Ana María

Matute

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Los chicos

El niño al que se le murió el amigo

El niño que no sabía jugar

Pecado de omisión

El perro perdido

La conciencia

La rama seca

 

Los chicos

    Eran cinco o seis, pero así, en grupo, viniendo carretera adelante, se nos antojaban quince o veinte. Llegaban casi siempre a las horas achicharradas de la siesta, cuando el sol caía de plano contra el polvo y la grava desportillada de la carretera vieja, por donde ya no circulaban camiones ni carros, ni vehículo alguno. Llegaban entre una nube de polvo que levantaban sus pies, como las pezuñas de los caballos. Los veíamos llegar y el corazón nos latía de prisa. Alguien, en voz baja, decía: «¡Que vienen los chicos...!» Por lo general, nos escondíamos para tirarIes piedras, o huíamos.

     Porque nosotros temíamos a los chicos como al diablo. En realidad, eran una de las mil formas de diablo, a nuestro entender. Los chicos, harapientos, malvados, con los ojos oscuros y brillantes como cabezas de alfiler negro. Los chicos, descalzos y callosos, que tiraban piedras de largo alcance, con gran puntería, de golpe más seco y duro que las nuestras. Los que hablaban un idioma entrecortado, desconocido, de palabras como pequeños latigazos, de risas como salpicaduras de barro. En casa nos tenían prohibido terminantemente entablar relación alguna con esos chicos. En realidad, nos tenían prohibido salir del prado bajo ningún pretexto. (Aunque nada había tan tentador, a nuestros ojos, como saltar el muro de piedras y bajar al río, que, al otro lado, huía verde y oro, entre los juncos y los chopos.) Más allá, pasaba la carretera vieja, por donde llegaban casi siempre aquellos chicos distintos, prohibidos.

     Los chicos vivían en los alrededores del Destacamento Penal. Eran los hijos de los presos del Campo, que redimían sus penas en la obra del pantano. Entre sus madres y ellos habían construido una extraña aldea de chabolas y cuevas, adosadas a las rocas, porque no se podían pagar el alojamiento en la aldea, donde, por otra parte, tampoco eran deseados. «Gentuza, ladrones, asesinos.. .» decían las gentes del lugar. Nadie les hubiera alquilado una habitación. Y tenían que estar allí. Aquellas mujeres y aquellos niños seguían a sus presos, porque de esta manera vivían del jornal que, por su trabajo, ganaban los penados.

     El hijo mayor del administrador era un muchacho de unos trece años, alto y robusto, que estudiaba el bachillerato en la ciudad. Aquel verano vino a casa de vacaciones, y desde el primer día capitaneó nuestros juegos. Se llamaba Efrén  y tenía unos puños rojizos, pesados como mazas, que imponían un gran respeto. Como era mucho mayor que nosotros, audaz y fanfarrón, le seguíamos adonde él quisiera.

     El primer día que aparecieron los chicos de las chabolas, en tropel, con su nube de polvo, Efrén se sorprendió de que echáramos a correr y saltáramos el muro en busca de refugio.

     _Sois cobardes _nos dijo_. ¡Esos son pequeños!

     No hubo forma de convencerle de que eran otra cosa, de que eran algo así como el espíritu del mal.

     _Bobadas _nos dijo. Y sonrió de una manera torcida y particular, que nos llenó de admiración.

     Al día siguiente, cuando la hora de la siesta, Efrén se escondió entre los juncos del río. Nosotros esperábamos, detrás del muro, con el corazón en la garganta. Algo había en el aire que nos llenaba de pavor (Recuerdo que yo mordía la cadenita de la medalla y que sentía en el paladar un gusto de metal raramente frío. Y se oía el canto crujiente de la cigarra entre la hierba del prado.)Echados en el suelo, el corazón nos golpeaba contra la tierra.

     Al llegar, los chicos escudriñaron hacia el río, por ver si estábamos buscando ranas como solíamos. Y para provocarnos, empezaron a silbar y a reír de aquella forma de siempre, opaca y humillante. Era su juego: llamarnos sabiendo que no apareceríamos. Nosotros seguíamos ocultos y en silencio. Al fin, los chicos abandonaron su idea y volvieron al camino, trepando terraplén arriba. Nosotros estábamos anhelantes y sorprendidos, pues no sabíamos lo que Efrén quería hacer.

     Mi hermano mayor se incorporó a mirar por entre las piedras y nosotros le imitamos. Vimos entonces a Efrén deslizarse entre los juncos como una gran culebra. Con sigilo trepó hacia el terraplén, por donde subía el último de los chicos, y se le ecchó encima.

     Con la sorpresa, el chico se dejó atrapar. Los otros ya habían llegado a la carretera y cogieron piedras, gritando. Yo sentí un gran temblor en las rodillas, y mordí con fuerza la medalla. Pero Efrén no se dejó intimidar. Era mucho mayor y más fuerte que aquel diablillo negruzco que retenía entre sus brazos, y echó a correr arrastrando a su prisionero al refugio, donde le aguardábamos. Las piedras  caían a su alrededor y en el río, salpicando de agua aquella hora abrasada. Pero Efrén saltó ágilmente sobre las pasaderas y, arrastrando al chico, que se revolvía furiosamente, abrió la empalizada y entró con él en el prado. Al verlo perdido, los chicos de la carretera dieron media vuelta y echaron a correr, como gazapos, hacia sus chabolas.

     Sólo de pensar que Efrén traía a una de aquellas furias, estoy segura de que mis hermanos sintieron el mismo pavor que yo. Nos arrimamos al muro, con la espalda pegada a él, y un gran frío nos subía por la garganta.

     Efrén arrastró al chico unos metros, delante de nosotros. El chico se revolvía desesperado e intentaba morderle las piernas, pero Efrén levantó su puño enorme y rojizo y empezó a golpearle la cara, la cabeza, la espalda. Una y otra vez, el puño de Efrén caía, con un ruido opaco. El sol, brillaba de un modo espeso y grande sobre la hierba y la tierra. Había un gran silencio. Sólo oíamos el jadeo del chico, los golpes de Efrén y el fragor del río, dulce y fresco, indiferente, a nuestras espaldas. El canto de las cigarras parecía haberse detenido. Como todas las voces.

     Efrén estuvo un rato golpeando al chico con su gran puño. El chico , poco a poco, fue cediendo. Al fin, cayó al suelo de rodillas, con las manos apoyadas en la hierba. Tenía la cara oscura, del color del barro seco, y el pelo muy largo, de un rubio mezclado de vetas negras, como quemado por el sol. No decía nada y se quedó así, de rodillas. Luego, cayó contra la hierba, pero levantando la cabeza, para no desfallecer del todo. Mi hermano mayor se acercó despacio, y luego nosotros.

     Parecía mentira lo pequeño y lo delgado que era. «Por la carretera  parecían mucho más altos», pensé. Efrén estaba de pie a su lado, con sus grandes y macizas piernas separadas, los pies calzados con gruesas botas de ante. ¡Qué enorme y brutal parecía Efrén en aquel momento!

     _¿No tienes aún bastante? _dijo en voz muy baja, sonriendo. i Sus dientes, con los colmillos salientes, brillaban al sol_. Toma, toma...

     Le dio con la bota en la espalda. Mi hermano mayor retrocedió  un paso y me pisó. Pero yo no podía moverme: estaba como clavada en el suelo. El chico se llevó la mano a la nariz. Sangraba, no se sabía si de la boca o de dónde. Efrén nos miró.

     _Vamos _dijo_:  Este ya tiene lo suyo_ Y le dio con el pie otra vez.

     _¡Lárgate, puerco! !Lárgate en seguida!

     Efrén se volvió, grande y pesado, despacioso hacia la casa, muy seguro de que le seguíamos.

Mis hermanos, como de mala gana, como asustados, le obedecieron. Sólo yo no podía moverme, no podía, del lado del chico. De pronto, algo raro ocurrió dentro de mí. El chico estaba allí, tratando de incorporarse, tosiendo. No lloraba. Tenía los ojos muy achicados, y su nariz, ancha y aplastada, brillaba extrañamente. Estaba manchado de sangre. Por la barbilla le caía la sangre, que empapaba sus andrajos y la hierba.   Súbitamente me miró. Y vi sus ojos de pupilas redondas, que no eran negras, sino de un pálido color de topacio, transparentes, donde el sol se metía y se volvía de oro. Bajé los míos, llena de una vergüenza dolorida.

     El chico se puso en pie despacio. Se debió herir en una pierna, cuando Efrén le arrastró, porque iba cojeando hacia la empalizada. No me atreví a mirar su espalda, renegrida, y desnuda entre los desgarrones. Sentí ganas de llorar, no sabía exactamente por qué. Únicamente supe decirme: "Si sólo era un niño. Si era nada más que un niño, como otro cualquiera".

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El niño al que se le murió el amigo.

  Una mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre:

     _El amigo se murió. Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar.

     El niño se sentó en el quicio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en las rodillas. «Él volverá», pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las canicas, el camión y la pistola de hojalata, y el reloj aquel que ya no andaba, y el amigo no viniese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande, y el niño no quería entrar a cenar.

     _Entra, niño, que llega el frío _dijo la madre.

     Pero, en lugar de entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el pozo. Pasó buscándole toda la noche. Y fue una larga noche casi blanca, que le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que tenía sueño y sed, estiró los brazos y pensó: «Qué tontos y pequeños son esos juguetes. Y ese reloj que no anda, no sirve para nada». Lo tiró todo al pozo, y volvió a la casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y dijo: «Cuánto ha crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido». Y le compró un traje de hombre, porque el que llevaba le venía muy corto.

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 El niño que no sabía jugar

 

   

 

 Había un niño que no sabía jugar. La madre le miraba desde la ventana ir y venir por los caminillos de tierra con las manos quietas, como caídas a los dos lados del cuerpo. Al niño, los juguetes de colores chillones, la pelota, tan redonda, y los camiones, con sus ruedecillas, no le gustaban. Los miraba, los tocaba, y luego se iba al jardín, a la tierra sin techo, con sus manitas, pálidas y no muy limpias, pendientes junto al cuerpo como dos extrañas campanillas mudas. La madre miraba inquieta al niño, que iba y venía con una sombra entre los ojos. «Si al niño le gustara jugar yo no tendría frío mirándole ir y venir». Pero el padre decía, con alegría: «No sabe jugar, no es un niño corriente. Es un niño que piensa».

     Un día la madre se abrigó y siguió al niño, bajo la lluvia, escondiéndose entre los árboles. Cuando el niño llegó al borde del estanque, se agachó, buscó grillitos, gusanos, crías de rana y lombrices. Iba metiéndolos en una caja. Luego, se sentó en el suelo, y uno a uno los sacaba. Con sus uñitas sucias, casi negras, hacía un leve ruidito, ¡crac!, y les segaba la cabeza.

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LA RAMA SECA

        APENAS tenía seis años y aún no la llevaban al campo. Era por el tiempo de la siega, con un calor grande, abrasador, sobre los senderos. La dejaban en casa, cerrada con llave, y le decían:

_Que seas buena, que no alborotes: y si algo te pasara, asómate a la ventana y llama a doña Clementína.

 Ella decía que sí con la cabeza. Pero nunca le ocurría nada, y se pasaba el día sentada al borde de la ventana, jugando con "Pipa".

Doña Clementina la veía desde el huertecillo. Sus casas estaban pegadas la una a la otra, aunque la de doña Clementina era mucho más grande, y tenía, ade­más, un huerto con un peral y dos ciruelos. Al otro lado del muro se abría la ventanuca tras la cual la niña se sentaba siempre. A veces, doña Clementina levanta­ba los ojos de su costura y la miraba.

_¿Qué haces, niña?

La niña tenía la carita delgada, pálida, entre las fla­cas trenzas de un negro mate.

_Juego con "Pipa" _ decía.

Doña Clementina seguía cosiendo y no volvía a pensar en la niña. Luego, poco a poco, fue escuchando aquel raro parloteo que le llegaba de lo alto a través de las ramas del peral. En la ventana, la pequeña de los Mediavilla se pasaba el día hablando, al parecer, con alguien.

_¿Con quién hablas, tú?

_Con “Pipa”.

Doña Clementina, día a día, se llenó de una curiosidad leve, tierna, por la niña y por “Pipa”. Doña Clementina estaba casada con don Leoncio, el médico. Don Leoncio era  un hombre adusto y dado al vino que se pasaba el día renegando de la aldea y de sus habitantes. No tenían hijo y doña Clementina estaba ya hecha a su soledad. En un principio, apenas pensaba en aquella criatura también solitaria, que se sentaba al alfeizar de la ventana. Por piedad la miraba de cuando en  cuando y se aseguraba de que nada malo le ocurría. La mujer  Mediavilla se lo pidió:

_Doña Clementina, ya que usted cose en el huerto por las tardes, ¿querrá echar de cuando en cuando una mirada a la ventana, por si le pasara algo a la niña? Sabe usted, es aún pequeña para llevarla a los pagos ...

__Sí, mujer, nada me cuesta. Marcha sin cuidado ...

Luego, poco a poco, la niña de los Mediavilla y su charloteo ininteligible, allá arriba, fueron metiéndose pecho adentro.

_Cuando acaben con las tareas del campo y la niña vuelva a jugar en la calle, la echaré a faltar _ se decía.

Un día, por fin, se enteró de quién era "Pipa".

 _La muñeca _ explicó la niña.

_Enséñamela ...

La niña levantó en su mano terrosa un objeto que doña Clementina no podía ver claramente.

_No la veo, hija. Échamela.

La niña vaciló.

_Pero luego, ¿me la devolverá?

_Claro está.

La niña le echó a “Pipá” y doña Clementina cuando la tuvo en sus manos, se quedó pensativa. “Pipá” era simplemente una ramita seca envuelta en un trozo de percal sujeto con un cordel. Le dio la vuelta entre los dedos y miró con cierta tristeza hacia la ventana. La niña la observaba con ojos impacientes y extendía las dos manos.

_¿Me la echa, doña Clementina ... ?

Doña Clementina se levantó de la silla y arrojó de nuevo a "Pipa" hacia la ventana. "Pipa" pasó sobre la cabeza de la niña y entró en la oscuridad de la casa.  La cabeza de la niña desapareció y al cabo de un rato asomó de nuevo, embebida en su juego.

Desde aquel día doña Clementina empezó a escucharla. La niña hablaba infatigablemente con  "Pipa"

_ "Pipa", no tengas miedo, estate quieta. ¡Ay, "Pipa", cómo me miras! Cogeré un palo grande y le romperé la cabeza al lobo. No tengas miedo, "Pipa". Siéntate, estate quietecita, te voy a contar: el lobo está ahora escondido en la montaña ...

La niña hablaba con "Pipa" del lobo, del hombre mendigo con su saco lleno de gatos muertos, del horno del pan, de la comida. Cuando llegaba la hora la niña cogía el plato que su madre le dejó tapado, al arrimo de las ascuas. Lo llevaba a la ventana despacito, con su cuchara de hueso. Tenía a "Pipa" en las rodillas, y la hacía participar de su comida.

_Abre la boca, "Pipa", que pareces tonta ...

 Doña Clementina la oía en silencio: la escuchaba,  bebía cada una de sus palabras. Igual que escuchaba al viento sobre la hierba y entre las ramas, la algarabía pájaros y el rumor de la acequia.

Un día, la niña dejó de asomarse a la ventana. Doña Clementina le preguntó a la mujer Mediavilla:

_¿Y la pequeña?

_Ay, está delicá, sabe usted. Don Leoncio dice que le dieron las fiebres de Malta.

_ No sabía nada ...

Claro, ¿cómo iba a saber algo? Su marido nunca le contaba los sucesos de la aldea.

_Sí _continuó explicando la Mediavilla_. Se conoce que algún día debí dejarme la leche sin hervir…¿sabe usted? ¡Tiene una tanto que hacer! Ya ve usted, ahora, en tanto se reponga, he de privarme de los brazos de Pascualín.

Pascualín tenía doce años y se quedaba durante el día al cuidado de la niña. En realidad Pascualín salía a la calle o se iba a robar fruta al huerto vecino, al del cura o al del alcalde. A veces, doña Clementina oía la voz de la niña que llamaba. Un día se decidió a ir, aunque sabía que su marido la regañaría.

La casa era angosta, maloliente y oscura. Junto al establo nacía una escalera, en la que se acostaban las gallinas. Subió, pisando con cuidado los escalones apolillados que crujían bajo su peso. La niña la debió oír, porque gritó:

_¡Pascualín! ¡Pascualín!

Entró en una estancia muy pequeña, a donde la claridad llegaba apenas por un ventanuco alargado. Afuera, al otro lado, debían moverse las ramas de algún árbol, porque la luz era de un verde fresco y encendido, extraño como un sueño en la oscuridad. El fajo de luz verde venía a dar contra la cabecera de la cama de hierro  en que estaba la niña. Al verla, abrió párpados entornados.

_Hola, pequeña _ dijo doña Clementina _¿Qué  tal estás?

          La niña empezó a llorar de un modo suave y silencioso. Doña Clementina se agachó y contempló su carita amarillenta, entre las trenzas negras.

_Sabe usted _ dijo la niña _, Pascualín  es malo. Es un bruto. Dígale usted que me devuelva a "Pipa" que me aburro sin "Pipa" ...

Seguía llorando. Doña Clementina no esta acostumbrada a hablar a los niños, y algo extraño agarro­taba su garganta y su corazón.

Salió de allí, en silencio, y buscó a Pascualín. Estaba sentado en la calle, con la espalda apoyada en el muro de la casa. Iba descalzo y sus piernas morenas, desnudas, brillaban al sol como dos piezas de cobre.

_Pascualín _ dijo doña Clementina.

El muchacho levantó hacia ella sus ojos desconfiados. Tenía las pupilas grises y muy juntas y el cabello le crecía abundante como a una muchacha, por encima de las orejas.

_Pascualín, ¿qué hiciste de la muñeca de tu hermana? Devuélvesela.

Pascualín lanzó una blasfemia y se levantó.

_¡Anda! ¡La muñeca, dice! ¡Aviaos estamos_.  Dio media vuelta y se fue hacia la casa, murmurando.

Al día siguiente, doña' Clementina volvió a  la niña. En cuanto la vio, como si se tratara de una  cómplice, la pequeña le habló de "Pipa":

_Que me traiga a "Pipa", dígaselo usted, que la traiga ...

El llanto levantaba el pecho de la niña, le llenaba la cara de  lágrimas, que caían despacio hasta la manta.

_Yo te voy a traer una muñeca, no llores.

 Clementina dijo a su marido, por la noche:

_Tendría que bajar a Fuenmayor, a unas compras.

_Baja _ respondió el médico, con la cabeza hundida  en el periódico.

A las seis de la mañana doña Clementina tomó el auto de línea, y a las once bajó en Fuenmayor. En Fuenmayor había tiendas, mercado, y un gran bazar llamado “El Ideal” Doña Clementina llevaba sus pequeños ahorros envueltos en un pañuelo de seda. En "El Ideal" compró una muñeca de cabello crespo y ojos redondos  y fijos , que le pareció muy hermosa. "La pequeña va a alegrarse de veras", pensó. Le costó más cara de lo  que imaginaba, pero pagó de buena gana.

Anochecía ya cuando llegó a la aldea. Subió la escalera y  algo avergonzada de sí misma, notó que su corazón  latía fuerte. La mujer Mediavilla estaba ya en preparando la cena. En cuanto la vio alzó las dos manos.

_¡Ay , usté, doña Clementina! ¡Válgame Dios, ya disimulará  en qué trazas la recibo! ¡Quién iba a pensar..!

Cortó sus exclamaciones.

´        _Venía a ver a la pequeña: le traigo un juguete ... _

Muda de asombro la Mediavilla la hizo pasar.

_Ay,  cuitada, y mira quién viene a verte ...

La  niña levantó la cabeza de la almohada. La llama de un candil de aceite, clavado en la pared, temblaba, amarilla.

__ Mira  que te traigo: te traigo otra "Pipa", mu­cho más bonita.

Abrió la caja y la muñeca apareció, rubia y ex­traña.

         Los ojos negros de la niña estaban llenos de una luz nueva, que casi embellecía su carita fea. Una sonrisa se le iniciaba, que se enfrió en seguida a la vista de la muñeca. Dejó caer de nuevo la cabeza en la almohada y empezó a llorar despacio y silenciosamente, como acostumbraba.

_No es "Pipa" _ dijo _. No es "Pipa".

La madre empezó a chillar:

_¡Habrase visto la tonta! ¡Habrase visto, la desagradecida! ¡Ay, por Dios, doña Clementina, no se lo tenga usted en cuenta, que esta moza nos ha salido retrasada ... !

Doña Clementina parpadeó. (Todos en el pueblo sabían que era una mujer tímida y solitaria, y le tenían cierta compasión.)

_No importa, mujer _ dijo, con una pálida sonri­sa _. No importa.

Salió. La mujer Mediavilla cogió la muñeca entre sus manos rudas, como si se tratara de una flor.   .

_¡Ay, madre, y qué cosa más preciosa! ¡Habrase  visto la tonta ésta ... !

Al día siguiente doña Clementina recogió del huerto una ramita seca y la envolvió en un retal. Subió a ver a la niña:

_Te traigo a tu "Pipa".

La niña levantó la cabeza con la viveza del día anterior. De nuevo, la tristeza subió a sus ojos oscuros.

_No es "Pipa".

Día a día, doña Clementina confeccionó "Pipa" tras "Pipa", sin ningún resultado. Una gran tristeza la llenaba, y el caso llegó a oídos de don Leoncio.

_Oye, mujer: que no sepa yo de más majaderías ésas ... ¡Ya no estamos, a estas alturas, para andar siendo el hazmerreír del pueblo! Que no vuelvas a ver a esa muchacha: se va a morir, de todos modos ...

 _¿Se va a morir?

_Pues claro, ¡qué remedio! No tienen posibilidades los Mediavilla para pensar en otra cosa... ¡ Va a ser mejor para todos!

En efecto, apenas iniciado el otoño, la niña se murió, Doña Clementina sintió un pesar grande, allí dentro donde un día le naciera tan tierna curiosidad por "Pipa" y su pequeña madre.

Fue a la primavera siguiente, ya en pleno deshielo, cuando una mañana, rebuscando en la tierra, bajo los ciruelos, apareció la ramita seca, envuelta en su pedazo de percal. Estaba quemada por la nieve, quebradiza, y el  color rojo de la tela se había vuelto de un rosa desvaído. Doña Clementina tomó a "Pipa" entre sus dedos,  la levantó con respeto y la miró, bajo los rayos pálidos del sol.

_Verdaderamente _ se dijo _. ¡Cuánta razón tenía la pequeña! ¡Qué cara tan hermosa y triste tiene muñeca!

 

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Pecado de omisión

     A los trece años se le murió la madre, que era lo último que le quedaba. Al quedar huérfano ya hacía lo menos tres años que no acudía a la escuela, pues tenía que buscarse el jornal de un lado para otro. Su único pariente era un primo de su madre, llamado Emeterio Ruiz Heredia. Emeterio era el alcalde y tenía una casa de dos pisos asomada a la plaza del pueblo, redonda y rojiza bajo el sol de agosto. Emeterio tenía doscientas cabezas de ganado paciendo por las laderas de Sagrado, y una hija moza, bordeando los veinte, morena, robusta, riente y algo necia. Su mujer, flaca y dura como un chopo, no era de buena lengua y sabía mandar. Emeterio Ruiz no se llevaba bien con aquel primo lejano, y a su viuda, por cumplir, la ayudó buscándole jornales extraordinarios. Luego, al chico, aunque le recogió una vez huérfano, sin herencia ni oficio, no le miró a derechas. y como él los de su casa.

      La primera noche que Lope durmió en casa de Emeterio, lo hizo debajo del granero. Se le dio cena y un vaso de vino. Al otro día, mientras Emeterio se metía la camisa dentro del pantalón, apenas apuntando el sol en el canto de los gallos, le llamó por el hueco de la escalera, espantando a las gallinas que dormían entre los huecos:

      _¡Lope!

      Lope bajó descalzo, con los ojos pegados de legañas. Estaba poco crecido para sus trece años y tenía la cabeza grande, rapada.

      _Te vas de pastor a Sagrado. Lope buscó las botas y se las calzó. En la cocina, Francisca, la hija, había calentado patatas con pimentón. Lope las engulló deprisa, con la cuchara de aluminio goteando a cada bocado.

      _Tú ya conoces el oficio. Creo que anduviste una primavera por las lomas de Santa Aurea, con las cabras de Aurelio Bernal.

      _Sí, señor.

       _No irás solo. Por allí anda Roque el Mediano. Iréis juntos.

      _Sí, señor.

      Francisca le metió una hogaza en el zurrón, un cuartillo de aluminio, sebo de cabra y cecina.

      _Andando _dijo Emeterio Ruiz Heredia.

      Lope le miró. Lope tenía los ojos negros y redondos, brillantes.

      _¿Qué miras? ¡Arreando!

      Lope salió, zurrón al hombro. Antes, recogió el cayado, grueso  y brillante por el uso, que guardaba, como un perro,

apoyado en la pared.

      Cuando iba ya trepando por la loma de Sagrado, lo vio don. Lorenzo, el maestro. A la tarde, en la taberna, don Lorenzo ho un cigarrillo junto a Emeterio, que fue a echarse una copa de anís.

      _He visto a Lope _dijo_. Subía para Sagrado. Lástima de chico.

      _ _dijo Emeterio, limpiándose los labios con el dorso de la mano_. Va de pastor. Ya sabe: hay que ganarse el currusco. La vida está mala. El «esgraciado» del Pericote no le dejó ni una tapia en que apoyarse y reventar.

       _Lo malo _dijo don Lorenzo, rascándose la oreja con su uña larga y amarillenta_ es que el chico vale. Si tuviera medios podría sacarse partido de él. Es listo. Muy listo. En la escuela...

      Emeterio le cortó, con la mano frente a los ojos:

      _¡Bueno, bueno! Yo no digo que no. Pero hay que ganarse el currusco. La vida está peor cada día que pasa. Pidió otra de anís. El maestro dijo que sí, con la cabeza. Lope llegó a Sagrado, y voceando encontró a Roque el  Mediano. Roque era algo retrasado y hacía unos quince años que pastoreaba para Emeterio. Tendría cerca de cincuenta años y no hablaba casi nunca. Durmieron en el mismo chozo de barro, bajo los robles, aprovechando el abrazo de las raíces. En el chozo sólo cabían echados y tenía que entrar a gatas, medio arrastrándose. Pero se estaba fresco en el verano y bastante abrigado en el invierno.

      El verano pasó. Luego el otoño y el invierno. Los pastores  no bajaban al pueblo, excepto el día de la fiesta. Cada quince días un zagal les subía la «collera»: pan, cecina, sebo, ajos. A veces, una bota de vino. Las cumbres de Sagrado eran hermosas, de un azul profundo, terrible, ciego. El sol, alto y redondo, como una pupila impertérrita, reinaba allí. En la neblina del amanecer, cuando aún no se oía el zumbar de las moscas ni crujido alguno, Lope solía despertar, con la techumbre de barro encima de los ojos. Se quedaba quieto un rato, sintiendo en el costado el cuerpo de Roque el Mediano, como un bulto alentante. Luego, arrastrándose salía para el cerradero. En el cielo, cruzados, como estrellas fugitivas, los gritos se perdían, inútiles y grandes. Sabía Dios hacia que parte caerían. Como las piedras. Como los años. Un año, dos, cinco.

       Cinco años más tarde, una vez, Emeterio le mandó llamar, por el zagal. Hizo reconocer a Lope por el médico, y vio que estaba sano y fuerte, crecido como un árbol.

      _¡Vaya roble! _dijo el médico, que era nuevo. Lope enrojeció y no supo qué contestar.

      Francisca se había casado y tenía tres hijos pequeños, que jugaban en el portal de la plaza. Un perro se le acercó, con la lengua colgando. Tal vez le recordaba. Entonces vio a Manuel Enríquez, el compañero de la escuela que siempre le iba a la zaga. Manuel vestía un traje gris y llevaba corbata. Pasó a su lado y les saludó con la mano.

      Francisca comentó:

      _Buena carrera, ése. Su padre lo mandó estudiar y ya va para abogado.

      Al llegar a la fuente volvió a encontrarlo. De pronto, quiso llamarle. Pero se le quedó el grito detenido, como una bola, en la garganta.

      _¡Eh! _dijo solamente. O algo parecido.

      Manuel se volvió a mirarle, y le conoció. Parecía mentira: le conoció. Sonreía.

      _¡Lope! ¡Hombre, Lope...!

      ¿Quién podía entender lo que decía? ¡Qué acento tan extraño tiene los hombres, qué raras palabras salen por los oscuros agujeros de sus boca! Una sangre espesa iba llenándole las venas, mientras oía a Manuel Enríquez.

Manuel abrió una cajita plana, de color de plata, con los cigarrillos más blancos, más perfectos que vio en su vida. Manuel se la tendió, sonriendo.

      Lope avanzó su mano. Entonces se dio cuenta de que era áspera, gruesa. Como un trozo de cecina. Los dedos no tenían flexibilidad, no hacían el juego. Qué rara mano la de aquel otro: una mano fina, con dedos como gusanos grandes, ágiles, blancos, flexibles. Qué mano aquélla, de color de cera, con las uñas brillantes, pulidas. Qué mano extraña: ni las mujeres la tenían igual. La mano de Lope rebuscó, torpe. Al fin, cogió el cigarrillo, blanco y frágil, extraño, en sus dedos amazacotados: inútil, absurdo, en sus dedos: La sangre de Lope se le detuvo entre las cejas. Tenían una bola de sangre agolpada, quieta, fermentando entre las cejas. Aplastó el cigarrillo con los dedos y se dio media vuelta. No podía detenerse, ni ante la sorpresa de Manuelito, que seguía llamándole:

      _¡Lope! ¡Lope!

      Emeterio estaba sentado en el porche, en mangas de camisa,  mirando a sus nietos. Sonreía viendo a su nieto mayor, y descansando de la labor, con la bota de vino al alcance de la mano. Lope fue directo a Emeterio y vio sus ojos interrogantes y grises.

      _Anda, muchacho, vuelve a Sagrado, que ya es hora...

      En la plaza había una piedra cuadrada, rojiza. Una de esas piedras grandes como melones que los muchachos tran portan desde alguna pared derruida. Lentamente, Lope la cogió entre sus manos. Emeterio le miraba, reposado, con una leve curiosidad. Tenía la mano derecha metida entre la faja y el estómago. Ni siquiera le dio tiempo de sacarla: el golpe sordo, el salpicar de su propia sangre en el pecho, la muerte y la sorpresa, como dos hermanas, subieron hasta él. así, sin más.

       Cuando se lo llevaron esposado, Lope lloraba. Y cuando las mujeres, aullando como lobas, le querían pegar e iban tras  él con los mantos alzados sobre las cabezas, en señal de indignación, «Dios mío, él, que le había recogido., Dios mío, él, que le hizo hombre. Dios mío, se habría muerto de hambre si él no lo recoge...», Lope sólo lloraba y decía:

      _Sí, sí, sí...

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El perro perdido

        DAMIÁN era el tercer hijo de los Albarados   apenas cumplidos los catorce años le entró el mal de la fiebre. Su padre estuvo unos días taciturno, y al fin decidió mandarlo en el auto de línea, con el hermano mayor, para que lo viera un médico de la capital. Volvieron al día siguiente, y el hermano mayor dijo:

_Que no hay nada que hacer. Que se esté quieto, y a esperar.

Desde entonces, era fácil ver a Damián, sentado junto a la ventana durante los días fríos, y a la puerta de la casucha los que daba el sol contra la fachada.

Damián veía partir a todos hacia el trabajo, y se quedaba solo. Únicamente al llegar al invierno, con la nieve, se quedarían todos en casa y tendría compañía. Desde su ventana se veía el río, y, más allá, el prin­cipio de los bosques. A veces, ver el río y los árboles le daba tristeza. Las mujeres de la aldea, de verlo al pasar, comentaban entre sí, y decían:

_Al pequeño Albarado le quitan a puñados la car­ne del cuerpo. Mala cosa es la fiebre, pero peor es la soledad.

      Esto también lo sabían los Albarado, pero no esta­ba en su mano el remediarlo. Eran pobres y tenían que acudir a la tierra, si no querían morir.

     Un día, estando ya muy avanzado el otoño, Damián vio llegar por el caminillo del bosque un perro perdido. Era gris, flaco y como alicaído. No se le apreciaba herida alguna ni contusión, y, sin embargo, todo él tenía el aire magullado y caminaba como si fuera cojo de las cuatro patas. Damián se asomó casi de medio cuerpo, para verle pasar.

_¡Chucho! _le llamó, con una curiosidad extraña. El perro levantó las orejas, y luego miró hacia arriba, como temeroso.

Damián se hizo amigo del perro perdido.

_¿De dónde ha venido este chucho? _ dijo el padre de los Albarados.

Pero nadie sabía nada. Era un perro feo y triste, que nadie vio nunca ni en la aldea ni por los alrededores. No era simpático, y los hermanos de Damián le tomaron ojeriza:

_Eche al perro de casa, padre: está embrujado. La vieja Antonia María, que tenía en el pueblo fama de curandera, dijo cuando lo vio:

     _Ese perro es un espíritu malo: está purgando sus pecados en la tierra... ¡Echadlo a patadas del pueblo!

Y así quisieron hacerlo. Salieron los hermanos con estacas y piedras, pero Damián asomó medio cuerpo por el ventanuco, chillando y llorando.

_¡No me lo matéis al perro, no me lo matéis!

Los hermanos le echaron una cuerda al cuello y le querían arrastrar al río, para abogarlo o darle martirio. Damián chillaba tanto, que el padre acudió y dijo:

_¡Ea, muchachos, soltadle! Contentaos con dejarlo ahí, y que no entre en la casa.

Los hermanos obedecieron a regañadientes porque  temían al padre.

          La calle estaba ya oscura, con el color en siembra, porque llegaban los fríos. Se fueron los hermanos calle abajo, y Damián, con el cuerpo fuera de la ventana, les vio marchar. El sol encendía de un color escarlata los últimos ventanucos de la calle, y Damián se estremeció. Miró allá abajo, al perro, y vio la cara levantada, sus ojos oscuros y  húmedos y la cuerda pendiente del cuello.

_Amigo mío _ dijo _. Amigo mío.

Y le caían muchas lágrimas por el rostro, mirándole. Bajó el viento calle abajo, y vio cómo arrastraba hojas  doradas, desprendidas del cercano bosque. Damián señaló hacia él con el dedo, y dijo:

_Mira, amigo mío, esto es el anuncio de la muerte. Yo sé muy bien que la caída de las hojas  es el anuncio de la muerte.

Se inclinó sobre la ventana y se quedó mirando al perro, con la barbilla apoyada en las manos cruzadas.

 La tarde se volvió más y más azul, y allá arriba se prendieron luces frías, espaciadas y lejanas. El viento no cesaba, y el padre dijo:

_Vamos, chico, cierra la ventana.

Damián se lo hizo repetir dos veces, porque sus ojos no se podían apartar de los ojos del perro, que le montaba guardia abajo. Luego, ya cerrada, a través del cristal, empinándose sobre los pies, seguían mirándose. Pasó mucho rato y el hermano mayor dijo:

_Pero, chico, ¿no te cansas? Siéntate, que voy a  traerte la cena.

Como en aquella casa no había mujer, ellos mismos guisaban su comida. El hermano le trajo el plato humeante y lo dejó sobre una silla.

_Tienes que descansar, Damián.

Damián comió, y mientras lo hacía oía en la calle el aullido del perro. Algo nuevo y maravilloso le ocurría. Algo grande que le llenaba de alegría y de un gozoso miedo. El aullido del perro no lo comprendían el padre y los hermanos, que dijeron:

_¡Cómo gime el viento esta noche!

Cuando todos se acostaron, Damián salió de nuevo a la ventana. Allá abajo seguía el perro, con sus ojos como dos farolillos en la noche. Estaba ya echado en el suelo, pero tenía aún la cabeza levantada. Y Damián sentía renacer su antigua fuerza y notaba cómo la tristeza huía calle abajo, como un animal sarnoso.

Al amanecer, el perro dio su último aliento al aire frío de la mañana, y cayó muerto en el barro de la calle. Damián fue corriendo a despertar a su padre.

 _Padre, míreme: estoy sano. He sanado, padre.

Nadie le creía, en un principio. Pero sus ojos y su cara entera resplandecían, y saltaba y corría como un ciervo, y había un color nuevo en su piel, y hasta pa­recía que en el aire que le rodeaba.

_El perro me dio la salud _ explicó Damián_. Me la dio toda, y él se murió allá abajo.

Hubieron de creerle, al fin. Estaba fuerte como an­tes, sin fiebre y sin melancolía. Antonia María examinó el perro con su ojo de cristal, y dijo:

_Ya lo advertí: purgaba sus pecados en la tierra. Descanse en paz.

Los hermanos lo cogieron en brazos y fueron a enterrarlo al bosque, con todo el respeto que cabía.

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LA CONCIENCIA

       Ya  no podía más. Estaba convencida de que no podría resistir más tiempo la presencia de aquel odioso vagabundo. Estaba decidida a terminar. Acabar de una vez, por malo que fuera, antes que soportar su tiranía.

Llevaba cerca de quince días en aquella lucha. Lo que no comprendía era la tolerancia de Antonio para con aquel hombre. No: verdaderamente, era extraño.

El vagabundo pidió hospitalidad por una noche: la noche del Miércoles de ceniza, exactamente, cuando se batía el viento arrastrando un polvo negruzco, arremolinado, que azotaba los vidrios de las ventanas con un crujido reseco. Luego, el viento cesó. Llegó una calma extraña a la tierra, y ella pensó, mientras cerraba y ajustaba los postigos:

_No me gusta esta calma.

Efectivamente, no había echado aún el pasador de la puerta cuando llegó aquel hombre. Oyó su llamada sonando atrás, en la puertecilla de la cocina:

_Posadera ...

Mariana tuvo un sobresalto. El hombre, viejo y andrajoso, estaba allí, con el sombrero en la mano, en actitud de mendigar.

_Dios le ampare ... _ empezó a decir. Pero los ojillos del vagabundo le miraban de un modo extraño. De un modo que le cortó las palabras.

Muchos hombres como él pedían la gracia del techo, en las noches de invierno. Pero algo había en aquel hombre que la atemorizó sin motivo. El vagabundo empezó a recitar su cantinela: "Por una noche, que le dejaran dormir en la cuadra; un pedazo de pan y la cuadra: no pedía más. Se anunciaba la tormenta ... ".

En efecto, allá afuera, Mariana oyó el redoble de la lluvia contra los maderos de la puerta. Una lluvia sorda, gruesa; anuncio de la tormenta próxima.

_Estoy sola _ dijo Mariana secamente _. Quiero decir ... cuando mi marido está por los caminos no quiero gente desconocida en casa. Vete, y que Dios te ampare.

Pero el vagabundo se estaba quieto, mirándola. Lentamente, se puso su sombrero, y dijo:

_Soy un pobre viejo, posadera. Nunca hice mal a nadie. Pido bien poco: un pedazo de pan ...

En aquel momento las dos criadas, Marcelina y Sa­lomé, entraron corriendo. Venían de la huerta, con los delantales sobre la cabeza, gritando y riendo. Mariana sintió un raro alivio al verlas.

_Bueno _ dijo _. Está bien ... Pero sólo por esta noche. Que mañana cuando me levante no te encuentre aquí...

El viejo se inclinó, sonriendo, y dijo un extraño romance de gracias.    

Mariana subió la escalera y fue a acostarse. Duran­te la noche la tormenta azotó las ventanas de la alcoba y tuvo un mal dormir.

A la mañana siguiente, al bajar a la cocina, daban las ocho en el reloj de sobre la cómoda. Sólo entrar se quedó sorprendida e irritada. Sentado a la mesa, tran­quilo y reposado, el vagabundo desayunaba opíparamente: huevos fritos, un gran trozo de pan tierno, vino ... Mariana sintió un coletazo de ira, tal vez entremezclado de temor, y se encaró con Salomé, que, tranquilamente se afanaba en el hogar:

_jSalomé! _ dijo, y su voz le sonó áspera, dura_. ¿Quién te ordenó dar a este hombre ... y cómo no se ha marchado al alba?

Sus palabras se cortaban, se enredaban, por la rabia que la iba dominando. Salomé se quedó boquiabierta, con la espumadera en alto, que goteaba contra el suelo.

_Pero yo ... _ dijo _. Él me dijo ...

El vagabundo se había levantado y con lentitud se limpiaba los labios contra la manga.

_Señora _ dijo _, señora, usted no recuerda ... usted dijo anoche: "Que le den al pobre viejo una cama en el altillo, y que le den de comer cuanto pida". ¿No lo dijo anoche la señora posadera? Yo lo oía bien claro ... ¿O está arrepentida ahora?

Mariana quiso decir algo, pero de pronto se le había helado la voz. El viejo la miraba intensamente, con sus ojillos negros y penetrantes. Dio media vuelta, y desasosegada salió por la puerta de la cocina, hacia el huerto.

El día amaneció gris, pero la lluvia había cesado. Mariana se estremeció de frío. La hierba estaba empapada, y allá lejos la carretera se borraba en una neblina sutil. Oyó detrás de ella la voz del viejo, y sin querer, apretó las manos una contra otra.

_Quisiera hablarle algo, señora posadera... Algo sin importancia.

Mariana siguió inmóvil, mirando hacia la carretera.

 _Yo soy un viejo vagabundo ... pero a veces, los  vagabundos se enteran de las cosas. Sí: yo estaba  allí. Yo lo vi, señora posadera. Lo vi, con estos ojos

Mariana abrió la boca. Pero no pudo decir nada.

_¿Qué estás hablando ahí, perro? _ dijo _. ¡Te advierto que mi marido llegará con el carro a las diez, y no aguanta bromas de nadie!

_Ya lo sé, ya lo sé que no aguanta bromas de nadie! _dijo el vagabundo. Por eso , no querrá que sepa ... nada de lo que yo vi aquel día. ¿No es verdad? 

 Mariana se volvió rápidamente. La ira había desaparecido. Su corazón latía, confuso. "¿Qué dice? ¿Qué es lo que sabe ... ? ¿Qué es lo que vio?" Pero ató su lengua. Se limitó a mirarle, llena de odio y de miedo. El viejo sonreía con sus encías sucias y peladas.

_Me quedaré aquí un tiempo, buena posadera: sí, un tiempo, para reponer fuerzas, hasta que vuelva el sol . Porque ya soy viejo y tengo las piernas muy cansadas. Muy cansadas ...

Mariana echó a correr. El viento, fino, le daba en cara. Cuando llegó al borde del pozo se paró. El  corazón parecía salírsele del pecho.

Aquél fue el primer día. Luego, llegó Antonio con el carro. Antonio subía mercancías de Palomar, cada semana. Además de posaderos, tenían el único comercio ­de la aldea. Su casa, ancha y grande, rodeada por el  huerto, estaba a la entrada del pueblo. Vivían con desahogo y en el pueblo Antonio tenía fama de rico. “Fama de rico”, pensaba Mariana, desazonada. Desde llegada del odioso vagabundo, estaba pálida, desganada. “ Y si no lo fuera, ¿me habría casado con él, aca­so”. No, no  era difícil comprender por qué se había casado con aquel hombre brutal, que tenía catorce años más que ella. Un hombre hosco y temido solitario. Ella era guapa. Sí: todo el pueblo lo sabía y decía que era  guapa. También Constantino, que estaba enamorado de ella. Pero Constantino era un simple aparcero, como ella. Y ella estaba harta de pasar hambre, y trabajos, y tristezas. Sí; estaba harta. Por eso se casó con Antonio.

Mariana sentía un temblor extraño. Hacía quince días que el viejo entró en la posada. Dormía, comía  y se despiojaba descaradamente al sol, en los ratos en que  éste lucía, junto a la puerta del huerto. El primer día Antonio preguntó:

_¿ Y ése, que pinta ahí?

_Me dio lástima _ dijo ella, apretando entre los dedos los flecos de su chal_ . Es tan viejo ...  Y hace tan mal tiempo ...

Antonio no dijo nada. Le pareció que se iba hacia el viejo como para echarle de allí. Y ella corrió escaleras arriba. Tenía miedo. Sí: tenía mucho miedo ...”Si el  viejo vio a Constantino subir al castaño, bajo ventana. Si le vio saltar a la habitación, las noches que iba Antonio con el carro, de camino ... ". ¿Qué podía querer decir, si no, con aquello de lo vi todo, sí, lo vi con  estos ojos?"

        Ya no podía más. No: ya no podía más. El viejo no  se limitaba a vivir en la casa. Pedía dinero ya. Había empezado a pedir dinero, también. Y lo extraño es que Antonio no volvió a hablar de él. Se limitaba a ignorarle. Sólo que, de cuando en cuando, la miraba a ella.  María sentía la fijeza de sus ojos grandes, negros y lucientes, y temblaba.

Aquella tarde Antonio se marchaba a Palomar. Estaba  terminando de uncir los mulos al carro , y oía las voces del  mozo mezcladas a las de Salomé, que le ayudaba. Mariana sentía frío. "No puedo más. Ya no puedo más. Vivir así es imposible. Le diré que se marche, que se vaya. La vida no es vida con esta amenaza". Se sentía enferma. Enferma de miedo. Lo de Constantíno,  por su miedo,  había cesado. Ya no podía verlo. La sola idea  le hacía castañetear los dientes. Sabía que Antonio la  mataría. Estaba segura de que la mataría. Le conocía bien.

Cuando vio el carro perdiéndose por la carretera bajó a la cocina. El viejo dormitaba junto al fuego. Le contempló, y se dijo: "Si tuviera valor le mataría". Allí estaban las tenazas de hierro, a su alcance. Pero no lo haría. Sabía que no podía hacerlo. "Soy cobarde. Soy una gran cobarde y tengo amor a la vida". Esto la perdía: "Este amor a la vida ... ".

_Viejo _ exclamó. Aunque habló en voz queda, el vagabundo abrió uno de sus ojillos maliciosos. "No dormía"__, se dijo Mariana. "No dormía. Es un viejo zorro".

 _Ven conmigo _le dijo _. Te he de hablar.

El viejo la siguió hasta el pozo. Allí Mariana se volvió  a mirarle.

_Puedes hacer lo que quieras, perro. Puedes decirle todo a mi marido, si quieres. Pero tú te marchas. Te vas de  esta casa, en seguida ...

El viejo calló unos segundos. Luego, sonrió.

 _¿Cuándo vuelve el señor posadero?

Mariana estaba blanca. El viejo observó su rostro hermoso, sus ojeras. Había adelgazado.

_ Vete _ dijo Mariana _. Vete en seguida.

Estaba decidida. Sí: en sus ojos lo leía el vagabundo, Estaba decidida y desesperada. Él tenía experiencia  y conocía esos ojos. "Ya no hay nada que hacer", se dijo, con filosofía. "Ha terminado el buen tiempo. Acabaron las comidas sustanciosas, el colchón, el  abrigo. Adelante, viejo perro, adelante. Hay que seguir".

_Está bien _ dijo _. Me iré. Pero él sabrá todo.

 Mariana seguía en silencio. Quizás estaba aún más pálida. De pronto, el viejo tuvo un ligero temor:  “Esta es capaz de hacer algo gordo. Sí: es de esa gente que se cuelga de un árbol o cosa así”. Sintió piedad. Era joven, aún, y hermosa.

_Bueno _ dijo _. Ha ganado la señora posadera. Me voy ... ¿qué le vamos a hacer? La verdad nunca me hice demasiadas ilusiones ... Claro que pasé muy tiempo aquí. No olvidaré los guisos de Salomé ni el vinito del señor posadero ... No lo olvidaré. Me voy.

_Ahora mismo _ dijo ella, de prisa _. Ahora mismo, vete ... ¡Y ya puedes correr, si quiere alcanzarle a él! Ya puedes correr, con tus cuentos sucios, viejo perro ...

El vagabundo sonrió con dulzura. Recogió su cayado y  su zurrón. Iba a salir, pero, ya en la empalizada se volvió:

_Naturalmente, señora posadera, yo no vi nada. Vamos: ni siquiera sé si había algo que ver. Pero llevo  muchos años de camino, ¡tantos años de camino! Nadie hay en el mundo con la conciencia pura, ni siquiera  los niños. No: ni los niños siquiera, hermosa posadera Mira a un niño a los ojos, y dile: "¡Lo sé todo! Anda con cuidado ... ". Y el niño temblará. Temblará como tú, hermosa posadera.

Mariana sintió algo extraño, como un crujido, en el corazón. No sabía si era amargo, o lleno de una violenta alegría. No lo sabía. Movió los labios y fue a decir algo. Pero el viejo vagabundo cerró la puerta de la empalizada tras él, y se volvió a mirarla. Su risa era maligna, al decir:

_Un consejo, posadera: vigila a tu Antonio. Sí: el señor posadero también tiene motivos para permitir la holganza en su casa a los viejos pordioseros. ¡Motivos muy buenos, juraría yo, por el modo como me miró!

La niebla, por el camino, se espesaba, se hacía baja. Maraina le vio partir, hasta perderse en la lejanía.

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