Martín Casariego

Y ahora
estoy aquí
bajo la luna

    Maca llegó cuando el atardecer anaranjaba ya las tejas de las casas y la corteza de los pinos. Entró sin llamar, siempre se creía el capitán allá donde pisara. Me disponía a destazar una pata de cordero, y antes de descargar el primer golpe, dije:

           _¿Quién va?

        Pues había sentido el chirrido del gozne de la puerta, pero no sus pasos. El Maca tenía justificada fama de moverse sin hacer ruido, como un gato.

            Sin responder, se plantó en la cocina. Era alto, melenudo, sólo bien afeitado los domingos. Con las greñas negras y las manos grandes y huesudas, como mazas.

            _¿Qué has venido a hacer aquí?

            Pero yo sabía muy bien a qué venía. A decirme que la Rosa se iba con él, ya para siempre y sin retorno. Igual, para fastidiarme, entraba en detalles. Cómo la Rosa suurraba en sus oídos que él sí que era un hombre, un macho de verdad. Pero a mí ya me daba igual la Rosa. Era agua pasada, como la angustia hasta conseguir el pico que me aplanara. Ya nunca más la Rosa.

         _Vine a ver con mis ojos qué tal te iba. Y a contarte de la Rosa.

            _Lo de la Rosa ya lo sé yo. Y me va bien.

         Y sin dejar de mirarle, de un jiferazo, rebané la pezuña. El cuchillo quedó preso de la tajadera. De un brusco tirón, lo liberé.

          Pero el Maca no se amedrentó. Se puso a mi lado. Era más alto que yo. Era más robusto que yo. Era más echao palante que yo. Y lo sabía, igual que yo sabía que la Rosa, allí, dentro de ella, nunca me había querido.

             Y por eso me daba igual.

          _No, no lo sabes _y me sonrió, con esa sonrisa suya a la que le faltaban dos dientes y cualquier señal de alegría. Los dientes, porque los perdió en una pelea en la que Cierraelpico le atizó con una llave inglesa. Y la alegría, porque no era capaz de sentir ni tristeza ni júbilo. Para eso hace falta diferenciarse algo más de un animal. El Maca se había quedado a medio camino.

             Y añadió:

          _No puedes saber las cosas que me dice, la muy marrana. ¿Quieres oírlas? ¿Quieres saber qué dice de ti?

          Pero a mí me daba igual. Eso era lo que él no podía saber.

          Que ya me daba igual, y que si Rosa seguía en la brecha, pues allá ella.

           Y entonces sucedió en un abrir y cerrar de ojos aquello por lo que ahora estoy aquí. El Maca se alejó un par de pasos y se asomó al ventanillo. El Pulgas, atraído por el olor de la carne o el sonido de las voces, enseñó el hocico. Serekán creyó que era el momento indicado para salir al campo por la ventana de la pared opuesta. Pero el Pulgas se olvidó de la carne y salió ladrando detrás de Serekán, que con los pelos erizados parecía el doble de su tamaño. Ahora tendría que ir a separarlos. Porque aunque no me gustan los gatos, Serekán era un regalo de la Rosa. Yaunque ya no me gusta la Rosa, hubo un tiempo en que las cosas eran distintas .

              Enojado por la visita y por el mastín y el gato, golpeé con fuerza en la tabla con el jifero para dejarlo clavado por todo el filo. Y el golpe, seco, divorció limpiamente la mano derecha del Maca de su brazo, justo a la altura de la muñeca. Se había acercado sin que yo lo advirtiera.

              Sentí que había cortado carne y me volví.

           El Maca, pálido, retrocedió un paso. Y del muñón empezó a manar sangre como si fuera el pescuezo de un guarro degollado. Se lo puso contra la camisa a cuadros, y la camisa a cuadros empezó a mancharse de un color oscuro, mucho más oscuro que el de la sangre que salía a borbotones y brotaba como las amapolas en primavera. Y ninguno de los dos decía nada, y sólo se escuchaban los ladridos del perro y los bufidos de Serekán, que seguramente había conseguido trepar a una encina.

           Y entonces miré la tajadera, y en la tajadera estaba su mano, con el jifero pegado a la muñeca. Y dentro de la mano estaba la pezuña del cordero, agarrada por los dedos largos y huesudos, que yo no sé si eran aún del Maca o si ya no eran de nadie, y que todavía durante unos segundos temblaron tímidamente, como una espiga mecida por la brisa, hasta quedarse rígidos y crispados, cerrados sobre la pezuña del cordero.

           Y el Maca creía que yo lo había hecho aposta, y que le iba a matar. Que había sido por la Rosa. Me lo dijo todo con los ojos, que tenían una expresión sorprendida, pero sobre todo implorante y acobardada, una expresión de una humanidad que yo no le conocía. Pero sólo atinaba en una cosa: en que iba a matarle. No en lo de la Rosa, ni en que lo hubiera hecho adrede.

               Pero ahora tenía que matarle, como si fuera el cordero.

               Porque si lo dejaba ir vivo, sin una mano, sus hermanos y él mismo vendrían a por mí, y nadie iba a creerme, y aunque me creyera alguno iba a ser lo mismo, nadie iba a creer ni lo de que la Rosa ya me dejaba frío, ni lo de que la última vez que le había visto con sus manos al completo estaba asomado al ventanilla, de espaldas a mí, un par de metros más allá de la tajadera. No iban a creerme, les resultaría indiferente incluso aunque lo creyeran, sobre todo al viejo, que ni siquiera se iba a conformar con mi mano. Así que le dije:

            _Si te hubieras quedado junto al ventanuco no habría pasado nada.

            Y mientras el Maca pensaba en qué significaba eso, y sin darle tiempo a reaccionar, me acerqué y con aquel cuchillo de hoja más ancha que la palma de mi mano le lancé un tajo a la cabeza, de arriba abajo. Y no sé si la fuerza la saqué del miedo o de la desesperación, o de la rabia acumulada y rumiada durante años, o si del escozor que lo de la Rosa efectivamente me producía, o del deseo de cobrarme lo que él y su viejo y sus hermanos me habían hecho a mí y a otros como yo. El caso es que tanto coraje puse en el golpe que el cuchillo se quedó allí metido, como encajado, y fue como abrir un coco, por el sonido, sólo que en vez de agua empezó a salir un líquido más viscoso o eso me pareció a mí, mezclado con sangre, y el Maca se derrumbó, cuan largo era, sin una exclamación y sin un quejido.

            Le quité el jifero de la cabeza, que casi había llegado hasta la nariz y únicamente se veía el mango y el contrafilo, envolví el cadáver en una manta vieja, lo saqué arrastrándolo de los tobillos y lo metí en el maletero del coche. Pesaba como dos guarros juntos, el desgraciado.

               Después limpié lo que pude, y cogí también la mano con la sangre coagulada y la pezuña dentro, que no la pude sacar, de lo fuerte que la atenazaba.

            Sabía que irían a por mí, que lo hubieran hecho incluso aunque no lo hubiese finiquitado. Porque yo sabía que a Cierralpico, al que así llamaban porque nunca hablaba más que para exigir a otros que se callasen, le molieron la cabeza a palos hasta convertirla en papilla por los dos dientes del Maca. Y ni discutir que dos dientes importan menos que una mano. Y también sé y es noticia que a un moro que tuvo la mala idea de ponerse a trapichear con chocolate en su territorio, le descerrajaron un escopetazo en la cara y otro en los huevos, y ni siquiera vendía lo que ellos, pero fue tanto por tener la piel de chocolate como por el chocolate mismo. Y muchas más vilezas y feloníase que habían hecho. Como poner de putas a la Rosa y a otras descarriadas, pasando frío en invierno, con una minifalda y una pinta de enfermas y viejas y estropeadas que apenaba verlas. Y a mí la Rosa ya me dejaba frío, porque ella se lo había buscado y porque ahí dentro nunca me había querido. Ya una le cortaron la cara, que me lo dijeron, más por estar ebrios y de festejo que por otra cosa.

           Así que conduje hacia las montañas y enfilé un camino de tierra, piedras, baches y surcos, que sólo los borricos frecuentaban, y eso antiguamente, que ya ni eso, y menos a esas horas, ya noche cerrada, y saqué la pala y manos a la obra, que había que enterrar el cuerpo, no por lo de la cristiana sepultura, que conmigo eso no iba, ni porque no se lo comieran los perros o los cuervos o los buitres, que a mí eso me traía al fresco, sino para ganar algunos días, y con suerte algunos meses.

           Había querido a la Rosa, sí, pero ya no más. Después de un año de vivir en la casa vieja, todo eso se había acabado. El Serekán salió por una ventana, mientras el Maca miraba por el ventanuco, y el Pulgas fue detrás. Y al Maca se le ocurrió coger la pezuña, a lo mejor para asegurarse de que era distinta de su mano. Pero quién iba a creer todo esto, y sobre todo, a quién iba a importarle.

           Y ahora estoy aquí, bajo la luna, sin saber qué voy a hacer a continuación. Tendría frío, si no fuera por la gimnasia que hago con la pala, excavando un hoyo que tiene que ser grande, porque grande es el cadáver que en él se va a pudrir.

            Y pienso en el Golondrina, que así le llamaban porque nunca paraba quieto en ningún sitio más de dos días seguidos. Y de pronto llegó traído por una mañana ventosa de marzo, y dijo que iba a cambiar, y la canción iba en serio, porque convirtió el viejo cobertizo que había sido de Márquez el Pequeño en un bar, que llamó La Vida Rosa, porque él también había estado a por todas con la Rosa, y lo pintó entero de ese color, y por lo menos en la inauguración estuvo lleno de vida. Pero empinó el codo más de la cuenta de puro contento, y el pacharán le volvía hablador y pendenciero, y llamó al viejo y a todo el clan vendemierdas y matones y rufianes a voz en grito, lo que todos pensábamos pero por canguelo guardábamos detrás de los dientes y debajo de la lengua. Y el viejo salió seguido de sus hijos, encendido de ira y rojo de la mala sangre que se le hizo, y con el bastón tiró todos los vasos y las botellas de una mesa, y la Rosa fue tras ellos, porque ya entonces había empezado a abandonarme, y no le importó que su hijo se hubiera cortado con una de las botellas rotas, que con un pañuelo yo le vendé el dedo herido. Y dos días después La Vida Rosa ardió por los cuatro costados, que era un antiguo almacén construido en pino, y las llamas subieron y subieron metros y más metros por encima de la terraza que el Golondrina había levantado porque era imprescindible para el éxito del bar, y de eso él sabía, que había viajado y había visto más mundo que uno o dos de nosotros juntos. Y encima de todo tuvo suerte, el Golondrina, pues había ido a comprar hielo a la gasolinera, porque la máquina se había estropeado, y pudieron avisarle de que habían ido a visitarlo, y vio el incendio desde lejos, las llamas lamiendo el humo y el humo ensuciando el cielo, y tuvo que esconderse en el desván de su cuñado y escapar a la mañana siguiente, que no tenía dinero para pagar los créditos, y ya será el Golondrina para siempre, por los siglos de los siglos. Y una mano es mucho más grave y cosa mucho más seria que llamar vendemierdas al viejo y a su tropa, que eso lo sé yo y así lo entiende cualquiera.

             Paletada a paletada agrando el hoyo, sin saber a qué atenerme. No se me ocurre nada, sólo recuerdos que para nada necesito y no ideas acuden a mi cabeza. Tengo que poner tierra de por medio, y cuanta más, mejor. Porque también me buscará la policía, y la cárcel sería mi cementerio. Tengo la esperanza de que una buena idea pase por mi cabeza, pero por ahora, nada. Huir. Sólo eso, machaconamente: huir y escapar.

              Y por eso, por todo eso, por el Pulgas y el Serekán y el cordero y el sigilo del Maca, estoy aquí, bajo la luna, que está grande y blanca y muy redonda. Entre los pinos y el ulular de algún búho. Sé que quiero vivir, porque ya he pasado lo peor, cinco años de infierno y uno de purgatorio. Y pienso que no he obrado mal, y que al fin el Maca encontró lo que no buscaba pero merecía, e incluso estoy orgulloso de haber hecho lo que he hecho, con estas manos. Pero, mientras cavo, ninguna idea salvadora se me ocurre. Tengo la esperanza de que venga así, de pronto, como el restallido de un látigo o el chasquido de un huevo cuando se casca, o más dulcemente, como un ángel que con las alas frena su rápido descenso, igualito que palomas blancas, que así me contaba madre que hacen los ángeles

                 Paletada a paletada agrando el hoyo, y mientras, sólo sé que quiero vivir, porque por primera vez en años la noche y la luna y el silencio de los pinos me parecen una bendición y un regalo.

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