Este
es un vivo retrato de virtud, liberalidad, esfuerzo, gentileza y lealtad,
compuesto de Rodrigo de Narváez, y el Abencerraje, y Jarifa, su padre, y
el rey de Granada, del cual, aunque los dos formaron y dibujaron todo el
cuerpo, los demás no dejaron de ilustrar la tabla y dar algunos rasguños
en ella. Y, como el precioso diamante engastado en oro, o en plata, o en
plomo, siempre tiene su justo y cierto valor por los quilates de su
oriente, así la virtud, en cualquier dañado sujeto que asiente,
resplandece y muestra sus accidentes; bien que la esencia y efecto de ella
es como el grano que, cayendo en la buena tierra, se acrecienta, y en la
mala se perdió.
Dice
el cuento que, en tiempo del infante don Fernando, que ganó a Antequera,
fue un caballero que se llamó Rodrigo de Narváez, notable en virtud y
hechos de armas. Éste, peleando contra moros hizo cosas de mucho esfuerzo,
y particularmente en aquella empresa y guerra de Antequera hizo hechos
dignos de perpetua memoria, sino que esta nuestra España tiene en tan poco
el esfuerzo, por serle tan natural y ordinario, que le parece que cuanto
se puede hacer es poco; no como aquellos romanos y griegos, que al hombre
que se aventuraba a morir una vez en toda la vida le hacían en sus
escritos inmortal y le trasladaban en las estrellas. Hizo, pues, este
caballero tanto en servicio de su ley y de su rey que, después de ganada
la villa, le hizo alcaide de ella, para que, pues había sido tanta parte
en ganarla, lo fuese en defenderla. Hízole también alcaide de Alora, de
suerte que tenía a cargo ambas fuerzas, repartiendo el tiempo en ambas
partes, y acudiendo siempre a la mayor necesidad. Lo más ordinario residía
en Alora, y allí tenía cincuenta escuderos hijosdalgo a los gajes del rey
para la defensa y seguridad de la fuerza, y este número nunca faltaba,
como los inmortales del rey Darío, que en muriendo uno, ponían otro en su
lugar. Tenían todos ellos tanta fe y fuerza en la virtud de su capitán,
que ninguna empresa se les hacía difícil; y así, no dejaban de ofender a
sus enemigos y defenderse de ellos, y en todas las escaramuzas que
entraban salían vencedores, en lo cual ganaban honra y provecho, de que
andaban siempre ricos.
P ues
una noche, acabando de cenar, que hacía el tiempo muy sosegado, el alcaide
dijo a todos ellos estas palabras:
_M e
parece, hijosdalgo, señores y hermanos míos, que ninguna cosa despierta
tanto los corazones de los hombres como el continuo ejercicio de las
armas, porque con él se cobra experiencia en las propias, y se pierde
miedo a las ajenas. Y de esto no hay para que yo traiga testigos de fuera,
porque vosotros sois verdaderos testimonios. Digo esto porque han pasado
muchos días que no hemos hecho cosa que nuestros nombres acreciente, y
sería dar yo mala cuenta de mí y de mi oficio si, teniendo a cargo tan
virtuosa gente y valiente compañía, dejase pasar el tiempo en balde. Me
parece, si os parece, pues la claridad y seguridad de la noche nos
convida, que será bien dar a entender a nuestros enemigos que los
valedores de Alora no duermen. Yo os he dicho mi voluntad, hágase lo que
os pareciere.
E llos respondieron que
ordenase, que todos le seguirían. Y nombrando nueve de ellos, los hizo
armar y, siendo armados, salieron por una puerta falsa que la fortaleza
tenía, por no ser sentidos, porque la fortaleza quedase a buen recaudo. Y
yendo por su camino adelante, hallaron otro que se dividía en dos.
E l alcaide les dijo:
_Ya
podría ser que, yendo todos por este camino, se nos fuese la caza por este
otro. Vosotros cinco idos por el uno, yo con estos cuatro me iré por el
otro; y si acaso los unos toparen enemigos que no basten a vencer, toque
uno su cuerno, y a la señal acudirán los otros en su ayuda.
Y endo los cinco
escuderos por su camino adelante hablando en diversas cosas, el uno de
ellos dijo:
_Teneos,
compañeros, que, o yo me engaño, o viene gente.
Y metiéndose entre una
arboleda que junto al camino se hacía, oyeron ruido. Y mirando con más
atención, vieron venir por donde ellos iban un gentil moro en un caballo
ruano; él era grande de cuerpo y hermoso de rostro, y parecía muy bien a
caballo. Traía vestida una marlota de carmesí, y un albornoz de damasco
del mismo color, todo bordado de oro y plata. Traía el brazo derecho
regazado y labrada en él una hermosa darna, y en la mano una gruesa y
hermosa lanza de dos hierros. Traía una daga y cimitarra, y en la cabeza
una toca tunecí que, dándole muchas vueltas por ella, le servía de
hermosura y defensa de su persona. En este hábito venía el moro, mostrando
gentil continente; y cantando un cantar que él compuso en la dulce
membranza de sus amores, que decía:
E n
Cártama me he criado,
nascí en Granada
primero,
mas fui de Alora
frontero,
y en Coín
enamorado.
Aunque en
Granada nascí,
y en Cartame me
crié,
en Coín tengo mi
fe,
con la libertad
que di.
Allí vivo adonde
muero,
y estoy do está
mi cuidado,
y de Alora soy
frontero,
y en Coín
enamorado.
A unque
a la música faltaba el arte, no faltaba al moro contentamiento y, como
traía el corazón enamorado, a todo lo que decía daba buena gracia. Los
escuderos, transportados en verle, erraron poco de dejarle pasar hasta que
dieron sobre él. Él, viéndose salteado, con ánimo gentil volvió por sí, y
estuvo por ver lo que harían. Luego de los cinco escuderos, los cuatro se
apartaron y el uno le acometió; mas como el moro sabía más de aquel
menester, de una lanzada dio con él y con su caballo en el suelo. Visto
esto de los cuatro que quedaban, los tres le acometieron, pareciéndoles
muy fuerte, de manera que ya contra el moro eran tres cristianos, que cada
uno bastaba para diez moros, y todos juntos no podían con este solo. Allí
se vio en gran peligro porque se le quebró la lanza, y los escuderos le
daban mucha prisa; mas, fingiendo que huía, puso las piernas a su caballo
y arremetió al escudero que derribara, y como una ave se colgó de la silla
y le tomó su lanza, con la cual volvió a hacer rostro a sus enemigos, que
le iban siguiendo, pensando que huía, y se dio tan buena maña que a poco
rato tenía de los tres, los dos en el suelo. El otro que quedaba, viendo
la necesidad de sus compañeros, tocó el cuerno y fue a ayudarlos. Aquí se
trabó fuertemente la escaramuza; porque ellos estaban afrontados de ver
que un caballero les duraba tanto, y a él le iba más que la vida en
defenderse de ellos. A esta hora le dio uno de los escuderos una lanzada
en un muslo, que a no ser el golpe en soslayo, se le pasara todo. Él, con
rabia de verse herido, volvió por sí, y le dio una lanzada que dio con él
y con su caballo muy mal herido en tierra.
R odrigo
de Narváez, barruntando la necesidad en que sus compañeros estaban,
atravesó el camino, y, como traía mejor caballo, se adelantó; y viendo la
valentía del moro quedó espantado, porque de los cinco escuderos tenía los
cuatro en el suelo y el otro casi al mismo punto. Él le dijo:
_Moro,
vente a mí, y si tú me vences, yo te aseguro de los demás.
Y comenzaron a trabar
brava escaramuza; mas como el alcaide venía de refresco, y el moro y su
caballo estaban heridos, le daba tanta priesa que no podía mantenerse; mas
viendo que en sola esta batalla le iba la vida y contentamiento, dio una
lanzada a Rodrigo de Narváez, que a no tomar el golpe en su draga, le
hubiera muerto. Él, en recibiendo el golpe, arremetió a él, y le dio una
herida en el brazo derecho, y cerrando luego con él, le trabó a brazos; y
sacándole de la silla, dio con él en el suelo. Y yendo sobre él, le dijo:
_C aballero,
date por vencido; si no, matarte he.
_ M atarme bien podrás _
dijo el moro_ , que en tu poder me tienes; mas no podrá vencerme sino
quien una vez me venció.
E l
alcaide no paró en el misterio con que se decían estas palabras, y usando
en aquel punto de su acostumbrada virtud, le ayudó a levantar, porque de
la herida que le dio el escudero en el muslo, y de la del brazo, aunque no
eran grandes, y del gran cansancio y caída, quedó quebrantado; y tomando
de los escuderos aparejo, le ligó las heridas. Y hecho esto, le hizo subir
en un caballo de un escudero, porque el suyo estaba herido, y volvieron el
camino de Alora. Y yendo por él adelante hablando en la buena disposición
y valentía del moro, él dio un grande y profundo suspiro; y habló algunas
palabras en algarabía, que ninguno entendió. Rodrigo de Narváez iba
mirando su buen talle y disposición; se acordaba de lo que le vio hacer; y
le parecía que tan gran tristeza en ánimo tan fuerte no podía proceder de
sola la causa que allí parecía. Y por informarse de él, le dijo:
_C aballero, mirad que el
prisionero que en la prisión pierde el ánimo aventura el derecho de la
libertad. Mirad que en la guerra los caballeros han de ganar y perder,
porque los más de sus trances están sujetos a la fortuna, y parece
flaqueza que quien hasta aquí ha dado tan buena muestra de su esfuerzo la
dé ahora tan mala. Si suspiráis del dolor de las llagas, a lugar vais
donde seréis bien curado. Si os duele la prisión, jornadas son de guerra a
que están sujetos cuantos la siguen. Y si tenéis otro dolor secreto,
fiadle de mí, que yo os prometo como hijodalgo de hacer por remediarle lo
que en mí fuere.
E l moro, levantando el
rostro que en el suelo tenía, le dijo:
_¿Cómo
os llamáis, caballero, que tanto sentimiento mostráis de mi mal?
É l
le dijo:
_A
mí llaman Rodrigo de Narváez; soy Alcaide de Antequera y Alora.
E l moro, tornando el
semblante algo alegre, le dijo:
_Por
cierto, ahora pierdo parte de mi queja; pues ya que mi fortuna me fue
adversa, me puse en vuestras manos, que aunque nunca os vi, sino ahora,
gran noticia tengo de vuestra virtud y experiencia de vuestro esfuerzo; y
porque no os parezca que el dolor de las heridas me hace suspirar, y
también porque me parece que en vos cabe cualquier secreto, mandad apartar
vuestros escuderos, y hablaros he dos palabras.
E l
Alcaide los hizo apartar y, quedando solos, el moro, arrancando un gran
suspiro, le dijo:
|
_ Rodrigo
de Narváez, alcaide tan nombrado de Alora, estate atento a lo que
te
dijere, y verás si bastan los casos de mi fortuna a derribar un corazón de
un hombre cautivo. A mí llaman Abindarráez el mozo, a diferencia de un tío
mío hermano de mi padre, que tiene el mismo nombre.
>> Soy
de los Abencerrajes de Granada, de los cuales muchas veces habrás oído
decir; y aunque me bastaba la lástima presente, sin acordar las pasadas,
todavía te quiero contar esto:
>>Hubo
en Granada un linaje de caballeros que llamaban los Abencerrajes, que eran
flor de todo aquel reino, porque en gentileza de sus personas, buena
gracia, disposición y gran esfuerzo hacían ventaja a todos los demás; eran
muy estimados del rey y de todos los caballeros, y muy amados y quistos de
la gente común. En todas las escaramuzas que entraban, salían vencedores,
y en todos los regocijos de caballería se señalaban; ellos inventaban las
galas y los trajes. De manera que se podía bien decir que, en ejercicio de
paz y de guerra, eran regla y ley de todo el reino. Se dice que nunca hubo
Abencerraje escaso, ni cobarde, ni de mala disposición. No se tenía por
Abencerraje el que no servía dama, ni se tenía por dama la que no tenía
Abencerraje por servidor. Quiso la fortuna, enemiga de su bien, que de
esta excelencia cayesen de la manera que oirás.
>> El
rey de Granada hizo a dos de estos caballeros, los que más valían, un
notable e injusto agravio, movido de falsa información, que contra ellos
tuvo. Y se quiso decir, aunque yo no lo creo, que estos dos, y a su
instancia otros diez, se conjuraron de matar al rey y dividir el reino
entre sí, vengando su injuria. Esta conjuración, siendo verdadera, o
falsa, fue descubierta; y por no escandalizar el rey el reino, que tanto
los amaba, los hizo a todos una noche degollar; porque a dilatar la
injusticia no fuera poderoso de hacerla. Se ofrecieron al rey grandes
rescates por sus vidas, mas él, aun escucharlo, no quiso.
>> Cuando
la gente se vio sin esperanza de sus vidas, comenzó de nuevo a llorarlos.
Los lloraban los padres que los engendraron y las madres que los parieron;
los lloraban las damas a quien servían, y los caballeros con quien se
acompañaban. Y toda la gente común alzaba un tan grande y continuo
alarido, como si la ciudad se entrara de enemigos; de manera que si a
precio de lágrimas se hubieran de comprar sus vidas, no murieran los
Abencerrajes tan miserablemente. Ves aquí en lo que acabó tan esclarecido
linaje, y tan principales caballeros como en él había: considera cuánto
tarda la fortuna en subir un hombre y cuán presto le derriba; cuánto tarda
en crecer un árbol, y cuán presto va al fuego; con cuánta dificultad se
edifica una casa, y con cuánta brevedad se quema; cuántos podrían
escarmentar en las cabezas de estos desdichados, pues tan sin culpa
padecieron con público pregón, siendo tantos y tales y estando en el favor
del mismo rey; sus casas fueron derribadas, sus heredades enajenadas, y su
nombre dado en el reino por traidor.
>>Resultó
de este infeliz caso que ningún Abencerraje pudiese vivir en Granada,
salvo mi padre y un tío mío, que hallaron inocentes de este delito, a
condición que los hijos que les naciesen enviasen a criar fuera de la
ciudad, para que no volviesen a ella, y las hijas casasen fuera del reino.
R odrigo
de Narváez, que estaba mirando con cuánta pasión le contaba su desdicha,
le dijo:
_Por
cierto, caballero, vuestro cuento es extraño, y la sinrazón que a los
Abencerrajes se hizo fue grande, porque no es de creer que siendo ellos
tales cometiesen traición.
_E s
como yo lo digo, dijo él. Y aguardad más y veréis cómo desde allí todos
los Abencerrajes aprendimos a ser desdichados.
>> Yo
salí al mundo del vientre de mi madre, y, por cumplir mi padre el
mandamiento del rey, me envió a Cártama al alcaide que en ella estaba, con
quien tenía estrecha amistad. Éste tenía una hija, casi de mi edad, a
quien amaba más que a sí, porque allende de ser sola y hermosísima, le
costó la mujer que murió de su parto. Ésta y yo, en nuestra niñez, siempre
nos tuvimos por hermanos, porque así nos oíamos llamar. Nunca me acuerdo
haber pasado hora que no estuviésemos juntos. Juntos nos criaron, juntos
andábamos, juntos comíamos y bebíamos. Nos nació de esta conformidad un
natural amor que fue siempre creciendo con nuestras edades.
Me acuerdo que, entrando una siesta en la huerta, que dicen de los
jazmines, la hallé sentada junto a la fuente, componiendo su hermosa
cabeza. La miré, vencido de su hermosura, y me pareció a Sálmacis, y dije
entre mí: "¡Oh, quién fuera Troco para parecer ante esta hermosa diosa!"
No sé cómo me pesó de que fuese mi hermana, y no aguardando más, me fui a
ella, y cuando me vio con los brazos abiertos me salió a recibir y,
sentándome junto a sí, me dijo:
_Hermano,
¿cómo me dejaste tanto tiempo sola?
Yo la
respondí:
_Señora
mía, porque ha gran rato que os busco, y nunca hallé quien me dijese dónde
estabais, hasta que mi corazón me lo dijo. Mas decidme ahora, ¿qué
certinidad tenéis vos de que seamos hermanos?
>>_Yo
_dijo ella_ no otra más del grande amor que te tengo, y ver que todos nos
llaman
hermanos.
>>_Y
si no lo fuéramos _dije yo_, ¿me quisieras tanto?
>>_¿No
ves _dijo ella_ que, a no serlo, no nos dejara mi padre andar siempre
juntos y solos?
>>_Pues
si ese bien me habían de quitar,__dije yo_más quiero el mal que tengo.
>>Entonces,
ella, encendiendo su hermoso rostro en color, me dijo:
>>_¿Y
qué pierdes tú en que seamos hermanos?
>>_
Pierdo a mí y a vos _dije yo.
>>_Yo
no te entiendo _dijo ella_, mas a mí me parece que sólo serlo nos obliga a
amarnos naturalmente.
>>_A
mí sola vuestra hermosura me obliga, que antes esa hermandad parece que me
resfría algunas veces.
>>Y
con esto, bajando mis ojos de empacho de lo que le dije, la vi en las
aguas de la fuente al propio como ella era, de suerte que donde quiera que
volvía la cabeza, hallaba su imagen, y en mis entrañas, la más verdadera.
Y me decía yo a mí mismo, y me pesara que alguno me lo oyera: "Si yo me
anegase ahora en esta fuente donde veo a mi señora, ¡cuánto más disculpado
moriría yo que Narciso! Y si ella me amase como yo la amo, ¡qué dichoso
sería yo! Y si la fortuna nos permitiese vivir siempre juntos, ¡qué
sabrosa vida sería la mía!" Diciendo esto, me levanté, y volviendo las
manos a unos jazmines de que la fuente estaba rodeada, mezclándolos con
arrayán, hice una hermosa guirnalda, y poniéndola sobre mi cabeza, me
volví a ella, coronado y vencido. Ella puso los ojos en mí, a mi parecer
más dulcemente que solía, y quitándomela, la puso sobre su cabeza. Me
pareció en aquel punto más hermosa que Venus cuando salió al juicio de la
manzana, y volviendo el rostro a mí, me dijo:
>>_
¿Qué te parece ahora de mí, Abindarráez?
Yo le
dije:
>>_Me
parece que acabáis de vencer el mundo y que os coronan por reina y señora
de él. Levantándose, me tomó por la mano y me dijo:
>>_Si
eso fuera, hermano, no perdierais vos nada.
_Yo, sin
responderla, la seguí hasta que salimos de la huerta. Esta engañosa vida
trajimos mucho tiempo, hasta que ya el amor, por vengarse de nosotros, nos
descubrió la cautela; que, como fuimos creciendo en edad, ambos acabamos
de entender que no éramos hermanos. Ella no sé lo que sintió al principio
de saberlo, mas yo nunca mayor contentamiento recibí, aunque después acá
lo he pagado bien. En el mismo punto que fuimos certificados de esto,
aquel amor limpio y sano que nos teníamos, se comenzó a dañar y se
convirtió en una rabiosa enfermedad que nos durara hasta la muerte. Aquí
no hubo primeros movimientos que excusar, porque el principio de estos
amores fue un gusto y deleite fundado sobre bien, mas después no vino el
mal por principio, sino de golpe y todo junto; ya yo tenía mi
contentamiento puesto en ella, y mi alma hecha a medida de la suya. Todo
lo que no veía en ella me parecía feo, excusado y sin provecho en el
mundo; todo mi pensamiento era en ella. Ya en este tiempo nuestros
pasatiempos eran diferentes; ya yo la miraba con recelo de ser sentido, ya
tenía envidia del sol que la tocaba. Su presencia me lastimaba la vida, y
su ausencia me enflaquecía el corazón. Y de todo esto creo que no me debía
nada, porque me pagaba en la misma moneda. Quiso la fortuna, envidiosa de
nuestra dulce vida, quitarnos este contentamiento en la manera que oirás.
>>El
rey de Granada, por mejorar en cargo al alcaide de Cártama, le envió a
mandar que luego dejase aquella fuerza y se fuese a Coín, que es aquel
lugar frontero del vuestro, y que me dejase a mí en Cártama en poder del
alcaide que a ella viniese. Sabida esta desastrada nueva por mi señora y
por mí, juzgad vos, si algún tiempo fuiste enamorado, lo que podríamos
sentir. Nos juntamos en un lugar secreto a llorar nuestro apartamiento. Yo
la llamaba: "Señora mía, alma mía, solo bien mío, y otros dulces nombres
que el amor me enseñaba. Apartándose vuestra hermosura de mí, ¿tendréis
alguna vez memoria deste vuestro cautivo...?"Aquí las lágrimas y suspiros
atajaban las palabras. Yo, esforzándome para decir más, malparía algunas
razones turbadas de que no me acuerdo, porque mi señora llevó mi memoria
consigo. Pues ¡quién os contase las lástimas que ella hacía!
>>Aunque
a mí siempre me parecían pocas... Me decía mil dulces palabras que hasta
ahora me suenan en las orejas; y al fin, porque no nos sintiesen, nos
despedimos con muchas lágrimas y sollozos, dejando cada uno al otro por
prenda un abrazado, con un suspiro arrancado de las entrañas. Y porque
ella me vio en tanta necesidad y con señales de muerte, me dijo: "Abindarráez,
a mí se me sale el alma en apartarme de ti, y porque siento de ti lo
mismo, yo quiero ser tuya hasta la muerte; tuyo es mi corazón, tuya es mi
vida, mi honra y mi hacienda, y en testimonio de esto, llegada a Coín,
donde ahora voy con mi padre, en teniendo lugar de hablarte o por ausencia
o indisposición suya, que ya deseo, yo te avisaré. Irás donde yo
estuviere, y allí yo te daré lo que solamente llevo conmigo, debajo de
nombre de esposo, que de otra suerte ni tu lealtad ni mi ser lo
consentirían, que todo lo demás muchos días ha que es tuyo." Con esta
promesa, mi corazón se sosegó algo y la besé las manos por la merced que
me prometía.
>>Ellos
se partieron otro día; yo, quedé como quien, caminando por unas fragosas y
ásperas montañas, se le eclipsa el sol. Comencé a sentir su ausencia
ásperamente buscando falsos remedios contra ella. Miraba las ventanas
donde se solía poner, las aguas donde se bañaba, la cámara en que dormía,
el jardín donde reposaba la siesta. Andaba todas sus estaciones, y en
todas ellas hallaba representación de mi fatiga. Verdad es que la
esperanza que me dio de llamarme me sostenía, y con ella engañaba parte de
mis trabajos; aunque algunas veces, de verla alargar tanto, me causaba
mayor pena, y holgara que me dejara del todo desesperado, porque la
desesperación fatiga hasta que se tiene por cierta, y la esperanza hasta
que se cumple el deseo. Quiso mi ventura que esta mañana mi señora me
cumplió su palabra enviándome a llamar con una criada suya, de quien se
fiaba, porque su padre era partido para Granada, llamado del rey, para
volver luego.
>>Yo,
resucitado con esta buena nueva, me apercibí, y dejando venir la noche por
salir más
secreto, me puse en el hábito que me encontraste por mostrar a mi señora
el alegría de mi corazón; y por cierto no creyera yo que bastaran cien
caballeros juntos a tenerme campo porque traía mi señora conmigo; y si tú
me venciste, no fue por esfuerzo, que no es posible, sino porque mi corta
suerte o la determinación del cielo quisieron atajarme tanto bien. Así que
considera tú ahora en el fin de mis palabras el bien que perdí y el mal
que tengo. Yo iba de Cártama a Coín, breve jornada, aunque el deseo la
alargaba mucho; el más ufano Abencerraje que nunca se vio, iba a llamado
de mi señora, a ver a mi señora, a gozar de mi señora y a casarme con mi
señora. Me veo ahora herido, cautivo y vencido, y, lo que más siento, que
el término y coyuntura de mi bien se acaba esta noche. Déjame, pues,
cristiano, consolar entre mis suspiros, y no los juzgues a flaqueza, pues
lo fuera muy mayor tener ánimo para sufrir tan riguroso trance.
|
Rodrigo
de Narváez quedó espantado y apiadado del extraño acontecimiento del moro,
y pareciéndole que para su negocio ninguna cosa le podría dañar más que la
dilación, le dijo:
_Abindarráez,
quiero que veas que puede más mi virtud que tu ruin fortuna. Si tú me
prometes como caballero de volver a mi prisión dentro de tercero día, yo
te daré libertad para que sigas tu camino, porque me pesaría de atajarte
tan buena empresa.
El
moro, cuando lo oyó, se quiso de contento echar a sus pies y le dijo:
_Rodrigo
de Narváez, si vos eso hacéis, habréis hecho la mayor gentileza de corazón
que nunca hombre hizo, y a mí me daréis la vida. Y para lo que pedís,
tomad de mí la seguridad que quisierais, que yo lo cumpliré.
El
Alcaide llamó a sus escuderos, y les dijo:
_Señores,
fiad de mí este prisionero, que yo salgo fiador de su rescate.
Ellos
dijeron que ordenase a su voluntad. Y tomando la mano derecha entre las
dos suyas al moro, le dijo:
_¿Vos
me prometéis, como caballero, de volver a mi castillo de Alora a ser mi
prisionero dentro de tercero día?
Él
le dijo:
_Sí,
prometo.
_Pues
id con la buena ventura, y si para vuestro negocio tenéis necesidad de mi
persona o de otra cosa alguna, también se hará.
Y
diciendo que se lo agradecía, se fue camino de Coín a mucha priesa.
Rodrigo
de Narváez y sus escuderos se volvieron a Alora hablando en la valentía
y buena
manera del Moro.
Y
con la priesa que el Abencerraje llevaba, no tardó mucho en llegar a Coín,
yéndose derecho a la fortaleza. Como le era mandado, no paró hasta que
halló una puerta que en ella había, y deteniéndose allí, comenzó a
reconocer el campo por ver si había algo de que guardarse, y, viendo que
estaba todo seguro, tocó en ella con el cuento de la lanza, que esta era
la señal que le había dado la dueña. Luego ella misma le abrió y le dijo:
_¿En
qué os habéis detenido, señor mío? Que vuestra tardanza nos ha puesto en
gran confusión. Mi señora ha rato que os espera; apeaos y subiréis donde
está.
Él
se apeó y puso su caballo en un lugar secreto que allí halló. Y dejando
lanza con su darga y cimitarra, llevándole la dueña por la mano lo más
paso que pudo por no ser sentido de la gente del castillo, subió por una
escalera hasta llegar al aposento de la hermosa Jarifa, (que así se
llamaba la dama). Ella, que ya había sentido su venida, con los brazos
abiertos le salió a recibir. Ambos se abrazaron sin hablarse palabra del
sobrado contentamiento. Y la dama le dijo:
_¿En
qué os habéis detenido, señor mío? Que vuestra
tardanza me ha puesto en gran congoja y sobresalto.
_Mi
señora, dijo él, vos sabéis bien que por mi negligencia no habrá sido, mas
no siempre suceden las cosas como los hombres desean.
Ella
le tomó por la mano y le metió en una cámara secreta. Y sentándose sobre
una cama que en ella había, le dijo:
_He
querido, Abindarráez, que veáis en qué manera cumplen las cautivas de amor
sus palabras, porque desde el día que os la di por prenda de mi corazón,
he buscado aparejos para quitárosla. Yo os mandé venir a este mi castillo
a ser mi prisionero, como yo lo soy vuestra, y haceros señor de mi persona
y de la hacienda de mi padre debajo de nombre de esposo, aunque esto,
según entiendo, será muy contra su voluntad, que como no tiene tanto
conocimiento de vuestro valor y experiencia de vuestra virtud como yo,
quisiera darme marido más rico; mas yo, vuestra persona y mi
contentamiento tengo por la mayor riqueza del mundo.
Y
diciendo esto, bajó la cabeza mostrando un cierto empacho de haberse
descubierto tanto. El moro la tomó entre sus brazos, y besándola muchas
veces las manos por la merced que le hacía, la dijo:
_Señora
mía, en pago de tanto bien como me habéis ofrecido, no tengo que daros que
no sea vuestro, sino sola esta prenda en señal que os recibo por mi señora
y esposa.
Y
llamando a la dueña,
se desposaron. Y siendo desposados, se acostaron en su cama, donde con la
nueva experiencia encendieron más el fuego de sus corazones. En esta
conquista pasaron muy amorosas obras y palabras, que son más para
contemplación que para escritura.
Tras
esto, al moro vino un profundo pensamiento, y dejando llevarse de él, dio
un gran suspiro. La dama, no pudiendo sufrir tan grande ofensa de su
hermosura y voluntad, con gran fuerza de amor le volvió a sí y le dijo:
_¿Qué
es esto, Abindarráez? Parece que te has entristecido con mi alegría; yo te
oigo suspirar revolviendo el cuerpo a todas partes. Pues si yo soy todo tu
bien y contentamiento como me decías, ¿por quién suspiras? Y si no lo soy,
¿por qué me
engañaste? Si has hallado alguna falta en mi
persona, pon los ojos en mi voluntad, que basta para encubrir muchas; y si
sirves otra dama, dime quién es para que la sirva yo; y si tienes otro
dolor secreto de que yo no soy ofendida, dímelo, que o yo moriré o te
libraré de él.
El
Abencerraje, corrido de lo que había hecho y
pareciéndole que no declararse era ocasión de gran sospecha, con un
apasionado suspiro la dijo:
_Señora
mía, si yo no os quisiera más que a mí, no hubiera hecho este sentimiento,
porque el pesar que conmigo traía le sufría con buen ánimo cuando iba por
mí solo; mas ahora que me obliga a apartarme de vos, no tengo fuerzas para
sufrirle, y así entenderéis que mis suspiros se causan más de sobra de
lealtad que de falta de ella; y porque no estéis más suspensa sin saber de
qué, quiero deciros lo que pasa.
Luego
le contó todo lo que había sucedido y al cabo le dijo:
_De
suerte, señora, que vuestro cautivo lo es también del alcaide de Alora; yo
no siento la pena de la prisión, que vos enseñaste mi corazón a sufrir,
mas vivir sin vos tendría por la misma muerte.
La
dama, con buen
semblante, le dijo:
_No te
congojes, Abindarráez, que yo tomo el remedio de tu rescate a mi cargo,
porque a mí me cumple más. Yo digo así: que cualquier caballero que diere
la palabra de volver a la prisión, cumplirá con enviar el rescate que se
le puede pedir. Y para esto ponedle vos mismo el nombre que quisierais,
que yo tengo las llaves de las riquezas de mi padre; yo os las pondré en
vuestro poder; enviad de todo ello lo que os pareciere. Rodrigo de Narváez
es buen caballero y os dio una vez libertad y le fiaste este negocio, que
le obliga ahora a usar de mayor virtud. Yo creo que se contentará con
esto, pues teniéndoos en su poder ha de hacer lo mismo.
El
Abencerraje la respondió:
_ Bien
parece, señora mía, que lo mucho que me queréis no os deja que me
aconsejéis bien; por cierto no caeré yo en tan gran yerro, porque si
cuando venía a verme con vos, que iba por mí solo, estaba obligado a
cumplir mi palabra, ahora, que soy vuestro, se me ha doblado la
obligación. Yo volveré a Alora y me pondré en las manos del Alcaide de
ella y, tras hacer yo lo que debo, haga él lo que quisiere.
_ Pues
nunca Dios quiera _dijo Jarifa_ que, yendo vos a ser preso, quede yo
libre, pues no lo soy. Yo quiero acompañaros en esta jornada, que ni el
amor que os tengo ni el miedo que he cobrado a mi padre de haberle
ofendido me consentirán hacer otra cosa.
El
moro, llorando de contentamiento, la abrazó y le dijo:
_Siempre
vais, señora mía, acrecentándome las mercedes; hágase lo que vos
quisierais, que así lo quiero yo.
|
Y
con este acuerdo, aparejando lo necesario, otro día de mañana se
partieron, llevando la dama el rostro cubierto por no ser conocida.
Pues yendo por su camino adelante, hablando en
diversas cosas, toparon un hombre viejo; la dama le preguntó dónde iba. Él
la dijo:
_Voy
a Alora a negocios que
tengo con el alcaide de ella, que es el más honrado y virtuoso caballero
que yo jamás vi.
Jarifa
se holgó mucho
de oír esto, pareciéndole que, pues todos hallaban tanta virtud en este
caballero, que también la hallarían ellos, que tan necesitados estaban de
ella. Y volviendo al caminante, le dijo:
_Decid,
hermano: ¿sabéis vos de ese caballero alguna cosa que haya hecho notable?
_Muchas sé _dijo él_,
mas contaros he una por donde entenderéis todas las demás: Este caballero
fue primero alcaide de Antequera, y allí anduvo mucho
tiempo enamorado de una dama muy hermosa, en cuyo servicio hizo mil
gentilezas que son largas de contar; y aunque ella conocía el valor de
este caballero, amaba a su marido tanto que hacía poco caso de él.
Aconteció así que, un día de verano, acabando de cenar, ella y su marido
se bajaron a una huerta que tenía dentro de casa, y él llevaba un gavilán
en la mano, y, lanzándole a unos pájaros, ellos huyeron y se fueron a
socorrer a una zarza, y el gavilán, como astuto, tirando el cuerpo afuera,
metió la mano y sacó y mató muchos de ellos. El caballero le cebó, y
volvió a la dama y la dijo: "¿Qué os parece, señora, del astucia con que
el gavilán encerró los pájaros y los mató? Pues os hago saber que cuando
el alcaide de Alora escaramuza con los moros, así los sigue y así los
mata." Ella, fingiendo no conocerle, le preguntó quién era. "Es el más
valiente y virtuoso caballero que yo hasta hoy vi." Y comenzó a hablar de
él muy altamente; tanto, que a la dama le vino un cierto arrepentimiento y
dijo: "¡Pues cómo! ¿Los hombres están enamorados de este caballero, y que
no lo esté yo de él, estándolo él de mí? Por cierto, yo estaré bien
disculpada de lo que por él hiciere, pues mi marido me ha informado de su
derecho." Otro día adelante se ofreció que el marido fue fuera de la
ciudad, y, no pudiendo la dama sufrirse en sí, le envió llamar con una
criada suya. Rodrigo de Narváez estuvo en poco de tornarse loco de placer,
aunque no dio crédito a ello, acordándose de la aspereza que siempre le
había mostrado.
Mas con todo eso, a la hora concertada, muy a recaudo fue a ver la dama,
que le estaba esperando en un lugar secreto, y allí ella echó de ver el
yerro que había hecho y la vergüenza que pasaba en requerir aquel de quien
tanto tiempo había sido requerida; pensaba también en la fama, que
descubre todas las cosas; temía la inconstancia de los hombres y la ofensa
del marido; y todos estos inconvenientes, como suelen, aprovecharon de
vencerla más, y pasando por todos ellos, le recibió dulcemente y le metió
en su cámara, donde pasaron muy dulces palabras; y en fin de ellas, le
dijo: "Señor Rodrigo de Narváez, yo soy vuestra de aquí adelante, sin que
en mi poder quede cosa que no lo sea; y esto no lo agradezcáis a mí, que
todas vuestras pasiones y diligencias, falsas o verdaderas, os
aprovecharan poco conmigo, más agradecedlo a mi marido, que tales cosas me
dijo de vos que me han puesto en el estado en que ahora estoy. Tras esto,
le contó cuanto con su marido había pasado, y al cabo le dijo: "Y cierto,
señor, vos debéis a mi marido más que él a vos." Pudieron tanto estas
palabras con Rodrigo de Narváez, que le causaron confusión y
arrepentimiento del mal que hacía a quien de él decía tantos bienes, y,
apartándose afuera, dijo: "Por cierto, señora, yo os quiero mucho y os
querré de aquí adelante, mas nunca Dios quiera que a hombre que tan
aficionadamente ha hablado de mí, haga yo tan cruel daño. Antes, de hoy
más, he de procurar la honra de vuestro marido como la mía propia, pues en
ninguna cosa le puedo pagar mejor el bien que de mí dijo." Y sin aguardar
más, se volvió por donde había venido. La dama debió de quedar burlada; y
cierto, señores, el caballero, a mi parecer, usó de gran virtud y
valentía, pues venció su misma voluntad.
El
Abencerraje y su dama quedaron admirados del cuento, y alabándole mucho,
él dijo que nunca mayor virtud había visto de hombre. Ella respondió:
_Por
Dios, señor, yo no quisiera servidor tan virtuoso;
mas él debía estar poco enamorado, pues tan presto se salió afuera y pudo
más con él la honra del marido que la hermosura de la mujer.
Y
sobre esto dijo otras muy graciosas palabras. |
Luego
llegaron a la fortaleza, y llamando a la puerta, fue abierta por las
guardas, que ya tenían noticia de lo pasado. Y yendo un hombre corriendo a
llamar al alcaide, le dijo:
_Señor ,
en el castillo está el moro que venciste, y trae consigo una gentil dama.
Al
alcaide le dio el corazón lo que podía
ser y bajó abajo. El Abencerraje, tomando su esposa de la mano, se fue a
él y le dijo:
_Rodrigo de Narváez,
mira si te cumplo bien mi palabra, pues te prometí de traer un preso y te
traigo dos, que el uno basta para vencer otros muchos. Ves aquí mi señora;
juzga si he padecido con justa causa. Recíbenos por tuyos, que yo fío mi
señora y mi honra de ti.
Rodrigo de Narváez holgó
mucho de verlos y dijo a la dama:
_Yo no sé cuál de vosotros debe
más al otro, mas yo debo mucho a los dos. Entrad y reposaréis en vuestra
casa; y tenedla de aquí adelante por tal, pues lo es su dueño.
Y con esto se fueron a
un aposento que les estaba aparejado, y de ahí a poco comieron, porque
venían cansados del camino. Y el alcaide preguntó al Abencerraje:
_Señor, ¿qué tal venís de las
heridas?
_Me parece, señor, que con el camino las traigo enconadas y con algún
dolor.
La hermosa Jarifa, muy alterada, dijo:
_¿Qué es esto, señor? ¿Heridas
tenéis vos de que yo no sepa?
_Señora ,
quien escapó de las vuestras, en poco tendrá otras; verdad es que de la
escaramuza de la otra noche saqué dos pequeñas heridas, y el camino y no
haberme curado, me habrán hecho algún daño.
_Bien
será _dijo el Alcaide_ que os
acostéis, y vendrá un cirujano que hay en el castillo.
Luego , la hermosa Jarifa
le comenzó a desnudar con grande alteración; y viniendo el maestro y
viéndole, dijo que no era nada, y con un ungüento que le puso, le quitó el
dolor y de ahí a tres días estuvo sano.
Un día acaeció que,
acabando de comer, el Abencerraje dijo estas palabras:
_Rodrigo de Narváez; según eres
discreto, en la manera de nuestra venida entenderás lo demás. Yo tengo
esperanza que este negocio, que está tan dañado, se ha de remediar por tus
manos. Esta dueña es la hermosa Jarifa, de quien te hube dicho es mi
señora y mi esposa; no quiso quedar en Coín de miedo de haber ofendido a
su padre, todavía se teme de este caso. Bien sé que por tu virtud te ama
el rey; aunque eres cristiano, te suplico alcances de él que nos perdone
su padre por haber hecho esto sin que él lo supiese, pues la fortuna lo
trajo por este camino.
El Alcaide les dijo:
_Consolaos, que yo os prometo
de hacer en ello cuanto pudiere.
Y tomando tinta y papel
escribió una carta al rey, que decía así:
"Carta de
Rodrigo de Narváez, Alcaide de Alora, para el Rey de Granada.
Muy alto y muy
poderoso Rey de Granada:
Rodrigo de
Narváez, alcaide de Alora, tu servidor, beso tus reales manos y digo así:
que el Abencerraje Abindarráez, el mozo que nació en Granada y se crió en
Cártama en poder del alcaide de ella, se enamoró de la hermosa Jarifa, su
hija.
Después, tú, por
hacer merced al alcaide, le pasaste a Coín. Los enamorados, por
asegurarse, se desposaron entre sí. Y llamado él por ausencia del padre,
que contigo tienes, yendo a su fortaleza yo le encontré en el camino, y en
cierta escaramuza que con él tuve, en que se mostró muy valiente, le gané
por mi prisionero. Y contándome su caso, apiadándome de él, le hice libre
por dos días; él se fue a ver con su esposa, de suerte que en la jornada
perdió la libertad y ganó el amiga. Viendo ella que el Abencerraje volvía
a mi prisión, se vino con él, y así están ahora los dos en mi poder. Te
suplico que no te ofenda el nombre de Abencerraje, que yo sé que este y su
padre fueron sin culpa en la conjuración que contra tu real persona se
hizo; y en testimonio de ello viven. Suplico a tu real alteza que el
remedio de estos tristes se reparta entre ti y mí. Yo les perdonaré el
rescate y les soltaré graciosamente; sólo harás tú que el padre de ella
los perdone y reciba en su gracia. Y en esto cumplirás con tu grandeza y
harás lo que de ella siempre esperé."
Escrita la carta,
despachó un escudero con ella, que llegado ante el rey se la dio; el cual,
sabiendo cúya era, se holgó mucho, que a este solo cristiano amaba por su
virtud y buenas maneras. Y como la leyó, volvió el rostro al alcaide de
Coín, que allí estaba, y llamándole aparte le dijo:
_Lee esta carta, que es del
alcaide de Alora.
Y leyéndola recibió
grande alteración. El rey le dijo:
_No te congojes, aunque tengas
por qué; sábete que ninguna cosa me pedirá el alcaide de Alora que yo no
lo haga. Y así, te mando que vayas luego a Alora y te veas con él y
perdones tus hijos, y los lleves a tu casa, que, en pago de este servicio,
a ellos y a ti haré siempre merced.
El
moro lo sintió en el alma, mas viendo que no podía pasar el mandamiento
del rey, volvió de buen continente y dijo que así lo haría, como su alteza
lo mandaba.
Y
luego se partió de Alora, donde ya sabían del escudero todo lo que había
pasado, y fue de todos recibido con mucho regocijo y alegría. El
Abencerraje y su hija parecieron ante él con harta vergüenza y le besaron
las manos. Él los recibió muy bien y les dijo:
_No se trate aquí de cosa
pasada. Yo os perdono haberos casado sin mi voluntad, que en lo demás,
vos, hija, escogiste mejor marido que yo os pudiera dar.
El alcaide todos
aquellos días les hacía muchas fiestas; y una noche, acabando de cenar en
un jardín, les dijo:
_Yo tengo en tanto haber sido
parte para que este negocio haya venido a tan buen estado, que ninguna
cosa me pudiera hacer más contento; y así digo que sola la honra de
haberos tenido por mis prisioneros quiero por rescate de la prisión. De
hoy más, vos, señor Abindarráez, sois libre de mí para hacer de vos lo que
quisierais.
Ellos
le besaron las manos por la merced y bien que les hacía; y otro día por la
mañana partieron de la fortaleza, acompañándolos el Alcaide parte del
camino.
Estando ya en Coín, gozando
sosegada y seguramente el bien que tanto había
deseado, el padre les dijo:
_Hijos, ahora que con mi
voluntad sois señores de mi hacienda, es justo que mostréis el
agradecimiento que a Rodrigo de Narváez se debe por la buena obra que os
hizo, que no por haber usado con vosotros de tanta gentileza ha de perder
su rescate, antes le merece muy mayor. Yo os quiero dar seis mil doblas
zaenes; enviádselas y tenedle de aquí adelante por amigo, aunque las leyes
sean diferentes.
Abindarráez le besó las manos,
y tomándolas, con cuatro muy hermosos caballos y cuatro lanzas con los
hierros y cuentos de oro, y otras cuatro adargas, las envió al alcaide de
Alora y le escribió así:
"Carta del
Abencerraje Abindarráez al Alcaide de Alora
Si piensas,
Rodrigo de Narváez, que con darme libertad en tu castillo para venirme al
mío me dejaste libre, te engañas, que cuando libertaste mi cuerpo,
prendiste mi corazón; las buenas obras, prisiones son de los nobles
corazones. Y, si tú, por alcanzar honra y fama, acostumbras hacer bien a
los que podrías destruir, yo, por parecer a aquéllos donde vengo y no
degenerar de la alta sangre de los Abencerrajes, antes coger y meter en
mis venas toda la que de ellos se vertió, estoy obligado a agradecerlo y
servirlo. Recibirás de ese breve presente la voluntad de quien le envía,
que es muy grande, y de mi Jarifa, otra tan limpia y leal que me contento
yo de ella."
El alcaide tuvo en mucho
la grandeza y curiosidad del presente, y, recibiendo de él los caballos y
lanzas y adargas, escribió a Jarifa así:
" Carta
del Alcaide de Alora a la hermosa Jarifa
Hermosa Jarifa:
no ha querido Abindarráez dejarme gozar del verdadero triunfo de su
prisión, que consiste en perdonar y hacer bien, y como a mí en esta tierra
nunca se me ofreció empresa tan generosa ni tan digna de capitán español,
quisiera gozarla toda y labrar de ella una estatua para mi posteridad y
descendencia. Los caballos y armas recibo yo para ayudarle a defender de
sus enemigos.
Y si en enviarme
el oro se mostró caballero generoso, en recibirlo yo pareciera codicioso
mercader; yo os sirvo con ello en pago de la merced que me hiciste en
serviros de mí en mi castillo. Y también, señora, yo no acostumbro robar
damas, sino servirlas y honrarlas."
Y con esto, les volvió a
enviar las doblas. Jarifa las recibió y dijo:
_Quien pensare vencer a Rodrigo
de Narváez de armas y cortesía, pensará mal.
De esta manera, quedaron los
unos de los otros muy satisfechos y contentos, y trabados con tan estrecha
amistad, que les duró toda la vida.
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