Un árbol en el jardín
Lucila
nunca se lo perdonará, piensa, alejándose unos metros del árbol,
el más frondoso y robusto del jardín, para considerar la
conveniencia de, envuelto ya el tronco con papel de plata,
proceder a la misma operación con las ramas.
No, Lucila no se lo perdonará. Pero un
hombre no puede vivir con esa nostalgia de sí mismo apuñalándole
el estómago. Y la suya es una hemorragia constante, lenta, que
no se ve, pero que lo va vaciando de vida.
Duda entre envolver sólo algunas ramas, las
más visibles, o mejor, quizá, envolver más de la mitad de las
ramas del árbol. Lo sabe: Lucila nunca le perdonará esta última
e inesperada ofensa. Bastante hizo con perdonarle su grande pero
inútil amor. Hace tiempo que se lo perdonó.
Hace tiempo que aceptó a un hombre que es
sólo la sombra de un hombre. O, al menos, es así como se piensa
a sí mismo: como un
hombre que es sólo la sombra de un hombre. Y es inútil que
Lucila, y también él mismo cuando él mismo es la parte racional
que de sí mismo conserva, se empeñen en intentar convencerle de
que un hombre no deja de ser un hombre por el hecho de haber
perdido la capacidad de desear. Inútil. Porque cada vez se
siente más privado de raciocinio, cada vez se siente más
abandonado por su antigua facultad de razonar, prácticamente
inexistente ya, pero que le duele terriblemente en el fondo
inconcreto de la mente, como sigue doliendo un miembro amputado.
Incapaz de reflexión, es ahora un ser
reducido a la emotividad, a una emotividad enferma y sombría, a
una emotividad mórbida, cuyo corrosivo poder anula cualquier
esfuerzo mental encaminado a aferrarse a su antigua convicción
—compartida por Lucila, pues no en balde fue ella quien la
inspiró— de que un hombre o una mujer son algo más que la mera
capacidad para llevar a cabo la traducción fisiológica de sus
deseos.
¡La traducción fisiológica del deseo! Al
recordar dicha frase, y las bromas amorosas de Lucila respecto a
la imposibilidad de la traducción perfecta, se siente invadido
por una ternura que le encoge el alma y acaba por brotarle de
los ojos en forma de lágrimas que el viento helado de primera
hora de la tarde en el jardín seca cortante.
Frente al árbol que, por fin, empieza a
cobrar aspecto navideño, tras haber logrado forrar con papel de
plata y dorado una cuarta parte de sus ramas, se dice que quizá
no espere a las doce de la noche para proceder a la entrega de
regalos. ¿Para qué? ¿Para qué esperar a las doce? Él, que
convirtió la espera casi en arte, está ahora poseído por la
prisa, por una urgencia crispante, que le tensa los músculos y
las articulaciones del cuerpo. Siente brazos y piernas
entumecidos, y tiene que hacer un doloroso esfuerzo para lograr
mover los dedos de las manos, prácticamente agarrotados pero
cuyo servicio sigue necesitando para acabar con la decoración
del árbol.
No es el frío la causa de ese
entumecimiento del cuerpo: el jardín está cubierto por la nieve
recién caída, pero él se siente acalorado. Tanto subir y bajar
de la escalera de mano que ha apoyado en el tronco del árbol
para proceder a la decoración de las ramas superiores le ha
hecho entrar en calor. Su cuerpo siempre ha reaccionado de
manera positiva al medio; ha sido una persona sana,
sorprendentemente sana si se tiene en cuenta su execrable
deficiencia. Aunque los médicos a los que en tiempos acudieron
Lucila y él insistieron en que no había por qué sorprenderse: el
tipo de insuficiencia que él padecía no guardaba relación alguna
con el hecho de poseer un cuerpo sano o insano. Insuficiencia.
Lucila, al principio, odiaba oírle pronunciar esta palabra que
él se empeñaba no sólo en no excluir al referirse a su vida
matrimonial sino en incorporarla voluntariosamente a sus
conversaciones íntimas, procurando cargarla del tono de lúdica
complicidad propio del léxico habitual utilizado entre ambos.
Pero, poco a poco, a medida que él fue
desengañándose del recurso a la «naturalidad» como medida
terapéutica, fue Lucila quien adoptó el método: «En contra de lo
que
suele decirse, el mejor remedio para ahuyentar fantasmas es,
precisamente, nombrar la soga en casa del ahorcado», decía como
preámbulo a lo que fue convirtiéndose en consabido consuelo: «un
hombre, una mujer o cualquier ser vivo no deja de ser un hombre,
una mujer o el ser vivo que fuere por el hecho accidental de
verse incapacitado para hacer el amor». ¿Creía Lucila,
realmente, en sus
propias palabras? Y él, ¿compartía él la opinión de su mujer?
Quizá durante los primeros años, alentado por la esperanza que
supuso el
nacimiento de Alice, su única hija, resultado de quién sabe por
qué motivada resurrección de su marchita virilidad. Un efímero
resurgimiento que, tras revelar posteriormente, noche tras
noche, su naturaleza fugaz, acaso significó el punto de partida
de su falta de fe en las sentencias de Lucila: un hombre, una
mujer o cualquier ser vivo sí deja de ser un hombre, una mujer o
el ser vivo que fuere por el hecho de estar incapacitado para el
acto amoroso. O, más exactamente, para compartir el acto
amoroso, matiza para sí mismo al tiempo que decide dar por
terminada la decoración del árbol del jardín de la casa donde,
desde los primeros tiempos de su matrimonio, pasan las
vacaciones de verano y en la que, este año, insistió él en
celebrar la Navidad.
No sabe exactamente cuándo, en qué momento
de su vida en común con Lucila, empezó a cobrar conciencia de
que al contemplar a su mujer y a su hija, sentadas a la mesa
durante el almuerzo, o frente al televisor o en cualquier
momento de la vida cotidiana, las veía como de lejos, envueltas
en una bruma que sólo podía ser efecto de esa malsana nostalgia
que, bien lo sabía él, crea la imaginación pervertida del
individuo anímicamente enfermo. ¿Fue repentino el descubrimiento
de la distancia existente entre él y el mundo circundante, o,
por el contrario, fue una sensación de la que cobró conciencia
paulatinamente? En cualquier caso, sí tiene la certeza de que la
sensación de ver el mundo y a sus seres queridos como
inmovilizados en una imagen que la memoria hubiera recuadrado en
el tiempo y teñido de esa neblina lechosa propia de las
fotografías antiguas, coincidió con su desacuerdo con Lucila: en
contra de lo que ella decía, la incapacidad para sentir y
compartir el placer del acto amoroso convierte al ser humano en
una especie de vegetal. Será un ser vivo, puesto que podrá
seguir respirando y realizando sus funciones menores; pero no
será un ser humano. Porque, por ser humano, entiende él un ser
dotado de vida en movimiento, es decir, capacitado para el
movimiento o de la ilusión de movimiento que sólo puede crear el
deseo. El alma, el pensamiento, el ímpetu, la energía o como se
quiera denominar a la capacidad del hombre para moverse, para
salir de sí mismo, es el deseo. Un alma, una mente, una
conciencia de vida privada de deseo está condenada a la
inmovilidad. Un alma
quieta, paralítica, un alma que no desea es un alma condenada a
muerte.
Contempla su obra desde el interior de la
casa, donde ha entrado para conectar la iluminación del árbol
del jardín, instalada por el
electricista esta misma mañana. Llamar al electricista es lo
primero que hizo cuando llegó, muy temprano, de la ciudad,
adelantándose a Lucila y a la pequeña Alice para preparar la
cena de Nochebuena. A través de los cristales empañados de la
ventana, contempla el árbol elegido para la celebración: el más
exuberante y potente del jardín, aunque no es propiamente un
abeto. El que ha dispuesto en la sala, más pequeño, sí es un
abeto: lo ha adornado con bolas de todos los colores, con
guirnaldas y estrellas, con copos de nieve artificial. Es el
arbolito de Alice, un abeto de su mismo tamaño, sólo para sus
regalos. Para Lucila y, también para él en cierto modo, ha
adornado el árbol más vistoso y fuerte del jardín. Perfecto,
piensa mientras lo observa, detrás del cristal de la ventana, y
levanta ligeramente, en dirección al árbol del jardín, la copa
de champagne que acaba de servirse de la botella recién abierta
—¿para qué esperar?, se ha envalentonado a sí mismo—, en un
brindis íntimo y —es aún capaz de dictaminar—decididamente
demencial.
Copa en mano, revisa el abeto de Alice para
comprobar haber colgado todos los regalos destinados a la
pequeña, y, tras verificar que no ha olvidado ninguno, sale al
jardín para asegurarse de que no hay ningún fallo en el árbol de
Lucila. Falta colgar el regalo importante de la noche, por
supuesto. Y a eso se dispone, aunque no es fácil. De ahí que se
dirija hacia el árbol con copa y botella de champagne en mano:
los anonadantes efectos del espumoso pueden poner alas a su
entorpecido ánimo, alas gaseosas que lo eleven a la acción
deseada. ¿Se lo perdonará Lucila? ¿Lo comprenderá, algún día, la
pequeña Alice? No ha sido un pusilánime, no ha sido un hombre
que haya intentado inspirar compasión: eso es lo que le gustaría
que Lucila, y sobre todo Alice, comprendieran algún día. Y que,
precisamente, para evitar llegar a serlo en el futuro hará lo
que se dispone a hacer. No quiere un padre triste para Alice. No
quiere un marido, un compañero o como se quiera llamar al hombre
que convive con una mujer, triste para Lucila. No quiere
pensarse, no quiere seguir pensándose a sí mismo como un hombre
triste. Un hombre triste, es decir, un hombre contentadizo con
sus propias limitaciones. Un hombre negado para el movimiento
sublime capaz de arrancarlo de sí mismo y lanzarlo al exterior.
Un hombre triste, se dice mientras apoya la escalera de mano en
el tronco del árbol, es caldo de cultivo para toda clase de
vilezas, es el antecesor del hombre ruin, del hombre que vuelve
contra el mundo y contra los demás sus propias carencias. Y no
quiere para Alice un padre receloso de la felicidad ajena, un
padre al que, herido por el espectáculo de una humanidad capaz
de derrochar aquello de lo que él carece,
sorprenda un día afeando, con su mirada llena de rencor, el
mundo en el que ella se dispone a entrar. Ni quiere para Lucila
un marido, un compañero (o como se quiera llamar al hombre con
quien una mujer sigue conviviendo por respeto al recuerdo del
extinguido amor) que, en nombre del amor muerto por la asfixia
del paso de los años y de la falta de deseo, se permita algún
día el abominable derecho de acusar de traición la natural
necesidad de llenar con otras presencias vitales los vacíos
creados —pero no abandonados— por un cónyuge a quien la pérdida
del deseo ha reducido a mera presencia física. No, no quiere
llegar a convertirse en el verdugo de lo que amó, en vengador de
sus propias carencias en persona ajena. No quiere envilecerse,
o, se corrige a sí mismo, seguir por el camino del
envilecimiento que está a punto de emprender haciendo lo que se
dispone a hacer: llevar a la práctica un hecho absolutamente
necesario para él, pero imperdonable, a buen seguro durante un
tiempo, para Lucila: morir deseando. Al menos, así ha planeado
su despedida de este mundo: con un adiós que, absolutamente
despojado de cualquier connotación de renuncia o de fracaso,
enarbole la señal de la reconciliación. Morirá, espera,
mostrando al mundo la prueba física del deseo. Como dicen que
mueren los ahorcados, con el sexo en erección, debido a no sabe
él qué acto reflejo desencadenado en el organismo masculino por
la presión estranguladora de una soga en el cuello. Así lo
encontrará Lucila, cuando llegue para celebrar Nochebuena:
colgado de una de las ramas del árbol del jardín, con su
sexo en una posición que la vida no le permitió adoptar pero que
la muerte facilita a quienes la esperan con el cuerpo
balanceándose en el vacío, pendiendo de una soga, y con la
lengua, hinchada, morada y tumefacta colgando, como un trapo
nauseabundo, de una boca abierta que, ante la potente erección
del pene en el aire helado del anochecer, ya no puede pronunciar
el deseado «por fin lo conseguí».
(Barcelona, abril de 1999) |