Adolfo Marchena

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En el nombre de Caín

Oración  pagana

La ciudad

Montparnasse

En el nombre de Caín

Para Ana,
Con el deseo de que un solo
Verso de esta antología te conmueva
Con afecto

Virginia Wolf en el jardín

Hablan de posesiones voces lejanas y columnas
vertebrales extraviadas, billetes de vuelo en
agencias contratados, que nos habrán de llevar
a vírgenes paraísos para recordarlo luego todo
en celuloide. Invocación de las fuentes y
callejas, de habladurías en espacios acuáticos,
canales adiestrados como semáforos enfermos
en el ámbar. De tu mano la pluma me seduce
y nada queda derramado, ni siquiera la
desesperación y el sentimiento a convocarte.
Virginia juega en el jardín con nenúfares
sagrados y acomete párrafos furiosos de
un Orlando trastornado tratando de encajar muros
de ladrillos arcillosos que se pegan a la mano.

 

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Oración pagana

Soy quien despierta las serpientes de tu vientre
para hacer de la duda tu único alimento, para
hacerte sentir el veneno de las fauces; y te empujo
a morder las manzanas de los hombres y mujeres
que gravitan extraviados en paraísos de artificio.
Soy el desertor de la batalla, después de haberla
provocado, quien esparce la sangre por el campo
a través de las manos engañadas. Espadas y
fusiles que trazó mi fragua, después de envenenar
a Hefesto y a Vulcano y apropiarme de su forja.
Soy Paolo di Dono, conocido como Ucello,
quien pintara su propia muerte después de que
San Jorge le hubo atravesado con su lanza,
quien deposita el miedo en vuestros cuerpos
con trenes sostenidos del pecado primitivo.
Soy camafeo tallado en amatista que prende
de cuellos ignorantes usurpando la figura
de Agustín y puesto que el mal natural no existe
vengo a recordar que soy la esencia toda
del mal natural, de vuestra irrealidad sublime.
Soy el cordero místico en el monte de Sión,
con apariencia dócil y balido sosegado,
mas cada madeja que me arrancáis os vuelve
más injustos y así emprendéis la búsqueda
de la mortal quijada luego sobre el cráneo.
Soy la mujer tambaleante con el sexo frío
que os arranca el esperma del deseo fácil
para dejaros como ríos sin corriente,
como troncos sin raíces, a la deriva secos
y sedientos visionando sólo arena y alacranes.

 

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La ciudad

Me lo dijiste, igual que a Kavafis, igual que a
tantos diletantes de la niebla. La sentencia de
tus palabras me condena a vagar por las calles
desconocidas de ciudades nuevas y muertas.
Esta ciudad se desmorona, las piedras del acueducto
se amontonan como escombro, las ramas de los árboles
palidecen, caen las hojas sobre los quioscos de prensa,
los periódicos no son de hoy, nunca llegan a tiempo,
como no llega el café que pides caliente y anochece.
Cuando al amante le dicen que las cartas no tienen
ya sentido se pierde un hilo conductor, la electricidad
se desparrama torpe entre las manos, es imposible
tocar ninguna esencia, ningún cuerpo de pieles
derretidas. ¿Qué hacer en la ciudad cuando la ciudad
te arroja pesadillas y te pervierte y te consagra
bebedor eterno de pasados? Lo dijiste: en ti vaga
la ciudad que quieres. No llores la vanidad que te
condujo al desierto, al páramo, al silencio de los búhos.

 

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Montparnasse

 A Henry Miller

    Todo se detenía en aquel momento. El último tren hacia París partía en el andén cuatro. Intuía que tu miraba lo deseaba. Ciervos en el bosque que se asustan ante el estruendo del primer disparo. Del mismo modo mi escapatoria precisaba de aquel billete que ganaste haciéndome salir de nuestro ático para que un hombre se apropiase de tu cuerpo. Cuántas veces soporté aquellas batallas. Ahora al fin me liberaba de todo. Pasear por la calle, sin dinero en el bolsillo, pasando frío y hambriento, esperando que el movimiento de las vértebras de ese individuo, de todos los individuos, le condujese al éxtasis, para luego conseguir una moneda con que tomarme un café. Todo por unas páginas que las palabras ocupaban, se dispersaban. Mares de adjetivos luego tachados o sustituidos. Tal vez ninguno valiese la pena.

   Pero ahora me encontraba a punto de partir. Montparnasse. El sueño. Y el deseo de alejarme de ti y de todas tus mentiras. Tal vez lo consiguiese. Los años pesaban en la espalda. Losas de cementerios. Flujos derramados. Odio y ese deseo contenido. Tal vez algún filósofo tuviese la respuesta pero sus libros no bastaban para convencerme. En cierta ocasión hablé con Raimond y me dijo que el deseo es una manifestación del odio acorralado. Le escuché, simplemente. Acorralado, sentirse acorralado es teclear la máquina cuando te han prometido que te van a salvar y te olvidan durante tres días sin calefacción ni comida.

    Horas en un asiento rígido como la espalda de un muerto. Rostros que te seducen con la presencia de un silogismo. Miradas infantiles, que no han provocado la venganza. Miradas que supuran restos de sangre coagulada. La mía, con el sentido de una promesa que difiere de una tormenta que se aleja. Los postes transcurren ennegrecidos. Farolas parejas a los raíles que forman venas de acero. ¡Qué alegría dejar atrás lo sórdido! Tu propia sombra para crear la nueva sombra. Aunque el sol no cambie. Para qué cambiar si tus pensamientos son rígidos. Vulnerables, tal vez. Oscilantes. En ocasiones.

    Llegar a París con una maleta, un viejo abrigo y una dirección. Algo tan simple como bucear en una piscina pero tan saludable como nacer de nuevo. Poco dinero y demasiados proyectos. Las calles abarrotadas. Letreros, cafés, sonidos. Mi escaso francés para encontrar Montparnasse y dar con el piso de Jacques. Subir las escaleras. Jacques vivía con su mujer, Alisette, una rumana rolliza, y tenían una habitación alquilada a un pintor joven llamado Demetrius.

    Mi habitación era pequeña pero lo suficientemente cómoda como para instalar mi máquina y escribir. Alisette cocinaba casi todo el día. El ruido no molestaba demasiado. Y Demetrius pintaba. Parecía algo atontado pero me enseñó buenos bares y cafés donde beber y comer barato y conocer a otros artistas. Jacques aparecía poco, siempre andaba con sus putas.

    Malibú se prendó de mí pero le dije que estaba harto de las mujeres que mentían, aunque no era cierto. Adoraba a las mujeres mentirosas. Las que me hacían sufrir. Todo ello me hacía escribir mejor. Necesitaba el dolor. Mi dolor era mi palabra. Y Malibú comprendía. Nunca me cobraba. Dejaba que la explorara. De ella me gustaba la expresión de su mirada. Porque nunca sabías lo que pensaba. Jamás. Yo intuía a través de la mirada. Pero ella poseía el poder de la duda, de la contradicción, de no penetrar en su coraza. Sus ojos no eran cortinas, eran serpientes. Eran medusas. Sólo su sexo hablaba. De vez en cuando me invitaba a beber o a comer. Jacques lo sabía y lo permitía. Tal vez me respetase.

    Comencé a escribir París en el Sena al poco de llegar. La librera Julia Bach ayudaba a escritores como yo. Solíamos charlar de vez en cuando. Ante su pregunta de por qué vine le respondí que mi país me saturaba, que era un país de mentes puritanas. Pero había algo más. Ese algo que todos ocultamos. Y aquí lo encontré, en un lugar de mestizaje donde nos juntamos artistas de todos los países, de todos los continentes. Lenguas e ideas. No era una parodia. Era un subsistir, una metafísica, una realidad que nos conducía a visitar epitafios de poetas antiguos.

    Una noche se produjo un gran tumulto en casa de Jacques. Demetrius llegó borracho con dos jóvenes. Pretendía que se quedasen a cenar y Jacques no lo consintió. Hubo una gran trifulca y Alisette llamó a la policía. Cuando se presentaron todo se hallaba desparramado por el suelo. Nos detuvieron a todos y pasamos esa noche en comisaría. A mí me soltaron a la mañana siguiente, tras soltar declaración. Una noche sobre un tablón. Olor a orines y el ronquido de un mendigo.

    Cuando la novela estuvo lista se la llevé a Julia. Tras la lectura me sugirió algunos cambios y se comprometió a publicarla. Era un principio. Pero podía suponer un fin. Para entonces mi nombre ya figuraba en revistas y algún ensayo levantó cierta polémica. Aunque no era nadie conseguí en poco tiempo mucho más que en mi país. Y el fantasma de Betty se había evaporado. Si bien de vez en cuando aparecía flotando en las aguas del río, como un muerto o un tronco.

    Para celebrarlo me fui a ver a Malibú. Con su vestido rojo y su figura espigada. Un hombre la cortejaba pero al distinguirme lo despachó. Y me acerqué. Sus ojos no me dijeron nada. Alegría, ilusión. Nada. Una campana que suena y no escuchas. Subimos a su cuarto. Se desvistió lentamente. Se lavó y quiso lavarme. Si te van a publicar lo conseguirás, me dijo. Nunca se consigue, le respondí. ¿Acaso no crees que podemos elegir?

    Anochecía ya cuando salí. No me apetecía volver a casa de Jacques y cenar la siempre igual comida de Alisette. Decidí pasar la noche paseando. Perderme por las calles. Que me asaltasen, que me robasen. ¿No podía elegir? No tenía amor, no tenía dinero, acaso no tuviese fe. Pero tenía la esperanza de que algo acontecería, de que algo iba a suceder. Alcé la mirada y allí estaba la luna. Se podía distinguir, a pesar de todo. Si éramos capaces de contemplar aquello podíamos ser capaces de admitirlo todo. Una noche por delante. ¿Y si fuese la última? Era necesario aprovecharla. Sin duda alguna.

 

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