Alejandro Céspedes

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A veces me hago cargo

Quisiera no ser yo

Recuerdo a James Dean

Inmutable y sosegado amor

Supe a los doce años

Te hará feliz o te devolvemos tu dinero

A veces me hago cargo

Para saber de ti me asomo a un pozo.

Me sujeto al brocal.

Grito mi nombre.

Despiertas, en el fondo,

tus pupilas de agua

flotan entre la umbría del silencio,

se mecen en lo oscuro,

me miran,

ven el cielo.

Para saber de ti grito mi nombre

y es circular, concéntricas

las sílabas resbalan

para llegar a ti,

y al rozar suavemente

tu intáctil superficie

extiendes sobre el agua

las ondas de la huida.

¿Por qué siempre te ocultas

cuando me asomo a ti?

Vuelve mi voz volando junto al eco

y hay en ella un vacío

que aísla cada letra de mi nombre.

Qué insalvable distancia se introduce

entre la vida y yo.

En la hondura del tiempo no hay un cambio.

Observo nuestra vida. Es este hueco

que media entre los dos y el tiempo ahonda.

Esto que te preserva

y me separa más

en cada diaria muerte

me obliga a seguir siendo mi otro mismo.

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Quisiera no ser yo.

Burlar a este traidor

que está dentro de mí.

Y está venciendo.

En todo cuanto hago no hay sentido.

Lo sé.

En cada nuevo intento

una y otra vez más envaso sombras.

Después,

mundo vacío,

cuerpos que se arremeten

como armaduras huecas

y empitonan los sueños

como si nunca hubiesen sido suyos.

No ser, o ser la hoja

que recoge en su cuenco

un puñado de sol.

Transparente.

Liviano.

Ser el calor.

La llama.

El leño que arde.

La rama que al morir dio vida al leño.

El árbol.

Ser la raíz que escapa hacia la tierra.

Nunca el hombre.

Ser muy lejos de él y sus pisadas

una hoja que huye sin girar la cabeza

y se pierde en un bosque

donde habrá de ser humus.

Donde habrá de cumplir al fin su sueño.

(Del libro Sobre andamios de humo)

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Recuerdo a James Dean
porque un adolescente en una calle
repetía incansable que era niña,
que era amante, ramera,
y que coleccionaba besos nuevos.

¿Qué sabe, niño mío, tu amor condescendiente
del urgente deseo que en los retretes arde,
del escondido enjambre del insomnio,
de la masturbación de un ansia inaplacable?
Como cisnes sonámbulos del miedo
los versos fantasmales
recitados por James se decapitan
y el niño continúa
haciendo sus apuestas
para acabar perdiendo la cordura.
Enrojece sus labios,
sus mejillas,
acibara las cuencas de sus ojos.
Él mismo es su metáfora,
premonitorio estado
de lo que ha de llegar aunque él lo ignore,
pues niños más hermosos
hace tiempo que juegan con barajas marcadas.
Se aman porque odian
el sepulcro de los desasosiegos
o esperan encontrar a James Dean
ultrajando despojos en un parque cualquiera
o en el reflejo de un escaparate.

El amor te enmohece.
Revientas las miradas de otros adolescentes
y el cristalino limpio de tus ojos
se hace añicos de luz contra la acera.
No sabes que la noche,
alzada en sus tacones
de altísimo travesti,
considera imprudente
violarse en los espejos.

El frío se acurruca
en andenes de metro
donde una niña,
o casi,
se desnuda
para volar su miedo de cometa.

 

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Inmutable y sosegado amor,
quise hacerte corpóreo
y coser cascabeles a tu cuerpo menudo
para que al transitar por mi memoria
nunca pudieses ser imprevisible.

Yo,
que era la trastienda de tus ojos,
repintaba los cielos
del cuadro en que vivías
para hacer menos grises
las sombras de mis párpados.

Amor no traspasado ni en los sueños más sórdidos,
ni entre las vías muertas de los ferrocarriles,
ni en los acres retretes
donde aturde el redoble de las palpitaciones.
Tan virgen, tan estéril,
amor,
después de haber estado
tan al borde del miedo,
de la marea que arrastra
al epicentro mismo de la noche.
Y todo porque quise creerte de otra forma.
Porque conocía sólo aquella quietud tuya
que, frente a la pantalla,
detenía el tic tac de los relojes.

Y tú, yo no sabía,
te entregabas a cuerpos prohibidos
en los parques nocturnos
donde cumplen los sueños su destierro.
Pero si tú pudieras…
tal vez… no sé… en agosto,
adentrarte en el blanco
paisaje de mis lienzos
para que te pintase
al sol,
amor pacífico,
al sol,
inmutable, corpóreo, previsible.

(James Dean, Amor que me prohíbes)

 

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    Supe a los doce años que aquel coche tan grande era un Seat — y con dos apellidos que son Mil Cuatrocientos.

    Verde, como el agua estancada. Y fuimos a estrenarlo.
    Hasta esa edad recuerdo pocas cosas pues la memoria era un territorio inexplorado, oculto, sólo útil para que en él pastasen mis secretos.
    Eran mis doce años.
    Me enseñó cómo huelen los coches cuando nacen.
    —Hay que estar muy atenta porque este instante es único y no se olvida nunca. Este olor primigenio sólo escapa el día que su dueño abre sus puertas por primera vez. Sólo una vez. Y sólo al primer dueño.
    Y era cierto. Nunca más lo olvidé. Porque un poco más tarde y también para siempre habría de recordar el clic metálico que hace que se desmayen los respaldos. La frialdad del plástico de las tapicerías pegadas a mi espalda. El olor del tabaco en mi saliva. El apretón caliente de unos brazos. El peso de otro cuerpo. La liviandad del mío.
    Supe el tacto del semen, como la goma arábiga, y su olor, a lejía.

    En casa me esperaba otro regalo. La postura correcta para usar el bidé. Me enseñó a hacerlo y me quedó la impronta de aquel agua caliente corriendo por el cauce de mis muslos al tiempo que mis ojos se perdían en un paisaje azul de baldosines.
    Allí, quieta, escuchando el revuelo de aquel agua mientras era engullida, mientras el sumidero succionaba mis lágrimas, aprendí a recordar.
    Aprendí a recordar con las piernas abiertas mientras contaba doce azulejos en el alicatado. Doce anillas sujetaban la cortina en la ducha. Doce veces el cuco abrió su puerta abajo, en la salita. Doce veces cantó mis doce años. Doce años cumplí sentada en un desagüe.
    Ese fue mi regalo, recordar. Recordar cómo huelen los cuerpos cuando se abren en ese instante único. Recordar ese olor primigenio que se escapa el día que su dueño abre la puerta por primera vez. Sólo una vez. Y sólo al primer dueño.

(Los círculos concéntricos))

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Te hará feliz o te devolvemos tu dinero

     Fran le pide dinero a su padre para salir.

       En el recreo fuma con Martin dos petas para celebrar su cumpleaños.
       Se dan de hostias con tres colegas por una chorrada que dijeron a cuento de la edad.
       Los compañeros los animan. Lo graban con el móvil. Ganan ellos.
       Pasan de las últimas dos clases y continúan la fiesta en los billares. En los televisores de la sala de juegos están pasando el anuncio de un coche.
       Fran invierte las monedas de su padre y las duplica en una tragaperras.
       _ Un día de puta madre.
       Compran en un chino una botella de Cacique, unas coca-colas, una navaja.

       Mientras beben en el parking de una gran superficie ven un coche igual que el del anuncio. - Martin, ¿nos hacemos felices?
       Fran y Martin. Felices.
       Abren el coche con la navaja nueva.
       La ciudad se abre de piernas ante ellos.
       No necesitan saber nada más. Hay un mundo perfecto y puede construirse a su medida. Cuando todo alrededor es tan espléndido sólo puede ser designado con nombres muy pequeños, y su vocabulario también está pensado a su medida: coche, música, petas, priva, pasta en el bolsillo.
       El sol, que tampoco distingue lo diverso, rebota en el contorno de su coche. Sobre el lado contrario de la carretera ven su sombra pero no saben que es todas las sombras.
       Fran y Martin. Felices.
       Siguen acelerando.
       Las ventanillas, aun después de que han sido cerradas conservan la memoria de su hueco. Ven su mundo correr por esos ojos y tienen la certeza incuestionable de que ellos son el mundo. Quieren salvarse solos y son igual que brasas sacadas de una hoguera.
       A partir de este instante, Fran y Martin ya no sabrán qué ocurre. Algunos lo veremos. Los informativos de las 15 h empezarán con la noticia desde la puerta del instituto. Harán una entrevista a varios compañeros.

       Las imágenes son de una carretera que discurre por un paisaje idílico. Al fondo de un barranco hay un rastrillo de cosas esparcidas, expuestas a la intemperie de los ojos de una bandada de cuervos.
       El árbol ya es ceniza de un fuego consumido.
       Esta noche habrá viento.
       Lo revolverá todo.
       La madre de Fran no quiso verlo. Ha dicho que, para ella, el mundo a partir de hoy será como vivir dentro de un cuadro en el que siempre llueve. Fue el padre el encargado de recoger las pertenencias. Una navaja, un teléfono móvil, la mochila con los libros de clase, un pantalón con un bolsillo lleno de dinero.

       Aprieta las monedas para poder pensar que está tocándolo. Las guarda en una caja como recuerdo de lo último que tuvieron los dos entre las manos.
       Nunca sabrá que no son las mismas.
       Después de las noticias vuelven a pasar por la tele el mismo anuncio.

                          (Flores en la cuneta)


 

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