María Jaén

Vudú

 

        _Toma, llévate un poco de pastel y así merendáis _le dijo su abuela, asomando la cabeza desde la cocina, cuando estaba ya a punto de salir. Era un trozo de pastel de limón. Ella misma la había ayudado a hacerlo. Zumo y raspadura de limón, yogures, harina, yema de huevo, aceite de oliva, levadura y azúcar.

       _Gracias abuela.

       _Aprovecha el tiempo y no vengas tarde, tu padre llegará a las siete y querrá que estés en casa.

   _Vale, mamá _respondió, aunque, de hecho, le importaba poco lo que su padre quisiera. Estaba tan acostumbrada a verlo entrar y salir que muchas veces hasta jugaba a pensar que no tenía padre. Nunca lo echaba de menos.

   En el ascensor, camino del sexto piso, se puso la libreta y el libro entre las piernas y se despeinó. Le gustaba dejar que el pelo le cayera sobre los ojos, sentirlo en el rostro. Sus trece años recién cumplidos odiaban la trenza con la que su madre intentaba atarla cada día. Se quitó la ortodoncia y se la guardó en el bolsillo, envuelta en un pañuelo. Con las manos abiertas se acarició los pechos, frotándolos con fuerza, hasta sentir que los pezones, erectos, duros, se le clavaban en la ropa. Él se fijaría. Le hablaría del ecosistema, de la diferencia entre simbióticos, parásitos y saprófitos y le miraría el jersey. Pensó en los pezones de su prima: parecían ojos. Ojos medio cerrados, a punto de abrirse, que la miraban. Días atrás, tuvo en la mano un ojo de buey. Su madre se lo trajo del mercado y lo tuvo todo un fin de semana escondido en la nevera. El lunes por la mañana, la profesora le pidió que compartiera aquel tesoro con el resto de la clase. Se lo puso en la palma de la mano _era una cosa blanda y húmeda, viscosa_ y lo paseó por entre las mesas. No quiso creer que el ojo de un buey fuera el más parecido al de un humano; pensó que si se conformaban con el de un buey era por la dificultad que suponía arrancarle el ojo a un chimpancé.

   El ascensor se detuvo. Al día siguiente, examen y clase práctica. La vivisección de la rana.

   _¿Has estudiado mucho? _él abrió la puerta, rnirándola con aquella sonrisa inmensa y azul. Porque él no sonreía con la boca sino con los ojos y ella le amaba. Por la noche, si aún la recordaba y su padre no le apagaba la luz, escribiría aquella frase en su diario:«Porque él no sonríe con la boca sino con los ojos. y yo le amo».

   _¿Le damos un poco a Tonka? _dijo, mientras abría el papel de aluminio.

   Tonka era un hámster hembra, un hámster dorado proveniente de Turquía, que sabía apreciar los dulces que su abuela hacía los domingos. La sacó de la jaula.

   _Dame un besito, hoy es mi cumpleaños _le dijo a la rata, llevándosela a los labios .

    _Felicidades ... Podías habérmelo dicho antes, me hubiera gustado hacerte un regalo.

       _Dame un beso tú también.

   Sin decir nada, él se acercó para besarla en las mejillas. Dos besos discretos.

   _Pensaba que los chicos besaban a las chicas de otra manera.

      _¿Qué quieres decir?

      _En la boca ¿no?

       _¿Y tú cómo lo sabes?

       _Me lo explicó mi prima. ¿Lo probamos? _no dejó que él decidiera, lo besó con los ojos abiertos, de puntillas, y con el hámster en las manos.

       _Lo has hecho muy bien.

       _Me enseñó mi prima, es francesa.

   Y él, desconcertado, le quitó el animal de las manos «vamos, ya has comido bastante», le decía, y lo devolvió a la jaula.

     _Esta es la raya de la vida, esta la del éxito y esta la del amor. Esto de aquí es el monte de Venus y depende de cómo lo tengas de alto, así será de intensa tu vida sexual.

     _¿Y por qué se llama así?

     _Porque Venus es la Diosa del Amor.

     _¿Y entonces, ¿qué dices que pasa?

     _Que si esta montañita es muy alta, así, como la tuya, significa que tendrás una vida sexual muy intensa.

     _¿Apasionada?

     _Sí, apasionada. Mira, ¿ves la mía? Plana.

     _¿Y estas rayas, también puedes leerlas?, ¿qué dicen?

 _Que una de las partes de tu cuerpo que te dará más placer es la boca.

     _¿Y eso qué significa?

     _Que te gusta mucho besar.

     _Sí, eso es verdad.

     _Claro que es verdad. Te estoy leyendo la mano. No es ningún juego. La profesora entró.

      _Mierda.

      _Después seguimos.

  Su amiga Marina tenía dos años más que ella y repetía octavo. Se sentaban juntas, compartían un pupitre de madera vieja y oscura, tatuado con nombres y fechas. Marina era la nueva del curso, pero se habían hecho amigas muy pronto. Era gallega y podía adivinar el futuro. Decía que había heredado los poderes de su bisabuela, que aún vivía y que estaba a punto de cumplir cien años.

      _Ven. Me ayudarás _dijo la profesora.

      _¿Yo?

      _Sí, tú.

  _¿No puede salir otra? Yo ya hice lo del ojo de buey.

      _Te lo estoy pidiendo a ti.

  No era una rana, como estaba previsto, sino un hámster. Macho. Antes de dormirlo, la profesora lo paseó por el aula. Con la mano derecha lo sostenía por la nuca y con la otra le presionaba ligeramente el vientre, de manera que los testículos, escondidos en la cavidad corporal, bajaron al escroto y todos pudieron ver los órganos reproductores del animal. Después le ordenó que lo sostuviera mientras ella se ponía los guantes.

      Habían cambiado la distribución de los pupitres.

     Formaban ahora un semicírculo alrededor de la mesa de la profesora, situada justo en el centro de la clase. Así, todos podrían seguir la explicación en primera fila y después, en grupos de cuatro o cinco, se irían acercando para verle el corazón. Esa era la finalidad del experimento. Quien no quisiera verlo, podía no mirar, ella, sin embargo, como asistente del cirujano, tendría que verlo por fuerza.

  Si era cierto que aquello ya lo habían hecho los griegos y también otros señores que habían vivido antes de los griegos, no entendía por qué tenían ellos que repetirlo. Le parecía un crimen monstruoso y cruel. No había necesidad alguna de verle las tripas y el corazón a un pobre hámster para entender el funcionamiento de los propios. Sentía perfectamente los latidos de su corazón y sabía perfectamente cómo se le retorcían a veces las tripas.

   En la mesa había una bandeja de aluminio, grande y honda, y otra más pequeña que contenía los instrumentos: un escalpelo, un cuchillo recargable con hojas de diversos grosores, unas pinzas pequeñas, otras más grandes y tres tijeras de distinta medida. Las más pequeñas, como las de hacer la manicura; las más grandes, como las de podar. «Seguro _pensó_que nada de todo esto hace falta».

   El algodón empapado de cloroformo sirvió para dormir a la rata; no pasó ni un minuto y ya parecía muerta. La profesora la dejó en la bandeja grande, boca arriba. Con los dedos le fue alisando los pelos del abdomen, separándolos, a uno y otro lado del vientre. Y ella vio, dibujada en la barriga del animal, una línea recta casi perfecta. Con el escalpelo hizo una pequeña incisión y recorrió la línea, desde la barbilla hasta donde antes había presionado con el dedo para hacer que los testículos bajaran. Después cogió el cuchillo y lo hundió con fuerza, recorriendo la línea que antes solo había dibujado. Salió sangre. Con las pinzas mantuvo abierto al animal. El corazón era muy pequeño. Se movía.

       _Coge las pinzas.

   Ella obedeció: Sujetó las pinzas, pero, al mismo tiempo, volvió la cabeza hacia el ventanal. Los cristales estaban muy sucios. Hacía sol. Cerró los ojos, molesta por la luz, pero siguió viendo todavía las ventanas sucias y el sol, ahora hecho pedazos, en el interior de sus párpados. Mareada, soltó las pinzas y las dejó caer sobre la mesa, balanceándose también ella al mismo tiempo.

       _¿Qué haces? ¿Estás tonta o qué?

       _¿Puedo salir un momento? Me encuentro mal.

       _Marina, acompáñala al servicio. A ver, el primer grupo, ya os podéis acercar.

   No dejó que su amiga entrar con ella en el baño, la hizo esperar en el pasillo. No la necesitaba. Su debilidad no quiso testigos. No vomitó, que era lo que, en la clase, había tenido ganas de hacer. Se refrescó un poco y salió.

       _¿Te encuentras mejor?

       _Vamos.

       Cuando llegaron al aula, ya solo quedaba la profesora.

       _Vaya, ya te has repuesto.

       _Sí, señorita.

   Las dos amigas cogieron el desayuno y volvieron a salir. Era la hora del recreo.

   _Un momento. Tú, Marina, puedes irte. Tú no. ¿No ibas a ayudarme?

       _Sí, señorita.

       _Recoge esto y vuelve a poner las mesas en su sitio.

  La profesora salíó y la dejó sola. Lo primero que hizo fue buscar el hámster, pero ya no estaba. Lo habría envuelto y lo habría tirado a la basura. O lo habría sumergido en alcohol para llevárselo a casa y disecarlo. Lavó el instrumental y las bandejas, lo guardó todo en el armario, ordenó las mesas y se lavó las manos con alcohol. Después, se acercó a la sala de profesores. La puerta estaba abierta, pero de todos modos, llamó.                        .

       _¿Sí?

       _Señorita, le traigo la llave.

       _Déjala en mi mesa, por favor.

       _Señorita ...

       _.

       _Supongo que piensa confesarse.

       _¿Qué quieres decir?

       _Lo que ha hecho con el hámster seguro que es pecado.

   _Criatura, la ciencia no es pecado. Anda, ve a jugar.

   Le pareció ver, en su voz y en su mirada, algo de ternura. Pero también la había visto sonreír mientras la obligaba a contemplar la operación, y había visto también sus ojos mientras clavaba el cuchillo en el cuerpo del animal. No, el placer que aquella mujer había sentido no era únicamente un placer científico. Estaba convencida de que le hacía mucha falta una confesión. Y también a ella, por cómplice.

       Cuando salió al patio, apenas quedaban diez mi­nutos de recreo. Marina se le acercó para mostrarle su solidaridad, pero ella, con orgullo, se limitó a decir:

        _Sí, es una bruja.

        Y después, aún más orgullosa.

        _¿Con quién has jugado?

        _Con nadie. Te estaba esperando.

        _Voy a la capilla, no hace falta que me acompañes.

        _¿Ya te has vuelto a quitar los aparatos?

        _Me los he quitado porque me hacen daño. Me ha dicho mi madre que me los quite y que ya llamará al dentista.

        _¿Y ahora a dónde vas?

        _Arriba, a estudiar.

        _No vengas tarde. Quiero que me ayudes con la cena.

        _Sí, abuela.

   El amigo de Tonka también era un hámster dorado, algo más pequeño, más peludo y sin nombre. Lo tenía en otra jaula. No podían estar juntos. A las hembras no les gusta convivir con los machos; solo soportan su presencia en el momento de la cópula. Él utilizó justamente aquella palabra, «cópula». Era la primera vez que la oía. Le dijo también que si están juntos más tiempo del necesario, el macho corre el riesgo de perder la vida. Ella puede matarlo. A veces llega a comérselo, exactamente lo mismo que hace con las crías que nacen muertas o también con las vivas; cuando intuye algún tipo de peligro. Había hecho cálculos y sabía que la rata necesitaba la visita del macho.

  _No hacen el amor _le dijo_ porque no se quieren. Solo copulan. ¿Quieres verlo?

  No acabó de entender la apreciación. Sabía muy bien, por su prima, por su abuela y por todas las películas que había visto, que muchas personas hacían el amor sin amarse y a nadie se le ocurría decir que hubieran copulado. Nunca utilizaría una palabra tan fea. Parecía más pecado decir «cópula» que «puta». Y, en cambio, «puta», sí que le gustaba.

  _No te lo he explicado bien. Quiero decir que los animales no hacen el amor, solo copulan. Así es como se dice. ¿Quieres verlo o no'

      _Sí.

  Tenía una cierta idea de cómo sería. A veces, en la calle, había visto perros oliéndose el sexo, jugando a montarse uno sobre otro, pero sin llegar nunca a copular. También había visto dos moscas volando juntas, pegadas una a la otra.

      Él metió la mano en la jaula del macho y lo sacó.

     _¿Me lo dejas? _lo cogió con las dos manos. Le acarició la cabeza, la nuca. El animal se dejaba tocar, estaba acostumbrado a pasar de unas manos a otras. Le gustaba.

      _¿Si tienen crías me darás una?

      _Sí, pero ahora dámelo.

      Lo soltó en la jaula de la rata, que lo miró con malos ojos.                        .

      _¿Tú crees que lo harán delante nuestro?

      _No sé, ahora lo veremos.

  La jaula estaba sobre la mesa, en el centro, y ellos ante la mesa, sentados uno junto al otro, muy cerca. Ella, con el rostro hundido entre los brazos cruzados, solo tenía ojos. No sentía las piernas de su profesor rozando las suyas.

      _¿Y si no lo hacen?

      _Los dejaremos solos.

  El macho dio el primer paso. Se acercó a Tonka y le olisqueó el morro. Ella gruñó. Parecía que quería atacarlo, pero en lugar de hacerlo, se echó hacia atrás. El segundo intento también fracasó. La hembra volvió a gruñir y retrocedió un poco más. Pero al final, fue ella la que se acercó al macho. Le olió el hocico con ganas, después el vientre y después el sexo. Él hizo lo mismo. Se pusieron de pie durante unos segundos, sin dejar de olerse. Y, de nuevo a cuatro patas, ella volvió a gruñir, a echarse hacia atrás, esta vez tímidamente, casi sin moverse, y, muy despacio, se dio la vuelta para ofrecerle la espalda. Entonces gruñó el macho. Emitía un sonido extraño, un gruñido suave, casi un gemido. Era la señal. Así lo entendió la hembra que, ya completamente de espaldas, se quedó clavada en el suelo de la jaula. El macho la montó y la penetró diez o doce veces antes de eyacular; justo entonces ella se despegó, se volvió hacia él y le atacó.

      _¡Ostras!

  Él se puso los guantes, de prisa, abrió la jaula y los separó. No había llegado a herirlo.

      _¿Por qué ha hecho eso?

  No pudo contestar. No lo sabía. Para él, la reacción de Tonka no tenía explicación.

  _En principio, pueden estar juntos un día entero sin que el macho corra ningún peligro. No sé qué es lo que ha pasado.

      _A lo mejor no le ha gustado.

      _¿Quieres que merendemos?

      _¿Y tú, me das un beso?

      _No, hoy no.

      _¿Por qué no?

      _Es muy tarde.

      _No pienso irme hasta que me des un beso, como el del otro día.

      Se acercó para besarla, convencido de que era el modo de acabar con la escena.

      _Ya está. Has dicho un beso.

      _Espera, un poco más.

  Ella lo besó de nuevo y él, con los ojos cerrados, olvidó que la mujer que lo besaba tenía solo trece años.

     _Ven _le dijo, llevándola de la mano. Sentados en la cama, empezó a desnudarla, Ella no opuso resistencia, al contrario, le ayudaba. No sentía vergüenza.

      _¿Y tú, no te desnudas?

      _¿Quieres que me desnude?

      _Claro.. Los dos iguales '¿no?

  Se moría de ganas de verlo, de ver cómo era un hombre, pero no se atrevió a quitarle la ropa. Tuvo que hacerlo solo. La primera impresión, cuando lo vio desnudo, fue la de sorpresa, pero después, azorada, retrocedió y se puso en pie.

      _¿A dónde vas?

      _No vamos a hacerlo ¿verdad?

       _No, no lo haremos.

       Sonrió agradecida. Confiaba en él.

  _¿Quieres tocarlo? _le dijo, ofreciéndole la mano.

  Le enseñó la caricia que quería. Y a ella le pareció fácil. Lo oía respirar y recordaba los gruñidos de la rata. De vez en cuando, él le cogía la mano y le marcaba el ritmo, la intensidad de la caricia. Lo observaba: los ojos cerrados, la boca entreabierta, hasta que temblando la obligó a detenerse.

  _Abre las piernas _le dijo, y, sin preámbulos, le besó el sexo. También ella, entonces, cerró los ojos y respiró con fuerza. Escuchaba sus gemidos y le gustaban tanto que fue subiendo el tono hasta gritar. Con la lengua del hombre pegada al sexo, tuvo un orgasmo. No era la primera vez. Pero sí la primera que aquella sensación le duraba tanto y era tan fuerte. Se alejó de él. Con las manos entre las piernas cerradas se quedó unos minutos quieta, hundida en el colchón, sin abrir los ojos, como si durmiera.

   Después, él la despertó del sueño. Le dijo que estaba obligada a corresponderle, ahora ya sabía cómo hacerlo, no necesitaba ayuda. Ella recuperó la caricia y le hizo estremecerse. Le oía gemir, suplicar que no parase, y aceleró el ritmo, impaciente, presintiendo una escena memorable. Eyaculó enseguida. Ella sintió que le mojaba la mano, miró y le dio asco; discreta, sin que él se diera cuenta, se limpió con las sábanas. Después buscó un reloj y decidió que era hora de vestirse y volver. Se lo había prometido a su abuela. Que llegaría pronto y que la ayudaría con la cena.

        _Ahora nos tendremos que casar _dijo ella.

        _Claro, cuando seas mayor _dijo él, pero no era consciente de lo que aquellas palabras significaban.

       Creía que lo amaba y que él la amaba también. Se había ido de vacaciones, la había dejado sola, pero lejos de entristecerla, aquella circunstancia la hacía feliz. Era bonito que él no estuviera. Podía recordarlo y podía escribir. Además, tenía su llave y cada tarde subía a ver a Tonka. Así pasó los días, cuidando de la rata y leyendo las cartas que su amiga Marina le escribía desde Galicia.

   Aquella noche, la última de las vacaciones, al acostarse ya sabía que no podría dormir. Se metió en la cama nerviosa, pensando en él, que llegaría de un momento a otro, que al día siguiente, al volver del cole, subiría a verlo. A las cuatro y media sintió un dolor terrible en el vientre. Le sudaban las piernas. Oía ruidos. Un grifo que goteaba, alguien que hablaba en sueños, o el viento que había abierto las ventanas. Se levantó, se puso la bata y sal de la habitación para escuchar mejor: no hacía viento, nadie hablaba, ni los grifos. Pensó que el ruido le venía de dentro, de las tripas, y se esforzó para escuchados de nuevo. Nada. Descalza, sin encender las luces, sigilosa, como un ladn que entrase a robar, fue hasta el baño. Se pasó un buen rato sentada en la taza del water, pero los esfuerzos fueron inútiles, no tenía necesidad alguna, solo aquel dolor insoportable. Se enjuagó la boca, bebió un trago de agua y se volvió a la cama. Entre las sábanas, de nuevo los ojos se le resistieron. Estiró un brazo para encender la luz de la mesilla y, ya sentada, abrió su diario. Le escribiría un poema.

   Desde la calle, llegaba el sonido de los primeros autobuses, serían las cinco o las seis. Oyó también los susurros de una moto. La reconoció de inmediato. Corrió a asomarse a la ventana y comprobó su acierto. Le pareció que era él. Tea el pelo más largo, no recordaba aquella camisa, rojiza y estampada. Nunca se la había visto puesta. A su lado, la sombra de una mujer. Entraron juntos en el portal. Fue asomando el cuerpo cada vez más, hasta que dejó de verlos, entonces se volvió otra vez a la cama y, llorando, esperó que llegara la hora de levantarse.

    Era primera vez que lloraba por él, pero sería la última.

       _Marina, corre, va, dime si me casaré. Puedes saberlo ¿verdad? Y dime cómo será él. ¡Corre! Va, antes de que suene el timbre.

   _Espera un momento, es la otra mano, la izquierda. Ahora no sé si me saldrá bien. Tengo que concentrarme y con tantas prisas... ¿Tiene que ser ahora?

   _Sí, ahora, ahora mismo, va, dímelo ¿me casaré o no?

   _Espera ... __calló unos segundos, buscando la concentración, mientras que con las yemas de los dedos le recorría las líneas de la mano_. Sí, te casarás. Con un hombre mayor que tú. Tendrá los ojos oscuros y el pelo negro. Y ya está, se acabó. Ahora no puedo decirte nada más.

   Sonó el timbre y la dejó sola. Estaba molesta. Era el primer día de clase y no esperaba aquel recibimiento. Sabía que sus palabras le habían dolido, pero se sentía feliz, satisfecha con su dictamen, tan preciso.

   Su primera reacción fue creer que su amiga era una farsante, que no tenía ni así de poderes y que su bisabuela también tenía que ser una mentirosa rematada. Pero enseguida se dio cuenta del error: su amiga Marina no mentía; él, sí. Cerró la mano con tanta rabia que se clavó las uñas.

   _Tú y tú _dijo la profesora, dirigiéndose a las dos amigas, que habían entrado tarde_ durante toda la semana os encargaréis de recoger la clase. Cuando suene el timbre de las cinco, esperaréis a que todos salgan, recogeréis los papeles del suelo, vaciaréis las papeleras, borraréis la pizarra, sacudiréis el borrador, bajaréis las persianas y comprobaréis que nadie se haya dejado nada en los cajones. Si encontráis algo, lo lleváis al despacho del director. ¿Entendido?

       _Sí, señorita _dijo Marina.

       _Y también comprobaréis que haya tiza suficiente para mañana. ¿Entendido?

       _Sí señorita.

      Marina no quiso saber los detalles. Podía predecir el futuro, pero también sabía leer el presente y el pasado, de modo que pudo ahorrarse las explicaciones. El plan le pareció razonable. Quiso ser su cómplice. También ella, en caso de necesidad, estaría dispuesta a mancharse las manos de sangre.

   Lo había planeado durante la noche. Después se confesaría. La confesión, pensó, tiene la ventaja del perdón asegurado. Alguien, en la sombra, lo escucha todo, hace suyos tus secretos y te concede siempre el perdón a cambio de una breve penitencia.

   Cuando quería confesarse, normalmente, pasaba mucho rato pensando en qué decir, preparando un discurso. A veces le venían ganas de confesar un pecado inventado y muy grave, pero nunca se atrevía y siempre acababa optando por las mismas faltas: _No hago caso de lo que dice mi madre y el otro día me quedé cincuenta pesetas del cambio y he dicho "puta" muchas veces... Le gustaba la palabra. Era una palabra invariable. No como un adverbio, claro. Podía haber una puta o muchas putas, cambiaba el número pero no el género. Nunca. Pensaba que solo las mujeres podían ser putas y que justamente por eso la palabra le gustaba. Esta vez, de todos modos, la confesión sería distinta y eso la complacía. Pecaría para ser digna del perdón de Dios. Se arrodillaría ante la celosía y esperaría a que aquella sombra le dijera:

       _Ave María Purísima.

      _Sin pecado concebida.

      _¿Cuánto hace que no te confiesas?

      _Dos semanas.

      _¿Qué pecados tienes?

      _Solo uno _diría con frialdad, vocalizando cada sílaba_. Soy una asesina.

       No había papeles por el suelo, los cajones estaban vacíos y había tiza de sobras para dos días. Borraron la pizarra, sacudieron los borradores, vaciaron la papelera. Nunca lo habían hecho tan deprisa. Después, mientras Marina vigilaba desde la puerta, ella abrió el cajón de la mesa de la profesora, cogió la llave del armario; lo abrió, cogió el escalpelo y el cloroformo, lo guardó todo dentro de la cartera y dejó otra vez la llave en el cajón. Bajaron la escalera saltando, cogidas de la mano.

   Marina se quedó a dormir en su casa. Fingieron que estudiaban hasta la hora de cenar para que su madre les dejara ver un rato de televisión. La película del segundo canal. Después se acostaron. Durmieron juntas.

   Por primera vez sintió vergüenza de desnudarse delante de otra persona. Buscó un pijama para su amiga y se volvió de espaldas para ponerse el suyo; no quería que le viera los pechos, ni quería tampoco ver los pechos de su amiga. Ver como su amiga se desnudaba aún le daba más vergüenza.

       _¿Alguna vez has estadocon un chico? _ya estaban en la cama, a oscuras.

        _No.

        _¿Nunca te han dado un beso?

        _Este verano, en el pueblo, te lo conté en una carta.

        _¿Con lengua?

        _No. No quise. Me dio asco.

        _Pues a mí me gusta. Me gusta mucho.

        _Ya lo sé.

        _¿Me das la mano? Cuando duermo con mi prima siempre nos cogemos de la mano.

    _Un día tienes que venir a Galicia, de vacaciones, te gustará conocer a mi abuela.

        _Siempre he querido tener una hermana mayor _fue lo último que dijo. Su amiga no contestó, le apretó la mano un poco más. Se durmieron enseguida.

       Cuando su madre, a las ocho, entró en el cuarto para despertarías, ellas ya se habían levantado, habían quitado las sábanas y abierto la ventana. Mientras se vestían, su madre les preparó el chocolate y la abuela, la más madrugadora de todas, llegó de la panadería con medio quilo de croissants calientes y minúsculos. Parecía un día de fiesta.

       Llevaban las mochilas colgadas a la espalda y el pelo perfumado con colonia infantil. Su madre, aquella mañana, en lugar de una trenza, tuvo que hacer dos. Nadie las vio llegar al portal y llamar al ascensor para volver a subir. Tenía todavía la llave del piso de su vecino. Sabía que él no estaba.

   _Mira, está allí _dijo señalando la jaula con un gesto de la cabeza.

       _¡Me dan tanto asco las ratas!

   No se dijeron nada más. De vez en cuando se miraban, sin sonreír, con gravedad y silencio. Ella lo hizo todo, Marina fue solo la asistente. Sobre el mármol de la cocina, junto a la fregadera y sin guantes, repitió los movimientos que había aprendido de la profesora. Le pareció que Tonka tenía mucha más sangre que el hámster que abrieron en clase y que su corazón era más grande y latía más de prisa. Cuando acabaron, en lugar de lavar el escalpelo lo dejó clavado en el corazón de la rata. Tampoco entonces Marina dijo nada, los ojos de su amiga la asustaban.

    Salieron de la cocina y cerraron la puerta. Sentadas en el sofá, medio abrazadas, esperaron que se hiciera la hora de volver.

   _Me imaginaba que el corazón de Tonka era el suyo _dijo como queriendo justificar su crueldad. Marina, aún en silencio, le besó las manos y la hizo callar.

    Más tarde, mientras se despedían en la portería, vio entrar al joven de pelo largo y camisa estampada que la otra noche había visto desde la ventana. Se le parecía mucho _tambíén sabía sonreír con los ojos__ pero no era él.

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