En pos de la vida

    Pepa, la cocinera, era hermana de pecho de mi prima Cruz —¡aquella hermosísima prima a quien yo amé tanto!—, hija de mi tía la marquesa de la Peña–Calderón, descendiente del famoso D. Rodrigo, marqués de Siete Iglesias, de cuyo orgullo tanto hablan crónicas; prócer ilustrísimo que, con enterez de héroe y aun de semidiós, pasó del todo a la nada y de los esplendores de la vida a las tinieblas de la muerte.

    Y digo yo aquí «no por nada» ni para sacar a relucir los timbres de mi abolorio y linaje, sino que hablando de Mari Cruz se me ha venido ello a los puntos de la pluma; y para que el resto de mi narración, en la que tantas personas de pro intervienen, no se juzgue desaparejado de su principio por esto de comenzar hablando de una cocinera. También declararé, ¡qué diantre!, que me satisface un poquillo hablar de esto del abolengo.

    Unidas por este dulce lazo —hidrogala libada en el mismo vaso mirtino— Crucita y Pepa habían sido amigas desde la cuna, salvando, claro está, las distancias, que mis tíos los marqueses tenían buen cuidado de amojonar con blancos cipos blasonados, de esos que se ven desde lejos.

    Ambas niñas crecieron juntas, y juntas convivieron bajo los techos del caserón montañés durante toda su puerilidad y aun durante lo que hemos dado en llamar segunda infancia: preadolescencia a la que la divina pubertad pone fin.

    Mi prima Crucita y Pepa se habían educado en el pueblo, y como mi tía no estaba por esos requilorios de internados ni de garambainas, las dos muñecas recibieron enseñanza cristiana y sólida en el convento de Pomares, de madres Escolapias, donde las cendolillas aprendieron doctrina, geografía, historia y otras hierbas espirituales; a escribir con clara, dura y castiza letra española, arrancada de las pautas de D. Andrés de la Peña–Calderón, mi abuelo, gran calígrafo, también algo Siete Iglesias; a coser con invisibles pespuntes y a labrar con primor inusitado. De francés, ni el güí, mosiú, y de solfeo, y esto únicamente mi prima, el Eslava de cabo a rabo, enseñado por D. Leandro, el organista, que de Dios goce, pues ya es muerto.

    Mayorcitas ya las muchachas y hecha su primera Comunión, tomó Pepa posesión del cargo de doncella de la señorita; y al empezar a ejercerlo, ésta —la señorita—, por imposición chinchorrera de unas linajudas parientes de la corte, se fue a los Madriles a pasar siquiera media docena de año en el Sagrado Corazón, en el casón de los Medinaceli, junto a San Antonio del Prado, donde habrían de estucarla, esmaltarla, nielarla y no sé si cincelarla y burila.

    Por de pronto, hiciéronla perder su hermosa y clara letra española; aquella letra que Iturzaela y Torio de la Riva prohijarían gustosos, dándole otra bastarda y angulosa, que, como no fuera a ambición, maldito a lo que sabía.

    ¡Adiós, insignes pendolistas españoles, pintores del carácter de toda una raza!

    Pasaron los seis años —diez y ocho tenía ya mi riquísima prima; capullo de nieve y de rosa engarzado en oro—, y con más habilidades que una mona sabia regresó la niña a sus lares, no ya en la montaña, sino en la mismísima villa y corte, donde mis tíos habían montado casa, en la recién adquirida de un título arruinado, allá por el Conde Duque, cerca de los Incurables. Un caserón antediluviano, que parecía haber sido arrancado a las tierras montañesas y trasladado a aquellos andurriales por arte hermética, suavizadora de las nostalgias y añoranzas de mi noble tía. Pepa, en tanto, habíase también doctorado en las artes difíciles de la plancha, con nota de némine discrepante, o aburante, que es lo del caso; y en las no más fáciles de re coquinaria, llegando a ser una savarina lo bastante aceptable para lograr el régium exequátur de D. Mariano, el celebérrimo doctor Thebussem, visita de la casa, de quien aprendió no poco, y entre ello, a heñir y cocer los célebres alfajores de Medina Sidonia, gemelos de los que se consumen en el paraíso de la Huerta de Cigarra.

    Como ni Crucita ni Pepa habían nacido para monjas, y bien se veía que no las llamaba Dios por tal camino, ambas tomaron pronto estado; casándose, mi prima, con el marqués de los Carabees, montañés como ella; y Pepa, con Manuel, el cochero de mi tía, madrileño, recién entrado al servicio de la casa, con los mejores informes del mundo; chico listo, tan listo, que de garage en garage, en sus horas de asueto, había recogido el título de chófer, extendido por el claustro libre de sus camaradas en lo futuro; pues él, como el Gran Romántico, también preveía que esto, el taf–taf, mataría a aquello, los carricoches; y valía la pena de asegurarse y de prevenirse, por si venían mal dadas.

    ¡Y tanto como vinieron, aunque no para él! Como que mi primo, el marqués de los Carabeos, al ver que Crucita tiraba de Pepa, vio el cielo abierto, tirando él también de Manuel, obteniendo con esto un buen chauffeur, y de absoluta confianza, que no es poco lograr.

    Casáronse Crucita y Pepa, como he dicho; y casáronse el mismo día, como digo ahora; y naturalmente, como los pedidos se hicieron con la misma fecha, la gran fábrica de París, diez meses después, remitió a los flamantes matrimonios sendos niños, rollizos y hermosos, llegando el de Crucita horas antes que el de Pepa, con gran satisfacción y contento de mi tía ante la atención de los gabachos, dando la preferencia a la señora.

    Llamáronse los nenes Lito y Lolo, ó sea: Manolito, mi sobrino segundo, y Manolo, el hijo de Pepa, tomando nombre del de sus padres, pues así se llamaba también mi primo, aunque creo que no lo he dicho: Manuel María de la Llosa y Gutiérrez del Páramo.

    Los niños nacieron en Madrid y en febrero, día de Santa Brígida, cuando «asoman la cabeza las sabandijas», y al llegar julio, con sus estuosos ardores, mi tía se encerró en su caserón de Pomares, y mis primos, con Pepa y respectivas familias, se refugiaron en su palacio de la Llosa, en plena montaña, retiro delicioso, con el solo inconveniente de su aislamiento, pues se llegaba a él por interminables espiras de carretera, que serpenteaba ascendiendo, aparentando no acabarse nunca, como si a lo infinito condujera. Verdad es que con el auto de Manolo en dos horas se ponía uno en la villa; y en cuatro, en la capital, siempre descendiendo, como si se despeñase desprendido de las nubes. La vuelta era algo más penosa.

    Allí se estaban mi prima y su inseparable Pepa entregadas a los dulces goces y prolijos cuidados de la maternidad, sin añorar el mundo, que, por serlo, para ellas, sus hijos, lo poseían por entero; y allí pasaban plácidamente los meses estivales, con un frío de primera —materia para todas sus cartas—, mientras mi primo el de los Carabeos estiraba un poquito las piernas por Ginebra y por Ostende, contemplando Jungfraut en Suiza y otras fraus más o menos jungs,

    Una mañana —y aquí comienza lo malo—, Lito, el hijo de Crucita, empezó a ponerse impertinente, amodorradillo, destemplado; y aunque Pepa creía que todo ello dependería de un asiento, que desaparecería con un jarabe purgante «para un niño de un año» (siempre hay que decir algo más para que el boticario cargue la mano), Cruz tocaba ya el cielo con las suyas creyendo que por allí venía la fin del mundo.

    Bajó Manuel con el auto, a la villa, en busca del jarabe en cuestión, y del médico, por lo que pudiera tronar; y aunque el chico salió a las doce, no pudo regresar hasta las cinco, con el lamedor y sin el médico, pues éste había salido a Campaniles a asistir a una desventurada campesina, corneada por una vaca celosa, quizás en algún amurco inconsciente de la paciente bestia.

    Manuel, sin embargo, había dejado aviso en casa del facultativo para que, si regresaba pronto, subiera, a caballo, a la Llosa; y si no, para que esperase noticias a la mañana siguiente.

    El niño seguía mal; no para alarmar, precisamente; pero mal. Y lo raro del caso fue que el otro, Lolo, el hijo de Pepa, de repente, había comenzado «a echar por boca y narices», poniéndose también calenturiento, como Lito. Algo, indudablemente, que habían comido las madres y que no había sentado bien a los hijos...

    Partióse el purgante y fue administrado a los nenes a cucharaditas, que una vez vertidas en la boca había que recoger de la barbilla, pues no querían o no sabían deglutirlas los mamoncillos.

    Al amanecer ya estaba Manuel camino de la villa, y entre diez y once de la mañana llegaba el auto a la Llosa, con D. Gaspar, el médico.

    Aquello no era nada. Una ligera indisposición propia de la puerilidad. Poca temperatura, y eso que los chiquillos se plantan en los 40, y aun más, por una sencilla efímera, una fiebrecilla nerviosa,.. El vientre, bien; el pechecito, bien; la cabecita, bien; el iris funcionaba —había que tener cuidado con la pícara meningitis—; los vómitos de Lolo no eran, pues, cerebrales... Nada; lo que se dice nada. Sin embargo, recetaría alguna cosilla para rebajar la fiebre; y si la señora marquesa lo juzgaba oportuno, enviárale a buscar allá a la tarde, que él volvería para dar un vistazo. Tranquilizarse.

    Vuelta Manuel a la villa, a dejar el médico en su casa y a subir la pócima; y vuelta a bajar a prima noche, pues los niños, al parecer, empeoraban. Ya era tarde cuando el auto regresó con el médico; y éste, nada, que no veía nada; impaciencias maternales; la cosa seguía su curso..., y como no tenía quehaceres allá abajo, quedaríase en la Llosa aquella noche, para tranquilidad de la señora. ¡A ver quién se atreve, estando el médico en casa!...

    ¡Algo, y algo muy horrible, se atrevió, sin embargo! Sería cerca del alta cuando Crucita notó que Lito tosía y roncaba. Pero roncaba de un modo extraño: así como si tuviese un pito destemplado en la garganta..., «como aquellas gallinas que Pepa había matado el día anterior para que no infectaran el gallinero...» Dejó a la doncella al lado del niño y corrió a ver a Pepa, y halló a ésta poniendo a Lolo una torrada de pan con vinagre en el cuello, pues su niño también tosía y también roncaba. ¡San Blas bendito! ¡Aquello eran anginas! Despertaron al médico y éste se levantó sobresaltado... ¿Cómo a él no se le había ocurrido?.. Miró la boquita de Lito, oprimiéndole la lengüecita con el mango de una cuchara, y vio, ¡cielo santo, no eran aftas aquello!.., vio que el niño tenía la garganta llena de placas, de membranas diftéricas... ¡Aquello era la difteria!.. ¡El garrotillo!, Lolo estaba invadido también... ¿Quién había llevado aquello a aquella casa? ¡Difteria en la Llosa..., donde jamás se había conocido!..

    —A escape, Manuel: al pueblo, a la botica; que le den esto, volando; no hay más esperanza que esto... Tome este papelito; diga a D. Lesmes que le dé lo que tenga y que pida más por telégrafo en cuanto se abra la estación... Ya está usted aquí.., ¡Ah! En mi casa, que le den la jeringuilla, la que traje de Santander cuando el perro mordió al Morcajo... Ya sabe mi mujer dónde está... ¡Corra!.., ¡Vuele!... Mientras tanto, venga azúcar, limones, un pincel... Hay que limpiar esto, aunque sea con las uñas,.. ¡Dios mío!.. ¡Dos casos fulminantes!...

    Llegó Manuel, sudoroso, como si en vez de en el auto hubiera recorrido a pie la larga distancia que separaba el pueblo de la Llosa. Recibiéronlo las madres angustiadas, enloquecidas, y el médico, turulato. Los niños se ahogaban.

    —Venga el paquete; afuera papeles; el Frasquito. ¿Cuántos trae? ¿Dos?

    —Dos. ¡Los únicos que tenía!..

    Y se oía el rasgar de envolturas, crujiendo el papel de seda como si fuese hojas de acero; y cuando con un rápido movimiento libró D. Gaspar, al frasco, de toda su impedimenta, quedóse pálido, rígido, como si un rayo acabara de caer a sus pies... ¡En vez del ansiado suero antidiftérico Eoux, recibía suero antirrábico!.

    —¡Dios mío, el de los inescrutables caminos! ¡Ten misericordia de nosotros!...

    No he de describir lo que allí ocurrió entonces.

    Crucita y Pepa sintiéronse morir. Manuel rugía. El médico sollozaba... Sobreponiéndose a su emoción, D. Gaspar trató de quemar el último cartucho.

    —¡A ver! —dijo—. El todo por el todo. De aquí a Santander hay, en automóvil, cuatro horas; cuatro, y cinco devolver, nueve; una perdida, diez... Diez horas, es la muerte... La mitad, quizá, sea la vida... ¡Manuel, el auto, listo! Ustedes, señoras, cojan los niños, bien abrigados; ¡a Santander con tilos! A la clínica de Fontecha, mi primo... Vámonos todos... ¡Es el único recurso que nos queda!..

    Y las madres, fieras, enloquecidas, arrancaron a sus hijos de las cunas, huyendo con ellos, como se huye del fuego; pero de un fuego que persigue: el de las propias ropas incendiadas, y se lanzaron al coche con el médico, pensando en la catástrofe horrible. ¡En la muerte, representada por una panne!

    —¡Manuel, por Dios! —dijo mi prima.

    —¡Por Dios, Manolo! —añadió Pepa con toda el alma.

    Y salió el automóvil monte abajo, desenfrenado, en busca de la salud, en demanda de la vida...

    Al pasar el carruaje —como un rayo— por un paso a nivel, la guardabarrera, mientras oteaba sus gallinas, dirigió una mirada de odio a aquella máquina infernal, que en su seno llevaba la angustia, el dolor y la muerte; y clavando el puñal de sus ojuelos encarnizados en los señorones que iban dentro, escupió esta blasfemia: «¡Para ellos es la vida!... ¡Para esos sí que no hay penas!...»

 

 

IR AL ÍNDICE GENERAL

グッチ 財布 本物 グッチ 財布 アウトレット グッチ トートバッグ 新作 グッチ トートバッグ 激安 グッチ 激安 本物 グッチ 激安 長財布 グッチ 長財布 店舗 グッチ トートバッグ 人気 グッチ バッグ 通販 グッチ 長財布 通販 グッチ バッグ 人気 グッチ バッグ 人気 グッチ トートバッグ 通販 グッチ 長財布 本物 グッチ アウトレット 長財布 グッチ 激安 新作 グッチ 長財布 激安 グッチ 財布 新作 グッチ 長財布 新作 グッチ バッグ 店舗 グッチ アウトレット 人気 グッチ バッグ 新作 人気 グッチ アウトレット 正規品 グッチ 長財布 アウトレット グッチ アウトレット 財布 グッチ 財布 激安 グッチ 財布 本物 グッチ 財布 アウトレット グッチ トートバッグ 新作 グッチ トートバッグ 激安 グッチ 激安 本物 グッチ 激安 長財布 グッチ 長財布 店舗 グッチ トートバッグ 人気 グッチ バッグ 通販 グッチ 長財布 通販 グッチ バッグ 人気 グッチ バッグ 人気 グッチ トートバッグ 通販 グッチ 長財布 本物 グッチ アウトレット 長財布 グッチ 激安 新作 グッチ 長財布 激安 グッチ 財布 新作 グッチ 長財布 新作