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Joan Perucho

Las ratas

Final

La ventana

El gnomo

Con la técnica de Lovecraft

LAS RATAS

ORIGINAL EN CATALÁN

Vivents a una tensió miraculosa

desplacen la llum a l`ombra

i el borrisol a la naixença del pus,

com una perla o quelcom

d`increïblement preciós i recòndit.

No hi haurà somni ni aurora

en aquest món de closos terrors,

ayunes, papers, tendresa

humida, infecció i vidres

a l´espera del llot,

de la gota que cau a les golfes,

de la pols que irremeiablement es filtra

a través dels anys i les ministres,

a través de la gola afectada

de càncer, del cavaller

que assegut al sofà esperava

una simple veu familiar,

una veu filial i emocionada.

Viuen en el cor de les absurdes

significacions i esperances,

i s`aturen inquietes,

trémules de llur força oculta

i tímida, agresiva i perforadora fins al límit,

fins al límit del que és expressable.

Remons, veus extintes, apagades

cançon de Nadal, habiten

aquests solars abandonats, aquestes cambres.

El vent truca lleugerament a una porta.

Alguna cosa es mou segura cap a l´eternitat.

 

Versión castellana

Viviendo bajo una tensión milagrosa,

trasladan la luz hasta la sombra

y la pelusa al nacimiento del pus,

como una perla o algo

increíblemente recóndito y precioso.

No habrá sueño ni aurora

en este mundo de cerrados terrores,

latas, papeles, ternura

húmeda, infección y cristales

en la espera del lodo,

de la gota que cae en los desvanes,

del polvo que irremediablemente se filtra

a través de los años y de las ventanas,

a través de la garganta afectada

de cáncer, del caballero

que, sentado en el sofá, esperaba

una simple voz familiar,

filial y emocionada.

Viven en el corazón de los absurdos

significados y esperanzas,

y se detienen inquietas,

temerosas de su fuerza oculta

y tímida, agresiva y perforadora hasta el límite,

hasta el límite de lo que es expresable.

Rumores, voces extinguidas, apagadas

canciones de Navidad, pueblan

estos solares abandonados, estas estancias.

El viento llama ligeramente a una puerta.

Algo se mueve seguro hacia la eternidad.

 

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Final

 

Silba el viento del Oeste
          recogiéndose ante las puertas de China.
          Maúlla débilmente como un gato
junto a la flor de loto.

     He visto mi rostro en el agua
alejarse hacia el fondo
            y, aunque sea ésta la última vez,
                mi corazón late sin tristeza.

 

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La ventana

    Abrí la ventana que daba a la tierra de los fantasmas errantes. Se les veía a contraluz, traspasados por la luz del sol. Existían. No eran nocturnos. Representaban escenas de los años difuntos, acompañando a sus seres queridos – producto de la elección de su mente e impulsos sentimentales – o tomando parte en escenas de caza con lebreles inexistentes o simplemente paseando y conversando filosóficamente. Por donde transitaban, crecían las hierbas que, por orden alfabético, tantas veces he relacionado. Bastaba alzar la voz para que desaparecieran. Sólo quedaban las urracas picoteando entre la menuda hierba, los musgos y los líquenes.

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El gnomo

      Curioso y parlanchín, sí que lo es. Vive dentro del agua de las lavanderías y tiñe su cuerpo de un color azul intensísimo. No tiene propiamente forma definida y adopta, más o menos, la de quien tiene delante, generalmente la de las mujeres que lavan y acarrean cubos de agua.
     
Cuando no tiene nadie a quien imitar se contrae en una masa blanda y multiforme con crestas ondulantes, de la cual sobresalen dos ojitos maliciosos y vivos, espiando constantemente la superficie del agua.
     
Al anochecer, cuando todo está en reposo, el "gnomo" _ lo llaman así porque se mueve sin parar y es muy pequeño_ salta fuera del lavadero, colocándose encima de los grifos o de los cables para tender la ropa o entre estropajos y jabones. Odia los detergentes. Cuando encuentra un buen sitio, se duerme dulcemente.
     
Con tal modo de vivir, el " gnomo" exulta dicha y entera felicidad.

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Con la técnica de Lovecraft

A la memoria de Lovecraft, escritor de "science fiction”, que murió perseguido por los seres invisibles.

  E

l resorte se disparó, hizo un ruido leve y, lentamente, bajó el disco. Hubo una pausa. Algo, como una corriente de aire casi imperceptible, fue aumentando en intensidad. Entreabrió una puerta y descendió por unos escalones que daban a un patio interior. Tropezó con algo sólido y opaco y blasfemó en voz baja. Luego se dirigió a un breve pasadizo, al otro lado del patio, y se arremolinó. Ahora se oía la música alejada, sorda, filtrada. Era una noche silenciosa y tranquila, de gran suavidad, con el aroma de la primavera cayendo desde los árboles.

       Desapareció la magia de la boca con las pequeñas placas de la sífilis en labios y paladar. Había unas bombillas rojas y verdes en cuyo interior se podía ver perfectamente la imagen de su rostro con un rictus de ironía amarga y desilusionada. Ironía nacida de la desesperación y de la muerte, más allá de las cuales sólo débiles ráfagas de aire descansan en el interior de los sepulcros abandonados, llenos de ceniza o de agua pútrida, o en la caja de resonancia de los pianos Chassaigne, modelo 1906, esperando la aparición del conducto sutilísimo que los ha de unir, con unas cuantas palabras no pronunciadas, a la oreja del caballero momificado o de la dama solitaria. Gastadas formas de vida o de muerte, de nacimiento mecánico o un dolor visceral, de vómitos que se suceden, implacables (o que, por lo menos, atormentan con la agonía del espasmo que ha de venir y que siempre, siempre desemboca en una especie de abismo y en sudor y en cabellos pegajosos), y de grititos histéricos y de dientes que se desmoronan y que la lengua palpa voluminosos y febricitantes.

      No era eso. Sólo la gélida quemadura de un thoulú, de uno de aquellos seres amorfos y terribles que ya había descrito minuciosamente, en el siglo XII, el árabe Al-Buruyu en su tratado Los que vigilan. La evidencia de las cosas surgía de improviso con mil y un significados aterradores y alusivos. No había forma humana para conjurar lo inevitable, para alejar el dogal que ceñiría al elegido, quien, por un impulso misterioso, sería arrastrado al sacrificio, a la aniquilación de la propia personalidad, y se convertiría en una cosa horrible y sin nombre, abominable concepción esta, fruto de una boda del cielo y el infierno. No podían tener otro sentido la aparición de signos en todas las habitaciones de la casa y aquellos restos de organismos extraños hallados una mañana en el patio, que se habían volatilizado misteriosamente al cabo de una hora. El magisterio de Al-Buruyu se presentaba como una fuerza maléfica que se anticipaba a los siglos como un ojo impasible y escrutador, dotada de una voz caligráfica y cabalística que iba avanzando como una carcajada por la noche, sobre la nieve surcada de huellas deformes y de misteriosas desapariciones, de alaridos alucinantes junto a las rejas de los manicomios.

      Se oyó el claxon de un coche. La presencia se inquietó y hubo como una distensión. Murmuró unos sonidos ininteligibles y apenas una leve fosforescencia se insinuó en el fondo del pasadizo, entre inmundicias y botellas de licor vacías. Se encendió la luz en una ventana próxima y poco después se apagó. Fuera, respiraba la primavera.

      El tiempo se acumulaba en el cerebro y en la sangre, en pliegues suavísimos y turbadores en los que aparecía la claridad solar. Había costras y una materia rugosa, surcada por grietas de dirección dubitativa, que parecía calcinada por un contacto satánico o sordamente enfurecido. O bien una superficie enharinada con polvos de arroz, bajo la cual palpitaban, vívidas y sensibles, amplias llagas purulentas, como bocas martirizadas y ocultas, como flores monstruosas y sonámbulas que, de pronto, se hinchasen y creciesen, estirando su íntima estructura hacia formas propias de un delirio febril. Era demasiado tarde para el antídoto, la svástica invertida de plata que habría de poner ecos de cantos litúrgicos en la huida de la estepa y en la llegada de la savia vivificante. El vuelo de las hojas era un vuelo de bronces, enlutado y solemne, sobre la tierra árida y espectral. Apenas podían entreverse, con un esfuerzo supremo, la risa de un niño vestido de marinero, casi velada por el dolor, o la triste tenacidad del hombre que medita hasta altas horas de la noche, contemplada ahora bajo el peso de una lágrima, o la inútil trenza perfumada que era como aire para una mirada que alimentaba al deseo. La carne había empezado a corromperse, aún en presencia de la vida, y exhalaba una pestilencia indefinible que lo impregnaba todo. Lentamente se inició el éxodo, e incluso la araña, con su perezosa pero terrible seguridad, abandonó el nido de su vida feliz. Entreveía lecturas de íncubos, fórmulas mágicas de la muerte y el diablo, rebasado ya todo vestigio de razón, y se veía hojear la Dissertation sur les apparitions des anges, des démons et des esprits et sur les revenants et vampires, del monje Calmet, que corroboraba la fría certeza de Al-Buruyu. Ya Angela Foligno había revelado al comentarista que, al principio, non est in me membrum quod non sit percussum, tortum et poenatum a daemonibus, et semper sum infirma, et semper stupefacta, et plena doloribus in ómnibus membris vivis[1]. También había un flotar sobre la realidad, un ir a la deriva en paisajes inexistentes de algas mortecinas que se crispaban, airadas y amenazadoras, al más leve contacto; y el manubrio de los organillos giraba vertiginosamente en el interior del cráneo, con un insufrible alboroto de timbres y altavoces enloquecidos que callaban después en un angustioso silencio de tumba.

      Se alisó el cabello con la mano, morosa y maquinalmente. Bebía con delectación, y en breves sorbos, una copa de auténtico scotch Forrester y se encontraba, seguramente, a diez millas de la costa y en una tormenta de todos los demonios. Rióse una rubia con la risa provocativa de Jane Russell y se le acercó desde la barra. Llevaba la boca pintada de rojo intenso, de color sangre toro, y un jersey ceñido que destacaba su busto con violencia. Le acarició la mejilla y le murmuró unas palabras cariñosas, acercando su cara hasta casi rozarle. La atmósfera era densa y turbia por el humo del tabaco y algunos invitados se habían quitado la americana. Otra muchacha, que movía las ancas como una estrella de Hollywood, cantaba como en éxtasis, con una lánguida sensualidad que se pegaba a la epidermis.

      Pensaba que no le volvería a ver. De pronto, se le ocurrió reír ante aquel niño vestido de marinero, pasado de moda y ridículo. Lo asoció a muchas otras cosas, como a un banderín de hockey clavado bien tenso en alguna pared, o una fotografía desteñida que perpetuaba unas caras ausentes en una nebulosa excursión a Bañolas, un día de mucho frío, o a un pequeño bar del Paseo de Gracia, mucho después, cuando ya ella preparaba el trousseau de novia y le regalaba corbatas el día de su santo.

       La cantante agradeció los aplausos con una sonrisa. La gente intentaba ahora bailar, excepto un grupito que bebía y conversaba con el barman y con la muchacha que acababa de terminar su número. Reinaba una media luz sucia y gastada.

      Penetrado por la sombras, detrás del gran monumento a Napoleón, detrás de las campanas de los tranvías, bajo los burdeles de todas las ciudades del mundo, necesitaba ahora, en su último momento de lucidez, buscar la luz, engañar a aquella presencia, acercarla fuese como fuese, si era menester, a la luz clara y purificadora, a esa luz que a veces rasgaba las tinieblas. Tenía que haber luz en algún lado. A él le parecía que así tenía que ser forzosamente.

      Muy lejos, seguramente a diez millas de distancia, alguien o algo reptaba por la alfombra. Dejó atrás las dos butacas y se incorporó poco a poco. Era como un babeo o como un borborigmo inconfesable. De él emanaba un resplandor lívido. Como una alucinación de Lovecraft.


[1] "No hay en mí miembro que no sea golpeado, retorcido y torturado por los demonios, y siempre estoy enferma, y siempre asustada y llena de vivos dolores en todos los miembros. (N. del T.)

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