Ángel Saavedra (Duque de Rivas)

Índice

Un castellano leal

Bailén

Ojos divinos

Receta segura

A Lucianela

El canto del ruiseñor

A Dido abandonada

El Hospedador de provincia

 Un castellano leal

Romance Primero

«Hola, hidalgos y escuderos

de mi alcurnia y mi blasón,

mirad como bien nacidos

de mi sangre y casa en pro;

»esas puertas se defiendan,

que no ha de entrar, ¡vive Dios!,

por ellas quien no estuviere

más limpio que lo está el sol.

»No profane mi palacio

un fementido traidor

que contra su rey combate

y que a su patria vendió.

»Pues si él es de reyes primo,

primo de reyes soy yo;

y conde de Benavente

si él es duque de Borbón.

»Llevándole de ventaja,

que nunca jamás manchó

la traición mi noble sangre

y haber nacido español.»

Así atronaba la calle

una ya cascada voz,

que de un palacio salía,

cuya puerta se cerró,

y a la que estaba a caballo

sobre un negro pisador,

siendo en su escudo las lises

más bien que timbre, baldón;

y de pajes y escuderos

llevando un tropel en pos,

cubiertos de ricas galas

el gran duque de Borbón.

El que lidiando en Pavía,

más que valiente feroz,

gozóse en ver prisionero

a su natural señor;

y que a Toledo ha venido

ufano de su traición

para recibir mercedes

y ver al emperador. 

Romance Segundo

En una anchurosa cuadra

del alcázar de Toledo,

cuyas paredes adornan

ricos tapices flamencos,   

al lado de una gran mesa   

que cubre de terciopelo   

                 napolitano tapete                                

       con borlones de oro y flecos;          

            ante un sillón de respaldo                 

que entre bordado arabesco

los timbres de España ostenta

y el aguila del imperio.

en pie estaba Carlos Quinto

que en España era Primero,

con gallardo y noble talle,

con noble y tranquilo aspecto.

                                       

De brocados de oro y blanco

viste tabardo tudesco;

de rubias martas orlado

y desabrochado y suelto,

dejando ver un justillo

de raso jalde, cubierto

con primorosos bordados

y costosos sobrepuestos;

y la excelsa y noble insignia

del Toisón de Oro, pendiendo

de una preciosa cadena

en la mitad de su pecho.

Un birrete de velludo

con un blanco airón, sujeto

por un joyel de diamantes

y un antiguo camafeo,

descubre por ambos lados,

tanta majestad cubriendo,

rubio, cual barba y bigote,

bien atusado el cabello.

Apoyada en la cadera

la potente diestra ha puesto,

que aprieta dos guantes de ambar

y un primoroso mosquero.

Y con la siniestra halaga,

de un mastín muy corpulento,

blanco y las orejas rubias,

el ancho y carnoso cuello.

*inicio

Con el condestable insigne,

apaciguador del reino,

de los pasados disturbios

acaso está discurriendo,

o del trato que dispone

con el rey de Francia preso,

o de asuntos de Alemania,

agitada por Lutero.

Cuando un tropel de caballos

oye venir. a lo lejos,

y ante el alcázar pararse,

quedando todo en silencio.

En la antecámara suena

rumor impensado luego,

ábrese al fin la mampara

y entra el de Borbón soberbio

Con el semblante de azufre,

y con los ojos de fuego,

bramando de ira y de rabia

que enfrena mal el respeto;

y con balbuciente lengua

y con mal borrado ceño

acusa al de Benavente

un desagravio pidiendo.

*inicio

Del español condestable

latió con orgullo el pecho,

ufano de la entereza

de su esclarecido deudo.

Y aunque advertido procura

disimular cual discreto,

a su noble rostro asoman

la aprobación y el contento.

El emperador un punto

quedó indeciso y suspenso

sin saber qué responderle

al francés, de enojo ciego.

Y aunque en su interior se goza

con el proceder violento

del conde de Benavente,

de altas esperanzas lleno

por tener tales vasallos,

de noble lealtad modelos

y con los que el ancho mundo

será a sus glorias estrecho;

mucho al de Borbón le debe

y es fuerza satisfacerlo;

le ofrece para calmarlo

un desagravio completo,

Y llamando a un gentilhombre,

con el semblante severo

manda que el de Benavente

venga a su presencia presto.

inicio

Romance Tercero

Sostenido por sus pajes

desciende de su litera

el conde de Benavente,

del alcázar a la puerta.

Era un viejo respetable,

cuerpo enjuto, cara seca,

con dos ojos como chispas,

cargados de largas cejas,

y con semblante muy noble,

mas de gravedad tan seria,

que veneración de lejos

y miedo causa de cerca.

Eran su traje unas calzas

de púrpura de Valencia

y de recamado ante

un coleto a la leonesa.

De fino lienzo gallego

los puños y la gorguera,

unos y otra guarnecidos

con randas barcelonesas.

Un birretón de velludo

con su cintillo de perlas,

y el gabán de paño verde

con alamares de seda.

Tan sólo de Calatrava

la insignia española lleva,

que el Toisón ha despreciado

por ser orden extranjera.

*

Con paso tardo, aunque firme,

sube por las escaleras,

y al verle, las alabardas

un golpe dan en la tierra.

Golpe de honor y de aviso

de que en el alcázar entra

un grande, a quien se le debe

todo honor y reverencia.

Al llegar a la antesala,

los pajes que están en ella

con respeto le saludan

abriendo las anchas puertas.

Con grave paso entra el conde

sin que otro aviso preceda,

salones atravesando

hasta la cámara regia.

* * *

Pensativo está el monarca,

discurriendo cómo pueda

componer aquel disturbio

sin hacer a nadie ofensa.

Mucho al de Borbón le debe,

aún mucho más de él espera,

y al de Benavente mucho

considerar le interesa.

Dilación no admite el caso,

no hay quien dar consejo pueda,

y Villalar y Pavía

a un tiempo se le recuerdan.

En el sillón asentado

y el codo sobre la mesa,

al personaje recibe

que, comedido, se acerca.

inicio

Grave el conde lo saluda

con una rodilla en tierra,

mas como Grande del reino

sin descubrir la cabeza.

El emperador, benigno,

que alce del suelo le ordena,

y la plática difícil

con sagacidad empieza.

Y entre severo y afable,

al cabo le manifiesta

que es el que a Borbón aloje

voluntad suya resuelta.

Con respeto muy profundo,

pero con la voz entera,

respóndele Benavente

destocando la cabeza:

«Soy, señor, vuestro vasallo;

vos sois mi rey en la Tierra,

a vos ordenar os cumple

de mi vida y de mi hacienda.

»Vuestro soy, vuestra mi casa,

de mí disponed y de ella,

pero no toquéis mi honra

y respetad mi conciencia.

»Mi casa Borbón ocupe

puesto que es voluntad vuestra,

contamine sus paredes,

sus blasones envilezca;

»que a mí me sobra en Toledo

donde vivir, sin que tenga

que rozarme con traidores

cuyo solo aliento infesta,

»y en cuanto él deje mi casa,

antes de tornar yo a ella,

purificaré con fuego

sus paredes y sus puertas.»

* * *

Dijo el conde, la real mano

besó, cubrió su cabeza,

y retiróse, bajando

a do estaba su litera.

Y a casa de un su pariente

mandó que le condujeran,

abandonando la suya

con cuanto dentro se encierra.

Quedó absorto Carlos Quinto

de ver tan noble firmeza,

estimando la de España

mas que la imperial diadema.

inicio

Romance Cuarto

Muy pocos días el duque

hizo mansión en Toledo,

del noble conde ocupando

los honrados aposentos.

Y la noche en que el palacio

dejó vacío, partiendo

con su séquito y sus pajes

orgulloso y satisfecho,

turbó la apacible luna

un vapor blanco y espeso,

que de las altas techumbres

se iba elevando y creciendo:

A poco rato tornóse

en humo confuso y denso,

que en nubarrones oscuros

ofuscaba el claro cielo;

después en ardientes chispas

y en un resplandor horrendo

que iluminaba los valles,

dando en el Tajo reflejos;

y al fin su furor mostrando

en embravecido incendio,

que devoraba altas torres

y derrumbaba altos techos.

*inicio

Resonaron las campanas,

conmovióse todo el pueblo,

de Benavente el palacio

presa de las llamas viendo.

El emperador, confuso,

corre a procurar remedio,

en atajar tanto daño

mostrando tenaz empeño.

En vano todo; tragóse

tantas riquezas el fuego,

a la lealtad castellana

levantando un monumento.

Aun hoy unos viejos muros

del humo y las llamas negros,

recuerdan acción tan grande

en la famosa Toledo.

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Bailén

 

     III - La victoria

 ¡Bailén!... ¡Oh mágico nombre!

¿Qué español al pronunciarlo

no siente arder en su pecho

el volcán del entusiasmo?

 ¡Bailén!... La más pura gloria

que ve la historia en sus fastos

y el siglo presente admira,

sentó su trono en tus campos.

 ¡Bailén!... En tus olivares

tranquilos y solitarios,

en tus calladas colinas,

en tu arroyo y en tus prados,

 su tribunal inflexible

puso el Dios tres veces santo,

y de independencia eterna

dio a favor de España el fallo.

  Inclina la tierra

su mísera frente

al omnipotente

de Francia señor.

¡Viva el emperador!

 Es dios de la guerra,

y de polo a polo

su brazo tan solo

será el vencedor.

¡Viva el emperador!

 Segura tenemos

aquí la victoria,

sin riesgos, sin gloria,

pero rica asaz.

 Marchemos, gocemos

las grandes riquezas,

e insignes bellezas

de España feraz.

 A Francia gloriosa,

¿quién hay que la estorbe?

Rendido está el orbe

a su alto valor.

¡Viva el emperador!

 Su ley poderosa

la España reciba.

Avancemos, ¡viva

de Francia el señor!

¡Viva el emperador!»

  Así en infernales voces

los invencibles, que hollaron,

sembrando exterminio y muerte,

la Europa del Neva al Tajo,

 las silenciosas cañadas

y los fecundos collados

de Bailén, al sol naciente,

con gozo infernal turbaron,

 de clarines y tambores,

de armas, cañones y carros,

relinchos y roncos gritos

tormenta horrenda formando,

 mas sin saber que una tumba

era el espacioso campo,

por donde tan orgullosos

osaban tender el paso.

 De repente, de la parte

del Sur el viento les trajo

rumor de armas y de hombres,

y los ecos de este canto:

 «Ya despertó de su letargo

de las Españas el león,

antes morir que ser esclavos

del infernal Napoleón.

 »¡Viva el rey, viva la Patria,

y viva la Religión!»

 Y aparecen los guerreros

del Guadalquivir preclaro,

sin pomposos atavíos,

sin voladores penachos,

 la justicia de su parte

y la razón de su bando,

con Dios en los corazones

y con el hierro en las manos.

 Y aunque en la guerra bisoños,

y aunque con orden escaso,

llevan resuelto a su frente

al valeroso Castaños.

 Los fieros debeladores

de la Europa asombro y pasmo,

los fuertes, los invencibles

de mil triunfos coronados,

 de limpio acero vestidos,

con oriental aparato,

de oro y dominio sedientos,

de orgullo bélico hinchados,

 y teniendo a su cabeza,

la sien ceñida de lauros,

a Dupont, caudillo experto,

duro azote del germano,

 ven con desdén y desprecio,

como a inocente rebaño

que al matadero camina

y piensa que va a los prados,

 una turba que ha dos meses

en el taller y el arado,

ni cargar una escopeta

era posible a sus manos.

 Y en carcajadas de infierno

y en burladores sarcasmos,

prorrumpen, y furibundos

al fácil triunfo volaron.

 ¡No tan fácil! Bramadoras

las ondas del oceano,

del huracán empujadas

tienden el inmenso paso;

 raen las arenas profundas

de los abismos, al alto

firmamento, entumecidas,

van a encontrar a los astros;

tragan voraces y rompen

y aniquilan todo cuanto

pone a su furor estorbo,

pone a su curso embarazo;

 y en la humilde y blanda arena,

o en el informe peñasco,

donde el dedo del Eterno

escribe hasta aquí, pedazos

 se hace su furia espantosa,

se estrella su orgullo insano,

y en espuma roto vuela

su poder, del orbe espanto.

 «El español ardimiento,

su fe viva, su entusiasmo

sean la meta del coloso»,

pronunció de Dios el labio.

 Y lo fueron. Los valientes

de luciente acero armados,

los granaderos invictos,

los belígeros caballos,

 los atronadores bronces

y los caudillos bizarros,

que las elevadas crestas

de Mont-Cení y San Bernardo

 camino fácil hicieron,

que las ondas humillaron

del Vístula y del Danubio,

del Mosa, del Rhin y el Arno,

 no pueden la mansa cuesta

trepar del collado manso

de Bailén, ni al pobre arroyo

del Herrumbrar hallar vado.

 Y los que mares de fuego

intrépidos apagaron,

y muros de bayonetas

hundieron en un amago,

 del español patriotismo

a los encendidos rayos,

al hierro de los bisoños,

al tiro de los paisanos

 no osan resistir. Desmayan

y se fatigan en vano;

retroceden, se revuelcan

en tierra hombres y caballos,

 y las aguilas altivas

humillan el vuelo raudo

ensangrentadas sus plumas,

hasta perderse en el fango.

 Y rendidas las legiones,

que al universo humillaron,

encadenadas desfilan,

vuelta su gloria en escarnio,

 ante turba que ha dos meses

en el taller y el arado

ni cargar una escopeta

era posible a sus manos.

 «¡Viva España!», gritó el mundo,

que despertó de un letargo.

Al grande estruendo apagose

en el firmamento un astro.

 Y al tiempo que, ante las plantas

del noble caudillo hispano,

Dupont su espada rendía

y de sus sienes el lauro,

 desde el trono del Eterno

dos arcángeles volaron:

uno a dar la nueva al polo

su nieve en fuego tornando,

 otro a cavar un sepulcro

en Santa Elena, peñasco

que allá en la abrasada zona

descuella en el océano.

 

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Ojos divinos

Ojos divinos, luz del alma mía,
por la primera vez os vi enojados;
¡y antes viera los cielos desplomados,
o abierta ante mis pies la tierra fría!
Tener, ¡ay!, compasión de la agonía
en que están mis sentidos sepultados,
al veros centellantes e indignados
mirarme, ardiendo con fiereza impía.
¡Ay!, perdonad si os agravié; perderos
temí tal vez, y con mi ruego y llanto
más que obligaros conseguí ofenderos;
tened, tened piedad de mi quebranto,
que si tornáis a fulminarme fieros
me hundiréis en los reinos del espanto.
 

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Receta segura

Estudia poco o nada, y la carrera
acaba de abogado en estudiante,
vete, imberbe, a Madrid, y, petulante,
charla sin dique, estafa sin barrera.
Escribe en un periódico cualquiera;
de opiniones extremas sé el Atlante
y ensaya tu elocuencia relevante
en el café o en junta patriotera.
Primero concejal, y diputado
procura luego ser, que se consigue
tocando con destreza un buen registro;
no tengas fe ninguna, y ponte al lado
que esperanza mejor de éxito abrigue,
y pronto te verás primer ministro.

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A LUCIANELA

Cuando al compás del bandolín sonoro

y del crótalo ronco, Lucianela,

bailando la gallarda tarantela,

ostenta de sus gracias el tesoro;

y conservando el natural decoro

gira, y su falda con recato vuela,

vale más el listón de su chinela

que del rico Perú las minas de oro.

¡Cómo late su seno! ¡Cuán gallardo

su talle ondea! ¡Qué celeste llama

lanzan los negros ojos brilladores!

¡Ay!... Yo en su fuego me consumo y ardo;

y en alta voz mi labio la proclama

de las gracias deidad, reina de amores.

 

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A DIDO ABANDONADA

Más bella que la flor del tamarindo

(antes que se inventara el almanaque),

luciste ¡oh Reina! tu gallardo empaque,

que tanto ha dado que decir al Pindo.

Si sólo de pensar en ti me rindo,

¿qué es de extrañar que el otro badulaque,

que huyó con tiempo del troyano ataque,

quedase, al verte, convertido en guindo?

¡Ay! su pasión fue tiro de escopeta,

que te hundió en sempiterno purgatorio,

gozándote y huyendo con vil treta.

Fue falsa su pasión como abalorio,

niño impotente al que juzgaste atleta,

y tu tálamo lecho mortuorio.

 

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                                                       EL HOSPEDADOR DE PROVINCIA
                                         

uien podrá imaginar que el hombre acomodado, que vive en una ciudad de provincia, o en un pueblo de alguna consideración, y que se complace en alojar y obsequiar en su casa a los transeúntes que le van recomendados, o con quienes tiene relación, es un tipo de la sociedad española, y un tipo que apenas ha padecido la más ligera alteración en el trastorno general, que no ha dejado titere con cabeza? Pues sí, pío lector: ese benévolo personage que se ejercita en practicar la recomendable virtud de la hospitalidad, y a quien llamaremos el Hospedador de Provincia es una planta indígena de nuestro suelo, que se conserva
inalterable, y que vamos a procurar describir con la ayuda de Dios.
Recomendable virtud hemos llamado a la hospitalidad, y recomendada la vemos en el catálogo de las obras de misericordia; siendo una de ellas dar posada al peregrino, y otra dar de comer al hambriento. Esto basta para que el que en ellas se ejercite cumpla con un deber de la humanidad y de la religión: y bajo este Punto de vista no podemos menos de tributar los debidos elogios al Hospedador de Provincia. Pero ¡ayl que si a veces es un representante de la Providencia, es más comunmente un cruel y atormentador verdugo del fatigado viajero, una calamidad del transeúnte, un ente vitando para el caminante. Y lo que es yo pecador, que escribo estos renglones, quisiera cuando voy de viaje pasar antes la noche al raso o

En un pastoril albergue

que la guerra entre unos nobles
lo olvidó por escondido
o lo perdonó por pobre

que en la casa de un hacendado de lugar, de un caballero de provincia, o de un antiguo empleado, que haya tenido bastante maña o fortuna para perpetuarse en el rincón de una administración de rentas, o de una contaduría subalterna.
     Virtud cristiana y recomendada por el catecismo es la hospitalidad, pero virtud propia de los pueblos donde la civilización ha hecho escasos progresos. Así se ve que los países semisalvajes son los más hospitalarios del mundo; y se sabe que en la infancia de las sociedades, la hospitalidad era no solo una virtud eminente, sino un deber religioso, indeclinable, y de que nacían vínculos
indisolubles, entre los individuos, entre las familias y entre los pueblos.
      La hospitalidad de los españoles en los remotos siglos está consignada en las historias, es proverbial; y que no han perdido calidad tan eminente, y que la ejercitan, con las modificaciones empero que exigen los tiempos en que vivimos es notorio, pues que los que la practican merecen con justa razón ser considerados cual tipos peculiares de nuestra sociedad, como verá el lector benévolo que tenga la paciencia de concluir este artículo. Artículo que nos apresuramos a escribir porque pronto la facilidad de las comunicaciones, la rapidez de ellas, lo que crecen los medios de verificarlas , y el aumento y comodidad que van tomando las posadas, paradores y fondas en todos los caminos de España, disminuirán notablemente el número de los Hospedadores de Provincia, o burlarán su vigilancia e inutilizarán su bien intencionada índole; o modificarán su cristiana y filantrópica propensión, hasta el punto de confundirlos con la multitud que ve ya con indiferencia, por la fuerza de la costumbre, atravesar una y otra rápida aunque pesada y colosal diligencia por las calles de su pueblo; o hacer alto un convoy de cuarenta galeras en el parador de la plaza de su lugar.
      El tipo pues de que nos ocupamos es conocidísimo de todos mis lectores que havan viajado  ya hace cuarenta años, en coche de colleras o en silla de posta con compañero a partir gastos; ya ahora en diligencia, en galera o a caballo agregados al arriero. ¿Porqué cual de ellos en uno u otro pueblo del tránsito, no habrá encontrado uno de estos tales, que andan en acecho de viajeros, y en espera de caminantes para obsequiarlos? ¿Cuál de ellos no habrá sido portador de una de esas cartas de recomendación, que como a nadie se niegan, se le dan a todo el mundo? ¿Cuál de ellos, en fin , o por su particular importancia, o por sus relaciones en el país que haya atravesado, no habrá tenido un obsequiador? Sí, el Hospedador de provincia es conocido por todos los españoles, y por cuantos extranjeros han viajado en España.
      Va uno en diligencia a Sevilla, a despedir a un tío que se embarca para Filipinas, o a Granada a comprar una acción de minas, o a Valladolid , o a Zaragoza a lo que le da la gana, y tiene que hacer los forzosos altos y paradas para comer y reposar. Y he aquí que apenas sale entumido de la góndola , y maldiciendo el calor o el frío, el polvo o el barro, y deseando llenar la panza de cualquier cosa, y tender la raspa en cualquiera parte las tres o cuatro horas que solo se conceden al preciso descanso; se presenta en la posada el Hospedador, solicito que al cruzar el coche conoció al viajero,  o que tuvo previo aviso de su llegada; o porque el viajero mismo cometió la imprudencia de pronunciar su nombre al llegar al parador, o por que hizo la sandez de hacer uso de la
carta de recomendación que le dieron para aquel pueblo. Advertido en fin de un modo o de otro, llega pues el Hospedador, hombre de más de cuarenta años, padre de familia y persona bien acomodada en la provincia , preguntando al posadero por el señor D. F. que viene de tal parte y va a tal otra. El posadero pregunta al mayoral y este dá las señas que se le piden, y corre a avisar al viajero que un caballero amigo suyo desea verlo. Sale al corredor o al patio, el cuitado viajero, despeluznado, sucio, hambriento, fatigado, con la barba enmarañada , si es joven y la deja crecida , o con ella blanquecina y de una línea de larga si es maduro y se le afeita; con la melena aborrascada, si es que la tiene, o con la calva al aire, si es que se le oculta y esconde artísticamente, o con la peluca torcida si acaso con ella abriga su completa desnudez, y lleno de polvo si es verano, y de lodo si es invierno, y siempre mustio, lagañoso e impresentable. Y se halla frente a frente con el Hospedador vestido de toda etiqueta con el frac que le hicieron en Madrid diez años atrás, cuando fue a la jura, pero que se conserva con el mismo lustre con que lo sacó de la tienda , y con un chaleco de piqué, que le hizo Chassereau cuando vino el duque de Angulema, y un cordón de avalorio al cuello y alfiler de diamantes al pecho y guantes de nuditos, en fin, lo más elegante y atildado que ha podido ponerse, formando un notable antitesis con el desaliño y negligente traje del viajero.
      No se conocen , pero se abrazan y en seguida el Hospedador agarra del brazo al viajero y le dice con imperioso tono: venga Sr. D. fulano a honrarme y a tomar posesión de su casa. El viajero le da gracias cortesmentey le manifiesta que está rendido, que está impresentable, que no se detiene la diligencia más que cuatro horas; pero el Hospedador no suelta presa, y después de apurar todas las frases mas obligatorias, y de prohibir al posadero que dé a su huésped el más mínimo auxilio, se lo lleva trompicando por las mal empedradas calles del lugar a su casa, donde ya reina la mayor agitacion preparando el recibimiento del obseijuiado.
      Salen a recibirlo al portal la señora y las señoritas, con los vestidos de seda que se hicieron tres años atrás cuando fueron a la capital de la provincia a ver la procesión del Corpus, y la mamá con una linda cofia que de allí la trajo la última semana el cosario, y las niñas adornadas suscabezas con las flores de mano que sirvieron en el ramillete de la última comida patriótica que dio la milicia del pueblo al señor jefe político. Y madre o hijas con su cadena de oro al cuello formando pabellones y arabescos en las gargantas, y turgentes pecheras, llevando además las manos empedradas de sortijones de grueso calibre. Queda el pobre viajero corrido de verse tan desgalichado y sucio entre damas tan atildadas, por más que le retoza la risa en el cuerpo notando lo hetereóclito de su atavío; y haciendo cortesías, y respondiendo con ellas a largos y pesados cumplimientos, lo conducen al estrado, y lo sientan en el sofá, cuando él deseara hacerlo a la mesa. Al verse mi hombre en tal sitio vuelve a pensar en su desaliño y desaseo, y trasuda, y pide que le dejen un momento para lavarse, y.... pero en vano: el obsequiador y su familia le dicen que está muy bien, que aquella es su casa, que los trate con franqueza, y otras frases de ene, que ni quitan el polvo, ni atusan el cabello, ni desahogan el cuerpo; pero que manifiestan que está mal, que aquella no es su casa, y que ni hay ni asomo de franqueza.

     

       Entran varios amigos y parientes del obsequiador, el señor cura y otros allegados; nuevos cumplimientos, nuevas ofertas, nuevas angustias para el viajero. Llena la sala de gente, el Hospedador y su esposa desaparecen para activar las disposiciones del obsequio. Y mientras retumba el abrir y cerrar de antiguas arcas y alacenas, de donde se está sacando la vajilla, la plata tomada y la mantelería amarillenta, resuenan los pasos de mozos y criadas que cruzan desvanes y galerías, y se oyen disputas y controversias, y el fragor de un plato que se estrella, y de un vaso que se rompe, y el cacareo de las gallinas a quienes se retuerce adeshora el pescuezo; y se percibe el chirreo del aceite frito, perfumándose la casa toda con su penetrante aroma. Una de las niñas de casa se pone a tocar un piano. ¡Pero qué piano, animas benditas!.... ¡qué piano! La fortuna es que mientras cencerrean sus cuerdas sin compás ni concierto una pieza de Rosini , que no la conociera la misma Colbran, que sin duda no se le debe despintar ninguna de las de su marido, el señor cura está discurriendo sobre la política del mes anterior con el pobre caminante, que daría por haber ya engullido un par de huevos frescos, y por estar roncando sobre un colchón toda la política del universo.
      Concluye la sonata, y un mozalbete, que es siempre el chistoso del pueblo, toma la guitarra y canta las caleseras, y luego hace la vieja, con general aplauso, y luego para que se vea que también canta cosas serias y de más miga, entona tras de un grave y mesurado arpegio, la atala , el Lindoro y otra pieza de su composición. Y gracias a que saltaron la prima y la tercera, y a que no
hay ni en la casa, ni en la del juez, ni en la del barbero, ni en la botica, ni en todo el pueblo, cuerdas de guitarra, aunque se le han encargado ya al arriero; que cesa la música súbitamente con gran sentimiento de todos, y pidiendo repetidos perdones al viajero, que eslá en sus glorias, creyendo que este incidente dará fin al sarao, y apresurará la llegada de la cena. Pero está en salón el hijo del maestro de escuela, que acaba de llegar de Madrid, y que representa maravillosamente imitando a Latorre, a Romea y a Guzmán, y
todos a una vez le piden un pasillo. Él se excusa con que está ronco, con que se le han olvidado las relaciones, porque hace días que no repasa sus comedias, y con que no está allí su hermana que es la que sale con él para figurar. Pero insisten los circunstantes. Y ya el cómico titubea anheloso de gloria. Y al verle poner una silla en medio del estrado, para que le sirva de dama, una de las
señoritas de la casa, por mera complacencia, se presta a hacer el papel de la silla, y se pone de pie entre el general palmoteo. ¡Silencio! ¡Silencio!, gritan todos, los criados y criadas de la casa, y hasta los gañanes y mozos de la labor se agolpan solícitos a la puerta de la sala; las personas machuchas que rodean al obsequiado le dicen, sotto voce, ¡verá vd. qué mozo! ¡ verá vd. qué portento! Y el hijo del maestro de escuela con tono nasal y recalcado sale con una relación del Zapatero y el Rey, estropeando versos y desfigurando palabras, y con tal manoteo y tan descompasados gritos que el auditorio, nemine discrepante, le
proclama el Roscio, el Taima, el Máiquez de la provincia. Piden en altas voces otro paso, y el actor se descuelga con un trocito del Guzman, que tiene igual éxito. Y porque está ya ronco y sudando como un pollo, se contentan los concurrentes con que les dé por final algo de la Marcela. Concluida la representación cree el obsequiado que cesará el obsequio, y en verdad que fuera razón. Pero como aún no está lista la cena, el obsequiador y su esposa, que ya han concluido el tomar disposiciones, y que ya han dejado sus últimas órdenes a la cocinera y al ama de llaves, vuelven al salón. Y empiezan a enredar en laberinto de palabras al huésped, contándole lo bueno que estaba el pueblo el año pasado, y lo mucho que se hubiera divertido entonces, porque había un
regimiento de guarnición, con una oficialidad brillante. El soñoliento, hambriento y fatigado viajero , bosteza y responde con monosílabos, y pregunta de cuando en cuando.... ¿cenaremos pronto? Y el patrón le dice, al instante, y sigue contándole cómo se hicieron las últimas elecciones, los proyectos que tiene el actual alcalde de hermosear la villa, y otras cosas del mismo interés para el Viajero; cuando ve entrar al sobrino del señor cura, y en él un ángel que le ayude a divertir al obsequiado mientras llega la cena , que se ha atrasado porque el gato ha hecho no sé qué fechoría allá en la cocina. Efectivamente, el sobrino del señor cura es poeta, improvisa, y en dándole pie se está diciendo décimas toda una noche. Entra en corro, las señoritas de la casa hacen el oficio de la
fama patentizando al huésped su clase de habilidad. Todos le rodean, le empiezan a dar pié, y él arroja versos como llovidos. Ya no puede mas el cuitado viajero, ¡qué desfallecimiento!, ¡qué fatigas!, ¡qué vahídos !... Cuando afortunadamente vuelve a la sala la señora, que salió un momento antes a dar la última mano al obsequio, y dice:vamos a cenar sí Vd. gusta, caballero. ¡Santa palabra!,
grita la concurrencia, y todos se dirigen al comedor.
      ¡Espléndida, magnífica cena! Veinte personas van a devorarla y hay ración para ciento. ¡Qué botellas tan cucas! de vidrio cuajado con guirnaldas de  florecitas y letreros dorados que dicen viva mi dueño, viva la amistad. Una gran fuente redonda ostenta entre cabezas de ajos y abultadas cebollas veinte perdices despatarradas y aliabiertas, cuál boca abajo, cuál panza arriba, cuál
acostadita de lado, dando envidia al aburrido viajero. En otra gran fuente ovalada campean seis conejos descuartizados prolijamente, allá perfuman el ambiente coa su vaho, veinte y cuatro chorizos fritos, acullá exhalan el aroma del clavo y de la canela ochenta albondiguillas como bolas de billar; ¡qué de menestras! ¡Qué de ensaladas! Servicio estupendo, aunque muchas cosas están
ahumadas, otras achicharradas, casi todo crudo por la prisa, y todo frío por el tiempo que se ha tardado en colocarlo en simetría grotesca.
      Náuseas le dan al pobre viajero de ver ante sí tanta abundancia, y más cuando todos le ostigan a que coma sin cortedad porque no hay más, y cuando la señora y las niñas de casa le dan cada una con la punta del tenedor su correpondiente finecita. Y cuando el Hospedador le insta a repetir y comer con toda confianza, y se aflige de lo poco que se sirve, olvidando que

comer hasta matar el hambre es bueno
y hasta matar al comedor es malo.

      ¿Mas quién encaja este axioma en la mollera de un Hospedador de provincia por más que lo recomiende Quevedo?...
      Los platos se suceden unos a otros como las olas al mar embravecido, al de las perdices arrebatado por una robusta aldeana alta de pechos y ademán brioso le substituye otro con un pavo a medio asar. Al de los conejos, levantado por los trémulos brazos arremangados de una viejezuela, otro con un jamón más salado que una sevillana. Y ocupa el puesto de los chorizos, la fruta de sartén, y el de las menestras, mostillo, arropa, tortas, pasas, almendrucos, orejones, y fruta, y calabazate, y leche y cuajada y natillas, y... ¿qué sé yó? Aquello es una inundación de golosinas, un alubión de manjares, que parece va a añadir una capa más a nuestro globo. Y ya circula un frasco cuadrado y capaz de media azumbre de mano en mano derramando vigorosísimo anisete. Y el cantor de la tertulia entona patrióticas, y el poeta improvisa cada bomba que canta el misterio, y el declamador declama trozos del Pelayo, y la señora de la casa se asusta porque su marido el Hospedador trinca demasiado y luego padece de irritaciones, y las
señoritas fingen alarmarse porque hay un chistoso que dice cada desvergüenza como el puño, y todo es gresca, broma, cordialidad y obsequio; cuando por la misericordia de Dios, la voz ronca del mayoral, gritando en el patio al coche, al coche, hemos perdido más de una hora, no puedo esperar más, viene a sacar al viajero de aquel pandemónium, donde a fuerza de obsequios lo tienen padeciendo penas tales, que en su cotejo parecerían dulces las de los precitos.
      El amo de la casa aún defiende su presa en los últimos atrincheramientos, empieza por decirle con voz de cocodrilo que deje ir el coche, que en la góndola venidera proseguirá el viaje. Pero como halla una vigorosa repulsa, tienta al mayoral de todos los modos imaginables con halagos, con vino, con aguardiente, con dinero en fin, y nada, el mayoral se mantiene firme contra tantas seducciones; y salva a su viajero, y lo saca de las manos del Hospedador, como el ángel de la Guarda salva y saca de las manos del encarnizado Luzbel a un alma contrita.
      Cuanto dejamos dicho que acaece con el viajero de diligencia, ocurre con el de galera o caballería, sin más diferencia que dilatarse algo más el obsequio con una cama que compite con el cielo, y cuya colcha de damasco, que ruge y se escapa por todos lados como si estuviera viva, no deja dormir en toda la noche al paciente obsequiado.
     También tiene el obsequio de los Hospedadores de provincia sus jerarquías, y si es intolerable y una desgracia para un particular; es para un magistrado intendente o jefe político una verdadera desdicha; para un capitán general, diputado influyente, o senador parlante una calamidad; y para un ministro electo, que vuela a sentarse en la poltrona, un martirio espantoso, un azote del cielo, unas terrible muestra de las iras el Señor , un ensayo pasajero de las penas eternas del infierno.
      Aconsejamos pues al viajero de bien, esto es, al que solo anhela llegar al término de su viaje con la menor incomodidad posible, que evite las acechanzas de los Hospedadores, de sus espías y de sus auxiliadores; y para lograrlo no fuera malo se proveyese de parches con que taparse un ojo, de narices de cartón con que desfigurarse, o de alguna peluca de distinto color del de su cabello que variase su fisonomía, ya que no está en uso caminar con antifaz o antipara como en otro tiempo; y con tales apósitos debería disfrazarse y encubrirse a la entrada de los pueblos donde tuviese algún conocido. Usando de estas prudentes precauciones, amén de las ya sabidas y usadas por los prudentes viandantes de no decir su nombre en los mesones y posadas, y de no hacer uso, sino en casos fortuitos, de las cartas de recomendación.
      Pero si los Hospedadores de provincia son vitandos para los viajeros de bien pueden ser una cucaña, una abundante cosecha para los aventureros y caballeros de industria, que viajan castigando parientes y conocidos, como medio de comer a costa ajena, de remediarse unos días, y de curarse de la terrible enfermedad conocida con la temible calificación de hambre crónica.
      A unos y a otros creemos haber hecho un importante servicio llamándoles la atención sobre esta planta indígena de nuestro suelo: a aquellos para que procuren evitar su contacto, a estos para que lo soliciten a toda costa.

                                                                                                                               

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