índice

Alfonso Grosso

El  buen sol

La licencia

Carboneo

El buen sol

_iMiguel!

Quebró un hilo de voz sobre la almohada, estiró las piernas y se desperezó lentamente.

Tenía el cansancio atornillado a los huesos, pero se acercó a ella para acariciarla. Por la ventana entraba el fulgor desvaído de la farola que mecía el viento en la esquina de la calle. La alcoba estaba a oscuras y los niños se habían quedado dormidos.

_No es eso, Miguel. Quiero estar sólo junto a ti.

El deseo no llegaba ya de golpe por el camino de la garganta. Era necesaria aquella llamada, aquel previo contacto, para vencer al sueño, al cansancio, a la laxitud de los miembros y al desmadejamiento que dejaba la «automática» sobre el hombro derecho y los pulmones.

Antes era ella la que se veía obligada a negarse hasta ser vencida por su insistencia: por la yema de los dedos acariciantes, por el abrazo firme y duro, elástico y musculoso, por el rictus de búsqueda sobre los labios. Aunque le temblara en el vientre el latido del reloj materno y hubiera perdido las formas adolescentes, él tenía la misma arrogante seriedad a la hora del amor, en la estrecha cama de la alcoba matrimonial compartida con los hijos arrebujados a los pies, rítmica y acompasada la respiración bajo la modesta y pueblerina manta de cuadros.

Del “exterior, cara a la luz austral, paleando en las escombreras las escorias, había pasado al destajo de la planta quinta del pozo Santa Clara. Ciento cincuenta pesetas más en la nómina de cada sábado que aliviaban el presupuesto familiar desde septiembre, cuando, limpiándose las manos en las perneras de los pantalones cruzó la cristalera de la administración y dijo al facultativo: «Hace diez días que me nació el tercer hijo y a la parienta no le ha venido la leche. Tengo sanos los pulmones y tan hombre soy como el primero. Bájeme de piquera al “Virgen del Carmen” o al “Santa Clara”. Necesito la prima de interior. »

Achacaba a la falta de luz en su trabajo la culpa de su involuntaria continencia. Los domingos salía al campo para llenar los pulmones de aire y tenderse en la hierba, boca arriba, cara a las nubes altas que difuminaban el sol en los predios cereales, por tierra de Cantillana y Los Rosales. Regresaba purificado, con el deseo estallándole de nuevo en los labios, en la garganta, en la yema de los dedos y en el corazón, feliz de haber recuperado el torrente vital. Pero era necesario esperar la llegada de una nueva semana y un nuevo asueto para volver a sentirse hombre.

_Déjalo. Estoy cansada, Miguel. No te esfuerces.

 Se acercó más. El viento seguía columpiando el farol de la esquina. Sobre el cristal de la ventana tamborileaban las primeras gotas de lluvia que esponjarían las aceitunas de verdeo, harían crecer un palmo los híbridos maíces de la vega y enrarecería el aire de los compresores «berry» haciendo más difícil la respiración en el interior y más triste el regreso, con la esportilla del almuerzo, camino del hogar, atravesando las encharcadas escombreras y la explanada cenicienta.

_Está lloviendo _dijo a la mujer.

 _Duerme, no te apures. Mañana domingo verás como sale el sol.

Olía a tierra mojada y a praderío, a carbón quemado ya estiércol. A primavera. La luz de abril quebraba los cristales de los miradores encalados, los azulejos de la torre de la iglesia, los poliedros de hulla dispuestos para el embarque ferroviario. Unas nubes altas y delgadas paseaban el azul camino de Constantina y de Cazalla. Corrían perpendiculares al curso del Viar, sierra arriba, como los grajos en otoño. La pajarada galleaba el grito de la estación feliz en las ramas de los árboles del paseo y el correo de Mérida tomaba agujas en la vaguada, a la izquierda del pozo Santa Justa.

_Que no te entretengas luego en la taberna _dijo desde el portal, agitando la mano en un saludo de despedida.

Se había vestido un mono limpio y calzado unas alpargatas de cáñamo. Al llegar al sotillo cortó una varilla de fresno. Jugó con ella silbándola en el aire y dejándola caer luego sobre las perneras azules. Respiró hondo y aceleró el paso. Durante media hora caminó por el olivar. Al llegar al monte bajo serenó su andadura y buscó un calvero sin palma y sin genciana para tenderse al sol. Se dejó caer sobre la grama, boca arriba. Abrió las piernas y los brazos, cerró los ojos y se quedó enervado mientras el viento despeinaba sus cabellos y hacía tremolar las cintas sueltas de sus alpargatas.

La luz huía tras los castilletes de la cuenca minera cuando se levantó. De regreso, como una flor de girasol, se querenciaba con el disco redondo que caía tras las encinas de la serranía, por los collados y las lomas grises de San Blas y de Antonio María Claret, el pozo inaugurado durante la guerra civil, en el 11 Año Triunfal, cuando él apenas contaba cinco años.

Aquella noche los niños tardaron en dormirse. La madre hubo de acunarlos uno a uno para luego ir colocándolos amorosamente sobre los pies de la cama matrimonial. Y, aun ya arropados no terminaban de coger el sueño, insistiendo los mayores en jugar con el padre, que fumaba sentado sobre el borde de la cama, esperando.

Cuando ella apoyó la cabeza sobre la almohada, suelto el pelo, sonriente, brillantes los ojos, caminó descalzo hasta la llave de la luz y desconectó la corriente. La bombilla amarilla se esfumó en el techo de vigas de madera pintadas de añil.

_María, María _dijo, estrechándola.

El final del amor le llenó de una inconcreta tristeza, de un telúríco miedo, como de despedida. El deseo seguía pesándole sobre las palmas de las manos y las yemas de los dedos. Acarició suavemente el vientre de la esposa y volvió a buscarla. Hubieran seguido abrazados hasta el amanecer, pero el más pequeño de los hijos se despertó y comenzó a llorar. Ella tuvo que acunarlo en la cabecera mientras le cantaba muy bajito:

A la nana nanita

mi niño duerme,

con los ojos abiertos,

mayo y septiembre... .

Colgó la lamparilla del cinturón y avanzó por la galería. Llegaba el silbido del aire en los compresores de ventilación, el relincho de los  caballos que arrastraban las vagonetas por los raíles hasta la rotonda electrificada, y el tableteo de las «automáticas», arriba, al fondo del plano inclinado hacia donde trepaba arrastrándose camino del tajo. De rodillas, conectó el martillo automático a la conducción de aire comprimido, se la apoyó sobre el pecho y pulsó la puesta en marcha. Cada uno de sus miembros comenzó a vibrar mientras la hulla resbalaba como una cascada de agua negra delante de su pecho y el sudor empapaba los perniles de sus calzonas cortas y se escurría hasta, los tobillos por el camino de las ¡rodillas.

Aún tenía en el pecho el frescor umbrío del aire de la campiña. Recordó la noche y sonrió. Parecía volverle el deseo. Las «automáticas» continuaban perforando el corte. Notó ácido el paladar y se ensalivó los labios. El mismo sabor inconfundible llegaba también a la boca de cada uno de los camaradas de la cuadrilla. Se buscaron con la mirada unos a otros, interrogantes. Los martillos dejaron de picar la roca. Inesperadamente, la luz de la «lámpara maestra» se apagó. Unos segundos más tarde se producía una explosión. Una nube espesa y turbia envolvía la galería y los caballos relincharon enloquecidos partiendo las cadenas que los uncían a las vagonetas.

Una dorada claridad de amanecida, un luminoso resplandor delante de los ojos, y en el pecho un soplo fresco de pinada y de ribera umbría, la cadencia de las espigas mecidas por el viento y la voz cálida de la mujer y el llanto de los hijos. Luego, el templado vozarrón de Cándido Oropesa, el cuadrillero de la segunda planta, conminando a los camaradas al grito desgarrado de la protesta, hablándoles de la seguridad en el trabajo, del grisú, de los pulmones endurecidos aquel día de marzo, antes que la Civil lo dejara tendido para siempre a la entrada del castillete, abiertos los brazos como un profeta.

Después nada, el cálido vientre de la mujer y sus ojos brillantes frente al resplandor de la ventana, y la conciencia de no ser ya nunca; un montón de carne tumefacta y un cortejo de negros ataúdes subiendo la ladera del cementerio a hombros de los compañeros y una gran corona de flores con una cinta roja.

Un caballo relinchó por última vez en el anchurón antes de morir.

ir al índice

La licencia

Lo sostiene por el barbuquejo, y el «lepanto» oscila sobre el fuego, a la entrada del cobertizo, frente al andén. Y hasta allí llega el clamor de la rompiente y la graznada seca de las gaviotas.

El «factor» alimenta la fogata con la tablazón encharcada de una caja de pescado. El humo es espeso, blanquecino, y huele a mar.

También trae mojado el chaquetón de paño, y la saca de lona, y las perneras de los pantalones de campana, y la escarapela de la licencia, y las cintas de seda prendidas de la manga.

Todo por haber llegado a la estación a última hora, y atravesado bajo la lluvia la explanada del puerto y toda la línea del muelle de altura; porque a llover se ha echado de pronto, y a ninguno de los viajeros que esperan el tren les cayó ni una gota de agua, y permanecen sentados plácidamente en las banquetas del andén, y son una mujer y un niño de pecho, y un soldado de tierra, y un hombre joven, que puede ser un pescador, y otro más viejo, que puede ser ya cualquier cosa y porta una guitarra en bandolera.

Saca un cuarterón de tabaco y lo ofrece al «factor», y el «factor» lo coge sin decir nada, y cada cual se pone a liar su cigarro. Un buen gesto, porque al llegar no dijo nada, ni saludó, ni pidió permiso, sino que se acercó al fuego tranquilamente como si el fuego fuera suyo, y el «factor» no pareció siquiera haber advertido su presencia. Ahora, con el cigarro de por medio, es ya otra cosa:

_Con la licencia, no podrás fumar contrabando...

_No, no podré fumarlo.

_Ahora, a volver a tu casa, a tu trabajo y a tus cosas.

 _Sí.

_Porque tú eres de tierra adentro.

_De tierra adentro.

_Y te enrolarías por variar...

_Por variar.

_ Y ¿qué?

_Pues nada, que ya vuelvo.

_ Y ¿lo pasaste?

_Como lo pasan todos, supongo, por el estilo.

El humo de los cigarros hace de mordiente, y es más penetrante el olor salino de la tablazón _un olor fuerte y hermoso.

 _ Tanto sofoco, y del tren ni señal.

_El día que menos, trae una hora.

 _¿Una hora?

 _ Te asomas y lo miras si quieres en la pizarra. Media no hay quien se la quite.

Un camión pesquero rubrica la curva del puerto; luego se detiene donde la caseta de los carabineros. Se debe de haber calmado la mar,  porque algunas «parejas» maniobran la salida. El niño llora acurrucado en el regazo de la madre. 

_Ahora, a olvidar esto; ahora a lo tuyo, a darte de cara con la vida.

_Sí.

_Que una temporada en la mar, cuando se tienen veinte años, está bien; pero más si no se nació junto a ella...

El «lepanto» está seco. Le toca el turno al petate. Lo arrima con cuidado a la hoguera.

_¿Irás derecho a tu pueblo? :

(Serranía y peñascales y polvo, y otros acantilados y otra clase de puertos y otra forma de mirar la gente. La casa _cal y canto_ colgada del repecho, en la esquina misma donde paran, por el Viernes Santo, al Cristo, y se turnan los hombres y echan a suerte quién lo subirá desde allí hasta el final, hasta lo alto del pueblo, hasta la Colegiata. La única estación de vía crucis, la de su casa, donde el azar escoge a los hombres que, a partir de ella, llevarán al Cristo muerto, porque todas las otras estaciones son de pago y se subasta la penitencia. Y tuvo la suerte de que le tocara subirlo el mismo año que sentó plaza en la Armada. Y bajo el pañolón negro, le brillaron a su madre los ojos de gozo, y todo el mundo le felicitó. No es una tontería coger las andas sin costar una perra chica.)

_Derecho a mi pueblo.

_Es lo mejor que hace un hombre: volver a donde Dios le hizo nacer. Yo nunca salí de aquí: tengo la mar enfrente y no me acostumbraría a vivir sin ella. Y lo primero que hago cuando me levanto es echarle un vistazo, y ,aunque de día no le preste cuidado, vuelvo a echarle otro ojo antes de irme a dormir. Y, tú  es natural que eches de menos tu pueblo y tu madre, porque tendrás madre, y a tu novia y a tus hermanos. Que por muy pobre que se sea y muy solo que se esté, siempre habrá alguien que le espere a uno; siempre hay quien espere a un hombre cuando un hombre regresa...

       (Pero lo del Cristo es por la Semana Santa. que es cuando únicamente se anima el pueblo y llega personal forastero _porque dicen que lo de subir al Cristo tiene mucho mérito: pero, al día siguiente, apenas se ve ya un alma en la calle. Y, al revés que debiera ser, cada año que pasa, hay menos gente; no se sabe si porque nacen menos, o mueren más, o porque los que nacen se van también lo mismo que se van los muertos, para no volver nunca.)

_Y es agradable que le esperen a uno: mucho más después de una ausencia larga, porque se le saca más gusto. ¿Para cuánto hace que faltas?

_ Para dos años.

_ Y ¿no fuiste ni de permiso en ese tiempo?

 _ Ni de permiso.

(La madre y la novia, tras una niebla espesa, como la niebla del mar. Y se acuerda más de su madre: porque de su novia se acuerda unas veces y otras no. Y quisiera recordar a las dos más a menudo; pero, cuando recapacita sobre ello, se dice que no tiene la culpa de ser como es. Y, algunas veces, ha escrito a la novia y la novia no le ha contestado, y, cuando lo hacía, no sabía qué decirle, o, mejor dicho, que lo que tenía ganas de poner en el papel no sabía cómo expresarlo, y comprendía que a ella le debía suceder lo mismo.)

_ Teniendo novia, más ganas de volver tendrás, y, si tienes un buen oficio, más ganas todavía...

(La canga sobre la ladera. Antes de arar hay que quitar los pedruscos,  y, tanto se empina la labrantía, que muchas colleras de mula se despeñan cuando se surca. No se sabe de dónde sale tanta piedra, porque se quitan los pedruscos de un sitio y aparecen en otro. Y,  si se quitan todos, es casi peor, porque cuando llueve el agua arrastra la tierra y, a veces, hasta la simiente.

_ Y si tienes la suerte de trabajar en lo tuyo, mejor que mejor...

El niño ha dejado de llorar. Los hombres que cargan el pescado en la  lonja usan camisas de cuadros chillones,  y, desde el cobertizo. a través de la lluvia, son como un arco iris.

-Qué más hubiera querido yo a tu edad que tener algo y trabajar en lo mío. Aunque hubiera sido un trocito de tierra así _señaló_ como el tamaño de un centollo, así.

Viene claro por estribor. Las nubes se deshacen sobre la orilla de la Iria, donde se estrangula la línea del horizonte. Bajo el tono del viento, del frescachón y el run de los motores de gas-oil llega sólo de tarde en tarde. Ahora las gotas que caen son gordas y espaciadas y tamborilean sobre el tejadillo de hojalata.

Patea el firme de cemento; pero de las perneras no resbala ya ningún agua. La hoguera agoniza, y el «factor» se vuelve de espaldas y se agacha para cortar más astillas.

Ninguna señal del tren, ningún silbido, ningún estremecimiento en las dunas de arena; pero el «factor ya sabe que el tren viene, que el tren se acerca. Es como un sexto sentido. Acertó, porque el jefe de estación toca la campanilla para anunciar la salida de la estación próxima y pasea luego por el andén con la banderola de señales arrollada bajo el brazo.

Todo ha sido tan rápido que no ha dado lugar de anunciárselo al marinero. Se siente feliz de no haber marrado. Es, seguramente, la primera vez en diez años que el tren carreta llega casi a su hora.

Y, entonces, levanta los ojos y, al levantarlos,  se da cuenta que junto a la hoguera no hay nadie, y mira hacia el andén por si estuviera sacando el billete: pero deja de hacerlo porque supone que trae “carta de embarque”, y echa un vistazo a la explanada que lleva a la lonja, y pone mucha atención porque es ya viejo y usa gafas _y las saca de la funda de aluminio y se las coloca con parsimonia_ y es ahora cuando ve la mancha azul de la marinera y el «lepanto»,  y la saca de lona,  y las cintas de seda de la licencia.

Y lleva camino de la lonja, precisamente hacia el lado izquierdo de ella, donde está la bolsa de trabajo, donde se contratan los hombres para la faena de la pesca de altura y tienen sus oficinas los armadores.

Las dunas de arena se estremecen, y se oye claramente el silbido del tren que se acerca. Y resulta que el hombre viejo se ha debido poner a tocar la guitarra, porque del andén llega una musiquilla melancólica.

ir al índice

Carboneo

Apagó el boliche. Es su obligación. Terminar y apagar es todo una. El «forestal» acecha donde menos se piensa. El «forestal» conoce tan bien como el carbonero la trocha, los canchales escalonados por donde sube el ganado cabrío: todo el camino, toda la andadura; cada brezal, y cada mata de helecho. El «forestal» tiene buenos botines, buenas polainas, buen pantalón, buena puntería.

Se cerciora de que en la carbonada no queda siquiera ni una chispita de candela, ni un rescoldo. Luego, se deja caer sobre la ladera un rato a descansar, y a liar un pitillo y a no pensar en nada. Las dos sacas de carbón están ya cargadas, bien dispuestas sobre las angarillas, sobre el baste del muleto.

A su derecha crece el pinar: el pinar joven, el pinar nuevo; el pinar que cada año roba al monte una parcela de brezo, una cresta, un carrascal. El pinar que avanza y hace cada día más difícil el carboneo; el modesto, el duro carboneo de la raíz del brezo, de la raíz nudosa que se agarra a la arenisca serrana como una mandrágora.

El «Patronato» tiene guardias jóvenes, fuertes, con buenas espaldas y buenos pulmones para subir, y buenas piernas y buen traje. No se engaña al «forestal». El «forestal» es como una «pajarita riera» que salta de un 1ado a otro, que huele la carbonada a media legua, que monta en un santiamén el cerrojo de la carabina. que sabe interrogar _como la Civil_, que tiene desparpajo y alegría en los ojos y conoce el oficio. Casi le hubiera gustado ser «forestal», de conocer las cuatro reglas y tener veinte años menos. Pero con sus cincuenta y cinco a las espaldas  ni fuerzas para sacar carbón tiene ya.

Ahora no piensa en esto, no piensa en nada. Da largas chupadas a su cigarro, ensalivado, mugriento de carboncilla, y mira para el valle, para el hilo platino del río, para las casas _para su casa_ que se amontonan en la otra vertiente de la sierra, a la izquierda de los pequeños huertos de cerezos, de los escasos, de los pobres huertines que no dan ni para vivir _para echar fuera_ un par de semanas del año siquiera.

Buena jornada. No se puede quejar. Calcula que, por poco que valga la carbonada, sacará los diez duros. Desayunó un buen trozo de pan y unas ciruelas y tuvo hasta la suerte de atinar _horas después del mediodía_ con un cantillo a un lagarto de a vara, que despellejó y asó luego bajo la ceniza del boliche. No hubiera cambiado el bocado por un trozo de tasajo. Ha conservado la piel _verde, hermosa, veteada de ramalazos cárdenos, de ramalazos de añil_ en el zurrón para que le crean. Más de la vara tenía.

Más de la vara tiene la piel. No vio otro mayor. Simón Cruz, en la taberna, al caer la tarde, entre dos luces, no le porfiará el tamaño como otras veces. Como Santo Tomás, ver para creer: así es Simón.

Aunque parece que el caserío lo tiene allí a dos pasos, a un tiro de honda, han de pasar tres largas horas antes de llegar hasta él _una y otra vuelta a la serranía_. Antes verá el sol caer rodando por la vertiente, y el río, que es ahora como una astilla de «cuadrante», será luego como el rastro del animal que se pega a la tierra haciendo eses, del animal que no se nombra, del animal que lleva en la lengua el mismo veneno que tiene la luna en menguante, el rayo que mata a los niños.

Se encuentra bien allí, tendido, perezoso: pero sabe que la vida no está hecha para el sesteo, que le quedan casi dos leguas para andar, y se levanta y toma el muleto por el ronzal, y hasta ganas de cantar siente, si supiera, mientras toma el caminito del macho cabrío.

En el cruce, el «alto» le sorprende, porque a los «jurados» el terreno no les cae de jurisdicción. Saliendo del coto, si el «forestal» encuentra al carbonero por el camino de herradura, el «forestal» saluda como un paisano. Se sorprende, pero obedece. Está acostumbrado a obedecer. El «forestal» se acerca sonriente, con la carabina terciada.

_¿De vuelta?

_ De vuelta, de vuelta.

 _¿Qué tal la jornada?

 _Para no llorar.

_¿Brezo?

 _Brezo.

_¿No habrás hurgado en la pinada? ¿,No habrás quebrado los retoños? ¿No habremos quemado varetones?

_Sabe que no, que no se quema. Sabe que se respeta el «Patri_ monio».

_¿A qué hora saliste a la carbonada?

_Al alba, como siempre.

_¿Cómo te llamas?

_Frasco, Francisco, Francisco el de Bretones.

El «forestal» toca la culata de la escopeta y se quita el sombrero. El «forestal» se rasca tras la oreja y tuerce la boca. Al «forestal» se le encasquillan las palabras. Dice: «Anda, corre, Francisco; este mediodía se te ahogó un hijo en la presa. Vete. Yo te bajo el muleto. He subido a buscarte de parte del cura».

Los chicos bajaron a la presa por mor de los franceses. Se corrió la noticia. En el último pupitre se concertó la novillada para el mediodía. Los franceses habían acampado a orillas de la presa; los franceses habían llegado en un pequeño automóvil; los franceses no habían subido siquiera al pueblo. Los franceses habían instalado su tienda de campaña cerca de los juncos. Tres colleras; tres mujeres, tres hombres.

Desde la víspera vivaqueaban la orilla de calzón corto; fumando, leyendo un libro bajo el sotillo de los álamos, zambulléndose, escuchando la radio portátil.

Había que bajar a verlos. Se aprovecharía la tarde para darse un chapuzón en la vadina. Bajaron los tres chicos luego del almuerzo: Alejo, Matías y Frasco. Al llegar a la orilla del sotillo, los franceses habían ya desaparecido. Removieron la fogata campamental, todavía humeante; hurgaron en las latas de conserva vacías; lucharon por el papel de estaño de los paquetes de cigarrillos, por las hojas de «couché» de las revistas a todo color. Luego, se desprendieron del calzón sujeto con una tiranta, de la blusilla descolorida, de las alpargatas. El agua estaba demasiado fría. Se salpicaron. Acabaron por vencer el escalofrío. Nadaron.

El lagarto tomaba el sol soñoliento y desprevenido sobre el canchal pulimentado, al otro lado de la presa. Era un lagarto grande, de seis palmos, de más de una vara; un lagarto perezoso y verdiazul con vetas rojizas.

Frasco lo presintió. Acababa de salir: acababa de sacar la cabeza del agua después de un buceo y se le pusieron de punta los pelos de gusto, de placer. Nadó indiferente hasta la orilla, como haciéndose el tonto, sin mirarle siquiera. Salió del agua y dio un recorte al canchal. A menos de un metro, el lagarto tomaba el sol, quieto, feliz, indiferente.

Todavía queda que buscar el guijarro, el cantillo, el arma para asestar el golpe. Entonces es cuando suenan los gritos de Alejo y Matias; los gritos que rompen la quietud, la siesta reptil. Un gol en la propia portería, una traición. El hombre avisa al animal que el hombre le acecha. El lagarto hace un sesgo, rodea el junco y entra en una grieta de la piedra ancha como una herida de asta, en una grieta profunda como una garganta de cordero, en una grieta a nivel del agua. Frasco no se da por vencido. Se chapuza y mete el brazo _el pequeño brazo_ en la hurera, profunda como un corazón. La recorre de arriba abajo, de derecha a izquierda, fieramente. De pronto siente como un estremecimiento, como una desazón, como un latigazo. El dolor llega luego. Se siente incapaz de mantenerse a flote. Un hilillo de sangre recorre el brazo; un hilillo de sangre clarita, como un geranio. Entonces le llega una luz alta, azul _una luz como el faro de los camiones al subir al puerto_, desvaída. Después, el banco de la escuela y la fotografía iluminada que preside la tarima del maestro y la bandera en un rincón sobre su pedestal de hojalata, y el mapa, y la carpeta de hule, y los tinteros de porcelana, y las plumillas «La corona», y los tomos de las enciclopedias, y el armario donde se guardan las tizas, y los lápices, y los cuadernos, y las pizarras. Después, otra vez la luz azul; luego, nada. Parece como si todo el chorro de agua de la cascada montañera le hubiera caído en la garganta, como si se hubiera tragado de un golpe cien huesos de cerezas.

El lagarto se asomó a la grieta y miró al agua. El lagarto no vio los círculos concéntricos, ni las burbujas, ni la mano que se asomó tres veces a la superficie. El lagarto, cachazudo y perezoso _inconsciente de su triunfo_, cruzó el chacal pulimentado y trepó por la ladera, entre los brezales.

Alejo y Matias, desde la otra orilla, rompieron con sus gritos guturales, entrecortados, la quietud de la siesta. «Frasco... Frasco... Frasco...».

Frasco soñaba aún, en una postrera palpitación, con una cordillera terrosa sobre la raya de Portugal del mapa ibérico, hundido en la lama gris.

Simón Cruz aventa la ceniza de su cigarro.

Cruzadas las piernas, sentado en la banqueta de castaño, dibuja un palote _una raya con un tízón_ cada vez que un carbonero entra en la casa y deja un saco en el corral; uno más en la pira amontonada para una nueva remesa a Salamanca.

Cuando Francisco el de Bretones entra, Simón Cruz se levanta y echa una mano a los hombros del carbonero:

_Sentí la desgracia, mandé a la mujer al velatorio.

_Cumplido quedaste.

_Cosas que han de pasar, que están escritas.

 _iCosas!

_ De no ser por el trajín del negocio te hubiera acompañado a darle tierra.

_Cumpliste.

_¿Cuántos sacos traes?

_ La docena. Como ayer no subí, perdí una pareja.

 _ Más perdiste.

 _iMás!

Francisco el de Bretones tiene a punto de la lengua una sonrisa, una sonrisa descolorida, una sonrisa un poco turbia. Parece que Francisco el de Bretones haya bebido un vaso de más. Francisco el de Bretones saca de la camisa _de dentro de la camisa_ una tira de pellejo, húmedo, una tira de pellejo fláccido, verdoso, entreverado de azules y violetas.

_ Lo acerté el día de la desgracia.

Simón Cruz casi no puede creer lo que ve.

_¿Lo acertaste?

 _ Del primero.

A Simón Cruz se le sube la envidia cazadora a las sienes. En buena ley ha de admitir que no vio un lagarto parecido en todos los años de su vida.

_ Tres duros te doy por la pelleja.

 _¿Tres duros?

_Cuatro.

_ Ni por diez. Es un recordatorio. No se da todos los días un cantazo como éste.

_No se da, no.

PULSA AQUÍ PARA LEER TEXTOS DE VIAJES Y COSTUMBRES

ir al índice

 

IR AL ÍNDICE GENERAL