Arturo 
Pérez 
Reverte

CAPÍTULO TERCERO

[…]

 Se quedaron un rato callados, escuchando el lejano  fragor del  combate que se desarrollaba tras los cerros. Los de infantería debían de estar pasando un mal rato,  pensaba Frederic, atento a los estampidos.

       _Una vez maté a una mujer _murmuró inesperadamente De Bourmont, como si hubiese decidido de pronto confesarse en voz alta. Sus compañeros lo miraron sorprendidos.

_ ¿Tú? _preguntó Frederic, incrédulo_. ¡Estás de  broma, Michel!

De Bournmont negó con la cabeza. Su expresión no  era la de quien pretendía bromear.

_ Hablo en serio _dijo entornando los ojos azules, como si le costase recordar_. Fue en Madrid, el día  dos de mayo, en una de las callejuelas que hay entre la Puerta del Sol y el Palacio Real. Philippo se acor dará bien de aquella jornada, porque también andaba por ahí...

_¡Vaya si la recuerdo! _confirmó el aludido_. ¡Estuve a punto de perder la piel veinte veces aquel día!

_ Los madrileños se habían amotinado _continuó De Bourmont_ y atacaban a nuestras tropas con lo que tenían a mano: pistolas, fusiles, esas navajas españolas largas... Había una barahúnda espantosa por toda la ciudad. Desde las ventanas nos descerrajaban tiros, echaban tejas y macetas, hasta muebles. Yo estaba de camino con un despacho para el duque de Berg cuando me sorprendió el tumulto. Unos chicuelos empezaron a apedrearme, y casi me derriban del caballo. Los espanté con facilidad y troté hacia la Plaza Mayor para dar un rodeo, pero allí, sin saber cómo, me vi atrapado entre el populacho. Eran una veintena de hombres y mujeres, y por lo visto unos mamelucos les acababan de matar a alguien a quien llevaban en brazos, chorreando sangre por la calle. Al verme se abalanzaron como fieras, blandiendo palos y navajas. Las mujeres eran las peores, gritaban como arpías y se agarraban a las riendas y a mis piernas, intentando derribarme del caballo...

Frederic escuchaba con suma atención, pendiente de los labios de su amigo. De Bourmont hablaba despacio, casi monótonamente, deteniéndose a veces unos breves instantes como si se esforzara en ordenar unos recuerdos que jamás, hasta aquel momento, ha_ bía sentido necesidad de expresar.

_Desenvainé el sable _prosiguió_ y en ese momento recibí un navajazo en el muslo. El caballo se encabritó y por poco me tira de espaldas, con lo que habría sido hombre muerto en pocos instantes. Tengo que reconocer que yo estaba espantado. Una cosa es enfrentarse al enemigo, y otra muy distinta a una turba enloquecida y vociferante que levanta hacia ti sus manos crispadas por el odio... Bueno, el caso es que piqué espuelas para lanzar el caballo entre ellos y abrirme paso, mientras atizaba mandobles a diestro y siniestro. En ese momento, una mujer a la que apenas vi el rostro, pero de la que recuerdo perfectamente su toquilla negra y sus gritos, se agarró al bocado de mi caballo como si le fuese la vida en impedir que me largara de allí. Yo estaba aturdido por los golpes y el dolor del navajazo en el muslo y empezaba a perder la cabeza. Mi montura arrancó, sacándome de entre la gente, pero aquella mujer seguía agarrada, no me soltaba aunque la arrastré cuatro o cinco varas... Entonces le di un sablazo en el cuello y cayó bajo las patas del animal, echando sangre por las narices y la boca.

Frederic y Philippo, intrigados, aguardaron la continuación de la historia. Pero De Bourmont había terminado. Se quedó en silencio, contemplando las nubes con el cigarro humeante entre los dedos.

_A lo mejor también se llamaba Lola _añadió al cabo de un rato.

Y se echó a reír con una mueca amarga.

 

 

CAPÍTULO CUARTO

[…]

El anciano aristócrata lo miró con tristeza.

_Escuche, mi querido Glüntz. Una vez, cuando España era dueña del mundo, tuvo un emperador que albergaba el mismo sueño que Bonaparte: una Europa unida. Nacido en el extranjero, en Flandes, llegó a ser tan español que decidió pasar los últimos años de su vida, tras abdicar, en un monasterio de este país, un lugar llamado Yuste. Aquel hombre, quizá el más grande y poderoso de su tiempo, hubo de luchar tanto en el exterior contra la rivalidad de Francia y el germen independentista europeo que se apoyaba en el luteranismo, como contra los fueros y el orgullo nacionalista local de los propios españoles. Fracasó en el primero de los intentos y su hijo Felipe, el hombre enlutado, gris y fanático, echó los cerrojos a España, aislándola del sueño paterno. Curas e Inquisición, ya saben. Los Pirineos volvieron a ser obstáculo psicológico, además de geográfico.

»En los últimos tiempos, merced a la moderna expansión de las ideas progresistas, España estaba empezando quizá a salir del negro pozo en el que anduvo sumida. Quienes defendemos la necesidad del progreso, vimos en la revolución que derribó a los Borbones en Francia una señal de que los tiempos, por fin, comenzaban a cambiar. El creciente peso político de Bonaparte en Europa y la influencia que gracias a ello logró alcanzar Francia en su entorno geográfico, constituían una esperanza... Sin embargo, y es aquí donde surge el problema, el desconocimiento de este país y la escasa habilidad con que sus procónsules han venido actuando aquí, echaron por la borda lo que pudo ser un prometedor comienzo... Los españoles no son, no somos, gente que se deje salvar a la fuerza. Nos gusta salvarnos nosotros mismos, poco a poco, sin que ello signifique una renuncia a los viejos principios en los que, para bien o para mal, nos han hecho creer durante siglos. Si no ha de ser así, preferimos condenarnos para la eternidad. Jamás las bayonetas impondrán aquí una sola idea.

La alusión a las bayonetas sacó a Juniac de su ensimismamiento. Carraspeó antes de hablar, con el aire satisfecho de quien descubría, por fín, un aspecto de la conversación que le era familiar.

_ Pero ahora hay un nuevo rey _dijo con absoluta convicción_. José Bonaparte ha sido reconocido por la corte de Madrid. Y si el ejército español prefiere ser desleal, aquí estamos nosotros para sostenerlo en el trono.

Don Alvaro miró a Juniac, observando detenidamente su limitada expresión de soldado. Después negó lentamente con la cabeza.

_No se engañe. Ha sido reconocido por algunos cortesanos sin escrúpulos y por otros ingenuos que todavía ven en la alianza con Francia el camino de la renovación nacional. Pero todas esas gentes están demasiado lejos del pueblo; son incapaces de ver lo que ocurre bajo sus narices. Echen un vistazo a su alrededor. Toda España es un brasero, y en cada ciudad las juntas claman por la rebelión. Ustedes los militares franceses, y disculpen una alusión respecto a algo de lo que no son directamente responsables, han cerrado con su presencia el camino. No queda más que la guerra y, créanme, será una guerra terrible.

_Una guerra que ganaremos, señor _terció Juniac con cierto desdén que Frederic juzgó mentalmente incorrecto_. No le quepa la menor duda.

Don Alvaro sonrió con dulzura.

_Creo que no. Creo que no la van a ganar, caballeros, y esto se lo dice a ustedes un anciano que admira a Francia, que ya no está en edad de sostener sus palabras en un campo de batalla y que, a pesar de ello, puesto ante la elección, desenfundaría su vieja y enmohecida espada para pelear junto a esos campesinos incultos y fanáticos; para pelear incluso contra las ideas que durante una larga vida he defendido con calor.

»¿Tan difícil es comprenderlo? Oh, sí, mucho me temo que sea difícil, y prueba de ello es que ni siquiera el propio Bonaparte, en su genialidad, ha sabido comprender. El dos de mayo, en Madrid, ustedes abrieron un foso de sangre entre ambos pueblos; un foso de sangre en el que se hundieron las esperanzas de muchas gentes como yo. Miren, me han contado que, cuando Bonaparte recibió el informe de Murat sobre aquella horrible jornada, comentó: «Bah, ya se calmarán...» y ese es el error, mis jóvenes amigos. No, no se calmarán nunca. Ustedes, los franceses, han redactado para España una excelente Constitución, que hasta hace poco hubiera sido la materialización perfecta de antiguas aspiraciones de muchos como yo. Pero también han saqueado Córdoba, han violado mujeres españolas, han fusilado sacerdotes... Hieren, con sus actos y su presencia, justo en lo más vivo de este pueblo estúpido, testarudo y, a la par, entrañable. Ya sólo queda la guerra, y esa guerra se hace en nombre de un imbécil medio tarado que se llama Fernando, pero que, por una u otra razón, se ha convertido en un símbolo de resistencia. Es una tragedia

_Pero usted es un hombre inteligente, don Alvaro _insistió Frederic_. Hay otros como usted en España; muchos. ¿Acaso es tan difícil hacer ver a sus compatriotas la realidad?

El señor De Vigal agitó la blanca cabeza.

 _Para mi pueblo, la realidad es lo inmediato. La miseria, el hambre, las injusticias sociales, la religión, dejan poco lugar a las ideas. Y lo inmediato es que un ejército extranjero se pasea por la tierra donde están las iglesias, las tumbas de los antepasados y también las tumbas de miles de enemigos. Quien pretenda explicar a los españoles que hay algo más que eso, se convierte automáticamente en un traidor. Yo lo intenté muchas veces y sólo he encontrado hostilidad a mi alrededor.

_Pero usted, don Alvaro, es un patriota. Nadie puede negar eso.

El español miró fijamente a Frederic durante unos instantes, en silencio, y después torció la boca en un gesto de amargura.

_Pues lo niegan. Yo soy un afrancesado, ¿saben? Ese es el peor insulto que desde hace un tiempo se escucha por aquí. Y quizá un día vengan a mi casa, a sacarme a rastras como han hecho ya con algunos viejos y buenos amigos.

Frederic estaba sinceramente escandalizado.

 _Nunca se atreverán _protestó.

_Craso error, amigo mío. El odio es un móvil poderoso, y en este país puede haber muchas cosas confusas, pero dos son diáfanas como la luz del día: los españoles sabemos morir y sabemos odiar como nadie. Tenga la seguridad de que, un día u otro, mis compatriotas vendrán a por mí. Lo curioso es que cuando analizo a fondo la cuestión, no soy capaz de culparlos por ello.

_Es terrible _comentó Frederic, indignado. Don Alvaro lo miró con genuina sorpresa.

_¿Terrible? ¿Por qué ha de ser terrible? Usted se equivoca, joven Glüntz. No, no, nada de eso. Simplemente es España. Para entenderlo, habría que nacer aquí.

[…]

 

CAPÍTULO SEXTO

[…]

       Había una bandera. Una bandera blanca con letras bordadas en oro. Una bandera española, defendida por un grupo de hombres que se apiñaban en torno como si de ello dependiera su salvación eterna. Una bandera española era la gloria. Sólo había que llegar hasta allá, matar a los que la defendían, tomarla y blandirla con un grito de triunfo. Era fácil. Por Dios, por el Diablo, que era rematadamente fácil. Frederic exhaló un grito salvaje y tiró bruscamente de las riendas, forzando a su caballo a acudir hacia ella. Ya no había cuadro; tan sólo puñados de hombres que se defendían a pie firme, aislados, blandiendo sus bayonetas en desesperado esfuerzo por mantener alejados a los húsares que los acuchillaban desde sus caballos. Un español que sostenía el fusil por el cañón se cruzó en el camino de Frederic, atacándolo a culatazos. El sable se levantó y bajó tres veces, y el enemigo, ensangrentado hasta la cintura, cayó bajo las patas de Noirot. La bandera estaba defendida por un viejo suboficial de blancos bigotes y patillas, rodeada por cuatro o cinco oficiales y soldados que se batían a la  desesperada, espalda contra espalda, peleando como lobos acosados que defendieran a sus cachorros contra los húsares que perseguían el mismo fin que Frederic. Cuando éste llegó a ellos, el suboficial, herido en la cabeza y en los dos brazos, apenas podía sostener el estandarte. Un joven alto y delgado, con galones de teniente y un sable en la mano, procuraba parar los golpes que se dirigían contra el maltrecho abanderado, cuyas piernas empezaban a flaquear. Cuando el viejo suboficial se derrumbó, el teniente arrancó de sus manos el asta, y lanzando un grito terrible intentó abrirse paso a sablazos entre los enemigos que lo rodeaban. Ya sólo dos de sus compañeros se tenían en pie en torno a la enseña, peleando sin ceder un palmo de terreno. «¡No hay cuartel!», gritaban los húsares que se arremolinaban alrededor de la bandera, cada vez más numerosos. Pero los españoles no pedían cuartel. Cayó uno con la cabeza abierta, luego otro se derrumbó alcanzado por un pistoletazo. El que sostenía el estandarte estaba cubierto de sangre de arriba abajo, los húsares lo acuchillaban sin piedad y había recibido ya una docena de heridas. Frederic se abrió paso y le hundió varias pulgadas de su sable en la espalda, mientras otro húsar arrancaba la bandera de sus manos. Al verse privado de la enseña, pareció como si el ansia de pelear abandonase al moribundo. Bajó el sable, abatido, cayó de rodillas y un húsar lo remató de un sablazo en el cuello.

El cuadro estaba deshecho. La infantería francesa ya acudía a la bayoneta dando vivas al Emperador, y los españoles supervivientes arrojaban las armas y echaban a correr, buscando la salvación en la fuga hacia el bosque cercano.

La corneta tocó a degüello: no había cuartel. Por lo visto, a Dombrowsky le había exasperado la tenaz resistencia y quería dar un escarmiento. Eufóricos por la victoria, los húsares se lanzaron en persecución de los fugitivos que chapoteaban en el barro corriendo por sus vidas. Frederic, que quizá en otro momento habría considerado con repugnancia semejante tarea, galopó de los primeros con los ojos inyectados en sangre, balanceando el sable, dispuesto a hacer todo lo posible para que ni un solo español llegase vivo a la linde del bosque.

[…]

CAPÍTULO SÉPTIMO

[…]

Había un pequeño claro bajo una enorme encina. Iba a pasar de largo cuando vio un caballo muerto, con la silla forrada de piel de carnero característica de los húsares. Se acercó con curiosidad; quizá su jinete estuviera cerca, vivo o no. Descubrió un cuerpo tendido entre los matorrales y se aproximó con el corazón saltándole en el pecho. No era francés. Tenía trazas de campesino, con polainas de cuero y casaca gris. Estaba boca abajo, con un trabuco cerca de las manos crispadas. Agarró la cabeza por los cabellos y le miró el rostro. Llevaba patillas de boca de hacha, barba de tres o cuatro días, y su color era el amarillento de la muerte. Cosa por otra parte lógica, habida cuenta del boquete que tenía en mitad del pecho, por el que había salido un reguero de sangre que ahora estaba bajo su cuerpo, mezclada con el barro. Sin duda era un campesino, o un guerrillero. Todavía no tenía la rigidez característica de los cadáveres, por lo que dedujo que llevaba poco tiempo muerto.

_ La verdad es que no es muy guapo dijo una voz en francés a su espalda.

Frederic dio un respingo y soltó la cabeza, volviéndose mientras levantaba el sable. A cinco varas de distancia, con la espalda apoyada en el tronco de la encina, había un húsar. Estaba medio sentado, en camisa y con el dormán azul extendido sobre el estómago y las piernas. Tendría unos cuarenta años, con un frondoso mostacho y dos largas trenzas que le pendían sobre los hombros. Los ojos eran de un gris ceniza; la piel muy pálida, del color del pergamino. Su chacó rojo estaba a un lado, el sable desnudo al otro, y sostenía una pistola en la mano derecha, apuntándole.

Aturdido por la sorpresa, Frederic se fue inclinando hasta quedar de rodillas frente al desconocido.

_Cuarto de Húsares... _murmuró con voz apenas audible_. Primer... Primer Escuadrón.

La inesperada aparición soltó una carcajada, interrumpiéndola de inmediato con un rictus de dolor que le contrajo el rostro. Cerró un momento los párpados, volvió a abrirlos, escupió a un lado y sonrió dolorosamente mientras bajaba la pistola.

_ Tiene gracia. Cuarto de húsares, Primer Escuadrón... Yo también soy del Primer Escuadrón, querido... Yo era del Primer Escuadrón, sí. ¿No tiene gracia? Por la cochina madre de Dios que tiene gracia, vaya que sí... Nunca te hubiera reconocido con ese uniforme rebozado en barro. ¿Te conozco? No, creo que ni tu propia madre te reconocería con esa jeta aplastada, hinchada como un pellejo de vino. ¿Cómo te lo hicieron? ... Bueno, dime quién eres de una maldita vez, en lugar de estarte ahí mirándome como un pasmarote.

Frederic clavó el sable en el suelo, junto a su muslo derecho.

_Glüntz. Subteniente Glüntz, Primera Compañía.

El húsar lo miró, interesado.

_¿Glüntz? ¿El subteniente joven? _movió la cabeza, como si le costase trabajo aceptar que estuviesen hablando de_la misma persona_. Por los clavos de Cristo, que no hubiera sido capaz de reconocerlo jamás... ¿De dónde sale con ese aspecto? .

_Un lancero me dio caza. Perdimos los caballos y peleamos en tierra.

_ Ya veo... Fue ese lancero el que le dejó la cara así, ¿verdad? Es una pena. Recuerdo que era usted un guapo mozo... Bueno, subteniente, disculpe si no me levanto y saludo, pero no ando bien de salud. Me llamo Jourdan... Armand Jourdan. Veintidós años de servicio, Segunda Compañía.

_¿Cómo llegó hasta aquí?

El húsar sonrió como si la pregunta fuera una estupidez.

_Como usted, supongo. Galopando como alma que lleva el diablo, con tres o cuatro de esos malditos jinetes de peto verde haciéndome cosquillas con sus lanzas en el culo... Al internarme en el bosque les di esquinazo. Anduve toda la noche por ahí, encima del pobre Falú, el buen animal que tiene usted al lado, muerto de un trabucazo. Ese hijo de puta al que usted le miraba la cara hace un momento fue quien me lo mató.

Frederic se volvió a mirar el cadáver del español.     

_Parece un guerrillero... ¿Fue usted quien le dio el balazo?

_Claro que fui yo. Ocurrió hace cosa de una hora; Falú y yo andábamos intentando regresar a las líneas francesas, caso de que todavía existan, cuando ese tipo salió de los matorrales, descerrajándonos su andanada en las narices. Mi pobre caballo fue quien se llevó la peor parte... _miró con tristeza hacia el animal muerto_. Era un buen y fiel amigo.

_¿Qué ha sido del escuadrón?

El húsar se encogió de hombros.

_Sé lo mismo que usted. Quizá a estas horas ya ni exista. Esos malditos lanceros nos la jugaron bien, dejándonos pasar y cargándonos después de flanco. Yo iba con cuatro compañeros: ]ean_Paul, Didier, otro al que no conocía y ese sargento bajito y rubio, Chaban... Los fueron cazando detrás de mí, uno a uno. No les dieron la menor oportunidad. Con los caballos exhaustos después de tres cargas y la persecución, aquello era como cazar ciervos amarrados a un poste.

Frederic levantó el rostro y miró al cielo. Entre las copas de los árboles se veían grandes claros de cielo azul.

_ Me pregunto quién habrá ganado la batalla... _comentó, pensativo.

_¡Cualquiera sabe! _dijo el húsar_. Desde luego, mi subteniente, ni usted ni yo.

_¿Está herido? Su interlocutor miró a Frederic en silencio durante un rato, y después una sarcástica sonrisa apareció en un extremo de su boca.

_Herido no es la palabra exacta _dijo, con la expresión de quien saborea una broma que sólo él puede entender_. ¿Ve usted el trabuco de ese fiambre? _preguntó señalando el arma con su pistola_ ¿Ve esa bayoneta plegable de dos palmos de larga que tiene junto al cañón?.. Bueno, pues antes de que lo mandara al infierno, ese hijo de puta mezclada con un obispo tuvo tiempo de hurgarme con ella en las tripas.

Mientras hablaba, el húsar apartó el dormán que tenía sobre el estómago, y Frederic soltó una exclamación de horror. La bayoneta había entrado en la pierna derecha un poco por encima de la rodilla, desgarrando longitudinalmente todo el muslo y parte del bajo vientre. Por la espantosa herida, llena de grandes coágulos de sangre, se veían brillar huesos, nervios y parte de los intestinos. Con su cinto y las correas del portapliegos, el húsar se había atado el muslo en inútil intento por mantener cerrados los bordes de la tremenda brecha.

_ Ya lo Vd, subteniente _comentó mientras volvía a cubrirse con el dormán_. Yo ya estoy listo. Por suerte no me duele demasiado; tengo toda la parte inferior del cuerpo como dormida... Lo curioso es que, al rajarme, la bayoneta no debió de tocar ningún vaso importante; habría muerto desangrado hace rato,

Frederic estaba espantado por la fría resignación del veterano.

_No puede quedarse así _balbuceó, sin saber muy bien qué era lo que podía hacerse por el herido_. Tengo que llevarlo a alguna parte, buscar ayuda. Eso... Eso es atroz.

El húsar se encogió otra vez de hombros. Todo parecía importarle un bledo.

_No hay nada que pueda hacerse. Aquí, por lo menos, con la espalda apoyada en este árbol, estoy cómodo.

_Quizá puedan curarlo...

_ No diga tonterías, mi subteniente. Después de una hora así, esto es gangrena segura. En veintidós años he visto muchos casos por el estilo, y ya tengo el colmillo retorcido para hacerme ilusiones... El viejo Armand sabe cuándo los naipes vienen mal dados

_Si no le prestan ayuda, morirá sin remedio.

_Con ayuda o sin ella, yo voy aviado. No tengo humor para andar de un lado para otro, pisándome las tripas; en mi estado, resultaría incómodo. Prefiero estar donde estoy, tranquilo y a la sombra. Ocúpese de sus propios asuntos.

Los dos quedaron en silencio durante un largo rato. Frederic sentado en el suelo, rodeándose las rodillas con los brazos; el húsar, con los ojos cerrados, apoyada la cabeza en el tronco de la encina, indiferente a la presencia del joven. Por fin Frederic se levantó, desclavó su sable del suelo y se acercó al herido.

_¿Puedo hacer algo por usted antes de irme? El húsar abrió despacio los ojos y miró a Frederic como si le sorprendiera verlo todavía allí.

_Puede que sí dijo lentamente, mostrándole la pistola que seguía manteniendo entre los dedos_. La descargué contra ese tipo, y me gustaría tener una bala dentro por si se acerca algún otro... ¿Le importaría cargármela? En mi silla hay todo lo necesario.

Frederic agarró la pistola por el largo cañón y se encaminó hacia el caballo muerto. Encontró un saquito de paño encerado lleno de pólvora y una bolsa con balas. Cargó el arma, empujó con la baqueta y la dejó lista. Se la llevó al herido, entregándole también el sobrante de pólvora y munición.

 El húsar contempló apreciativamente el arma, la sopesó un momento en la palma de la mano y la amartilló.

_¿Desea algo más?_le preguntó Frederic. El húsar lo miró. Había un destello de burla en sus ojos grises.

_Hay un pueblecito en el Bearn donde vive una buena mujer cuyo marido es soldado y está en España _murmuró, y Frederic creyó percibir en su voz un remoto rastro de ternura que desapareció de inmediato_. En otro momento, subteniente, es posible que le hubiera dicho el nombre de ese pueblo, por si alguna vez pasaba por allí... Pero ahora me da lo mismo. Además, si he de serle franco, usted huele a muerto, como yo. Dudo mucho que regrese a Francia, ni a ninguna otra parte.

Frederic lo miró, desagradablemente sorprendido.

_¿Qué ha dicho?

El húsar cerró los ojos y volvió a apoyar la cabeza en el tronco.

_ Lárguese de aquí _ordenó con voz desmayada_. Déjeme en paz de una maldita vez.

Frederic se alejó, confuso, con el sable en la mano. Pasó junto a los cadáveres del caballo y el guerrillero y todavía se volvió a mirar atrás, aturdido. El húsar seguía inmóvil, con los ojos cerrados y la pistola en la mano, indiferente al bosque, a la guerra y a la vida.

Anduvo un trecho entre los matorrales y se detuvo a cobrar aliento. Entonces oyó el disparo. Dejó caer el sable, se cubrió la cara con las manos y se puso a llorar como un chiquillo.

(El húsar)

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