Mariano José Larra

El castellano viejo

Carta a Andrés escrita desde las Batuecas

Día de difuntos de 1836

Las modas

POESÍA

A un mal artista...

A una hermosa

Salga con la doliente ánima fuera...

El castellano viejo

 

Ya en mi edad pocas veces gusto de alterar el orden que en mi manera de vivir tengo hace tiempo establecido, y fundo esta repugnancia en que no he abandonado mis lares ni un solo día para quebrantar mi sistema, sin que haya sucedido el arrepentimiento más sincero al desvanecimiento de mis engañadas esperanzas. Un resto, con todo eso, del antiguo ceremonial que en su trato tenían adoptado nuestros padres, me obliga a aceptar a veces ciertos convites a que parecería el negarse grosería, o por lo menos ridícula afectación de delicadeza.

Andábame días pasados por esas calles a buscar materiales para mis artículos. Embebido en mis pensamientos, me sorprendí varias veces a mí mismo riendo como un pobre hombre de mis propias ideas y moviendo maquinalmente los labios; algún tropezón me recordaba de cuando en cuando que para andar por el empedrado de Madrid no es la mejor circunstancia la de ser poeta ni filósofo; más de una sonrisa maligna, más de un gesto de admiración de los que a mi lado pasaban, me hacía reflexionar que los soliloquios no se deben hacer en público; y no pocos encontrones que al volver las esquinas di con quien tan distraída y rápidamente como yo las doblaba, me hicieron conocer que los distraídos no entran en el número de los cuerpos elásticos, y mucho menos de los seres gloriosos e impasibles. En semejante situación de mi espíritu, ¿qué sensación no debería producirme una horrible palmada que una gran mano, pegada (a lo que por entonces entendí) a un grandísimo brazo, vino a descargar sobre uno de mis hombros, que por desgracia no tienen punto alguno de semejanza con los de Atlante?

No queriendo dar a entender que desconocía este enérgico modo de anunciarse, ni desairar el agasajo de quien sin duda había creído hacérmele más que mediano, dejándome torcido para todo el día, traté sólo de volverme por conocer quien fuese tan mi amigo para tratarme tan mal; pero mi castellano viejo es hombre que cuando está de gracias no se ha de dejar ninguna en el tintero. ¿Cómo dirá el lector que siguió dándome pruebas de confianza y cariño? Echome las manos a los ojos y sujetándome por detrás:

-¿Quién soy? -gritaba alborozado con el buen éxito    de su delicada travesura-. ¿Quién soy? «Un animal», iba a responderle; pero me acordé de repente de quién podría ser, y sustituyendo cantidades iguales:

-Braulio eres -le dije.

Al oírme, suelta sus manos, ríe, se aprieta los ijares, alborota la calle y pónenos a entrambos en escena.

-¡Bien, mi amigo! ¿Pues en qué me has conocido?

-¿Quién pudiera sino tú...?

-¿Has venido ya de tu Vizcaya?

-No, Braulio, no he venido.

-Siempre el mismo genio. ¿Qué quieres?, es la pregunta del español. ¡Cuánto me alegro de que estés aquí! ¿Sabes que mañana son mis días?

-Te los deseo muy felices.

-Déjate de cumplimientos entre nosotros; ya sabes que yo soy franco y castellano viejo: el pan pan y el vino vino; por consiguiente exijo de ti que no vayas a dármelos; pero estás convidado.

-¿A qué?

-A comer conmigo.

-No es posible.

-No hay remedio.

-No puedo -insisto ya temblando.

-¿No puedes?

-Gracias.

-¿Gracias? Vete a paseo; amigo, como no   .   soy el duque de F..., ni el conde de P...

¿Quién se resiste a una sorpresa de esta especie?¿Quién quiere parecer vano?

-Pues si no es eso -me interrumpe-, te espero a las dos; en casa se come a la española; temprano.

Tengo mucha gente: tendremos al famoso X., que nos improvisará de lo lindo; T. nos cantará de sobremesa una rondeña con su gracia natural; y por la noche J. cantará y tocará alguna cosilla.

Esto me consoló algún tanto, y fue preciso ceder: un día malo, dije para mí, cualquiera lo pasa; en este mundo para conservar amigos es preciso tener el valor de aguantar sus obsequios.

-No faltarás, si no quieres que riñamos.

-No faltaré -dije con voz exánime y ánimo decaído, como el zorro que se revuelve inútilmente dentro de la trampa donde se ha dejado coger.

-Pues hasta mañana -y me dio un torniscón por despedida.

Vile marchar como el labrador ve alejarse la nube de su sembrado,  y quedeme discurriendo cómo podían entenderse estas amistades tan hostiles y tan funestas.

Ya habrá conocido el lector, siendo tan perspicaz como yo le imagino, que mi amigo Braulio está muy lejos de pertenecer a lo que se llama gran mundo y sociedad de buen tono, pero no es tampoco un hombre de la clase inferior, puesto que es un empleado de los de segundo orden, que reúne entre su sueldo y su hacienda cuarenta mil reales de renta; que tiene una cintita atada al ojal y una crucecita a la sombra de la solapa; que es persona, en fin, cuya clase, familia y comodidades de ninguna manera se oponen a que tuviese una educación más escogida y modales más suaves e insinuantes. Mas la vanidad le ha sorprendido por donde ha sorprendido casi siempre a toda o a la mayor parte de nuestra clase media, y a toda nuestra clase baja. Es tal su patriotismo, que dará todas las lindezas del extranjero por un dedo de su país. Esta ceguedad le hace adoptar todas las   .responsabilidades de tan inconsiderado cariño; de paso que defiende que no hay vinos como los españoles, en lo cual bien pude de tener razón, defiende que no hay educación como la española, en lo cual bien pudiera no tenerla; a trueque de defender que el cielo de Madrid es purísimo, defenderá que nuestras manolas son las más encantadoras de todas las mujeres: es un hombre, en fin, que vive de exclusivas, a quien le sucede poco más o menos lo que a una parienta mía, que se muere por las jorobas sólo porque tuvo un querido que llevaba una excrecencia bastante visible sobre entrambos omóplatos.

No hay que hablarle, pues, de estos usos sociales, de estos respetos mutuos, de estas reticencias urbanas, de esa delicadeza de trato que establece entre los hombres una preciosa armonía, diciendo sólo lo que debe agradar y callando siempre lo que puede ofender. Él se muere «por plantarle una fresca al lucero del alba», como suele decir, y cuando tiene un      resentimiento, se le «espeta a uno cara a cara». Como tiene trocados todos los frenos, dice de los cumplimientos que ya sabe lo que quiere decir «cumplo» y «miento»; llama a la urbanidad hipocresía, y a la decencia monadas; a toda cosa buena le aplica un mal apodo; el lenguaje de la finura es para él poco más que griego: cree que toda la crianza está reducida a decir «Dios guarde a ustedes» al entrar en una sala, y añadir «con permiso de usted» cada vez que se mueve; a preguntar a cada uno por toda su familia, y a despedirse de todo el mundo; cosas todas que así se guardará él de olvidarlas como de tener pacto con franceses. En conclusión, hombres de estos que no saben levantarse para despedirse sino en corporación con alguno o algunos otros, que han de dejar humildemente debajo de una mesa su sombrero, que llaman su «cabeza», y que cuando se hallan en sociedad por desgracia sin un socorrido bastón, darían cualquier cosa por no tener manos ni brazos, porque en realidad    no saben dónde ponerlos, ni qué cosa se puede hacer con los brazos en una sociedad.

Llegaron las dos, y como yo conocía ya a mi Braulio, no me pareció conveniente acicalarme demasiado para ir a comer; estoy seguro de que se hubiera picado; no quise, sin embargo, excusar un frac de color y un pañuelo blanco, cosa indispensable en un día de días en semejantes casas; vestime sobre todo lo más despacio que me fue posible, como se reconcilia al pie del suplicio el infeliz reo, que quisiera tener cien pecados más que contar para ganar tiempo; era citado a las dos, y entré en la sala a las dos y media.

No quiero hablar de las infinitas visitas ceremoniosas que antes de la hora de comer entraron y salieron en aquella casa, entre las cuales no eran de despreciar todos los empleados de su oficina, con sus señoras y sus niños, y sus capas, y sus paraguas, y sus chanclos, y sus perritos; dejome en . blanco los necios cumplimientos que se dijeron al señor de los días; no hablo del inmenso círculo con que guarnecía la sala el concurso de tantas personas heterogéneas, que hablaron de que el tiempo iba a mudar, y de que en invierno suele hacer más frío que en verano. Vengamos al caso: dieron las cuatro y nos hallamos solos los convidados. Desgraciadamente para mí, el señor de X., que debía divertirnos tanto, gran conocedor de esta clase de convites, había tenido la habilidad de ponerse malo aquella mañana; el famoso T. se hallaba oportunamente comprometido para otro convite; y la señorita que tan bien había de cantar y tocar estaba ronca, en tal disposición que se asombraba ella misma de que se la entendiese una sola palabra, y tenía un panadizo en un dedo. ¡Cuántas esperanzas desvanecidas!

-Supuesto que estamos los que hemos de comer -exclamó don Braulio-, vamos a la mesa, querida mía.

-Espera un momento -le contestó su esposa    casi al oído-, con tanta visita yo he faltado algunos momentos de allá dentro y...

-Bien, pero mira que son las cuatro.

-Al instante comeremos.

Las cinco eran cuando nos sentábamos a la mesa.

-Señores -dijo el anfitrión al vernos titubear en nuestras respectivas colocaciones-, exijo la mayor franqueza; en mi casa no se usan cumplimientos. ¡Ah, Fígaro!, quiero que estés con toda comodidad; eres poeta, y además estos señores, que saben nuestras íntimas relaciones, no se ofenderán si te prefiero; quítate el frac, no sea que le manches.

-¿Qué tengo de manchar? -le respondí, mordiéndome los labios.

-No importa, te daré una chaqueta mía; siento que no haya para todos.

-No hay necesidad.

-¡Oh!, sí, sí, ¡mi chaqueta! Toma, mírala; un poco ancha te vendrá.

-Pero, Braulio...

-No hay remedio, no te andes con etiquetas.

Y en esto me quita él mismo el frac, velis nolis, y quedo sepultado en una cumplida chaqueta rayada, por la     cual sólo asomaba los pies y la cabeza, y cuyas mangas no me permitirían comer probablemente. Dile las gracias: ¡al fin el hombre creía hacerme un obsequio!

Los días en que mi amigo no tiene convidados se contenta con una mesa baja, poco más que banqueta de zapatero, porque él y su mujer, como dice, ¿para qué quieren más? Desde la tal mesita, y como se sube el agua del pozo, hace subir la comida hasta la boca, adonde llega goteando después de una larga travesía; porque pensar que estas gentes han de tener una mesa regular, y estar cómodos todos los días del año, es pensar en lo excusado. Ya se concibe, pues, que la instalación de una gran mesa de convite era un acontecimiento en aquella casa; así que se había creído capaz de contener catorce personas que éramos en una mesa donde apenas podrían comer ocho cómodamente. Hubimos de sentarnos de medio lado, como quien va a arrimar el hombro a la comida,   y entablaron los codos de los convidados íntimas relaciones entre sí con la más fraternal inteligencia del mundo. Colocáronme por mucha distinción entre un niño de cinco años, encaramado en unas almohadas que era preciso enderezar a cada momento porque las ladeaba la natural turbulencia de mi joven adlátere, y entre uno de esos hombres que ocupan en el mundo el espacio y sitio de tres, cuya corpulencia por todos lados se salía de madre de la única silla en que se hallaba sentado, digámoslo así, como en la punta de una aguja. Desdobláronse silenciosamente las servilletas, nuevas a la verdad, porque tampoco eran muebles en uso para todos los días, y fueron izadas por todos aquellos buenos señores a los ojales de sus fraques como cuerpos intermedios entre las salsas y las solapas.

-Ustedes harán penitencia, señores -exclamó el anfitrión una vez sentado-; pero hay que hacerse cargo de que no estamos en Genieys -frase que creyó     preciso decir.

Necia afectación es ésta, si es mentira, dije yo para mí; y si verdad, gran torpeza convidar a los amigos a hacer penitencia.

Desgraciadamente no tardé mucho en conocer que había en aquella expresión más verdad de la que mi buen Braulio se figuraba. Interminables y de mal gusto fueron los cumplimientos con que para dar y recibir cada plato nos aburrimos unos a otros.

-Sírvase usted.

-Hágame usted el favor.

-De ninguna manera.

-No lo recibiré.

-Páselo usted a la señora.

-Está bien ahí.

-Perdone usted.

-Gracias.

-Sin etiqueta, señores -exclamó Braulio, y se echó el primero con su propia cuchara.

Sucedió a la sopa un cocido surtido de todas las sabrosas impertinencias de este engorrosísimo, aunque buen plato; cruza por aquí la carne; por allá la verdura; acá los garbanzos; allá el jamón; la gallina por derecha; por medio el tocino; por izquierda los embuchados de Extremadura. Siguiole un plato de ternera mechada, que Dios    maldiga, y a éste otro y otros y otros; mitad traídos de la fonda, que esto basta para que excusemos hacer su elogio, mitad hechos en casa por la criada de todos los días, por una vizcaína auxiliar tomada al intento para aquella festividad y por el ama de la casa, que en semejantes ocasiones debe estar en todo, y por consiguiente suele no estar nada.

-Este plato hay que disimularle -decía ésta de unos pichones-; están un poco quemados.

-Pero, mujer...

-Hombre, me aparté un momento, y ya sabes lo que son las criadas.

-¡Qué lástima que este pavo no haya estado media hora más al fuego! Se puso algo tarde.

-¿No les parece a ustedes que está algo ahumado este estofado?

-¿Qué quieres? Una no puede estar en todo.

-¡Oh, está excelente! -exclamábamos todos dejándonoslo en el plato-. ¡Excelente!

-Este pescado está pasado.

-Pues en el despacho de la diligencia del fresco dijeron que acababa de llegar. ¡El criado es tan bruto!

        -¿De dónde se ha traído este vino?

-En eso no tienes razón, porque es...

-Es malísimo.

Estos diálogos cortos iban exornados con una infinidad de miradas furtivas del marido para advertirle continuamente a su mujer alguna negligencia, queriendo darnos a entender entrambos a dos que estaban muy al corriente de todas las fórmulas que en semejantes casos se reputan finura, y que todas las torpezas eran hijas de los criados, que nunca han de aprender a servir. Pero estas negligencias se repetían tan a menudo, servían tan poco ya las miradas, que le fue preciso al marido recurrir a los pellizcos y a los pisotones; y ya la señora, que a duras penas había podido hacerse superior hasta entonces a las persecuciones de su esposo, tenía la faz encendida y los ojos llorosos.

-Señora, no se incomode usted por eso -le dijo el que a su lado tenía.

-¡Ah!, les aseguro a ustedes que no vuelvo a hacer estas cosas en casa; ustedes no saben lo que es esto; otra vez, Braulio,      iremos a la fonda y no tendrás...

-Usted, señora mía, hará lo que...

-¡Braulio! ¡Braulio!

Una tormenta espantosa estaba a punto de estallar; empero todos los convidados a porfía probamos a aplacar aquellas disputas, hijas del deseo de dar a entender la mayor delicadeza, para lo cual no fue poca parte la manía de Braulio y la expresión concluyente que dirigió de nuevo a la concurrencia acerca de la inutilidad de los cumplimientos, que así llamaba él a estar bien servido y al saber comer. ¿Hay nada más ridículo que estas gentes que quieren pasar por finas en medio de la más crasa ignorancia de los usos sociales; que para obsequiarle le obligan a usted a comer y beber por fuerza, y no le dejan medio de hacer su gusto? ¿Por qué habrá gentes que sólo quieren comer con alguna más limpieza los días de días?

A todo esto, el niño que a mi izquierda tenía, hacía saltar las aceitunas a un plato de magras con tomate, y una vino a parar a uno de mis ojos,     que no volvió a ver claro en todo el día; y el señor gordo de mi derecha había tenido la precaución de ir dejando en el mantel, al lado de mi pan, los huesos de las suyas, y los de las aves que había roído; el convidado de enfrente, que se preciaba de trinchador, se había encargado de hacer la autopsia de un capón, o sea gallo, que esto nunca se supo: fuese por la edad avanzada de la víctima, fuese por los ningunos conocimientos anatómicos del victimario, jamás parecieron las coyunturas. «Este capón no tiene coyunturas», exclamaba el infeliz sudando y forcejeando, más como quien cava que como quien trincha. ¡Cosa más rara! En una de las embestidas resbaló el tenedor sobre el animal como si tuviera escama, y el capón, violentamente despedido, pareció querer tomar su vuelo como en sus tiempos más felices, y se posó en el mantel tranquilamente como pudiera en un palo de un gallinero.

El susto fue general y la alarma llegó a su colmo cuando un surtidor de     caldo, impulsado por el animal furioso, saltó a inundar mi limpísima camisa: levántase rápidamente a este punto el trinchador con ánimo de cazar el ave prófuga, y al precipitarse sobre ella, una botella que tiene a la derecha, con la que tropieza su brazo, abandonando su posición perpendicular, derrama un abundante caño de Valdepeñas sobre el capón y el mantel; corre el vino, auméntase la algazara, llueve la sal sobre el vino para salvar el mantel; para salvar la mesa se ingiere por debajo de él una servilleta, y una eminencia se levanta sobre el teatro de tantas ruinas. Una criada toda azorada retira el capón en el plato de su salsa; al pasar sobre mí hace una pequeña inclinación, y una lluvia maléfica de grasa desciende, como el rocío sobre los prados, a dejar eternas huellas en mi pantalón color de perla; la angustia y el aturdimiento de la criada no conocen término; retírase atolondrada sin acertar con las excusas; al volverse tropieza con el criado que traía una   docena de platos limpios y una salvilla con las copas para los vinos generosos, y toda aquella máquina viene al suelo con el más horroroso estruendo y confusión. «¡Por San Pedro!», exclama dando una voz Braulio difundida ya sobre sus facciones una palidez mortal, al paso que brota fuego el rostro de su esposa. «Pero sigamos, señores, no ha sido nada», añade volviendo en sí.

¡Oh honradas casas donde un modesto cocido y un principio final constituyen la felicidad diaria de una familia, huid del tumulto de un convite de día de días! Sólo la costumbre de comer y servirse bien diariamente puede evitar semejantes destrozos.

¿Hay más desgracias? ¡Santo cielo! ¡Sí las hay para mí, infeliz! Doña Juana, la de los dientes negros y amarillos, me alarga de su plato y con su propio tenedor una fineza, que es indispensable aceptar y tragar; el niño se divierte en despedir a los ojos de los concurrentes los huesos disparados de las cerezas; don Leandro me hace probar    el manzanilla exquisito, que he rehusado, en su misma copa, que conserva las indelebles señales de sus labios grasientos; mi gordo fuma ya sin cesar y me hace cañón de su chimenea; por fin, ¡oh última de las desgracias!, crece el alboroto y la conversación; roncas ya las voces, piden versos y décimas y no hay más poeta que Fígaro.

-Es preciso.

-Tiene usted que decir algo -claman todos.

-Désele pie forzado; que diga una copla a cada uno.

-Yo le daré el pie: «A don Braulio en este día».

-Señores, ¡por Dios!

-No hay remedio.

-En mi vida he improvisado.

-No se haga usted el chiquito.

-Me marcharé.

-Cerrar la puerta.

-No se sale de aquí sin decir algo.

Y digo versos por fin, y vomito disparates, y los celebran, y crece la bulla y el humo y el infierno.

A Dios gracias, logro escaparme de aquel nuevo Pandemonio. Por fin, ya respiro el aire fresco y desembarazado de la calle; ya no hay necios, ya no hay castellanos viejos a mi alrededor.

-¡Santo Dios, yo te doy gracias, exclamo respirando, como el ciervo que acaba de escaparse de una docena de perros y que oye ya apenas sus ladridos; para de aquí en adelante no te pido riquezas, no te pido empleos, no honores; líbrame de los convites caseros y de días de días; líbrame de estas casas en que es un convite un acontecimiento, en que sólo se pone la mesa decente para los convidados, en que creen hacer obsequios cuando dan mortificaciones, en que se hacen finezas, en que se dicen versos, en que hay niños, en que hay gordos, en que reina, en fin, la brutal franqueza de los castellanos viejos! Quiero que, si caigo de nuevo en tentaciones semejantes, me falte un roastbeef, desaparezca del mundo el beefsteak, se anonaden los timbales de macarrones, no haya pavos en Périgueux, ni pasteles en Perigord, se sequen los viñedos de Burdeos, y beban, en fin, todos menos yo la deliciosa espuma del champagne.

Concluida mi deprecación mental,    corro a mi habitación a despojarme de mi camisa y de mi pantalón, reflexionando en mi interior que no son unos todos los hombres, puesto que los de un mismo país, acaso de un mismo entendimiento, no tienen las mismas costumbres, ni la misma delicadeza, cuando ven las cosas de tan distinta manera. Vístome y vuelo a olvidar tan funesto día entre el corto número de gentes que piensan, que viven sujetas al provechoso yugo de una buena educación libre y desembarazada, y que fingen acaso estimarse y respetarse mutuamente para no incomodarse, al paso que las otras hacen ostentación de incomodarse, y se ofenden y se maltratan, queriéndose y estimándose tal vez verdaderamente.

El Pobrecito Hablador, n.º 7, 11 de diciembre de 1832.

 

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Carta a Andrés escrita desde las Batuecas

por El Pobrecito Hablador.

«Rómpanse las cadenas que embarazan los progresos; repruébense los estorbos, quítense los grillos que se han fabricado de los yertos de los siglos...»
M. A. GÁNDARA. Apuntes sobre el bien y el mal de este país.


De las Batuecas este año que corre.

Andrés mío:

Yo pobrecito de mí, yo Bachiller, yo batueco, y natural por consiguiente de este inculto país, cuya rusticidad pasa por proverbio de boca en boca, de región en región, yo hablador, y careciendo de toda persona dotada de chispa de razón con quien poder dilucidar y ventilar las cuestiones que a mi embotado entendimiento se le ofrecen y le embarazan, y tú cortesano y discreto! ¡Qué de motivos, querido Andrés, para escribirte!

Ahí van, pues, esas mis incultas   ideas, tales cuales son, mal o bien compaginadas, y derramándose a borbotones, como agua de cántaro mal tapado.

Esa breve dudilla se me ofrece por hoy, y nada más.

«¿No se lee en este país porque no se escribe, o no se escribe porque no se lee?»

Terrible y triste cosa me parece escribir lo que no ha de ser leído; empero más ardua empresa se me figura a mí, inocente que soy, leer lo que no se ha escrito.

¡Mal haya, amén, quien inventó el escribir! Dale con la civilización, y vuelta con la ilustración. ¡Mal haya, amén, tanto achaque para emborronar papel!

A bien, Andrés mío, que aquí no pecamos de ese exceso. Y torna los ojos a mirar en derredor nuestro, y mira si no estamos en una balsa de aceite. ¡Oh feliz moderación! ¡Oh ingenios limpios los que nada tienen que enseñar! ¡Oh entendimientos claros los que nada tienen que aprender! ¡Oh felices aquellos, y mil veces felices, que o todo se lo saben ya, o todo se lo quieren ignorar todavía!

 ¡Maldito Gutenberg! ¿Qué genio maléfico te inspiró tu diabólica invención? ¿Pues imprimieron los egipcios y los asirios, ni los griegos ni los romanos? ¿Y no vivieron, y no dominaron?

¿Que eran más ignorantes, dices? ¿Cuántos murieron de esa enfermedad? ¿Qué remordimientos atormentaron la conciencia del Omar que destruyó la biblioteca de Alejandría? ¿Que eran más bárbaros, añades? Si crímenes, si crueldades padecían, crímenes y crueldades tienen diariamente lugar entre nosotros. Los hombres que no supieron, y los hombres que saben, todos son hombres, y lo que peor es, todos son hombres malos. Todos mienten, roban, falsean, perjuran, usurpan, matan y asesinan. Convencidos sin duda de esta importante verdad, puesto que los mismos hemos de ser, ni nos cansamos en leer, ni nos molestamos en escribir en este buen país en que vivimos.

¡Oh felicidad la de haber penetrado la inutilidad del aprender y del saber!

 Mira aquel librero ricachón que cerca de tu casa tienes. Llégate a él y dile:

-¿Por, qué no emprende usted alguna obra de importancia? ¿Por qué no paga bien a los literatos para que le vendan sus manuscritos?

-¡Ay, señor! -te responderá-. Ni hay literatos, ni manuscritos, ni quien los lea: no nos traen sino folletitos y novelicas de ciento al cuarto: luego tienen una vanidad, y se dejan pedir... No, señor, no.

-Pero ¿no se vende?

-¿Vender? Ni un libro: ni regalados los quiere nadie; llena tengo la casa... ¡Si fueran billetes para la ópera o los toros...!

¿Ves pasar aquel autor escuálido de todos conocido? Dicen que es hombre de mérito. Anda y pregúntale:

-¿Cuándo da usted a luz alguna cosita? Vamos...

-¡Calle usted por Dios! -te responderá furioso como si blasfemases-; primero lo quemaría. No hay dos libreros hombres de bien. ¡Usureros! Mire usted: días atrás me ofrecieron una onza por la propiedad de una comedia extraordinariamente aplaudida; seiscientos reales por un Diccionario manual de  Geografía, y por un Compendio de la Historia de España, en cuatro tomos, o mil reales de una vez, o que entraríamos a partir ganancias, después de haber hecho él las suyas, se entiende!

No, señor, no. Si es en el teatro, cincuenta duros me dieron por una comedia que me costó dos años de trabajo, y que a la empresa le produjo doscientos mil reales en menos tiempo; y creyeron hacerme mucho favor. Ya ve usted que salía por real y medio diario. ¡Oh!, y eso después de muchas intrigas para que la pasaran y representaran. Desde entonces, ¿sabe usted lo que hago? Me he ajustado con un librero para traducir del francés al castellano las novelas de Walter Scott, que se escribieron originalmente en inglés, y algunas de Cooper, que hablan de marina, y es materia que no entiendo palabra. Doce reales me viene a dar por pliego de imprenta, y el día que no traduzco no como. También suelo traducir para el teatro la primer piececilla buena o mala que se me presenta, que lo mismo pagan y cuesta menos:   no pongo mi nombre, y ya se puede hundir el teatro a silbidos la noche de la representación. ¿Qué quiere usted? En este país no hay afición a esas cosas.

¿Conoces a aquel señorito que gasta su caudal en tiros y carruajes, que lo mismo baila una mazurca en un sarao con su pantalón colán y su clac, hoy en traje diplomático, mañana en polainas y con chambergo, y al otro arrastrando sable, o en breve chupetín, calzón y faja? Mil reales gasta al día, dos mil logra de renta; ni un solo libro tiene, ni lo compra, ni lo quiere. Pues publica tú algún folleto, alguna comedia... Prevalido de ser quien es, tendrá el descaro de enviarte un gran lacayo aforrado en la magnífica librea, y te pedirá prestado para leerlo, a ti, autor que de eso vives, un ejemplar que cuesta una peseta. Ni con eso se contenta: daralo a leer a todos sus amigos y conocidos, y por aquel ejemplar leeralo toda la corte, ni más ni menos que antes de descubrirse la imprenta, y gracias si no te pide más para regalar. Pregúntale:

-¿Por qué no se suscribe a los periódicos? ¿Por qué no compra libros, ni fiados siquiera?

-¿Qué quiere usted que haga? -te replicará-, ¿qué tengo de comprar? Aquí nadie sabe escribir; nada se escribe: todo eso es porquería.

Como si de coro supiera cuántos libros buenos corren impresos.

Por allá cruza un periodista... Llámale, grítale:

¡Don Fulano! Ese periódico, hombre, mire usted que todos hablan de él de una manera...

-¿Qué quiere usted? -te interrumpe- ; un redactor o dos tengo buenos, que no es del caso nombrar a usted ahora; pero los pago poco, y así no es extraño que no hagan todo lo que saben: a otro le doy casa, otro me escribe por la comida...

¡Hombre! ¡Calle usted!

-Sí, señor; oiga usted, y me dará la razón. En otro tiempo convoqué cuatro sabios, diles buenos sueldos; redactaban un periódico lleno de ciencia y de utilidad, el cual no pudo sostenerse medio año; ni un cristiano se suscribió; nadie le leía; puedo decir que fue un secreto que todo el mundo me guardó. Pues     ahora con eso que usted ve estoy mejor que quiero, y sin costarme tanto. Todavía le diría a usted más... Pero... Desengáñese usted, aquí no se lee.

-Nada tengo que replicar -le contestaría yo-, sino que hace usted lo que debe, y llévese el diablo las ciencias y la cultura.

Lucidos quedamos, Andrés. ¡Pobres batuecos! La mitad de las gentes no lee porque la otra mitad no escribe, y ésta no escribe porque aquélla no lee.

Y ya ves tú que por eso a los batuecos ni nos falta salud ni buen humor, prueba evidente de que entrambas cosas ninguna falta nos hacen para ser felices. Aquí pensamos como cierta señora, que viendo llorar a una su parienta porque no podía mantener a su hijo en un colegio.

-Calla, tonta -le decía-; mi hijo no ha estado en ningún colegio, y a Dios gracias bien gordo se cría y bien robusto.

Y para confirmación de esto mismo, un diálogo quiero referirte que con cuatro batuecos de éstos tuve no ha mucho, en que todos vinieron a contestarme en sustancia una misma cosa,  concluyendo cada uno a su tono y como quiera:

-Aprenda usted la lengua del país -les decía-. Coja usted la gramática.

-La parda es la que yo necesito -me interrumpió el más desembarazado, con aire zumbón y de chulo, fruta del país-: lo mismo es decir las cosas de un modo que de otro.

-Escriba usted la lengua con corrección.

-¡Monadas! ¿Qué más dará escribir vino con b que con v? ¿Si pasará por eso de ser vino?

-Cultive usted el latín.

-Yo no he de ser cura, ni tengo de decir misa.

-El griego.

-¿Para qué, si nadie me lo ha de entender?

-Dése usted a las matemáticas.

-Ya sé sumar y restar, que es todo lo que puedo necesitar para ajustar mis cuentas.

-Aprenda usted Física. Le enseñará a conocer los fenómenos de la Naturaleza.

-¿Quiere usted todavía más fenómenos que los que está uno viendo todos los días?

Historia natural. La botánica le enseñará el conocimiento de las plantas.

      -¿Tengo yo cara de herbolario? Las que son de comer, guisadas me las han de dar.

-La zoología le enseñará a conocer los animales y sus...

¡Ay! ¡Si viera usted cuántos animales conozco ya!

-La mineralogía le enseñará el conocimiento de los metales, de los...

-Mientras no me enseñe dónde tengo de encontrar una mina, no hacemos nada.

-Estudie usted la geografía.

-Ande usted, que si el día de mañana tengo que hacer un viaje, dinero es lo que necesito, y no geografía; ya sabrá el postillón el camino, que ésa es su obligación, y dónde está el pueblo a donde voy.

-Lenguas.

-No estudio para intérprete: si voy al extranjero, en llevando dinero ya me entenderán, que esa es la lengua universal.

-Humanidades, bellas letras...

-¿Letras?, de cambio: todo lo demás es broma.

-Siquiera un poco de retórica y poesía.

-Sí, sí, véngame usted con coplas; ¡para retórica estoy yo! Y si por las comedias lo dice usted, yo no las tengo de hacer: traduciditas del francés me las han de dar en el teatro.

-La historia.

-Demasiadas historias tengo yo en la cabeza.

-Sabrá usted lo que han hecho los hombres...

-¡Calle usted por Dios! ¿Quién le ha dicho a usted que cuentan las historias una sola palabra de verdad? ¡Es bueno que no sabe uno lo que pasa en casa...!

Y por último concluyeron:

-Mire usted -dijo el uno-, déjeme usted de quebraderos de cabeza; mayorazgo soy, y el saber es para los hombres que no tienen sobre qué caerse muertos.

-Mire usted -dijo otro-, mi tío es general, y ya tengo una charretera a los quince años; otra vendrá con el tiempo, y algo más, sin necesidad de quemarme las cejas; para llevar el chafarote al lado y lucir la casaca no se necesita mucha ciencia.

-Mire usted -dijo el tercero-, en mi familia nadie ha estudiado, porque las gentes de la sangre azul no han de ser médicos ni abogados, ni han de trabajar como la canalla... Si me quiere usted decir que don Fulano se granjeó un gran empleo por su   ciencia y su saber, ¡buen provecho! ¿Quién será él cuando ha estudiado? Yo no quiero degradarme.

-Mire usted -concluyó el último-, verdad es que yo no tengo grandes riquezas, pero tengo tal cual letra; ya he logrado meter la cabeza en rentas por empeños de mi madre; un amigo nunca me ha de faltar, ni un empleíllo de mala muerte; y para ser oficinista no es preciso ser ningún catedrático de Alcalá ni de Salamanca.

Bendito sea Dios, Andrés, bendito sea Dios, que se ha servido con su alta misericordia aclararnos un poco las ideas en este particular. De estas poderosas razones trae su origen el no estudiar, del no estudiar nace el no saber, y del no saber es secuela indispensable ese hastío y ese tedio que a los libros tenemos, que tanto redunda en honra y provecho, y sobre todo en descanso de la patria.

-¿Pues no da lástima -me decía otro batueco días atrás- ver la confusión de papeles que se cruzan y se atropellan por todas partes en esos países   cultos que se llaman? ¡Válgame Dios! ¡Qué flujo de hablar y qué caos de palabras, y qué plaga de papeles, y qué turbión de libros, que ni el entendimiento barrunta cómo hay plumas que los escriban, ni números que los cuenten, ni oficinas que los impriman, ni paciencia que los lea! ¿Y con aquello se han de mantener un sinnúmero de hombres, sin más oficio ni beneficio que el de literatos? Y dale con las ciencias y dale con las artes, y vuelta con los adelantos y torna con los descubrimientos. ¡Oh siglo gárrulo y lenguaraz! ¡Mire usted qué mina han descubierto!

¡Qué de ventajas, Andrés, llevamos en esto a los demás! Muéranse miserables aquí los autores malos, y digo malos, porque buenos no los hay;  y lo que es mejor, lo mismo se han muerto los buenos, cuando los ha habido, y volverán a morirse cuando los vuelva a haber; ni aquí se enriquecen los ingenios pobres con la lectura de los discretos ricos, ni tienen aquí más   vanidad fundada que la que siempre traen en el estómago, pues por no hacerlos orgullosos nadie los alaba, ni les da que comer. ¡Oh idea cristiana! Ni aquí prospera nadie con las letras, ni se cruzan los libros y periódicos en continua batalla; aquí las comedias buenas no se representan sino muy de tarde en tarde, sin otra razón que porque no las hay a menudo, y las malas ni se silban ni se pagan, por miedo de que se lleguen a hacer buenas todos los días. Aquí somos tan bien criados, y tanto gustamos de ejercer la hospitalidad, que vaciamos el oro de nuestros bolsillos para los extranjeros. ¡Oh desinterés! Aquí se trata mal a los actores medianos, y peor a los mejores por no ensoberbecerlos. ¡Oh deseo de humildad! No se les da siquiera precio por no ahitarlos. ¡Oh caridad! Y a la par se exige de ellos que sean buenos. ¡Oh indulgencia! No es aquí, en fin, profesión el escribir, ni afición el leer; ambas cosas son pasatiempo de gente vaga y mal entretenida: que no puede ser hombre de provecho quien   no es por lo menos tonto y mayorazgo.

¡Oh tiempo y edad venturosa! No paséis nunca, ni tengan nunca las letras más amparo, ni se hagan jamás comedias, ni se impriman papeles, ni libros se publiquen, ni lea nadie, ni escriba desde que salga de la escuela.

Que si me dices, Andrés, que se escribe y se lee, por los muchos carteles que por todas partes ves, direte que me saques tres libros buenos del país y del día, y de los demás no hagas caso, que no es ni mejor el agua de una cascada por mucho estruendo que meta, ni eso es otra cosa que el espantoso ruido de los famosos batanes del hidalgo manchego; después de visto, un poco de agua sucia; ni escribe, en fin,  todavía quien sólo escribe palotes.

Así que, cuando la anterior proposición senté, no quise decir que no se escribiese, sino que no se escribía bien, ni que no fuese el de emborronar papel el pecado del día, pecado que no quiera Dios perdonarle nunca; ni quiero yo negar la triste verdad de que no hay día que algún libro malo no se publique, antes lo confieso, y de ello y de ellos me pesa y tengo verdadero dolor, como si los compusiera yo. Pero todo ese atarugamiento y prisa de libros, reducido está, como sabemos, a un centón de novelitas fúnebres y melancólicas, y de ninguna manera arguye la existencia de una literatura nacional, que no puede suponerse siquiera donde la mayor parte de lo que se publica, sino el todo, es traducido, y no escribe el que sólo traduce, bien como no dibuja quien estarce y pasa el dibujo ajeno a otro papel al trasluz de un cristal. Lo cual es tan verdad, que no me dejaría mentir ni decir cosa en contrario todo ese enjambre de autorzuelos, a quienes pudiéramos aplicar   los tercetos de Rey de Artieda:

Como las gotas que en verano llueven,

con el ardor del sol, dando en el suelo,

se convierten en ranas y se mueven:

    con el calor del gran señor de Delo

se levantan del polvo poetillas

con tanta habilidad, que es un consuelo.

Y más que me cuentes entre ellos, y por tanto me reconvengas, pues si me preguntas por qué me entremeto yo también en embadurnar papel, sin saber más que otros, te recordaré aquello de «donde quiera que fueres, haz lo que vieres». Así, si fuese a país de cojos, pierna de palo me pondría; y ya que en país de autorcillos y traductores he nacido y vivo, autorcillo y traductor quiero y debo, y no puedo menos de ser, pues ni es justo singularizarme, y que me señalen con el dedo por las calles, ni depende además del libre albedrío de cada uno el no contagiarse en una epidemia general. Ni a nadie hagas cargos tampoco por lo de traductor, pues es forzoso que se eche muletas para ayudarse a andar   quien nace sin pies, o los trae trabados desde el nacer.

Y si me añades que no puede ser de ventaja alguna el ir atrasados con respecto a los demás, te diré que lo que no se conoce no se desea ni echa menos; así suele el que va atrasado creer que va adelantado, que tal es el orgullo de los hombres, que nos pone a todos una venda en los ojos para que no veamos ni sepamos por donde vamos, y te citaré a este propósito el caso de una buena vieja que en un pueblo, que no quiero nombrarte, ha de vivir todavía, la cual vieja era de estas muy leídas de los lugares; estaba suscrita a la Gaceta, y la había de leer siempre desde la Real orden hasta el último partido vacante, de seguido, y sin pasar nunca a otra sin haber primero dado fin de la anterior. Y es el caso que vivía y leía la vieja (al uso del país) tan despacio y con tal sorna, que habiéndose ido atrasando en la lectura, se hallaba el año 29, que fue cuando yo la conocí, en las Gacetas del año 23, y nada más; hube de ir  un día a visitarla, y preguntándola qué nuevas tenía, al entrar en su cuarto, no pudo dejarme concluir; antes arrojándose en mis brazos con el mayor alborozo y soltando la Gaceta que en la mano a la sazón tenía:

-¡Ay, señor de mi alma! -me gritaba con voz mal articulada y ahogada en lágrimas y sollozos, hijos de su contento-, ¡ay, señor de mi alma! ¡Bendito sea Dios, que ya vienen los franceses, y que dentro de poco nos han de quitar esa pícara Constitución, que no es más que un desorden y una anarquía!

Y saltaba de gozo, y dábase palmadas repetidas; esto en el año 29, que me dejó pasmado de ver cuán de ilusión vivimos en este mundo, y que tanto da ir atrasado como adelantado, siempre que nada veamos, ni queramos ver por delante de nosotros.

Más te dijera, Andrés, en el particular, si más voluntad tuviese yo de meterme en mayores honduras; empero sólo me limitaré a decir para concluir que no sabemos lo que tenemos con nuestra feliz ignorancia, porque el   vano deseo de saber induce a los hombres a la soberbia, que es uno de los siete pecados mortales, por el plano resbaladizo de nuestro amor propio; de este feo pecado nació, como sabes, en otros tiempos la ruina de Babel, con el castigo de los hombres y la confusión de las lenguas, y la caída asimismo de aquellos fieros titanes, gigantazos descomunales, que por igual soberbia escalaron también el cielo, sea esto dicho para confundir la Historia Sagrada con la profana, que es otra ventaja de que gozamos los ignorantes, que todo lo hacemos igual.

De que podrás inferir, Andrés, cuán dañoso es el saber, y qué verdad es todo cuanto arriba te llevo dicho acerca de las ventajas que en esta como en otras cosas a los demás hombres llevamos los batuecos, y cuánto debe regocijarnos la proposición cierta de que:

«En este país no se lee porque no se escribe, y no se escribe porque no se lee»;

que quiere decir en conclusión que aquí ni se lee ni se escribe; y cuánto tenemos   por fin que agradecer al cielo, que por tan raro y desusado camino nos guía a nuestro bien y eterno descanso, el cual deseo para todos los habitantes de este incultísimo país de las Batuecas, en que tuvimos la dicha de nacer, donde tenemos la gloria de vivir, y en el cual tendremos la paciencia de morir. Adiós, Andrés.

                                                                          Tu amigo, el Bachiller.

                                      El Pobrecito Hablador, 11 de septiembre de 1832.

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Día de difuntos de 1836


En atención a que no tengo gran memoria, circunstancia que no deja de contribuir a esta especie de felicidad que dentro de mí mismo me he formado, no tengo muy presente en qué artículo escribí (en los tiempos en que yo escribía) que vivía en un perpetuo asombro de cuantas cosas a mi vista se presentaban. Pudiera suceder también que no hubiera escrito tal cosa en ninguna parte, cuestión en verdad que dejaremos a un lado por harto poco importante en época en que nadie parece acordarse de lo que ha dicho ni de lo que otros han hecho. Pero suponiendo que así fuese, hoy, día de difuntos de 1836, declaro que si tal dije, es como si nada hubiera dicho, porque en la actualidad maldito si me asombro de cosa alguna. He visto tanto, tanto, tanto... como dice alguien en El Califa. Lo que sí me sucede es no comprender claramente todo lo que veo, y así es que al amanecer un día de difuntos no me asombra precisamente que haya tantas gentes que vivan; sucédeme, sí, que no lo comprendo.

En esta duda estaba deliciosamente entretenido el día de los Santos, y fundado en el antiguo refrán que dice: Fíate en la Virgen y no corras (refrán cuyo origen no se concibe en un país tan eminentemente cristiano como el nuestro), encomendábame a todos ellos con tanta esperanza, que no tardó en cubrir mi frente una nube de melancolía; pero de aquellas melancolías de que sólo un liberal español en estas circunstancias puede formar una idea aproximada. Quiero dar una idea de esta melancolía; un hombre que cree en la amistad y llega a verla por dentro, un inexperto que se ha enamorado de una mujer, un heredero cuyo tío indiano muere de repente sin testar, un tenedor de bonos de Cortes, una viuda que tiene asignada pensión sobre el tesoro español, un diputado elegido en las penúltimas elecciones, un militar que ha perdido una pierna por el Estatuto, y se ha quedado sin pierna y sin Estatuto, un grande que fue liberal por ser prócer, y que se ha quedado sólo liberal, un general constitucional que persigue a Gómez, imagen fiel del hombre corriendo siempre tras la felicidad sin encontrarla en ninguna parte, un redactor del Mundo en la cárcel en virtud de la libertad de imprenta, un ministro de España y un rey, en fin, constitucional, son todos seres alegres y bulliciosos, comparada su melancolía con aquella que a mí me acosaba, me oprimía y me abrumaba en el momento de que voy hablando.

Volvíame y me revolvía en un sillón de estos que parecen camas, sepulcro de todas mis meditaciones, y ora me daba palmadas en la frente, como si fuese mi mal de casado, ora sepultaba las manos en mis faltriqueras, a guisa de buscar mi dinero, como si mis faltriqueras fueran el pueblo español y mis dedos otros tantos gobiernos, ora alzaba la vista al cielo como si en calidad de liberal no me quedase más esperanza que en él, ora la bajaba avergonzado como quien ve un faccioso más, cuando un sonido lúgubre y monótono, semejante al ruido de los partes, vino a sacudir mi entorpecida existencia.

–¡Día de Difuntos! –exclamé.

Y el bronce herido que anunciaba con lamentable clamor la ausencia eterna de los que han sido, parecía vibrar más lúgubre que ningún año, como si presagiase su propia muerte. Ellas también, las campanas, han alcanzado su última hora, y sus tristes acentos son el estertor del moribundo; ellas también van a morir a manos de la libertad, que todo lo vivifica, y ellas serán las únicas en España ¡santo Dios!, que morirán colgadas. ¡Y hay justicia divina!

La melancolía llegó entonces a su término; por una reacción natural cuando se ha agotado una situación, ocurriome de pronto que la melancolía es la cosa más alegre del mundo para los que la ven, y la idea de servir yo entero de diversión...

–¡Fuera –exclamé–, fuera! –como si estuviera viendo representar a un actor español–: ¡fuera! –como si oyese hablar a un orador en las Cortes. Y arrojeme a la calle; pero en realidad con la misma calma y despacio como si tratase de cortar la retirada a Gómez.

Dirigíanse las gentes por las calles en gran número y larga procesión, serpenteando de unas en otras como largas culebras de infinitos colores: ¡al cementerio, al cementerio! ¡Y para eso salían de las puertas de Madrid!

Vamos claros, dije yo para mí, ¿dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo espantoso se apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el nicho de una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna cineraria de una esperanza o de un deseo.

Entonces, y en tanto que los que creen vivir acudían a la mansión que presumen de los muertos, yo comencé a pasear con toda la devoción y recogimiento de que soy capaz las calles del grande osario.

–¡Necios! –decía a los transeúntes–. ¿Os movéis para ver muertos? ¿No tenéis espejos por ventura? ¿Ha acabado también Gómez con el azogue de Madrid? ¡Miraos, insensatos, a vosotros mismos, y en vuestra frente veréis vuestro propio epitafio! ¿Vais a ver a vuestros padres y a vuestros abuelos, cuando vosotros sois los muertos? Ellos viven, porque ellos tienen paz; ellos tienen libertad, la única posible sobre la tierra, la que da la muerte; ellos no pagan contribuciones que no tienen; ellos no serán alistados ni movilizados; ellos no son presos ni denunciados; ellos, en fin, no gimen bajo la jurisdicción del celador del cuartel; ellos son los únicos que gozan de la libertad de imprenta, porque ellos hablan al mundo. Hablan en voz bien alta y que ningún jurado se atrevería a encausar y a condenar. Ellos, en fin, no reconocen más que una ley, la imperiosa ley de la Naturaleza que allí les puso, y ésa la obedecen.

–¿Qué monumento es éste? -exclamé al comenzar mi paseo por el vasto cementerio–. ¿Es él mismo un esqueleto inmenso de los siglos pasados o la tumba de otros esqueletos? «¡Palacio!» Por un lado mira a Madrid, es decir, a las demás tumbas; por otro mira a Extremadura, esa provincia virgen... como se ha llamado hasta ahora. Al llegar aquí me acordé del verso de Quevedo: «Y ni los v... ni los diablos veo». En el frontispicio decía: «Aquí yace el trono; nació en el reinado de Isabel la Católica, murió en La Granja de un aire colado». En el basamento se veían cetro y corona y demás ornamentos de la dignidad real. «La Legitimidad», figura colosal de mármol negro, lloraba encima. Los muchachos se habían divertido en tirarle piedras, y la figura maltratada llevaba sobre sí las muestras de la ingratitud.

¿Y este mausoleo a la izquierda? «La armería.» Leamos:

«Aquí yace el valor castellano, con todos sus pertrechos».

Los Ministerios: «Aquí yace media España; murió de la otra media».

Doña María de Aragón: «Aquí yacen los tres años».

Y podía haberse añadido: aquí callan los tres años. Pero el cuerpo no estaba en el sarcófago; una nota al pie decía:

«El cuerpo del santo se trasladó a Cádiz en el año 23, y allí por descuido cayó al mar».

Y otra añadía, más moderna sin duda: «Y resucitó al tercero día».

Más allá: ¡Santo Dios!, «Aquí yace la Inquisición, hija de la fe y del fanatismo: murió de vejez». Con todo, anduve buscando alguna nota de resurrección: o todavía no la habían puesto, o no se debía de poner nunca.

Alguno de los que se entretienen en poner letreros en las paredes había escrito, sin embargo, con yeso en una esquina, que no parecía sino que se estaba saliendo, aun antes de borrarse: «Gobernación». ¡Qué insolentes son los que ponen letreros en las paredes! Ni los sepulcros respetan.

¿Qué es esto? ¡La cárcel! «Aquí reposa la libertad del pensamiento.» ¡Dios mío, en España, en el país ya educado para instituciones libres! Con todo, me acordé de aquel célebre epitafio y añadí involuntariamente:

Aquí el pensamiento reposa,

en su vida hizo otra cosa

Los redactores del Mundo eran las figuras lacrimatorias de esta grande urna. Se veían en el relieve una cadena, una mordaza y una pluma. Esta pluma, dije para mí, ¿es la de los escritores o la de los escribanos? En la cárcel todo puede ser.

«La calle de Postas», «la calle de la Montera». Éstos no son sepulcros. Son osarios, donde, mezclados y revueltos, duermen el comercio, la industria, la buena fe, el negocio.

Sombras venerables, ¡hasta el valle de Josafat!

Correos. «¡Aquí yace la subordinación militar!»

Una figura de yeso, sobre el vasto sepulcro, ponía el dedo en la boca; en la otra mano una especie de jeroglífico hablaba por ella: una disciplina rota.

Puerta del Sol. La Puerta del Sol: ésta no es sepulcro sino de mentiras.

La Bolsa. «Aquí yace el crédito español». Semejante a las pirámides de Egipto, me pregunté, ¿es posible que se haya erigido este edificio sólo para enterrar en él una cosa tan pequeña?

La Imprenta Nacional. Al revés que la Puerta del Sol, éste es el sepulcro de la verdad. Única tumba de nuestro país donde a uso de Francia vienen los concurrentes a echar flores.

La Victoria. Ésa yace para nosotros en toda España. Allí no había epitafio, no había monumento. Un pequeño letrero que el más ciego podía leer decía sólo: «¡Este terreno le ha comprado a perpetuidad, para su sepultura, la junta de enajenación de conventos!»

¡Mis carnes se estremecieron! ¡Lo que va de ayer a hoy! ¿Irá otro tanto de hoy a mañana?

Los teatros. «Aquí reposan los ingenios españoles.» Ni una flor, ni un recuerdo, ni una inscripción.

«El Salón de Cortes». Fue casa del Espíritu Santo; pero ya el Espíritu Santo no baja al mundo en lenguas de fuego.

Aquí yace el Estatuto,

vivió y murió en un minuto

Sea por muchos años, añadí, que sí será: éste debió de ser raquítico, según lo poco que vivió.

«El Estamento de Próceres.» Allá en el Retiro. Cosa singular. ¡Y no hay un Ministerio que dirija las cosas del mundo, no hay una inteligencia previsora, inexplicable! Los próceres y su sepulcro en el Retiro.

El sabio en su retiro y villano en su rincón.

Pero ya anochecía, y también era hora de retiro para mí. Tendí una última ojeada sobre el vasto cementerio. Olía a muerte próxima. Los perros ladraban con aquel aullido prolongado, intérprete de su instinto agorero; el gran coloso, la inmensa capital, toda ella se removía como un moribundo que tantea la ropa; entonces no vi más que un gran sepulcro: una inmensa lápida se disponía a cubrirle como una ancha tumba.

No había «aquí yace» todavía; el escultor no quería mentir; pero los nombres del difunto saltaban a la vista ya distintamente delineados.

«¡Fuera –exclamé– la horrible pesadilla, fuera! ¡Libertad! ¡Constitución! ¡Tres veces! ¡Opinión nacional! ¡Emigración! ¡Vergüenza! ¡Discordia!» Todas estas palabras parecían repetirme a un tiempo los últimos ecos del clamor general de las campanas del día de Difuntos de 1836.

Una nube sombría lo envolvió todo. Era la noche. El frío de la noche helaba mis venas. Quise salir violentamente del horrible cementerio. Quise refugiarme en mi propio corazón, lleno no ha mucho de vida, de ilusiones, de deseos.

¡Santo cielo! También otro cementerio. Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! «¡Aquí yace la esperanza!»

¡Silencio, silencio!

El Español, n.º 368, 2 de noviembre de 1836.

 

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Modas

       Deseamos con impaciencia que la absoluta desaparición del cólera vuelva a traer al seno de esta capital las elegantes que el miedo nos ha robado, y que la animación de una época más feliz haga renacer la apagada coquetería de las bellas, que permanecen todavía casi aisladas en medio de esta gran población. Vacíos casi los teatros, desiertos los paseos, suspendidas las sociedades, ¿adónde iríamos a buscar la moda? Sólo podemos hacer algunas indicaciones generales acerca de los caprichos, más o menos fundados, de esa diosa del mundo, que así avasalla los trajes y peinados como los gustos y opiniones.

     Es de moda, por ejemplo, en la ópera, la señora Campos; así es que apenas hay noche que no se la aplauda. No es menos de moda el sorbete de arroz, ni menos insípido tampoco. Está decididamente en boga reírse todos los días de los gestos espantables del señor Género, quejarse del Gobierno, y asombrarse de la inacción de los Estamentos. Estas tres modas durarán probablemente más que el talle largo.  Hacen furor los oficios de próceres y procuradores imposibilitados: es por cierto cosa furibunda. Al cabo de algún tiempo sucederá con estas imposibilidades de asistir lo que sucedía el invierno pasado con los capotes forrados de encarnado, que no había barbero sin capote; a este paso, dentro de poco no habrá representante sin imposibilidad. Es de esperar, sin embargo, que esta moda de poco gusto y de menos patria se proscriba, como se proscribió para siempre el escote exagerado de las mujeres, al cual se parece demasiado en presentar desnudas cosas que deben siempre estar tapadas.

     Empiezan a estilarse mucho los «artículos de oposición»: se asegura que hacen bien a todos los cuerpos. Algunos se ven, sin embargo, que hacen tan mala cara al Estamento como los ferronières de metal a las señoras, que las desfiguran todas y «hacen traición» a su hermosura; en este caso están los de hechura llamada «a lo sesión secreta». Lo más raro es que, según parece, esos artículos salen fabricados del mismo Estamento, no porque sea la mejor fábrica, sino por estar allí las primeras materias y la mano de obra. Esa moda no nos gusta: se semeja un tanto cuanto a la falda corta en no ser la más decorosa.

Los «artículos ministeriales», que algunos seudoelegantes quieren introducir, no se acreditan. Son como los peines altos, que sólo sirven para que se vea venir desde lejos a quien los usa, y para dar una elevación ridícula a la persona. Hay, sin embargo, un regular surtido al uso de los pretendientes, en la fábrica-colmena de La Abeja, imprenta de don Tomás Jordán. Aunque es moda nueva, se venden baratos, sin duda porque la gente de gusto no los gasta. Es moda antinacional como los sombreros de señora; así es que, por más flores que se les pongan, no se saben llevar, con paciencia, se entiende. Estas dos modas últimas, exageradas, como algunos las llevan, no nos parecen del caso; los ministeriales no hacen buena figura, y los de oposición pueden llegar a hacerla mucho peor. Con cierta medida todo es bueno.

Se siguen estilando las sesiones cortas, muy cortas, como si dijéramos a media pierna; en esto se dan la mano con los vestidos de maja; así es que se suelen dejar lo mejor en descubierto.

      En punto a calzado, sólo podemos decir que lo más común es andarse con pies de plomo. Con respecto a talle, la gran moda es estar muy oprimido, tan estrecho que apenas se pueda respirar; por ahora a lo menos éste es el uso; podrá pasar pronto, si no nos ahogamos antes. En punto a muebles, los hay nuevos todos los días; pero allá se van con los antiguos. Por lo que hace a adornos de mesa, sabido es que en España no somos fuertes; bien que falta lo principal, que es qué comer.

     De colores, en fin, estamos poco más o menos como estábamos; si bien el blanco y negro son los fundamentales, aquél más caído, éste más subido, lo más común, especialmente en personas de calidad, son los colores indecisos, tornasolados, partícipes de negro y blanco, como gris o entre dos luces; en una palabra, colores que apenas son colores; es de esperar que pronto se habrán de admitir, sin embargo, de grado o por fuerza, colores más fuertes y decididos, puros y sin mezcla alguna. En el ínterin chocan tanto estos últimos que hay personas nerviosas que sólo al considerar que habrá que entrar en ellos padecen y ofician, y guardan la cama.

Revista Española, n.º 309, 24 de agosto de 1834. Sin firma.

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A UN MAL ARTISTA QUE SE ATREVIO

A HACER EL BUSTO DE DOÑA MARIQUITA

ZAVALA DE ORTIZ DESPUÉS DE FALLECER

Tente, mentido Fidias que, profano,

dando al mármol inerte alma fingida

tornar imaginabas a la vida

a Cintia bella con esfuerzo vano.

La grosera facción tu inhábil mano

deja en la piedra a trechos esparcida,

que con torpe cincel hiere atrevida,

remedo informe del cincel de Cano.

No, si Apolo contigo fue severo,

te vengues crudo en la indefensa hermosa

del arte, con que lucha tu flaqueza.

Si la muerte, de hollarla temerosa,

sus rosas respetó, no tú más fiero

borrar pretendas su inmortal belleza.

 

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A UNA HERMOSA QUE DIO EN HACER

BUENOS VERSOS.

¿No te bastan los rayos de tus ojos,

de tu mejilla la purpúrea rosa,

la planta breve, la cintura airosa,

ni el suave encanto de tus labios rojos?

¿Ni el seno que a Ciprina diera enojos,

ni esa tu esquiva condición de esposa,

que también nuestras armas, Nise hermosa,

coges para rendir nuevos despojos?

¿A celebrar de tantos amadores

ingrata el fin de nuevo te previenes

que a manos morirán de tus rigores?

Ya que en tus redes nuestras almas tienes,

la lira déjanos, ya que no amores,

para cantar al menos tus desdenes.

 

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Salga con la doliente ánima fuera

la dolorosa voz sin alegría,

busque mi nuevo llano nueva vía

llorando pena tan amarga y fiera;

cámbiese ya mi alegre primavera

en noche eternamente escura y fría,

y pues muero por ti, señora mía,

escucha mi cansada voz postrera.

No muero desamado ni celoso,

que igual es cualquier suerte en tu presencia,

sólo un dolor me acaba agudo y fiero.

Para encubrirle más, ya no hay paciencia,

para mostrar cual es, soy temeroso;

en fin, es tal que por callarle muero.

 

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