Montserrat del Amo

El ciego

       El viajero está fatigado. Ha visto vasijas de barro, lámparas de piedra y arcilla, cántaros, puntas de lanza, collares de cuentas vidriadas, anillos y espejos de plata, jarras de bronce, espadas, candelabros, fragmentos de mosaico, inscripciones hebraicas, pomos de vidrio y demás curiosidades arqueológicas en el Museo Rockefeller,  a las afueras de la ciudad de Jerusalén.

        Se dispone ahora a visitar el barrio de Mea Shearin, donnde viven los judíos más rigurosamente observantes de la Ley, que le ha sido recomendado como lugar de especial interés. No tiene más que bordear por fuera la murally torcer después a la derecha por la calle de Tribus de Israel. No puede perderse.

        Deberá después tomar el autobús 9, que lo llevará a la ciudad nueva, donde verá el Parlamento, el Museo del Libro y la Menorah, el candelabro de siete brazos. Irá después a Yad Vashem Memorial, el monumento erigido en recuerdo a los judíos que fueron sacrificados por e. racismo antisemita,  para lo que puede tomar el autobús 12 o el 20. Allí también hay un museo ...

       Todo esto le interesa mucho al viajero y en principio estaba dispuesto a seguir el itinerario que le habían marcado, pero enfrente del Museo Rockefeller se abre una puerta en la muralla y el viajero se siente irresistiblemente atraído hacia dentro. Cruza la calle, pregunta  por el nombre _puerta de Herodes_ la atraviesa y se deja llevar, cuesta abajo, por una callejuela estrecha.

       Es la segunda vez que entra en la ciudad vieja. La primera lo hizo por la puerta de Jaffa. No sabe, por tanto _no se lo han advertido_, que cada una de las puertas de las murallas de Jerusalén no sólo da entrada a un barrio distinto. Mucho más. Se abre a un mundo distinto.

       El viajero se encuentra ahora, por sorpresa, en el barrio árabe, saturado de olor a fritangas, moscas, basura peladuras de naranjas. Allí se cruza con mujeres con rostro velado, metidas en largos ropajes bordados; hombres con albornoz blanco o azul y pañuelo a la cabeza con un cordón negro que lo sujeta a la frente, y niños sucios con sonrisas resplandecientes. Las gentes son pobres, las calles estrechas y el comercio se reduce a lo comestible: verduras, fruta y dulces que chorrean miel.

       _¡No pases de largo! ¿Cómo podrás llegar al fin de­camino si no repones tus fuerzas con un puñado de higos.

      _Cómprame dátiles. Yo misma los arranqué esta mañana de la palmera madre. Prueba uno. No los encontrarás mejores en todo el barrio

       _Cuajada, queso fresco, yogur para calmar la sed.

     El viajero pasa de largo ante los puestos sin comprender los pregones, pero se detiene de cuando en cuando a mirar un portalón, una calleja lateral abovedada, un arco de piedra.

      Le llaman especialmente la atención unos dibujos de colores, de trazo ingenuo, que adornan las fachadas de algunas casas. Podrían parecer rótulos de tiendas, pero eso imposible porque las puertas están cerradas y el viajero sabe ya que en Oriente el comercio se realiza en medio de calle. ¿Qué significan esos dibujos? ¿Son adornos simplemente?

      Intrigado, se fija mejor. Advierte que algunos temas _flores, pájaros, palmeras, paisajes, caravanas de carne y asnos_ se repiten con frecuencia, pero no aparecen necesariamente en todas las fachadas. En una se ven sólo la caravana y las palmeras; en otra, los pájaros; de más allá, un asno con alforjas y una manta sobre el lomo, como dispuesto para un viaje, y aquí, flores. Pero hay un dibujo que está presente invariablemente en las casas decoradas. Es una especie de dado negro, una forma cúbica sin puertas ni ventanas que aparece siempre en sitio de honor y acompañado de una inscripción en caracteres árabes.

        El viajero se para ahora en la calle, dispuesto a traducir una de estas inscripciones, a ver si de este modo consigue interpretar el significado de los dibujos.

       El aspecto de la casa ante la que se ha detenido no puede ser más mísero. Es pequeña, de adobes, y los restos de cal que aún conserva están manchados de polvo y humedad.

       La puerta de madera, de una sola hoja, es tan baja que el viajero tendría que agacharse para cruzarla. Se nota que ha pasado ya mucho tiempo desde que recibió la última mano de pintura azul. De ese mismo azul, ahora deslucido, se pintó también un zócalo de medio metro en la pared, que disimula algo las manchas de humedad. En la única ventana que se abre más arriba crece un jazminero enredándose en los hierros de la reja. Una grieta serpentea por la fachada desde el tejado al zócalo.

      La casucha parece sostenerse en pie a duras penas y solo gracias al apoyo que le ofrecen sus vecinas, dos casas no mucho más grandes e igualmente viejas, pero que al menos tienen las jambass y el dintel de piedra y han sido encaladas recientemente.

     El mísero aspecto de la casucha contrasta fuertemente con los adornos de su fachada. Toda la superficie libre ha sido aprovechada para pintar, sobre la cal antigua, dibujos ingenuos de colores brillantes e inscripciones en caracteres árabes en rojo y negro.

      A cada lado de la puerta hay dos pajaritos iguales enfrentados, posados en ramas con hojitas verdes y el pico abierto para cantar, y debajo una inscripción que, como puede observar el viajero comparando los signos, ha sido repetida también.

       Más arriba se ve un paisaje con palmeras, y al otro lado un edificio coronado con una gran cúpula amarilla. Ocupando el sitio de honor, encima de la puerta, aparece el dado negro que el viajero ya vio en otras fachadas. Aquí está entre dos jarrones de flores, sobre una larga inscripción en negro en la que destacan algunos signos en rojo. Entre é­tos hay números que parecen indicar una fecha reciente.

       Todavía está el viajero contemplando la fachada y tratando de traducir las inscripciones _tarea casi imposible para él, sobre todo sin diccionario, dados sus escasos conocimientos del árabe_ cuando se abre la puerta y aparece un viejo, vestido con un sucio caftánt de rayas grises, una chaqueta europea encima, fez rojo rodeado  de un turbante blanco y un bastón en la mano.

        Es Ahmed, el dueño de la casa, el mendigo viejo. Por los párpados entrecerrados se advierten las cuencas vacías. El viajero retrocede para dejarle paso. El viejo se detiene unos instantes enfrente de él, como si de alguna forma hubiera advertido su presencia. Se vuelve después hacia su derecha y se va, calleja abajo, golpeando de cuando en cuando el suelo con el bastón, más para sentirse acompañado por el ruido que para guiarse, pues conoce de sobra el camino.

       Ahmed habría podido explicarle al viajero el significado de aquellas inscripciones y pinturas porque las conoce bien, aunque nunca las haya visto. Las mandó pintar él mismo de regreso de la peregrinación a La Meca no hace tanto tiempo, eligiendo cuidadosamente los textos e insistiéndole al artista popular al que encargó la obra que no olvidara ninn detalle

        No se separó de allí ni un instante mientras le adornaba la fachada:

       _¿Has pintado ya el edificio cúbico de la Kaaba, cubierto de colgaduras de seda negra que se renuevan cada año, en donde pueden leerse, bordadas en oro, las palabras del Profeta?

      _¿Se distinguen bien, en los ramos que te mandé dibujar a los lados, cada una de las cinco flores que exhalan su perfume _jazmín, rosa, azahar, clavel y romero_ en memoria del Profeta?

      _Escribe ahora: «En alabanza del Dios altísimo, el Creador, el Justo, el Único, el Verdadero, que grabó en los corazones de sus fieles el deseo de acudir a la Ciuda Santa una vez en la vida, como visión adelantada del Paraíso. En las puertas de La Meca se reúnen los peregrinos contentos y gozosos, olvidados ya de las amarguras, calamidades y desgracias del camino, y entran cantando en el patio de la Mezquita donde se alza la Kaaba. Yo besado la piedra negra. He rodeado siete veces ... ».

      _¿Dónde nos quedamos ayer? «... siete veces cantando la Kaaba, he visto La Meca y mis ojos quedaron saciados para siempre». Y ahora pon mi nombre. Ahmed ben Xamel, y la fecha, en rojo. ¿Ya has acabado? ¿Está bien claro? No me basta que lo leas tú. Llama a Musab, hijo de mi vecino. Es preciso que puedan leerlo hasta 1os niños que aprenden a juntar los signos en la escuela.

       _ ...Verdadero ... está bien ... en los corazones de sus fieles adelante... saciados para siempre... Sigue, si leyendo .. Ahmed ben Xamel. ¿Está en rojo mi nombre? ¿Dime Musab, en rojo vivo?

      _No, no extiendas la mano todavía. No has terminado tu trabajo. Pinta ahora a cada lado de la puerta dos ruiseñores con el pico abierto y los párpados bajos, porque es sabido que es más bello el canto de los pájaros ciegos. Pon abajo lo que dicen sus trinos: «No hay más dios que Dios». En rojo para que el color cante, ya que tú no sabes copiar con tus pinceles el sonido de su canción.

       Cuando el pintor dijo que todo estaba ya allí pintado según sus deseos, y Musab, el hijo de los vecinos, confirmó que eran ciertas las palabras del artista, leyendo una vez más las inscripciones que ya casi se sabía de memoria y describiendo los dibujos; cuando estuvo seguro de que todo el que pasara por la calle adelante podría saber que allí vivía el fiel Ahmed ben Xamel, que en el ocaso de su vida había cumplido su deseo de peregrinar a La Meca, sólo entonces pagó al artista el precio convenido y se dio por satisfecho.

        Pero Ahmed nunca había visto los dibujos ni nunca los vería, porque al salir de La Meca se había arrancado los ojos que ya no deseaban ver nada más en este mundo. Por eso se dirige ahora golpeando de vez en cuando con el bastón las piedras desiguales de la calle en cuesta. Va como todos los días a pedir limosna a los fieles musulmanes y a los infieles turistas al Santuario de la Roca, el tercero en importancia entre los lugares sagrados para los musulmanes después de La Meca y Medina.

       Atraviesa el barrio árabe, entra en la Vía Dolorosa, rodea la Torre Antonia y llega al área del antiguo Templo de Salomón, en donde se alzan ahora la Mezquita de El' Aqsa, el Santuario de la Roca y otros bellos elementos de culto: fuentes y estanques de purificación, pórticos de mármol, jardines y monumentos, levantados por los emires de Jerusalén desde que la ciudad fue reconquistada por Saladinow en el siglo XII.

       El recinto está amurallado y las puertas cuidadosamente vigiladas por guardianes árabes. No hay que olvidar que es éste un lugar sagrado para cristianos, judíos y musulmanes. Fue siempre motivo de encarnizadas luchas y ahora lo sigue siendo, pues no lejos de ahí, al otro lado del Muro,  los judíos se lamentan por su pérdida sin perder nunca la esperanza de su conquista.

       Por eso todo el que se acerque, fiel o turista, antes de entrar en el recinto será cuidadosamente registrado. Una violencia latente, una tensión constante tiñen de temor y recelo las recitaciones musitadas en voz baja en las que paradójicamente se escucha repetida de continuo la palabra Salam: ¡Paz!

       Los vigilantes árabes, que conocen a Ahmed y le repetan, le abren paso sin registrarle siquiera y le reciben con esa misma palabra que también sirve de saludo:

       _Salam. Que la paz sea siempre contigo, Ahmed.

       _Y con todos los fieles seguidores del Profeta.

      El ciego se dirige sin titubear hacia el Santuario de la Roca, como si el sol que resplandece sobre la cúpula dorada le guiase, logrando iluminar sus tinieblas. Se sienta en uno de los escalones de mármol y tiende la mano.

     Empiezan a llegar los primeros turistas. Algunos han tenido que revestirse con los ropajes que les han proporcionado y obligado a poner los vigilantes de la entrada, pues se considera que los pantalones muy cortos, los hombros o los brazos al aire no son apropiados para entrar en una mezquita. Extraña ver, emergiendo de un albornoz de algodón azul largo hasta los pies, el rostro de una vikinga.

       Los turistas se ríen, se fotografían, comentan entre sí.

      Cuando sus voces se hacen demasiado impertinentes, les recuerdan los guías:

     _No alboroten tanto, por favor. La Mezquita es lugar  de oración y también de reunión y estudio. Se puede hablar, pero con respecto y en voz baja.

     Ahmed siente a veces que la atención de un grupo se concentra sobre su propia persona. Oye hablar al guía y, aunque no entiende las palabras, sabe que les está contando su historia porque enseguida se oyen los chasquidos de las máquinas de fotografía enfocadas directamente a su rostro. El ciego permanece impasible con la mano extendida, en la que ahora empiezan a caer las limosnas.

       A Amhed no le ofenden las palabras de los guías ni las exclamaciones de horror que las siguen, ni el saberse objeto de tanta curiosidad y modelo de tantas fotografías. Al contario. Se siente satisfecho. Que aprendan los infieles hasta dónde llega la fe de los seguidores de Alah.

       Pasan los turistas y empiezan a descalzarse a sus espaldas. Nunca podrá acostumbrarse Ahmed a las risas, las bromas y las exclamaciones que suscita un acto que a él enseñaron a cumplir desde niño con el mayor respeto. ¿No es natural que se deje fuera el polvo del camino y se entre con pies descalzos en recinto sagrado? Incluso le extraña que se les permita la entrada a los turistas sin obligarles a realizar en la fuente de mármol las abluciones rituales para antes de la oración, una purificación tan necesaria que

a falta de agua se debe hacer en el desierto con arena.

       Se suceden los grupos. Hace calor. Ahmed se quita su raída chaqueta europea y la deja sobre los escalones, echa un rebujo, a sus espaldas.

        Si alguna moneda lanzada desde lo alto cae sobre mármol, rebota y suena escalones abajo tintineando,  Ahmed no tratará de buscarla tanteando el suelo. Allí se quedaría dos escalones más abajo si alguien no se  fijara en la moneda, la recogiese y se la colocase en la palma de la mano, agachándose hacia él con amor, como manda el Profeta. Sólo así se puede aceptar la limosna, porque lo así es limosna.

        Pasan las horas. Mediodía. Se oye la voz del muecín llamando a la oración desde el minarete de de la Mezquita de El'Aqsa.

A esta hora se une a los turistas un considerable mero de fieles musulmanes que acude a cumplir sus ritos, y aunque la explanada es grande, el gentío se adensa y se dificulta el paso hacia el santuario y la mezquita. Muchos tendrán que extender en el suelo una esterilla y postrarse en adoración a pleno sol.

         Ahmed responde como siempre a la llamada. Se incorpora y de rodillas tantea los escalones buscando el bastón y la chaqueta. Aquí están. Pero hoy se da cuenta de que debajo de la chaqueta hay un bulto con el que no habían tropezado antes sus manos. Lo palpa. Es una bolsa de lona de mediano tamaño bastante pesada, cerrada con una hebilla que el ciego no acierta a soltar.

       Tal vez pertenezca a alguno de los visitantes de la Roca, pues al santuario hay que entrar descalzo y sin paquetes. Pero una sospecha le asalta. No ha podido dejarla allí ningún fiel musulmán ni ningún inocente turista. Tendría que haber unas botas, unos zapatos, un par de sandalias junto a la bolsa. Y por más que palpa el suelo alrededor, no llega a encontrar ningún tipo de calzado por ahí cerca.

       Se confirma en su sospecha. Ya no puede seguir dudando. Ahmed se da cuenta de la terrible realidad: dentro de ese saco está la muerte.

     Grita, pero la voz del muecín, redoblada por los altavoces, ahoga la suya. Se levanta vacilando sobre sus piernas entumecidas. No hay tiempo que perder. Coge la bolsa, se la cuelga al hombro, avanza dando tumbos. Se abre paso golpeando a diestro y siniestro con el bastón.

      Los que se vuelven al percibir los golpes se encuentran a un viejo mendigo con el saco al hombro, la boca abierta y vacía, los ojos abiertos y vacíos, y le dejan paso.

      Ahmed corre. Debe alejarse lo más pronto posible de los edificios del Santuario y la Mezquita, salir del área y arrojar el saco lejos, a un terreno vacío. Calcula que ya debe de estar llegando a la puerta de entrada. Se ha quedado ronco de gritar. Ya no logra emitir ningún sonido

      Oye que le llaman los vigilantes árabes, y se deja guía; por sus voces.

      _¿Qué te pasa, Ahmed?

      No piensa responderles. No puede detenerse. Ya  es tarde para pedir ayuda. Tiene que hacerlo él mismo.

      Uno de los vigilantes, un amigo, trata de sujetarle, pero se queda con un girón de caftán entre los dedos.

      _¡Ahmed! ¿Adónde vas? ¿Te has vuelto loco?

      Si fuera un desconocido, daría la señal para quese  ocupasen de él los policías israelitas, pero tratándose Ahmed, es imposible. No puede estar intentando escapar después de haber cometido algún robo. No es un ladrón. No quieren denunciarlo.

       El viejo está ya bajando la rampa que separa el área del Templo, hoy musulmana, de la explanada del Templo.

       Los vigilantes árabes no pueden seguirle porque les está  prohibido traspasar la puerta.

       _¡Vuelve, Ahmed! ¡Terminarás rompiéndote la cabeza!

      Pero el viejo sigue corriendo. Quiere llegar has centro del solar del lado izquierdo, pues sabe que haca meses se interrumpieron unas excavaciones. Y arrojar allí la bolsa, donde no pueda producir muerte alguna: tiempo habrá después para explicar lo ocurrido.

       Ya está en mitad de la rampa.

       Ahmed tropieza, vacila, parece que va a recobrar  elequilibrio, pierde la orientación, da un paso trastabillado y cae por encima de la baranda hacia el solar de excavaciones. El contenido del saco explota al golpe un estruendo que hace retemblar el suelo y estremece el Muro, que lo devuelve reforzado en el eco. 

        Pánico, gritos, carreras. Los que estaban en la explanada corren a refugiarse bajo las bóvedas de las cuadras de Salomón, bajo las piedras del antiguo Templo.

       Se oyen sirenas de alarma, chirridos de coches que frenan bruscamente, órdenes, pisadas de soldados que se despliegan, ocupan la explanada y bloquean las entrada. De nuevo sirenas y más coches que llegan.

       Las fuerzas policiales que combaten el terrorismo entran en acción.

       Van a comenzar los interrogatorios, los registros y la búsqueda de otras posibles cargas explosivas.

      Todos los que en este momento se encuentran en la explanada de la Mezquita, turistas o musulmanes, serán considerados como sospechosos.

        El viajero, uno más entre los que permanecen acogidos en los sótanos abovedados del antiguo Templo, oye a sus espaldas:

        _Yo lo he visto. Era un viejo miserable de fez y caftán gris. Un árabe. Cuando se disponía a lanzarla contra nosotros, le estalló entre las manos la carga explosiva.

        _¡Justo castigo!

        Arriba, detrás del Muro, del lado musulmán, ha enmudecido  el muecín y reina un silencio de muerte.

PULSA AQUÍ PARA LEER TEXTOS DE VIAJES Y COSTUMBRES

 

IR AL ÍNDICE GENERAL