NEGRO
Hay
en los trajes de los muertos arrugas tan perfectas como el instante;
puede verse en cualquier fotografía.
Mi bisabuelo con bigote, sombrero y ojos tristes, con
todas las
golondrinas
de África pasando muy deprisa por detrás de sus párpados, mi
bisabuela vestida de silencio y de sombra, sus labios sin sonrisa
apretados como lazos de corsé (qué pensaría ella del azul, de los
desvergonzados colores del verano y del cielo), mi padre
inconcebiblemente joven, con la sotana de seminarista
y, detrás de las gafas, una ignorancia total de la alegría, mi madre
caminando con su falda de tubo por una calle arbolada de Madrid
(todos esos zapatos y bolsos de charol que su memoria expone como
trofeos juveniles en los rastrillos de la conversación), aquel
vestido mío de terciopelo, tan cálido, tan triste y ajustado como
entonces las noches a la ternura desolada de mis dieciocho años,
todas las ocasiones perdidas, todas esas
eternidades fraudulentas,
todas esas miradas coaguladas
en el instante de atención más falso,
todo ese hollín del fuego de la vida,
ese luto
de los cuerpos inmóviles revelados en plata
y en emulsión de olvido,
de rencor.
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