¿Cómo te 
quiere él?

Maruja Torres

   D

esde hacía años tenía ganas de conocer a un director de orquesta. Uno de esos hombres que se tratan de tú a tú con Mozart, con Schubert, con Brahms. En definitiva, un hombre sensible, capaz de comprender el alma de artista que hay en mí, el derrame permanente de musicalidad con el que cohabito. Soñaba yo con ese encuentro en el que primaría la afinidad de los espíritus y la conversación se elevaría a cimas insospechadas.

         De modo que, una vez que el destino me deparó la otra noche tal oportunidad, y cuando le tuve ya sentado frente a mí, al otro lado de la mesa del restaurante típico con su atrezzo de espigas y tomates, en medio de lo que podría llamarse una cena de sociedad, pensé: «Es la mía». Y dije algo que estaba deseando preguntarle a un experto desde mucho tiempo atrás:

         _¿Es cierto que ya no quedan castrados? Operísticamente hablando, quiero decir.

         Abrió la boca, se dispuso a largar un erudito discurso y, en ese instante, algo sucedió. Otra mujer intervino. Aquí me entra la duda de si debo reproducir su intervención y a continuación describirla a ella, o poner a secas lo que dijo, y ya todos imaginarán cómo es. Por si acaso:

         _Debe ser tan interesante dirigir una orquesta _suspiró_. Yo no sabría ni por dónde empezar.

         _Por la obertura _intervine con maldad, pero para entonces ya tenía a mi director prendido de la otra y perdido para mi causa, pasando completamente de mi y de mis sesudos interrogantes.

         _Creo _tosí_ que María Callas realizó una auténtica proeza al forzar su voz naturalmente de mezzo hasta convertirla en voz de soprano, lo cual contribuyó, esto, ejem, al incomparable color que la caracterizaba junto con esa fragilidad como de cristal que alcanza sus mejores momentos cuando Ana Bolena, camino del cadalso, lanza improperios trémulos contra el manta de Enrique VIII y la pánfila de Jane Seymour. Coppia indigna, creo que se titula el aria.

        _¿Cuánto pesa la batuta? Yo no sería capaz de manejarla _me cortó la rubia.

        Pues, a estas alturas, los ávidos lectores ya habrán comprendido que se trataba de una rubia falsa, joven y vestida con un conjunto de tricot que realzaba sus formas sin por ello impedirle presumir de recato. Mirarle el conjunto y odiarla era todo uno. Tenía el inconfundible aspecto de las que se quieren casar. Y, generalmente, lo consiguen.

        _Bonito vestido _la piropeé_. Lástima que aún no haya podido visitar la planta de oportunidades de Galerías. Veo que tienen auténticas monadas.

         El bobo del director de orquesta se unió a mis elogios:

         _Precioso, precioso _y, en seguida a lo suyo, se ofreció a la intrusa para ayudarle a calcular el peso de varios tipos de batuta, en un recorrido íntimo por todas las batuterías de Madrid.

        _Y los pendientes _añadí_, divinos. Es un acierto que los lleves pequeñitos, son ideales para los cuellos cortos.

        No me hicieron ni puñetero caso, absortos como estaban ella en saber de qué oído era sordo Ludwig van, y él, todo paternal, en explicárselo. Me sentí en la necesidad imperiosa de intervenir de nuevo.

        _¿Es cierto que el dúo de Don Carlo y el Marqués de Posa está considerado como el momento álgido del tratamiento de la amistad en la ópera, según opinaba Carlos Gilberto Jung? ¿No será más acertada la tesis de Demetrio Hernández Lawrence en el sentido de que es infinitamente superior el tema que desarrollan Norma y Adalgisa, y que empieza tal que así?

         Y me puse a tararear Guarda, o Norma, a¡ piedi tuoi, etcétera, con nulo efecto en mi interlocutor.

         _¿Para cantar Rigoletto contratan a jorobados de verdad? _preguntó ella, mientras el director prácticamente babeaba de embeleso. Yo casi me desvanecí: era la más tonta.

        _Desde luego, querida _la informé por mi cuenta y riesgo_; recuerda la famosa escuela de barítonos gibosos de Parma, Massachusetts, fundada por Lucrecia Borgia.

         Estaba histérica, lo reconozco, y eso jugó en mi contra. El director de orquesta, que no se percataba de cómo le estaban echando el lazo, lo notó. Notó que yo estaba histérica, agresiva, virulenta, defraudada y dispuesta a todo. Con tono protector hacia la cretina, mirándome con cierta severidad, afirmó:

         _El conocimiento sólo se adquiere preguntando sin pudor a la persona adecuada.

         Parpadeé, cambiando de táctica:

         _¿Por qué El sombrero de tres picos es de tres picos y no de cuatro, cinco o incluso más picos?

         Demasiado tarde. Justo entonces se acercó a la mesa un miembro del coro con más pluma que el sombrero del Duque de Mantua, y musitó algo a la oreja del genio. Éste se levantó y, aduciendo una tremenda necesidad de sueño, se colgó del brazo del efebo y desapareció en la noche, contoneándose.

         La deficiente y yo nos medimos la mutua decepción con la mirada.

          _Estas cosas _la animé, maternal_ se sobrellevan mejor con cultura.

          Desde entonces le doy clases nocturnas.

 

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