Ándrés Trapiello

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El árbol de la ciencia

Adonde tú por aire claro vas

Para un combatiente del Ebro

Una muchacha

En las lluviosas tardes de noviembre


El árbol de la ciencia
Dicen, mi amor, que es imposible hacer
versos de amor feliz, de enamorado,
que sólo lo perdido o no alcanzado
se canta en la poesía, el padecer
olvido o el sufrimiento de volver
al recuerdo de todo lo pasado.
Unas veces la sed de lo vedado;
otras, el vino del amargo ayer.
No hagas caso, mi amor, habladurías.
Contigo todas mis melancolías
son ramas escarchadas en anís
donde se posa un pájaro de nieve.
Escúchale cantar tan hondo y breve.
Que no te engañe su plumaje gris.
 

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Adonde tú por aire claro vas,
en sombra yo, o en hojarasca breve,
te he seguido. Yo mismo sombra soy
de ti. Y no puedes tú notar que yo
te siga, yo, callado tras de ti,
lumbre contigo o nieve de tu mano.
Y veo tu mirar, mas siempre esquivo,
oscuro y amoroso, en huertos altos
que tú para tu amor los cercas. Fuentes,
aves, la reja de la casa sueño
ser yo, la claridad, su vuelo limpio,
el aire entre los hierros. Pero tú,
a mi través, cuando me miras, creo
que estás mirando a otro, de no verme.
Y ya la fuente, el ave, las espadas
de la verja no son nada. La tarde
su rosa le retira al vaso. Pétalos
sólo, los continentes que parecen
sobre la mesa, a ti te los ofrezco,
te envío su gobierno y yo, la sombra.

 

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Para un combatiente del Ebro
¿Qué sabemos nosotros
de los viejos caminos llenos de barro y lodo?
¿Qué podemos nosotros recordar
de la pasada guerra,
de esos pueblos pequeños rodeados de viñas?
¿De esos bailes de pueblo
sobre las verdes eras y a la luz del carburo,
cuando el sagrado azul, el azul del crepúsculo
se queda entre las tumbas, viejas y abandonadas?
Otoño, otoño mío,
¿Qué sabemos nosotros de la guerra?
Dime por qué el azul, sagrado azul,
es el color de los que nunca vuelven,
de aquellos que partieron
una mañana antigua
por los viejos caminos llenos de barro y lodo.

 

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 Una muchacha
(Sobre de un tema de Anacreonte)
Pienso que tú, y el sueño me envanece,
una muchacha sólo,
vendrás hacia mi encuentro preguntando por mí.
Juegas con una rama de mirto y da tu pelo,
como rosa, leve sombra a tu espalda.
Mas yo, después de tanto tiempo solo,
¿cómo sabré besarte sin que dejes
de jugar con tu rama,
sin que mis manos borren
la sombra de esos pétalos?
Es, pues, mejor que sigas
vagando por mi sueño.
No quieras ser real
ni vengas hasta mí. Vete, muchacha.
Hay todo un mar enfrente de las ruinas.

 

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En las lluviosas tardes de noviembre
de pesadumbre llenas,
con un libro de románticas rimas
que habla de hojas secas
me siento a ver el fuego
junto a la chimenea.
En esas cortas tardes otoñales,
poca la luz de perla
en el salón, a solas, sin testigo,
las cosas se sombrean
con azulado tedio
de indefinible esencia.
¡Veladas de borroso calendario
y avara somnolencia,
de vacíos laureles y jardines,
agrias tardes eternas
que tienen del olvido
la misteriosa rueca!

 

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