

* * *

    Mediante una buena dosis de sagacidad y alguna paciencia logró Valentín dar con la causa de las acerbos pesares de su madre, pues Madrid no es tan grande que oculte indefinidamente ciertos historias en el misterio. Como el magistrado, para excusar su ausencia a los horas de comer, cosa que ocurría a menudo, pretextaba convites de prohombres políticos muy conocidos, lo primero que pudo poner en claro Valentín fue que las tales invitaciones a que fingía acceder su padre eran otras tantas falsedades. Cierto día lo aguardó a la salida del Tribunal Supremo, y siguiéndole de lejos con disimulo vio que entraba en el Casino de Madrid. Se coló sobre sus pasos en aquel Círculo y, llamando a un criado, le puso un duro entre las manos, diciéndole en voz baja:

    —Hágame usted el favor de mirar si entra en el comedor don Antonio Sedeño, y si está avíseme usted.

    —¿Quién le digo que pregunta por él?

    —No le diga usted nada. Limítese usted a enterarse de si está o no, y venga con el recado...

    —Advierto al señor que don Antonio Sedeño no almuerza aquí nunca. Viene todos los días a estas horas, da un vistazo a los periódicos y se marcha... De modo que si el señor quiere verlo, lo mejor es que espere en la sala de visitas que da a la calle de la Aduana, porque nunca sale por la de Alcalá...

    ¿Puso el criado malicia en aquellos minuciosos esclarecimientos? Difícil es decirlo. Indiferente a aquel punto, Valentín se limitó a atravesar el pasillo que conduce a la calle de la Aduana y se apostó en la salita de espera, cuidando de dejar entreabierta la puerta de modo que le fuese fácil ver desde dentro sin ser visto; y en efecto: a los pocos minutos la erguida silueta de su padre le dio rápidamente en los ojos. ¿Se resolvería a seguirlo? La tentación, por lo arriesgada, no se tradujo en acto, pues no era cosa de salir del Casino pisando, como vulgarmente se dice, los talones de su padre, Espero unos minutos, se detuvo en el angosto portal y desde allí echó la mirada a uno y otro lado de la calle, sin que aquel cauteloso fisgoneo tuviera el éxito que Valentín se prometía. Don Antonio había desaparecido de toda la extensión visual. ¿Dónde había entrado? Por simples conjeturas supuso que no debía estar lejos. Ya se iba a marchar aplazando la pesquisa, cuando advirtió que un criado salía del Casino con un servicio de comida portátil, de los que todos los Círculos suministran a domicilio. El mozo cruzó la calle con la mayor naturalidad y se filtró en el zaguán de la casa de enfrente con su impedimenta colgada de la diestra mano. ¿Por qué atrajo su atención aquel hecho, que bien mirado nada tenia de particular? El instinto policiaco latente en todos nosotros encendió en su mente la luz de la sospecha, una luz débil y trémula al principio, que poco a poco se fue haciendo más viva y persistente. «¿Tendrá mi padre algún lío por aquí?», se preguntó con cierta ansiedad expectante. «¿Estará el escondrijo de sus malandanzas en esta calle?» Mientras se formulaba, sin palabras, aquellas interrogaciones, vio asomarse al criado en el portal de enfrente y le hizo una seña con la mano. El mozo se acercó prestamente.

    —Dígame. ¿Vive ahí algún socio? Lo digo porque le he visto a usted llevar dos almuerzos a domicilio.

    —No, señor. Eran para la señorita Pilar, por encargo de un señor socio...

    Y el criado se retiró sin decir una palabra más, no sin haberse metido en el bolsillo la propina que acababa de darle Valentín. Por su parte, éste no creyó oportuno el llevar más adelante sus indagaciones con la complicidad del criado, pues ya se ha dicho que repugnaba el poner ciertos asuntos íntimos a merced de gentes de escalera abajo. «¿Qué debo hacer?», pensó ya a solas.   Aunque la idea de proseguir el espionaje lo rebajaba moralmente a sus ojos, el recuerdo de su madre reducía a nada en seguida sus escrúpulos. Sin hacerse la ilusión de reparar la felicidad de su casa, ya irreparablemente comprometida por las ligerezas de su padre, se había propuesto, sin embargo, acabar con una situación bochornosa, que, conocida o ignorada de los extraños, humillaba por igual a todos los miembros de la familia, y no era cosa de renunciar al éxito por menudos despiques de la dignidad. Levantándose a otro orden de consideraciones, si la silenciosa pena de su madre era para él una tortura intolerable, el extemporáneo donjuanismo de su padre le parecía ridículo. «¡Qué sentimiento puedo despertar en una mujer bonita, joven y probablemente algo manoseada, un hombre de la edad de mi padre, que no es guapo, ni elegante, ni simpático, si por simpatía se entiende ese encanto que fluye de la palabra humana, como un eco de la pasión recóndita!», se preguntaba con un dejo de lástima rencorosa. Valentín, pensando en el autor de sus días y en su coima. «Esto es lo de siempre: el clandestineo de la lujuria con la avaricia, con daño de una santa mujer que es mi madre y con oprobio de un pobre viejo alucinado que es mi padre. Y esto debe acabarse y se acabará pronto, cueste lo que cueste. ¿Cómo? Allá veremos.»

    Por de pronto Valentín se fue a almorzar a su casa, con el proyecto de proseguir después sus indagaciones para planear su campaña a sabiendas de los medios que debía poner en práctica.

Aquel día se sentaban a la mesa su hermana y su cuñado, y tal presencia, dando variedad a la conversación, le facilitó modos hábiles de disimular lo que le preocupaba. A ratos, a pesar de estar muy sobre sí, el pensamiento se le iba a otra parte, y aquellas distracciones dieron lugar a que su madre se lo quedase mirando con fijeza dos o tres veces. Servido al café, y levantados los manteles, se encerró en su cuarto a pretexto de que tenía varias cartas de amigos pendientes de contestación, y una hora más tarde se marchó, casi furtivamente, sin despedirse de nadie. El itinerario de sus pesquisas estaba ya hecho. Iría primero al frontón de señoritas, y luego, sí fuese preciso, procuraría atraer con maña a la portera ganándose previamente su voluntad con dinero. La segunda parte del proyecto quedó en suspenso, porque una vez instalado en el frontón la casualidad vino a su encuentro, revelándole con precisión brutal todo lo que él ignoraba. Apenas se había sentarlo en una silla de cancha alzó la mirarla hacia los palcos y en uno de ellos vio a su padre acompañando a una mozuela de unos veinte años y a una mujer de más edad con atavíos externos de señora. Por dueño de sí que fuese, la escena le turbó profundamente, pues no esperaba tropezar allí con el autor de sus días, exhibiéndose descaradamente con personas de tan poco fuste. Era más de lo que necesitaba para concertar su plan y llevarlo adelante. Dejó su asiento cuidando de substraerse a toda ajena curiosidad, y con grandes precauciones plantóse deprisa en la calle. El rubor le quemaba el rostro.

* * *

    Habían transcurrido unas semanas desde que se enteró Valentín de los libertinajes de su padre, sin que el magistrado advirtiera ninguna novedad en sus intimidades con Pilar, cuando un día, apenas había puesto los pies en la sala del Supremo en que actuaba, ya revestido de la toga, recibió una carta con el sello del interior. La abrió con la mayor naturalidad creyendo que se trataría de una recomendación, y su lectura lo dejó estupefacto.

    «Si quieres ver a Pilarcita en buena compañía, vete esta noche a los Gabrieles entre una y dos de la madrugada. Vas a encontrarte substituido con ventaja.—Un amigo.»

    La fe en amor es tan necesaria como en religión. Sin ella el alma vacila y se tortura. Y don Antonio, aunque parezca absurdo, tenía, fe en Pilar. ¿Cómo puede el hombre caer en tales extremos de candor? Toda su experiencia viva y toda su cultura, lo que había visto en sociedad y lo que había aprendido en los libros, coincidían en la conclusión desoladora de que el amor y la vejez son enemigos irreconciliables desde el origen del mundo, y, sin embargo, aquel hombre al que la profesión obligaba a conocer, comprender y perdonar las claudicaciones de la carne y los eclipses de la conciencia de los seres, se resistía a admitir un rival victorioso en el corazón de una mujer que podía, por su corta edad, ser su hija. «¡Bah! —pensó doblando la carta y metiéndosela en uno de los bolsillos de la toga—. Esto que me dicen aquí es una infamia y una patraña.» Libre de toda preocupación por el momento subió a estrados y se dispuso a escuchar, con la atención de costumbre, a las partes litigantes. Pasado un rato y concluida la vista, que versaba sobre un intrincado asunto de intereses, se fue a despojar de la toga, y al pasar frente a un espejo detúvose un instante como si el cristal hubiese reflejado una imagen que lo era desconocida. «La verdad es —pensó para sí— que con esta pinta no está uno para inspirar pasiones.» Sin embargo, no se daba a partido. Hay hombres cuya credulidad en amor no vacila nunca. El engaño de hoy no les preserva del desencanto de mañana. Creen no solamente en la mujer que aman, sino que su fe se extiende a todo el sexo femenino. Ese candor inalterable que sale ileso de las más atroces experiencias sentimentales es para ellos como una armadura que les defiende contra los ataques del escepticismo. En esos hombres el amor a cualquier edad alcanza la temperatura asfixiante de la superstición. Y al ver acusada a la mujer que aman se enternecen aún más recordándola y la quieren con más acendrado frenesí. En su mente ofuscada la realidad se deforma de tal suerte, que no ven de ella sino aparencial lo que es casi siempre resultado del fingimiento. «¡Pobrecita mía!», pensó don Antonio acordándose con emoción de Pilar. Y el propósito de desagraviarla de aquella infamia con un regalo, adquirió en su voluntad el templo de las resoluciones heroicas.

    Y salió, ya tranquilo, a la calle, enderezando los pasos hacia el «Todo de ocasión», en cuyos escaparates presumía encontrar algo interesante que ofrecer a Pilar. De camino, el texto del anónimo reaparecía, sin embargo, en su memoria, y sin alterar su confianza en la muchacha, sugeríale insidiosamente la tentación de probarla. «¿Qué pierdo con ir al lugar en que me emplazan? Al fin se trata de un restorán frecuentado por gente divertida en el que no puede acecharme ningún peligro para mi honorabilidad. Puedo ir con cierta cautela, ya que la cita es a hora un tanto descompasada y enterarme con maña de lo que haya de verdad en el anónimo. Pero, ¿es que puede haber algo de verdad en esas líneas?», se preguntó con un asomo de angustia. «Esa criatura que se recoge temprano porque no gusta de trasnochar, que trabaja en sus labores porque prefiere esa distracción a exhibirse en los teatros, ¿sería capaz de estar haciendo una farsa?» Por un momento don Antonio sintió que su fe se cuarteaba. Viejas historias y semiolvidados textos literarios sobre la perfidia de Eva se destacaron con precisión en su memoria persuadiéndolo de que en amor ni la juventud ni la vejez ni nada inmuniza al hombre contra la hipocresía, la duplicidad y la astucia de la mujer. Al fin, por substraerse a aquella obsesión que le atormentaba, díjose interiormente: «¡Qué diablo! Iré a la cita, y mañana, ya más tranquilo, le compraré la sortija de esmeraldas y brillantes que he visto en el «Todo de ocasión»...»

    Lentamente, en el inacabable desfile de las horas que le separaban de la noche, la duda iba corrompiendo su optimismo, a la manera de esos venenos que, puestos en contacto con la sangre, no obran sino muy despacio, como si a antes de invadir un territorio del cuerpo quisieran estar seguros de haber destruido irreparablemente la zona en que se inició el contagio. Su espíritu ya no oscilaba entre la fe y el desengaño como antes. No admitía sino lo peor: la falsía y la perversidad. Mientras pasaba el tiempo, su mente se entretenía barajar planes de venganza, y unas veces adoptaba el propósito de afrentaría públicamente en presencia de su rival y otras parecía decidirse por una retirada digna y altiva.

    La idea del drama —la verdad sea dicha— no alumbró su horizonte mental ni un instante. Él hubiera querido humillarla, hacerla sentir su desprecio, arrancarla un torrente de lágrimas, verla de rodillas arrastrarse a sus pies implorando perdón, pero sin imponerla el menor castigo físico que la hiciera daño. Eso no. Por ese sistema brutal de represalias no pasaba don Antonio.

    En aquella ansiedad que lo hacía, por el momento, insensible a cuanto le rodeaba, se le fueron las horas. Entró en el Casino, subió a la biblioteca e hizo por leer y la atención se le desparramaba en el espacio. Bajó a la sala de recreos, haciendo lo posible por distraerse, viendo las partidas de ruleta y no consiguió librarse de la penosa obsesión. Se asomó a su tertulia habitual de amigos, y su semblante taciturno dio lugar a que le preguntasen si estaba enfermo o le dolía algo. Al fin cenó solo y apartado de la gente conocida que pudiera solicitar su conversación, y como la clausura dentro del Círculo acentuaba su malestar, se marchó a la calle sin rumbo fijo. ¿Adónde iría? Miró el reloj y no eran más que las diez de la noche. ¿Dónde pasaría las tres o cuatro lloras de inquietud que le separaban de aquella escena ya entrevista por él como una pesadilla lúcida? Como la noche estaba fría y no convidaba a pasear a la intemperie, se subió en un coche y dio al cochero la dirección de un teatro, donde lo esperaba la más pérfida de los variedades del aburrimiento: la que nos impone el escritor después de haber premeditado largos meses sobre las cuartillas la posibilidad de recrearnos con los frutos de su ingenio. Allí se estuvo durante tres horas mortales codeándose con la muchedumbre en el patio de butacas, inatento a lo que sucedía en el escenario, con el pensamiento cautivo de otras personas y de otras cosas. El temor a que en la calle le pareciese el tiempo más largo le retuvo en el teatro hasta que cayó el telón. ¿Que había visto? ¿Que había oído? No recordaba nada...

    ...Momentos después don Antonio, recatado en la esquina de la Visitación y en sitio estratégico para ver sin ser visto, asistió a una escena que le conmovió profundamente. De un coche se apeó una pareja con el mayor desenfado, deteniéndose en el umbral de los «Gabrieles»; ella era Pilar, la misma, y él un muchacho de treinta años, apuesto, de buena traza y de rostro risueño y un poco insolente.   Don Antonio clavó en él sus ojos con angustia. ¿Acertó a reconocer a su hijo en aquel doncel? Tal vez no, porque su mirada se nubló, le flaquearon las piernas y perdió el sentido, desplomándose sobre las piedras de la calle. Repuesto a las pocas horas del accidente, contrajo, sin embargo, una tan intensa pasión de ánimo, que se retraía de todo trato humano, aun de los seres más queridos, hasta que, muerta doña Blanca, derivó el magistrado hacia el misticismo, definitivo asilo de su burlado amor.

 

 

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