Manuel Linares Rivas

     Cuento es lo que se cuenta, lo que se narra, lo que se refiere, es decir, la relación de un hecho pasado y a personas que no  lo presenciaron. Dentro de esta definición cabe perfectamente la verdad y la mentira; el cuento real, con los adornos de la palabra del contador o cuentero o cuentista, y el cuento fantástico, en que todo es fruto de la imaginación, aunque también se da como acaecido, efectivamente, aquello que jamás pudo ocurrir. Esta segunda manera de contar cuentos se dirige casi en absoluto a los niños; la primera va más bien para los hombres, y son unos cuentos que serían historias sólo con incluirse en un libro de cosas aburridas y en el que abundaran las fechas y los nombres propios.

     Mi cacique pertenece al primer ciclo y, con un poco de ampliación en la figura, podría pasar a maravilla por un tipo representativo de la política municipal de manga por sayo y de ayuntamiento por montera.

  Pongámosle de prestado nombre y apellidos, pongamos la acción en Navarra _ aunque ya juro que no fue en Navarra el lance _ y vamos con el cuento.

    En los tiempos relativamente lejanos en que yo buscaba  la representación parlamentaria de diputado a Cortes, llevome la voluntad paterna a un distrito, cunero por esencia, presencia y potencia. Allí se daba el acta _ y creo que siguió dándose, para mayor gloria del sufragio universal _ sin conocer al candidato y sobrándole con serlo a propuesta ministerial.

   Toda esta provincia a que me refiero era el paraíso terrenal de los cuneros y la tierra de promisión de los gobernantes. Las actas se presentaban en blanco e iban llenándose con una lista de elegidos que el gobernador llevaba en los bolsillos de su casaca o en las mallas de su fajín.

  Contaba yo entonces con el apoyo del Gobierno y, naturalmente, contaba en absoluto con el cuerpo electoral. Pero se me ocurrió

_ ¡cosas de primerizo y candideces de neófito! _ recorrer el distrito, crearme amistades y asegurar las futuras elecciones de oposición.

   Y en estas andanzas me dieron el primer susto político de mi vida. No sólo era inútil el manifestar aspiraciones para lo porvenir, sino que peligraba también aquella misma elección de1 momento, porque el secretarío del pueblo más importante y de mayor censo se

 negaba en redondo a violentar la libre emisión del sufragio.

   ¿La libre emisión del sufragio ... ? ¡Hermosa frase, que compendia los derechos políticos!

     Pero con esa hermosura no hay seguro ningún candidato ministerial y salen únicamente los de oposición. Comprenderán ustedes que el caso era de pánico .

   ¿Cómo se le pudo ocurrir a don Facundiño Gómez _ Jomez, según pronunciaban sus contemporáneos _ un desatino semejante?    ¿Cómo era posible que a don Facundiño, persona dignísima, que por adicto y por fiel se le otorgara confiadamente aquella secretaría de aquel ayuntamiento, nos saliera ahora con la monserga de la libre emisión?

   Y como las noticias acentuaban la catástrofe de mi flamante papel y el peligro inminente de mi derrota, hubo que apelar a los grandes recursos. Cogí de un brazo al representante local de la política de no libre emisión, subimos él y yo a un coche que nos condujo velozmente, a fuerza de propinas al cochero y de palos a los caballejos, y una vez llegados al límite de nuestro viaje por la carretera, montamos ambos en dos cabalgaduras montaraces que nos tenían preparadas para hacer las tres leguas de montaña que aún nos separaban del pueblo en cuestión y del secretario más en cuestión todavía.

   La yegua que tuvo el honor de conducirme en aquella memorable jornada no era gran cosa para caminar rápidamente, pero, en cambio, era maravillosa para una fotografía de la fauna de mi distrito. Tenía barba y perilla; los cuatro cascos se ocultaban en unas matas de pelos abundantísímos; las crines eran de selva virgen y la cola arrastraba por el suelo, salvo en las circunstancias. ¡ ay!, muy frecuentes, en que un tábano picaba en los lomos de la yegua y ésta se lo sacudía abanicándose con el rabo; y de paso zurrándome a mí. su noble jinete ...

     ¡Vaya todo por Dios... y por el sufragio!

   Llegamos. Don Facundíño Gómez, solícito y sonriente, me recibió afectuoso, extrayéndome del bosque en que cabalgara, y nos condujo luego a una habitación en donde había preparado un suculento refrigerio.

   A la par que con las viandas, embestimos con el secretario. Si el jefe local hablaba, yo comía; si yo comía, hablaba el jefe, y así los dos realizábamos la santa misión que nos llevaba.

   Don Facundiño, viejo, calvo, gordo y colorado, sabía aunar los dos extremos y hablaba a boca llena, con lo que además tenía la ventaja de que era imposible entenderle, que fue su primer propósito en aquella conversación.

   Al fin se desenmarañó algo lo que decía, a fuerza de apurarle para que contestara.

   _Necesitamos saber fijamente si es verdad o no que usted se halla dispuesto a que se abran los colegios electorales y a que cada elector vote a quien le parezca.

    _Es verdad; sí, señor.

    _¿Y por qué hace usted tal majadería?

    _Porque soy liberal, señor .

   _¡Eso a mí no me importa! _ rugió el jefe local.

  _Ni a mí tampoco  _respondió humil­demente don Facundíño: _ pero soy liberal, señor.

  _¿Y qué es lo que va a ocurrir, entonces?

  _Pues ocurrirá que cada ciudadano, según está mandado por la ley, hará el domingo la libre emisión del sufragio.

  _¿Y si quieren votar a don Fulano? (Don Fulano era el enemigo.)

  _Votarán a don Fulano _ replicó, cachazudamente, el secretario, _ que para eso tenemos todos la libertad del voto, y si quieren votar a Ruiz Zorrilla, votarán a Ruiz Zorrilla, y si quieren votar a Sagasta, votarán a Sagasta. Cada ciudadano vota a quien le dé la gana.

  _¿ Ypara eso le di yo a usted el destino? 

    _¡Yo de mis ideas no me apeo!

    _¿Pero no comprende usted, grandísimo zoquete, que así vamos a perder las elecciones?

    _¿Qué han de perder, señor ...?

    _¿Cómo que no?

    _¡Como que no! ¡Eso es bien claro!

    _¿Pero no dice usted que votarán a quien quieran?

  _Naturalmente. Ellos votarán el nombre que les dé la gana Y yo pondré en el acta el nombre que me dé la gana a mí. ¿Es que la libertad iba a ser para ellos solamente? ¡No, señor: para todos!

   _De modo que, aun suponiendo que los ochocientos votos de aquí vayan para Ruiz Zorrilla, ¿usted pone en el acta el nombre del señor? .. (El señor era yo... )

   _Naturalmente. Al señor, con los ochocientos votos. Esa es mi libertad y nadie me la priva. ¡Vaya, hombre! ¡Tendría que ver que me discutieran eso, después de dejarles votar a quien les dé la gana!

   El jefe local abrazó a don Facundiño: yo, aprovechando el grupo, abracé a los dos ... y sobre los tres brilló, majestuosa y espléndida, la clara luz del sufragio universal, bien entendida y aplicada por don Facundiño Gómez, o Jomez, según pronunciaban sus contemporáneos ..

     Y al retiramos, emprendiendo la marcha de regreso... y para evitarle las molestias a don Facundiño de tener que enviar el acta, nos la llevamos ya. sellada con el del ayuntamiento y firmada por el señor secretario y los presidentes de las mesas ...

   Después de todo, no faltaban más que dos días para la elección ...

(Tomado de la revista Lecturas de abril de 1928)

 

PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS SATÍRICO-BURLESCOS

Y AQUÍ PARA LEER TEXTOS DE VIAJES Y COSTUMBRES

ir al índice

 

IR AL ÍNDICE GENERAL