ALEJANDRO SAWA

ÍNDICE

ILUMINACIONES EN LA SOMBRA

(fragmentos)

 

1901 -1 de enero

De mi iconografía

Día 4

De mi iconografía

De mi iconografía

Carnesolendas

De mi iconografía

21 de octubre

 

19011 de enero.

 

      Quizá sea ya tarde para lo que me propongo: quiero dar la batalla a la vida.

      Como todos los desastres de mi existencia me parecen originados por una falta de orientación y por un colapso constante de la voluntad, quiero rectificar ambas desgracias para tener mi puesto al sol como los demás hombres... Quizá lo segundo sea más fácil de remediar que lo primero: hay indiscutiblemente una higiene, como hay también una terapéutica para la voluntad; se curan los desmayos del querer y se aumentan las dimensiones de la voluntad como se acrecen las proporciones del músculo, con el ejercicio, por medio de una trabazón de ejercicios razonados y armónicos. Pero para orientarse... Porque, en primer término, ¿dónde está mi Oriente?

      Me he levantado temprano para reaccionar contra la costumbre española de comenzar a vivir tarde, y me he puesto a escribir estas hojas de mi dietario

      Lo mismo me propongo hacer todos los días; luego repartiré mis jornadas en zonas de acción paralelas, aunque hetereogéneas; y digo que paralelas, porque todas han de estar influidas por el mismo pensamiento que me llena por completo: la formación de mi personalidad.

      Tengo edad de hombre, y al mirarme por dentro sin otra intención de análisis que la que pueda dar de sí la simple inspección ocular, me hallo, si no deforme, deformado; tal como una vaga larva humana. Y yo quiero que en lo sucesivo mi vida arda y se consuma en una acción moral, en una acción intelectual y en una acción física incesantes: ser bueno, ser inteligente y ser fuerte. ¿Vivir? Todos viven. ¿Vivir animado y erguido por una conciencia que sólo en el bien halle su punto de origen y su estación de llegada? A esa magnificencia osadamente aspiro. Que Dios me ayude.

      ¡Triste día el primero del año! Gris en toda su existencia, lloroso, haciendo de la tierra un barrizal y de los hombres, vistos a través de las injurias del cielo, como espectros soliviantados por intereses indecibles!

      ¡Y feos!... Jetas, panzas, ancas, y por dentro, en vez de almas, paquetes de intestinos y de vísceras inferiores. He vivido ayer doce horas en la calle, en plenas tinieblas a las doce del día, lleno de barro y casi obseso por el terrible miserere verliano

Il pleure dans mon coeur
comme il pleut sur la ville,

sin haber acertado a vislumbar una sola cara completamente humana, facies hominis. ¿Serán más claros para los efectos de la psicología los días de lluvia que los de sol?

      ¡Qué espanto si la conseja del vulgo fuera cierta, si los trescientos sesenta y cinco días restantes tuvieran que ser iguales, como vaciados en el mismo molde, al día primero del año! ¡Trescientos sesenta y cuatro días sin sol y sin dignidad! ¡Trescientos sesenta y cuatro días sobre el fango y entre hombres!

      Y hoy, otro día más, lluvioso como el de ayer, con su amenaza de seguir buscando lo que ayer no encontré, lo que hoy, quizás, no alcanzaré tampoco. Y mañana... y después de mañana... y siempre, siempre...

      La lepra atrae; la salud rechaza

      Un leproso encontrará siempre otro que se le una. Lo propio del hombre sano es la soledad

      Sobre la mesa en que escribo y frente a mí tengo el reloj, del que no he de tardar en separarme. Marca en este momento las diez y cuarto, y apenas haya recorrido dos cifras más la manecilla que señala las horas, ya no será mío sino nominalmente.

¡Mi buen camarada! ¡Cómo preferiría, siendo propietario de manadas humanas, vender un hombre a desprenderme de mi reloj, aun siendo temporalmente!

      ¡Mi buen camarada, mi buen maestro!

      No caben en mil cuartillas lo que me ha enseñado, ni yo podría en diez años de palabrear decir cuánto su sociedad me reconforta. Lo amo por su forma deliciosamente curva (senos de mujer, lineamientos altivos de caderas, magnífica ondulación del vientre); por su color de gloria y de opulencia; por su esfera blanca que encierra la eternidad en doce números; por la fijeza, que aturde, de sus opiniones, y por lo invariable de su ritmo sagrado. Lo amo también porque su corazón inconmovible, es superior al mío y me sirve de ejemplo.

      Nos separaremos, pues. Él dejará de latir algún tiempo; yo habré, aunque me rechinen los dientes, de continuar oyendo, a falta de otro, el tic-tac siniestro de la péndula de Baudelaire: «Es la hora de embriagarse; embriagaos a cualquier hora, en cualquiera sazón, no importa en qué sitio ni en qué momento, para resistir el peso de la vida; embriagaos, embriagaos sin tregua, de vino, de amor o de virtud; pero cuidad de permanecer siempre ebrios.»

¡A la calle, a la batalla, a luchar con fantasmas! Pero son calles en que al andar se pisan corazones, y son fantasmas que ocultan bajo sus túnicas de niebla puñales y amuletos contra la dicha humana.

 

DE  MI  ICONOGRAFÍA

      En el prefacio monumental, jaspe y oro, que sirve de pórtico a esa rara pagoda de las letras levantada por Carlos Baudelaire con el nombre de Fleurs du mal, Gautier, el divino Théo, nos ofrece un medallón del poeta, digno de los más impecables artistas del Renacimiento. Era en los días venturosos de aquel hotel Pimodan, que significa en el mundo del arte una acrópolis dentro del Acrópolis, lo que los vasos sagrados dentro del Tabernáculo, la perla en su concha, Apolo en el Olimpo, la Poesía, alma y vida, Mater admirabilis, Turris eburnea, en París.

      Baudelaire apareció allí como un triple Dios de belleza, de juventud y de gracia... Era apenas mozo, y se ostentaba ya resplandeciente con los fulgores plateados de la Leyenda y los rayos áureos de la Historia. Llegaba a París de muy allá..., de la India, de países extraños y lejanos, donde, mejor que sufrir, había gozado un destierro impuesto por la severidad paterna, y traía bajo el cráneo soles de Asia y un gran montón de cosas del Misterio.

      Eran de ayer y de hoy. De ayer, por su parentesco moral con la Esfinge; de hoy, por su percepción taladrante de la vida. Como Napoleón en Dresde, pudo Baudelaire presidir, en el famoso hotel de la isla de San Luis, una Asamblea de Soberanos; aquéllos se llamaban Fulano de Rusia, Zutano de  Prusia, Merengano de Austria, éstos se llaman Teófilo Gautier, Enrique Heine, Honorato de Balzac, Banville....

      Fueron ésos sus días luminosos. Dios quiere que, hasta los más miserables, los tengan. Luego, el augusto ideal, todo alas, se tornó para Baudelaire en algo tan irónico, pero tan miserablemente irónico, como un león devorado de miseria... Dejó de realizar la frase de Taine «muchos artistas modernos se parecen a los grandes déspotas romanos», para confirmar con el testimonio de su carne desgarrada por las zarzas del camino, el sañudo apotegma de Schopenhauer: «Toda superioridad de espíritu tiene la propiedad de aislar; se la huye, se la odia y se invoca como pretexto que el que la posee está lleno de defectos.» La desmemoranza de los otros comenzó a apoderarse del nombre de Baudelaire con la tozuda seguridad de un acrecer canceroso. Y a su muerte, una veintena de amigos siguieron al cadáver, y un centenar de líneas repartidas entre todos los periódicos bastaron para anunciar a los navegantes la extinción de uno de los faros más refulgentes de la tierra.

      Bien pudo decir el infortunado: «¡Tengo tan escaso gusto por el mundo de los vivos que, semejante a esas mujeres sentimentales y desocupadas, de quienes se dice que envían por el correo sus confidencias a amigas imaginarias, de buena gana escribiría yo sólo para los muertos!»

      La vida de Baudelaire, en Bélgica especialmente, supera en horror a todo lo imaginable. En su larga agonía de atáxico la afasia le consintió no olvidar el nombre de sus atormentadores. ¿Sabéis cómo se llamaban? ¡Oh, eran legión! Se llaman Bélgica... «Ah, la Belgique; ah, l'enfer!», se lamentaba el mísero entre hipos de supliciado... Sin embargo, ya casi en las postrimerías de su vida, halló en Bruselas lo que no había encontrado en París; un editor y un amigo, Poulet Malassis, el mismo a quien Baudelaire decía en carta que yo he tenido en mis manos y ante mi vista: «No he respondido antes a vuestras generosas líneas por carecer de medios con que franquear mi carta...»

      Se le ha llamado demoníaco; pero el luciferismo de Baudelaire, como tantos otros estados mórbidos del alma moderna, como el masoquismo de Wagner, y el skooptzismo de Tolstoi y el sadismo de Nietzsche, bien pueden tener por óvulo y por justificación la admirable frase de este último: «Lo mismo pasa al hombre que al árbol: cuanto más quiere subir a las alturas y a la luz, más vigorosamente  tiende sus raíces hacia la tierra, hacia abajo, hacia lo oscuro, hacia el mal...»

      Realmente Baudelaire fue un desdichado superior que trató de ocultar muchas veces el rictus facial de sus dolores con la máscara de Momo. Y al honrar la memoria del hombre, según Víctor Hugo, había creado un estremecimiento nuevo en el arte, París habrá dejado perennemente dibujado en el horizonte nordial de los pueblos un rasgo luminoso de justicia, y el alma triste de Baudelaire habrá, por fin, después de los breves días de sol del hotel Pimodan, después de los lívidos crepúsculos de París y de Bruselas, conocido las poderosamente balsámicas caricias de la gloria.

 

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Día 4

            Ayer ocurrió en Madrid un hecho cuyas proporciones exactas pueden ser contenidas en estas líneas: Fulana de Tal tenía un novio que la abandonó. Y la mujer lo amaba. Inútiles fueron cuantas inquisiciones produjo para averiguar su paradero. Es indudable que encendió velas al pie de los altares, que ofreció ex votos a todos los iconos de la ilusión, que se ensangrentó las rodillas arrastrándolas sobre las losas de los templos, que invocó a esas fuerzas tutelares de la vida que con tanta esplendidez regalan promesas a los desesperados y a los candorosos; pero inútilmente.

       Y cuando estaba a punto de cruzarse de brazos sobre el pecho y a dejarse llevar y traer por las olas del antojo, el azar, fecunda matriz de cuantas causas ignoramos en la vida, la hizo toparse con otra Fulana, gitana de raza, ladrona y, a las veces, quiromántica de profesión, quien le ofreció  averiguar el paradero del fugitivo y darle medios para hacerse de nuevo amar por él —¡la tierra, el sol, el mar y las estrellas!— mediante el estipendio de unas cuantas monedas indefinidas

      Ciento ochenta y cinco piezas de a peseta marcaron el numerario total de la enamorada y la agonía de sus esperanzas. Hecha pública esta historia por los periódicos, pocos advirtieron que esta vulgar gacetilla es un drama enorme cuyo personaje principal es la inmutable alma humana —y que esa mujer cualquiera se llama Mujer—, y que los polizontes y curiales (la amante había llamado también en su auxilio a la justicia humana) que intervinieron en el prosaico suceso judicial revolvieron, sin notarlo, más pedrería que si hubieran hundido los brazos en los tesoros mágicos de un gnomo

       Es una malaventurada historia de amor lo que contienen esas hojas de papel de oficio; y, al estampar el potentísimo vocablo, se levantan en mi memoria, con arrogancias conquistadoras, toda una legión de frases, más vivas todavía que la mano ardiente que ahora mismo escribe estas líneas: desde la convulsión rimada de la carmelita de Ávila

Ya toda me entregué y di,

y de tal modo me he dado,

que mi amado es para mí

y yo soy para mi amado,

hasta el decir, sombrío como un epitafio, de esa alma de ermitaño que fue Proudhon: «La mujer es la desolación del justo»

       No señalo ninguna novedad diciendo que se puede ser conciso en un volumen y prolijo en una línea. Sin apretar mucho la escritura podría intentarse la descripción de todo un continente en una tan ligera agrupación de renglones que la vista los abarcara al primer apremio.

       Del amor, no.

       Isócronamente, monótonamente, los hombres, desde el más confuso alborear de las edades, balbucean las letras iniciales del amor, sin llegar a formar con ellas un alfabeto racional nunca. ¿Es placer o tormento, vida o muerte? ¿Acaso los dos términos a la vez?

       En todas las encrucijadas del Misterio hay ángeles de misericordia, con el índice posado sobre los labios, en actitud de imponer silencio

       Pero ¿qué vale la definición de una cosa junto a la posesión de la cosa misma? Que le hubieran dicho al casi Dios de Urbino que la Fornarina no era más que un vasto sexo carnal que se le corría desde los pies a la cabeza: ¡qué gesto, entonces, qué rugido de león!

      Que se le glose la frase de Nietzsche «¿Vas con mujeres? No olvides el látigo» al primer gañán de quien se sepa que se le demuda el rostro cuando se le mienta, sencillamente, el nombre de cierta mozuela de su lugar, y tendría que oír el insólito comentario... Que se le diga a un enamorado cualquiera la doliente frase de Flaubert, que en el idioma en que fue escrita tiene casi las inarticulaciones de un sollozo: «Dices, niña, que me vas a querer toda la vida. ¡Toda la vida! ¡Qué presunción en una boca humana!», y el enamorado nos miraría con los ojos espantados de un creyente que viera  desgarrarse de pronto el misterio azul del cielo y aparecer tras él el triste estigma de todas las miserias humanas: ¡Nihil!

      No, el amor no admite definiciones ni leyes. Es uno e infinito, y alado; viaja de polo a polo, siempre igual y siempre diferente. Heine lo grabó así en el portentoso lied de la palmera africana enamorada del pino del norte. Más complicada, aunque menos artista, el alma de Renán dijo esta frase que restará perdurablemente de pie con el sosiego de una montaña: «El amor es una voz lejana de un mundo que quiere existir.»

       Por eso danza eternamente al compás de tantos ritmos, sagrado algunas veces, profano las más, en todas las latitudes de la tierra. Y algunos lo ven bajo las apariencias de un juglar que baila con un puñal clavado en las entrañas.

 

 

DE MI ICONOGRAFÍA

      Mucho se habla en estos días de la conversión de Nicomedes Nikoff al catolicismo y de su entrada en un convento.   Vesánico el hecho para unos, rotulado de traición por otros, no faltó tampoco quien creyera en la absoluta sinceridad de aquel estupendo movimiento de alma.

      La verdad es que Nicomedes Nikoff, si bien merecía el dictado de loco, porque era un ser totalmente generoso, no es, porque no, ni un tránsfuga ni un «convertido».

       Su historia es curiosa, fuerte y bella, como una esfinge tallada al sol por un escultor de genio. Y si yo consigo restablecerla desde estas páginas de sinceridad, poniéndola de pie y en su justa perspectiva, seré momentáneamente feliz, como un hombre que no ha perdido su tiempo durante un par de horas de trabajo.

       No hace al caso su infancia.

       Si en términos absolutos el óvulo encierra al niño, no siempre éste contiene al hombre. Digo que Nicomedes Nikoff era a los veinte años un ejemplar humano de esos que Grecia coronaba de flores. Las mujeres por la calle, como ladronas ante una instalación de joyas, lo miraban con ojos de codicia, y la reina de Sabba, es seguro, lo había visitado en sus sueños de hace cuatro mil años...

       Era el elegido. Tenía su perfil un dibujo de blasón heroico, y aunque aseguran en Kiew que estuvo a punto de casarse por amor con una prima suya, yo creo que nunca estuvo prendado sino del ideal. ¿Que cuál? El que sirve de Oriente a todos los buenos: canalizar el bien por el haz de la tierra

       Llevó alma y cuerpo a las contiendas por la dignidad en Rusia, y al salir de la Universidad de Kiew con el título de doctor en ciencias, aprendió el oficio de cajista para poder componer por sí mismo las proclamas revolucionarias que, como insistentes toques de rebato, hizo sonar durante algún tiempo por todas las ergástulas en que yace amodorrado el espíritu nacional de su país

       Y después de haber sentido sobre los lomos las mordeduras del knout en la fortaleza de San Pedro y San Pablo y las injurias de todo, hombres y cosas, en las soledades blancas y fúnebres de Siberia, se presentó en París, la añosa casa solariega del derecho, una hermosa mañana primaveral, receloso y huraño como una bestia perseguida, radiante también como el embajador feliz y milagroso de una apartadísima región de ensueños.

       Creía en todas las utopías.

       Derecho al pan, derecho a la dignidad y al espacio, derecho a la vida, como él expresaba en una síntesis que era semejante a un haz de rayos.

       Llamaba a lo pasado «lo muerto», y no creía en la leyenda alemana de que los muertos vuelven.

       Había reducido la humanidad a cifras, y contaba así: César, Atila o Napoleón, igual a menos uno; Platón, Shakespeare o Laplace, igual a más uno. Tenía alas para volar por lo absoluto y anillos para arrastrarse por lo liviano.

       Boreal su alma, alternaban en ella los períodos de claridad con los de sombra; pero cuando esto último ocurría se nos iba, desaparecía, se hundía en el otro lado de la vida para reaparecer después entre nosotros nimbado con los faustos de un amanecer divino.

       Yo lo miraba y lo admiraba como un bello espectáculo de la Naturaleza, como un hermoso amanecer, como una montaña ingente, como un lago hialino, como un mar montuoso.

       Evocaba al verlo el recuerdo de su madre, de las entrañas que lo habían engendrado, y al materializar la evocación de la madre digo que no era completamente loco batir palmas de admiración a su presencia.

       Como a otros hombres notorios del mañana, lo conocí en casa del senador Dido, un hombre cuya habitación, si bien estaba situada en una calle cualquiera de París, tenía grandes puertas, anchas puertas, siempre de par en par abiertas, que daban de frente al mundo nuevo que lucha por incorporarse y partir.

       Vivíamos Nicomedes Nikoff y yo en barrios opuestos. Se empeñó, sin embargo, en acompañarme hasta mi casa una noche, cuyo recuerdo material perdura, después de quince años fenecidos, de pie en mi memoria. Y voy a dejar estampado aquí, como un fiel testigo, cuanto recuerdo de la noche aquella...

       La velada en casa de nuestro huésped había transcurrido melancólica. Nicomedes Nikoff no nos había hecho sentir, como otras veces, su fuerte batir de alas; era como un águila herida... y por la calle, durante el largo viaje a pie hasta mi casa, me narró las causas de su tristeza, sin inflexiones en la voz, lentamente, monótonamente, como quien susurra un monólogo. Los chispazos de una gema que ornaba uno de sus dedos iluminaban de vez en cuando el isocronismo lento y perezoso de su gesto.

       —¿Para qué seguir, para qué insistir? —me dijo—. Esto se va, todo se va, y sólo quedará de pie como una afirmación insolente la eterna negación humana... La fórmula del progreso no es la línea recta, sino la elipse, o mejor, la parábola. De tiempo inmemorial cada generación produce media docena de hombres, mensajeros del Ideal, que perecen en análogas crucifixiones a las que simboliza el madero en que hace mil años enclavaron los hombres de la ley en el Gólgota al Cristo. Vivir es un castigo; la tierra, un ancho predio infernal. Hay que pensar en elegir bien su celda...

       Yo lo miraba casi sin comprender. Aquel hombre de fe me hablaba en una lengua que no era la suya. Tan recia transformación sólo podía explicármela por un grave terremoto moral de sus entrañas. Quizás el amor hubiera pasado por allí, dejando escombros donde hubo antes altaneras manifestaciones de fuerza. Pero tenía yo reparado que la palabra «mujer» estaba proscrita de sus labios. Hube de pensar en otros maleficios...

       En el silencio de la noche un perro ladró, y por una vaga relación de ideas creí oír el canto del gallo que hizo perjurar inmortalmente al apóstol Pedro

       —El eje ideal de este planeta —prosiguió— está torcido, y nosotros malditos. La felicidad es cosa tan lejana como la estrella Sirio, que ahí resplandece sin calentar. Todas las literaturas de todas las latitudes y de todas las edades de la tierra expresan un gran sollozo perdurable. Un mago de la antigüedad griega llegó a decir que el sabio persigue la ausencia del dolor, y no el placer. ¡El placer! Tostados en verano y ateridos en invierno, sin fe en lo de arriba ni consuelo en lo de abajo: ¿adónde volver la vista desolada?

       Y como un lamentable ritornelo...

       —Hay que pensar en elegir bien su celda...

       Comenzaba a alborear. Palidecían hasta extinguirse las trémulas luminarias del cielo. Pero la noche, tenaz, continuaba aferrada en nosotros. La voz de negación, lenta, sin inflexiones, me penetraba piel adentro hasta los sesos, como un vapor de fiebre... Me ahogaba...; quise cambiar el rumbo de aquel monólogo asolador; pero habiéndolo notado mi confidente, no por torpeza mía, sino por la acuidad de sensaciones que es propia de los organismos en crisis, se me agarró al cuello con estas palabras, expresivas de una poderosa voluntad de presa.

       —No, no lo suelto a usted. Voy a irme; pero antes quiero dejar establecido por qué desisto... Un hombre ¿no vale más que unas cuantas cuartillas de papel blanco? Pues quiero dejar en usted escrito mi testamento...

       No, no creo yo en la conversión de Nicomedes Nikoff al catolicismo.

       La gente española se apresta a celebrar en 1908 el aniversario de su independencia. ¿Independencia de qué? ¿Independencia de quién?

       Llega en este momento mi hija del colegio. La enseñan a leer.

       La enseñan, cuando haga aplicaciones de esa enseñanza, a ver puntos de interrogación desgarradores por donde quiera que extienda la mirada

       Yo soy un extemporáneo; siempre en mis lecturas de las tristes hojas periódicas de Madrid el presente me parece cosa del pasado o de una vaga realidad de ensueño. Mis contemporáneos son, al estrechar sus manos, fantasmas inciertos de los que no sé sino que se llaman López, Martínez, García... No tengo la psicología de ellos, y frecuentemente me perturban al sentir que no conozco el idioma que hablan; son, sin embargo, mis contemporáneos y mis compañeros.

       Falsamente. Yo no soy de aquí, y mi cronología no se mide en la esfera de los relojes.

       En el teatro Eslava durante el ensayo.

       Bajo la luz difusa del alto tragaluz se agitan silenciosamente en el patio, con movimientos de larvas bien halladas en su elemento, grupos de coristas que forman borrones sombríos en la decoración espectral, aguardando la voz de mando que las llame a escena.

      Aquí nada que recuerde la vida; parece mentira que luzca un sol allá fuera...

      Me asaltan ideas de desastres, de muchedumbres diezmadas, de inanidad y de tedio. En la escena los cómicos canturrean malos versos y prosas rastreras con tonos soñolientos de sacristanes malhumorados. Se masca el aire que se respira; tan pesado es. También se masca el aburrimiento.

       Una figura de mujer viene a sentarse a mi lado en las butacas. Va vestida de negro, con tocas negras, con faldas negras, con guantes negros, con pelo negro, con ojos negros
       —con una sonrisa negra que hiela.

       ¿Será la Muerte?

       Luego, a una voz imperativa que viene del fondo del escenario, la mujer se levanta y se va. Una sombra que esgrime me hace lanzar un grito involuntario. ¡Dios mío, será una guadaña! Pero no hay que temer por esta vez, porque la mujer, al subir a escena, chuchotea un aire musical canalla y hace ademán de levantarse las enaguas. ¡Qué horrores ocultarán sin parecerlo! No, no es S.   M. la Muerte; es S. M. el Tedio.

        El Tedio, que recibe en sus aposentos: un teatro.

       Acabo de conocer a un español bien educado. Dios mío, ¿si será cierta la desaparición total de este pueblo?

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DE MI ICONOGRAFÍA

«Plantez un saule au cimetière.»

De Musset

 

       En estos días rientes de la maga Primavera, todos los enamorados en París, dos a dos —¡oh, inefable y cándido misterio!—, ofrendan a Musset flores y preces, flores de los jardines y preces del corazón, cálidas como epitalamios.

       Murió, en efecto, un día de mayo de hace cincuenta y un años. «Yo soy el poeta de la juventud», decía. «Debo morir en la Primavera.» Y al extinguirse, las musas y las mujeres lloraron como en los días en que, con Pan, se fueron los postreros dioses de la tierra.

       Tengo el modelo ante los ojos de mi deslumbrada memoria: un gran Musset, en los tiempos heroicos de su adolescencia, recostado sobre un diván —yo no puedo concebir de pie y erguido a ese poeta— y envuelto en la túnica de Manfredo; pero no acude a mi imaginación, con la generosidad de otras veces, el sentido lineal y cromático de la figura que me propongo dejar estampada aquí —y eso me desespera, porque Musset es una de las más evidentes figuras de mi museo interior...

       Yo lo veo moralmente con dos rostros, bicéfalo, como un monstruo asiático: la cara plácida e iluminada por un sol de Atenas, de los días buenos, y luego, en los días malos, en los días de niebla y de alcohol, la cara fatal de un maldecido que purgara en la tierra crímenes que, por lo horrendos, no pudieran decirse.

       Hay el Musset adolescente y el Musset de la decadencia: el primero, que fue un creador divino, del que Sainte-Beuve pudo decir: «Nadie, al primer golpe de vista, producía como él la impresión del genio adolescente», vivió sólo diez años: todas sus obras líricas y dramáticas las levantó antes de los veintisiete años; el segundo, que fue un destructor sataníaco, vivió diecisiete. Y a mí se me antoja más interesante el Musset de la derrota que el del triunfo porque siempre he creído a Lucifer más propio de la oda que al ángel bueno que guarda la entrada del Paraíso.

       Con un joven dios ha sido frecuentemente comparado. Y yo añadiría que con un joven dios de las viejas teogonias nordiales. Era un efebo rubio, azul y blanco: en jaspe, oro y mármoles policromos para el basamento debería ser tallada su estatua. Jorge Sand, su inmortal amada, lo conoció, así, en aquel esplendor. Su amor, obra fue de un deslumbramiento. Quedó cegada ante aquel magnífico ejemplar de la gracia cuando se transforma en criatura mortal. Y, herida de muerte, sangró lágrimas toda su vida.

Es curiosa la correspondencia en que la autora de Elle et lui platica con Sainte-Beuve de aquellos sus amores. Hay una carta, la primera de la serie, que alumbra con luz intensa una de las más lóbregas emboscadas del destino, que yo sepa; concluye así: «Después de haberlo meditado, pienso que sería mejor que no conduzcáis a casa a Alfredo de Musset para presentármelo. Es demasiado dandy para mis gustos, y creo que no llegaríamos a entendernos nunca. Más que interés es mera curiosidad lo que me inspira» (marzo de 1833).

       ¿Coquetería, quizás, de hembra que huye por el solo gusto de ser alcanzada?

       Pero el mal azar quiso (¿y por qué no el índice bueno del destino, puesto que a ese momento inicial debemos La noche de Octubre, entre otras composiciones soberanas?) que se encontraran algún tiempo después en una comida de la Revue des Deux Mondes, y al día siguiente Jorge Sand escribe a Sainte-Beuve, su misericordioso confesor, anunciándole sin ambages que es querida de Musset y que puede decirlo así a todo el mundo.

       Estos amores de Musset quemaron y agotaron toda su sensibilidad moral y artística. En la historia de la mayor parte de los hombres el amor es sólo una anécdota; pero aquí es una vida: una vida de pie y entera, una vida en toda su extensión, porque Musset sólo fue hombre y poeta mientras amó; luego el cuitado pudo asistir a los propios funerales de su genio. Un día, las gacetas de París anunciaron que Jorge Sand y Alfredo de Musset habían ido a pasar una temporada en Italia; otro, poco tiempo después, que el poeta se encontraba enfermo y agonizante en Venecia; luego, que Musset había regresado solo y viudo, en plena vida, de la mujer que había asociado a su destino. Y se hizo la noche, desde el momento aquel, en la vida del mísero; una triste y larga noche, sólo alumbrada por las livideces, como espectrales, del alcohol ardiendo en el fondo de las poncheras, las noches en que Baco el velloso recibía triste consagración, como en los días idos de la Grecia agonizante.

       Como en las obras de enredo, el drama de Venecia tuvo más de dos personajes: un doctor Pagello, ante cuya armazón física no se mostró esquiva, a lo que parece, Jorge Sand, representó en él una acción preponderante.

       De Pagello es esta frase monstruosa, que he visto impresa al pie de una carta dirigida a Jorge Sand: «Il nostro amore per Alfredo.»

       Pero Musset, estaba cansado de aquellos amores de fiera desleal: su ilusión había quedado en Venecia tumbada en el fango, con las alas tronchadas.

       Y no consintió ya nunca jamás abrirle las puertas de su corazón, frío y hórrido como una fosa abandonada, a la enamorada pecadora.

       Fue en vano que llamara, que implorara, que rugiera, que amenazara. Musset estaba cansado y desangrado.

Ella le escribió: «No me ames, puesto que dices que no puedes, pero acéptame a tu lado y luego golpéame si quieres; todo lo prefiero a tu indiferencia.» Y, encarándose con Dios mismo, le decía:

       «¡Ah, devolvedme mi amante, y yo me tornaré devota y yo desgastaré con mis rodillas las losas de las iglesias!»

       Llegó a más: uniendo el gesto a la palabra, se cortó un día la magnífica cabellera, que era el más lucido prestigio de su belleza, y se la envió a Musset, como ofrenda bárbara a un Dios implacable y cruel; otra vez la encontraron tendida ante la puerta del ídolo, como una muerta, atravesada en el umbral, como un perro también que aguarda a su amo.

       No pudo ser.

       Y de allí en adelante la vida de Musset no fue sino una monótona exposición de horrores: luego vino la impotencia de escribir, cuya causa no le era desconocida, pero contra la que no podía reaccionar. Como asistía al desastre de su ser día por día, hora por hora, es seguro que vivió embrujado por la tentación del suicidio todo lo largo de su postrero trayecto mortal. El demonio del alcohol había hecho presa en sus entrañas y ya no le soltó hasta su muerte. Vivía aislado, raído de tedio. Y llegó a no figurar en el movimiento literario de su país, como si efectivamente hubiera muerto.

       Heine dijo: «Musset es tan ignorado por la mayoría de Francia como podría serlo un poeta chino.» Sus breves amores con la Malibrán parecieron reanimarlo momentáneamente pero cayó de nuevo en más hondas y definitivas desesperanzas.

El glorioso efebo que Jorge Sand había amado, y que Grecia hubiera ungido de flores, se trocó en un hombre frío y altanero y —fuerza es decirlo— antipático: él mismo lo reconoce en carta dirigida a uno de sus escasos amigos de la última etapa: «Me he mirado por dentro y por fuera, y me pregunto si bajo este exterior rígido, mal encarado e impertinente, poco simpático, en fin, no hubo primitivamente un hombre de pasión y de entusiasmo, un hombre a la manera de Rousseau.»

       Alfredo de Musset murió definitivamente el 1 de mayo de 1857; murió diciendo: «¡Dormir, quiero dormir!»

Bueno es dejar estampada aquí la suprema ironía de que al día siguiente sólo veintisiete personas asistieron al sepelio. Y pienso yo, al evocar este recuerdo y el de Poe y el de Baudelaire —sagrado tríptico—, que de entonces acá todas las apoteosis mortuorias son injustas y sacrílegas. Verdad es también que no se celebran funerales en nuestra baja tierra cuando alguna estrella deja de arder en el firmamento...

       La preocupación fija de todo intelectual cuando rinde sacrificio —¡divino sacrificio!— a Baco consiste en dominar al potro salvaje, en manejarlo como a corcel de circo, en hacer ver que la voluntad y no el alcohol es quien dibuja el gesto y combina el alfabeto decisivo de la acción.

       ¡Vanidad de vanidades! No hay fuerza humana que iguale al poder expansivo de la pólvora, ni voluntad que no se disuelva —¡la miseria!— en el ácido de la uva fermentada.

       Sin embargo, Dionisos es, con tanto imperio, creador como Júpiter o Apolo. Las más bellas acciones de la vida, ¿no han surgido de un sueño, del sueño de Alguien?

       Hoy mi situación de alma es la de un hombre que está en capilla para ser ejecutado al día siguiente: cumplen mañana plazos improrrogables de mi vida, y no sé cómo darles cara. Yo me desangraría y me haría descuartizar y vendería mi carne a pedazos, si en ello viera medicina para mis males. Yo me desangraría y me haría descuartizar, sobre todo, por evitarme el oprobio de, hoy como ayer y mañana como hoy, tener que solicitar del azar lo que por fatalidades de mi sino el trabajo no ha querido concederme. Pero es baldía la protesta. Y como todos los desgraciados, rezaré preces a la Casualidad, a ver si me salva...

 

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Carnestolendas

       Fundido con la multitud me dejo llevar involuntariamente, como un miserable cuerpo sin alma, hasta las alturas de Recoletos.

       El día es triste; pero llena los ambientes la alegría bestial de un pueblo suelto. Y aunque las nubes escurren lágrimas de vez en cuando, como en un duelo intermitente, las músicas de las estudiantinas alborozan la ciudad, reduciendo a añicos el luto de los corazones.

       Yo soy uno de tantos. Razón lleva el justo en amar la soledad, si no quiere descomponerse en la vulgaridad ambiente. Ya soy uno de tantos. Y me place momentáneamente dejar de ser hombre para convertirme en esa cosa, desconcertante y tremenda, que se llama la multitud, la Esfinge...

       Abruma el peso de la personalidad. Harto sé que se lleva sin sentirlo, como tantos otros pesos, como el de la atmósfera en lo físico, como el de la vergüenza en lo moral. Pero llega a hacerse molesto a sus horas. Yo quiero darme la fiesta hoy, día de Carnestolendas, de acéfalo, porque soy muchedumbre, e ir camino adelante en busca de holgorio, sin otra razón que porque sí, porque he visto en mi calendario que éstos son días de lupercales, y yo soy un anillo del monstruo ciudadano que, panza al trote, ha recorrido Madrid estos días, como Roma en otros tiempos, lividinoso y tragón, buen muchacho en el fondo que prefiere la jota a la Marsellesa, y las batallas de confetti, a las en que se rectifican y confirman las fronteras morales de los pueblos.

        En Recoletos, y frente a las tribunas, y tras de ellas y a su alrededor, el bloque humano de que yo formaba parte se ha convertido en una gran masa imponente. ¡Oh pueblo de los días de revuelta, cuan vario eres! Pienso en el mar, y me siento orgulloso de ser una gota de este océano. Las carrozas desfilan lentamente, con majestad triunfadora, y un gran  trozo de cielo azul que se abre de pronto ante nuestra vista marca con su ufanía el apogeo de la fiesta.

      Yo pienso por un momento que no hay enfermos en el mundo, ni tristes, ni desvalidos; que Leibnitz lleva razón, que Pangloss lleva razón, que los campos son jardines que ofrecen espontáneamente sus flores y sus frutos, que los mares son clementes, que se ha abolido el rayo, que Dios deja ver su faz nimbada por los cuatro puntos cardinales de la tierra...

       La fiesta bate su apogeo. Ha salido el sol. ¡Viva la vida!

       Pero...

       La gloria del atardecer se ha extinguido. Fláccidas, desmayadas, las máscaras regresan a sus cubiles misteriosos. Ya no hay carrozas. Las percalinas triunfales parece como que se tornan en crespones, y las tribunas, en catafalcos. Y, desprendido de la masa, vuelto a la posesión de mi ser, pienso en los enfermos, en los desvalidos, en los tristes, en Leibnitz, que era —perdón— un tonto de solemnidad; en Pangloss, que no era sino el desvarío de un filósofo; en que los campos son acerbos; en que el mar es implacable; en que el rayo está en la mano de Dios y en que hasta Él no llegan nuestros gemidos...

       ¡Carnaval de Niza, viejo Carnaval de Venecia, incesante Carnaval humano! Tu padre fue Adán, porque eres coetáneo del primer hombre, tu última fiesta se celebrará en el palpitar postrero de la Tierra.

       En estos días de tregua del dolor, de amable demencia universal, los humildes capuchones de percalina ostentan ufanías de brocados y las pintarrajeadas caretas de cartón abrigan más que las mejores pellizas de los zares. El tú, fraterno, surge espontáneamente de los labios, porque antes ha hecho parada en los corazones. Vístense de hombre las mujeres, de mujeres los hombres. Andan sueltos los osos por las calles. La fauna interior se proclama emperatriz del mundo. Viejas esteras se muestran sobre hombros erguidos, con petulancias de clámides, y máscaras preñadas amenazan con insólitos alumbramientos en medio del arroyo. Es el triunfo de la carcajada y de la mueca. Momo es hoy la divinidad del mundo.

       Pero cuidaos de no alzar las hojas del almanaque. Otra vez el tedio acecha a la humanidad detrás del Miércoles de Ceniza.

       Notad que todos los críticos son miopes y usan antiparras. Acercándose demasiado a la nariz, por deficiencia del órgano visual, las páginas del libro que tienen entre las manos, ven los defectos tipográficos, las cualidades de la estampación, los poros y los granos del papel, no el alma del escritor, que ha necesidad, siempre, de los grandes horizontes para ser vista en su justa perspectiva.

       Vivo desde hace dos meses en una casa de vecindad: una casa de vecindad quiere decir una casa pobre, donde hay muchos vecinos; pero no pago sino cuatro duros mensuales y tengo un gran balcón a la calle, desde el que se domina un trecho de la de San Bernardo. Entre burlas y veras yo llamo a mi casa una tienda de campaña; pero es algo mejor que eso, porque es una casa cuyos balcones, si bien dan a la calle de San Bernardo, también dan a la libertad y a la vida. El más grande suplicio que se me puede infligir consiste en privarme del espectáculo del cielo, u ofrecérmelo con mermas. Desde mi observatorio puedo a mi guisa darme esas grandes fiestas de visión, mejores que las mejores, que consisten en, desdoblando la propia personalidad, viajar con la fantasía, y a las veces con el alma, por las regiones del azul sin fondo, y dejarse uno vivir, y dejarse uno llevar como un nadador que hace el muerto, y dejarse uno llevar dulcemente por las ondas, y dejarse uno vivir arrullado por el nirvana adorable de lo infinito.

       También tengo flores. Como he vendido mis muebles y sólo me he reservado los más precisos, he sustituido el confort por la gala, y, si bien es cierto que no tengo apenas mesa donde escribir, poseo en cambio una maceta de claveles que transcienden a Gloria, y en lugar de mi artístico secretaire de palo de rosa tengo una hortensia, que me consuela de muchas pérdidas crueles de la vida.

DE MI ICONOGRAFÍA

Autorretrato

      Un gran periódico que ha comenzado a publicarse en estos días, Alma Española, tiene la originalidad de pedirme una autobiografía para la sección que titula «Juventud triunfante». Un poco asombrado de que los periódicos se acuerden de mí para exaltarme, envío estas cuartillas:

       «Yo soy el otro; quiero decir, alguien que no soy yo mismo». ¿Que esto es un galimatías?

Me explicaré. Yo soy por dentro un hombre radicalmente distinto a como quisiera ser, y, por fuera, en mi vida de relación, en mis manifestaciones externas, la caricatura, no siempre gallarda, de mí mismo.

       Soy un hombre enamorado del vivir, y que ordinariamente está triste. Suenan campanas en mi interior llamando a la práctica de todos los cultos, y me muestro generalmente escéptico. Con frecuencia mis oraciones íntimas que, al salir de mi boca, revientan con estruendo.

       Yo soy el otro.

        En grave perplejidad me pondría quien me preguntara por la prosapia de mis ideas. Yo las cojo a brazadas como las flores un alquimista de perfumes, por todos los jardines de la ideología, y poco me importa el veneno de sus jugos si huelen bien y con el esplendor de sus tonos me sirven para alegrar la vida. Las ideas-rosas, las ideas-tulipanes, las ideas-magnolias las uso para decorar mis faustos interiores; pero no por eso reniego de cardos y ortigas, que me sirven por contraste para amar con mayores arrebatos las florescencias bellas de la vida.

       Quiero al pueblo y odio a la democracia. ¿Habrá también galimatías en esto? Está visto que a cada instante he de volver sobre mis palabras para hializar su alcance. Pero yo he querido decir que no concibo en política sistema de gobierno tan absurdo como aquel que reposa sobre la mayoría, hecha bloque, de las ignorancias.

      En los días de sol leo a Hobbes y a Schopenhauer, para no abrazar a toda la gente con quien me topo por las calles. Como un elemento químico circula entonces el amor por la sangre de mis venas. Y nada parece más fácil a mi mentalidad en tales días que abrazar entre mis brazos a la humanidad entera. Nacido en un país de brumas, en Inglaterra, yo sería malo quizás.

       He nacido en Sevilla, va ya para cuarenta años, y me he criado en Málaga. Mis primeros tiempos de vida madrileña fueron estupendos de vulgaridad —¿por qué no he decirlo?— y de grandeza. Un día de invierno en que Pi y Margall me ungió con su diestra reverenda, concediéndome jerarquía intelectual, me quedé a dormir en el hueco de una escalera por no encontrar sitio menos agresivo en que cobijarme. Sé muchas cosas del país Miseria; pero creo que no habría de sentirme completamente extranjero viajando por las inmensidades estrelladas. Véome vestido con un ropón negro de orfandad cuando recuerdo aquel período; pero yo llevaba por dentro mis galas. Eso me basta para mitigar el horror de algunas rememoraciones...

       En poco más de dos años publiqué, atropelladamente, seis libros, de entre los que recuerdo, sin mortales remordimientos: Crimen legal, Noche, Declaración de un vencido y La mujer de todo el mundo.

       Luego mi vida transcurrió fuera de España —en París generalmente—, y a esa porción de tiempo corresponden los bellos días en que vivir me fue dulce. Poseo un soneto inédito de Verlaine, y creo, con Cándido, que todas las utopías generosas de hoy podrán ser las verdades incontrovertibles de mañana.

       Pero basta.

       Yo soy el otro.»

       El niño se convierte en cura como el plomo se convierte en bala: por un hecho de fatalidad bárbara.

       Que se lo proponga como un descanso o que se lo niegue como una cobardía, que la educación materialista de este siglo de progreso puramente material lo induzca a ello, que las miras ultraterrestres de los organismos delicados lo fuercen a sentir así, es lo cierto que en la vida de todo hombre de sinceridad llega un momento en que, colocado imaginativamente ante el Misterio, cae de rodillas ante él, los brazos en cruz, gritando: «Padre nuestro, que estás en los cielos...» Así he caído yo. Muchas veces caer es levantarse. Y de rodillas y en cruz ante mi Padre «que está en los cielos» y está por doquier, permaneceré toda la vida: erguido como un reto, ante los hombres.

       ¿Querer no es casi poder? Pues yo quiero, quiero creer.

       ¿Dónde están las puertas de mi mundo espiritual que conducen al camino de Damasco?

 

 

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21 de octubre.

       Hoy se cumplen doscientos ochenta y siete años que tuvo lugar en Madrid, un hecho que me place ahora recordar, por lo que fuere. Un hombre que había sido el favorito de un rey y el magnate más notorio de su tierra fue condenado a «morir degollado en cadalso por la garganta». Hablo del muy poderoso señor D. Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias, cuyo aniversario necrológico celebra hoy la iglesia, no sé bien si con Tedeums o Misereres.

       Los tiempos eran malos, duros de recorrer, como una estepa.

       La plúmbea herencia de Felipe II exigía, para ser soportada, espadas de titán, músculos de atleta. La trágica fatalidad que presidió a los postreros gestos de aquel que fue llamado espantosamente en Europa «el demonio del Mediodía» perduraba clavada en los ijares del país como una garra. Un ananké más vasto que el que amarró en su roca a Prometeo proyectaba sus rencores sobre el desolado hogar de Castilla. Y Felipe III era un pobre hijo de mujer, débil y azoradizo como un rapaz que tuviera que habérselas en la noche con fantasmas y endriagos...

       Mejor que nublarse se extinguía aquel sol que, bajo el segundo Austria, hacía rutilar el escudo de Castilla, igual que un astro único en el firmamento. Tornaban de Indias los galeones sin oro entre sus flancos, porque el mal azar disponía siempre que se toparan en las soledades del mar con los bajeles ingleses organizados para tal uso. Volvían las milicias de sus lejanas e ímprobas expediciones guerreras, famélicas y sin garbo; sus soldadas, impagadas, eran motivo de agio para logreros, que tapaban con sus nombres los de muy esclarecidos varones de la corte. Iglesias y conventos brotaban de la haz del país como una vegetación letal y avasalladora.

       Los tributos, siempre en aumento, eran como una losa funeral de bronce, y no había otras cariátides para sostenerlos que los lomos descarnados de villanos menestrales y pecheros.

       Había el hambre. Los campos sin cultivo se morían de impotencia y de sed, de falta de amores, y, como en un colosal éxodo, las regiones hambrientas en espesas caravanas se vaciaban sobre las Indias.

       Tornose la nación exangüe; y sin pan y sin consuelo, diose a orar, a orar desesperadamente, a orar como no se clama sino en las cárceles y en las alcobas cuando se extingue un ser. Y el muy piadoso rey Felipe III, por pereza mejor que por idiotez, delegaba las funciones de su estupendo ministerio en hombres mortales como él, pero que, perturbados por la ambición, eran capaces de más peligrosas vesanias. Sobre la ruina de todo se alzaba la imponente mole del Buen Retiro. Y en su interior bullían, y se arremolinaban y hervían las más calenturientas pasiones que pueden conturbar el alma humana: la codicia, la lujuria, la superstición, la gula, la envidia pálida, el rojo odio.

      El duque de Lerma contra su hijo y enemigo, el de Uceda; el fraile dominicano fray Luis de Aliaga contra el fraile franciscano Santa María; la priora del convento de la Encarnación contra el P. Florencia, de la Compañía de Jesús; el conde de Olivares contra el de Lemos, y todos a una, como una jauría hambrienta, contra D. Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias...

      Una vez, yendo el rey acompañando a la procesión en la fiesta religiosa que se llama «La Octava del Santísimo», un labriego se le puso delante y lo apostrofó diciendo: «¡Al rey todos lo engañan y esta monarquía se va acabando, y quien no lo remedia arderá en los infiernos!»

       El rey no le hizo caso. Otra vez, el Consejo de Castilla hizo ver a la majestad, en un mensaje dividido en siete capítulos, las causas y remedios de la despauperización española.

       En el primero señalaba la carga excesiva de tributos; en el tercero recomendaba el fomento de la agricultura y la obligación en que se debía poner a los grandes señores y títulos del reino «de salir de la corte e irse a vivir a sus estados respectivos, donde podrían, labrando sus tierras, dar trabajo, jornal y sustento a los pobres, haciendo producir sus haciendas»; en el sexto se exhortaba al poder regio a que no se dieran más licencias para fundar «nuevas religiones y monasterios».

       El rey no le hizo caso.

       Y un día, 21 de octubre de 1621, en época ya de Felipe IV, el cielo se nubló, las Euménides se aposentaron en el palacio regio y el pueblo tuvo la fiesta de ver a un verdadero noble, a un auténtico gran señor, a un valido notorio, marchar vestido de la ropa vil y a horcajadas sobre un jumento, camino del cadalso. El clamoreo del populacho era ensordecedor, pero sobre todas dominaba la voz del pregonero, que estentóreamente gritaba:

       «¡Quien tal hizo que tal pague! Esta es la justicia que el rey nuestro señor manda se haga en este hombre que fue condenado en sentencia por la que le mandan degollar. ¡Quien tal hizo que tal pague!»

       Uno de los cargos principales acumulados contra D. Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias y ex secretario de Cámara, fue el «haber hecho sobre su corto patrimonio una opulenta fortuna».

       Pero, ya queda dicho, del trágico acontecimiento van transcurridos centenares de años, y centenares de ministros, no menos venales que D. Rodrigo Calderón, han hundido sus manos avarientas en las arcas del Tesoro, sin que hayan sido segadas jamás, mientras que de pie y solitaria, bella también como un macizo de verdura en mitad de una charca, queda la gran anécdota que acabo de contar, probándonos, ¡ay!, la vana ejemplaridad de la Historia.

       Una conferencia de Pablo Iglesias en el Centro de sociedades obreras. «Burgués» es el adjetivo de que se hace más grande despilfarro en aquel recinto, y «burguesía», el más ópimo sustantivo. Sin embargo, ambos vocablos, a fuerza de machaqueteados y repetidos iracundamente, concluyen por tener cierto sabor trágico y marcar en el paladar como un vago dejo de sangre humana.

Iglesias explana su anunciada conferencia y repite el mismo discurso que le estamos oyendo decir hace treinta y tantos años. Es una larga acusación fiscal y una muy áspera diatriba contra todos los Poderes constituidos. Ese hombre es fuerte porque es terco, y cuando anuncia los irremediables e inminentes cataclismos, fuerza a pensar en los hoscos profetas de Judea, que, vestidos de esparto y cubiertos de ceniza, para dejar mejor expresados la desesperación y el duelo, gritaban por los caminos y las ciudades, gritaban por todas partes, monótonos como el dolor, anunciando la próxima ruina de Jerusalén y de su templo.

       ¿Queréis saber en lo que se diferencia un bandido de carretera de un conquistador de pueblos? En que el bandido se llama siempre José María y el conquistador se llama casi siempre Napoleón.

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