Vieja gloria

Rafael García Serrano

 

     El tío del magnetofón dijo que todo estaba a punto, y al oírle: «Por mí, vale», Juan Domínguez tragó un poco de saliva. En la máquina de escribir instalada en su despacho _un ordenado cuchitril desde donde dirigía a un tiempo el pequeño taller y la tienda_ tecleaba desaforadamente uno de sus visitantes. También el de la máquina dio el parte: «Esto ya esta listo», y puso ante las narices del locutor las notas que había escrito a todo meter.

     Juan Domínguez carraspeó levemente y vio cómo algunos chiquillos se amarraban en las lunas del escaparate grande, porque los críos son los que mejor olfatean que algo importante va a suceder. A Juan Domínguez no le habían visitado los periodistas de Madrid desde una final de Copa jugada antes de la guerra; los periodistas de las provincias limítrofes a la suya, sí, ya iban de vez en cuando a preguntarle: _«¿Qué diferencia encuentra entre el juego de ayer y el de hoy?» __«Cuál es, a su modo de ver, el mejor jugador de todos los tiempos?» . _«¿Cuál fue la mayor satisfacción de su vida deportiva?», a lo que Juan Domínguez respondía dormido: _«Más técnica, menos coraje; más conjunto, menos individualidad.» _«Zamora, Ricardo Zamora, sin duda», y «Vestir la camiseta nacional.» Luego compraba el periódico, lo leía atentamente y al final recortaba la entrevista para pegarla en su albúm de recuerdos. Su vida estaba allí transformada en una colección de mariposas secas, algunas ya con las alas rotas o apolilladas, y aquel olor de moho y vejez era sin duda el olor de su propia vida. Un aroma de vieja beata o quizás el perfume de un correaje de cuando Annual, Le provocaba cierta melancolía el hojear el álbum porque al principio los titulares de los periódicos y los pequeños sueltos de la prensa local hablaban de «una promesa de nuestra cantera», después los periódicos regionales destacaban ponderativamente al «impetuoso Domínguez» y de repente toda la prensa de España desplegaba su encomiástica adjetivación en honor de Domínguez, «as de la furia»; había recortes Buenos Aires y de Florencia, de Dublín y de París, de Viena y de Budapest, de Montevideo y de Lisboa, de Roma y de Hamburgo; luego el largo silencio de la guerra, la regocijante croniquilla de aquel partido que jugaron medio en broma sus amigos y compañeros para inaugurar su tienda de artículos deportivos, y el anuncio a toda plana que hizo insertar en los periódicos locales y en el que Zamora, Ciriaco, Quincoces, Balarroja, Goiburu, Rubio, Lazcano, Samitier, Vergara, Miqueo, Osés, Urreaga y otros aparecían firmando autógrafos a los primeros clientes. Fue muy divertido y muy rediticio. Después, una docena escasa de entrevistas en las que se solicitaba la opinión del «comerciante Juan Domínguez, vieja gloria de! fútbol nacional» sobre una porción de temas.

     Juan Domínguez había oído muchas cosas a lo largo de su carrera: por ejemplo, «Rienzi» le comparó con el Cid; Jacinto Miquelena solía Ilamarle «cónsul de Baracaldo» y un golfo que colaboraba en un periódico madrileño fundamentalmente dedicado a la trata de blancas, siempre que tenía que aludirle hablaba del «seminarista rupestre», del «macabeo hidrófobo» o del «futbolista de Altarnira», y todo porque al poner el balón en juego, Juan Domínguez se santiguaba. Un amigo suyo muy carlista esperó un día al golfante y le santiguó con una estaca, la primera en la frente, la segunda en la boca, la tercera en el pecho y aun parece que le administró otras cruces de propina sin detenerse a consultar con los Santos Padres. Desde los graderíos exaltaban los riñones de Juan Domínguez o le daban una pasadita discreta a su árbol genealógico, todo dependía de qué lado cayese la balanza, pero en el fondo nada llegaba a calar en el alma de Juan Domínguez.

     _¿Estamos? _preguntó el locutor.

     Domínguez hizo una señal de asentimiento, se oyó como el ronroneo de un gato en el magnetofón, el locutor alzó una mano y el que había estado escribiendo a máquina manipuló con precisa exactitud la palanca de la registradora. Sonó el campanillazo, aquel campanillazo que alegraba los sueños solterones de Juan Domínguez, y el locutor comenzó a hablar con mucha prisa, como si transmitiese la vertiginosa combinación que precede a un gol de bandera:

     _Esta que acaban de oír, queridos oyentes, es la máquina registradora de la bonita tienda de artículos deportivos que Juan Domínguez, el impetuoso delantero centro de tantas tardes gloriosas del fútbol español, posee en Gambo, la próspera, industriosa y simpática ciudad  donde ahora estamos para transmitir el partido que esta tarde ha de jugar el once local, aquel en que diera sus primeros pasos Juan Domínguez, contra el Real Madrid, en el que por cierto diera Juan Domínguez sus últimos y afortunados pasos como jugador de balompié. En la mañana del domingo, y qué domingo, señores, a la celestial hora del aperitivo _aperitivos Chaina, no lo olviden, aperitivos Chaina_ hemos venido a charlar con Juan Domínguez en su tienda de artículos deportivos, esto es, en su propia salsa, para que ustedes puedan escuchar y deleitarse con sus declaraciones correspondientes a la serie «Las viejas glorias viven entre nosotros», en emisión diferida y justamente aprovechando el descanso del partido, por gentileza de los aperitivos Chaina, no lo olviden, aperitivos Chaina, el aperitivo de los grandes ases del deporte.

     El locutor miró hacia el periodista, luego hacia el técnico del magnetofón, después le cucó un ojo a Donguez. El periodista hizo un pequeño gesto que venía a querer decir: «Ni siquiera María Guerrero, la eminente trágica que en paz deseanse, sería capaz de leer tan bien mi prosa.» El del magnetofón, que por razones profesionales y de competencia, era asiduo cliente de las películas americanas, marcó el gesto de O.K. y Domínguez sonrió con cara de estúpido. El locutor siguió perorando:

     _La tienda de artículos deportivos de Juan Domínguez es amplia y hay en el centro una gran vitrina magficamente iluminada en la que lucen las copas y trofeos ganados por el as de la furia española a lo largo de su pelea por los campos de fútbol de todo el mundo. La tienda está situada en un lugar céntrico y acreditado, tan acreditado como los aperitivos Chaina, no lo olviden, aperitivos Chaina, el aperitivo de los grandes ases del deporte. Juan Domínguez, algo más grueso que entonces _¿se acuerdan ustedes, los veteranos?_ sigue conservando el mismo aire decidido e impetuoso de sus jornadas heroicas. No alcanzó de manera plena aquellos días de las porterías al hombro, pero sí los de «un córner, medio gol», y los saques de esquina solían subir al marcador transformados en goles por la furia de este hombre que ahora vende balones y paletas de pinpón, tablas para esquiar, bastones de montaña y pinchos. Vamos a ver, Juan Domínguez, ¿querría usted contestar unas preguntas hechas en nombre de la afición por aperitivos Chaina, el aperitivo de los grandes ases del deporte, entre los cuales usted ocupa un puesto de honor?

     _Sí, sí...

     _Hable más alto, Juan Domínguez, que el micro no muerde, eh ...

     Y todos se rieron mucho. El locutor, el periodista, el técnico; y los radioyentes, por la tarde, también se reirían.

     _Sí, hablaré más alto _dijo Juan Domínguez, que también se había reído_, pero es que no tengo costumbre, ¿sabe?...

     _Veamos. Preguntamos a Juan Domínguez: ¿cuando comenzó a darle a la pelota?

     _Fue en el colegio ...

   

      (Juan Domínguez lo veía muy bien; veía el patio del colegio como si en aquel mismo momento estuviese enviándose él mismo la pelota de goma por medio de un rebote en la pared de la larga fila de excusados. Sabía qué puerta resistía mejor el golpe y su destreza radicaba precisamente en eso, en jugar, más que al fútbol, a tocar el xilofón en el patio. Le daba mucho miedo la brutalidad de sus compañeros, un rebaño de jóvenes bestias, y se desprendía fácilmente de la pelota, pero por otra parte amaba el juego, el juego le gustaba más que nada, mucho más que la lista de los reyes godos, que las ecuaciones, que las complicadas reacciones químicas, que los silogismos y el número de hijos naturales de Lope de Vega, y como el juego le gustaba mucho más que todo esto,y que andar de aventuras por ahí, y también más que tirar de la trenza a las niñas del Sagrado Corazón, o que las bellaquerías detrás de la puerta, enviaba la pelota de manera que volviese de nuevo a él, que ya estaba lejos, en otro lado, sin que nadie le agobiase, y los colegiales, incluso los de las clases superiores y los padres celadores y los profesores y hasta el director, que era un vascongado atlético, decían: «Hay que ver qué "lapa" es Domínguez  para desmarcarse»).

     _Juan Domínguez dice que fue en el colegio; siga siga, estamos impacientes por escuchar su relato.

     Juan Domínguez no tenía ni la menor idea de que hubiese hecho una larga pausa, y sin embargo había sido así. Se quedó mirando hacia la vitrina de los trofeos y pensaba que las hermosas copas estaban vacías, que nunca habían contenido vino, si acaso, alguna, el apresurado champán de una vez, y ni media palabra más. También su propia vida era hermosa por fuera y desolada, hueca, desierta, fría, metálica y enmohecida por dentro. Hasta zaborras , moho, un poco de verdín y pelusillas de polvo habría dentro de su vida, igual que dentro de algunas copas. Estaba hablando sin saber ni siquiera lo que decía, pero por la sonrisa animadora, condescendiente y superior de los tres de la radio la cosa no debía de marchar mal.

     _ ... yo no quería estudiar, en vez de estudiar jugaba a un tiempo en tres equipos, uno el del colegio, otro de mi calle y otro de un pueblo cercano. Éramos chicos entre los catorce y los dieciséis años. Los equipos se retaban por medio del periódico: «La Peña Los Leones reta al River de los Jesuitas a jugar un partido de fútbol en los campos de La Alameda, el próximo domingo a las once de la mañana. Se ventilarán once reales. Caso de aceptar se ruega contestación por el mismo periódico.» Luego prosperé; jugaba ya en equipos que ventilaban once pesetas, u once comidas, a veces once pesetones, once bocadillos y once litros de vino. Era un mundo muy curioso, absorbente, que consumía todo mi tiempo. Cuando me quedaba alguna hora libre me iba al frontón a jugar a pala ...

     _Bien, bien, bien, están escuchando lo que el as de la furia, nuestro Juan Domínguez, les cuenta de su infancia y mocedad deportiva por gentileza del aperitivo Chaina, el aperitivo sin alcohol favorito de los campeones. Y diga, Juan Domínguez, diga, por favor, ¿cual fue su primer equipo serio?

     _Bueno, todos lo saben ...

     Sonrió con magnífica modestia para corregirse. _Perdón, lo sabían. Yo ya soy viejo.

     _¿Usted viejo?

     _Sí, viejo. Mi primer equipo serio fue el Gambo F.C., el equipo de mi tierra ...

   (Recordaba mientras iba soltando palabras sin sentido, vanas palabras que nada decían, que contaban lo de siempre, recordaba que su padre, al principio, se había limitado a llamarle golfo; luego recordaba cómo le cortó la escuálida asignación dominguera. Del colegio no se decidían a expulsarle porque era ya una gloria que rentaba popularidad y los chicos preferían estudiar en el colegio de Domínguez a estudiar en otros colegios que no manufacturaban tan excelentes delanteros centros. El Instituto haa mucha competencia a los colegios y no era cosa de soltar a Domínguez para que se lo llevaran los Padres del colegio de enfrente. En vista de lo cual los Padres le ayudaron mucho, y gracias a sus recomendaciones liquidó a trancas y a barrancas el bachillerato. El hueso era un catedrático que profesaba de librepensador y no quería ni escuchar a los buenos Padres de Gambo _si se excluye a los agustinos, hacia los que sentía una enorme simpatía desde Martín Lutero_, pero dio la casualidad de que el catedrático librepensador era vegetariano, algo anarquista y muy partidario del Gambo F.C, así que aprobó de mogollón  gracias a su destreza para meter goles.

     Seguía teniendo mucho miedo, seguía soltando la pelota en cuanto podía y muchas veces tiraba sobre puerta apresuradamente por explicar de modo público una jugada que, debiendo de apurarse a fuerza de valor, a él le encogía el ombligo  y no la continuaba: «Esto es, bueno, disparar desde todos los lados, disparar en cualquier postura», dea la gente, y el día en que un cronista deportivo de la ciudad _muy versado en humanidades porque había sido seminarista_ aplicó a la artillería de Juan Domínguez el dicho unamuniano de «disparar primero y apuntar después», se considero plenamente justificado. Además tenía suerte y marcaba muchos goles.

     Cobró gran fama de impávido y le comparaban con los del Amberes y también con Yermo , y esta fama era muy grata y él la sentía justa y buena durante toda la semana, porque llegaba a creer que era muy valiente, pero los domingos por la tarde sudaba de pavor. Sin embargo, la suerte le acompañaba siempre. No quiso ir a la Universidad, su padre fue a echarle de casa, y sólo por la intervención de la madre y porque los del Gambo le buscaron un empleíllo y le daban, al principio, cincuenta duros, un mes con otro, pudo continuar en el hogar, pero su padre apenas si le hablaba. Luego el hombre se fue haciendo a la calamidad aquella, se le formó callo, y cuando lo vio famoso solia decirle: «Para ser un vago eres un tipo con mucha suerte»

     El juego es lo que le gustaba a Juan Domínguez; encontraba en la verde pradera la razón de su existencia, y cuando se cruzaba entre los dos defensas con el pase de la muerte, le parecía que el cielo era rectangular, cubierto de yerba, marcado con cal y estaba rodeado de ángeles vociferando que comían castañas asadas, chufas de leche y naranjas redondas y agrias. Corría más que nadie porque tenía más miedo que nadie, y si un contrario sufría alguna lesión él iba a ayudarle y se pasaba el tiempo dando golpecitos en la espalda a sus rivales y les estrechaba la mano y ponía paz en los tumultos, y los periódicos comenzaron a llamarle «el hidalgo de Gambo» y se fue formando en torno de él una leyenda de caballerosidad que contribuyó a defender sus espinillas, porque atacar aleuosamente a Juan Domínguez era como darle de puñaladas por la espalda a San Francisco de Asís, como ponerle la zancadilla a la Beata Imelda o como violar a Caperucita Roja. Su nombre creció desmesuradamente, los del Gambo le pagaron más, le buscaron un empleo de padre y muy señor mío, y al mismo tiempo que comenzaron a interesarse por él los clubs gordos, las gentes más serias de la ciudad le trataban con la misma consideración que a los grandes y le buscaban ocasiones de negocio y le traían en palmitas y durante muchos años no supo lo que era echarse mano a la cartera para pagar una comida, un café y aun otras cosas. Pero su padre le decía: «Eres un vago muy afortunado», y esto le daba pena.)

     _Formidable, amigo Juan Domínguez, verdaderamente interesante y estupendo todo cuanto nos cuenta. Pero el tiempo corre con la misma rapidez, bueno, querido Domínguez, usted perdone, casi con la misma rapidez de aquel glorioso delantero centro que mereció el apelativo de «el hidalgo de Gambo», y nosotros aún queremos hacerle una pregunta clave ... ¿Por qué se retiró usted?

     _Hay que saber irse a tiempo. Yo, ya sabe, no era muy viejo al retirarme, pero estaban los tres años de la guerra... En fin, fueron tres temporadas prácticamente nulas, había que ordenar la vida ...

       (Era muy fácil contar lo de siempre, aunque hubiese perdido la costumbre era muy fácil contar lo de siempre; le resultaba sencillísimo mentir. Pero Juan Domínguez sabía muy bien por qué se había retirado. Ni por un momento se sintió viejo. Se creía nacido para jugar hasta el fin de sus días y probablemente no andaba lejos de la verdad. La guerra era la que tenía la culpa de su retirada; la guerra, que trastornó la vida de todos; la guerra que había enseñado a los hombres peligros infinitamente mayores que los del pase de la muerte o la lesión de menisco, la guerra que hace innecesarias las palmaditas en la espalda, la guerra que dejaba anticuado su repertorio, la guerra que metía sinceridad en las relaciones de los hombres porque bajo su zarpa todos veían tan cerca las verdades definitivas que el juego quedaba reducido a su más noble dimensión: el puro y personal entretenimiento, la manifestación del ocio bien ganado, incluso el recuerdo de los combates en los que arbitraba la muerte.

     Al final de la guerra fue movilizado y entró en fuego muy en las boqueadas de la ofensiva de Cataluña. La escuadra desplegada en guerrilla le traía a la memoria sus horas de juego, incluso, a veces, iban tres por delante, los dos extremos y el delantero centro, y los dos interiores algo más atrás, y en general todos jugaban bien, sin darle demasiada importancia al asunto, y cuando un jefe se lo llevó a su cuartel general respiró muy a gusto, pero perdió la ocasión de saber que también los valientes tienen miedo. No, no volvería a jugar porque todo iba a ser distinto después de aquello, y porque su deporte seguiría interesando a las gentes, pero de otra manera, sin la renta de antes, porque nadie podría tomar en serio aquellos simulacros. Cuando quiso dar marcha atrás al apercibirse de que la vida seguía igual que siempre, ya era tarde, ya había perdido, no los tres años de guerra, sino unos cuantos meses de la paz, Fue entonces cuando abrió su tienda y notó que toda su vida había sido un magnífico, un hermoso, un tremendo y patético error.)

     _Espléndido, Juan Domínguez. Damos muchas gracias a Juan Domínguez por sus respuestas interesantísimas en nombre de nuestros queridos radioescuchas y de manera muy especial en nombre del aperitivo Chaina, el aperitivo sin alcohol de los buenos deportistas que patrocina esta emisión diferida perteneciente a la serie de «La viejas glorias viven entre nosotros», que cada domingo ofrece el aperitivo Chaina, no lo olvide, el aperitivo de los grandes ases del deporte. Devolvemos el micrófono a Luis Ribera que seguirá comentando las incidencias del primer tiempo hasta que los jugadores salten de nuevo al campo. Buenas tardes y que gane el mejor. ¿Y cuál es el mejor? El mejor es el aperitivo Chaina, el aperitivo sin alcohol, el aperitivo de los grandes ases del deporte.

     Cesó el ronroneo felino del magnetofón.

     _¿Todo bien?

     _Todo bien.

     _Usted, Domínguez, ha estado muy bien. Es poco corriente encontrar deportistas que contesten con soltura, sobre todo boxeadores. Además ha dicho lo bueno, lo que se dice siempre, lo que la gente quiere oír.

     _¿Verdad?

     _La furia, la camiseta nacional, el club de sus amores, aquel patio del colegio, la fidelidad a la aficn, todas esas monsergas tan bonitas; el disco, señor, el buen disco.

     _Sí, creo que he dicho lo que la gente quiere oír. Me parece que sí, que he dicho lo que la gente quiere oír. La gente quiere

siempre lo mismo, ¿no les parece?                            

     _Eso estaba diciendo yo.

     Sacó una botella de vino.

     _Tomaremos una copa, eh ...

     _De acuerdo, Domínguez; siempre que no sea de aperitivo Chaina estamos dispuestos a soplar  lo que haga falta. Mire, Domínguez, si quiere vivir muchos años, hágame caso y no caiga en la tentación de probar esa porquería. El aperitivo Chaina está a mitad de camino entre los productos Borgia  y el aceite de hígado de bacalao. Es algo infecto _el locutor se dirigio al cnico_. Anda, pásanos la cinta.

     El magnetofón devolvía el campanillazo de la máquina registradora, la inicial vacilación de su voz: el magnetofón iba repitiendo lo que Juan Domínguez había dicho, lo que la gente quería oír. La voz de Juan Domínguez le parecía a Juan Domínguez como la voz de otro Juan Domínguez al que apenas si conoa. La grabación era perfecta. Mientras escuchaba abrió la botella y sirvió las copas. Chocaron los cristales. Todos bebieron: el locutor, el que escribió la careta , el operario del magnetofón. Juan Domínguez también bebió. Miraba los trofeos de la vitrina y la tristeza le llegaba desde las copas como un licor amargo y reconfortante. Luego dijo: «si no tienen compromiso, vénganse a comer conmigo», y los otros aceptaron muy contentos. Pensaba Juan Domínguez en beber algo más que de ordinario y luego venirse a la tienda, ya sólo y en llevarse una botella a su despachito y en sacar las copas de la vitrina y en ir bebiendo en alguna de ellas. Los chiquillos seguían al otro lado del escaparate, con las narices pegadas a la luna, chatos de curiosidad. Por la tarde, mientras el Gambo F.C. jugase con el Madrid, Juan Domínguez se emborracharía.

     _Vamos _les dijo_, sé de un sitio que les va a encantar.

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