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Ramón López Velarde

Para tus dedos ágiles y finos

Boca flexible, ávida

Tema II

La última odalisca

Para tus dedos ágiles y finos

Doy a los cuatro vientos los loores
de tus dedos de clásica finura
que preparan el pan sin levadura
para el banquete de nuestros amores.

Saben de las domésticas labores
lucen en el mantel su compostura
y apartan, de la verde, la madura
producción de los meses frutidores.

Para gloria de Dios en homenaje
a tu excelencia, mi soneto adorna
de tus manos preclaras el linaje.

Y el soneto dichoso, en las esbeltas
falanges de mis índices se torna
una sortija de catorce vueltas.

 

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Boca flexible, ávida

Cumplo a mediodía
con el buen precepto de oír misa entera
los domingos, y a estas misas cenitales
concurres tú, agudo perfil; cabellera
tormentosa, nuca morena, ojos fijos;
boca flexible, ávida de lo concienzudo,
hecha para dar los besos prolijos
y articular la sílaba lenta
de un minucioso idilio, y también
para persuadir a un agonizante
a que diga amén.

Figura cortante y esbelta, escapada
de una asamblea de oblongos vitrales
o de la redoma de un alquimista:
ignoras que en estas misas cenitales,
al ver, con zozobra,
tus ojos nublados en una secuencia
de Evangelio, estuve cerca de tu llanto
con una solícita condescendencia;
y tampoco sabes que eres un peligro
armonioso para mi filosofía
petulante... Como los dedos rosados
de un párvulo para la torre baldía
de naipes o dados.

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TEMA II

A fuerza de quererte
me he convertido, Amor,
en alma en pena.

¿Por qué, Fuensanta mía,
si mi pasión de ayer está ya muerta
y en tu rostro se anuncian los estragos
de la vejez temida que se acerca,
tu boca es una invitación al beso
como lo fue en lejanas primaveras?

Es que mi desencanto nada puede
contra mi condición de ánima en pena
si a pesar de tus párpados exangües
y las blancuras de tu faz anémica,
aún se tiñen tus labios
con el color sangriento de las fresas.

A fuerza de quererte
me he convertido, Amor, en alma en pena,
y en el candor angélico de tu alma
seré una sombra eterna...

 

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La última odalisca

Mi carne pesa, y se intimida
porque su peso fabuloso
es la cadena estremecida
de los cuerpos universales
que se han unido con mi vida.

Ámbar, canela, harina y nube
que en mi carne al tejer sus mimos,
se eslabonan con el efluvio
que ata los náufragos racimos
sobre las crestas del Diluvio.

Mi alma pesa, y se acongoja
porque su peso es el arcano
sinsabor de haber conocido
la Cruz y la floresta roja
y el cuchillo del cirujano.

Y aunque todo mi ser gravita
cual un orbe vaciado en plomo,
que en la sombra paró su rueda,
estoy colgado en la infinita
agilidad del éter, como
de un hilo escuálido de seda.

Gozo... Padezco... Y mi balanza
vuela rauda con el beleño
de las esencias del rosal:
soy un harén y un hospital
colgados juntos de un ensueño.

Voluptuosa Melancolía:
en tu talle mórbido enrosca
el Placer su caligrafía
y la Muerte su garabato,
y en un clima de ala de mosca
la Lujuria toca a rebato.

Mas luego las samaritanas,
que para mí estuvieron prestas
y por mí dejaron sus fiestas,
se irán de largo al ver mis canas,
y en su alborozo, rumbo a Sión,
buscarán el torrente endrino
de los cabellos de Absalón.

¡Lumbre divina, en cuyas lenguas
cada mañana me despierto:
un día, al entreabrir los ojos,
antes que muera estaré muerto!

Cuando la última odalisca,
ya descastado mi vergel,
se fugue en pos de una nueva miel
¿qué salmodia del pecho mío
será digna de suspirar
a través del harén vacío?

Si las victorias opulentas
se han de volver impedimentas,
si la eficaz y viva rosa
queda superflua y estorbosa,
¡oh, Tierra ingrata, poseída
a toda hora de la vida:
en esa fecha de ese mal,
hazme humilde como un pelele
a cuya mecánica duele
ser solamente un hospital.

 

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