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Alberto Santamaría |
Hombre y tarta |
Qué diablos hacía un hombre en una tarta sino ser él mismo esa tarta. Allí dentro, sin espacio y sin tiempo. Qué hacía, sino esperar el grito, la sorpresa: tomad, aquí está mi cuerpo. Qué hacía, sino comenzar siempre de nuevo. |
“porque media un tiempo distinto entre lo hermoso y lo normal” Andy Warhol El gran lanzador de dardos encoge su brazo derecho, a la altura del oído las plumillas del dardo aletean cerca de su piel. Un susurro breve. Le gusta. Ya conoce esa sensación. Reconoce en ella la primera caricia de Tajta al amanecer sobre las sábanas, el beso antes del pan y la naranja. Por su cabeza pasa el rumor de las voces, el estaño envejecido de las vigas, alguna palabra suelta, envenenada en un idioma que desconoce. Lejano, un olor familiar desciende hasta sus límites. Es precisa su colocación, tal como le enseñó su maestro Schönen en la lejana Baviera. _Todo el mundo espera grandes cosas de su gesto_ Ligeramente el pie izquierdo adelantado, los ojos afilados, alerta sobre el difuminado círculo rojo. Achina sus párpados, enflaquece su sentido del caos durante un instante, casi puede tocar con el iris el paisaje desigual de la diana. La puntería es una forma del orden y del tiempo _dice alguien en el diario deportivo_ pero yo me quedo con la forma a secas, con la suave posición de sus pies. Con el dardo atrapado así entre pulgar, índice y corazón, un instante antes de ser orden y tiempo, es casi una forma simbólica _diría Cassirer_. Su disposición en el espacio bien puede pasar a la historia. Es simétrica su elegancia y su fuerza. Sobre su traje blanco y raso luce esbelto la dureza ocre de sus pecados. Es una forma arcaica y francesa de contemplar un mirlo antes de su vuelo. (Qué pena que no esté Sara para hacer una fotografía _alguien piensa junto al dardo_). Que no lance, que sea así para siempre _pide otro ante esta sensual pureza de las formas. Sin embargo, poco importarán las voces ya, y el lejano sabor a Tajta, ante la inminente figura _mediocre y vulgar_ del hombre que observa la punzada inútil del acero sobre el corcho. Nada importa ese hombre que mira una vez que lanza. Es uno más que espera junto a la diana. Sin estilo no hay lugares _reza un slogan_, no hay formas, ni poemas ni mundos. Sin estilo no hay mitología. Y él sabía ya _se lo había dicho su maestro Schönen_ que todo cambio de estilo es un cambio de rostro. Recuerda entonces a Wallace: “que sea _al fin_ el triunfo de la apariencia”. (coda) _No lo he dicho, pero en su mano izquierda, inmóvil permanecía una copa fina y alta de vino_. Después de lanzar a nadie le interesa ya la perfección de su estilo. Pero ¿qué vino bebe el hombre de los dardos? (De El hombre que salió de la tarta) |
Nos hemos sentado en la única mesa libre del restaurante, y sin embargo sigo imaginando que todo esto no es más que otra pegajosa forma de eso que llamamos realidad, con sus letras grandes y naranjas, con su disciplinado sentido del amor y la costumbre, con sus batas y sus quitanieves, con su música de erizo, con sus etiquetas patrióticas sobre las latas de albóndigas. Pronto vendrá el camarero. Es difícil volver a lo que ya conocíamos pero demasiado fácil acostumbrarse a ello. Era la época en la que vivías en un séptimo piso cuando tu vecina, una vieja gorda con aliento a algas podridas, se lanzó por la ventana dejando una estela gris de paloma en el aire. Durante días tuve en la cabeza el sonido gaseoso de su cuerpo al chocar contra el suelo. Me despertaba en mitad de la noche con ese sonido seco y doloroso como una botella de champán barato al ser abierta. Era una serpiente que volvía, regresaba, se enroscaba sin principio ni fin. Y se repetía una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez en medio del océano donde me encontraste. —¿Quién probará el vino esta noche, señores?
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La peluca de las cosas. Lo ignorado Pero lo ignorado también existe en sus pequeños actos. Se trata de no volver con las manos vacías, por eso traemos vino y algo de queso para la cena; miramos el rastrillo que junto a la puerta tienta nuestros dedos, la barba del cartero que se espesa casi blanca a la altura de la barbilla; medimos nuestra distancia hasta el cubo lleno de leche sobre el que un hongo de humo asciende —niebla que atrae al alto hocico del invierno—. Nos llevamos el vaso a la boca que luego volveremos a colocar sobre la mesa con la marca lechosa del sorbo en su filo. Es algo más que la aparente variación de un músculo. En los márgenes siempre hay vida, como ves. ¿Quién guardará entonces nuestro secreto ahora que hemos perdido los billetes de vuelta? Nada en este lugar nos es familiar. Ni la luz que exagera sus límites, ni el timbre metálico del carnicero que afila sus cuchillos alejado ya de su presa. Nada. (No te preocupes, estás a salvo, la ola de secuestros no te afectará a ti que comercias con pequeñas lagartijas de cobre. Pero ¿quién es toda esta gente que respira dentro de un enorme signo de interrogación?) —Oye, preguntas mientras descifras el número exacto de tu asiento, ¿sabríamos vivir en una ciudad tan común como esta? (de Pequeños círculos) |