lvaro Mutis

�ice

El 䩭o rostro

La muerte del estratega

Sharaya

Cada poema un p᪡roque huye

Exilio

Nocturno

EL ڌTIMO ROSTRO

El 䩭o rostro es el rostro con el que te recibe la muerte.
De un manuscrito ano de la Biblioteca
del Monasterio del Monte Athos, siglo XI

 

L

as p᧩nas que van a leerse pertenecen a un legajo de manuscritos vendidos en la subasta de un librero de Londres pocos aﳠdespu鳠de terminada la segunda guerra mundial. Formaron parte estos escritos de los bienes de la familia Nimbourg-Napierski, el 䩭o de cuyos miembros muri८ Mers-el Kebir combatiendo como oficial de la Francia libre. Los Nimbourg-Napierski llegaron a Inglaterra meses antes de la ca� de Francia y llevaron consigo algunos de los m᳠preciados recuerdos de la familia: un sable con mango adornado de rub� y zafiros, obsequio del mariscal Jos預oniatowski al coronel de lanceros Miecislaw Napierski, en recuerdo de su heroica conducta en la batalla de Friedland; una serie de bocetos y dibujos de Delacroix comprados al artista por el pr�ipe de Nimbourg_Boulac, la coleccie monedas antiguas del abuelo Nimbourg-Napierski, muerto en Londres pocos d� despu鳠de emigrar y los manuscritos del diario del coronel Napierski, ya mencionados.

      Por un azar llegaron a nuestras manos los papeles del coronel Napierski y al hojearlos en busca de ciertos detalles sobre la batalla de Bail鮬 que all�e narra, nuestra vista cay೯bre una palabra y una fecha: Santa Marta, diciembre de 1830. Iniciada su lectura, el inter鳠sobre la derrota de Bail鮠se esfumࢩen pronto a medida que nos internᢡmos en los apretados renglones de letra amplia y clara del coronel de coraceros. Los folios no estaban ordenados y hubo que buscar entre los ocho tomos de legajos aquellos que, por el color de la tinta y ciertos nombres y fechas, indicaban pertenecer a una misma 鰯ca.

      Miecislaw Napierski hab�viajado a Colombia para ofrecer sus servicios en los ej鲣itos libertadores. Su esposa, la condesa Ad騡ume de Nimbourg-Boulac, hab�muerto al nacer su segundo hijo y el coronel, como buen polon鳬 busc८ Am鲩ca tierras en donde la libertad y el sacrificio alentaran sus sueﳠde aventura truncados con la ca� del Imperio. Dej೵s dos hijos al cuidado de la familia de su esposa y embarcడra Cartagena de Indias. En Cuba, en donde tocଡ fragata en que viajaba, fue detenido por una oscura delaci encerrado en el fuerte de Santiago. All�adeciඡrios aﳠde prisiasta cuando logrॶadirse y escapar a Jamaica. En Kingston embarc८ la fragata inglesa "Shanon" que se dirig�a Cartagena.

      Por razones que se verᮠm᳠adelante, se transcriben 飡mente las p᧩nas del Diario que hacen referencia a ciertos hechos relacionados con un hombre y las circunstancias de su muerte, y se omiten todos los comentarios y relatos de Napierski ajenos a este episodio de la historia de Colombia que diluyen y, a menudo, confunden el desarrollo del dramᴩco fin de una vida.

      Napierski escribiॳta parte de su Diario en espaשּׁ idioma que dominaba por haberlo aprendido en su estada en Espaᠤurante la ocupacie los ej鲣itos napoleos. En el tono de ciertos pᲲafos se nota empero la influencia de los poetas poloneses exiliados en Par�y de quienes fuera �imo amigo, en especial de Adam Nickiewiez a quien aloj८ su casa.

      29 de junio. Hoy conoc�l general Bol�r. Era tal mi inter鳠por captar cada una de sus palabras y hasta el menor de sus gestos y tal su poder de comunicaci la intensidad de su pensamiento que, ahora que me siento a fijar en el papel los detalles de la entrevista, me parece haber conocido al Libertador desde hace ya muchos aﳠy servido desde siempre bajo sus ⤥nes.

      La fragata anclॳta maᮡ frente al fuerte de Pastelillo. Un edecᮠllegయr nosotros a eso de las diez de la maᮡ. Desembarcamos el capitᮬ un agente consular britᮩco de nombre Page y yo.   Al llegar a tierra fuimos a un lugar llamado Pie de la Popa por hallarse en las estribaciones del cerro del mismo nombre, en cuya cima se halla una fortaleza que antauera convento de monjas. Bol�r se traslad࡬l�esde el pueblecito cercano de Turbaco, movido por la ilusie poder partir en breves d�.

      Entramos en una amplia casona con patios empedrados llenos de geranios un tanto mustios y gruesos muros que le dan un aspecto de cuartel. Esperamos en una pequeᠳala de muebles desiguales y destartalados con las paredes desnudas y manchadas de humedad. Al poco rato entr६ seﲠIbarra, edecᮠdel Libertador, para decirnos que Su Excelencia estaba terminando de vestirse y nos recibir�en unos momentos. Poco despu鳠se entreabri൮a puerta que yo hab�cre� clausurada y asomଡ cabeza un negro que llevaba en la mano unas prendas de vestir y una manta e hizo a Ibarra se᳠de que pod�os entrar.

      Mi primera impresiue de sorpresa al encontrarme en una amplia habitaciac� con alto techo artesonado, un catre de campaᠡl fondo, contra un rincy una mesa de noche llena de libros y papeles.  

De nuevo las paredes vac� llenas de churretones causados por la humedad. Una ausencia total de muebles y adornos. ڮicamente una silla de alto respaldo, desfondada y descolorida, miraba hacia un patio interior sembrado de naranjos en flor, cuyo suave aroma se mezclaba con el de agua de colonia que predominaba en el ambiente. Pens鬠por un instante, que seguir�os hacia otro cuarto y que esta ser�la habitacirovisional de algࡹudante cuando una voz hueca pero bien timbrada, que denotaba una extrema debilidad f�ca, se oy͊ tras de la silla hablando en un franc鳠impecable traicionado apenas por un leve 㣥nt du midi༯span>

      _Adelante, seﲥs, ya traen algunas sillas. Perdonen lo escaso del mobiliario, pero estamos todos aqu�n poco de paso. No puedo levantarme, exc宭e ustedes.

      Nos acercamos a saludar al h鲯e mientras unos soldados, todos con acentuado tipo mulato, colocaban unas sillas frente a la que ocupaba el enfermo. Mientras 鳴e hablaba con el capitᮠdel velero, tuve oportunidad de observar a Bol�r. Sorprende la desproporcintre su breve talla y la en鲧ica vivacidad de las facciones. En especial los grandes ojos oscuros y h夯s que se destacan bajo el arco pronunciado de las cejas. La tez es de un intenso color moreno, pero a trav鳠de la fina camisa de batista, se advierte un suave tono olivᣥo que no ha sufrido las inclemencias del sol y el viento de los tr੣os. La frente, pronunciada y magn�ca, estᠳurcada por multitud de finas arrugas que aparecen y desaparecen a cada instante y dan al rostro una expresie ata amargura, confirmada por el diseelgado y fino de la boca cercada por hondas arrugas. Me record६ rostro de C鳡r en el busto del museo Vaticano. El ment pronunciado y la nariz fina y aguda, borran un tanto la impresie melanc쩣a amargura, poniendo un sello de densa energ�orientada siempre en toda su intensidad hacia el interlocutor del momento. Sorprenden las manos delgadas, ahusadas, largas, con u᳠ almendradas y pulcramente pulidas, ajenas por completo a una vida de batallas y esfuerzos sobrehumanos cumplidos en la inclemencia de un clima implacable.

      Un gesto del Libertador _olvidaba decir que tal es el t�lo con que honrࡠBol�r el Congreso de Colombia y con el cual se le conoce siempre m᳠que por su nombre o sus t�los oficiales_ me impresion͊ sobremanera, como si lo hubiera acompa᤯ toda su vida. Se golpea levemente la frente con la palma de la mano y luego desliza 鳴a lentamente hasta sostenerse con ella el mentntre el pulgar y el �ice; as�ermanece largo rato, mirando fijamente a quien le habla. Estaba yo absorto observando todos sus ademanes cuando me hizo una pregunta, interrumpiendo bruscamente una larga explicaci del capitᮠsobre su itinerario hacia Europa.

      _Coronel Napierski, me cuentan que usted sirviࢡjo las ⤥nes del mariscal Poniatowski y que combati࣯n 鬠en el desastre de Leipzig.

      _S�Excelencia _respond�onturbado al haberme dejado tomar de sorpresa_, tuve el honor de combatir a sus ⤥nes en el cuerpo de lanceros de la guardia y tuve tambi鮠el terrible dolor de presenciar su heroica muerte en las aguas del Elster. Yo fui de los pocos que logramos llegar a la otra orilla.

      _Tengo una admiraciuy grande por Polonia y por su pueblo _me contest¯l�r_, son los 飯s verdaderos patriotas que quedan en Europa. Qu頬᳴ima que haya llegado usted tarde. Me hubiera gustado tanto tenerlo en mi Estado Mayor _permaneci൮ instante en silencio, con la mirada perdida en el quieto follaje de los naranjos_. Conoc�l pr�ipe Poniatowski en el sale la condesa Potocka, en Par� Era un joven arrogante y simpᴩco, pero con ideas pol�cas un tanto vagas. Ten�debilidad por las maneras y costumbres de los ingleses y a menudo lo pon�en evidencia, olvidando que eran los m᳠acerbos enemigos de la libertad de su patria. Lo recuerdo como una mezcla de hombre valiente hasta la temeridad pero ingenuo hasta el candor. Mezcla peligrosa en los vericuetos que llevan al poder. Muri࣯mo un gran soldado. Cu᮴as veces al cruzar un r�(he cruzado muchos en mi vida, coronel) he pensado en 鬬 en su envidiable sangre fr� en su espl鮤ido arrojo. As�e debe morir y no en este peregrinaje vergonzante y penoso por un pa�que ni me quiere ni piensa que le haya yo servido en cosa que valga la pena.

      Un joven general con espesas patillas rojizas, se apresur͊ respetuosamente a interrumpir al enfermo con voz un tanto quebrada por encontrados sentimientos:

      _Un grupo de viles amargados no son toda Colombia, Excelencia. Usted sabe cu᮴o amor y cu᮴a gratitud le guardamos los colombianos por lo que ha hecho por nosotros.

      _S�contest¯l�r con un aire todav�un tanto absorto_, tal vez tenga razCarreﬠpero ninguno de esos que menciona estaban a mi salida de Bogotᬠni cuando pasamos por Mariquita.

      Se me escap६ sentido de sus palabras, pero not頥n los presentes una s鴡 expresie verg y molestia casi f�ca. Torn͊ Bol�r a dirigirse a m�on renovado inter鳺

      _Y ahora que sabe que por acᠴodo ha terminado, 婠piensa usted hacer, coronel?

      _Regresar a Europa _respondퟠlo m᳠pronto posible. Debo poner orden en los asuntos de mi familia y ver de salvar, as�ea en parte, mi escaso patrimonio.

      _Tal vez viajemos juntos _me dijo, mirando tambi鮠al capitᮮ

      ɳte explic࡬ enfermo que por ahora tendr�que navegar hasta La Guaira y que, de all�regresar�a Santa Marta para partir hacia Europa. Indic౵e s쯠hasta su regreso podr�recibir nuevos pasajeros. Esto tomar�dos o tres meses a lo sumo porque en La Guaira esperaba un cargamento que ven�del interior de Venezuela. El capitᮠmanifest౵e, al volver a Santa Marta, ser�para 鬠un honor contarlo como hu鳰ed en la "Shanon" y que, desde ahora, iba a disponer lo necesario para proporcionarle las comodidades que exig� su estado de salud.

      El Libertador acogiଡ explicaciel marino con un amable gesto de iron�y coment꠼/span>

      _Ay, capitᮬ parece que estuviera escrito que yo deba morir entre quienes me arrojan de su lado. No merezco el consuelo del ciego Edipo que pudo abandonar el suelo que lo odiaba.

      Permaneci८ silencio un largo rato; s쯠se escuchaba el silbido trabajoso de su respiraci algഭmido tintineo de un sable o el crujido de alguna de las sillas desvencijadas que ocupᢡmos. Nadie se atreviࡠinterrumpir su hondo meditar, evidente en la mirada perdida en el quieto aire del patio. Por fin, el agente consular de Su Majestad britᮩca se puso en pie. Nosotros le imitamos y nos acercamos al enfermo para despedirnos. Saliࡰenas de su amargo cavilar sin fondo y nos mir࣯mo a sombras de un mundo del que se hallaba por completo ausente. Al estrechar mi mano me dijo sin embargo:

      _Coronel Napierski, cuando lo desee venga a hacer compa�a este enfermo. Charlaremos un poco de otros d� y otras tierras. Creo que a ambos nos harᠭucho bien.

      Me conmovieron sus palabras. Le respond�

      _No dejar頤e hacerlo, Excelencia. Para m�s un placer y una oportunidad muy honrosa y feliz el poder venir a visitarle. El barco demora aqu�lgunas semanas. No dejar頤e aprovechar su invitaci

      De repente me sent�nvarado y un tanto ceremonioso en medio de este aposento m᳠que pobre y despu鳠de la llaneza de buen tono que hab�usado conmigo el h鲯e.

      Es ya de noche. No corre una brizna de viento. Subo al puente de la fragata en busca de aire fresco. Cruza la sombra nocturna, allᠥn lo alto, una bandada de aves chillonas cuyo grito se pierde sobre el agua estancada y a媡 de la bah� Allᠡl fondo, la silueta angulosa y vigilante del fuerte de San Felipe. Hay algo intemporal en todo esto, una extraᠡtm㦥ra que me recuerda algo ya conocido no s頤 ni cuᮤo. Las murallas y fuertes son una reminiscencia medieval surgiendo entre las ci鮡gas y lianas del tr੣o. Muros de Aleppo y San Juan de Acre, kraks del L�no. Esta solitaria lucha de un guerrero admirable con la muerte que lo cerca en una ronda de amargura y desengaﮠ㮤e y cuᮤo viv�odo esto?

      30 de junio. Ayer envi頵n grumete para que preguntara c�segu�el Libertador y si pod�visitarle en caso de que se encontrara mejor. Regres࣯n la noticia de que el enfermo hab�pasado p鳩ma noche y le hab� aumentado la fiebre. Personalmente, Bol�r me enviaba decir que, si al d�siguiente se sent�mejor, me lo har�saber para que fuera a verlo. En efecto, hoy vinieron a buscarme, a la hora de mayor calor, las dos de la tarde, el general Montilla y un oficial cuyo apellido no entend�laramente. 젌ibertador se siente hoy un poco mejor y estar�encantado de gozar un rato de su compa�, explicͯntilla repitiendo evidentemente palabras textuales del enfermo. Siempre se advierte en Bol�r el hombre de mundo detr᳠del militar y el pol�co. Uno de los encantos de sus maneras es que la banalidad del brillante frecuentador de los salones del consulado ha cedido el paso a cierta llaneza castrense, casi hogareᬠque me recuerdan al mariscal McDonald, duque de Tarento o al conde de FernᮠN庮 A esto habr�que agregar un personal acento criollo, mezcla de capricho y fogosidad, que lo han hecho, segॳ bien conocido, hombre en extremo afortunado con las mujeres.

      Me llevaron al patio de los naranjos, en donde le hab� colgado una hamaca. Dos noches de fiebre marcaban su paso por un rostro que ten�algo de m᳣ara frigia. Me acerco a saludarlo y con la mano me hace se᳠de que tome asiento en una silla que me han tra� en ese momento. No puede hablar. El edecᮠIbarra me explica en voz baja que acaba de sufrir un acceso de tos muy violento y que de nuevo ha perdido mucha sangre. Intento retirarme para no importunar al enfermo y 鳴e se incorpora un poco y me pide con una voz ronca, que me conmueve por todo el sufrimiento que acusa:

      _No, no, por favor, coronel, no se vaya usted. En un momento ya estar頢ien y podremos conversar un poco. Me harᠭucho bien..., se lo ruego..., qu餥se.

      Cerrଯs ojos. Por el rostro le cruzan vagas sombras. Una expresi de alivio borra las arrugas de la frente. Suaviza las comisuras de los labios. Casi sonr� Tom頡siento mientras Ibarra se retiraba en silencio. Transcurrido un cuarto de hora pareciथspertar de un largo sueﮠSe excusయr haberme hecho llamar creyendo que iba a estar en condiciones de conversar un rato. ᢬eme un poco de usted _agregﬠcuᬠes su impresie todo esto๠subrayॳtas palabras con un gesto de la mano. Le respond�ue me era un poco dif�l todav�formular un juicio cierto sobre mis impresiones. Le coment頤e mi sensacin la noche, frente a la ciudad amurallada, ese intemporal y vago hundirme en algo vivido no s頤, ni cuᮤo. Empez८tonces a hablarme de Am鲩ca, de estas rep쩣as nacidas de su espada y de las cuales, sin embargo, allᠥn su m᳠ �imo ser, se siente a menudo por completo ajeno.

      _Aqu�e frustra toda empresa humana _comentﮠEl desorden vertiginoso del paisaje, los r� inmensos, el caos de los elementos, la vastedad de las selvas, el clima implacable, trabajan la voluntad y minan las razones profundas, esenciales, para vivir, que heredamos de ustedes. Esas razones nos impulsan todav� pero en el camino nos perdemos en la hueca ret⩣a y en la sanguinaria violencia que todo lo arrasa. Queda una conciencia de lo que debimos hacer y no hicimos y que sigue trabajando allᠡdentro, haci鮤onos inconformes, astutos, frustrados, ruidosos, inconstantes. Los que hemos enterrado en estos montes lo mejor de nuestras vidas, conocemos demasiado bien los extremos a que conduce esta inconformidad est鲩l y retorcida. ᢥ usted que cuando yo ped�a libertad para los esclavos, las voces clandestinas que conspiraron contra el proyecto e impidieron su cumplimiento fueron las de mis compa岯s de lucha, los mismos que se jugaron la vida cruzando a mi lado los Andes para vencer en el Pantano de Vargas, en Boyacᠹ en Ayacucho; los mismos que hab� padecido prisi miserias sin cuento en las cᲣeles de Cartagena, el Callao y Cᤩz de manos de los espaﬥs? 㭯 se puede explicar esto si no es por una mezquindad, una pobreza de alma propias de aquellos que no saben qui鮥s son, ni de d son, ni para qu頥stᮠen la tierra? El que yo haya descubierto en ellos esta condiciel que la haya conocido desde siempre y tratado de modificarla y subsanarla, me ha convertido ahora en un profeta inc�o, en un extranjero molesto. Por esto sobro en Colombia, mi querido coronel, pero un hado extra dispone que yo muera con un pie en el estribo, indicᮤome as�ue tampoco mi lugar, la tumba que me corresponde, estᠡllende el Atl᮴ico.

      Hablaba con febril excitaciMe atrev� sugerirle descanso y que tratara de olvidar lo irremediable y propio de toda condici humana. Traje al caso algunos ejemplos harto patentes y dolorosos de la reciente historia de Europa. Se quedథnsativo un momento. Su respiracie regulariz젳u mirada perdiଡ delirante intensidad que me hab�hecho temer una nueva crisis.

      _Da igual, Napierski, da igual, con esto no hay ya nada que hacer _coment೥ᬡndo hacia su pecho_; no vamos a detener la labor de la muerte callando lo que nos duele. M᳠vale dejarlo salir, menos daa de hacernos hablᮤolo con amigos como usted.

      Era la primera vez que me trataba con tan amistosa confianza y esto me conmovi젮aturalmente. Seguimos conversando. Volv� comentarle de Europa, la desorientacie quienes aࡱoraban las glorias del Imperio, la necedad de los gobernantes que intentaban detener con viejas ma᳠y rutinas de gabinete un proceso irreversible. Le habl頍 de la tiran�rusa en mi patria, de nuestra frustracie los planes de alzamiento preparados en Par� Me escuchaba con inter鳠 mientras una vaga sonrisa, un gesto de amable escepticismo, le recorr�el rostro.

      _Ustedes saldrᮠde esas crisis, Napierski, siempre han superado esas 鰯cas de oscuridad, ya vendrᮠpara Europa tiempos nuevos de prosperidad y grandeza para todos. Mientras tanto nosotros, aqu�n Am鲩ca, nos iremos hundiendo en un caos de est鲩les guerras civiles, de conspiraciones s⤩das y en ellas se perderᮠtoda la energ� toda la fe, toda la razecesarias para aprovechar y dar sentido al esfuerzo que nos hizo libres. No tenemos remedio, coronel, as�omos, as�acimos...

      Nos interrumpi६ edecᮠIbarra que tra�un sobre y lo entreg࡬ enfermo. Reconoci࡬ instante la letra y me explic೯nriente: 堍 va a perdonar que lea esta carta ahora, Napierski. La escribe alguien a quien debo la vida y que me sigue siendo fiel con lo mejor de su almaͥ retir頡 un rincara dejarlo en libertad y coment頡lgunos detalles de mis planes con Ibarra. Cuando Bol�r terminथ leer los dos pliegos, escritos en una letra menuda con grandes may㵬as semejantes a arabescos, nos llamࡠsu lado. Estaba muy cambiado, casi dijera que rejuvenecido.

      Nos quedamos un largo rato en silencio. Miraba al cielo por entre los naranjos en flor. Suspirਯndamente y me habl࣯n cierto acento de ligereza y hasta de coqueter�

      _Esto de morir con el corazoven tiene sus ventajas, coronel. Contra eso s�o pueden ni la mezquindad de los conspiradores ni el olvido de los pr詭os ni el capricho de los elementos... ni la ruina del cuerpo. Necesito estar solo un rato. Venga por aqu�᳠a menudo. Usted ya es de los nuestros, coronel, y a pesar de su magn�co castellano a los dos nos sirve practicar un poco el franc鳠que se nos estᠥmpolvando.

      Me desped�on la satisfaccie ver al enfermo con mejores ᮩmos. Antes de tornar a la fragata, Ibarra me acompa㠡 comprar algunas cosas en el centro de la ciudad que tiene algo de Cᤩz y mucho de T庠o Algeciras. Mientras recorr�os las blancas calles en sombra, con casas llenas de balcones y amplios patios a los que invitaba la h夡 frescura de una vegetacispl鮤ida, me cont͊ los amores de Bol�r con una dama ecuatoriana que le hab�salvado la vida, gracias a su valor y serenidad, cuando se enfrent젳ola, a los conspiradores que iban a asesinar al h鲯e en sus habitaciones del Palacio de San Carlos en BogotᮠMuchos de ellos eran antiguos compa岯s de armas, hechura suya casi todos. Ahora comprendo la amargura de sus palabras esta tarde.

      1䥠julio. He decidido quedarme en Colombia, por lo menos hasta el regreso de la fragata. Ciertas vagas razones, dif�les de precisar en el papel, me han decidido a permanecer al lado de este hombre que, desde hoy, se encamina derecho hacia la muerte ante la indiferencia, si no el rencor, de quienes todo le deben.

      Si mi prop㩴o era alistarme en el ej鲣ito de la Gran Colombia y circunstancias adversas me han impedido hacerlo, es natural que preste al menos el simple servicio de mi compa�y devoci quien organiz๠llevࡠla victoria, a trav鳠de cinco naciones, esas mismas armas. Si bien es cierto que quienes ahora le rodean, cinco o seis personas, le muestran un afecto y lealtad sin l�tes, ninguno puede darle el consuelo y el alivio que nuestra afinidad de educaci de recuerdos le proporciona. A pesar de la respetuosa distancia de nuestras relaciones, me doy cuenta de que hay ciertos temas que s쯠conmigo trata y cuando lo hace es con el placer de quien renueva viejas relaciones de juventud. Lo noto hasta en ciertos giros del idioma franc鳠que le brotan en su charla conmigo y que son los mismos impuestos en los salones del consulado por Barras, Talleyrand y los amigos de Josefina.

      El Libertador ha tenido una reca� de la cual, al decir del m餩co que lo atiende _y sobre cuya preparaciengo cada d�mayores dudas_, no volverᠡ recobrarse. La causa ha sido una noticia que recibiࡹer mismo. Estaba en su cuarto, recostado en el catre de campaᠥn donde descansaba un poco de la silla en donde pasa la mayor parte del tiempo, cuando, tras un breve y agitado murmullo, tocaron a la puerta.

      _婩n es? _pregunt६ enfermo incorporᮤose.

      _Correo de BogotᬠExcelencia _contestɢarra. Bol�r tratथ ponerse en pie pero volviࡠrecostarse sacudido por un fuerte golpe de tos. Le alcanc頵n vaso con agua, tomथ ella algunos sorbos e hizo pasar a su edecᮮ Ibarra tra�el rostro descompuesto a pesar del esfuerzo que hac�por dominarse. Bol�r se le qued୩rando y le pregunt੮trigado:

      _婩n trae el correo?

      _El capitᮠArrắla, Excelencia _contest६ otro con voz pastosa y d颩l.

      _ⲡzola? 젱ue fue ayudante de Santander?... Ese viene m᳠a espiar que a traer noticias. En fin... que entre. 岯 qu頬e pasa a usted, Ibarra? _inquiriలeocupado al ver que el edecᮠno se mov�

      _Mi general..., Excelencia..., prepᲥse a recibir una terrible noticia.

      Y las l᧲imas, a punto de brotarle de los ojos, le obligaron a dar media vuelta y salir. Afuera volviࡠhablar con alguien. Se o� carreras y ruidos de gente que se agrupaba alrededor del reci鮠 llegado. Bol�r permaneciಭgido, mirando hacia la puerta. Entr͊ de nuevo Ibarra seguido por un oficial en uniforme de servicio, con el rostro cruzado por una delgada cicatriz de color oscuro. Su mirada inquieta recorriଡ habitaciasta quedarse detenida en el lecho donde le observaban fijamente. Se presentయni鮤ose en posicie firmes.

      _CapitᮠVicente Arrắla, Excelencia.

      _Si鮴ese Arrắla _le invit¯l�r sin quitarle la vista de encima. Arrắla sigui८ pie, r�do_. 婠noticias nos trae de Bogotῠ㭯 estᮠlas cosas por allῠ

      _Muy agitadas, Excelencia, y le traigo nuevas que me temo van a herirle en forma que me siento culpable de ser quien tenga que dᲳelas.

      Los ojos inmensamente abiertos de Bol�r se fijaron en el vac�

      _Ya hay pocas cosas que puedan herirme, Arrắla. Ser鮥se y d�me de qu頳e trata.

      El capitᮠdud൮ instante, intentਡblar, se arrepinti๠sacando una carta del portafolio con el escudo de Colombia que tra�bajo el brazo, se la alcanz࡬ Libertador. ɳte rasg६ sobre y comenzࡠ leer unos breves renglones que se ve� escritos apresuradamente. En este momento entr८ punta de pie el general Mantilla, quien se acerc࣯n los ojos irritados y el rostro pᬩdo. Un gemido de bestia herida partiथl catre de campaᠳobrecogi鮤onos a todos. Bol�r saltथl lecho como un felino y tomando por las solapas al oficial le grit࣯n voz terrible:

      _鳥rables! 婩nes fueron los miserables que hicieron esto? 婩nes? �melo, se lo ordeno, Arrắla! _y sacud�al oficial con una fuerza inusitada_ ᵩ鮠pudo cometer tan est餯 crimen!?

      Ibarra y Montilla acudieron a separarlo de Arrắla, quien lo miraba espantado y dolorido. De un manotogr೯ltarse de los brazos que lo reten� y se fue tambaleando hacia la silla en donde se derrumb͊ dᮤonos la espalda. Tras un momento en que no supimos qu頨acer, Montilla nos invit࣯n un gesto a salir del cuarto y dejar solo al Libertador. Al abandonar la habitacie pareciඥr que sus hombros bajaban y sub� al impulso de un llanto secreto y desolado.

      Cuando sal�l patio todos los presentes mostraban una profunda congoja. Me acerqu頡l general Laurencio Silva, con quien he hecho amistad, y le pregunt頬o que pasaba. Me inform౵e hab� asesinado en una emboscada al Gran Mariscal de Ayacucho, don Antonio Jos頤e Sucre.

      _Es el amigo m᳠estimado del Libertador, a quien quer�como a un padre. Por su desinter鳠en los honores y su modestia, ten�algo de santo y de niue nos hizo respetarlo siempre y que fuera adorado por la tropa_ me explic୩entras pasaba su mano por el rostro en un gesto desesperado. Permanec�oda la tarde en el pie de la Popa. Vagu頰or corredores y patios hasta cuando, entrada ya la noche, me encontr頣on el general Montilla, quien en compa�de Silva y del capitᮠArrắla me buscaban para invitarme a cenar con ellos.

      _No nos deje ahora, coronel _me pidiͯntilla_ ay宯s a acompaᲠ al Libertador a quien esta noticia le harᠭ᳠daue todos los otros dolores de su vida juntos.

      Acced�ustoso y nos sentamos en la mesa que hab� servido en un comedor que daba al castillo de San Felipe. La sobremesa se alarg͊ sin que nadie se atreviera a importunar al enfermo. Hacia las once, Ibarra entr८ el cuarto con una palmatoria y una taza de t鮠 Permaneci࡬l�n rato y cuando saliயs dijo que el Libertador quer�que le hici鲡mos un rato de compa� Lo encontramos tendido en el catre, envuelto completamente en una sᢡna empapada en el sudor de la fiebre, que le hab�aumentado en forma alarmante. Su rostro ten�de nuevo esa desencajada expresie m᳣ara funeraria hel鮩ca, los ojos abiertos y hundidos desaparec� en las cuencas, y, a la luz de la vela, s쯠se ve� en su lugar dos grandes huecos que daban a un vac�que se supon�amargo y sin sosiego segॲa la expresie la fina boca entreabierta.

      Me acerqu頹 le manifest頭i pesar por la muerte del Gran Mariscal. Sin contestarme, retuvo un instante mi mano en la suya. Nos sentamos alrededor del catre sin saber qu頤ecir ni c�alejar al enfermo del dolor que le consum� Con voz honda y cavernosa, que llenയda la estancia en sombras, preguntथ pronto dirigi鮤ose a Silva:

      _塮tos aﳠten�Sucre? 㴥d recuerda?

      _Treinta y cinco, Excelencia. Los cumpli८ febrero.

      _Y su esposa, 㴡 en Colombia?

      _No, Excelencia. Le esperaba en Quito. Iba a reunirse con ella.

      De nuevo quedaron en silencio un buen rato. Ibarra trajo m᳠t頹 le hizo tomar al enfermo unas cucharadas que le hab� recetado para bajar la temperatura. Bol�r se incorpor८ el lecho y le pusimos unos cojines para sostenerlo y que estuviera m᳠c�o. Iniciᢡmos una de esas vagas conversaciones de quienes buscan alejarse de un determinado asunto, cuando de repente empezࡠhablar un poco para s�ismo y a veces dirigi鮤ose a m�oncretamente:

      _Es como si la muerte viniera a anunciarme con este golpe su prop㩴o. Un primer golpe de guadaᠰara probar el filo de la hoja. Le hubiera usted conocido, Napierski. El calor de su mirada un tanto despistada, su avanzar con los hombros un poco ca�s y el cuerpo desgonzado, dando siempre la impresie cruzar un sal tratando de no ser notado. Y ese gesto suyo de frotar con el dedo cordial el mango de su sable. Su voz chillona y las eses silbadas y huidizas que imitaba tan bien Manuelita haci鮤ole ruborizar. Sus silencios de t�do. Sus respuestas a veces bruscas, cortantes pero siempre claras y francas... C�debiയmarlo por sorpresa la muerte. C�se preguntar�con el 䩭o aliento de vida, la raz el porqu頤el crimen... 㴥d y yo moriremos viejos, me dijo una vez en Lima, ya no hay qui鮠nos mate despu鳠de lo que hemos pasadoSiempre iluso, siempre generoso, siempre cr餵lo, siempre dispuesto a reconocer en las gentes las mejores virtudes, las mismas que 鬠sin notarlo ni propon鲳elo, cultivaba en s�ismo tan hermosamente... Berruecos... Berruecos... Un paso oscuro en la cordillera. Un monte sombr�con los chillidos de los monos sigui鮤onos todo el d� Mala gente esa... Siempre dieron qu頍 hacer. Nunca se nos sumaron abiertamente. Los m᳠humillados quizᬠ los menos beneficiados por la Corona y por ello los m᳠sumisos, los menos fuertes. 婠poco han valido todos los aﳠde batallar, ordenar, sufrir, gobernar, construir, para terminar acosados por los mismos imb飩les de siempre, los astutos pol�cos con alma de peluquero y trucos de notario que saben matar y seguir sonriendo y adulando. Nadie ha entendido aqu�ada. La muerte se llevࡠlos mejores, todo queda en manos de los m᳠listos, los m᳠sinuosos que ahora derrochan la herencia ganada con tanto dolor y tanta muerte...

      Recostଡ cabeza en la almohada. La fiebre le hac�temblar levemente. Volviࡠmirar a Ibarra.

      _No habrᠴal viaje a Francia. Aqu�os quedamos aunque no nos quieran.

      Una arcada de nᵳeas lo dobl೯bre el catre. Vomit८tre punzadas que casi le hac� perder el sentido. Una mancha de sangre comenzࡠ extenderse por las sᢡnas y a gotear pausadamente en el piso. Con la mirada perdida murmuraba delirante: 岲uecos... Berruecos... ﲠqu頡 鬿... ﲠqu頡s�.

      Y se desplom೩n sentido. Alguien fue por el m餩co quien, despu鳠 de un examen detenido, se limitࡠexplicarnos que el enfermo se hallaba al final de sus fuerzas y era aventurado predecir la marcha del mal, cuya identidad no pod�diagnosticar.

      Me qued頨asta las primeras horas de la madrugada cuando regres頡 la fragata. He meditado largamente en mi camarote y acabo de comunicar al capitᮠmi decisie quedarme en Cartagena y esperar aqu�u regresथ Venezuela, que calcula serᠤentro de dos meses. Maᮡ hablar頣on mi amigo el general Silva para que me ayude a buscar alojamiento en la ciudad. El calor aumenta y de las murallas viene un olor de frutas en descomposici de h夡 carro᠍ salobre.

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LA MUERTE DEL ESTRATEGA

A

lgunos hechos de la vida y la muerte de Alar el Ilirio, Estratega de la Emperatriz Irene en el Thema de Lycandos, ocuparon la atencie la Iglesia cuando, en el Concilio Ecum鮩co de Nicea, se hablथ la canonizacie un grupo de cristianos que sufrieran martirio a manos de los turcos en una emboscada en las arenas sirias. Al principio, el nombre de Alar se mencionaba junto con el de los dem᳠mᲴires. Quien vino a poner en claro el asunto fue el patriarca de Laconia, Nic馯ro Kalitz鳬 tras examinar algunos documentos relativos al Estratega y a su familia, que aportaron nuevas luces sobre la vida de Alar y alejaron cualquier posibilidad de entronizarlo en los altares. Finalmente, cuando se dieron a conocer en el Concilio las cartas de Alar a Andro, su hermano, la Iglesia impuso un denso silencio en torno al Ilirio y su nombre volviࡠla oscuridad, de donde lo rescatara la ambiciol�ca de la Iglesia de Oriente.

      Alar, llamado el Ilirio por la forma peculiar de sus ojos hundidos y rasgados, era hijo de un alto funcionario del Imperio, que gozथl favor del Basileus en tiempos de la lucha de las im᧥nes. El hᢩl cortesano se ocupࢩen poco de la educacie su hijo y convino en que la recibiera en Grecia, bajo la influencia de los 䩭os neoplatos. En el desorden de la decadente Atenas, perdilar todo vestigio, si lo tuvo algभa, de fe en el Cristo. Tampoco el padre se hab�distinguido por su piedad, y su alta posicin la Corte la ganୡs por su inagotable reserva de sutilezas diplomᴩcas que por su fervor religioso. Pero cuando el muchacho regresथ Atenas el padre no pudo menos de asombrarse ante la forma descuidada y ligera como se refer�a los asuntos de la iglesia Y, aunque se viv�entonces los momentos de m᳠cruenta persecuci iconoclasta, no por eso dejaba el Palacio de Magnaura de estar erizado de mortales trampas teol穣as y lit穣as. Gente mejor colocada que Alar y con mayor ascendiente con el Autocrᴯr, hab� perdido los ojos, y, a menudo, la vida, por una frase ligera o una incompostura en el templo.

      Mediante hᢩles disculpas, el padre de Alar consigui౵e el Emperador incorporase al Ilirio a su ej鲣ito y el muchacho fue nombrado Turmarca en un regimiento acantonado en el puerto de Pelagos. All�omenzଡ carrera militar del futuro Estratega. Como hombre de armas, Alar no pose�virtudes muy s쩤as. Un cierto escepticismo sobre la vanidad de las victorias y ninguna atenci las graves consecuencias de una derrota, hac� de 鬠un mediocre soldado. En cambio, pocos le aventajaban en la humanidad de su trato y en la cordial popularidad de que gozaba entre la tropa. En lo peor de la batalla, cuando todo parec�perdido, los hombres volv� a mirar al Ilirio que combat�con una amarga sonrisa en los labios y conservando la cabeza fr� Esto bastaba para devolverles la confianza y, con ella, la victoria. Aprendi࣯n facilidad los dialectos sirios, armenios y Სbes y hablaba corrientemente el lat� el griego y la lengua franca. Sus partes de campaᠬe fueron ganando cierta fama entre los oficiales superiores por la claridad y elegancia del estilo. A la muerte de Constantino IV, Alar hab� llegado al grado de General de Cuerpo de Ej鲣ito y comandaba la guarnicie Kipros. Su carrera militar, lejos de las peligrosas intrigas de la Corte, le permitiॳtar al margen de las luchas religiosas que tan sangrientas represiones despertaron en el Imperio de Oriente. En un viaje que el Basileus Leizo a Paphos en compa�de su esposa, la bella Irene, la joven pareja fue recibida por Alar, quien supo ganarse la simpat�de los nuevos autocrᴯres, en especial la de la astuta ateniense, que se sintiਡlagada por el sincero entusiasmo y la aguda erudiciel General en los asuntos hel鮩cos. Tambi鮠Leuvo especial placer en el trato con Alar, y le atra�la familiaridad y llaneza del Ilirio y la iron�con que salvaba los m᳠peligrosos temas pol�cos y religiosos.

      Por aquella 鰯ca, Alar hab�llegado a los treinta aﳠde edad. Era alto, con cierta tendencia a la molicie, lento de movimientos, y a trav鳠de sus ojos semicerrados e iros dejaba pasar cautelosamente la expresie sus sentimientos. Nadie le hab� visto perder la cordialidad, a menudo un poco castrense y franca. Se absorb�d� enteros en la lectura con preferencia de los poetas latinos. Virgilio, Horacio y Catulo le acompaᢡn a dondequiera que fuese. Cuidaba mucho de su atuendo y s쯠en ocasiones vest�el uniforme. Su padre muri८ la plenitud de su prestigio pol�co, que heredndro, hermano menor del Estratega, por quien 鳴e sent�particular afecto y mucha amistad. El viejo cortesano hab� pedido a Alar que contrajera matrimonio con una joven de la alta burgues�de Bizancio, hija de un grande amigo de la casa. Para cumplir con el deseo del padre, Alar la tomయr esposa, pero siempre hallଡ manera de vivir alejado de su casa, sin romper del todo con la tradici los mandatos de la Iglesia. No se le conoc�, por otra parte, los amor� y escᮤalos tan comunes entre los altos oficiales del Imperio. No por frialdad o indiferencia, sino m᳠bien por cierta tendencia a la reflexi al ensueﬠ nacida de un temprano escepticismo hacia las pasiones y esfuerzos de las gentes. Le gustaba frecuentar los lugares en donde las ruinas atestiguaban el vano intento del hombre por perpetuar sus hechos. De all�u preferencia por Atenas, su gusto por Chipre y sus arriesgadas incursiones a las dormidas arenas de Heli௬is y Tebas.

Cuando la Augusta lo nombrȹpato le encomendଡ misie concertar el matrimonio del joven Basileus Constantino con una de las princesas de Sicilia, el General se qued८ Siracusa m᳠tiempo del necesario para cumplir su embajada. Se escondiଵego en Tauromenium, adonde lo buscaron los oficiales de su escolta para comunicarle la orden perentoria de la Despoina de comparecer ante ella sin tardanza. Cuando se presentࡠla Sala de los Delfines, despu鳠de un viaje que se alargୡs de lo prudente, a causa de las visitas a pequeﳠ puertos y calas de la costa africana, que escond� ruinas romanas y fenicias, la Basilissa hab�perdido por completo la paciencia. 㡳 el tiempo del C鳡r en forma que merece el m᳠ grave castigo _le increpﮠ婠explicacie puedes dar de tu demora? 충daste, acaso, el motivo por el cual te enviamos a Sicilia? 箯ras que eres un Hypatoel Autocrᴯr? 婩n te ha dicho que puedes disponer de tu tiempo y gozar de tus ocios mientras est᳠al servicio del Isap㴯l, hijo del Cristo? Respme y no te quedes ah�irando a la nada, y borra tu insolente sonrisa, que no es hora ni tengo humor para tus extra᳠salidas૓eﲡ, Hija de los Ap㴯les, bendecida de la Theotokos, Luz de los Evangelios _contest੭perturbable el Ilirio_, me detuve buscando las huellas del divino Ulyses, inquiriendo la verdad de sus astucias. Pero este tiempo, ni fue perdido para el Imperio, ni gastado contra la santa voluntad de vuestros planes. No conven�a la dignidad de vuestro hijo, el Porphyrogeneta, un matrimonio a todas luces desigual. No me pareci젰or otra parte, oportuno, enviaros con un mensajero, ni escribiros, las razones por las que no quise negociar con los pr�ipes sicilianos. Su hija estᠰrometida al heredero de la casa de Aragor un pacto secreto, y hab� promulgado su inter鳠en un matrimonio con vuestro hijo, con el 飯 prop㩴o de encarecer las condiciones del contrato. As�ue como ellos solos, ante mi evidente desinter鳠en tratar el asunto, descubrieron el juego. En cuanto a mi regreso 蠥scogida del Cristo!, estuvo, es cierto, entorpecido por algunas demoras en las cuales mi voluntad puso menos que el deseo de presentarme ante ti༯span>

      Aunque no quedɲene muy convencida de las especiosas razones del Ilirio, su enojo hab�ya cedido casi por completo. Como aviso para que no incurriera en nuevos errores, Alar fue asignado a Bulgaria con la misie reclutar mercenarios. En la polvorienta guarnici de un pa�que le era especialmente antipᴩco, Alar sufri६ primero de los varios cambios que iban a operarse en su carᣴer. Se volvi࡬go taciturno y perdiॳe permanente buen humor que le valiera tantos y tan buenos amigos entre sus compa岯s de armas y aun en la Corte. No es que se le viera irritado, ni que hubiera perdido esa virtud muy suya de tratar a cada cual con la cariﳡ familiaridad de quien conoce muy bien a las gentes. Pero a menudo se le ve�ausente, con la mirada fija en un vac�del que parec� esperar ciertas respuestas a una angustia que comenzaba a trabajar su alma. Su atuendo se hizo m᳠sencillo y su vida m᳠austera.

      El cambio, en un principio, s쯠fue percibido por sus �imos, y en el ej鲣ito y la Corte sigui৯zando del favor de quienes le profesaban amistad y admiraciEn una carta del higoumeno Andr鳬 grande amigo de Alar y conocedor avisado de las religiones orientales, dirigida a Andro con el objeto de informarle sobre la entrevista con su hermano, el venerable relata hechos y palabras del Ilirio que en mucho contribuyeron a echar por tierra el proyecto de canonizaciDice, entre otras cosas:

      ntr頡l General en Zarosgrad. Pagaba los primeros mercenarios y se ocupaba de su entrenamiento. No lo hall頥n la ciudad ni en los cuarteles. Hab�hecho levantar su tienda en las afueras de la aldea, a orillas de un arroyo, en medio de una huerta de naranjos, el aroma de cuyas flores prefiere. Me recibi࣯n la cordialidad de siempre, pero lo not頤istra� y un poco ausente. Algo en su mirada hizo que me sintiera en vaga forma culpable e inseguro. Me mir൮ rato en silencio, y cuando esperaba que preguntar�por ti y por los asuntos de la Corte o por la gente de su casa, me inquiriथ improviso: 㵡l es el dios que te arrastra por los templos, venerable? 塬, cuᬠde todos?㎯ comprendo tu preguntaﬥ contest韮 Y 鬬 sin volver sobre el asunto, comenzࡠproponerme, una tras otra, las m᳠diversas y extra᳠cuestiones sobre la religie los persas y sobre la secta de los brahmanes. Al comienzo cre�ue estaba febril. Despu鳠me di cuenta que sufr� mucho y que las dudas lo acosaban como perros feroces. Mientras le explicaba algunos de los pasos que llevan a la perfecci Nirvana de los hind㬠saltਡcia m�gritando: 䡭poco es ese el camino! ay nada qu頨acer! No podemos hacer nada. No tiene ning೥ntido hacer algo. Estamos en una trampaӥ recost८ el camastro de pieles que le sirve de lecho y, cubri鮤ose el rostro con las manos, volviࡠsumirse en el silencio. Al fin, se disculp͊ dici鮤ome: 岤ona, venerable Andr鳬 pero llevo dos meses tragando el rojo polvo de Dacia y oyendo el idioma chille estos bᲢaros, y me cuesta trabajo dominarme. Disp鮳ame y sigue tu explicacique me ata堥n muchoӥgu�i exposicipero hab� ya perdido el inter鳠en el asunto, pues m᳠me preocupaba la reaccie tu hermano. Comenzaba a darme cuenta de cuᮠprofunda era la crisis por la que pasaba. Bien sabes, como hermano y amigo querid�mo suyo, que el General cumple por pura f⭵la y s쯠como parte de la disciplina y el ejemplo que debe a sus tropas, con los deberes religiosos. Para nadie es ya un misterio su total apartamiento de nuestra Iglesia y de toda otra conviccie orden religioso. Como conozco muy bien su inteligencia y hemos hablado en muchas ocasiones sobre esto, no pretendo siquiera intentar su conversiTemo, s�que el Venerable Metropolitano Miguel Lakadianos, que tanta influencia ejerce ahora sobre nuestra muy amada Irene y que tan pocas simpat� ha demostrado siempre por vuestra familia, pueda enterarse en detalle de la situaciel Ilirio y la haga valer en su contra ante la Basilissa, Esto te lo digo para que, teni鮤olo en cuenta, obres en favor de tu hermano y mantengas vivo el afecto que siempre le ha sido dispensado. Y antes de pasar a otros asuntos, ajenos al General, quiero relatarte el final de nuestra entrevista. Nos perdimos en un largo examen de ciertos aspectos comunes entre algunas herej� cristianas y las religiones del Oriente. Cuando parec�haber olvidado ya por completo su reciente sobresalto, y hab�os derivado hacia el tema de los misterios de Eleusis, el General comenzࡠhablar, m᳠para s�ue conmigo, dando rienda suelta a su apasionado inter鳠por los helenos. Bien conoces su inagotable erudiciobre el tema. De pronto, se interrumpi๠mirᮤome como si hubiera despertado de un sueﬠme dijo, mientras acariciaba la m᳣ara mortuoria que le enviaste de Creta: 쬯s hallaron el camino. Al crear los dioses a su imagen y semejanza dieron trascendencia a esa armon�interior, imperecedera y siempre presente, de la cual manan la verdad y la belleza. En ella cre� ante todo y por ella y a ella sacrificaban y adoraban. Eso los ha hecho inmortales. Los helenos sobrevivirᮠa todas las razas, a todos los pueblos, porque del hombre mismo rescataron las fuerzas que vencen a la nada. Es todo lo que podemos hacer. No es poco, pero es casi imposible lograrlo ya, cuando oscuras levaduras de destruccian penetrado muy hondo en nosotros. El Cristo nos ha sacrificado en su cruz, Buda nos ha sacrificado en su renunciaciMahoma nos ha sacrificado en su furia. Hemos comenzado a morir. No creo que me explique claramente. Pero siento que estamos perdidos, que nos hemos hecho a nosotros mismos el darreparable de caer en la nada. Ya nada somos, nada podemos. Nadie puede poderͥ abraz࣡riﳡmente. No me dijo mᳬ y abriendo un libro se sumi८ su lectura. Al salir, me llev頍 la certeza de que el m᳠entra᢬e de nuestros amigos, tu hermano amant�mo, ha comenzado a andar por la peligrosa senda de una negaciin l�tes y de implacables consecuencias쯳pan>

      Es de comprender la preocupaciel higoumeno. En la Corte, las pasiones pol�cas se mezclan peligrosamente con las doctrinas de la Iglesia. Irene estaba cayendo, cada d�mᳬ en una intransigencia religiosa que la llevࡠextremos tales, como ordenar que le sacaran los ojos a su hijo Constantino por ciertas sospechas de simpat�con los iconoclastas. Si las palabras de Alar eran repetidas en la Corte, su muerte ser�segura. Sin embargo, el Ilirio cuidᢡse mucho, aun entre sus m᳠�imos amigos, de comentar estos asuntos, que constitu� su principal preocupaciSu hermano, que sorteaba hᢩlmente todos los peligros, le consigui젰asado el lapso de olvido en Bulgaria, el ascenso a la m᳠alta posiciilitar del Imperio, el grado de Estratega, delegado personal y representante directo del Emperador en los Themas del Imperio. El nombramiento no encontr௰osicilguna entre las facciones que luchaban por el poder. Unos y otros estaban seguros de que no contar� con el Ilirio para fines pol�cos y se consolaban pensando en que tampoco el adversario contar�con el favor del Estratega. Por su parte, los Basileus sab� que las armas del Imperio quedaban en manos fieles y que jam᳠se tornar� contra ellos, conociendo, como conoc�, el desgano y desprendimiento del Ilirio hacia todo lo que fuera poder pol�co o ambiciersonal.

      Alar fue a Constantinopla para recibir la investidura de manos de los Emperadores. El Autocrᴯr le impuso los s�olos de su nuevo rango en la catedral de Santa Sof�y la Despoina le entreg६ ᧵ila de los stratigoi, bendecida tres veces por el patriarca Miguel. Cuando el Emperador Leom६ juramento de obediencia al nuevo Estratega, sus ojos se llenaron de l᧲imas. Muchos citaron despu鳠este detalle como premonitorio del fin trist�mo de Alar y del no menos tr᧩co de LeLa verdad era que el Emperador se hab�conmovido por la forma austera y casi mon᳴ica como su amigo de muchos aﳠrecib�la m᳠alta muestra de confianza y la m᳠ amplia delegacie poder que pudiera recibir un ciudadano de Bizancio, despu鳠de la p൲a imperial.

      Un gran banquete fue servido en el Palacio de Hi鲩a. Y el Estratega, sin mencionar ni agradecer al Augusto el honor inmenso que le dispensaba, entabl࣯n Len largo y cordial�mo diᬯgo sobre algunos textos hallados por los monjes de la isla de Prinkipo y que eran atribuibles a Lucrecio. Irene interrumpi८ m᳠de una ocasia animada charla, y en una de ellas sembr൮ temeroso silencio entre los presentes y fue memorable la respuesta del Estratega. 㴯y segura _apuntଡ Despoina_ que nuestro Estratega pensaba m᳠en los textos del pagano Lucrecio que en el santo sacrificio que por la salvacie su alma celebraba nuestro patriarcaૅn verdad, Augusta _contestlar_ que me preocupaba mucho durante la Santa Misa el texto atribuido a Lucrecio, pero precisamente por la semejanza que hay en 鬠con ciertos pasajes de nuestras sagradas escrituras. S쯠el Verbo, que da verdad eterna a las palabras, estᠡusente del lat� Por lo demᳬ bien pudiera atribuirse su texto a Daniel el profeta, o al ap㴯l Pablo en sus cartas̡ respuesta de Alar tranquilizࡠtodos y desarmࡠIrene que hab�hecho la pregunta en buena parte empujada por el Metropolitano Miguel. Pero el Estratega se dio cuenta de c�su amiga hab�ca� sin remedio en un fanatismo ciego que la llevar� a derramar mucha sangre, comenzando por la de su propia casa.

      Y aqu�ermina la que pudi鲡mos llamar vida p쩣a de Alar el Ilirio. Fue aquella la 䩭a vez que estuvo en Bizancio. Hasta su muerte permaneci८ el Thema de Lycandos, en la frontera con Siria, y a೥ conservan vestigios de su activa y eficaz administraci Levantவmerosas fortalezas para oponer una barrera militar a las invasiones musulmanas. Visitaba de continuo cada uno de estos puestos avanzados, por miserable que fuera y por perdido que estuviera en las Ჩdas rocas o en las abrasadoras arenas del desierto.

      Llevaba una vida sencilla de soldado, asistido por sus gentes de confianza, unos caballeros macedos, un anciano ret⩣o dorio por el que sent�particular afecci pesar de que no fuera hombre de grandes dotes y de seᬡda cultura, un juglar provenzal que se le uniera cuando su visita a Sicilia y su guardia de fieles Ẩaresᵥ s쯠a 鬠obedec� y que reclutara en Bulgaria. La elegancia de su atuendo fue cambiando hacia un simple traje militar al cual a᤭a, los d� de revista, el ᧵ila bendita de los stratigoi. En su tienda de campaᠬe acompaᢡn siempre algunos libros, Horacio infaliblemente, la m᳣ara funeral cretense, obsequio de su hermano, y una estatuilla de Hermes Trismegisto, recuerdo de una amiga maltesa, dueᠤe una casa de placer en Chipre. Sus �imos se acostumbraron a sus largos silencios, a sus extra᳠distracciones y a la severa melancol�que en las tardes se reflejaba en su rostro.

      Era evidente el contraste de esta vida del Ilirio con la que llevaban los dem᳠Estrategas del Imperio. Habitaban suntuosos palacios, haci鮤ose llamar 㰡da de los Ap㴯lesӇuardiᮠde la Divina TheotokosӐredilecto del Cristoȡc� vistosa ostentacie sus mandatos y viv� con lujo y derroche escandalosos, compartiendo con el Emperador esa hierᴩca lejan� ese arrogante boato que despertaba en los s䩴os de las apartadas provincias, abandonadas al arbitrio de los Estrategas, una veneraci un respeto que ten�mucho de sumisieligiosa. Caso 飯 en aquella 鰯ca fue el de Alar el Ilirio, cuyo ejemplo siguieron despu鳠los sabios emperadores de la dinast�Comnena, con ping㠲esultados pol�cos. Alar viv�entre sus soldados. Escoltado 飡mente por los Ẩares頰or el regimiento de caballeros macedos, recorr�continuamente la frontera de su Thema que limitaba con los dominios del incansable y ᶩdo Ahmid Kabil, reyezuelo sirio que se manten�con el bot�logrado en las incursiones a las aldeas del Imperio. A veces se aliaba con los turcos en contra de Bizancio y, otras, 鳴os lo abandonaban en neutral complicidad, para firmar tratados de paz con el Autocrᴯr.

      El Estratega aparec�de improviso en los puestos fortificados y se quedaba all�emanas enteras, revisando la marcha de las construcciones y comprobando la moral de las tropas. Se alojaba en los mismos cuarteles, en donde le separaban una estrecha pieza enjalbegada. Argiros, su ordenanza, le tend�un lecho de pieles que se acostumbrࡠusar entre los b硲os. All�dministraba justicia, discut�con arquitectos y constructores y tomaba cuentas a los jefes de la plaza. Tal como hab�llegado, part�sin decir hacia d iba. De su gusto por las ruinas y de su inter鳠por las bellas artes le quedaban algunos vestigios que sal� a relucir cuando se trataba de escoger el adorno de un puente, la decoracie la fachada de una fortaleza o de rescatar tesoros de la antigua Grecia que hab� ca� en poder de los musulmanes. M᳠de una vez prefiri͊ rescatar el torso de una Venus mutilada o la cabeza de una medusa, a las reliquias de un santo patriarca de la Iglesia de Oriente. No se le conocieron amores o aventuras escandalosas, ni era afecto a las ruidosas bacanales gratas a los dem᳠Estrategas. En los primeros tiempos de su mandato sol�llevar consigo una joven esclava de Gales que le serv�con silenciosa ternura y discreta devociy cuando la muchacha muri젥n una emboscada en que cayera una parte de su convoy, el Ilirio no volviࡠllevar mujeres consigo y se contentaba con pasar algunas noches, en los puertos de la costa, con muchachas de las tabernas con las que bromeaba y re�como cualquiera de sus soldados. Conservaba, s�una solitaria e interior lejan�que despertaba en las j楮es cierto indefinible temor.

      En la gris rutina de esta vida castrense, se fue apagando el antiguo prestigio del Ilirio y su vida se fue llenando de grandes sombras a las cuales rara vez alud� ni permit�que fuesen tema de conversacintre sus allegados. La Corte lo olvid௠poco menos. Muri६ Basileus en circunstancias muy extra᳠y pocas semanas despu鳠Irene se hacia proclamar en Santa Sof�⡮ Basileus y Autocrᴯr de los RomanosŬ Imperio entrथ lleno en uno de sus habituales per�os de sordo fanatismo, de rabiosa histeria teol穣a, y los monjes todopoderosos impusieron el oscuro terror de sus intrigas que llevaban a las v�imas a los subterrᮥos de las Blanquernas, en donde les eran sacados los ojos, o al hip䲯mo, en donde las descuartizaban briosos caballos. As�ra pagada la menor tibieza en el servicio del Cristo y de su Divina Hija, Estrella de la Maᮡ, la Divina Irene. Contra el Estratega nadie se atreviࡠ alzar la mano. Su prestigio en el ej鲣ito era muy s쩤o, su hermano hab�sido designado Protosebasta y Gran Maestro de las Escuelas, y la Augusta conoc�la natural aversiel Ilirio a tomar partido y su escepticismo hacia los salvadores del Imperio, que por entonces surg� a cada instante.

      Y fue entonces cuando aparecina la Cretense, y la vida de Alar cambiथ nuevo por completo. Era 鳴a la joven heredera de una rica familia de comerciantes de Cerdeᬠlos Alesi, establecida desde hac�varias generaciones en Constantinopla. Gozaban de la confianza y el favor de la Emperatriz, a la que ayudaban a menudo con empr鳴itos considerables, respaldados con la recoleccie los impuestos en los puertos bizantinos del Mediterrᮥo. La muchacha, junto con su hermano mayor, hab�ca� en manos de los piratas berberiscos, cuando regresaban de Cerdeᠥn donde pose� vastas propiedades. Irene encomend࡬ Ilirio negociar el rescate de los Alesi con los delegados del Emir, quien amparaba la pirater�y cobraba participacin los saqueos.

      Pero antes de relatar el encuentro con Ana, es interesante saber cuᬠera el pensamiento, cuᬥs las certezas y dudas del Estratega, en el momento de conocer a la mujer que dar�a sus 䩭os d� una profunda y nueva felicidad y a su muerte una particular intenci sentido. Existe una carta de Alar a su hermano Andro, escrita cuatro d� antes de recibir la caravana de los Alesi. Despu鳠de comentar algunas nuevas que sobre pol�ca exterior del Imperio le relatara su hermano, dice el Ilirio:  esto me lleva a confiar mi certeza en la fugacidad de ese peligroso compromiso de las mejores virtudes del hombre que es la pol�ca. Observa con cu᮴a razuestra Basilissa esgrime ahora argumentos para implantar un orden en Bizancio, razue ella misma hace diez aﳠhubiera rechazado como atentatoria de las leyes del Imperio y grave herej� Y cu᮴a gente muri८tretanto por pensar como ella piensa hoy. Cu᮴os ciegos y mutilados por haber hecho p쩣a una fe que hoy es la del Estado. El hombre, en su miserable confusilevanta con la mente complicadas arquitecturas y cree que aplicᮤolas con rigor conseguirᠰoner orden al tumultuoso y ca䩣o latido de su sangre. Nos hemos agarrado las manos en nuestra misma trampa y nada podemos hacer, ni nadie nos pide que hagamos nada. Cualquier resoluciue tomemos, irᠳiempre a perderse en el torrente de las aguas que vienen de sitios muy distantes y se re宠en el gran desagथ las alcantarillas para confundirse en la vasta extensiel oc顮o. Podr᳠pensar que un amargo escepticismo me impide gozar del mundo que gratuitamente nos ha sido dado. No es as�hermano querid�mo. Una gran tranquilidad me visita y cada episodio de mi rutina de gobernante y soldado se me ofrece con una luz nueva y reveladora de insospechadas fuentes de vida. No busco detr᳠de cada cosa significados remotos o improbables. Trato m᳠bien de rescatar de ella esa presencia que me da la raze cada d� Como ya s頣on certeza total que cualquier comunicaciue intentes con el hombre es vana y por completo in鬬 que s쯠a trav鳠de los oscuros caminos de la sangre y de cierta armon�que pervive a todas las formas y dura sobre civilizaciones e imperios podemos salvarnos de la nada, vivo entonces sin engaᲭe y sin pretender que otros lo hagan por m�i para m�Mis soldados me obedecen, porque saben que tengo m᳠experiencia que ellos en ese trato diario con la muerte que es la guerra; mis s䩴os aceptan mis fallos, porque saben que no los inspira una ley escrita, sino lo que mi natural amor por ellos trata de entender. No tengo ambicilguna, y unos pocos libros, la compa�de los macedos, las sutilezas del Dorio, los cantos de Alcen el Provenzal y el tibio lecho de una hetaira del L�no colman todas mis esperanzas y prop㩴os. No estoy en el camino de nadie ni nadie se atraviesa en el m� Mato en la batalla sin piedad, pero sin furia. Mato porque quiero que dure lo m᳠ posible nuestro Imperio, antes de que los bᲢaros lo inunden con su jerga destemplada y su rabioso profeta. Soy un griego, o un romano de oriente, como quieras, y s頱ue los bᲢaros, as�ean latinos, germanos o Სbes, vengan de Kiev, de Lutecia, de Bagdad o de Roma, terminarᮠpor borrar nuestro nombre y nuestra raza. Somos los 䩭os herederos de la Hellas inmortal, 飡 que diera al hombre respuesta valedera a sus preguntas de bastardo. Creo en mi funci de Estratega y la cumplo cabalmente, conociendo de antemano que no es mucho lo que se puede hacer, pero que el no hacerlo ser�peor que morir. Hemos perdido el camino hace muchos siglos y nos hemos entregado al Cristo sediento de sangre, cuyo sacrificio pesa con injusticia sobre el corazel hombre y lo hace suspicaz, infeliz y mentiroso. Hemos tapiado todas las salidas y nos enga᭯s como las fieras se engaᮠen la oscuridad de las jaulas del circo, creyendo que afuera les espera la selva que aﲡn dolorosamente. Lo que me cuentas del Embajador del Sacro Imperio Romano me parece ejemplo que ajusta a mis razones y debieras, como Logoteta que eres del Imperio, hacerle ver lo oscuro de sus prop㩴os y el error de sus ideas, pero esto ser�tanto como...༯span>

      La caravana de los Alesi lleg࡬ anochecer al puesto fortificado de Al Makhir, en donde paraba el Estratega en espera de los rehenes. El Ilirio se retirഥmprano. Hab�hecho tres d� de camino sin dormir. A la maᮡ siguiente, despu鳠de dar las ⤥nes para despachar la caballer�turca que los hab�tra�, dio audiencia a los rescatados ciudadanos de Bizancio. Entraron en silencio a la pequeᠣelda del Estratega y no sal� de su asombro al ver al Protosebasta de Lycandos, a la Mano Armada del Cristo, al Hijo dilecto de la Augusta, viviendo como un simple oficial, sin tapetes, ni joyas, acompa᤯ 飡mente de unos cuantos libros. Tendido en su lecho de piel de oso, repasaba unas listas de cuentas cuando entraron los Alesi, eran cinco y los encabezaba un joven de aspecto serio y abstra� y una muchacha de unos veinte aﳠcon un velo sobre el rostro. Los tres restantes eran el m餩co de la familia, un administrador de la casa en Bari y un t� higoumeno del Stoudion. Rindieron al Estratega los homenajes debidos a su jerarqu�y 鳴e los invitࡠtomar asiento. Leyଡ lista de los visitantes en voz alta y cada uno de ellos contest࣯n la f⭵la de costumbre: ⩥go por la gracia del Cristo y su sangre redentora, siervo de nuestra divina Augusta̡ muchacha fue la 䩭a en responder y para hacerlo se quit६ velo de la cara. No repar८ ella Alar en el primer momento, y s쯠le llamଡ atencia reposada seriedad de su voz que no correspond�con su edad.

      Les hizo algunas preguntas de cortes� averiguయr el viaje y al higoumeno le hablଡrgo rato sobre su amigo Andr鳠a quien aqu鬠 conoc�superficialmente. A las preguntas que Alar hiciera a la muchacha, ella contest࣯n detalles que indicaban una clara inteligencia y un agudo sentido cr�co. El Estratega se fue interesando en la charla y la audiencia se prolongయr varias horas. Siguiendo alguna observaciel hermano sobre el esplendor de la Corte del Emir, la muchacha pregunt࡬ Estratega: 頨as renunciado al lujo que impone tu cargo, debemos pensar que eres hombre de profunda religiosidad, pues llevas una vida al parecer monacallar se la qued୩rando y las palabras de la pregunta se le escapaban a medida que le dominaba el asombro ante cierta secreta armon� de sabor muy antiguo, que se descubr�en los rasgos de la joven. Algo que estaba tambi鮠en la m᳣ara cretense, mezclado con cierta impresie salud ultraterrena que da esa permanencia, a trav鳠de los siglos, de la interrelacie ojos y boca, nariz y frente y la plenitud de formas propias de ciertos pueblos del Levante. Una sonrisa de la muchacha le trajo de nuevo al presente y contest꠫Conviene m᳠a mi carᣴer que a mis convicciones religiosas este g鮥ro de vida. Por mi parte lamento no poder ofrecerles mejor alojamiento༯span>

      Y as�ue como Alar conociࡠAna Alesi, a la que llamथspu鳠La Cretense y a quien amਡsta su 䩭o d�y guardࡠsu lado durante los postreros aﳠde su gobierno en Lycandos. El Estratega hallಡzones para ir demorando el viaje de los Alesi y, despu鳬 pretextando la inseguridad de las costas, dejࡠAna consigo y envi͊ a los dem᳠por tierra, viaje que hubiera resultado en extremo penoso para la joven.

Ana acept৵stosa la medida, pues ya sent�hacia el Ilirio el amor y la profunda lealtad que le guardara toda la vida. Al llegar a Bizancio, el joven Alesi se quej࡮te la Emperatriz por la conducta de Alar. Irene intervino a trav鳠de Andro para amonestar al Estratega y exigirle el regreso inmediato de Ana. Alar contestࡠsu hermano en una carta, que tambi鮠figura en los archivos del Concilio y que nos da muchas luces sobre su historia y sobre las razones que lo unieron a Ana. Dice as�

      elacion Ana deseo explicarte lo sucedido para que, tal como te lo cuento, se lo hagas saber a la Augusta. Tengo demasiada devoci lealtad por ella para que, en medio de tanto conspirador y tanto traidor que la rodea, me distinga, precisamente a m�con su injusto enojo.

      es, hoy, todo lo que me ata al mundo. Si no fuera por ella, hace mucho tiempo que hubiera dejado mis huesos en cualquier emboscada nocturna. T쯠sabes mejor que nadie y como nadie entiendes mis razones. Al principio, cuando apenas la conoc� en verdad pretext頣iertos motivos de seguridad para guardarla a mi lado. Despu鳬 se fue uniendo cada vez m᳠a mi vida y hoy el mundo se sostiene para m� trav鳠de su piel, de su aroma, de sus palabras, de su amable compa�en el lecho y de la forma como comprende, con clarividencia hermos�ma, las verdades, las certezas que he ido conquistando en mi retiro del mundo y de sus s⤩das argucias cortesanas. Con ella he llegado a apresar, al fin, una verdad suficiente para vivir cada d� La verdad de su tibio cuerpo, la verdad de su voz velada y fiel, la verdad de sus grandes ojos asombrados y leales. Como esto es muy parecido al razonamiento de un adolescente enamorado, es probable que en la Corte no lo entiendan. Pero yo s頱ue la Augusta sabrᠣuᬠes el particular sentido de mi conducta. Ella me conoce hace muchos aﳠy en el fondo de su alma cristiana de hoy reposa, escondida, la aguda ateniense que fuera mi leal amiga y protectora.

      ﭯ s頣uᮠdeleznable y d颩l es todo intento humano de prolongar, contra todos y contra todo, una relaciomo la que me une a Ana, si la Despoina insiste en ordenar su regreso a Constantinopla no mover頵n dedo para impedirlo. Pero all�abr᠍ terminado para m�odo inter鳠en seguir sirviendo a quien tan torpemente me lastima༯span>

      Andro comunicࡠIrene la respuesta de su hermano. La Emperatriz se conmovi࣯n las palabras del Ilirio y prometi௬vidar el asunto. En efecto, dos aﳠpermanecina al lado de Alar, recorriendo con 鬠todos los puestos y ciudades de la frontera y descansando en el est� en un escondido puerto de la costa en donde un amigo veneciano hab�obsequiado al Estratega una pequeᠣasa de recreo. Pero los Alesi no se daban por vencidos y con ocasie un empr鳴ito que negociaba Irene con algunos comerciantes genoveses, la casa respaldଡ deuda con su firma y la Basilissa se vio obligada a intervenir en forma definitiva, si bien contra su voluntad, ordenando el regreso de Ana. La pareja recibi࡬ mensajero de Irene y conferenciaron con 鬠casi toda la noche. Al d�siguiente, Ana la Cretense se embarcaba para Constantinopla y Alar volv�a la capital de su provincia. Quienes estaban presentes no pudieron menos de sorprenderse ante la serenidad con que se dijeron adi㮠Todos conoc� la profunda adhesiel Estratega a la muchacha y la forma como hac�depender de ella hasta el m᳠ m�mo acto de su vida. Sus �imos amigos, empero, no se extraᲯn de la tranquilidad del Ilirio, pues conoc� muy bien su pensamiento. Sab� que un fatalismo l餯, de ra�s muy hondas, le hac�aparecer indiferente en los momentos m᳠cr�cos.

      Alar no volviࡠmencionar el nombre de la Cretense. Guardaba consigo algunos objetos suyos y unas cartas que le escribiera cuando se ausentడra hacerse cargo del aprovisionamiento y preparaci militar de la flota anclada en Malta. Conservaba tambi鮠un arete que olvidଡ muchacha en el lecho, la primera vez que durmieron juntos en la fortaleza de San Esteban Damasceno.

      Un d�citࡠsus oficiales a una audiencia. El Estratega les comunic೵s prop㩴os en las siguientes palabras:

      譩d Kabil ha reunido todas sus fuerzas y prepara una incursi sin precedentes contra nuestras provincias. Pero esta vez cuenta, si no con el apoyo, s�on la vigilante imparcialidad del Emir. Si penetramos por sorpresa en Siria y alcanzamos a Kabil en sus cuarteles, donde ahora prepara sus fuerzas, la victoria estar᠍ seguramente a nuestro favor. Pero una vez terminemos con 鬬 el Emir seguramente violarᠳu neutralidad y se echarᠳobre nosotros, sabi鮤onos lejos de nuestros cuarteles e imposibilitados de recibir ninguna ayuda. Ahora bien, mi plan consiste en pedir refuerzos a Bizancio y traerlos aqu�n sigilo para reforzar las ciudadelas de la frontera en donde quedarᮠla mitad de nuestras tropas.

      塮do el Emir haya terminado con nosotros, ser�loco pensar lo contrario, pues vamos a luchar cincuenta contra uno, se volver᠍ sobre la frontera e irᠡ estrellarse con una resistencia mucho m᳠ poderosa de la que sospecha y entonces serᠩl quien est頬ejos de sus cuarteles y serᠣopado por los nuestros.

      ᢲemos eliminado as�os peligrosos enemigos del Imperio con el sacrificio de algunos de nosotros. Contra el reglamento, no quiero esta vez designar los jefes y soldados que deban quedarse y los que quieran internarse conmigo. Escojan ustedes libremente y maᮡ, al alba, me comunican su decisiUna cosa quiero que sepan con certeza: los que vayan conmigo para terminar con Kabil no tienen ninguna posibilidad de regresar vivos. El Emir espera cualquier descuido nuestro para atacarnos y 鳴a serᠰara 鬠una ocasi 飡 que aprovecharᠳin cuartel. Los que se queden para unirse a los refuerzos que hemos pedido a nuestra Despoina formarᮠa la izquierda del patio de armas y los que hayan decidido acompaᲭe lo harᮠa la derecha. Es todo༯span>

      Se dice que era tal la adhesiue sus gentes ten� por Alar, que los oficiales optaron por sortear entre ellos el quedarse o partir con el Estratega, pues ninguno quer�abandonarlo. A la maᮡ siguiente, Alar pasಥvista a su ej鲣ito, arengࡠlos que se quedaban para defender la frontera del Imperio y sus palabras fueron recibidas con l᧲imas por muchos de ellos. A quienes se le unieron para internarse en el desierto, les orden࣯ngregar las tropas en un lugar de la Siria Mardaita. Dos semanas despu鳬 se reunieron all�erca de cuarenta mil soldados que, al mando personal del Ilirio, penetraron en las Ჩdas monta᳠de Asia Menor.

      La campaᠤe Alar estᠤescrita con escrupuloso detalle en las 嬡ciones Militares䥠Alejo Comneno, documento inapreciable para conocer la vida militar de aquella 鰯ca y penetrar en las causas que hicieron posible, siglos m᳠tarde, la destrucciel Imperio por los turcos. Alar no se hab�equivocado. Una vez derrotado el escurridizo Ahmid Kabil, con muy pocas bajas en las filas griegas, regresਡcia su Thema a marchas forzadas. En la mitad del camino su columna fue sorprendida por una avalancha de jen�ros e infanter� turca que se le pegࡠlos talones sin soltar la presa. Hab� dividido sus tropas en tres grupos que avanzaban en abanico hacia lugares diferentes del territorio bizantino, con el fin de impedir la total aniquilaciel ej鲣ito que hab�penetrado en Siria. Los turcos cayeron en la trampa y se aferraron a la columna de la extrema izquierda comandada por el Estratega, creyendo que se trataba del grueso del ej鲣ito. Acosado d�y noche por crecientes masas de musulmanes, Alar ordenथtenerse en el oasis de Kazheb y all�acer frente al enemigo. Formaron en cuadro, segଡ tradici bizantina, y comenz६ asedio por parte de los turcos. Mientras las otras dos columnas volv� intactas al Imperio e iban a unirse a los defensores de los puestos avanzados, las gentes de Alar iban siendo copadas por las flechas musulmanas. Al cuarto d�de sitio, Alar resolvi੮tentar una salida nocturna y por la maᮡ atacar a los sitiadores desde la retaguardia. Hab�la posibilidad de ahuyentarlos, haci鮤oles creer que se trataba de refuerzos enviados de Lycandos. Reuniࡠlos macedos y a dos regimientos de b硲os y les propuso la salida. Todos aceptaron serenamente y a medianoche se escurrieron por las frescas arenas que se extend� hasta el horizonte. Sin alertar a los turcos, cruzaron sus l�as y fueron a esconderse en una hondonada en espera del alba. Por desgracia para los griegos, a la maᮡ siguiente todo el grueso de las tropas del Emir llegaba al lugar del combate. Al primer claror de la maᮡ una lluvia de flechas les anunci೵ fin. Una vasta marea de infantes y jen�ros se extend�por todas partes rodeando la hondonada. No ten� siquiera la posibilidad de luchar cuerpo a cuerpo con los turcos; tal era la barrera impenetrable que formaban las flechas disparadas por 鳴os. Los macedos atacaron enloquecidos y fueron aniquilados en pocos minutos por las cimitarras de los jen�ros. Unos cuantos h硲os y la guardia personal del Estratega rodearon a Alar que miraba impasible la carnicer�

      La primera flecha le atravesଡ espalda y le saliయr el pecho a la altura de las 䩭as costillas. Antes de perder por completo sus fuerzas, apuntࡠun mahdi que desde su caballo se divert�en matar b硲os con su arco y le lanzଡ espada pasᮤolo de parte a parte. Un segundo flechazo le atravesଡ garganta. Comenzࡠperder sangre rᰩdamente, y envolvi鮤ose en su capa se dej࣡er al suelo con una vaga sonrisa en el rostro. Los fanᴩcos b硲os cantaban himnos religiosos y salmos de alabanza a Cristo, con esa fe ciega y ferviente de los reci鮠convertidos. Por entre las mon䯮as voces de los mᲴires comenzࡠllegarle la muerte al Estratega.

      Una gozosa confirmacie sus razones le vino de repente. En verdad, con el nacimiento caemos en una trampa sin salida. Todo esfuerzo de la razla especiosa red de las religiones, la d颩l y perecedera fe del hombre en potencias que le son ajenas o que 鬠 inventa al torpe avance de la historia, las convicciones pol�cas, los sistemas de griegos y romanos para conducir el Estado, todo le pareci൮ necio juego de niﳮ Y ante el vac�que avanzaba hacia 鬠a medida que su sangre se escapaba, busc൮a razara haber vivido, algo que le hiciera valedera la serena aceptacie su nada, y de pronto, como un golpe de sangre m᳠que le subiera, el recuerdo de Ana la Cretense le fue llenando de sentido toda la historia de su vida sobre la tierra. El delicado tejido azul de las venas en sus blancos pechos, un abrirse de las pupilas con asombro y ternura, un suave ce鲳e a su piel para velar su sueﬠlas dos respiraciones jadeando entre tantas noches, como un mar palpitando eternamente; sus manos seguras, blancas, sus dedos firmes y sus u᳠ en forma de almendra, su manera de escucharle, su andar, el recuerdo de cada palabra suya, se alzaron para decirle al Estratega que su vida no hab�sido en vano y que nada podemos pedir, a no ser la secreta armon�que nos une pasajeramente con ese gran misterio de los otros seres y nos permite andar acompa᤯s una parte del camino. La armon�perdurable de un cuerpo y, a trav鳠de ella, el solitario grito de otro ser que ha buscado comunicarse con quien ama y lo ha logrado, as�ea imperfecta y vagamente, le bastaron para entrar en la muerte con una gran dicha que se confund�con la sangre manando a borbotones. Un 䩭o flechazo lo clav८ la tierra atravesᮤole el corazPara entonces, ya era presa de esa desordenada alegr� tan esquiva, de quien se sabe dueel ilusorio vac�de la muerte.

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SHARAYA

S

haraya, el Sante Jandripur, permanec�desde tiempos muy lejanos sentado a la orilla de la carretera, a la salida de la aldea. All�ecib�las escasas limosnas y las cada vez m᳠raras oraciones de los aldeanos. Su cuerpo se hab�cubierto de una costra gris y su pelo colgaba en grasientas gre᳠por las que caminaban los insectos. Sus huesos, forrados por la piel, formaban ᮧulos oscuros e imposibles que daban a la inm橬 figura un aire p鴲eo y estatuario que en mucho contribuyera al olvido en que lo ten� las gentes del lugar. S쯠 los viejos recordaban a젥ntre la niebla de sus mocedades, la llegada del esbelto Santentonces con cierto aire mundano y due de una locuacidad en materias religiosas que fue perdiendo a medida que ganaba mayores y m᳠vastos dominios en su tarea de meditaci al pie del camino.

      A pesar del poco o ning࣡so que le hac� ahora los habitantes de la aldea, y tal vez gracias a ello, Sharaya era un atento observador de la vida circundante y conoc�como pocos las intrincadas y mezquinas historias que se tej� y borraban en el pueblo al paso de los aﳮ

      Sus ojos adquirieron una dulce fijeza de bestia dom鳴ica que las gentes confund� con la mansedumbre de la imbecilidad y que los prudentes reconoc� como reveladora de la luminosa y total percepcie los m᳠hondos secretos del ser.

      Tal era Sharaya, el Sante Jandripur en el Distrito de Lahore.

      La noche que antecediࡠsu 䩭o d�fue una noche de lluvia y el r�bajथ las monta᳠crecido, bramando como una bestia enferma, pero de inagotable energ�

      Gruesas gotas han resbalado toda la noche sobre la piel del parasol que instalaron las mujeres cuando la gran sequ� Golpea la lluvia como un aviso, como una seᬠpreparada en otro mundo. Nunca hab� sonado as�obre el tenso pellejo de ant�pe. Algo me dice y algo en m�a entendido el insistente mensaje. Se ha formado un gran charco, con el agua que escurre por la blanda c嬡 que cree protegerme. Muy pronto se secarᠰorque se acerca una jornada de calor. Comienza el vaho a subir de la tierra y las serpientes a esconderse en sus nidos anegados. En lo alto una cometa sube en torpes cabezadas. Amarilla. Un canto de mujer asciende a purificar la maᮡ como un lienzo de olvido. Uno sostiene el hilo, el otro me mira largamente y con sorpresa. Me descubre, entro en su infancia. Soy un hito y nazco a una nueva vida. En sus ojos miedo, miedo y compasiNo sabe si soy bestia u hombre. Con un pequeamb� busca el dolor y no lo encuentra. Corre hacia el otro, que lo aleja sin volver a mirarme. El Sante Jandripur. Hace mucho tiempo. Ahora otra cosa y muchas cosas: un Santentre ellas. La vastedad de mis dominios se ha extendido hasta el curvo horizonte sin principio ni fin. Vuelve. Extiende su mano hasta tocarme, sin el bastoncillo que lo proteg� Lejano como una estrella o tan cerca como algo que sueﮠEs igual. Lo llama su compa岯. Cae la cometa, lentamente, buscando su muerte, naciendo. Los Ტoles la ocultan. Cae al r�donde la espera un largo viaje hasta cuando se desl�el papel. Entonces, el esqueleto irᠨasta el mar y all�ajarᠡ las profundidades. A su alrededor reconstruirᮠlos corales y las ostras la s쩤a sombra de su antigua forma y en ella dejarᮠlos peces sus huevos y los cangrejos taparᮠa sus cr� con arena. Irᮠa morir all�as grandes mantas y sobre sus cadᶥres los peces fosforescentes cavarᮠsus madrigueras de blanda materia en transformaciUn pequeesorden se harᠡl paso de las corrientes submarinas y muchos siglos despu鳠el breve remolino surgirᠡ la superficie y luego todo volverᠡ ser como antes. Un tiempo sin cauce como un grito sin voz en el blanco vac�de la nada. Le llaman vida, presos en sus propias fronteras ilusorias. La maᮡ se anuncia con este camiDos mᳮ Anoche pasaron varios. Soldados de las montaᳮ Cabecean trasnochados, sostenidos en sus fusiles. No pasa. Se atasca en el lodo de la orilla. El motor gira locamente, ruge con furia, se detienen, vuelve a gemir. Cortan ramas. Vienen otros. Tanques; siete. Lo empujan. Pasa. Gritos. Pobres gritos de rabia contra el agua, contra el barro. Ahora cantan. Cantan el desastre, cantan su sangre, sus mujeres, sus hijos, cantan sus vacas esquel鴩cas. La gran madre paridora. Mueren de muerte de vida de soldado obediente a la tumba. Campesinos, tejedores, herreros, actores, ac쩴os del templo, estudiantes, letrados, ladrones, hijos de funcionarios, hombres de las mᱵinas, hombres del arroz, hombres de los caminos. Se llaman igual, sus rostros son iguales, su muerte es la misma. Desde lejos viene el silencio como una gran red de otro mundo. Los insectos comienzan a despertar. Era una serpiente entre las hojas. La misma, tal vez, que pas࡮oche por entre mis piernas. Agua y sangre en fr� escamas articuladas. La madre de todos recorre sus dominios, y de sus viejos colmillos mana la leche letal de los milenios. Los deudos ven� a menudo para preguntarme la raze su duelo, mientras el humo de la pira alzaba su sucia tienda en el cielo. Pero ya entonces hac� mucho tiempo que la palabra me fuera in鬠y nada hubiera podido decirles. De todas maneras ya lo sab�, pero en otra forma, como sabe la sangre su camino, ciegamente, in鬭ente. Temen a la muerte y despu鳠descansan en ella y se suman a su fecunda tarea y bajan en cenizas por el r� dejando la tufarada agria de nueva vida, alimento y abono de otros mundos. Huyലas la maleza. Siente los pasos antes que todos. Hombres de la aldea con sus carretas. Todo se lo llevan. El gran lecho matrimonial regalo de los misioneros. Falso oro chill oxidado de sus copulaciones. Huyen entonces. El alcalde con su mujer hidr੣a. Miente cuando viene a orar. Los sacerdotes del pequeemplo. Ruedas irregulares que se bambolean y patinan en la usada caja del eje. Vidas incompletas, trozos apenas de la gran verdad, como la costra gris que ensucia la piscina despu鳠de las abluciones. Nata de mugre, coraze la miseria, escala del desperdicio. Y tan seguros en su afᮠmismo de huir. Otra destruccios empuja, m᳠honda, la 飡 y verdadera cat᳴rofe en la oscuridad agobiadora e inquieta de su instinto. Vuelven a mirarme. Los m᳠viejos. No s頬eer sus ojos. Tampoco puedo ya decirles c�es in鬠escapar de lo que estᠥn todas partes. Es como los que rezan para tener fe o los que labran la tierra para dar de comer a los bueyes que tiran del arado. Y toda la impedimenta de sus astrosas pertenencias. Me dejan ofrendas. Lo que no quieren llevar, lo que les es ajeno en su huida. La viuda con sus hijos. Ojosa, flacos pechos muertos. Flores del templo. No se atreve a tirarlas ni tampoco a dejarlas frente a los �los que maᮡ serᮠ destruidos con la misma furia que los hizo nacer. No irᠭuy lejos, estᠳeᬡda, apartada, escogida entre todos. Andra, la que bail͊ desnuda toda una noche ante el SantSus hijos recordarᮠun d� uando huimos de Jandripur ella muri८ el camino, la subimos a la copa de un Ტol muy alto y all�escans젶isitada por los vientos y lavada por las aguas del mundo. Vigilᮤonos por varios d� hasta cuando la perdimos de vista...٬ sin embargo, tampoco serᠣomo ellos creen. No exactamente. Otras cosas habrᠱue se les ocultarᮠpara siempre y que, sin embargo, llevan consigo. Con la muerte de su gran madre paridora de la muerte, la de los saltos de sangre, la que truena levemente los huesos, la que lima la linfa en su lomo. Miran hacia atr᳠al silencio de sus hogares abandonados donde gritarᮠpor mucho tiempo todav�sus deseos y sus miedos, sus miserias y sus exaltaciones, tratando de alcanzarlos en su camino. Soldados. Escolta huyendo con banderas de seᬥs. Lo veo. Me ve. Letras y palabras. Me mira. Ir. No sabe. El 䩭o. Solo. Tal vez. No s頤e qu頥stoy solo. Vuelve a mirarme, se va tras los otros. Una espada que inventa la cinta azul de su hoja con la palabra de los dioses de la guerra labrada torpemente.

      Al mediod� Sharaya alargଡ mano y tomଡ mitad de una naranja medio seca y comenzࡠmasticar un pedazo de la c᳣ara tenazmente perfumada. El calor de la siesta expandi६ aroma de la fruta entre una danza de insectos enloquecidos y que chocaban contra la vieja piel del privilegiado. El ruido de las aguas se fue debilitando y el r�tornaba a su antiguo cauce. Cuando comenzࡠcaer el sol un leve sopor fue apoderᮤose de los anquilosados miembros del Sant infundi鮤ole la beatitud inefable del que sueᠤescubriendo las pistas secretas de su destino.

      Aguas en desorden, saltando y salpicando la fr�espuma de la corriente. Agua de las monta᳠que baja danzando en remolinos y se remansa en el vientre que gira lento, liso y tibio, protegido por el rotundo cᬩz de las caderas. Olor de especies quemadas en la pequeᠰlaza y el agudo sonar de los instrumentos que narran los incidentes de la danza. Risa en la boca sin dientes de la vieja mendiga, risa de la carne recordando, comparando. Lazo implacable y una gran dulzura en el pecho pesando y doliendo y largas tardes del ir y venir de la sangre en sorpresivas mareas y la vecindad de la dicha, la pequeᠤicha del hombre, hermana del terror, la breve dicha de dientes de rata comiendo y mascando. Un vasto palio de ceniza sobre la memoria de la carne. Viaje a la sede de los amos de entonces. Los t�dos pastores dueﳠde una porciel mundo, convertidos en puntillosos comerciantes, pacientes, tercos, so᤯res, desamparados fuera de su isla. H鬩ces mordiendo las turbias aguas de la desembocadura. Una mancha interminable y amarillenta anticipa la gran ciudad bulliciosa de los funcionarios, donde la sabidur�asciende por escaleras sim鴲icas maculadas por el h夯 holl�de las mᱵinas. Tierras de la razPor la plaza hombres y mujeres se apresuran entre la grasosa niebla del ocaso. Colores saltando, un vaso se llena de luces que desaparecen para dar lugar al trazo azul y verde, tome, tome, tome, tome. Salta la espuma del bautismo, salta en el tr᮳ito sombr�de los inconformes y laboriosos amos. Aguas que chorrean sobre las espaldas bautizadas en la ra� sombra de la selva, entre gritos de aves y chirrido de insectos. La piel del m᳠sabio, del m᳠viejo, arrugada bajo las tetillas colgantes, mojᮤose con el agua de la verdad, la que lava antiguas y nuevas concupiscencias, la que borra los t�los ganados en vastas construcciones de piedra, madres de sutiles argumentos. Mi padrino y mi maestro, segundo padre midiendo la superficie de la tierra, chacal virgen de verdad, un sapo amargo, padre de la verdad. Y, por fin, la 䩭a lucha al lado de ellos, mis hermanos. Las manifestaciones, las prisiones en las montaᳬ el partido y sus ramificaciones clandestinas trabajando como venas de un cuerpo que despierta. Aqu�ismo, cuando todo parec�haber entrado pac�camente en orden, hubiera podido a೥r el amo, dictar la ley bajo mi parasol, moverlos hacia lo bueno o hacia lo malo, seg͊ conviniera a su destino, predicar una doctrina y hacerlos un poco mejores. El comisionado de bigote rojizo y nuca sudorosa, argumentando a la luz de la sucia l᭰ara del cuartel. Su antiguo y probado camino de razonamiento por el cual transitan tan seguros pero tan lejos de s�ismos, ahogando sus mejores y m᳠ciertos poderes: 鮧uno sabe por qu頬es hablas. No les interesa, como tampoco saben por qu頥stoy aqu�como tampoco lo s頹o. El 飯 que tiene ya todas las respuestas eres tథro de nada han de servirte. Siempre se llega al mismo sitio. T岥s el SantNo todos pueden serlo. Ellos ponen la ira destructora y el fecundo deseo. T�as, indiferente hacia el negro sol de tus conquistas interiores y eres tan miserable y tan pobre como ellos, porque el camino que has recorrido es tan pequeue no cuenta ante la larga jornada que te propones hacer movido por el engaﳯ orgullo que te amarra. Ponte a su lado y gu�os y ay᭥ a imponer autoridad y a entregar las cosas en orden. Despu鳬 ya se las arreglarᮠcomo puedan; pero tᵥ has vivido y te has formado entre nosotros, sabes que nuestra razs la 飡 a la medida de los hombres. Lo dem᳠es locura. T쯠sabesծa pᬩda cobra, piel de la verdad. Suei vuelta al 飯 sueue estᠵnido por un extremo a la divinidad que no dice su nombre, al padre y a la madre de los dioses, fugaces fantasmas esclavos del hombre. Suei sue soᮤo el sueel que levanta el pie en la posiciel elefante, del que te dice emas㯮 el arco de sus dedos, del portador del fuego, del que viaja en el lomo de la tortuga. La hora viene, vino hace muchas horas y no termina de llegar.

      Sharaya se quedयrmido, y en la pesada siesta de la abandonada Jandripur comenzaron a entrar las primeras unidades del ej鲣ito invasor. Instalaron sus tiendas y ordenaron sus veh�los. Cuando el Santespert젬a aldea comenzaba a arder y las h夡s maderas de las casas estallaban en el aire tierno del ocaso nublando el cielo con las altas columnas de humo. Eran muchos, y el roncar de los camiones y de los tanques que segu� llegando indicaba que no se trataba ya de una pequeᠡvanzada sino del grueso del ej鲣ito. Un altoparlante comenzࡠdar instrucciones en el agudo y destemplado idioma de las montaᳬ sobre c�deb� conducirse los soldados en la comarca y sobre las precauciones que deb� tomar para cuidarse de los que quedaban escondidos para organizar la resistencia. El ajetreo durਡsta muy entrada la noche, cuando un gran silencio se hizo en la aldea y sus alrededores.

      Duermen agotados despu鳠de la carrera. Piensan seriamente en la redencie los pueblos, en la igualdad, en el fin de la injusticia, en la fraternidad entre los hombres. Ellos mismos traen un nuevo caos que tambi鮠mata y una nueva injusticia que tambi鮠 convoca la miseria. Es como el que se lava las manos en un arroyo de aguas emponzoᤡs. Ah�ienen dos. Alumbran el camino con una linterna de mano. Campesinos tambi鮬 j楮es, casi niﳮ Una mujer con ellos. Prisionera tal vez o ramera que los sigue para comer y guardar algऩnero. La estᮠdesnudando. El viejo rito repetido sin fe y sin amor. Les tiemblan las manos y las rodillas. Vieja verg sobre el mundo. Ella r�y su piel responde y sus miembros responden a la ola que crece en el cuerpo que la oprime contra la tierra. Madre necesaria. Renacen unidos en la sede de todos los or�nes. Gimen y r� al mismo tiempo. Un solo cuerpo de dos cabezas ebrias y acosadas en el v鲴igo de su propio renacer, de su larga agon� El otro sonr�con timidez. Sonr�de su propia verg y espera. Sembrar hijos en la tierra liberada. Terminaron. Ella se viste. El otro me alumbra con la linterna.

      Los soldados y la mujer se quedaron absortos ante el extramasijo de trapos mugrientos, alimentos descompuestos y las carnes momificadas del SantEvitaron la mirada ardiente y fija de Sharaya, testigo del breve placer que le robaran a sus oscuras vidas perecederas. Bien poco quedaba al Sante forma humana. La mujer fue la primera en apartar su vista de la hierᴩca figura y comenz͊ de nuevo a envolverse en sus ropas. Los dos soldados segu� intrigados y se acercaron un poco mᳮ Por fin, el que hab� esperado, reaccionࢲuscamente. Ქce un Santdijo_, pero no podemos dejarlo observando el paso de nuestras fuerzas. Ya nos ha visto y ha contado sin duda nuestros camiones y nuestros tanques. Ademᳬ nadie vendrᠹa a consultarle y a venerarlo. Ha terminado su dominioŬ otro se alzथ hombros y, sin volver a mirar, tomࡠ la mujer por el brazo y se alejయr la blanquecina huella del camino. Antes de alcanzarlos, el que hab�hablado alz೵ ametralladora y apunt੮diferente hacia la ausente figura apergaminada, hacia los ausentes ojos fijos en el perpetuo desastre del tiempo y solt६ seguro del arma.

      En cada hoja que se mueve estaba previsto mi tr᮳ito. La escena misma, de tan familiar, me es ajena por entero. Cuando el mochuelo termine su c�ulo en el alto cielo nocturno, ya se habrᠣumplido el deseo de las pobres potencias que nos unen, a 鬠que me mata y a m�ue nazco de nuevo en el dintel del mundo que perece brevemente como la flor que se desprende o la marea salina que se escapa incontenible dejando el sabor ferruginoso de la vida en la boca que muere y corre por el piso indiferente del pobre astro muerto viajero en la nada circular del vac�que arde impasible para siempre, para siempre, para siempre.

 

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Cada poema un p᪡ro que huye
del sitio seᬡdo por la plaga.
Cada poema un traje de la muerte
por las calles y plazas inundadas
en la cera letal de los vencidos.
Cada poema un paso hacia la muerte,
una falsa moneda de rescate,
un tiro al blanco en medio de la noche
horadando los puentes sobre el r�
cuyas dormidas aguas viajan
de la vieja ciudad hacia los campos
donde el d�prepara sus hogueras.
Cada poema un tacto yerto
del que yace en la losa de las cl�cas,
un ᶩdo anzuelo que recorre
el limo blando de las sepulturas.
Cada poema un lento naufragio del deseo,
un crujir de los mᴩles y jarcias
que sostienen el peso de la vida.
Cada poema un estruendo de lienzos que derrumban
sobre el rugir helado de las aguas
el albo aparejo del velamen.
Cada poema invadiendo y desgarrando
la amarga telaraᠤel hast�
Cada poema nace de un ciego centinela
que grita al hondo hueco de la noche
el santo y seᠤe su desventura.
Agua de sueﬠfuente de ceniza,
piedra porosa de los mataderos,
madera en sombra de las siemprevivas,
metal que dobla por los condenados,
aceite funeral de doble filo,
cotidiano sudario del poeta,
cada poema esparce sobre el mundo
el agrio cereal de la agon�

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EXILIO

Voz del exilio, voz de pozo cegado,
voz hu鲦ana, gran voz que se levanta
como hierba furiosa o pezuᠤe bestia,
voz sorda del exilio,
hoy ha brotado como una espesa sangre
reclamando mansamente su lugar
en alg೩tio del mundo.
Hoy ha llamado en m�r> el griter�de las aves que pasan en verde algarab�br> sobre los cafetales, sobre las ceremoniosas hojas del banano,
sobre las heladas espumas que bajan de los pᲡmos,
golpeando y sonando
y arrastrando consigo la pulpa del caf鼢r> y las densas flores de los c᭢ulos.
Hoy, algo se ha detenido dentro de m�br> un espeso remanso hace girar,
de pronto, lenta, dulcemente,
rescatados en la superficie agitada de sus aguas,
ciertos d�, ciertas horas del pasado,
a los que se aferra furiosamente
la materia m᳠secreta y eficaz de mi vida.
Flotan ahora como troncos de tierno balso,
en serena evidencia de fieles testigos
y a ellos me acojo en este largo presente de exilado.
En el caf鬠en casa de amigos, tornan con dolor deste餯
Teruel, Jarama, Madrid, Ir젓omosierra, Valencia
y luego Perpignan, Arreglen, Dakar, Marsella.
A su rabia me uno, a su miseria
y olvido as�ui鮠soy, de d vengo,
hasta cuando una noche
comienza el golpeteo de la lluvia
y corre el agua por las calles en silencio
y un olor h夯 y cierto
me regresa a las grandes noches del Tolima
en donde un vasto desorden de aguas
grita hasta el alba su vocer�vegetal;
su destronado poder, entre las ramas del sombr�
chorrea a८ la maᮡ
acallando el borboteo espeso de la miel
en los pulidos calderos de cobre.
Y es entonces cuando peso mi exilio
y miro la irrescatable soledad de lo perdido
por lo que de anticipada muerte me corresponde
en cada hora, en cada d�de ausencia
que lleno con asuntos y con seres
cuya extranjera condicie empuja
hacia la cal definitiva
de un sueue roerᠳus propias vestiduras,
hechas de una corteza de materias
desterradas por los aﳠy el olvido.

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NOCTURNO

Respira la noche,
bate sus claros espacios,
sus criaturas en menudos ruidos,
en el crujido leve de las maderas,
se traicionan.
Renueva la noche
cierta semilla oculta
en la mina feroz que nos sostiene.
Con su leche letal
nos alimenta
una vida que se prolonga
m᳠allᠤe todo matinal despertar
en las orillas del mundo.
La noche que respira
nuestro pausado aliento de vencidos
nos preserva y protege
Ს m᳠altos destinos쯳pan>

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