I
El mar
empezaba a
verdecer entre los promontorios todav�nbsp; en sombras, cuando la caracola
del vig�nbsp; anunciଡs cincuenta naves negras que nos enviaba el Rey
AgamemnAl o�la seᬬ los que esperaban desde hac�tantos d�
sobre las bo駡s de las eras, empezaron a bajar el trigo hacia la
playa donde ya preparᢡmos los rodillos que servir� para subir
las embarcaciones hasta las murallas de la fortaleza. Cuando las
quillas tocaron la arena, hubo algunas ri᳠con los timoneles, pues
tanto se hab�dicho a los micenianos que carec�os de toda
inteligencia para las faenas mar�mas, que trataron de alejarnos con
sus p鲴igas. Ademᳬ la playa se hab�nbsp; llenado de niﳠque se
met� entre las piernas de los soldados, entorpec� las maniobras,
y se trepaban a las bordas para robar nueces de bajo los banquillos
de los remeros. Las olas claras del alba se romp� entre gritos,
insultos y agarradas a pu崡zos, sin que los notables pudieran
pronunciar sus palabras de bienvenida, en medio de la barah䡮 Como
yo hab�esperado algo m᳠solemne, m᳠festivo, de nuestro encuentro
con los que ven� a buscarnos para la guerra, me retir鬠algo
decepcionado, hacia la higuera en cuya rama gruesa gustaba de
montarme, apretando un poco las rodillas sobre la madera, porque
ten�un no s頱u頤e flancos de mujer. |
II
Con bordoneos de vihuela
y repiques de tejoletas, festejᢡse, en todas partes, la pr詭a
partida de las naves. Los marinos de La Gallarda andaban ya en
zarambeques de negras horras, alternando el baile con coplas de
sobado, como aquella de la Moza del Retoﬠen que las manos tentaban
el objeto de la rima dejado en puntos por las voces. Segu�el trasiego
del vino, el aceite y el trigo, con ayuda de los criados indios del
Veedor, impacientes por regresar a sus lejanas tierras. Camino del
puerto, el que iba a ser nuestro capellᮠarreaba dos bestias que
cargaban con los fuelles y flautas de un ⧡no de palo. Cuando me
tropezaba con gente de la armada, eran abrazos ruidosos, de muchos
aspavientos, con risas y alardes para sacar las mujeres a sus
ventanas. ɲamos como hombres de distinta raza, forjados para culminar
empresas que nunca conocer� el panadero ni el cardador de ovejas, y
tampoco el mercader que andaba pregonando camisas de Holanda, ornadas
de caireles de monjas, en patios de comadres. En medio de la plaza,
con los cobres al sol, los seis trompetas del Adelantado se hab�
concertado en fol�, en tanto que los atambores borgoﮥs
atronaban los parches, y bramaba, como queriendo morder, un sacabuche
con fauces de tarasca. |
III
|
IV
Cuando regres頡 mi casa,
con los pasos inseguros de quien ha pretendido burlar con el vino la
fatiga del cuerpo ah� de holgarse sobre otro cuerpo, faltaban pocas
horas para el alba. Ten�hambre y sueﬠy estaba desasosegado, al
propio tiempo, por las angustias de la partida pr詭a. Dispuse mis
armas y correajes sobre un escabel y me dej頣aer en el lecho. Not頍
entonces, con sobresalto, que alguien estaba acostado bajo la gruesa
manta de lana, y ya iba a echar mano al cuchillo cuando me vi preso
entre brazos encendidos de fiebre, que buscaban mi cuello como brazos
de nᵦrago, mientras unas piernas indeciblemente suaves se
trepaban a las m�. Mudo de asombro qued頡l ver que la que de tal
manera se hab�deslizado en el lecho era mi prometida. Entre
sollozos me cont殢sp; su fuga nocturna, la carrera temerosa de ladridos,
el paso furtivo por la huerta de mi padre, hasta alcanzar la
ventana, y las impaciencias y los miedos de la espera. Despu鳦nbsp; de
la tonta disputa de la tarde, hab�nbsp; pensado en los peligros y
sufrimientos que me aguardaban, sintiendo esa impotencia de enderezar
el destino azaroso del guerrero que se traduce, en tantas mujeres,
por la entrega de s�ismas, como si ese sacrificio de la
virginidad, tan guardada y custodiada, en el momento mismo de la
partida, sin esperanzas de placer, dando el desgarre propio para el
goce ajeno, tuviese un propiciatorio poder de ablacibsp; ritual. El
contacto de un cuerpo puro, jam᳠palpado por manos de amante, tiene un
frescor 飯 y peculiar dentro de sus crispaciones, una torpeza
que sin embargo acierta, un candor que intuye, se amolda y
encuentra, por obscuro mandato, las actitudes que m᳦nbsp;
estrechamente machihembran los miembros. Bajo el abrazo de mi
prometida, cuyo t�do vellarec�nbsp; endurecerse sobre uno de mis
muslos, crec�mi enojo por haber extenuado mi carne en trabazones de
harto tiempo conocidas, con la absurda pretensie hallar la quietud
de d� futuros en los excesos presentes. Y ahora que se me ofrec�el
m᳦nbsp; codiciable consentimiento, me hallaba casi insensible bajo el cuerpo
estremecido que se impacientaba. No dir頱ue mi juventud no fuera capaz
de enardecerse una vez m᳠aquella noche, ante la incitacibsp; de tan
deleitosa novedad. Pero la idea de que era una virgen la que as�e me
entregaba, y que la carne intacta y cerrada exigir�un lento y
sostenido empeor mi parte, se me impuso con el temor al acto fallido.
Ech馮bsp; a mi prometida a un lado, besᮤola dulcemente en los hombros,
y empec馮bsp; a hablarle, con sinceridad en falsete, de lo inhᢩl que ser�
malograr j鬯s nupciales en la premura de una partida; de su
verg al resultar empreᤡ; de la tristeza de los niﳠque
crecen sin un padre que les ense堡 sacar la miel verde de los
troncos huecos, y a buscar pulpos debajo de las piedras. Ella me
escuchaba, con sus grandes ojos claros encendidos en la noche, y yo
advert�que, irritada por un despecho sacado de los trasmundos del
instinto, despreciaba al varue, en semejante oportunidad, invocara la
razbsp; y la cordura, en vez de roturarla, y dejarla sobre el
lecho, sangrante como un trofeo de caza, de pechos mordidos, sucia de
zumos; pero hecha mujer en la derrota. En aquel momento bramaron
las reses que iban a ser sacrificadas en la playa y sonaron las
caracolas de los vig�. Mi prometida, con el desprecio pintado en
el rostro, se levantࢲuscamente, sin dejarse tocar, ocultando
ahora, menos con gesto de pudor que con ademᮠde quien recupera
algo que estuviera a punto de malbaratar, lo que de s鴯 estaba
encendiendo mi codicia. Antes de que pudiera alcanzarla, saltయr la
ventana. La vi alejarse a todo correr por entre los olivos, y
comprend�bsp; en aquel instante que m᳠fᣩl me ser�entrar sin un
rasgun la ciudad de Troya, que recuperar a la Persona
perdida. PULSA AQUͼ/a> PARA ACCEDER A RELATOS DE RECREACIONES LITERARIAS
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I
_쯦ont>u頍
quieres,
viejo?... |
II
Entonces
el negro viejo, que no se hab�movido, hizo gestos extraﳬ volteando su
cayado sobre un cementerio de baldosas. |
III
Los
cirios
crecieron lentamente, perdiendo sudores. Cuando recobraron su tamaﬠlos
apagଡ monja apartando una lumbre. Las mechas blanquearon, arrojando el
pabilo. La casa se vaciथ visitantes y los carruajes partieron en la
noche. Don Marcial puls൮ teclado invisible y abriଯs ojos.
|
IV
Transcurrieron
meses de luto, ensombrecidos por un remordimiento cada vez mayor. Al
principio, la idea de traer una mujer a aquel aposento se le hac�casi
razonable. Pero, poco a poco, las apetencias de un cuerpo nuevo fueron
desplazadas por escr嬯s crecientes, que llegaron al
flagelo. Cierta
noche, Don Marcial se ensangrentଡs carnes con una correa, sintiendo
luego un deseo mayor, pero de corta duraciFue entonces cuando la
Marquesa volvi젵na tarde, de su paseo a las orillas del Almendares. Los
caballos de la calesa no tra� en las crines m᳠humedad que la del
propio sudor. Pero, durante todo el resto del d� dispararon coces a las
tablas de la cuadra, irritados, al parecer, por la inmovilidad de nubes
bajas. |
V Los rubores eran sinceros. Cada noche se abr� un poco m᳠las hojas de los biombos, las faldas ca� en rincones menos alumbrados y eran nuevas barreras de encajes. Al fin la Marquesa soplଡs l᭰aras. S쯠鬠habl८ la obscuridad. Partieron para el ingenio, en gran tren de calesas _relumbrante de grupas alazanas, bocados de plata y charoles al sol. Pero, a la sombra de las flores de Pascua que enrojec� el soportal interior de la vivienda, advirtieron que se conoc� apenas. Marcial autorizडnzas y tambores de Nacipara distraerse un poco en aquellos d� olientes a perfumes de Colonia, baﳠde benju�cabelleras esparcidas, y sᢡnas sacadas de armarios que, al abrirse, dejaban caer sobre las lozas un mazo de vetiver. El vaho del guarapo giraba en la brisa con el toque de oraciVolando bajo, las auras anunciaban lluvias reticentes, cuyas primeras gotas, anchas y sonoras, eran sorbidas por tejas tan secas que ten� diapase cobre. Despu鳠de un amanecer alargado por un abrazo deslucido, aliviados de desconciertos y cerrada la herida, ambos regresaron a la ciudad. La Marquesa troc vestido de viaje por un traje de novia, y, como era costumbre, los esposos fueron a la iglesia para recobrar su libertad. Se devolvieron presentes a parientes y amigos, y, con revuelo de bronces y alardes de jaeces, cada cual tomଡ calle de su morada. Marcial siguiඩsitando a Mar�de las Mercedes por algഩempo, hasta el d�en que los anillos fueron llevados al taller del orfebre para ser desgrabados. Comenzaba, para Marcial, una vida nueva. En la casa de las rejas, la Ceres fue sustituida por una Venus italiana, y los mascarones de la fuente adelantaron casi imperceptiblemente el relieve al ver todav�encendidas, pintada ya el alba, las luces de los velones. |
VI
Una
noche,
despu鳠de mucho beber y marearse con tufos de tabaco fr� dejados por
sus amigos, Marcial tuvo la sensacixtraᠤe que los relojes de la
casa daban las cinco, luego las cuatro y media, luego las cuatro, luego
las tres y media... Era como la percepciemota de otras posibilidades.
Como cuando se piensa, en enervamiento de vigilia, que puede andarse sobre
el cielo raso con el piso por cielo raso, entre muebles firmemente
asentados entre las vigas del techo. Fue una impresiugaz, que no dej͊ la menor huella en su esp�tu, poco llevado, ahora, a la meditaci
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VII
Las
visitas
de Don Abundio, notario y albacea de la familia, eran m᳠frecuentes. Se
sentaba gravemente a la cabecera de la cama de Marcial, dejando caer al
suelo su baste ᣡna para despertarlo antes de tiempo. Al abrirse, los
ojos tropezaban con una levita de alpaca, cubierta de caspa, cuyas mangas
lustrosas recog� t�los y rentas. Al fin s쯠qued൮a pensi
razonable, calculada para poner coto a toda locura. Fue entonces cuando
Marcial quiso ingresar en el Real Seminario de San Carlos.
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VIII
Los
muebles
crec�. Se hac�m᳠dif�l sostener los antebrazos sobre el borde de la
mesa del comedor. Los armarios de cornisas labradas ensanchaban el
frontis. Alargando el torso, los moros de la escalera acercaban sus
antorchas a los balaustres del rellano. Las butacas eran mas hondas y los
sillones de mecedora ten� tendencia a irse para atrᳮ No hab�ya que
doblar las piernas al recostarse en el fondo de la baᤥra con anillas de
mᲭol. |
IX
Aquella
maᮡ
lo encerraron en su cuarto. Oy୵rmullos en toda la casa y el almuerzo
que le sirvieron fue demasiado suculento para un d�de semana. Hab�seis
pasteles de la confiter�de la Alameda _cuando s쯠dos pod� comerse,
los domingos, despu鳠de misa. Se entretuvo mirando estampas de viaje,
hasta que el abejeo creciente, entrando por debajo de las puertas, le hizo
mirar entre persianas. Llegaban hombres vestidos de negro, portando una
caja con agarraderas de bronce. |
X
Cuando
los muebles crecieron un poco m᳠y Marcial supo como nadie lo que hab�
debajo de las camas, armarios y vargueﳬ ocultࡠtodos un gran secreto:
la vida no ten�encanto fuera de la presencia del calesero Melchor. Ni
Dios, ni su padre, ni el obispo dorado de las procesiones del Corpus, eran
tan importantes como Melchor. |
XI
Cuando
Marcial adquiri६ hᢩto de romper cosas, olvidࡠMelchor para
acercarse a los perros. Hab�varios en la casa. El atigrado grande; el
podenco que arrastraba las tetas; el galgo, demasiado viejo para jugar; el
lanudo que los dem᳠persegu� en 鰯cas determinadas, y que las
camareras ten� que encerrar. |
XII
Hambre,
sed, calor, dolor, fr� Apenas Marcial redujo su percepci la de estas
realidades esenciales, renunciࡠla luz que ya le era accesoria. Ignoraba
su nombre. Retirado el bautismo, con su sal desagradable, no quiso ya el
olfato, ni el o�, ni siquiera la vista. Sus manos rozaban formas
placenteras. Era un ser totalmente sensible y tᣴil. El universo le
entraba por todos los poros. Entonces cerrଯs ojos que s쯠divisaban
gigantes nebulosos y penetr८ un cuerpo caliente, h夯, lleno de
tinieblas, que mor� El cuerpo, al sentirlo arrebozado con su propia
sustancia, resbalਡcia la vida. |
XIII Cuando los obreros vinieron con el d�para proseguir la demoliciencontraron el trabajo acabado. Alguien se hab�llevado la estatua de Ceres, vendida la v�era a un anticuario. Despu鳠de quejarse al Sindicato, los hombres fueron a sentarse en los bancos de un parque municipal. Uno record͊ entonces la historia, muy difuminada, de una Marquesa de Capellan�, ahogada, en tarde de mayo, entre las malangas del Almendares. Pero nadie prestaba atencil relato, porque el sol viajaba de oriente a occidente, y las horas que crecen a la derecha de los relojes deben alargarse por la pereza, ya que son las que m᳠seguramente llevan a la muerte. |
A trav鳠de un calado jire nube, rosa por el 䩭o rayo de sol agonizante, luce Venus su fuego de pulido brillante y la luna su aspecto de palidez medrosa. El crep㵬o acaba. La tarde silenciosa, avanza lentamente, y el manto acariciante de sus velos, extiende sobre el rizo constante de la sondas, que mueren la orilla rocosa. Ha expirado la rubia luminaria del d�/font> y, mientras que descansa el Morro su grandeza sobre la dura margen de la costa brav� simulando la sombra de un gigante tendido, la noche, calurosa, descansa su pereza
sobre la superficie del mar adormecido.
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