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Alejo Carpentier

Semejante a la noche

Viaje a la semilla

Las tardes del malecfont>

Semejante a la noche

I

     El mar  empezaba a  verdecer entre  los promontorios todav�nbsp; en sombras,  cuando la  caracola del  vig�nbsp; anunciଡs  cincuenta naves negras que nos enviaba  el Rey AgamemnAl o�la seᬬ los que esperaban  desde hac�tantos d� sobre las  bo駡s de las eras,  empezaron a bajar  el trigo  hacia la playa donde  ya preparᢡmos  los  rodillos  que   servir�  para  subir   las embarcaciones hasta  las murallas  de la  fortaleza. Cuando  las quillas tocaron la arena, hubo  algunas ri᳠con los timoneles, pues tanto  se hab�dicho  a los  micenianos que carec�os  de toda inteligencia  para las  faenas mar�mas,  que trataron  de alejarnos con  sus p鲴igas. Ademᳬ  la playa se hab�nbsp; llenado de  niﳠque  se  met�  entre las  piernas de  los  soldados, entorpec�  las maniobras,  y  se trepaban  a las  bordas  para robar nueces  de bajo los  banquillos de  los remeros. Las  olas claras del alba se romp�  entre gritos, insultos y agarradas a pu崡zos,  sin  que   los  notables  pudieran  pronunciar   sus palabras de bienvenida,  en medio de la barah䡮 Como  yo hab�esperado algo  m᳠solemne,  m᳠festivo,  de nuestro  encuentro con los que  ven� a buscarnos para la guerra, me  retir鬠algo decepcionado, hacia  la higuera en  cuya rama gruesa gustaba  de montarme,  apretando  un  poco las  rodillas  sobre  la  madera, porque ten�un no s頱u頤e flancos de mujer.
A medida  que las  naves eran sacadas  del agua,  al pie de  las monta᳠ que  ya ve� el  sol, se iba  atenuando en m�a  mala impresi primera,  debida sin duda  al desvelo  de la noche  de espera, y  tambi鮠 al haber  bebido demasiado, el d�nbsp; anterior, con  los j楮es  de  tierras adentro,  reci鮠llegados  a  esta costa, que  habr� de  embarcar con  nosotros, un poco  despu鳠del pr詭o  amanecer. Al  observar las  filas de cargadores  de jarras, de odres  negros, de cestas, que ya se mov�  hacia las naves, crec�en  m�con un calor de orgullo, la  conciencia de la  superioridad   del  guerrero.     Aquel  aceite,  aquel   vino resinado, aquel trigo sobre todo,  con el cual se cocer�, bajo ceniza, las galletas de las  noches en que dormir�os al amparo de  las  proas  mojadas,  en  el  misterio  de  alguna  ensenada desconocida, camino de  la Magna Cita de Naves,  aquellos granos que hab�  sido echados  con ayuda  de mi  pala, eran  cargados ahora  para m�nbsp; sin que  yo  tuviese que  fatigar estos  largos m㵬os que tengo, estos brazos  hechos al manejo de la pica de fresno, en  tareas buenas para  los que  s쯠sab� de oler  la tierra; hombres,  porque la miraban  por sobre  el sudor de  sus bestias,  aunque  vivieran  encorvados encima  de  ella,  en  el hᢩto de deshierbar y arrancar  y rascar, como los que sobre la tierra  pac�. Ellos  nunca pasar�  bajo  aquellas nubes  que siempre ensombrec�,  en esta hora,  los verdes de las  lejanas islas de  donde tra� el silfibsp; de acre perfume. Ellos  nunca conocer�  la ciudad  de  anchas calles  de los  troyanos,  que ahora �mos a cercar, atacar  y asolar. Durante d� y d� nos hab�  hablado,  los  mensajeros del  Rey  de  Micenas,  de  la insolencia  de Pr�o,  de la  miseria que  amenazaba a  nuestro pueblo por  la arrogancia de  sus s䩴os,  que hac� mofa  de nuestras viriles  costumbres; tr魵los  de ira,  supimos de  los retos lanzados por  los de Ilios a nosotros, acaienos  de largas cabelleras,  cuya valent�nbsp; no  es  igualada por  la  de  pueblo alguno. Y  fueron clamores de  furia, puﳠ alzados,  juramentos hechos con las palmas en  alto, escudos arrojados a las paredes, cuando  supimos del  rapto de  Elena  de Esparta.  A gritos  nos contaban los emisarios de su  maravillosa belleza, de su porte y de  su adorable  andar,  detallando  las crueldades  a  que  era sometida   en  su   abyecto  cautiverio,   mientras  los   odres derramaban el  vino en los  cascos. Aquella misma tarde,  cuando la indignaciull�nbsp; en el pueblo, se nos anunci殢sp; el despacho de las  cincuenta naves. El  fuego se  encendi८tonces en  las fundiciones de  los bronceros, mientras  las viejas tra�  leᠤel monte. Y  ahora, transcurridos los d�, yo  contemplaba las embarcaciones alineadas  a mis pies,  con sus quillas  potentes, sus  m᳴iles al  descanso entre  las bordas  como la  virilidad entre los muslos  del vary me  sent�un poco due瑩bsp; de esas maderas que un portentoso ensamblaje,  cuyas artes ignoraban los de  acᬠ transformaba  en  corceles  de corrientes,  capaces  de llevarnos a  donde desplegᢡse en  acta de grandezas el  mḩmo acontecimiento de todos los tiempos.  Y me tocar�a m�hijo de talabartero, nieto de un castrador  de toros, la suerte de ir al lugar en que  nac� las gestas cuyo relumbre nos  alcanzaba por los  relatos de  los  marinos;  me tocar�nbsp; a  m�la  honra  de contemplar  las murallas  de  Troya,  de obedecer  a  los  jefes insignes, y de dar  mi �etu y mi fuerza a la obra  del rescate de Elena  de Esparta  _m᳣ulo empeﬦnbsp; suprema victoria de  una guerra  que  nos  dar�  por   siempre,  prosperidad,  dicha  y orgullo. Aspir頍 hondamente la brisa  que bajaba por la ladera de los  olivares,  y   pens馮bsp; que  ser�nbsp; hermosos  morir   en  tan justiciera lucha,  por la causa  misma de  la RazLa idea  de ser  traspasado  por  una lanza  enemiga  me  hizo  pensar,  sin embargo, en el dolor  de mi madre, y en el dolor, m᳦nbsp; hondo tal vez,  de quien  tuviera  que  recibir la  noticia con  los  ojos secos_ por  ser el  jefe de  la casa.  Baj頬entamente hacia  el pueblo,  siguiendo  la  senda de  los  pastores.  Tres  cabritos retozaban  en  el   olor  del  tomillo.  En  la   playa,  segu� embarcᮤose el trigo.

                                                                  II

    Con bordoneos de  vihuela y repiques de  tejoletas, festejᢡse, en todas  partes, la pr詭a partida  de las naves. Los  marinos de  La  Gallarda  andaban ya  en zarambeques  de negras  horras, alternando el  baile con coplas  de sobado,  como aquella de  la Moza del Retoﬠen que  las manos tentaban el objeto de la rima dejado en puntos por las  voces. Segu�el trasiego del vino, el aceite y el  trigo, con ayuda de los criados indios  del Veedor, impacientes  por regresar  a  sus  lejanas tierras.  Camino  del puerto, el  que iba a ser  nuestro capellᮠarreaba dos  bestias que cargaban  con los fuelles  y flautas  de un ⧡no de  palo. Cuando  me  tropezaba  con gente  de  la  armada,  eran  abrazos ruidosos, de muchos aspavientos, con  risas y alardes para sacar las  mujeres a  sus ventanas.  ɲamos como  hombres de  distinta raza, forjados  para culminar empresas  que nunca conocer�  el panadero ni  el cardador de  ovejas, y  tampoco el mercader  que andaba pregonando  camisas de  Holanda, ornadas  de caireles  de monjas, en  patios de comadres.  En medio  de la plaza, con  los cobres  al sol,  los  seis trompetas  del Adelantado  se  hab� concertado  en fol�,  en tanto  que  los atambores  borgoﮥs atronaban  los parches,  y bramaba,  como  queriendo morder,  un sacabuche con fauces de tarasca.
    Mi padre estaba,  en su tienda oliente a pellejos  y cordobanes, hincando la  lezna en  un acibsp; con el  desgano de quien  tiene puesta  la mente  en espera.  Al verme,  me tom殢sp; en brazos  con serena  tristeza,  recordando  tal vez  la  horrible  muerte  de Cristobalillo, compa岯 de mis travesuras  juveniles, que hab�sido traspasado  por las flechas  de los  indios de la Boca  del Drago. Pero 鬠 sabia que  era locura de todos, en aquellos d�, embarcar  para las  Indias,  aunque  ya dijeran  muchos  hombres cuerdos  que  aquello  era enga瑩bsp; com殢sp; de  muchos  y  remedio particular de pocos.  Algo alabथ los bienes de  la artesan� del  honor _tan  honor   como  el  que  se  logra   en  riesgosas empresas_ de  llevar el  estandarte  de  los talabarteros  en  la procesiel Corpus;  ponderଡ olla segura, el  arca repleta, la  vejez apacible.  Pero,  habiendo advertido  tal vez  que  la fiesta  crec�en  la  ciudad  y que  mi  ᮩmo no  estaba  para cuerdas  razones, me  llev殢sp; suavemente hacia  la puerta  de  la habitacie mi  madre. Aqu鬠era el  momento que m᳠tem�  y tuve que  contener mis l᧲imas  ante el  llanto de la que  s쯠hab�os  advertido de  mi  partida cuando  todos me  sab�  ya asentado en los  libros de la Casa de la  ContrataciAgradec�as promesas hechas  a la Virgen de los Mareantes por  mi pronto regreso, prometiendo  cuanto quiso que  prometiera, en cuanto  a no  tener  comercio  deshonesto  con  las  mujeres  de  aquellas tierras, que  el Diablo ten�nbsp; en desnudez mentidamente  ed鮩ca para mayor confusibsp; y extrav�de cristianos  incautos, cuando no maleados  por la  vista de  tanta carne  al desgaire.  Luego, sabiendo que era  in鬠rogar a quien  sueᠹa con lo  que hay detr᳠de  los horizontes,  mi madre  empezࡠpreguntarme,  con voz dolorida, por la seguridad  de las naves y la pericia de los pilotos.  Yo exager馮bsp; la solidez  y mariner�nbsp; de  La Gallarda, afirmando que su  prᣴico era veterano de Indias,  compa岯 de Nuarc� Y,  para distraerla de sus  dudas, le habl頤e  los portentos de aquel  mundo nuevo, donde la Uᠤe la  Gran Bestia y la Piedra Bezar curaban  todos los males, y exist� en tierra de Omeguas, una ciudad toda  hecha de oro, que un buen caminador tardaba  una   noche  y  dos  d�   en  atravesar,  a  la   que llegar�os,  sin  duda,  a  menos  de  que  hallᲡmos  nuestra fortuna en  comarcas a੧noradas,  cunas de ricos pueblos  por sojuzgar.  Moviendo  suavemente   la  cabeza,  mi  madre   habl८tonces  de las  mentiras  y  jactancias de  los  indianos,  de amazonas y antrop桧os, de las  tormentas de las Bermudas, y de las  lanzas  enherboladas  que  dejaban   como  estatua  al  que hincaban. Viendo  que a  discursos de  buen augurio ella  opon�verdades  de  mala   sombra,  le  habl馮bsp; de   altos  prop㩴os, haci鮤ole   ver  la   miseria  de   tantos  pobres   id존ras, desconocedores del  signo de  la cruz.  Eran millones de  almas, las que ganar�os  a nuestra santa religi cumpliendo  con el mandato de  Cristo a los Ap㴯les.  ɲamos soldados de Dios,  a la vez que soldados del  Rey, y por aquellos indios bautizados y encomendados,  librados  de  sus  bᲢaras   supersticiones  por nuestra  obra,  conocer�nbsp; nuestra  nacibsp;  el  premio  de  una grandeza inquebrantable,  que nos  dar�felicidad, riquezas,  y poder�sobre  todos los reinos de  la Europa. Aplacada por  mis palabras, mi madre  me colg൮ escapulario del cuello y  me dio varios ungs contra  las mordeduras de alima᳦nbsp; ponzoﳡs, haci鮤ome  prometer,  ademᳬ  que  siempre  me  pondr�  para dormir, unos escarpines  de lana que ella misma  hubiera tejido. Y como  entonces repicaron las  campanas de  la catedral, fue  a buscar  el   chal  bordado  que   s쯦nbsp; usaba  en  las   grandes oportunidades. Camino del  templo, observ頱ue a pesar  de todo, mis padres estaban  como acrecidos de orgullo por tener  un hijo alistado en la armada del  Adelantado. Saludaban mucho y con m᳠demostraciones  que de  costumbre.  Y es  que siempre  es  grato tener un  mozo de  pelo en pecho,  que sale  a combatir por  una causa grande  y justa.  Mir頍 hacia  el puerto.  El trigo  segu�entrando en las naves.

III


    Yo  la  llamaba  mi  prometida aunque  nadie  supiera  a殢sp; de nuestros amores. Cuando vi a  su padre cerca de las naves, pens頱ue estar�nbsp; sola, y segu�bsp; aquel muelle  triste, batido por  el viento,  salpicado  de  agua  verde,  abarandado  de  cadenas  y argollas verdecidas  por el  salitre, que  conduc�a la  䩭a casa de ventanas verdes, siempre  cerradas. Apenas hice sonar la aldaba vestida de  verd� se abriଡ puerta y, con  una rᦡga de viento que  tra� garथ olas,  entr頥n la estancia  donde ya ard�  las l᭰aras, a  causa de  la bruma. Mi prometida  se sent殢sp; a mi  lado, en  un hondo  butace  brocado antiguo,  y recostଡ  cabeza sobre  mi hombro  con tan resignada  tristeza que no  me atrev�bsp; a interrogar  sus ojos  que yo amaba,  porque siempre   parec�   contemplar  cosas   invisibles   con   aire asombrado.  Ahora, los  extraﳠobjetos  que  llenaban la  sala cobraban un significado  nuevo para m�Algo parec�nbsp; ligarme al astrolabio, la br嬡 y la  Rosa de los Vientos; algo, tambi鮬 al  pez-sierra que  colgaba de  las  vigas del  techo,  y a  las cartas de Mercator  y Ortellius que se abr� a los lados  de la chimenea, revueltos  con mapas  celestiales habitados por  Osas, Canes y  Sagitarios. La  voz de  mi prometida  se alz೯bre  el silbido del  viento que  se colaba  por debajo  de las  puertas, preguntando por el  estado de los preparativos. Aliviado  por la posibilidad de hablar de algo  ajeno a nosotros mismos, le cont頤e los  sulpicianos y  recoletos que  embarcar� con  nosotros, alabando  la  piedad  de  los  gentileshombres  y  cultivadores escogidos  por quien  hubiera  tomado  posesie  las  tierras lejanas en nombre  del Rey de Francia. Le dije cuanto  sab�del gigantesco r�nbsp; Colbert, todo orlado  de Ტoles centenarios  de los  que  colgaban  como musgos  plateados,  cuyas  aguas  rojas corr�  majestuosamente  bajo   un  cielo  blanco  de  garzas. Llevᢡmos  v�res  para  seis  meses.  El  trigo  llenaba  los sollados de  La Bella  y La  Amable. ͢amos  a cumplir una  gran tarea civilizadora en aquellos inmensos  territorios selvᴩcos, que se  extend� desde el  ardiente Golfo  de M鸩co hasta  las regiones de Chicag젥nseᮤo nuevas  artes a las naciones que en ellos resid�.  Cuando yo cre�a mi prometida m᳦nbsp; atenta a lo  que le  narraba, la  vi  erguirse ante  m� con  sorprendente energ� afirmando  que nada  glorioso hab�nbsp; en la empresa  que estaba haciendo  repicar, desde el  alba, todas las campanas  de la  ciudad. La  noche  anterior,  con los  ojos ardidos  por  el llanto, hab�nbsp; querido saber  algo de  ese mundo  de allende  el mar, hacia  el cual marchar�yo  ahora, y, tomando los  ensayos de Montaigne, en  el cap�lo que trata de los  carruajes, hab�le� cuanto a  Am鲩ca se refer� As�e hab�enterado  de la perfidia  de  los espaﬥs,  de  c�  con el  caballo  y  las lombardas,  se  hab�  hecho pasar  por  dioses.  Encendida  de virginal indignacinbsp; mi prometida  me seᬡba  el pᲲafo  en que el bordel鳦nbsp; esc鰴ico afirmaba que "nos hab�os  valido de la ignorancia  e inexperiencia de  los indios, para atraerlos  a la  traicinbsp; lujuria,   avaricia  y  crueldades,  propias   de nuestras costumbres". Cegada  por tan p鲦ida lectura,  la joven que piadosamente luc�una cruz  de oro en el escote, aprobaba a quien imp�ente  afirmara que los  salvajes del Nuevo Mundo  no ten� por qu頴rocar su  religi por la nuestra, puesto que se hab� servido  muy 鬭ente de  la suya durante largo  tiempo.
     Yo comprend�nbsp; que, en  esos errores,  no deb�nbsp; ver m᳠que  el despecho  de  la  doncella  enamorada,  dotada  de  muy  ciertos encantos, ante  el hombre que  le impone  una larga espera,  sin otro motivo  que la azarosa  pretensie hacer rᰩda  fortuna en  una  empresa  muy pregonada.  Pero,  aun  comprendiendo  esa verdad,  me sent�nbsp; profundamente  herido  por el  desd鮦nbsp; a  mi valent� la falta  de consideracior una aventura  que dar�relumbre a mi  apellido, logrᮤose, tal vez, que la  noticia de alguna  haza᦮bsp; m�  la  pacificacibsp; de  alguna  comarca,  me valiera  algഭtulo  otorgado  por  el Rey  aunque  para  ello hubieran de  perecer, por mi mano,  algunos indios m᳠o  menos.
    Nada grande se hac�sin  lucha, y en cuanto a nuestra santa fe, la letra con  sangre entraba. Pero ahora  eran celos los que  se trasluc� en el  feo cuadro que ella  me trazaba de la  isla de Santo Domingo,  en la que har�os  escala, y que mi  prometida, con expresiones adorablemente impropias, calificaba  de "para� de mujeres  malditas". Era evidente que,  a pesar de su  pureza, sab�de qu頣lase eran  las mujeres que sol� embarcar para el Cabo  Franc鳬 en  muelle  cercano, bajo  la vigilancia  de  los corchetes,  entre  risotadas  y  palabrotas  de  los  marineros; alguien _una criada tal vez_ pod�haberle  dicho que la salud del hombre no  se aviene con  ciertas abstinencias y vislumbraba,  en un  misterioso   mundo  de   desnudeces  ed鮩cas,  de   calores enervantes,   peligros    mayores   que   los   ofrecidos    por inundaciones, tormentas,  y mordeduras de  los dragones de  agua que pululan en  los r� de Am鲩ca.  Al fin empec頡  irritarme ante  una terca  discusibsp; que ven�nbsp; a sustituirse,  en  tales momentos,  a  la  tierna despedida  que  yo  hubiera  apetecido. Comenc頡  renegar de  la pusilanimidad  de las  mujeres, de  su incapacidad  de  hero�o,  de  sus   filosof�  de  paᬥs  y costureros, cuando  sonaron fuertes  aldabonazos, anunciando  el intempestivo regreso  del padre. Salt馮bsp; por una ventana  trasera sin que nadie, en el  mercado, se percatara de mi escapada, pues los transe䥳, los  pescaderos, los borrachos _ya numerosos  en esta hora de la tarde_  se hab� aglomerado en torno a una mesa sobre la que  a gritos hablaba alguien  que en el instante  tom頰or un pregonero del Elixir  de Orvieto, pero que result೥r un ermitaue  clamaba por la  liberacie los Santos  Lugares. Me  encog�e  hombros y  segu�bsp; mi camino.  Tiempo atr᳦nbsp; hab�estado a  punto de alistarme en  la cruzada predicada por  Fulco de Neuilly. En  buena hora una fiebre maligna _curada,  gracias a Dios y  a los  ungs de  mi santa  madre_ me  tuvo en  cama, tiritando,  el  d�nbsp;  de  la  partida: aquella   empresa  hab�terminado,  como todos  saben, en  guerra  de cristianos  contra cristianos.  Las  cruzadas estaban  desacreditadas.  Ademᳬ  yo ten�otras cosas en qu頰ensar.
    El  viento se  hab�nbsp; aplacado.  Todav�enojado  por  la  tonta disputa con mi  prometida, me fui hacia el puerto, para  ver los nav�. Estaban todos arrimados a  los muelles, lado a lado, con las escotillas abiertas, recibiendo millares  de sacos de harina de trigo entre sus bordas  pintadas de arlequ� Los regimientos de infanter� sub�  lentamente por las pasarelas, en  medio de los   gritos  de   los   estibadores,   los  silbatos   de   los contramaestres, las seᬥs  que rasgaban la bruma,  promoviendo rotaciones de gr㮠Sobre las  cubiertas se amontonaban trastos informes, mecᮩcas    amenazadoras,   envueltas   en    telas impermeables. Un  ala de  aluminio giraba  lentamente, a  veces, por encima de  una borda, antes de hundirse en la  obscuridad de un sollado. Los caballos de  los generales, colgados de cinchas, viajaban por  sobre los techos  de los almacenes, como  corceles wagnerianos. Yo  contemplaba los  䩭os preparativos desde  lo alto  de una  pasarela de  hierro,  cuando, de  pronto, tuve  la angustiosa sensacie  que faltaban pocas horas _apenas  trece_ para que  yo tambi鮦nbsp; tuviese que  acercarme a aquellos  buques, cargando con mis armas. Entonces  pens頥n la mujer; en los d� de abstinencia  que me esperaban;  en la  tristeza de morir  sin haber dado  mi placer,  una vez  mᳬ al  calor de otro  cuerpo. Impaciente  por llegar,  enojado a殢sp; por no  haber recibido  un beso, siquiera,  de mi  prometida, me  encamin頡 grandes  pasos hacia el hotel de las  bailarinas. Christopher, muy borracho, se hab�encerrado ya con la  suya. Mi amiga se me abraz젲iendo y llorando, afirmando  que estaba orgullosa  de m�que luc�nbsp; m᳠guapo  con  el  uniforme,  y   que  una  cartom᮴ica  le  hab�asegurado que  nada me ocurrir�nbsp; en el Gran Desembarco.  Varias veces me  llam਩roe, como si  tuviese una conciencia del  duro contraste que este halago establec�nbsp; con las frases injustas de mi prometida. Sal� l
a  azotea. Las luces se encend� ya en la ciudad, precisando en  puntos luminosos la gigantesca  geometr�de  los  edificios.  Abajo,  en   las  calles,  era  un  confuso hormigueo de cabezas y sombreros.
    No era posible,  desde este alto piso, distinguir a  las mujeres de los hombres en la  neblina del atardecer. Y era, sin embargo, por la permanencia de ese  pulular de seres desconocidos, que me encaminar�hacia las naves, poco  despu鳠del alba. Yo surcar�el Oc顮o  tempestuoso de  estos meses,  arribar�a una  orilla lejana bajo  el acero y el  fuego, para defender los  Principios de  los de  mi  raza.  Por 䩭a  vez,  una espada  hab�nbsp; sido arrojada sobre  los mapas de  Occidente. Pero ahora  acabar�os para  siempre  con  la nueva  Orden  Teuta,  y  entrar�os, victoriosos, en el  tan esperado futuro del  hombre reconciliado con el  hombre. Mi  amiga puso  una mano  tr魵la en mi  cabeza, adivinando, tal vez,  la magnanimidad de mi  pensamiento. Estaba desnuda   bajo  los   vuelos   de  su   peinador   entreabierto.

IV

    Cuando regres頡  mi casa, con los  pasos inseguros de quien  ha pretendido burlar  con el vino  la  fatiga  del cuerpo ah�  de holgarse sobre otro  cuerpo, faltaban pocas horas para  el alba. Ten�hambre y  sueﬠy estaba desasosegado, al  propio tiempo, por las  angustias de la  partida pr詭a.  Dispuse mis armas  y correajes sobre  un escabel  y me  dej頣aer  en el lecho.  Not頍 entonces, con  sobresalto, que alguien  estaba acostado bajo  la gruesa manta de  lana, y ya iba a echar mano al  cuchillo cuando me vi preso  entre brazos encendidos de fiebre, que  buscaban mi cuello   como  brazos   de  nᵦrago,   mientras  unas   piernas indeciblemente suaves  se trepaban a  las m�. Mudo de  asombro qued頡l ver que  la que de tal manera se hab�deslizado  en el lecho  era  mi  prometida.  Entre  sollozos  me  cont殢sp; su  fuga nocturna, la carrera  temerosa de ladridos, el paso  furtivo por la  huerta  de  mi padre,  hasta  alcanzar  la  ventana,  y  las impaciencias y  los miedos  de la  espera. Despu鳦nbsp; de la  tonta disputa  de   la  tarde,  hab�nbsp;  pensado  en  los  peligros   y sufrimientos  que me  aguardaban,  sintiendo esa  impotencia  de enderezar el  destino azaroso  del guerrero  que se traduce,  en tantas  mujeres,  por la  entrega  de  s�ismas,  como  si  ese sacrificio de  la virginidad, tan  guardada y custodiada, en  el momento mismo de la partida,  sin esperanzas de placer, dando el desgarre propio  para el  goce ajeno,  tuviese un  propiciatorio poder de ablacibsp; ritual. El contacto de un cuerpo  puro, jam᳠palpado por manos  de amante, tiene un frescor 飯  y peculiar dentro  de  sus  crispaciones,  una   torpeza  que  sin  embargo acierta,  un candor  que  intuye,  se amolda  y  encuentra,  por obscuro  mandato,   las   actitudes   que   m᳦nbsp;  estrechamente machihembran los miembros.  Bajo el abrazo de mi  prometida, cuyo t�do  vellarec�nbsp; endurecerse  sobre  uno de  mis  muslos, crec�mi  enojo por haber extenuado  mi carne en trabazones  de harto tiempo conocidas,  con la absurda pretensie  hallar la quietud de  d� futuros en los  excesos presentes. Y ahora  que se me ofrec�el m᳦nbsp; codiciable consentimiento, me hallaba casi insensible bajo  el cuerpo estremecido  que se impacientaba.  No dir頱ue mi  juventud no fuera capaz de enardecerse una  vez m᳠aquella  noche, ante  la incitacibsp; de  tan deleitosa  novedad. Pero la idea de  que era una virgen la que as�e  me entregaba, y que la  carne intacta y cerrada exigir�un lento  y sostenido empeor mi parte, se  me impuso con el temor al acto fallido. Ech馮bsp; a mi  prometida a  un  lado, besᮤola  dulcemente en  los hombros, y empec馮bsp; a hablarle, con sinceridad en falsete,  de lo inhᢩl que  ser� malograr j鬯s  nupciales en la premura  de una  partida; de  su  verg  al resultar  empreᤡ;  de  la tristeza de los  niﳠque crecen sin un padre que les  ense堡 sacar la  miel verde de  los troncos  huecos, y a buscar  pulpos debajo de las  piedras. Ella me escuchaba, con sus  grandes ojos claros encendidos en  la noche, y yo advert�que,  irritada por un despecho sacado  de los trasmundos del  instinto, despreciaba al varue,  en semejante oportunidad, invocara la razbsp; y la cordura,  en  vez  de  roturarla,  y  dejarla  sobre  el  lecho, sangrante como un  trofeo de caza, de pechos mordidos,  sucia de zumos;  pero  hecha  mujer  en  la  derrota.  En  aquel  momento bramaron las  reses que iban  a ser  sacrificadas en la playa  y sonaron  las caracolas  de  los  vig�. Mi  prometida,  con  el desprecio  pintado en  el rostro,  se  levantࢲuscamente,  sin dejarse tocar,  ocultando ahora,  menos con  gesto de pudor  que con  ademᮠde  quien recupera  algo  que estuviera  a punto  de malbaratar,  lo que  de s鴯  estaba  encendiendo mi  codicia. Antes de  que pudiera alcanzarla,  saltయr  la ventana. La  vi alejarse a  todo correr  por entre  los olivos,  y comprend�bsp; en aquel instante que  m᳠fᣩl me ser�entrar sin un  rasgun la  ciudad  de  Troya,  que  recuperar  a  la  Persona  perdida.
    Cuando  baj頨acia  las  naves,  acompa᤯ de  mis  padres,  mi orgullo de  guerrero hab�sido desplazado  en mi ᮩmo por  una intolerable  sensacibsp;  de  hast�   de  vac�nbsp; interior,   de descontento  de  m�bsp; mismo.  Y  cuando  los  timoneles  hubieron alejado las  naves de la  playa con  sus fuertes p鲴igas, y  se enderezaron los  m᳴iles entre las  filas de remeros, supe  que hab� terminado las  horas de alardes, de excesos,  de regalos, que  preceden las  partidas  de  soldados hacia  los  campos  de batalla. Hab�pasado  el tiempo de las guirnaldas,  las coronas de laurel, el  vino en cada casa,  la envidia de los  canijos, y el favor de  las mujeres. Ahora, ser� las dianas, el  lodo, el pan llovido,  la arrogancia  de los  jefes, la sangre  derramada por  error, la  gangrena  que  huele a  alm�res  infectos.  No estaba tan seguro ya de  que mi valor acrecer�la grandeza y la dicha de  los acaienos  de largas  cabelleras. Un soldado  viejo que  iba a  la guerra  por  oficio, sin  m᳦nbsp; entusiasmo que  el trasquilador  de ovejas  que  camina  hacia el  establo,  andaba contando ya, a  quien quisiera escucharlo, que Elena  de Esparta viv�muy  gustosa en Troya,  y que  cuando se refocilaba en  el lecho de Paris sus estertores  de gozo encend� las mejillas de las v�enes que  moraban en el palacio de Pr�o. Se  dec�que toda la  historia del doloroso  cautiverio de  la hija de  Leda, ofendida y  humillada por los  troyanos, era mera propaganda  de guerra, alentada por Agamemncon  el asentimiento de Menelao.
    En  realidad, detr᳦nbsp; de  la  empresa que  se escudaba  con  tan elevados  prop㩴os,   hab�nbsp; muchos   negocios  que  en   nada beneficiar�  a  los  combatientes de  poco  m᳦nbsp; o  menos.  Se trataba  sobre todo  _afirmaba el  viejo  soldado_ de vender  m᳠alfarer�  m᳠ telas,  m᳦nbsp; vasos con  escenas de  carreras  de carros, y de abrirse nuevos  caminos hacia las gentes asiᴩcas, amantes de  trueques, acabᮤose de  una vez con la  competencia troyana.  La nave,  demasiado cargada  de harina  y de  hombres, bogaba despacio. Contempl頬argamente las  casas de mi pueblo, a las que el  sol daba de frente. Ten�ganas de llorar.  Me quit頥l casco y  ocult頭is ojos tras  de las crines enhiestas  de la cimera  que  tanto   trabajo  me  hubiera  costado   redondear _a semejanza de las  cimeras magn�cas de quienes  pod� encargar sus equipos  de guerra a  los artesanos  de gran estilo, y  que, por cierto, viajaban  en la nave m᳦nbsp; velera y de mayor  eslora.

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Viaje a la semilla

I

    _쯦ont>u頍 quieres, viejo?...
    Varias veces cayଡ pregunta de lo alto de los andamios. Pero el viejo no respond� Andaba de un lugar a otro, fisgoneando, sacᮤose de la garganta un largo mon쯧o de frases incomprensibles. Ya hab� descendido las tejas, cubriendo los canteros muertos con su mosaico de barro cocido. Arriba, los picos desprend� piedras de mamposter� haci鮤olas rodar por canales de madera, con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las almenas sucesivas que iban desdentando las murallas aparec� _despojados de su secreto_ cielos rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dent�los, astr᧡los, y papeles encolados que colgaban de los testeros como viejas pieles de serpiente en muda. Presenciando la demoliciuna Ceres con la nariz rota y el peplo desva�, veteado de negro el tocado de mieses, se ergu�en el traspatio, sobre su fuente de mascarones borrosos. Visitados por el sol en horas de sombra, los peces grises del estanque bostezaban en agua musgosa y tibia, mirando con el ojo redondo aquellos obreros, negros sobre claro de cielo, que iban rebajando la altura secular de la casa. El viejo se hab�sentado, con el cayado apuntalᮤole la barba, al pie de la estatua. Miraba el subir y bajar de cubos en que viajaban restos apreciables. O�se, en sordina, los rumores de la calle mientras, arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de hierro con piedra, sus gorjeos de aves desagradables y pechugonas.
    Dieron las cinco. Las cornisas y entablamentos se despoblaron. S쯠quedaron escaleras de mano, preparando el salto del d�siguiente. El aire se hizo m᳠fresco, aligerado de sudores, blasfemias, chirridos de cuerdas, ejes que ped� alcuzas y palmadas en torsos pringosos. Para la casa mondada el crep㵬o llegaba m᳠pronto. Se vest�de sombras en horas en que su ya ca� balaustrada superior sol�regalar a las fachadas algಥlumbre de sol. La Ceres apretaba los labios. Por primera vez las habitaciones dormir� sin persianas, abiertas sobre un paisaje de escombros.
    Contrariando sus apetencias, varios capiteles yac� entre las hierbas. Las hojas de acanto descubr� su condici vegetal. Una enredadera aventur೵s tentᣵlos hacia la voluta ja, atra� por un aire de familia. Cuando cayଡ noche, la casa estaba m᳠ cerca de la tierra. Un marco de puerta se ergu�a젥n lo alto, con tablas de sombras suspendidas de sus bisagras desorientadas.

II

    Entonces el negro viejo, que no se hab�movido, hizo gestos extraﳬ volteando su cayado sobre un cementerio de baldosas.
    Los cuadrados de mᲭol, blancos y negros, volaron a los pisos, vistiendo la tierra. Las piedras con saltos certeros, fueron a cerrar los boquetes de las murallas. Hojas de nogal claveteadas se encajaron en sus marcos, mientras los tornillos de las charnelas volv� a hundirse en sus hoyos, con rᰩda rotaci
    En los canteros muertos, levantadas por el esfuerzo de las flores, las tejas juntaron sus fragmentos, alzando un sonoro torbellino de barro, para caer en lluvia sobre la armadura del techo. La casa creci젴ra� nuevamente a sus proporciones habituales, pudorosa y vestida. La Ceres fue menos gris. Hubo m᳠peces en la fuente. Y el murmullo del agua llamࢥgonias olvidadas.
    El viejo introdujo una llave en la cerradura de la puerta principal, y comenzࡠabrir ventanas. Sus tacones sonaban a hueco. Cuando encendiଯs velones, un estremecimiento amarillo corriయr el 쥯 de los retratos de familia, y gentes vestidas de negro murmuraron en todas las galer�, al comp᳠de cucharas movidas en j�ras de chocolate.
Don Marcial, el Marqu鳠de Capellan�, yac�en su lecho de muerte, el pecho acorazado de medallas, escoltado por cuatro cirios con largas barbas de cera derretida.

III

    Los cirios crecieron lentamente, perdiendo sudores. Cuando recobraron su tamaﬠlos apagଡ monja apartando una lumbre. Las mechas blanquearon, arrojando el pabilo. La casa se vaciथ visitantes y los carruajes partieron en la noche. Don Marcial puls൮ teclado invisible y abriଯs ojos.
    Confusas y revueltas, las vigas del techo se iban colocando en su lugar. Los pomos de medicina, las borlas de damasco, el escapulario de la cabecera, los daguerrotipos, las palmas de la reja, salieron de sus nieblas. Cuando el m餩co moviଡ cabeza con desconsuelo profesional, el enfermo se sinti୥jor. Durmi࡬gunas horas y despert͊ bajo la mirada negra y cejuda del Padre Anastasio. De franca, detallada, poblada de pecados, la confesie hizo reticente, penosa, llena de escondrijos. ౵頤erecho ten� en el fondo, aquel carmelita, a entrometerse en su vida? Don Marcial se encontr젤e pronto, tirado en medio del aposento. Aligerado de un peso en las sienes, se levant࣯n sorprendente celeridad. La mujer desnuda que se desperezaba sobre el brocado del lecho busc८aguas y corpiﳬ llevᮤose, poco despu鳬 sus rumores de seda estrujada y su perfume. Abajo, en el coche cerrado, cubriendo tachuelas del asiento, hab�un sobre con monedas de oro.
    Don Marcial no se sent�bien. Al arreglarse la corbata frente a la luna de la consola se vio congestionado. Baj࡬ despacho donde lo esperaban hombres de justicia, abogados y escribientes, para disponer la venta p쩣a de la casa. Todo hab�sido in鬮 Sus pertenencias se ir� a manos del mejor postor, al comp᳠de martillo golpeando una tabla. Salud๠le dejaron solo. Pensaba en los misterios de la letra escrita, en esas hebras negras que se enlazan y desenlazan sobre anchas hojas afiligranadas de balanzas, enlazando y desenlazando compromisos, juramentos, alianzas, testimonios, declaraciones, apellidos, t�los, fechas, tierras, Ტoles y piedras; maraᠤe hilos, sacada del tintero, en que se enredaban las piernas del hombre, vedᮤole caminos desestimados por la Ley; cordl cuello, que apretaban su sordina al percibir el sonido temible de las palabras en libertad. Su firma lo hab� traicionado, yendo a complicarse en nudo y enredos de legajos. Atado por ella, el hombre de carne se hac�hombre de papel. Era el amanecer. El reloj del comedor acababa de dar la seis de la tarde.

IV

    Transcurrieron meses de luto, ensombrecidos por un remordimiento cada vez mayor. Al principio, la idea de traer una mujer a aquel aposento se le hac�casi razonable. Pero, poco a poco, las apetencias de un cuerpo nuevo fueron desplazadas por escr嬯s crecientes, que llegaron al flagelo. Cierta noche, Don Marcial se ensangrentଡs carnes con una correa, sintiendo luego un deseo mayor, pero de corta duraciFue entonces cuando la Marquesa volvi젵na tarde, de su paseo a las orillas del Almendares. Los caballos de la calesa no tra� en las crines m᳠humedad que la del propio sudor. Pero, durante todo el resto del d� dispararon coces a las tablas de la cuadra, irritados, al parecer, por la inmovilidad de nubes bajas.
    Al crep㵬o, una tinaja llena de agua se rompi८ el bae la Marquesa. Luego, las lluvias de mayo rebosaron el estanque. Y aquella negra vieja, con tacha de cimarrona y palomas debajo de la cama, que andaba por el patio murmurando: "峣onf�de los r�, niỠdesconf�de lo verde que corre!" No hab�d�en que el agua no revelara su presencia. Pero esa presencia acabయr no ser m᳠que una j�ra derramada sobre el vestido tra� de Par� al regreso del baile aniversario dado por el CapitᮠGeneral de la Colonia.
    Reaparecieron muchos parientes. Volvieron muchos amigos. Ya brillaban, muy claras, las ara᳠del gran salLas grietas de la fachada se iban cerrando. El piano regres࡬ clavicordio. Las palmas perd� anillos. Las enredaderas saltaban la primera cornisa. Blanquearon las ojeras de la Ceres y los capiteles parecieron reci鮠 tallados. M᳠fogoso Marcial sol�pasarse tardes enteras abrazando a la Marquesa. Borrᢡnse patas de gallina, ceﳠy papadas, y las carnes tornaban a su dureza. Un d� un olor de pintura fresca llenଡ casa.

V

    Los rubores eran sinceros. Cada noche se abr� un poco m᳠las hojas de los biombos, las faldas ca� en rincones menos alumbrados y eran nuevas barreras de encajes. Al fin la Marquesa soplଡs l᭰aras. S쯠鬠habl८ la obscuridad. Partieron para el ingenio, en gran tren de calesas _relumbrante de grupas alazanas, bocados de plata y charoles al sol. Pero, a la sombra de las flores de Pascua que enrojec� el soportal interior de la vivienda, advirtieron que se conoc� apenas. Marcial autorizडnzas y tambores de Nacipara distraerse un poco en aquellos d� olientes a perfumes de Colonia, baﳠde benju�cabelleras esparcidas, y sᢡnas sacadas de armarios que, al abrirse, dejaban caer sobre las lozas un mazo de vetiver. El vaho del guarapo giraba en la brisa con el toque de oraciVolando bajo, las auras anunciaban lluvias reticentes, cuyas primeras gotas, anchas y sonoras, eran sorbidas por tejas tan secas que ten� diapase cobre. Despu鳠de un amanecer alargado por un abrazo deslucido, aliviados de desconciertos y cerrada la herida, ambos regresaron a la ciudad. La Marquesa troc೵ vestido de viaje por un traje de novia, y, como era costumbre, los esposos fueron a la iglesia para recobrar su libertad. Se devolvieron presentes a parientes y amigos, y, con revuelo de bronces y alardes de jaeces, cada cual tomଡ calle de su morada. Marcial siguiඩsitando a Mar�de las Mercedes por algഩempo, hasta el d�en que los anillos fueron llevados al taller del orfebre para ser desgrabados. Comenzaba, para Marcial, una vida nueva. En la casa de las rejas, la Ceres fue sustituida por una Venus italiana, y los mascarones de la fuente adelantaron casi imperceptiblemente el relieve al ver todav�encendidas, pintada ya el alba, las luces de los velones.

VI

    Una noche, despu鳠de mucho beber y marearse con tufos de tabaco fr� dejados por sus amigos, Marcial tuvo la sensacixtraᠤe que los relojes de la casa daban las cinco, luego las cuatro y media, luego las cuatro, luego las tres y media... Era como la percepciemota de otras posibilidades. Como cuando se piensa, en enervamiento de vigilia, que puede andarse sobre el cielo raso con el piso por cielo raso, entre muebles firmemente asentados entre las vigas del techo. Fue una impresiugaz, que no dej͊ la menor huella en su esp�tu, poco llevado, ahora, a la meditaci
    Y hubo un gran sarao, en el sale m飡, el d�en que alcanzଡ minor�de edad. Estaba alegre, al pensar que su firma hab�dejado de tener un valor legal, y que los registros y escriban�, con sus polillas, se borraban de su mundo. Llegaba al punto en que los tribunales dejan de ser temibles para quienes tienen una carne desestimada por los c䩧os. Luego de achisparse con vinos generosos, los j楮es descolgaron de la pared una guitarra incrustada de nᣡr, un salterio y un serpentAlguien dio cuerda al reloj que tocaba la Tirolesa de las Vacas y la Balada de los Lagos de Escocia.
    Otro emboc൮ cuerno de caza que dorm� enroscado en su cobre, sobre los fieltros encarnados de la vitrina, al lado de la flauta travesera tra� de Aranjuez. Marcial, que estaba requebrando atrevidamente a la de Campoflorido, se sum࡬ guirigay, buscando en el teclado, sobre bajos falsos, la melod�del Tr�li-Trᰡla. Y subieron todos al desvᮬ de pronto, recordando que allᬠbajo vigas que iban recobrando el repello, se guardaban los trajes y libreas de la Casa de Capellan�. En entrepaﳠescarchados de alcanfor descansaban los vestidos de corte, un espad�de Embajador, varias guerreras emplastonadas, el manto de un Pr�ipe de la Iglesia, y largas casacas, con botones de damasco y difuminos de humedad en los pliegues. MatizᲯnse las penumbras con cintas de amaranto, miriᱵes amarillos, t飡s marchitas y flores de terciopelo. Un traje de chispero con redecilla de borlas, nacido en una mascarada de carnaval, levant͊ aplausos.
La de Campoflorido redondeଯs hombros empolvados bajo un rebozo de color de carne criolla, que sirviera a cierta abuela, en noche de grandes decisiones familiares, para avivar los amansados fuegos de un rico S�ico de Clarisas.
    Disfrazados regresaron los j楮es al sale m飡. Tocado con un tricornio de regidor, Marcial pegലes bastonazos en el piso, y se dio comienzo a la danza de la valse, que las madres hallaban terriblemente impropio de seﲩtas, con eso de dejarse enlazar por la cintura, recibiendo manos de hombre sobre las ballenas del cors頍 que todas se hab� hecho seg६ reciente patre "El Jard�de las Modas". Las puertas se obscurecieron de f᭵las, cuadrerizos, sirvientes, que ven� de sus lejanas dependencias y de los entresuelos sofocantes para admirarse ante fiesta de tanto alboroto. Luego se jugࡠla gallina ciega y al escondite. Marcial, oculto con la de Campoflorido detr᳠de un biombo chino, le estamp൮ beso en la nuca, recibiendo en respuesta un pa奬o perfumado, cuyos encajes de Bruselas guardaban suaves tibiezas de escote. Y cuando las muchachas se alejaron en las luces del crep㵬o, hacia las atalayas y torreones que se pintaban en grisnegro sobre el mar, los mozos fueron a la Casa de Baile, donde tan sabrosamente se contoneaban las mulatas de grandes ajorcas, sin perder nunca _as�uera de movida una guaracha_ sus zapatillas de alto tacY como se estaba en carnavales, los del Cabildo Arar᠔res Ojos levantaban un trueno de tambores tras de la pared medianera, en un patio sembrado de granados. Subidos en mesas y taburetes, Marcial y sus amigos alabaron el garbo de una negra de pasas entrecanas, que volv�a ser hermosa, casi deseable, cuando miraba por sobre el hombro, bailando con altivo moh�de reto.

VII

    Las visitas de Don Abundio, notario y albacea de la familia, eran m᳠frecuentes. Se sentaba gravemente a la cabecera de la cama de Marcial, dejando caer al suelo su baste ᣡna para despertarlo antes de tiempo. Al abrirse, los ojos tropezaban con una levita de alpaca, cubierta de caspa, cuyas mangas lustrosas recog� t�los y rentas. Al fin s쯠qued൮a pensi razonable, calculada para poner coto a toda locura. Fue entonces cuando Marcial quiso ingresar en el Real Seminario de San Carlos.
    Despu鳠de mediocres ex᭥nes, frecuentଯs claustros, comprendiendo cada vez menos las explicaciones de los d�es. El mundo de las ideas se iba despoblando. Lo que hab�sido, al principio, una ecum鮩ca asamblea de peplos, jubones, golas y pelucas, controversistas y ergotantes, cobraba la inmovilidad de un museo de figuras de cera. Marcial se contentaba ahora con una exposici escol᳴ica de los sistemas, aceptando por bueno lo que se dijera en cualquier texto. "Leuot;, "Avestruz", Ballena", "Jaguar", le�e sobre los grabados en cobre de la Historia Natural. Del mismo modo, "Arist䥬es", "Santo Tom᳦quot;, Bacon", "Descartes", encabezaban p᧩nas negras, en que se catalogaban aburridamente las interpretaciones del universo, al margen de una capitular espesa. Poco a poco, Marcial dejथ estudiarlas, encontrᮤose librado de un gran peso. Su mente se hizo alegre y ligera, admitiendo tan s쯠un concepto instintivo de las cosas. Ს qu頰ensar en el prisma, cuando la luz clara de invierno daba mayores detalles a las fortalezas del puerto? Una manzana que cae del Ტol s쯠es incitaci para los dientes. Un pie en una baᤥra no pasa de ser un pie en una baᤥra. El d�que abandon६ Seminario, olvidଯs libros. El gnomon recobr೵ categor�de duende: el espectro fue sino de fantasma; el octandro era bicho acorazado, con p㠥n el lomo.
    Varias veces, andando pronto, inquieto el corazhab�ido a visitar a las mujeres que cuchicheaban, detr᳠de puertas azules, al pie de las murallas. El recuerdo de la que llevaba zapatillas bordadas y hojas de albahaca en la oreja lo persegu� en tardes de calor, como un dolor de muelas. Pero, un d� la c쥲a y las amenazas de un confesor le hicieron llorar de espanto. Cayయr 䩭a vez en las sᢡnas del infierno, renunciando para siempre a sus rodeos por calles poco concurridas, a sus cobard� de 䩭a hora que le hac� regresar con rabia a su casa, luego de dejar a sus espaldas cierta acera rajada, seᬬ cuando andaba con la vista baja, de la media vuelta que deb�darse por hollar el umbral de los perfumes.
    Ahora viv�su crisis m�ica, poblada de detentes, corderos pascuales, palomas de porcelana, V�enes de manto azul celeste, estrellas de papel dorado, Reyes Magos, ᮧeles con alas de cisne, el Asno, el Buey, y un terrible San Dionisio que se le aparec�en sueﳬ con un gran vac�entre los hombros y el andar vacilante de quien busca un objeto perdido. Tropezaba con la cama y Marcial despertaba sobresaltado, echando mano al rosario de cuentas sordas. Las mechas, en sus pocillos de aceite, daban luz triste a im᧥nes que recobraban su color primero.

VIII

    Los muebles crec�. Se hac�m᳠dif�l sostener los antebrazos sobre el borde de la mesa del comedor. Los armarios de cornisas labradas ensanchaban el frontis. Alargando el torso, los moros de la escalera acercaban sus antorchas a los balaustres del rellano. Las butacas eran mas hondas y los sillones de mecedora ten� tendencia a irse para atrᳮ No hab�ya que doblar las piernas al recostarse en el fondo de la baᤥra con anillas de mᲭol.
    Una maᮡ en que le�un libro licencioso, Marcial tuvo ganas, s鴡mente, de jugar con los soldados de plomo que dorm� en sus cajas de madera. Volviࡠocultar el tomo bajo la jofaina del lavabo, y abri൮a gaveta sellada por las telaraᳮ La mesa de estudio era demasiado exigua para dar cabida a tanta gente. Por ello, Marcial se sent८ el piso. Dispuso los granaderos por filas de ocho. Luego, los oficiales a caballo, rodeando al abanderado. Detrᳬ los artilleros, con sus caﮥs, escobillones y botafuegos. Cerrando la marcha, p�nos y timbales, con escolta de redoblantes. Los morteros estaban dotados de un resorte que permit�lanzar bolas de vidrio a m᳠de un metro de distancia.
    _孡... 孡... 孡...
    Ca� caballos, ca� abanderados, ca� tambores. Hubo de ser llamado tres veces por el negro Eligio, para decidirse a lavarse las manos y bajar al comedor.
    Desde ese d� Marcial conserv६ hᢩto de sentarse en el enlosado. Cuando percibiଡs ventajas de esa costumbre, se sorprendiయr no haberlo pensando antes. Afectas al terciopelo de los cojines, las personas mayores sudan demasiado. Algunas huelen a notario _como Don Abundio_ por no conocer, con el cuerpo echado, la frialdad del mᲭol en todo tiempo. S쯠desde el suelo pueden abarcarse totalmente los ᮧulos y perspectivas de una habitaciHay bellezas de la madera, misteriosos caminos de insectos, rincones de sombra, que se ignoran a altura de hombre. Cuando llov� Marcial se ocultaba debajo del clavicordio. Cada trueno hac�temblar la caja de resonancia, poniendo todas las notas a cantar. Del cielo ca� los rayos para construir aquella b楤a de calderones _⧡no, pinar al viento, mandolina de grillos.

IX

    Aquella maᮡ lo encerraron en su cuarto. Oy୵rmullos en toda la casa y el almuerzo que le sirvieron fue demasiado suculento para un d�de semana. Hab�seis pasteles de la confiter�de la Alameda _cuando s쯠dos pod� comerse, los domingos, despu鳠de misa. Se entretuvo mirando estampas de viaje, hasta que el abejeo creciente, entrando por debajo de las puertas, le hizo mirar entre persianas. Llegaban hombres vestidos de negro, portando una caja con agarraderas de bronce.
    Tuvo ganas de llorar, pero en ese momento apareci६ calesero Melchor, luciendo sonrisa de dientes en lo alto de sus botas sonoras. Comenzaron a jugar al ajedrez. Melchor era caballo. ɬ, era Rey. Tomando las losas del piso por tablero, pod�avanzar de una en una, mientras Melchor deb�saltar una de frente y dos de lado, o viceversa. El juego se prolongਡsta m᳠allᠤel crep㵬o, cuando pasaron los Bomberos del Comercio.
Al levantarse, fue a besar la mano de su padre que yac�en su cama de enfermo. El Marqu鳠se sent�mejor, y hablࡠsu hijo con el empaque y los ejemplos usuales. Los "S�padre" y los "No, padre", se encajaban entre cuenta y cuenta del rosario de preguntas, como las respuestas del ayudante en una misa. Marcial respetaba al Marqu鳬 pero era por razones que nadie hubiera acertado a suponer. Lo respetaba porque era de elevada estatura y sal� en noches de baile, con el pecho rutilante de condecoraciones: porque le envidiaba el sable y los entorchados de oficial de milicias; porque, en Pascuas, hab�comido un pavo entero, relleno de almendras y pasas, ganando una apuesta; porque, cierta vez, sin duda con el ᮩmo de azotarla, agarrࡠuna de las mulatas que barr� la rotonda, llevᮤola en brazos a su habitaciMarcial, oculto detr᳠de una cortina, la vio salir poco despu鳬 llorosa y desabrochada, alegrᮤose del castigo, pues era la que siempre vaciaba las fuentes de compota devueltas a la alacena.
    El padre era un ser terrible y magnᮩmo al que deb�amarse despu鳠de Dios. Para Marcial era m᳠Dios que Dios, porque sus dones eran cotidianos y tangibles. Pero prefer�el Dios del cielo, porque fastidiaba menos.

X

    Cuando los muebles crecieron un poco m᳠y Marcial supo como nadie lo que hab� debajo de las camas, armarios y vargueﳬ ocultࡠtodos un gran secreto: la vida no ten�encanto fuera de la presencia del calesero Melchor. Ni Dios, ni su padre, ni el obispo dorado de las procesiones del Corpus, eran tan importantes como Melchor.
    Melchor ven�de muy lejos. Era nieto de pr�ipes vencidos. En su reino hab�elefantes, hipop䡭os, tigres y jirafas. Ah�os hombres no trabajaban, como Don Abundio, en habitaciones obscuras, llenas de legajos. Viv� de ser m᳠astutos que los animales. Uno de ellos sac६ gran cocodrilo del lago azul, ensartᮤolo con una pica oculta en los cuerpos apretados de doce ocas asadas. Melchor sab� canciones fᣩles de aprender, porque las palabras no ten� significado y se repet� mucho. Robaba dulces en las cocinas; se escapaba, de noche, por la puerta de los cuadrerizos, y, cierta vez, hab�apedreado a los de la guardia civil, desapareciendo luego en las sombras de la calle de la Amargura.
    En d� de lluvia, sus botas se pon� a secar junto al foge la cocina. Marcial hubiese querido tener pies que llenaran tales botas. La derecha se llamaba Calamb� La izquierda, Calambᮮ Aquel hombre que dominaba los caballos cerreros con s쯠 encajarles dos dedos en los belfos; aquel seﲠde terciopelos y espuelas, que luc�chisteras tan altas, sab�tambi鮠lo fresco que era un suelo de mᲭol en verano, y ocultaba debajo de los muebles una fruta o un pastel arrebatados a las bandejas destinadas al Gran SalMarcial y Melchor ten� en com൮ dep㩴o secreto de grageas y almendras, que llamaban el "Ur�ur�urᦱuot;, con entendidas carcajadas. Ambos hab� explorado la casa de arriba abajo, siendo los 飯s en saber que exist�un peque s䡮o lleno de frascos holandeses, debajo de las cuadras, y que en desvᮠ in鬬 encima de los cuartos de criadas, doce mariposas polvorientas acababan de perder las alas en caja de cristales rotos.

XI

    Cuando Marcial adquiri६ hᢩto de romper cosas, olvidࡠMelchor para acercarse a los perros. Hab�varios en la casa. El atigrado grande; el podenco que arrastraba las tetas; el galgo, demasiado viejo para jugar; el lanudo que los dem᳠persegu� en 鰯cas determinadas, y que las camareras ten� que encerrar.
    Marcial prefer�a Canelo porque sacaba zapatos de las habitaciones y desenterraba los rosales del patio. Siempre negro de carb cubierto de tierra roja, devoraba la comida de los demᳬ chillaba sin motivo y ocultaba huesos robados al pie de la fuente. De vez en cuando, tambi鮬 vaciaba un huevo acabado de poner, arrojando la gallina al aire con brusco palancazo del hocico. Todos daban de patadas al Canelo. Pero Marcial se enfermaba cuando se lo llevaban. Y el perro volv� triunfante, moviendo la cola, despu鳠de haber sido abandonado m᳠allᠤe la Casa de Beneficencia, recobrando un puesto que los demᳬ con sus habilidades en la caza o desvelos en la guardia, nunca ocupar�.
Canelo y Marcial orinaban juntos. A veces escog� la alfombra persa del salpara dibujar en su lana formas de nubes pardas que se ensanchaban lentamente. Eso costaba castigo de cintarazos.
    Pero los cintarazos no dol� tanto como cre� las personas mayores. Resultaban, en cambio, pretexto admirable para armar concertantes de aullidos, y provocar la compasie los vecinos. Cuando la bizca del tejadillo calificaba a su padre de "bᲢaro", Marcial miraba a Canelo, riendo con los ojos. Lloraban un poco mᳬ para ganarse un bizcocho y todo quedaba olvidado. Ambos com� tierra, se revolcaban al sol, beb� en la fuente de los peces, buscaban sombra y perfume al pie de las albahacas. En horas de calor, los canteros h夯s se llenaban de gente. Ah�staba la gansa gris, con bolsa colgante entre las patas zambas; el gallo viejo de culo pelado; la lagartija que dec�"ur�urᦱuot;, sacᮤose del cuello una corbata rosada; el triste jubo nacido en ciudad sin hembras; el ratue tapiaba su agujero con una semilla de carey. Un d�seᬡron el perro a Marcial.
    _塵, guau! _dijo.
    Hablaba su propio idioma. Hab�logrado la suprema libertad. Ya quer�alcanzar, con sus manos, objetos que estaban fuera del alcance de sus manos.

XII

    Hambre, sed, calor, dolor, fr� Apenas Marcial redujo su percepci la de estas realidades esenciales, renunciࡠla luz que ya le era accesoria. Ignoraba su nombre. Retirado el bautismo, con su sal desagradable, no quiso ya el olfato, ni el o�, ni siquiera la vista. Sus manos rozaban formas placenteras. Era un ser totalmente sensible y tᣴil. El universo le entraba por todos los poros. Entonces cerrଯs ojos que s쯠divisaban gigantes nebulosos y penetr८ un cuerpo caliente, h夯, lleno de tinieblas, que mor� El cuerpo, al sentirlo arrebozado con su propia sustancia, resbalਡcia la vida.
    Pero ahora el tiempo corriୡs pronto, adelgazando sus 䩭as horas. Los minutos sonaban a glissando de naipes bajo el pulgar de un jugador.
    Las aves volvieron al huevo en torbellino de plumas. Los peces cuajaron la hueva, dejando una nevada de escamas en el fondo del estanque. Las palmas doblaron las pencas, desapareciendo en la tierra como abanicos cerrados. Los tallos sorb� sus hojas y el suelo tiraba de todo lo que le perteneciera. El trueno retumbaba en los corredores. Crec� pelos en la gamuza de los guantes. Las mantas de lana se destej�, redondeando el velle carneros distantes. Los armarios, los vargueﳬ las camas, los crucifijos, las mesas, las persianas, salieron volando en la noche, buscando sus antiguas ra�s al pie de las selvas.
    Todo lo que tuviera clavos se desmoronaba. Un bergant� anclado no se sab�d, llevలesurosamente a Italia los mᲭoles del piso y de la fuente. Las panoplias, los herrajes, las llaves, las cazuelas de cobre, los bocados de las cuadras, se derret�, engrosando un r�de metal que galer� sin techo canalizaban hacia la tierra. Todo se metamorfoseaba, regresando a la condicirimera. El barro volvi࡬ barro, dejando un yermo en lugar de la casa.

XIII

    Cuando los obreros vinieron con el d�para proseguir la demoliciencontraron el trabajo acabado. Alguien se hab�llevado la estatua de Ceres, vendida la v�era a un anticuario. Despu鳠de quejarse al Sindicato, los hombres fueron a sentarse en los bancos de un parque municipal. Uno record͊ entonces la historia, muy difuminada, de una Marquesa de Capellan�, ahogada, en tarde de mayo, entre las malangas del Almendares. Pero nadie prestaba atencil relato, porque el sol viajaba de oriente a occidente, y las horas que crecen a la derecha de los relojes deben alargarse por la pereza, ya que son las que m᳠seguramente llevan a la muerte.

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LAS TARDES DEL MALECӎ

A trav鳠de un calado jire nube, rosa

por el 䩭o rayo de sol agonizante,

luce Venus su fuego de pulido brillante

y la luna su aspecto de palidez medrosa.

El crep㵬o acaba. La tarde silenciosa,

avanza lentamente, y el manto acariciante

de sus velos, extiende sobre el rizo constante

de la sondas, que mueren la orilla rocosa.

Ha expirado la rubia luminaria del d�/font>

y, mientras que descansa el Morro su grandeza

sobre la dura margen de la costa brav�

simulando la sombra de un gigante tendido,

la noche, calurosa, descansa su pereza

 

sobre la superficie del mar adormecido.

 

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