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Ángel Crespo 

Soneto del recuerdo

Cuando te quedas solo...

El muro

Ula

Madrigal a Afrodita

Romper quiero tu bulto...

 

 

SONETO DEL RECUERDO

Murió el recuerdo aquel, ¿mas dónde ha ido?

¿Vive en el matorral de mi memoria,

emboscado y temiendo, o en su noria

bajo el agua se encuentra sumergido?

¿Tiene un recuerdo muerto escapatoria

de la muerte? ¿Consigue su balido

de ánima en pena devolverlo al nido

y encender otra vez la palmatoria?

Pero ¿qué es un recuerdo, si sucede

que ya no se recuerda, sino sombra

de una niebla sin cuerpo, sino sede

de algo que nunca ha sido ni se nombra,

de algo que pudo ser y ya no puede,

 

de un asombro que a sí mismo se asombra?

 

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Cuando te quedas solo, eres espejo
de lo que fuiste:
una mañana
contemplada desde el balcón
entornado; unos pasos
armoniosos que no has seguido
para no derramar tu gozo;
unas cuantas palabras
que te cambiaron más que el tiempo;
una mirada que se ahogó
como luz en tus venas;
un viaje que nunca querías
terminar; tu alma ausente
de lo que te esperaba
al quedarte tan solo.
.

 

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EL MURO

El peregrino llega junto al muro,
ya sin aliento, apoya en él las manos
y la frente, buscando refrigerio:

más pronto las aparta, que unas manos
y una encendida frente
lo sostienen del otro lado.

 

 

 

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ULA

Aquella noche te llamabas Ula
y huías ululando por la nieve.
Aquella noche escandinava
en que las alas de la nieve
entraban por debajo de la puerta
y, ateridas, se desplumaban
yo te veía figurarte en Ula,
estremecida por el fuego,
e internarte en el bosque
en connivencia con lo oscuro.

Es verdad que no traspasaste
la puerta de la casa
_pero ésa eras la otra_
mientras, melena al viento,
Ula, con pies alados,
asustaba a la noche.

¿Cómo lograste, cómo hubiste
que aquélla fueras, que la nieve
te cambiase aquel nombre
_y que tus pies dejaran
huellas legibles: y dejases
a tu conmigo amando
de mentidor testigo?

Y entonces me mirabas: cuando ibas
alzándote ululante
_delicada Eloísa de la nieve_
mientras yo el albedrío te entregaba
de mano de mi lengua.

 

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Madrigal a Afrodita

Merced a ti la flor del aire es oro,
oro es la flor del trigo;
y la amapola roja,
rubia flor, pariente del oro.
Enloqueciendo al aire
y a lo escondido de la tierra,
haciendo caer lluvias amarillas
sobre las matrices del agua,
atas al monte con un nudo de oro.
Sube el polen los escalones
arriesgados del aire
con alas músicas, con trinos
más libres que de pájaros,
como el oro le trina al oro.
Y la cabellera te sueltas,
rubia y casta, diosa desnuda,
que acaricia al caer tu sexo:
y un espasmo corre en la espalda
bajo las olas locas de oro.
Una bandada de palomas,
grajas o ciervos, amarillos,
he visto en sueños: sus pupilas,
que me miraban fijamente,
despedían chispas de oro.

 

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Romper quiero tu bulto
para que al menos vengas
enojada, y la injuria
me haga escuchar tu voz
antes de aniquilarme.

Hecho añicos, deshecho
su volumen, que mide
en mí toda la distancia
y todo tiempo, en piedras
que insinúan el giro

delicado de un pie,
de un lóbulo la flor
turbadora, de un seno
la frutilla salvaje,
clamará por ti, odiosa.

Y tú vendrás, si vienes,
no con ramas de olivo,
sí con ojos, que dicen
verdes, en que quizás,
antes de que me ciegues

y enmudezcas, yo mire
la ardiente luz oscura
que me sigues negando
cuando pongo una flor
entre esos pechos duros.

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