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Tomás Borrás |
LA MUERTE ESTÃ ABAJO
El
momento en que toda la casa sonaba,
vibraba, parecÃa
tambalearse con el estruendo del baile. Todo el primero era de
salones, infinitamente alejados por espejos,
como si el mundo entero fuese aquella masa locos que se movÃa,
estrujándose entre vahos de calor,
de luz
artificial, de música y de palabras a gritos. Cada
uno iba disfrazado, y en el disfraz se conocÃan sus sentimientos,
sus gustos, la personalidad a que aspiraba. Las
mujeres enseñaban la sonrisa bajo el corto antifaz a la
veneciana; la mayorÃa, despojadas de
él, sentÃan ardor en el rostro,
miraban con los párpados dilatados y el globo
de sus ojos daba reflejos de lÃmpida agua. A veces un
danzarÃn hundÃa la boca y la lengua en la
carne de un hombro desnudo. Algunas
carcajadas estallaban simulando un
desmoronamiento de vidrios. Sobre la melodÃa de
los violines
disparaban taponazos los vinos
Dominando el estrépito, un criado apareció en una puerta y gritó, tembloroso: _ ¡Señor! ¡La Muerte está abajo! Cesó la música de repente; paralizóse todo. Las miradas se volvieron unánimes al criado: estaba livido. _ ¡La Muerte está abajo, señor! Todos sintieron un frÃo voluptuoso en la nuca, una ondulación recorriéndoles la espalda. Se oyó la palabra terrible formulada como pregunta, en voz baja y ahogada: _¿La Muerte? ¿La Muerte? El dueño del palacio tiró un pastelillo sin tragar el último bocado y fue hacia el sirviente. _¿Qué Muerte? ¿Una máscara? _No _¿La Muerte qué? ¿Qué Muerte? No entiendo. _ No querÃa entender. Nadie querÃa entender. Todos tenÃan sudor frÃo en las manos. El criado se echó a llorar: _ ¡Señor! ¡De verdad es la Muerte! Uno disfrazado de militar, con el falso valor de los disfrazados de militares, avanzó fanfarrón, sacando la pada de hoja de lata: _Pues bien: que pase. Pero su risa sonó frÃa y hueca, falsa, mientras se miraban unos a otros como queriendo encontrar en otro la idea salvadora. La idea salvadora brotó: _¡Cerrad la puerta! Como todos fuesen a cumplir la orden, se produjo un desbarajuste. Cada cual, en el remolino, se perdió entre demás. Sólo los viejecitos, agarrados a los brazos de los sillones, sin poder incorporarse, no decÃan ni hacÃan nada. TenÃan vivos nada más los ojos. El dueño subió, dejándose caer en una silla, desfallecido. _¡Es la Muerte, sÃ! ¡La he visto! Inmediatamente las puertas de todos los huecos fueron cerradas; los cortinajes, corridos; todos los intersticios tapados con telas que arrancaban ellas y que ellos metÃan a la fuerza, rompiéndose las uñas. Muchas mujeres lloraban con congoja. Otras se abrazaban a sus hombres, buscando protección. Los músicos, en lo alto de su tribuna, con el violÃn y el arco, miraban azorados, en pie. Pasó un poco de tiempo. Se atisbó, abriendo con infinitas precauciones, la calle. Estaba desierta y tenÃa el color acuoso de la aurora. No no se percibÃa cosa alguna, atreviéronse algunos a a la gran balconada, que sobresalÃa un metro sobre el portalón. Entraron atropellándose, como huyendo del rayo. La habÃan visto. Era una figura severa, humana, con la toca negra caÃda sobre el rostro. Estaba inmóvil y en pie en el umbral, aguardando. Todos se desesperaron, cogidos en aquel cepo del que posible huir. El tiempo transcurrÃa. ¿A quién iba a buscar la Muerte? Apenas lo apuntó alguien, se encararon con los viejos cuyos ojos _únicamente_ vivÃan en ellos. El instinto de conservación arrebató fuera de sà a los bailarines. Agarraron a los viejos y arrastrándoles con prisa acelerada, abrieron la puerta _ ¡la horrible puerta _ y les arrojaron a la calle, se los arrojaron a Ella. Después hicieron barricada en la puerta y escucharon ansiosos, con ese silencio en que tan bien se oye el reloj del corazón. Nada. En la calle, color de agua, el silencio era también profundo. Se asomaron de nuevo. Ella seguÃa allÃ. Nadie llamaba, nadie aparecÃa. Si alguno de los refugiados en los salones miraba hacia un sitio, todos se volvÃan alarmados. El que llorase hacÃa llorar a todos. Y el tiemÂpo seguÃa pasando entre tanto, seguÃa pasando con su paso insensible. Los más nerviosos, no pudiendo soportar aquella interminable tensión, abrieron, lanzándose a la calle. Les llamaron con horrible angustia los de dentro. Ninguno contestó. Silencio denso en la atmósfera alrededor de Ella. ¿Qué harÃa con los que se fueron? Se lo preguntaban forjando hipótesis inútiles. Organizaron la manera de permanecer allà el mayor tiempo posible. Ajábanse los rostros, macilentos. Los disfraces parecÃan burlas, por lo pomposos, sobre aquellas escuálidas figuras, sucias, abandonadas, palidez y mirar triste. CaÃdos por el suelo, los habÃa que se desmayaban de miedo y de fatiga. Algunos se habÃan vuelto locos. Un loco preguntaba, mirándose a un espejo: _¿Porqué,porqué? Pasaba más tiempo, largo, lento, inacabable, pasaba más tiempo. Fueron saliendo, fueron entregándose poco a poco, a medida que se les hacÃa imposible la cárcel en que estaban. Los salones se despoblaban. Quedó la puerta abierta. Ella no subió. SeguÃa en el umbral, inmóvil, como una estatua del relieve de la fachada. Continuaba el tiempo resbalando, sin notarse su andar. Los últimos esperaron más, apretándose para sentir la vida. Pero, momento por momento, el malestar, el vacÃo, el pensamiento fijo les fue empujando. Preferible era todo a permanecer asà en aquella espera espantosa que no tenÃa ni alivio ni fin. No podÃan soportar el insomnio _tenÃan horrendo temor a dormirse_ ni el susto por lo que no se sabÃa qué podÃa ser, y que, por desonocerlo, les empavorecÃa más. Y nunca ni el menor rumor en la calle, iluminada apenas con el color de agua del cielo. Y nunca, de los que marcharon antes, ni una señal de martirio, de aniquilamiento o de salvación detrás del lÃmite de la puerta. Quedó uno sólo, un máscara avejentado, encorvado, que devoraba con los ojos los salones, por ver si le aparecÃa un compañero. Los salones estaban, asimismo, arruinados: deshechos los muebles, sin reflejo los espejos como láminas de plomo, con frÃo trágico, con crujidos de esqueleto de maderas, con polvo y moho en todas partes. El último abrió el balcón y se arrojó a la calle. No se le oyó caer. Todo estaba desierto dentro del palacio opaco, en penumbra, desmoronándose lentamente, pulverizándose lentamente. Y cuando todo él estaba desierto, entró ella, majestuosa, pausada, velada, sombrÃa, y, sentándose triste entre toda la tristeza, se puso a esperar, a su vez su momento de dejar de existir, de morir también. PULSA AQUà PARA LEER RELATOS DE TEMA FANTÃSTICO |