íncdice

Benjamín Jarnés

Una papeleta

Película

El borriquito de oro

Una papeleta

"Pero Guillén de Sevilla, nacido en Segovia ... " No. Pero Guillén de Segovia, nacido en Sevilla, en 1413 ... " El mismo tomo de Patología entre ella y yo. El mismo perfume de acacia volando sobre el pupitre. Pero hoy está el libro cerrado. No estudia, escribe. Debe ser una de amor porque su ímpetu cambia de ritmo cada minuto. Se precipita, se detiene, galopa, se quiebra súbitamente. Una carta de amor que ya lleva consumidos siete pliegos. Uno lo rompió en la primera palabra. Es difícil escoger entre querido, estimado, apreciable, adorado...Por fin, habrá elegido el nombre enjuto, sin almíbar. Otro pliego lo rompió al terminar la primera línea, dos en la mitad de la segunda carilla, el quinto al terminar la tercera, el sexto después de firmar. Es muy mplicado hallar la fórmula exacta de despedida. Escogerr entre mimosa, adusta, cómica, enérgica, dulce...Un enfado de amantes agota la provisión más abundante de papel timbrado, casi tanto como una reconciliación. Mientras no se logra la fórmula de transacción, es preciso ir ensayando matices, bajar, subir la temperatura, graduar bien la escala de epítetos, de promesas, de sombras, de luz. La pasión lo mixtifica todo. Es dócil, acre, lenta, dulce... Lo difícil es hallar la exacta fórmula,

fijar el punto de fusión de cada elemento, el coeficiente de ductilidad, de conductibilidad. Acaso Juno conoce, por el texto, todos los fenómenos externos del amor, pero aún le quedan por explorar el mundo freudiano, el mundo platónico, el trasmundo...

    Al séptimo pliego escribe ya serenamente. El pulso lleva un compás juicioso, bien medido. De pronto se detiene y mira al techo. Debe abrirse arriba algún tratado de dialéctica del amor, aunque yo sólo veo la claraboya. Titubea. Por fin le hablará del clima, de las últimas borrascas, de menudas enfermedades. Podrá describirlas minuciosamente, síntoma a síntoma, fase a fase, no como los ingenuos poetas que nunca localizan el foco morboso, limitándose al vago ademán de llevarse las manos al pecho. Ella conoce exactamente la topografía interior de sus entrañas, la función más oculta de cada músculo en el arte del amor. Ella sabe dónde nacen las lágrimas, cómo se produce la risa. Conoce las fuentes del llanto y de la carcajada. Puede señalar la fibra, la meninge, la válvula, la ruedecilla del aparato que le duele. Ahora me está mirando, y quizá realiza en mi cara una experiencia. Puedo servirle de muestrario. Distinguirá en él el zigomático mayor del zigomático menor, el esternocleidohioideo del esternocleidomastoideo.

     "Tradujo en verso los Salmos penitenciales". Hombre poco afortunado ... ,,

    Y si se trata de Patología sexual, ella utilizará siempre la frase más limpia de tropos. Ella desdeñará esos turbios circunloquios que se aprenden en la impura ciencia de los místicos. Su casuística está limpia de impudor. Y será delicioso gozar de una amante así, que nos diga taxativamente:

   _Siento un comienzo de artritis en el tendón del popliteo.                       

   Juno mira ahora mis ojos cansados. Sólo verá en ellos, a través de mis lentes, un caso trivial de presbicia, perfectamente clasificable por los grados de relajamiento de algún músculo. Unos pobres ojos de 3,50 dioptrías, sin otra valoración que esta tan insignificante de las cifras de mi fatiga. O podrá fijar con gran exactitud las relaciones entre el corazón y el sexo. Lo sencillo de la función cardíaca: filtrar la sangre, reexpedirla bien expurgada de materias de contrabando, realizar, en suma, las funciones de un buen jefe de negociado de transportes. Y lo complicado de la acción del sexo, que se entromete en los más menudos episodios vitales. Lo turbio de sus confines ... Ahora debe pensar en algo que no se atreve a escribir. Se la ve ruborizarse. Rubor: cierta enfermedad de la piel, mal definida por la Patología. Acaso necesita un suplemento psiquiátrico, y ella tal vez no llegó a esa asignatura. Interrumpe la carta, suspende su gran obra de la tarde y se entrega a livianas operaciones de entreacto. Mira su relojito de pulsera. La correílla de cuero le parte en dos el tallo rosa de la mano, flor destrenzada, de dedos finos, redondos, que ahora construyen una suave pantalla para los ojos. Dedos ágiles, translúcidos mameles de una ventanita en ojiva. A través de ellos ha visto que la miro. Se acomoda el dije de cadena de oro que lleva colgada al cuello. Se alza un poco la seda que resbala por un hombro ...

      "Hombre poco afortunado. Fue protegido por Don Álvaro de Luna, que murió en el cadalso ... "

      Otra vez se le desnuda el hombro. Ahora es el izquierdo. Hay cierto pugilato entre los dos. Deleita ver centímetros más de piel tersa, redonda. Deleita seguir esas curvas que nacen en el lóbulo de la oreja, pasan por el cuello y los hombros y se pierden en el seno y los brazos. No puedo seguir las del seno, y me contento con perseguir las de los brazos. Se reparten al fin los cinco dedos que ahora me filtran la luz azul de sus  ojos. Sigo el contorno de cada dedo. Cada uno goza de su gracioso dibujo, de su distinta personalidad. Cinco hermanos, pero ningún gemelo. El índice se yergue, envanecido, apuntando a la frente: es el dedo de la exactitud. El del corazón, el dedo sentimental, larguirucho, encogido, sin garbo alguno, divaga como un romántico en perpetua indecisión. El anular mantiene ahora el peso del arco de la ceja, muy atento a su modesta función de soporte: es el mozo de cuerda de la mano, donde se cuelgan todas las baratijas. El meñique, siempre infantil, se empina por alcanzar la ceja para ayudar a su hermano mayor, es el niño inútil que quiere disculpar su ociosidad. Y el pulgar, dedo romo, dedo impar, a quien una mala distribución ha mutilado sus falanges, dedo ausente cuando no se trata de funciones de artesano, que refunfuña si la mano se entrega a subrayar gestos faciales ... Al fin el meñique encuentra su tarea. Tropieza con un cómplice, un caracolillo rubio que peregrina por la frente de Juno. Es el más revoltoso, y los dos se lanzan a un juego frenético que alborota al resto de los caracolillos rubios. Todos se convierten en anzuelos de mi atención. Anillos donde enganchar mis deseos, viborillas que me chupan el tiempo. Musgo donde se enreda el sol. Doselillo barroco del pensamiento.  

 

      "Fue protegido por Don Álvaro de Luna, que murió en el cadalso. Fue tesorero del arzobispo Carrillo, gran alquimista ... "

     Quedó desnuda la clavícula y el arranque del brazo, un brazo tan suave, de quien ella conoce todas las venas, todas las articulaciones, todos los músculos; de quien yo sólo conozco ese poco de epidermis que me hace olvidar el complicado amasijo de madejas coloradas que recubre. El estudiante vecino olvida también su papeleta y comienza a seguir con atención las pequeñas maniobras de Juno. Son ya dos frentes que cubrir. Juno ... ¿Por qué la llamo Juno? Es que se me reveló con un gesto de soberbia, y para todos los vicios hay una diosa tutelar, como hay para todas las virtudes una santa. Ahora vuelve desdeñosa, arrogante, la cabeza para mirar a cualquier parte. De su oreja, invisible entre los rizos oxigenados, cuelga una bolita de plata. Levanta el brazo para sujetarse no sé qué en el pelo. No sé el fin, pero sigo toda la ruta. El brazo diseña un ritmo y una línea inútiles. Se ve que se ha movido por el placer de crear un movimiento. Al otro lado hay un viejo sacerdote, sorprendido al verse objeto de las miradas inesperadas de Juno. Juno vuelve a la normalidad. Abre su tomo de Patología y se sumerge en el estudio, despreciando todas las miradas. Al inclinar la cabeza, me escamotea su boca, su fina barbilla, sus ojos. Apenas veo el escorzo de su nariz enfilada hacia el volumen. Sólo veo unos tenues hilos de pestañas, y el relieve piramidal que me esconde el rojo resorte de los besos. Su boca es menuda, como para estilizarlos. Allí se harán pequeñitos, lindas, eléctricas oes grana, guiñas de púrpura entre dos manzanas. Estudia unos minutos y vuelve a erguir la cabeza. Habrá aprendido a conocer la palidez de una arteria o la aridez de una glándula. O estará aprendiendo cómo los músculos obreros trabajan afanosamente para hacer más expresivo el rostro. O cómo la calculadora maquinita del corazón remesa a las puntas de los dedos su porción exacta de sangre. Maquinita registradora que distribuye juiciosamente sus reservas de combustible, burlándose del cerebro, niño loco, aturdido derrochador de su hacienda, paz de cambiar ciegamente sus monedas de oro por a trivial y manoseada pieza de cobre, si en ella hay grabado un busto de mujer.

        Juno se mueve lentamente, por miedo a descomponer líneas reposadas de sus hombros y de sus brazos, el sereno perfil de su cuello desnudo, un poco largo, que hace pensar en una voluptuosa argolla de manos apasionadas. Se adivina que estudia cada gesto y luego realiza según un módulo de sabia coquetería. Acaso petrifica algunos ademanes, por fijarlos plásticamente en

mi retina, con excesiva fruición. Pierden vitalidad por seguir clásicas pautas. La gubia interna se fatiga, se detiene en un punto frío. Es muy difícil ensayar una actitud serena, cuando aún no se es estatua.

     "Escribió la Silva copiosisima de consonantes para alivio de trovadores, una suerte de diccionario de la rima ... "

     De nuevo comienza a escribir. Cuando la tinta le salpica los dedos, los restaña con un pedacito de papel secante. Esta carta es muy breve. Ya se escucha el ruidillo ondulante de la rúbrica. Debe tener tres enlaces, tres signos de infinito, sujetos por una prieta lazada. Sigue escribiendo. Deben ser las señas. O una postdata. Se detiene, y, al fin, escribe una sola palabra. Debe ser "adiós" o "vale". Después mira en torno, para ir renovando perfiles. Cualquier pequeño suceso le sirve de coyuntura. Un mozo trae un gran paquete de Gacetas. Un camarero pasa con una bandeja. Un bibliotecario repasa su abanico de papeletas de petición. Juno vuelve la cabeza para mirar a todos los recién llegados. Un joven le sorprende la mirada, y ambos se saludan con una sonrisa. Conozco a ese joven, y ahora mismo iría a preguntarle por su amiga, pero temo delatarme tan pronto. El Ateneo se llena de pequeñas anécdotas que va creando la mirada de Juno. Cada una está al fin de una mirada. Ese joven que pretende horadar con la nariz el tomo de Enciclopedia que estaba consultando, quedó dormido al mirarlo Juno. El ratoncillo que pasea por la claraboya del techo, salió de su escondite al alzar Juno los ojos. La mosca prendida en esa telaraña colgada bajo un estante, fue empujada a su suplicio por los ojos de Juno. Yo no sabía que en una biblioteca de Ateneo provinciano pudiesen acaecer tantos sucesos. Las pupilas azules van subrayando, incesantemente, pequeños orbes nuevos con sus catástrofes, sus dichas, sus bellezas, sus ruindades.

     Ahora los ojos de Juno me acaban de invitar a un concierto, al concierto de las plumas arando el papel, alegres gañanes de la cuartilla. Después veo al viejo de la lupa que recorre trabajosamente la línea, palabra a palabra, como esos trenes mixtos que se detienen media hora en cada estación. Debía limitarse a contemplar viñetas. A nuestro lado, un joven se prende en el cerebro mariposas filosóficas. Entra la anciana revolucionaria que tiene nombre de flor. Pide, risueña, un libro y se sienta a gozar de panoramas futuristas llenos de opulentas palabras con mayúscula: Amor, Piedad, Libertad ... Un periodista redacta una ampliación de suceso. Llegan nuevos jóvenes a suscribir nuevos pedidos de libros, citas efímeras a la antigüedad, a la ciencia, al arte de hoy. El reloj sigue marcando a un mismo tiempo todas las horas. Para el viejo que lee revistas, el tiempo retrocede de mes en mes. Para el reportero a quien aguarda la linotipia, el día avanza de edición en edición. Para el erudito retrocede de siglo en siglo. Para la anciana feminista, avanza de Internacional en Internacional. Para el estudiante, de curso en curso. Para mí transcurre de mirada en mirada de Juno. Para Juno se detiene, se posa unos instantes en cada gesto ...

      " ... de diccionario de la rima. En el Cancionero general figura una traducción de los siete salmos ... "

     Lo imprevisto. Juno se levanta para marchar. ¿Por qué creí estúpidamente que Juno iba a quedarse allí, ante el pupitre? Se envuelve en un abrigo blanco. Se sumerge en la onda de un forro azul, como en un acuario. Rechazo todas las metáforas de nereidas y serpientes _su traje es negro, tornasolado_, y sólo atiendo a ver un trozo inédito de espalda desnuda. Juno sale de la biblioteca, dejándose olvidado a este remolino de pequeños sucesos que lentamente se van borrando de los pupitres, de los estantes, del techo. Minutos después sólo queda ante mí una cuartilla emborronada donde en vano quiero reproducir el bello gesto inútil creado por el desdén de Juno.

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Película

LA SOGA

El gran rectángulo blanco es un símbolo: el del alma impoluta de la señorita Capuleto.

Surge ondulante, felina, serpiente que incita a la aventura, una soga de esparto. Se devana en los pies de un lecho virginal, repta por un pavimento ajedrezado, salta por un balcón, se hunde en el espacio.

Una pared de inmueble burgués. Baja la soga, rozando tres macetas de geranios, un botijo _está aquí indicada la hora y la estación: una noche de verano_, una jaula, con su canario dormido, un tiesto de albahaca, una cajita de cartón, donde ha de cantar el grillo ... Y la acera.

La soga recorre una honesta trayectoria, un muestrario de vidas castas a punto de profanar. La soga no se detiene en apeaderos románticos. Ni siquiera en una palma, sujeta con cintas azules a un barrote de baln. (¿Vive aquí una virgen? No; el canónigo Lorenzo.)

De pronto, asoman unas manos temblorosas, que se apoderan nerviosamente de la soga. Unas muñecas endebles, una americana gris, un hongo, un cuello de pajarita, un bigotito Charlot: Romeo.

EL OJO

Pierde su ondulación la soga. Queda tensa; de viajero, se convierte en camino, un áspero camino vertical, la patética ruta de los escalas.

Romeo se sujeta fuertemente a la soga. Rueda el hongo. El muro comienza a descender. Bajo la palma del canónigo, un anuncio _«Pedro Capuleto. Pompas Fúnebres»_ que da color «local» al escenario, la albahaca, los geranios... El muro tiene un feliz aspecto de viejo teñido. Se detiene en el balcón del tercer piso, donde aguarda la señorita Capuleto, que prepara un maletín y suspira.

Baja de nuevo el muro. Se desliza suavemente, a tiempo de abrirse en él un ojo semivelado por el párpado de un visillo. Un ojo enorme, punzante, que, lleno de celo por el honor del inmueble, vigila.

Se miran el ojo y la soga. La tentación y el juez. Torvo, hostil, el ojo. Voluptuosa, provocativa, la soga.

EL ESCALO

Romeo contempla el angosto camino que le separa de la amada, y sus manos, frenéticas, se agarran al camino. El esparto es hirsuto, hirviente. Romeo no conoce la técnica de los escalatorres. Vacila... Pero clava sus ojos en la altura, y, con brío, prosigue su dolorosa ascensión. Llega al entresuelo. Los pies, mal enlazados con la soga, buscan peldaños invisibles, echan a rodar un botijo, aplastan una mata de claveles, destruyen la poesía del muro, se hunden en una olla, hacen añicos la jaula ... Jadea, no puede más; sus pies arañan, inútilmente, el muro. Ama, pero no sabe reptar. Sus manos están destrozadas, y apenas ha llegado al segundo piso. Por último, previo un ademán de trágico desaliento, se deja caer, vencido.

LA TRAGEDIA

Primero, asoman unos primorosos zapatitos de charol; después, unos finísimos tobillos; se ensanchan los tobillos, se hinchan voluptuosamente, se reducen de línea; pasan por el duro trance, por el huesudo escollo de las rodillas; vuelven a henchirse, ahora con suavidad... Todo enfundado en seda clara.

Las piernas llegan a un punto máximo de fotogénica sugerencia. Un poco de muselina, una fresca, una redonda grupa virginal... El esparto lucha con la seda. El cilicio, con la tierna piel. Brota una gota de sangre. El esparto, no cede; las piernas, tampoco. Siguen bajando ... (Dura, espinosa, es la senda del pecado. Esta sentencia _afortunadamente_ no la recoge la pantalla).                       .

Pero el ojo se ensancha. Ha seguido el perfil de las piernas fugitivas. Algo terrible acontece al llegar al entresuelo: unas manos peludas, unos brazos fornidos, se adelantan, se apoderan del delicioso volumen aventurero. El canónigo, paternal, impetuoso, encierra en el piso a la señorita Capuleto. Forcejeos, gritos, tumulto de sillas atropelladas. El canónigo es inflexible. El balcón se cierra de golpe, y la soga continúa pendulando, irónica, sarcástica.

Romeo contempla, abrumado, el contrarrapto. Patéticos gestos. Una moto. Frenética huida. Desfile _el obligado desfile cinemático_ de calles, de jardines, de parejas de bueyes, de viñedos, de colinas, de puentes colgantes, de arroyos de ovejas, de pastores ... El paisaje se ha vuelto loco. La moto se está quieta en el aire.

LA CONTRICIÓN

Desmayada en un sofá yace la señorita Capuleto. La protege la mirada bondadosa de Pío X. El canónigo desembaraza el pecho de la encantadora fugitiva, le aplica a la nariz un pomo de vinagre, la somete a un delicado zarandeo ... Entra, colérico, el padre. Entra, desolada, la madre. Entran cinco hermanos en diversas actitudes. Y una doncella, el portero, ocho vecinos ... Todos semidesnudos, azorados, estúpidos. El canónigo Lorenzo explica la película _que vuelve a reproducirse, para que la contemplen los vecinos_. Entra un policía, dos guardias. El canónigo la explica de nuevo. De pronto, la señorita Capuleto se incorpora, lanza un grito desgarrador y se arroja de bruces a los pies de su madre.

Gran escena del perdón. Los asistentes lloran. La fugitiva es alzada del duro pavimento. La abraza el padre, la abraza la madre, la abrazan sus cinco hermanos, el canónigo... Se adelanta a abrazarla el portero, los vecinos, pero un gesto severo del padre interrumpe el desfile. El resto de los concurrentes pasa, estrechando la mano de la joven.

EL GRILLO

De pronto, algo terrible. Dentro de su cajita de cartón, llena de agujeros, canta el grillo a la alborada. La señorita Capuleto, al oír lo, se yergue, corre, frenética, al balcón y se lanza al espacio.

Cae en brazos de un guardia civil, que la conduce a la comisaría, con el hongo olvidado de Romeo.

Pulsa aquí para leer las escenas del balcón de Romeo y Julieta de Shakespeare

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La Nación (Buenos Aires, 29/VI/1941)

I

    El baile ha terminado. De la tómbola, apenas queda el esqueleto del que cuelgan aquí y allá —cómicamente— jirones de percalina azul, blanca, roja. Rosas de papel, guirnaldas de hiedra —todo un efímero decorado carnavalesco— yace en la grava del jardín, mezclado a trozos de cordel, de cordón, de cinta, de papel de seda, de cuanto sirvió para envolver los regalos. El último «premio» desapareció con el último papelote afortunado. Los concurrentes, ya destrozada, desnuda, la tómbola, van también desapareciendo. El baile, el vino y la coquetería acabaron por fatigar a los hombres; pero el alfilerado palique, la implacable —y general— revisión de trajes, no acabaron de fatigar a las damas. Quedan grupos de invitadas mariposeando en torno a los escasos héroes masculinos que siguen manteniendo la dignidad del acto...

    ¡Se trataba, al fin, de allegar fondos para infelices refugiados! ¡Primorosa fiesta de caridad, de esa caridad para elegantes, para refinados, inventada por la coquetería para exaltar, sin esfuerzo alguno, el heroísmo, el dolor humano; para llegar a cualquier sacrificio por el camino del placer!

   ¡Una tómbola! Es delicioso describirla. ¡Cómo los objetos agrupados en ella pierden su valor real para adquirir uno quimérico! Aquel busto de Nerón, inadmisible, inadmitido en ocho tiendas de anticuarios, ¡cómo ha crecido en interés histórico, al caer en manos de una anciana marquesa que comenzó por confundirlo con el busto de Petrarca! Aquel tapiz isabelino —quizá del gabinete de Cánovas—, ¡con qué agilidad retrocedió tres siglos!

    Porque en una tómbola caritativa, el cobre se convierte en oro, el cristal en diamante, Nerón en Petrarca, el siglo XIX en el XV, Grilo en Góngora, la percalina en damasco... La caridad todo lo exalta, todo lo nimba, todo lo transforma. ¡Qué voracidad la suya, y qué poder de exaltación!

    Voracidad —repito—, porque toda aquella oronda cartera de documentos bancarios, apretada contra el corazón de Lucio, ¡con qué vehemencia pasó a las manos de las damas organizadoras! Pero, al mismo tiempo, ¡qué ancho su pecho —el de Lucio— al descargar su cartera en obsequio al «ideal»! Aun no sabiendo de qué «ideal» se trataba, ¡qué exaltación juvenil la de Lucio, al verse acariciado por la miel de aquellas palabras, por la luz de aquellos ojos!... Sobre todo por la luz y la miel de los ojos y la boca de Titania.

II

    Titania... ¿Por qué comenzó a llamar Titania a aquella joven —la más linda— de la comisión? Verdad es que también a él, a Lucio, comenzaron a llamarle «el borriquito de oro»... ¡Bah! Él conoce bien al atolondrado cronista de salones que lanzó el mote. Pero Lucio no se inquieta por tal cosa. El cronista de salones es un joven «bohemio» que nunca logró tener acceso a la cartera de Lucio. Es un defraudado... Y ¿por qué le llaman Puck?

    Lucio nada llega a comprender, excepto la eficacia sobrenatural de su cuenta corriente. Lucio es tosco, muy tosco —y él lo sabe—, pero ¡con qué jubilo admiten su tosquedad en los salones, en este mismo jardín de Armida, en las tómbolas de caridad y de buen tono!... Claro es que apenas sabe hablar, pero ¡qué provocativos brillantes luce en su pechera! Claro es que ignora las artes de la coquetería, pero ¡qué taumatúrgica su firma en cualquier papelote! El borriquito de oro tartamudea, se aturde, se pierde en un mar de confusiones; y toma al barroco por el egipcio y a Churriguera por Fidias, pero ¡qué vehemencia la suya en la Bolsa, qué gracioso el ímpetu de su firma en cualquiera de sus cheques!

    Un ligero vientecillo arremolina los jirones de papel, las cintas, los guiñapos de cadeneta; mece los gallardetes, las banderolas, después de remover jovialmente las ramas —cuajadas de los usuales frutitos multicolores, luminosos— de donde arrancan oleadas de perfume auténtico que desvanecen todos los residuos de perfumes artificiales. La noche avanza. Los invitados van despejando la escena. Alguna pareja de enamorados se retrasa, ya un poco mustia por los excesos del tango...

    Es entonces cuando ve Lucio a Titania como derrumbada en un sillón de mimbre, al parecer dormida. El sillón está un poco retirado del centro, ya medio oculto entre dos bruñidos troncos de álamo. Instintivamente, Lucio se va acercando al sillón, en el que —a pesar de la sombra— está dando gritos un puñado de rosas prendido a aquel pecho que asciende y desciende con un suave ritmo encantador. Lucio clava sus ojos en aquella doble colina en movimiento, y...

III

    No recuerda Lucio haber escuchado la risa de Mefistófeles, pero sí la de Puck, el cronista insoportable. La oye entonces, a dos pasos: una risa menuda, fraguada para confidencias procaces, para rincones de salón, de jardín, de palco...

    Bruscamente vuelve Lucio la cabeza, pero se contiene frente al gesto pícaro —y amable— de Puck. Quien le dice:

    —Lucio: debe usted realizar la hazaña más graciosa de cuantas pueden ocurrir en el país de las hadas. ¡No vacile un momento!

    Suavemente se aparta Lucio del sillón de mimbre, llevando consigo a Puck. A quien contesta:

    —Es usted el hombre más impertinente que conozco. No le abofeteo por no despertar a Titania. Le tengo miedo al escándalo.

    —Yo también. Pero usted no me ha comprendido. Le dije que realizase aquí mismo, esta noche, la hazaña más linda del país de las hadas. ¿Eso le ofende?

    —No entiendo ese galimatías. Sólo entiendo el lenguaje ele mi libro mayor, el de las cifras.

    —Todo es cifra, en cualquier idioma, Lucio. Su mismo nombre, el mío, el de Titania...

    —¿También ese mote imbécil que usted me ha inventado?

    —¡Oh! ¿El de «borriquito de oro»?

    —Sí.

    —Es aquí, precisamente, el más apetecible... ¡Quién pudiera ser, frente a esa mujer, un borriquito de oro! Escúcheme. Yo quisiera descifrarle.

    Lucio se exaspera, está a punto de abofetear —definitivamente— a Puck. Pero el cronista —siempre riendo— logra apaciguarlo. Con gran astucia lo va lentamente hundiendo en la maraña de su propio ser, del que jamás se dio cuenta. Porque Lucio se cree un negociante, nada más: pero ¿no es también —insinúa pérfidamente Puck— un héroe de leyenda? Es el verdadero «héroe contemporáneo» del más precioso cuento de hadas. ¿Por qué? ¡Ah!

    Puck se dio en seguida cuenta de todo cuando atisbo en Lucio ese obstinado afán de comer rosas, las frescas rosas del rostro, de los hombros de Titania. Persiguió y halló en Lucio un oscuro afán de ser hombre, no máquina de calcular. Hombre plenamente, por el amor a Titania, que había de hacer de él un titán donde se armonizasen la fuerza y la dulzura.

    Aquella misma noche Puck había sorprendido en Lucio un gran empeño en salir de su dura corteza de hombre de Bolsa para, «sembrando el oro», crecer, de algún modo, ante los ojos de Titania: un gran empeño en alzarse ante ella como tal o cual hombre extraordinario y verdadero, con sus puños y su corazón, con su tenacidad y su blandura. ¡Y qué sagacidad la de Titania para comprender a Lucio! ¿Sería verdad que Titania admiraba al «borriquito»?... ¡Bah! ¿Qué importa la dura corteza si unas finas manos hunden en ella los dedos? ¡Un manojo de rosas convierte al más fosco animalejo en un legítimo poeta!

    Puck, como burlándose, pregunta a Lucio:

    —¿Quería usted comerse las rosas de Titania?

    Lucio —ya más humanizado— insiste:

    —No entiendo ese galimatías.

    —Son también cifras... Yo le descifraré...

    Como a un niño, Puck —alborozado— le cuenta las fábulas de Apuleyo. Lucio escucha —asombrado— y le interrumpe:

    —¡Es usted el mismo demonio!

    —No soy más que Puck.

    Y le cuenta la fábula de Puck, de Oberón, de Titania... Lucio sigue escuchando, embelesado.

IV

    Sigue Titania —en su gabinete de hada revoltosa— escribiendo al astuto, al maligno Puck:

    «... En verdad te agradezco esa endiablada crónica; tal vez así podamos repetir —de otro modo más eficaz— estos esfuerzos por enviar allá dinero. No hacía falta que subrayases tan líricamente mis trabajos de organización: las gentes se atienen al resultado, a lo que, en fin de cuentas, es brillo y aliciente.

    Muy aguda tu alusión al borriquito. Seguramente le habrá gustado mucho..En seguida le envié el periódico, con tu frase subrayada en rojo; y le invité a tomar el té conmigo y con las amigas de la junta esta misma tarde. Ya te diré lo que ocurra. Precisamente te escribo una hora antes de la cita: creo que el borriquito será puntual... Naturalmente, le guardo rosas. He llenado mis dos jarrones.

    Y óyeme: ¿por qué pusiste entonces tanto empeño en explicar a Lucio nuestros nombres? Hubiera querido hacerlo yo misma. Con ello has precipitado quizás esta sabrosa novela del pintoresco borriquito, que ya va teniendo demasiados comentadores.

Porque, naturalmente, yo no dormía. ¿Cómo pudiste suponer que yo dormía? Nunca más vigilante. Sabes —¿por qué no decirlo?— cuánto me interesa Lucio. ¿Por qué? No conozco varón más tenaz, más firme en cuanto se propone. Creo que, si se lo propusiera, nos daría a todos lecciones de historia mitológica. De tan clara visión para los negocios de dinero, ¿cómo es posible que tanto se le obscurezca en todos los demás? ¿Sus modales? ¿Qué valen los modales, qué toda la faramalla retórica exterior, sin un sólido tuétano en que apoyarse? Y bien se ve que él no lleva dentro un blandengue jovenzuelo de "cabaret", sino un titán. Y los titanes no son finos oradores; hablan con sus músculos, no con almibaradas sonrisas.

    Claro es que a Lucio le faltan unas manos de mujer —¿por qué no las de Titania?— que le adiestren en esos banquetes de rosas donde acabe de humanizarse para el gran público... Para mí —lo confieso— ya lo está; en la noche de la tómbola ya le aguardaba impaciente mi manojo de rosas. Tú, por afán de revelar estos sencillos enigmas, lo desviaste un poco de mí. ¿Hubiera él resistido mi... invitación? Creo que no, aun siendo tan callado...

    En este momento oigo su voz, la de Lucio. Se ha anticipado media hora... Buena señal».

V

    Penetra Lucio mejor vestido que nunca, pero más que nunca despojado de todo aquello que suele encubrir a los hombres cuando se deciden a un primer encuentro con el «eterno femenino». Es un hombre sin defensas. Trae en sus manos un estuche, que deposita en las de Titania, previo un balbuciente saludo. Ella, no poco nerviosa, retiene el estuche sin dar las gracias, sin cumplir el más leve requisito social de los que el momento exige. Ha visto en los encandilados ojos de Lucio una firme decisión, ha sorprendido en las manos de Lucio un temblor que en seguida prendió en las suyas.

    Momento difícil. No sabe Titania, en definitiva, si reír o llorar, si sentarse o quedar en pie, tal es su azoramiento. Y Lucio se mantiene en la misma actitud, sin adelantar ni retrasar un paso... Por fin, sin palabras, señala con el dedo el estuche, que Titania despoja de sus papeles de seda, atropelladamente, hasta ver el contenido.

    —¡Ah!

    Lanza Titania un grito de sorpresa, de júbilo, de admiración... No es fácil determinar su calidad. Absorta, contempla unos momentos el fondo del estuche, hasta que, a una señal de Lucio, extrae de allí... ¡un lindo borriquito de oro!

    Lucio queda pendiente de los ojos de Titania, a los que pregunta angustiosamente su opinión, de los que tal vez aguarda una implacable sentencia. Transcurre otro minuto. La escena debe proseguir, tanta mudez debe romperse, disolverse en un turbión de palabras. Pero ninguno de los dos acierta con la llave del grifo, con la palabra mágica.

    El borriquito está allí, sobre el piano, junto a un opulento jarrón colmado de rosas blancas y rojas, recién abiertas. Excepto algunas que entonces realizan el supremo esfuerzo para estallar. Titania, erguida junto al piano, toda trémula, corta uno de los capullos rojos y lo muestra —sonriente— a Lucio.

    Y el borriquito de carne, alborozado, frenético, acude al reclamo, se aproxima a Titania como dispuesto a recibir un beso, un insulto, un abrazo, una bofetada... Ella se inclina sobre él, va a prenderle el capullo en el ojal...

    No acierta a prenderlo, no acierta a nada. Su boca, sus mejillas, su frente, su pecho, se acercan tanto a Lucio que...

 

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