Ángela Reyes

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Pudo cerrar el viento...

No sé si fue una llaga...

Por favor, no se duerma...

La memoria hay que ayudarla un poco ...

Pudo cerrar el viento la puerta de la casa
tenderse junto a ella, y decir:
— Yo soy su amante,
yo soy el cancerbero de la tristeza de su boca.
El que la viste
y cada tarde enjuga sus axilas —.

Pero el viento ovillóse en el balcón,
tan distante como una enredadera,
mientras la muerte y sus errantes tribus
fueron hasta la alcoba donde ella dormía.
No la oímos quejarse
al quedar convertida en un cuerpo azulado,
ni tampoco llorar cuando quiso y no pudo
correr, salirse de su rostro:
todo un huerto sumido en la penumbra.

Su mano,
que ya no hablaba nuestro idioma,
siguió latiendo
sobre el embozo de la sábana,
se quedó entre nosotros
hurgando en nuestras cosas.
Hasta que un día se nos hizo vieja,
se llenaron de historia sus arrugas.
Marzo llegó y aquella mano no pudo recibirle,
no supo reinventarse un tacto de pomelos.

Murió soñando a la muchacha,
su dueña,
la que llevaba mucho tiempo ida.
Viviendo en el silencio de las cosas.

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o fue quizás el miedo lo que me hizo enmudecer
aquellos meses de trinchera.
 
Yo movía los labios para decir mi nombre,
pero mi voz olía en la distancia,
olía igual que un ave
que viviera encerrada en un armario
y que al abrirlo huyera hacia lo oscuro
no queriendo volar.
 
Hay cosas que suceden para nunca olvidarlas,
y no olvido que me escondía
en la penumbra de mi piel,
y allí quedaba
con la entrepierna húmeda
y el rostro bruscamente demorado,
detenido en un gesto de terror.
Miguel, cuando amainaba el fuego,
venía a colocarme,
a la altura precisa, las facciones
y a ayudarme a encender un cigarrillo.
 
Fumábamos los dos de una misma colilla,
de la que ya habían fumado sin duda varios hombres
pues el humo sabía a llanto,
sabía a tantas muertes,
que no podíamos andar
y había que sentarse en pleno campo
para escupir la sangre ajena,
para expeler el cuajo
que nos crecía dentro de la boca.
 
Hay hombres que morían cayendo hacia adelante,
con la boca entreabierta en la justa medida.
 
Yo sólo supe acariciar el miedo
como si fuera un hijo que de golpe
creciera entre mis brazos.
No podía dejarlo
sin antes enseñarle cómo un hombre
puede temblar de una manera única;
puede llorar igual que un niño ciego

abandonado en medio de la playa.

 

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Abra de nuevo el bloc y escriba,
con las palabras más hermosas,
que, a mediados de julio,
llegó hasta el pueblo un hombre
con rostro demudado y que gritaba
'ha estallado la guerra'.
Corría desequilibrado,
igual que los gorriones
que por primera vez pisan el suelo.
 
Luego, se sentó bajo un árbol
para oír el quejido de las balas,
ese grito redondo,
todo un puño llamando
y llamando en el cuero de la noche.
Apenas hubo tiempo de apagar las luces de la casa
o de colgar en el perchero
los años ya vividos.
La muerte, la primera muerte, llegó un amanecer
y nos acompañó durante todo el día
no queriendo apenarnos,
sin saber dónde descansar que menos nos doliera.
 
Después vinieron muchas otras
y en nuestra carne hicieron su agujero.
 
Patria es el ojo
que ve y nunca olvida.
Por eso, yo me paro y miro
y recuerdo a Miguel
bajando despacito por la calle.
Su pubertad había terminado hacía poco tiempo
y venía bebiendo sorbo a sorbo
tanto dolor.
Usted ya sabe
que uno nunca olvida al primer muerto.
Nos llega la vejez y aquel desconocido
sigue latente en la memoria,
bajo su manta exigua,
tan abreviada
que se ha quedado detenida al borde mismo de  los ojos,
de unos ojos que miran asiéndose a las cosas,
como queriendo incorporarse
para llamar al timbre de la puerta.
 
Mire, conforme hablo,
las uvas van haciéndose más agrias,
como si los recuerdos apenaran al mosto.
Lo mismo sucedió aquella tarde
cuando irrumpió en la plaza un tren.
Venía de muy lejos, azuleando el aire con el humo
y llamando a Miguel.
¿Cómo impedir que se marchara
si por entonces, solo hablar
era herirse a uno mismo?
 
Silbaba el tren,
cobra
que derecha se lanza al corazón de un hombre.
Miguel desde el estribo alzó su mano
queriendo recoger mi rostro al vuelo.
Yo me llevé a la boca un grano de uva
aun sabiendo

que podía morirme de una tristeza conocida

 

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Hay que cogerla entre las manos
y tirar leve, pero definitivamente,
como se tira de un bebé que está naciendo.
 
Solo así volverán
aquellos rostros familiares
que el tiempo ha resumido
en una sola lágrima.
Y es que a los muertos nunca
se les enturbia el ojo.
 
Uno llega cansado,
con la lengua dormida muy dentro de la boca,
y se sienta,
y bebe cualquier vino
esperando la noche para hacer inventario
y guardar lo que quede de risa y juventud.
Y al instante,
a la altura del hombro dolorido,
se posa una mirada
oscurecida y familiar.
 
De estas miradas tengo el hombro lleno.
 
La de Miguel, me envuelve con su pátina húmeda.
Al enterrarle, nadie se acordó
de secarle los ojos
o de achicarle el lagrimal;
por ello sigue generando llanto.
Llora muy encalmado,
apenas sin parpadear, para que no le sientas,
y evitando mojarte.
 
A veces, lo más triste son las noches.
No sirve que me duerma con las manos muy juntas.
Siempre acabo rozándole una lágrima
y ello me obliga a incorporarme
para buscarla entre la ropa
y guardarla en el puño.
 
Así empecé a tener la sensación
de que dentro de mí vivía un hombre
y que yo le tenía sujeto por la muerte:
esa parte del alma que más duele.
 
Y así caí en la locura
de convertir mi lecho en un zaguán
donde Miguel venía
_con un poco de frío_
a compartir conmigo la petaca
y a fumar despacioso,
mirando cómo marzo

nunca parte definitivamente

 

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