Álvaro Retana

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 La vedette de los demonios

  El príncipe que quiso ser princesa

  Ven y ven

  Las tardes del Ritz

La vedette de los demonios.

          Cuando Manolo Entrometido, redactor de "La vida frívola", semanario galante para lectores de diez a noventa años, se presentó en el domicilio oficial de la preciosa vedette Cleopatra Gutiérrez, una doncella encantadora advirtió al recién llegado conduciéndole por una intrincada red de pasillos:

_La señorita no está en casa.

_¡Pero si me había citado para hacerle una interviú a las siete, y son menos cinco!

El plumífero estremeciose contrariado ante la posibilidad de malograr su información. Cleopatra se había puesto de moda como la canastera o los zapatos de ante y el público devoraba con avidez cuanto se refiriera a aquella original estrella del teatro Locuelo que cantaba los tangos argentinos con acento andaluz y los fandanguillos con reminiscencias gallegas. Era una rubia oxigenada, incongruente y despilfarradora, tocada de manías pintorescas. Por añadidura, era el adorado tormento_ ¡tan tormento!_ de un popular compositor al cual convenía halagar celebrando la hermosura, juventud y talento de aquella reina de la escena.

_Aunque la señorita ha salido_ expuso la doncella_, no tardará en venir. Tenga la bondad de esperarla en sus habitaciones.

"Las habitaciones" de la gentil artista eran una alcoba y un gabinete decorados con elegancia y modernidad; pero, al contemplarlas el cronista experimentó la sensación de que allí habían entrado ladrones, se había desen­cadenado un huracán o había ocurrido algo extravagante.

Sobre la cama, un traje de miriñaque rosa pálido; un tintero; una ensaladera con gazpacho y un frasco de colonia. Encima de la mesilla de noche, un bolso abierto; un vaso de agua; un disco de gramófono partido en cuatro pedazos y una plancha eléctrica.

Sobre el damasco de la cómoda gris, unos zapatos ver­des; un reloj despertador; una lámpara japonesa ; un sostén; una muñeca boca abajo; un cesto de costura volcado y una novela de Pitigrilli. Encima del armario de luna un paraguas; un almohadón; un termo y un abrigo con cuello de petit gris.

En el suelo, un gramófono abierto; una caja de bom­bones; unas tijeras rotas y un pijama; colgados en la cerradura del armario y el picaporte de la puerta, trajes de calle y escena, y, apilados sobre el tocador, sombreros, periódicos, retratos de la vedette, un plumero y un ramo de flores.

El cronista palideció ante aquel espectáculo de horror a las siete de la tarde, y exclamó la doncella :

_¿Es acaso que se pone malo el señor?

_No ... nada ... es ... que me sorprende el aspecto de estas habitaciones.

_¡Anda, pues si las viera usted a diario! Hoy la señorita las ha ordenado, porque esperaba la visita de usted. Siéntese caballero.

_¿Dónde ?_ preguntó el cronista viendo que todas las sillas estaban ocupadas absurdamente. _Aquí, sobre estas sombrereras.

_¿Tardará mucho en venir la señorita?

_Creo que no. Ha salido como todos los días a rezar sus credos.

       _¿Luego, es devota?

_¡Oh! Mucho. Ahora va todos los días a dar gracias al Cristo de San Luis, porque la modista la ha terminado felizmente el vestuario con que piensa actuar en América.

_¿A qué hora se levanta la señorita Gutiérrez?

_Pues verá usted. Tenemos orden de llamarla a las diez de la mañana, y a las once la avisa el despertador de su alcoba; a las doce entra su mamá a decirla que el baño está preparado; pero, hasta la una no se retira de la cama. En seguida empieza a hacerse la toilette y termina a las dos y media, hora en que cuando llega el señorito a almorzar la encuentra sin peinar, en zapatillas, sin medias y liada en un kimono.

_¿ y qué dice el señorito, entonces?

_La da un beso muy cariñoso; pide la comida y luego habla solo por los pasillos.

       _¿De veras?

_Sí; dice: _Los seres más dichosos del mundo son los hombres solteros. Es preferible vivir con un dragón a vivir con una mujer. El viudo que se vuelve a casar merecería que lo ahorcasen.

_Y ella ... mientras tanto.

_Toca el piano para no oírle o canta algún cuplé de las revistas. “¡Amor…frivolidad”!

_¡Siga usted!

_Después de la comida, el señorito se encierra a trabajar en el despacho, porque ya sabrá usted que él es com­positor y entonces ella se sienta junto a él para leer la prensa del día anterior. ¡Como ella tiene siempre tanto que hacer, lee los diarios con dos o tres días de retraso!

_Tiene gracia.

_Cuando ha leído sus periódicos se entretiene en censurar la labor del señorito. Su música no la convence nunca; y todo se la vuelve repetir que como Alonso y Guerrero no hay otros.

_Y él... ¿no la estrangula?

_¡Ah, no, por Dios! ¡El señorito es un santo! El señorito dice que la señorita no está bien de la azotea y siempre que sale a la calle la da un beso y la dice: Adiós, rica, que te alivies.

_Y después.

_A las tres y media ella se mete en el tocador y permanece hasta las seis, retocándose ligeramente y a esa hora se va al teatro a trabajar. A las nueve le lleva su mamá la cena y la señora se vuelve en seguida al hotel porque como esto está retirado ¿sabe usted? no es cosa de exponerse a un atraco. La señorita después de la función de la noche va un ratito a "Negresco" y a las tres y media o cuatro se recoge. Unas veces viene sola y otras con el señorito.

_Pero ¿el señorito no viene todas las noches?

_¡Qué ocurrencia! No le permite la mamá de la señorita que duerma aquí más que los jueves. Y los domingos, si se ha hecho méritos durante la semana! Algunas veces ella viene de mal humor porque se dio cuenta en la calle de que había salido con el traje puesto del revés o ha per­dido el tacón de un zapato bailando en "Molinero". Otras veces su furia procede de que juega a la Lotería, le toca y cuando quiere cobrar no se acuerda de dónde guardó el décimo.

_Ella se acostará en seguida que llegue de "Negresco" ...

_No señor, siempre se queda hasta las cinco de la mañana arreglándose las uñas, escribiendo a la modista, leyendo una novela, estudiando un cuplé, regando los tiestos, fisgando los papeles del señorito y realizando alguna otra importante labor.

_¿Salen mucho juntos la señorita y el compositor?

_Ay, no, por Dios. ¡El es un hombre muy sensato! ¡Y ella! ... Figúrese usted que tiene la manía de no pisar las rayas de las losas de las aceras y camina a saltos. Además, lee los números de las matrículas de todos los automóviles que ve en la calle y como mentalmente hace sumas, restas, multiplicaciones y otros primores aritméticos, a lo mejor suspende el diálogo para hacer una operación de ésas.

_¡Es curioso!

_Y en el cine, claro, lo que pasa, el señorito cuando se encuentra a oscuras, en un sillón blando, en silencio y arrullado por la música, en seguida se duerme. Y como ella tiene la costumbre de pincharle con un alfiler para que se despierte, él dice que prefiere ir solo.

_Se comprende.

_Ella no le deja toser, fumar, ni rascarse las narices; le obliga a lavarse las manos antes de las comidas; le lleva la contraria en todo; se sirve lo mejor en la mesa, le hostiliza a los amigos y siempre le está amenazando con irse a América donde residen una tía de la señorita y una hermana casada.

_¿ y el señorito qué contesta?

_Lee en voz alta los anuncios de la Compañía Trasatlántica con la salida de los buques para Buenos Aires, y la promete que si embarca en Barcelona irá con ella a despedirla.

_¡Gran prueba de cariño!

_A lo mejor lo hace para ver que ella realmente no se queda en tierra.

_¿ Qué tal carácter tiene ella?

_Muy originaL Ciertos días amanece jubilosa y optimista y de pronto, pasa sin transición a un mal humor agresivo. Cuando se halla en el cine, quisiera haber ido al teatro y en el teatro siente la nostalgia del cine. En los dramas se ríe mucho y las obras cómicas la producen melancolía. Además tiene la costumbre de ir por la calle hablando sola y accionando.

_¡Yo ignoraba que estuviere atacada de manías!

_N o puede usted suponérselas. Cuando abandona una es para coger otra. En verano duerme con dos mantas y en invierno nada más que con la sábana. En agosto pide en "Molinero" para merendar un ponche bien caliente y en diciembre, a la salida del teatro, se toma un helado en "Negresco". Si el señorito propone veranear en el campo a ella se le antoja ir a puerto de mar. Ahora la ha tomado con las comidas y unas veces dice que sabe a ratones o a tranvía y otras a farmacia o trapos viejos metidos en un baúl. En fin, anteayer rechazó la salsa mayonesa porque dijo que sabía a aceite y a huevo!

_¡Que encanto de mujercita!

_¡Oh! El señorito la adora y tiene mucha paciencia con ella. Pero, en las tiendas la temen. Figúrese usted que el martes pasado estuvo en una zapatería y después de probarse veinte pares de calzado, de repente, se acordó de que le hacía falta un sombrero.

_¿ Y se lo compró?

_No, señor. Se compro un corte de traje.

_Debe ser delicioso tratar con una criatura así.

_Le diré ...

Una llamada del teléfono requirió a la doncella que descolgó el auricular .

_Oye, Maruja_ ordenó Cleopatra_. Si ha llegado ya la manicura que la cité para las siete, dila que no puedo ir porque estoy con mamá haciéndonos la permanente.

 _No, señorita_ respondió la doncella_. A quien tenía usted citado hoya esta hora es a un joven periodista que por cierto lleva diez minutos aguardándola.

_Pues dile que es imposible ir. Que venga a la peluquería y aquí puede hacer me la interviú.

_No se moleste, señorita_ exclamó el periodista arrebatando el auricular a la doncella; ya la tengo hecha.

Y salió del hotel, que la monísima vedette poseía en los altos del Hipódromo, persuadido de que la adorable Cleopatra Gutiérrez, maravilla cotizable y cotizada de la galantería, estrella refulgente del teatro "Locuelo", estaba más loca que una cabra.

II

Aquella misma noche, Cleopatra Gutiérrez _rubia extraplana, ingrávida_ llegó sola a su hotel sobre las tres y media de la madrugada.

Había contribuido, como todos los días, al éxito de una revista incongruente cantando pío, pío con tres plumas en la cabeza, un sostén de pedrerías y un pantaloncito de tisú de plata que le hubiera estado pequeño a un niño de tres años, y después de tan abrumador trabajo había ido a "Negresco" con su admirador número 17.341; pero, como ella era una mujercita espiritual y nunca sentía apetito, sólo tomó una ración de langostinos, otra de fiambres, tres pasteles, un chocolate con picatostes y un vaso de leche que hubiera amedrentado a una vaca. Menos mal, que luego, durante el viaje a su domicilio particular en el auto del admirador, Cleopatra se tomó un tortel e hizo parar el coche en un bar de la Glorieta de Bilbao para echarse al coleto un bock de cerveza digno del mariscal Hindelburg. Ante la verja del hotel ella despidió elegantemente a su incondicional 17.341 y como primera providencia se introdujo en la cocina donde se encaró con dos filetes y un panecillo francés que habían sobra­do de la cena y dejó tiritando un frasco de vino de legítimo Valdepeñas.

Luego, con serpenteos de vampiresa cinematográfica, dirigióse a la alcoba cuyo balcón abrió para que penetrase la brisa veraniega y durante unos instantes permaneció "muy Greta Garbo" contemplando la noche que era como una inmensa cola de pavo real resplandeciente de ojos luminosos. En seguida, la exquisita vedette _rubia, extraplana, ingrávida_, se desvistió graciosa y en un vuelo de ave _ave de revista, por supuesto, que no era un ruiseñor precisamente_ cayó sobre su lecho, que acogió agradecido, peso tan perfumado, ave tan seductora.

Por el balcón abierto llegaba hasta la joven la caricia del aire y el confuso rumor de la noche agosteña _serenata de grillos, bocinas de automóviles, cacareos de un gallo, armonizados arbitrariamente_ y antes de conciliar el sueño se dispuso a rezar sus oraciones cotidianas porque la vedette, del teatro "Locuelo", solía importunar a algunos santos de la corte celestial con peticiones tan absurdas como que fracasara la Rolindez en el próximo estreno, que la saliera a ella un admirador dispuesto a hacerse cargo de la cuenta de la modista o que le cogiera un toro al novillero Melonardo porque la daba achares con la esposa del apuntador.

Después de haber orado fervorosa, la vedette intentó conciliar el sueño satisfecha de sí misma. Ella no se juzgaba reprobable en el fondo _ni en la superficie_ y precisamente aquel día había adoptado una resolución heroica en su buen deseo de conjurar una catástrofe en el hogar de una familia.

Los jóvenes hermanos Pipo y Pepe _adinerados e impetuosos_ se habían enamorado febrilmente de la actriz y ella para evitar fraternales disputas tenía resuelto licenciar a los dos muchachos y hacerse novia del padre, si no tenía inconveniente en alternar con el compositor.

Cuando más abismada se encontraba en sus medi­taciones deleitándose en la perspectiva de que el papá de Pipo y Pepe fuera el llamado a entenderse con la modista _¡aviado estaba el pobre!_ sintió un extraño ruido que la hizo volver los ojos al balcón.

Destacándose sobre el azul de la noche _cola de pavo real de esplendorosos ojos refulgentes_ apareció la intrépida silueta de un desconocido, que, saltando la barandilla se introdujo en la estancia con actitud inquietadora.

Cleopatra, sin inmutarse, encendió la luz de la alcoba y bajo la lechosa iluminación de la lámpara comprobó la imponente personalidad del recién llegado. Un indudable malhechor profesional, tipo achulado y tenebroso de miradas patibularias, cejas como cepillos de betún, cabellera encrespada, nariz chata y procaz, y una torcida y roja, como una cortadura mal hecha entre dos arrugas en forma de paréntesis. Pero, a pesar de la pavorosa catadura del mocetón que esgrimía un revólver luminoso como una estrella, la original vedette _rubia, extraplana, ingrávida_ ni siquiera palideció bajo el colorete y preguntó con tono autoritario:

_¿Se puede saber qué viene usted a hacer aquí a estas  horas?

_Vengo a robar! ¡Soy un ladrón!

_¿Conque un ladrón, eh? ¡Vaya, hombre, vaya! ¡Buena la ha cogido usted!

El intruso, improvisando un gesto de fiereza proclamó:

_Le advierto a usted que hablo en serio.

_¡Vago! ¡Sinvergonzón!_ exclamó ella desafiando al monstruo. ¡Más le valdría a usted trabajar que dedicarse a ladrón de vedettes!

_¡Ladrón de vedettes!_ repitió él expresando ignorancia_ ¡Yo no sé que son vedettes! Yo no robo esas cosas. Yo lo que robo son brillantes.

_Ya está usted fresco!_ dijo ella rebulléndose entre las sabanas_. ¡Cómo cuente con llevarse los míos!. ..

_¡Ea!_ rugió el forajido empezando a impacientarse_ ¡Basta de requilorios! ¿Dónde tiene usted las joyas?

_Eso mismo quisiera yo saber_ respondió Cleopatra displicente_ ¡Dónde tengo las joyas!

Luego tras una corta pausa, la vedette ordenó al maleante con voz tiránica y dulcísima:

_A ver, acérquese hombre, sin miedo. Enséñeme usted ese revólver que reluce como una estrella.

El mocetón, dominado por el tono despectivo de la curiosa Cleopatra, aproximose al lecho, con docilidad y entregó el arma a la joven.

_Es un bonito revólver_ decretó ella después de rápida inspección y guardándoselo bajo la almohada_. ¿Cómo se ha hecho usted con él? ¡Siempre se lo habrá quitado a alguna señora!

El ladrón furibundo ante el cinismo de la actriz rechinó los dientes, torció la boca del lado contrario y frunció las cejas sobre los ojos centelleantes. Luego, afirmó con voz cavernosa:

_¡Señorita, que ya le he dicho a usted que soy un ladrón!

_¡Y el caso es que tiene usted cara de ello! asintió la vedette.

_¿Pero, es que vamos a estar así toda la noche?

_Si a usted le parece _propuso ella flemática_ puede sentarse y le cantaré lo más selecto de mi repertorio. Y cuplés de mi novio, que es compositor.

El ladrón exasperado profirió una amenaza escalofriante:

_¡La voy a apretar a usted el pescuezo!

_¡No le costará mucho trabajo con esas manazas!

Desconcertado por la actitud francamente despectiva de la joven, el ladrón insistió:

_¿Dónde guarda usted el dinero?

_En eso estoy pensando. En decírselo a usted.

Y la vedette rompió a cantar por lo bajini el vals de Agua, azucarillos y aguardiente. "¡Ilusiones del pobre señor!"

Exasperado definitivamente, el mocetón rompió en denuestos contra la joven mascullando amenazas y rociándola con palabras descriptivas y malsonantes.

_Oiga, ché_ ordenó ella atusándose la alboratada melena_ procure no dar voces, que mi madre duerme al otro lado del pasillo y como venga y le encuentre a usted aquí, lo menos que va a hacer es tirarle al Canalillo.

_¡Como venga su madre, me comeré sus hígados!_vati­cinó él, implacable.

_¡Usted qué va a comer, infeliz!

_Señorita no me haga usted perder la paciencia. ¡Qué yo soy un ladrón!

_¡Si, le creo a usted! _exclamó ella.

_y ya he desvalijado tres hoteles de esta barriada de ... artistas. (El ladrón empleó otra palabra menos protocolaria).

_Así son ustedes. ¡Encima de que nos roban nos insultan!

_A la Cielito, la quité hace pocos días un collar de perlas. _Tenga usted cuidado, a lo mejor le resultan de los chinos.

_y a la Julia la Histérica, unos pendientes de brillantes.

_y a Mariquita la Pelona un cofre de plata con mil pesetas en billetes.

_Pues, hijo, aquí, lo único de valor disponible que hay soy yo, de forma que si quiere me pongo el abrigo y nos vamos donde usted guste.

_y un jamón! _bramó él, con acento espantable.

_Pues, mire, no me vendría mal _confesó la vedette, rubia, extraplana, ingrávida_. Porque estoy muerta de debilidad. ¿Por qué no se hace usted por ahí con una lata de foie_gras y nos la tomamos los dos al fresco? En la cocina debe haber una libreta. Además tengo medio fras­co de vino de Valdepeñas a su disposición.

En este momento del diálogo la puerta de la alcoba abrióse violentamente y apareció con rostro avinagrado y los cabellos en desorden, embutida en un camisón de dormir la apocalíptica figura de doña Cunegunda, la madre de la artista, que enarbolando una descomunal escoba se dirigió a los interlocutores :

_Pero bueno ¡vamos a ver! ¿Es que no hay vergüenza en esta casa o qué?

El mocetón se retiró instantáneamente hacia el balcón y doña Cunegunda se enfrentó con su hija.

_¿Pero, tú crees que puede hacerse un porvenir una vedette recibiendo chulos podridos en su casa a las cuatro de la mañana? ¡Si todavía te hubiera encontrado con una persona fina! ¡Hija mía, eres incorregible!

_Mamá, es que, te diré ...

_¡A mí no me digas nada!_ interrumpió doña Cunegunda hirviendo en frenesí_. ¡Me molesta la ordinariez!_ Y después dirigiéndose exaltada al mocetón, con la escoba en alto, prosiguió su catilinaria.

_Y usted, so pendejo, ¿qué hace que no se marcha ya? ¿Es que quiere usted que yo me pierda por un chulo indecente?

El ladrón, al principio intimidado por la presencia de la madre de la vedette, iba a exclamar brioso: ¡Señora, yo soy un ladrón; pero doña Cunegunda no le dio tiempo ni a abrir la boca, pues de un fuerte escobazo le cortó la respiración.

Ante el regocijo de la vedette, la autora de sus días atacó tan brava al intruso que éste empavorecido saltó la barandilla del balcón y emprendió la más vergonzosa de las fugas.

Al día siguiente, hallándose en el camerino del teatro "Locuelo" la vedette y su madre supieron por las informaciones ilustradas de los diarios que el ladrón de vedettes había asaltado un circo ambulante donde mató a cuchilladas a un domador de leones y a su suegra, campeona de boxeo y fascinadora de serpientes, y sólo después de haber salido en persecución del forajido cuatro Guardias Civiles habían podido detenerle.

Y la dramática narración brotada de la pluma de Manolo Entrometido, estaba tan saturada de intensidad descriptiva, que la vedette del teatro "Locuelo" _ rubia, extraplana, ingrávida_, no pudo resistir a la lectura y cayó en su camerino al suelo, como herida por el rayo, víctima de un ataque al corazón.

 

III

Apenas hubo descendido del exprés que la condujera a la estación del Infierno, Cleopatra Gutiérrez, la que fue en vida popular vedette del teatro "Locuelo" advirtió que su persona era esperada con singular pompa y alborozo.

Un bien nutrido coro de confortables diablos luciendo el uniforme de gala, se constituyeron en escolta de honor para conducirla a la presencia de Lucifer y durante el camino escuchó un inspirado himno a las delicias infernales.

Cleopatra llegaba de la tierra, tocada con un precioso sombrerito de fieltro azul celeste, envuelta en un abrigo de petit_gris, y engalanada con sus joyas más coruscantes. La preciosa vedette había arruinado a cuatro o cinco padres de familia, su trabajo escénico era tan ingenuamente licencioso como su vida privada, una vida privada perteneciente al dominio público pues se sabía que la Gutiérrez pegaba a su madre, era infiel al compositor y lo había sido a todos sus amantes, era chismosa, loca, borracha, egoísta, ignorante, glotona, tramposa, jugadora, no iba a misa sino cuando tenía que estrenar un nuevo traje y por estas pequeñas menudencias, el rey de los Infiernos contaba con la Gutiérrez desde el mismo momento en que a ella se le ocurrió leer la dramática reseña periodística que le costó la vida.

Lucifer la aguardaba en la mismísima antesala del Infierno y después de recogerla el equipaje, la ayudó galantemente a despojarse delpetit_gris que dada la elevada temperatura del Infierno era una prenda inútil y del sombrerito de fieltro que, por su color azul celeste, resultaba una paradoja en las regiones de Satán. Entonces, la vedette se mostró en tenue de escena, un sostén del tamaño de dos perras gordas y una faldita confeccionada con seis centímetros de tisú de plata.

_Tengo un verdadero placer en verte por aquí_ fueron las primeras palabras del Diablo.

_El placer es el mío_ exclamó ella banal.

_Espero que me perdones si te hago dar en seguida una vueltecita por las llamas. Cuando estés bien tostada tendré el gusto de enviarte al Infierno. Y acabarás por reconocer que esto es delicioso. Y aquí harás en seguida muy buenas amistades.

_Hace demasiado calor_ repuso la vedette.

_Eso es al principio. Pero, cuando lleves una semana te producirá la sensación de que sigues en Madrid.

Lucifer cumplió su palabra y tan pronto como Cleopatra Gutiérrez fue ligeramente tostada a la parrilla, emprendieron ambos una excursión por las regiones infernales. El Diablo es un ser de gran talento que pone todo su empeño en acreditar su dictadura, para lo cual trata a los súbditos con especial esmero y democracia, rodeándolos de comodidades, a fin de que no sientan la necesidad de arrepentirse para ganar el cielo.

La vedette comprobó satisfecha que en el Infierno existían magníficos cabarets donde la gente no se aburría tanto como en los terrenales; plazas de toros cuyos dies­tros se dejaban coger del toro siete u ocho veces para dar la máxima emoción a los espectadores; bares donde los condenados podían agarrar un tablón sin temor a ingerencias policíacas; centros recreativos en los cuales se tiraba impunemente a Jorge de la oreja; templos donde el placer actuaba sin limitaciones, parques de atracciones como no se conocían en el mundo. En total; todo cuanto pudiera contribuir a una existencia codiciable. El Diablo que es muy inteligente sabe que la única forma de conservar las almas es deleitando a los cuerpos y la exclusiva molestia que origina a sus súbditos es el diario baño de fuego al cual acaba una acostumbrándose, con la misma indiferencia que a seis años de dictadura.

En cuanto al publiquito de las regiones infernales, Cleopatra descubrió que era selecto por demás. Allí se encontraban ilustres generales que habían dirigido las guerras en que millones de soldados perecieran, cortesanas guapísimas del más alto relieve voluptuoso, pintores y escultores que en una exaltación de la belleza produjeron obras maestras en pecaminosa desnudez, novelistas y poetas que hicieron del Amor y del Placer la razón de sus producciones; sabios eminentísimos que por haber negado la existencia de Dios tenían que transigir con el yugo del Diablo, estafadores del gran mundo, ministros, diplomáticos, reinas, estrellas cinematográficas, comediantas, toreros, ¡hasta obispos! Toda una concurrencia multiforme y divertida que hacían ameno y sugestivo el Infierno.

_¡Qué lástima _pensó Cleopatra_ que haga tanto calor! ¡Sin embargo, en invierno se debe estar aquí mejor que en la Costa Azul!

Pero, cuando llegó el invierno, Cleopatra notó que la calefacción diabólica continuaba tan excesiva como en las restantes estaciones del año y empezó a preocuparse por aquel contratiempo.

Indudablemente sin los rigores ígneos, la permanencia en el Infierno no ofrecía contrariedades. Tratábase de una dictadura vanguardista a base de libertad, igualdad y fraternidad y la misma calidad de los condenados _arte, intelectualidad, política, aristocracia_, contribuía a la felicidad general. ¡Pero era tan molesto el fuego eterno!

El contratista encargado de surtir todo el año al Infierno de leña y de carbón, cumplía su compromiso religiosamente _passez le mot_ y constantemente llegaban trenes cargados de materiales combustibles. La temperatura no languidecía y el servicio de llamas era de la más absoluta perfección.

Entonces, Cleopatra, que, como buena vedette de revista, era testaruda, coqueta e intrépida, emprendió el asedio del contratista de la calefacción y se propuso catequizarle a fuerza de quisicosas, rumugagos y monadas. Le cantó el tango del morrongo de Enseñanza libre; le bailó la machicha del achuchón de El país de los tontos; leyó la colección de obras completas de Ramón Pérez de Ayala; le prometió llevarle a la Exposición de Barcelona y hacerle concejal en Madrid y hasta le indicó la posibilidad de que por gestiones de ella le tocaran el trigémino en San Sebastián.

Las consecuencias de aquella intensa labor no se hicieron esperar. El diablo carbonífero, perdió la noción de sí mismo y embaucado por los procedimientos de Cleopatra, se decidió a obedecerla en cuanto le pidiese.

IV

Pero en el momento en que la ex vedette del teatro "Locuelo" se disponía a perturbar el Infierno, estalló un movimiento revolucionario, que la obligó a mantenerse en una actitud expectante.

Los cuarenta y cinco millones de demonios subalternos que según Wieurus pueblan las regiones satánicas, dirigiéronse un día unánimes en actitud amenazadora contra el Dictador del Infierno, y éste, persuadido de su impotencia para reducirlos, emprendió la más discreta y veloz fuga.

Si en otro tiempo registrose en el Paraíso la rebelión de los ángeles contra Dios, ahora en el Infierno, tenía lugar la rebelión de los demonios contra el Diablo.

El descontento que incubó el golpe de Estado provenía de la aspiración de los demonios a igualarse en fealdad y poderío con su jefe supremo. Los demonios envidiosos del Diablo ambicionaban mayor eficacia antiestética, pues ya empezaban a fracasar en sus andanzas por el mundo, debido a que ni eran lo suficientemte hermosos para que se les entregasen las almas de capricho ni tan horribles para conquistarlas por el terror. Los demonios querían ser tan espantables como el Diablo y además no depender de él sino estar facultados para proceder con arreglo a la personal inspiración.

Fue la repetición del caso del Diablo enfrentándose con Dios; pero como Satán no disponía del recurso de sumergir en el Infierno a los rebeldes, se limitó a oponerse por Decreto Especial a las peticiones que le presentara la comisión de descontentos.

Fue entonces cuando se iniciaron en la Prensa infernal las campañas de difamación contra la dictadura del Diablo y se organizó por los demonios intelectuales una serie de mítines para realizar propaganda republicana. Frecuentemente aparecían informaciones periodísticas analizando los orígenes del Diablo y se le reprochaba haber sido creado por Dios.

_¿Qué se puede esperar del ser _escribía el "Heraldo del Infierno" _ que careció de poder para surgir de sí mismo?

El "ABC de las Tinieblas" publicó unas fotografías del Diablo disfrazado de serpiente, afeándole que hubiera tenido que apelar a ese procedimiento para tentar a una señora de la inocencia de doña Eva. ¿Qué habría ocurrido _preguntaba en letras de molde el diario de la maña­na_ si el Diablo hubiese tenido que contender con una concejala sabihonda?

Al principio Satán contuvo aquellas campañas periodísticas, merced a la censura, y se burló de los actos de afirmación republicana; pero, como buen dictador, imponía la inserción obligatoria de unas notas oficiosas en las cuales proclamaba que todos los elementos sensatos del Infierno estaban encantados con su actuación, solamente combatida por los profesionales del disturbio y los concupiscentes.

Los demonios intelectuales no cesaban en su campaña antidiabólica y cuando el dictador les clausuró el Ateneo y otros centros culturales, pegaron pasquines en las calderas que colmaron la furia de Satán.

"El Diablo no sirve para nada"

"Que nos deje en paz" "¡Que se vaya con Dios!" "El Diablo es un tal y un cual".

Hasta que el cabo de los siglos, cuando los cuarenta y cinco millones de demonios se percataron de que jamás conseguirían cuanto anhelaban, determinaron proceder violentamente y mal lo habría pasado el Diablo de no emprender su vergonzosa y apetecida fuga.

 

v

Ya a respetable distancia de sus dominios, el Diablo sentado en su maleta se detuvo a reflexionar sobre su situación.

Era indudable que en el lnfierno se habían hartado de su dictadura y pensar en establecerse en la Tierra resultaba una temeridad. Si últimamente los hombres de ciencia habían negado la existencia del Diablo, al presentarse huido, derrotado, sin ningún poderío, se exponía a ser considerado como un usurpador; tal vez llegasen a apalearle en alguna comisaría confundiéndole con un beodo. No era realmente un final muy brillante para quien como él en otro tiempo se enfrentaba con el Sumo Hacedor.

En aquellos momentos, la evocación de Dios no le produjo enojo, sino por el contrario pareciole que quizás él, con su bondad divina, fuera el más indicado para recogerle y otorgarle un perdón que edificase a las posteridades.

_¡Sí! _exclamó el Diablo levantándose y recogiendo su maleta_. ¡Lo que más me conviene es reconciliarme con Dios!

Y mientras el Infierno quedaba confiado a la inspiración de Cleopatra Gutiérrez, que ambicionaba proclamarse dictadora, el Diablo, compungido, llamó a las puertas de la Gloria.

La sabidurra del rey de los Cielos es tan grande que no vaciló en recibir cordialmente a aquel hijo pródigo que fue inmediatamente dotado de una túnica para cubrir su negra desnudez. La reaparición del Diablo en el Paraíso constituyó un verdadero acontecimiento para quienes por razón de su santidad están siempre dispuestos a alternar con los arrepentidos y aunque algunos expresaron su temor de que libres de la amenaza del Diablo, los mortales se entregasen con más brío al escándalo y al libertinaje, otros opinaron que la conversión del Diablo era el más contundente ejemplo para los pecadores empedernidos.

Dios, infinitamente comprensivo y bondadoso, prohibió que en las regiones celestiales se hablase para nada al Diablo de su abominable pasado y fue rodeado de las máximas consideraciones tanto por parte de las vírgenes intactas como de los varones inmaculados. Los venerables pobladores del reino de Dios, conversaban afablemente con el Diablo y se esforzaban por hacerle grata la permanencia en el Paraíso, exaltando las delicias de una existencia plácida, sin otra preocupación que la de no desentonar en los coros de alabanzas al Altísimo.

Pero, desgraciadamente, el Diablo se aburría en las regiones de lo azul. Encontraba fastidiosa a una concurrencia sin inquietudes, ni ambiciones, almas linfáticas, espíritus grises, que no se habían refugiado allí como él, para resolver una situación difícil, sino por convicción o por temor al fuego eterno. Las once mil vírgenes le resultaban insoportables, siempre caminando en pelotón, unánimes, como señoritas del conjunto, haciendo caso omiso de los santos y sin querer trato ninguno con María Magdalena que era la más simpática de la reunión. Constantemente llegaban avionetas de la tierra, portadoras de almas puras e invariablemente insípidas. Nunca llegaba ni por casualidad un general de la importancia de Napoleón ; un doctor de la sapiencia de Miguel Servet; una emperatriz de los arrestos de Catalina de Rusia; un peliculero de la categoría de Rodolfo Valentino; un novelista de la talla de Oscar Wilde; un poeta de la inspiración de Baudelaire; una tonadillera de la frivolidad de Fornarina, ni siquiera un torero de postín. Por lo regular, advertíase una afluencia de señoras viejas y raras, de caballeros vetustos, vestidos como ellas de negro, y de niños insubstanciales. Las mujeres bonitas, los hombres inteligentes, los chiquillos traviesos, rara vez aparecían por el Cielo, como si todos se hubieran confabulado para reunirse en el Infierno.

El tedio de Satán era tan grande, que hasta empezó a encontrar odiosa la primaveral temperatura del Paraíso y un día suspiró :

_¡Ay! Si yo continuase muchos meses aquí acabaría neurasténico o reumático.

VI

A la dictadura del Diablo sucedió en el Infierno, la anarquía más espeluznante. Con la marcha del dictador de las Tinieblas, desapareció el orden y aun aquellos mismos que tanto le combatieron acabaron por reconocer que la rebelión había resultado contraproducente. Los demonios que intentaron asumir la gobernación del fuego patentizaron tal carencia de conocimientos infernales que los mismos condenados se lamentaron de no ser tostados con regularidad ni discreción. Unos días los casi achicharraban y otras veces los pasaban por las llamas sin molestarlos apenas. Allí cada cual hacía lo que se le antojaba y el comité encargado de bajar a la tierra para tentar a los mortales, perdía su tiempo molestando a quienes ya eran de la absoluta pertenencia del Diablo. Los tormentos y deleites del Infierno no estaban graduados inteligentemente y así sucedía que, contra lo convenido, se consumían los condenados con lo cual descansaban definitivamente. Los partidos políticos sucedíanse sin restablecer la normalidad satánica y llegó un momento en que algunos demonios conservadores propusieron llamar de nuevo al Diablo, para desagraviarle y entregarle sumisos las regiones de las Tinieblas.

Por acuerdo unánime, varias personalidades demoníacas escalaron las murallas del Paraíso para sorprender al Diablo en la celda durante sus oraciones; y éste al saber que los cuarenta y cinco millones de demonios habían depuesto su actitud, aprovechó un descuido de San Pedro y se escapó de madrugada, ávido de recuperar sus dominios, dejando antes de salir, una carta escrita para Dios.

"Señor: Tú que eres infinitamente sabio, bueno, poderoso y comprensivo, no extrañarás que yo haya querido reintegrarme al Infierno. Tú, eres encantador; pero, la verdad, la gente que te rodea es muy aburrida. Prefiero mis generales, mis toreros, mis cupletistas; mis banqueros, mis poetas, mis cortesanas, y mis libertinos. Me voy para no volver jamás, es cierto; pero en lo sucesivo, agradecido a la generosidad con que te has comportado conmigo, no volveré a hostilizar a ningún ser que tú hayas elegido para tu reino y me limitaré a recibir a los que voluntariamente quieran acogerse a los beneficios del Infierno. Tuyo. a pesar de todo. Satán"

Cuando la desaparición del Diablo fue acusada en el Paraíso, se produjo tan gran revuelo que el Sumo Hacedor tuvo que imponerse a la indignación de la corte celestial.

_¡Callad! _ordenó a todos_. ¡Nada importa que el Diablo se haya ido! ¡Menudo peso me ha quitado de encima! ¡Lo que hay que desear es que no vuelva!

Y en el reino de Dios ya no volvió a hablarse del asunto.

VII

El retorno del Diablo, significó para el Infierno una nueva era de tranquilidad. Él se encargó de proclamar a los cuatro vientos que venía a pacificar los espíritus, y que para amenizar la existencia en las calderas convocaría elecciones de diputado que serían un verdadero prodigio de sinceridad. Nada de pucherazos, alcaldes de real orden, censura previa, detenciones ilegales ni demás recursos pobres, característicos de los mortales; las elecciones en el Infierno constituirían un ejemplo de legalidad.

La población infernal ardía de júbilo; pero, en cambio, Cleopatra Gutiérrez, terca como una mula, insistía en su propósito de dulcificar los rigores de la temperatura. Después de todo, ella no pretendía gran cosa de su amante de turno, el contratista de la calefacción. Simplemente que cesara de enviar leña y carbón al Infierno, con lo cual descendería la temperatura y la existencia de los condenados sería más llevadera.

Y en efecto, comenzaron a faltar en el Infierno combustibles hasta el punto de hacer precisa la supresión de algunas calderas, y cuando Lucifer se quejó al contratista, éste manifestó que ya no encontraba lugar en la tierra de donde extraer materiales para quemar. El suministro se hizo cada vez más irregular y sobrevino un momento en que el contratista que se había enriquecido en el negocio, expresó su deseo de rescindir el contrato y retirarse a la vida de hogar con la pérfida vedette, rubia, ingrávida, extraplana.

Fue entonces cuando la vida en el Infierno empezó hacerse imposible. Los viejos generales reumáticos y las estrellas de varietés todavía más reumáticas que  los generales amenazaron con una sublevación, ante aquel conflicto que recrudecía sus dolencias. Los demonios acatarrados, andaban de un sitio para otro, dando diente con diente, y el mismo Lucifer tuvo que envolverse en el mantón alfombrado con que Cleopatra cantaba "La Lola", y cubrirse la augusta cornamenta con una toquilla de lana.

Se organizaron partidos de fútbol y conferencias sobre el tema de las responsabilidades para entrar en calor; pero como si nada.

Lucifer en su deseo de hacer frente a las circunstancias, mandó traer ropas en abundancia para los condenados y dotó a cada demonio de una gorrita a cuadros, una trinchera y un pantalón chanchullo; se alfombró el Infierno; pusiéronse cortinas para evitar corrientes de aire ... ¡Todo en vano! Lentamente el Infierno se había ido helando y el descontento era tan importante que algunos elementos amenazaron con trasladarse al Cielo, donde por lo menos no haría tanto frío.

En cuanto a Cleopatra Gutiérrez, como poseía un soberbio abrigo de petit_gris se lo puso inmediatamente para evitar una pulmonía; pero, como al colocarse medias, sombrerito y abrigo, perdió todo el incentivo de su desnudez, el Diablo carbonífero empezó a arrepentir­se de su traición a Lucifer.

_¡Y pensar que por esta tía loca haya renunciado yo a un negocio tan pingüe!....

Tanto rumió aquella idea el contratista, que una noche, cuando nadie se lo esperaba, se detuvieron a la puerta del Infierno varios trenes cargados de carbón y leña. El regocijo fue unánime y alguien propuso celebrar una misa para agradecer a Dios aquel milagro. Las calderas empezaron a funcionar de nuevo y el frío polar del Infierno fue sustituido por la ardiente y característica temperatura apetecida por la población infernal.

Condenados y demonios organizaron en seguida una gran verbena tórrida con incrustaciones goyescas y se repartieron vasos de aceite hirviendo, cremas inflamadas de petróleo y pastelillos de azufre, servidos con tenedores al rojo, que causaron las delicias de los concurrentes a la verbena. Los golosos recuperaron sus fuerzas, las tonadilleras libres de sus achaques cantaron y bailaron como niñas de cincuenta primaveras y la única que demostró su irritación fue Cleopatra Gutiérrez que sin poderse contener se encaró con el rey de los Infiernos y empezó a darle puñetazos.

Y repartiendo hostias hubiera permanecido por los siglos de los siglos, si en aquel momento el avisador del teatro "Locuelo" no la hubiera sacudido bruscamente para despertarla, gritando:

_¡Señorita Gutiérrez, a escena!

Y aquella noche, la vedette en su apresuramiento apareció en el escenario sin sostén, con gran hilaridad de los espectadores que pensaron que la artista trataba de imponer una nueva moda.

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El príncipe que quiso ser princesa

I

 Un aspecto singularmente encantador ofrecía aquella noche el fumadero de opio de Carlos Monreal.

Acabábamos de saborear las delicias de una excitante bebida compuesta de champagne, jugo de frutas y licores fuertes, última creación del dueño de la casa, que atendía a la concurrencia prodigando sonrisas y madrigales con su temible gracia equívoca, y todos los presentes nos sentíamos inflamados de locura parlante, que nos arrastraba a decir cuantas atrocidades se nos ocurrían, ya que desgraciadamente no podíamos ponerlas en práctica, porque el exquisito cultivador de los paraísos artificiales nos permite en su estudio todas las libertades de lenguaje, pero no las de acción.

 Otras veces, los fumadores de opio éramos menos abundantes y comunicativos, y nos limitábamos a cargar nuestras pipas tendidos sobre los muelles divanes; pero aquella noche la bebida de Carlos Monreal, en la cua, indudablemente había disuelto algún misterioso afrodisíaco, nos comunicaba a todos un ansia pueril de charlar como cotorras de cosas desenfrenadamente eróticas.

La malsana fragancia de los nardos marchitos, mezclándose con los violentos perfumes de algunas de las invitadas, y el humo del incienso contribuían a envenenar más el ambiente de locura y perversidad.

Ninguna de las doce personas que componíamos el aquelarre podríamos haber sido puestas como modelos de moralidad irreprochable: el que no había probado la fruta del árbol prohibido a los quince años, se había atracado de ella antes de los veinte; y si hubiera habido necesidad de extraer una sola virginidad espiritual y materia entre nosotros, ninguno de los doce hubiéramos podido aportar otra cosa que una buena voluntad.

De las siete damas que había, tres estaban divorciadas de sus maridos, con los cuales se insultaban al encontrarse en público; dos eran casadas, pero tenían amantes; otra era viuda, mas no guardaba fidelidad a la memoria del difunto, y la única soltera había tenido un hijo, cuya paternidad no sabía a quién atribuir. En cuanto a los hombres, solo puedo decir que el más inocente de los cinco era yo. Estábamos, pues, todos en las mejores condiciones para disparatar sin trabas y poner a la Moral _teóricamente_ como chupa de dómine. Las frases libertinas y los comentarios de dudosa interpretación corrían de boca en boca, para regocijo de la princesa Rafalovitch, que, exacerbada por la picante sucesión de perfumadas indecencias, yacía en el suelo tendida sobre unos almohadones persas y mostrando con estudiado abandono la perfección de sus pantorrillas, más blancas aún al través de la amable transparencia de las medias de seda negra.

De pronto, la condesa de Gavrilow, otra espléndida rubia, de edad y procedencia tan dudosa como su título, levantóse del diván en que se había reclinado con morbosa cachonderie, y, cruzando sus manos por detrás de la nuca en una perezosa actitud de bayadera, propuso con los ojos fulgurantes:

_¿No les agradaría a ustedes que mientras Luis de Silva carga las pipas de opio, el barón de Loisy nos contase una de sus fantásticas narraciones orientales?

   Todos los presentes cesaron de hablar, volviendo algunas manos a la normalidad, y la princesa Rafalovitch exclamó:

   _Me parece genial la idea; pero siempre y cuando el cuento de esta noche supere en novedad y atrevimiento a los que conocemos del barón.

El barón de Loisy era un aristócrata francés que había hecho una orgía de su juventud por países de fábula. Amaba el Oriente con apasionada melancolía, y de sus viajes maravillosos conservaba recuerdos que él gustaba de avivar repitiendo las leyendas y tradiciones, escuchadas bajo un cielo inflamado de oro y púrpura.

Había estudiado el árabe y distraía su ocio cultivando la literatura, como esas cortesanas de espíritu selecto que en el otoño de su vida se consuelan escribiendo el diario de sus magníficencias vividas. Sabíase de él que estaba engalanado con cuatro o cinco pecados capitales, mortales de necesidad, pero que a él le mantenían incólume y pujante, a pesar de la cuarentena.

Amenizaba las reuniones equívocas narrando historias tan equívocas como las reuniones, y de su gran cultura, su refinada sensibilidad y su desordenada fantasía podían esperarse las truculencias más refrescantes.

El marqués de Loisy, al escuchar a la princesa, apresuróse a contestar:

_No tengo inconveniente en proporcionar a ustedes un rato divertido contándoles la historia maravillosa del príncipe que quiso ser princesa, llena de interés novelesco y en que aparecen voluptuosidades abominables y, por desgracia, exquisitas; pero antes de empezar a hablar quisiera saber quiénes de ustedes serían capaces de ruborizarse.

Como el silencio más macabro y expresivo advirtió al aristócrata que podía hablar libremente, cuando todos los concurrientes nos hubimos acomodado con estratégica oportunidad, el consecuente orientalista, parodiando en la inconcusa Sherezada de las Mil y una noches, empezó a hablar con voz nostálgica y caliente:

II

Habéis de saber todos _¡oh afortunados oyentes!_, que se pierde en la noche de los tiempos el recuerdo de cierto rey entre los reyes de la Persia y del Khorassan, que tenía bajo su dominación el país de la India y de la China, así como otros pueblos situados al otro lado del Oxus, en las tierras bárbaras.

Era un héroe de valor indomable y un jinete muy brioso que sabía manejar la lanza y le apasionaban sobremanera cacerías, torneos y aventuras guerreras, por lo cual solía ausentarse periódicamente de Palacio, con gran contento de su único hijo, el príncipe Esplendor, que aprovechaba las ausencias de su padre para escaparse a la ciudad ocultando su personalidad y recorrer los barrios extremos en busca de aventuras.

Era el príncipe Esplendor un gallardo mancebo de quince años, el más gracioso, delicado y soñador de los jóvenes de su tiempo, y verdaderamente ningún otro nombre hubiera convenido de manera tan perfecta a un hijo de los hombres. Pero así como a otro príncipe hubiérale agradado frecuentar el trato con muchachos de su edad, Esplendor encontraba en sí mismo su mejor compañero, y sus extrañas correrías por la ciudad realizábalas siempre solo, convencido de que así permanecerían más ignoradas.

 Y he aquí que un día entre los días, hallándose recostado a la puerta de una tienda saboreando un refresco de miel, acertó a pasar por su lado un persa de abundante barba blanca y gran turbante de muselina. Su rostro y continente revelaban al hombre de importancia, y apretando contra su pecho el libro antiguo que llevaba entre las manos, quedose inmóvil contemplando sorprendido al príncipe Esplendor. Luego acercose a él y exclamó sonriéndole con ternura y cortesía:

_¡Por Alah, oh joven deconocido!, que eres en extremo agraciado y toda tu persona irradia simpatía. Como yo no tengo hijos quisiera adoptarte con idea de iniciarte en los misterios de mi ciencia, única en el mundo, y que millares de personas me suplicaron vanamente que les revelara. La admiración y simpatía que has despertado en mí me impulsan a comunicarte lo que hasta hoy oculté encarnizadamente, para que después de mi muerte seas tú el depositario de mí ciencia. Yo te juro, hijo mío, que una vez en posesión de mi secreto podrás considerarte el mortal más dichoso de la tierra.

_¡Por Alah, mi venerable tío! _contestó el Príncipe Esplendor, seducido por la oratoria del anciano_, que sólo deseo ser tu hijo y el heredero de tu ciencia. ¿Cuándo deseas comenzar a iniciarme?

_Ahora mismo _dijo el persa de la blanca barba, invitando con la mirada al joven a seguirle.

En seguida cogió con sus dos manos la cabeza del príncipe para besada tiernamente, y ambos hombres emprendieron la marcha en la dirección marcada por el persa.

Durante el camino, el príncipe Esplendor acordose de que su padre profesaba gran antipatía a los persas, calificandolos de herejes, seductores y alquimistas, tan extraviados de corazón como de instintos; pero examinando detenidamente la bondad reflejada en el rostro del anciano y la noble majestuosidad de su figura, desechó toda desconfianza, e intrigado por la novedad de la aventura penetró en la casa del persa, decorada con gran suntuosidad.

En seguida el anciano condujo al joven a una oscura estancia, y le ordenó, entregándole un fuelle:

_Enciende bien este hornillo del rincón, coloca este crisol al fuego y pon dentro estos pedazos de cobre hasta que se liquiden a fuerza de calor.

Obedeció el príncipe, y, al acostumbrarse sus ojos a la oscuridad reinante, advirtió que se hallaba en la guarida de un mago. Cuantos objetos había en la estancia empavorecían el ánimo; pero el joven, sobreponiéndose a la emoción que le embargaba, avivó el fuego y se puso a soplar con la caña sobre el metal hasta la licuefacción.

Entonces acercose el persa al hornillo, abrió un libro, y ante el líquido hirviente leyó unas fórmulas en lengua desconocida, y terminó con estas frases:

  _¡Oh, cobre vil, conviértete en oro!

Alzó la mano el persa hasta su turbante, sacó de entre los pliegues de la muselina un paquete de papel doblado, que abrió; tomó unos polvos amarillos, que arrojó en el crisol, y al instante el cobre líquido se solidificó quedando transformado en un pan de oro.

Al ver aquel milagro quedose el príncipe Esplendor sobrecogido, y en su turbación quiso besar la mano del anciano; pero éste no se lo permitió y afirmó solemnemente:

_Hoy te he demostrado cómo conozco el medio de convertir el cobre en oro. Sucesivamente te iré revelando el arte de hacerse invisible, de prolongar indefinidamente la juventud y la belleza, de hacer hablar a los animales y de efectuar maravillosos encantamientos. Soy mago y quiero que tú poseas el secreto de mi sabiduría.

Deslumbrado el príncipe por aquella tentadora palabrería, no advirtió que dos negros habían penetrado en la estancia deslizándose por el suelo como serpientes, y abalanzándose sobre él le maniataron, impidiéndole todo movimiento. Sin ablandarse por sus lágrimas ni sus ruegos los secuaces del persa obligaron al joven a ingerir un cocimiento de banj, que le dejó adormecido, y en seguida le colocaron en un arca, mientras el mago demostraba con grandes saltos y alaridos su satisfacción.

  _¡Ah, codiciado príncipe Esplendor! ¡Cuánto tiempo hacía que esperaba este momento! ¡Pero al fin estás en mis manos, sin que hayas de escapar a mis deseos!

   Después los negros cargaron con el arca y la condujeron a la orilla del mar, donde un navío aguardaba la llegada del mago para hacerse a la vela. El capitán del barco levó el ancla y, empujada por la brisa de tierra, la embarcación se alejó de la orilla con rumbo a los dominios del mago raptador.

III

El marqués de Loisy hizo una corta pausa, y, después de humedecer sus labios con el licor de Carlos Monreal, prosiguió, en medio del mayor recogimiento:

_Debo manifestaros_ ¡oh estimados oyentes!_ que aquel persa era un mago formidable, adorador del fuego y alquimista de oficio. Llamábase Kendamir, y todos los años escogía entre los hijos de los musulmanes el más hermoso y bien formado para llevárselo a sus dominios y efectuar con él lo que le impulsaban a hacer su descreimiento y su perversidad, porque, como repetían sus víctimas, era un perro, hijo de perro y nieto de perro, cuyos  antepasados fueron todos perros, y no podía perpetrar otros actos que los de un perro. Kendamir había raptado novecientos noventa y nueve jóvenes, con los cuales había cometido los mayores desafueros y el príncipe Esplendor iba a ser la milésima víctima de las monstruosas aficiones del maldito persa.

Cuando el navío hubo llegado a una isla misteriosa de gran vegetación, perfumada con los olores más excitantes y perturbadores, el mago hizo llevar el arca a un soberbio palacio construido con marfil y piedras preciosas, y, después de abrirla solemnemente en el hamman, hizo salir al príncipe Esplendor para vestirle y perfumarle, como si se tratara de una joven que fuese a contraer nupcias.

Cuatro negros gigantes, tuertos del ojo izquierdo, despojaron al príncipe de sus vestidos, para ponerle otros magníficos, y entonces surgió ante las majestuosas barbas del persa la blanca desnudez, que tanto le apasionaba, y su espíritu infame recreose ante la perspectiva de castigar aquellas carnes suavísimas, en que no sabía qué admirar más, si la frescura, la fragancia o la dureza.

El codiciado joven dejóse engalanar sin presumir las intenciones del indecente mago, pero dominado por una angustia que le oprimía el corazón. Indudablemente, cuando el persa le había raptado, no sería para nada bueno; pero cuando tanto le cultivaba, tampoco sería para nada malo.

En su creciente incertidumbre, el príncipe imploraba clemencia con los ojos al viejo y sus servidores; pero todos persistían en un mutismo que agravaba la inquietud del Joven.

Cuando el aseo del príncipe estuvo concluido, los cuatro negros tuertos le encerraron en una cámara tapizada con telas, en que aparecían bordadas escenas libertinas y cuya iluminación la constituían cuarenta lámparas pendientes del techo. No había ninguna ventana que permitiese concebir la esperanza de una fuga, y el príncipe Esplendor, al verse tan solo en aquella estancia, sin saber qué tormento o delicia le reservaba el destino, rompió a llorar amargamente reprochándose su afición a buscar aventuras, que a tan extraña situación le había conducido.

   Pero cuando estaba más afligido observó que el diván en que se había reclinado no estaba sujeto al suelo, y en su desesperación ideó esconderse debajo. Entonces descubrió que el diván ocultaba la entrada de un subterráneo, por cuya puerta se introdujo, deseoso de burlar la presencia del mago.

Recorriendo diversas galerías y aposentos, el príncipe Esplendor permaneció más de seis horas, sin encontrar una salida; pero al fin quiso su suerte que, ascendiendo por una lóbrega escalera, irrumpiese en una habitación, cuya ventana daba a la orilla del mar. Trepó hábilmente hasta encaramarse en el alféizar y, de un salto, lanzóse a tierra, gozoso del momento de su liberación.

 Y apenas se hubo sentado sobre unos peñascos azules y rojos, para descansar de las emociones por que había atravesado, divisó una gran polvareda que cruzaba el espacio, ocultando la faz del sol, y que amenazaba caer sobre la playa con fragoroso estruendo.       

   El príncipe agazapose bajo un saliente de las rocas, y desde su agujero pudo ver cómo la nube descendía y luego se disipaba, quedando sobre la arena una numerosa comitiva, compuesta de siete doncellas que rodeaban a una dama de singular hermosura, y un brillante cuerpo de ejército que escoltaba a las mujeres.

Al poco rato de llegar a tierra, la escolta volvió a elevarse, envuelta en la sonora polvareda, y quedaron en la playa las ocho mujeres, que prorrumpieron en abundantes lágrimas y enternecedores lamentos.

Entonces el príncipe Esplendor, conmovido por la aflicción de las desconocidas, salió de su escondite para acercarse a ellas, y éstas al advertir la presencia del príncipe, si bien en el primer instante hicieron propósito de huir, cautivadas por la arrogancia y los buenos modales del joven, entraron en conversación con él.

Aquella dama era la princesa Rosa de plata, hija de un poderoso Rey, adorador del fuego, que ejercitaba las artes mágicas, y había sido recluida en aquella isla, refugio de toda clase de hechiceros, porque habiendo contraído matrimonio con un príncipe amigo de su padre, negábase a satisfacer los deseos del esposo, alegando que tal marido le había sido impuesto sin consultar con ella, y no estaba dispuesta a ser víctima de los caprichos de nadie. El padre de la joven, irritado por su actitud rebelde, y de acuerdo con el esposo, había condenado a Rosa de plata a vivir en la isla de los magos hasta que desagraviase cumplidamente a su ofendido esposo.

El príncipe Esplendor condoliose sinceramente de las desventuras de la adorable Rosa de plata, y a su vez le contó su historia, que acabó de conquistarle la simpatía de la dama y de sus siete servidoras.

Todos juntos estuvieron recorriendo alegremente la isla durante el día, y a media noche, bajo la milagrosa claridad de la luna, tendiéronse todos a dormir sobre unos lechos de musgo; pero así como las siete servidoras conciliaron inmediatamente el sueño, Rosa de plata y Esplendor no conseguían cerrar los párpados, víctimas de la vehemente pasión que había brotado en sus respectivos corazones.

Aprovechando el sueño de las siete guardianas de la joven, ésta y el príncipe Esplendor se levantaron con sigilo y emprendieron una lenta caminata, estrechamente enlazados y deleitándose en la contemplación del más hermoso paisaje que encantó nunca a ojos humanos.

A sus pies, dormido en la serenidad, donde se daba la inmensa belleza del cielo, aparecía el mar, y en los rizos deliciosos del agua sonreía la orilla con ramajes temblorosos de laureles, con mirtos en flor, con almendros coronados por su nieve y con guirnaldas de glicinas.

Seducida por la tranquilidad del mar y con ánimo de apagar la ardencia que en su ser despertaba el príncipe Esplendor, la princesa Rosa de plata, que estaba inflamada de delirios no satisfechos, propuso al joven bañarse juntos en aquella apacible orilla, y éste, que no deseaba otra cosa, se ofreció a desnudarla, con gran contento de ella.

Y cuando, desprendidos de sus ropas, la princesa y el príncipe saltaron risueños al agua, el mar los recibió con un cabrillear de pedrerías, y retozaron entusiasmados, enlazándose con mil caricias, cosquilleos y mordiscos, que avivaron sus comunes anhelos de voluptuosidad. Uno Y otro se devoraban con la vista, embriagándose en los atractivos de que estaban dotados, y uno y otro perdieron su reposo, derritiéndose en la esperanza de una próxima unión.

Y en verdad que Rosa de plata era la obra más perfecta del Creador. La princesa superaba a las gacelas en el brillo de sus hermosos ojos negros, y a la arena en la esbeltez de su talle; su cabellera, de tinieblas, era una noche de invierno, por lo negra y espesa; su boca, que emulaba a la rosa, encerraba a modo de dientes un doble collar de perlas; su cuello era un lingote de plata; su vientre poseía rincones y escondrijos, y su grupa, hoyuelos y protuberancias; sus muslos eran firmes y elásticos, cual cojines rellenos de pluma, y sobre ellos, en un nido cálido y tentador, semejante a un conejo sin orejas, aparecía una historia llena de gloria, con su terraza y sus cañadas en declive para dejarse caer allí olvidando la pena más triste.

Mas si el príncipe enloqueció admirando tanto prodigio, la princesa no enloqueció menos contemplando las armonías concretadas en la persona de Esplendor, que era indiscutiblemente mucho más deslumbrador que la luna en su décimocuarto día. Ni la lozanía de la primavera, ni las flexibles ramas del árbol ban, ni la rosa en su cáliz, ni el alabastro transparente, eclipsaban la delicadeza de su adolescencia, la elegancia de sus andares, el color de su rostro y la pureza de su cuerpo encantador. Cuando el mago Kendamir, que conocía tantos mancebos para seleccionar, eligió al príncipe Esplendor y había recurrido a tantos subterfugios para aprisionarle en la isla de los Hechizos, era porque, realmente el joven era el más apetitoso de su época, no ya en el reino de su padre; sino en el de todos los estados adyacentes. Por sus ojos lánguidos, por los bucles de sus cabellos, por los lirios que florecían en sus mejillas, por los rubíes de sus labios, por los ríos de vino y miel que fluían de su boca cuando hablaba, por la seda de su piel de albaricoque y por su grupa fastuosa, que oscilaba graciosamente al andar, el príncipe Esplendor hubiera podido ser confundido con cualquier hurí de Mahoma, a no ser porque entre sus muslos se erguía altivamente algo que hacía pensar en la cúpula de los minaretes y que colmaba a la princesa de espanto y de placer.

Jugando dentro del agua permanecieron ambos largo rato, hasta que la princesa, sintiéndose desfallecer de impaciencia, abandonóse en brazos de Esplendor y, cayendo con él sobre la arena, suspiró, sacando la cabeza fuera del agua:

_Has de saber, ¡oh vida mía!, que el regalo que hacemos debe guardar siempre proporción con el que anteriormente nos hicieron. Puesto que tú me ofrendas tu adolescencia y tu virginidad, yo te regalo cuanto poseo. Toma mis labios, toma mi lengua, toma mis senos, toma mis muslos y toma todo lo demás que tan encarnizadamente negué a mi esposo.

No aguardó a más el príncipe, y acercándose diestramente a Rosa de plata, abrió en ella lo que tenía que abrir, rompió lo que tenía que romper, y destapó todo cuanto estaba sellado. Y se endulzaron con aquello hasta el límite de la dulzura, experimentando tal sensación de voluptuosidad, que en su abandono estuvieron a punto de ser arrastrados por las olas. Y hubieran continuado estrechamente unidos, saboreando insaciables los múltiples deleites que su intuición les revelaba, a no ser por la llegada de una de las servidoras, que, al sorprender tan delirantes escarceos, sobresaltose a tal extremo que quedó muerta en el acto.

A los tres días de permanencia en la isla, la princesa Rosa de plata, presintiendo la próxima llegada de la escolta paternal, propuso vestir al príncipe con las ropas de la doncella muerta, para que en caso de ser arrebatadas de la isla, pudieran llevarse consigo al adorado joven, que tan certeramente trastornaba sus sentidos.

Asintieron las seis doncellas, por complacer a su señora, y el cadáver fue despojado de sus velos, y vestido con las ropas del príncipe, abandonado en la orilla del mar, donde fue hallado por el mago Kendamir, quien, al advertir la superchería y enterado de los propósitos de la princesa, se apresuró a poner en práctica un recurso maligno que le depararía el logro de sus protervos planes con respecto al príncipe Esplendor.

IV

El marqués de Loisy interrumpió nuevamente la historia maravillosa del príncipe que quiso ser princesa, porque como buen narrador sabía que no hay nada que acentúe tanto la curiosidad de un auditorio como suspender de cuando en cuando un relato cuyo final se espera conimpaciencia...

Encendió un cigarrillo egipcio, y enseguida prosiguió, dirigiéndose a la princesa Rafalovitch, que era quien escuchaba al aristócrata con más culpable embeleso:

_Apenas hubo averiguado el mago Kendamir que la princesa y Esplendor se amaban con amor extraordinario, levantándose para comer, comiendo para acostarse y acostándose para gozarse, con la complicidad de las seis guardianas, que por cierto envidiaban bastante la suerte de su señora, montose en un caballo alado y trasladose a los dominios del príncipe Cuerno de oro, esposo de Rosa de plata, al cual advirtió pérfidamente que un mancebo insolente y perforador se había establecido en la Isla encantada, donde estaba recluida la princesa, y que contando con la complicidad de las guardianas hacía con Rosa de plata lo que aún no había hecho con ella su legítimo esposo. Como medida conveniente, el mago Kendamir propuso al ultrajado Cuerno de oro que recogiese a su mujer, dejando abandonadas en la isla a las seis doncellas que tan perversamente fomentaban las liviandades del ama. Mas como el esposo de Rosa de plata continuaba adorándola con inverosímil constancia, no creyó las palabras del taimado persa, aunque sí acudió al padre de su esposa suplicándole que le fuera ésta devuelta para comprobar si la permanencia en la isla la había tornado razonable.

Y en efecto: una mañana en que Rosa de plata y el príncipe Esplendor paseaban enlazados por la orilla del mar, vieron venir la odiosa nube portadora del cortejo temido, y no tardó en oírse la voz del emisario del padre de la joven invitando a ésta y a sus servidoras a regresar a su país.

Y apenas hubo aparecido la princesa ante su padre y esposo acompañada del príncipe Esplendor, ataviado con ropas femeninas, la presencia de éste fue acogida con general agrado, pues su radiante juventud y su belleza luminosa, realzadas por la nueva indumentaria, no podían pasar inadvertidas.

La princesa Rosa de plata, a los requerimientos de su padre y esposo, contestó que su acompañante era la princesa Esplendorosa, víctima de las perfidias del mago Kendamir, quien la había raptado con siniestros propósitos y a la cual ella había librado de las garras del persa y prometido fidelísima amistad. Luego manifestó Rosa de plata que no tendría inconveniente en vivir bajo el lecho conyugal, con la condición de que su marido se desposase con la princesa Esplendorosa, a la cual, sin embargo, había de respetar escrupulosamente. Dormirían los tres en un mismo lecho; pero el esposo no atentaría contra la castidad de la princesa Esplendorosa, que si transigía con unirse en matrimonio al esposo de Rosa de plata era únicamente por no separarse de ésta ni aun en las horas destinadas al sueño.

El esposo de Rosa de plata, que no deseaba otra cosa que sentir junto a su carne la desnudez de aquella joven admirable que tan graciosamente le brindaban, aceptó la proposición, y, celebrado el casamiento, acostáronse los tres en el lecho nupcial, dispuestos a saborear todos los suculentos platos de la cocina del placer.

Cuerno de oro, que era un robusto príncipe de sin rival pujanza y cuyos arrestos amorosos no se habían extinguido con la resistencia de la esposa, ni siquiera con su lamentable ausencia, comenzó atacando a Rosa de plata por su parte más honorable, y no tardó en atravesarla, como la espada atraviesa su funda, con una facilidad que él por cierto no esperaba y que atribuyó a su empuje acreditado. Pero cuando hubo demostrado quince veces a su esposa el agrado con que la recuperaba, caldeado por su proximidad a la princesa Esplendorosa, que dormía de espaldas a los cónyuges, pensó insensiblemente en horadar la perla que se había comprometido a respetar. Olvidando su juramento, el brioso Cuerno de oro decidiose a ejercer sus derechos de marido, con gran alarma de Rosa de plata y del mancebo amenazado. Llameantes los ojos y retador el ademán, aproximose a la princesa Esplendorosa y deslizó a su oído una petición que le colmó de escándalo y rubor; pero por no agravar la situación y en su deseo de complacer al esposo de Rosa de plata, que también lo era suyo, la princesa Esplendorosa hubo de contener su indignación y, con el rostro enrojecido de verguenza, se arrodilló ante él para llevar a cabo la prueba de cariño demandada. Inflamado hasta el límite de la inflamación, el homenajeado recibía feliz el homenaje de aquella falsa princesa que tenía cabellos de ébano, mejillas cual corolas de rosas, ojos cegadores, cuello resplandeciente y labios de coral. Desfallecido de ilusión, Cuerno de oro miraba absorto a la princesa Esplendorosa, pensando que sin duda debía salir el sol tras la franja de su frente y las tinieblas de la noche se espesarían con su cabellera; el almizcle no se sacaría sino de su aliento perfumado, y las flores serían deudoras de su color; la rama sólo se balanceaba imitando el balanceo de su talle, y las estrellas sólo titilaban en sus ojos; el arco de los guerreros no era sino un remedo de sus cejas, y las perlas del mar tenían celos de sus dientes. Su rostro irritado habría hecho caer sin vida un amante desdeñado, y apaciguado, hubiera devuelto el alma al cuerpo inanimado. Una orden suya hubiera determinado el derrumbamiento de un imperio, pues innegablemente era un portento de hermosura, y gloria de quien la había concebido y perfeccionado.

Pero apenas la princesa Esplendorosa hubo complacido al insaciable Cuerno de oro, éste, recordando las frases del profeta: "¡Ninguna virgen envejecerá en el Islam!", tornó a pensar en atacar a la vedada tentación y, trepidantes los muslos, quiso imponerse a ella, con gran espanto de Rosa de plata.

_Pero, ¡cómo! _exclamó la joven, encarándose con su esposo_, ¿tendrás valor para faltar al juramento que has hecho de respetar la integridad de la princesa Esplendorosa? ¿Acaso no te ha demostrado suficientemente la simpatía que le inspiras? ¿Llega tu grosería al punto de olvidar a lo que obliga la promesa de un príncipe de tu categoría? ¡Por Alah, que si tal hicieras te abandonaríamos inmediatamente y no volverías a recobrarnos sino después de muertas!

_Te ruego, esposa mía_dijo el príncipe Cuerno de oro_, que imagines el gran tormento a que me he condenado en un momento de ligereza. Si yo hubiera sospechado el sufrimiento a que me obligaba mi juramento, te aseguro que de ninguna manera lo habría hecho. En vista de lo cual, y si me amáis, os suplico por Alah que me relevéis de ese juramento, qué pesa sobre mi como una losa aniquiladora.

_¡Oh! ¡De ninguna manera!_contestaron a un tiempo Rosa de plata y Esplendor_. Juraste no horadar la perla y debes respetar tu juramento, ¡La virginidad de la princesa Esplendorosa debe conservarse siempre intacta!

Desde aquella memorable noche, la existencia de los tres deslizose mansa y feliz, en una armonía tan completa, que el príncipe Esplendor no echó de menos a sus padres, ni soñó con otra ventura que prolongar indefinidamente aquel estado de cosas. Al dejar de ser oficialmente príncipe para convertirse en princesa, había traspasado el umbral de un mundo nuevo de delicias incomparables y en que la voluptuosidad alcanzaba un límite enloquecedor.

Cuando el príncipe Cuerno de oro le dejaba solo en compañía  de Rosa de plata, ambos arrojábanse al abismo sin fin de las caricias, y sus asaltos no cesaban hasta la vuelta del fogoso Cuerno de oro, que los continuaba y recrudecía, aportando su viril prestancia y su pujanza arrolladora. Esplendor y Rosa de plata mantenían la superchería habilidosamente, y Cuerno de oro no podía descubrirla porque respetaba amablemente su juramento, en agradecimiento a los tiernísimos homenajes que exigía de Esplendor, y a los cuales el príncipe que quiso ser princesa acabó acostumbrándose.

Pero la noche en que se cumplía el año del casamiento de la princesa Esplendorosa con el príncipe Cuerno de oro, aprovechando éste una salida urgente de la bella Rosa de plata, en un acceso de pasión abrazó a su segunda mujer y quiso arrebatarle violentamente la ceñida faja de seda que ajustaba sus caderas y velaba su sexo. Incendiado por la fragancla de aquella carne joven, la persiguió por el aposento, en una actitud tan amorosa y amenazadora, que hizo temer al príncipe Esplendor una irremediable catástrofe.

Huyendo el príncipe Esplendor del enardecido Cuerno de oro desgarrose la faja y, en su terrible turbación, al notar que ésta caía al suelo, no encontró mejor medio de ocultar lo que tanto le importaba ocultar, que tenderse en el lecho boca abajo, fingiendo hallarse fatigado de la resistencia opuesta a Cuerno de oro.

   Y aquello acabó de sobreexcitar totalmente al esposo de, Rosa de plata, pues por primera vez en un año de matrimonio sorprendia desnuda a la princesa Esplendorosa, si bien no era de frente, cómo él hubiera deseado. Pero, a pesar de contemplarla de espaldas, Cuerno de oro bendijo al Omnipotente, que le permitía apreciar reunida en una misma criatura la nitidez de las circasianas y la carnosidad de los nubias; la corrección de líneas de las hijas de Egipto y la delicadeza de las persas; el candor asustado de las vírgenes griegas y los estremecimientos lascivos de las muchachas árabes. Arrebatado y arrebatador, acercose al príncipe que quiso ser princesa, y empezó a pasarle la mano por la exquisita espalda, por los ardorosos muslos y por los suaves globos, que podian haber sido confundidos con los del amor por lo torneados e incitantes, haciendo chasquear simultáneamente los besos en sus mejillas y en su boca como piedras que sonasen al caer en el agua.

En la creciente angustia, el príncipe Esplendor encomendábase a Alah implorando la vuelta de Rosa de plata, que hubiera conjurado la situación; pero cuando ésta vino ya era tarde; pues las plegarias de Esplendor no habían sido suficientes a aplacar la vehemencia del príncipe Cuerno de oro, que encontró la manera de saciar su deseo sin faltar al juramento.

_Y menos mal_concluyó el marqués de Loisy, dando por terminado su relato_que el príncipe Cuerno de oro no se enteró aquella noche, ni en otras sucesivas en que repitió idénticas proezas, del secreto del príncipe que quiso ser princesa, y al fin vio cumplido irrefragablemente su deseo.

_Y ¿qué efecto le produjo la aventura?_preguntó uno de los oyentes, que acariciaba displicente una soberbia pierna propiedad, de la condesa de Gavrilow.

_Este es un extremo, mis queridos oyentes, que no me reveló la persona de cuyos labios escuché la edificante historia. Sólo me dijo para tranquilidad mía, que el mago Kendamir murió de rabia viendo que todas sus estratagemas no le procuraron la realización de sus aspiraciones con respecto al príncipe Esplendor; pero parece ser que éste vivió bastantes años en admirable inteligencia con Rosa de plata y Cuerno de oro. Y, como vivieron tanto tiempo en armonía, es de suponer que ni el príncipe Esplendor encontraría insoportable a Cuerno de oro, ni éste se enteraría del secreto de Esplendor, a menos que lo hubiese averiguado y se callara como un zorro. En cuanto a ella, la princesa Rosa de plata ...

_¡Ah, ella!_interrumpió la Rafalovitch, suspirando con melancolía_. Ella es quien verdaderamente salía ganando en ese pintoresco menage á trois.

Luis de Silva empezó a repartir las pipas de opio, y una hora después sólo se oía en el fumadero la anhelante respiración de los fumadores que según confesaron, al despertar, soñaron exclusivamente con huríes y mancebos orientales, cada uno con arreglo a sus convicciones; pero todos envenenados de perversidad por la malsana narración del marqués de Loisy.

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Ven y ven

Acabo de acariciarte
no pierdo las esperanzas,
con el tiempo y un ganchillo,
mi vida,
hasta las verdes
se alcanzan
 
Ven y ven y ven,
chiquillo vente conmigo,
no quiero
para pegarte, mi vida,
ya sabes pa lo que digo.
 
De todas las epidemias
que en España pudo haber,
ninguna fue tan famosa, mi vida,
como la del ven y ven.
 
Ven y ven y ven,
chiquillo vente conmigo,
no quiero
para pegarte, mi vida,
ya sabes pa lo que digo.
 
 Dicen que los de tu casa
ninguno  me puede ver
déjalos batir el agua, mi vida,
que al cabo la han de beber.
 
Ven y ven y ven,
chiquillo vente conmigo,
no quiero
para pegarte, mi vida,
ya sabes pa lo que digo.
 
Porque
canto el ven y ven
se quejan muchas esposas
de que luego sus
maridos, mi vida,
en casa las llamen sosas.
 
Ven y ven y ven
chiquillo vente conmigo
no quiero
para pegarte mi vida
ya sabes pa lo que digo.

Las Tardes del Ritz"

Yo me voy todas las tardes
a merendar al Hotel Ritz,
y tras el té suelo hacer mil locuras
con un galán que está loco por mí.
Juntos a bailar salimos,
nos enlazamos con pasión,
y al final tengo yo que decirle,
toda llena de miedo y rubor:


¡Ay no,  por Dios,

 no me apriete usted así!
¡Ay, por favor,

que me siento morir!

Tenga usted en cuenta que mira mamá
y si se fija nos  a regañará.
Ay, suélteme,

no me oprima usted más,
pues le diré,

si me quiere asustar,
que soy cardíaca y por esta razón
no debo llevarme ninguna emoción.


Las mamás cotorreando,

 toman el té sin advertir
que en el salón al bailar las parejas
se hablan de amor con atroz frenesí.
A las tres o cuatro danzas
suele crecer nuestra ilusión
y las niñas a coro decimos,
rebozantes de satisfacción:


Ay, yo no sé

lo que pasa por mí,
pero ya ve

 que me siento feliz,
siga apretando aunque mire mamá,
que si se irrita ya se calmará.
Ay, qué placer

es bailar un fox-trot
con un doncel

que nos hable de amor.
Aunque cien años llegase a vivir
yo no olvidaría las ta
rdes del Ritz.

 

 

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